jueves, 14 de marzo de 2019

Libro cuarto

LIBRO CUARTO DE LA HISTORIA DEL REY DON IAYME DE ARAGÓN, PRIMERO DE ESTE NOMBRE, LLAMADO EL CONQUISTADOR.

Capítulo primero. Como el Rey fue declarado sucesor en las tierras de Ahones, y que don Fernando se alzó con Bolea, y de las ciudades que le siguieron.

Con la desastrada muerte de don Pedro Ahones quedó casi postrada del todo la desvergonzada liga y engañosa machina que fue contra el Rey por sus más propincuos deudos y allegados fabricada. La cual puesto que el Conde don Sancho la puso primero en campo: y después la encaró Ahones para que fuese certera, don Fernando fue el atrevido que osó dispararla (
desparalla). Mas aunque fue mayor la estampida que el golpe, y más presto tentada la paciencia Real que vencido su valor, y magnanimidad, no por eso dejó de haber para los tres, por el atrevimiento, su merecido castigo y debida pena. Pues ni el Conde don Sancho osó más parecer ante el Rey en Corte: ni Ahones se escapó de venir a morir en las manos del Rey: ni en fin don Fernando (que sin duda fuera más castigado que todos, si el parentesco Real no le librara) pudo pasar más de la vida quieta, sino con sobresalto y mengua. Pues ni se le permitió jamás dejar el hábito, ni la dignidad que tenía para pasar a otra mayor, ni por sus pretensiones del Rey no haber ninguna otra recompensa. Puesto que por la benignidad del Rey, ni fue echado de su consejo real, ni jamás privado de su conversación y secretos: prefiriendo siempre la persona y autoridad de él a la de todos: no embargante, que por lo que agora y a delante veremos, siempre le fue don Fernando por su innata inquietud e insolencia, una perpetua ocasión y ejercicio de magnanimidad y paciencia. Muerto pues Ahones, y llevado por el mismo Rey a sepultar a Daroca, como no quedase legítimo heredero de él, declaró el consejo real que en todos sus señoríos y tierras sucedía el Rey, y que a esta causa fuese luego a tomar posesión de Bolea villa principal y vecina a Huesca, la cual por ella sucesión ab intestato le pervenía, y que se hiciese luego prestar los homenajes, antes que la mujer de Ahones, o el Obispo de Zaragoza don Sancho hermano del muerto, se alzasen con ella y le pusiesen gente de guarnición para defenderla: y que podía ser lo mismo de los dos Reynos de Sobrarbe y Ribagorza: por haberlos tenido Ahones mucho tiempo en rehenes, por una gran suma de dinero, que había prestado al Rey don Pedro para la jornada de Vbeda: y también por el derecho de ciertas caballerías de honor, que por servicio se le debían. Conformaron todos en que luego fuese el Rey a tomar posesión de ellos. Al cual pareció lo mesmo, y que sería muy gran descuido suyo, perder estos reynos, haciendo merced a otri dellos, antes de tener los demás estados suyos pacíficos: mayormente por encerrarse en ellos muchas villas y lugares con cuya confianza Ahones había tomado alas y orgullo para rebelársele. Por esto determinó de no más enajenarlos por empeños, ni otras necesidades sino que volviesen a encorporarse en el patrimonio Real para siempre. Señaladamente, por haber visto en las cortes que tuvo poco antes en estos Reynos, la mucha calidad e importancia de ellos. Con este fin junto alguna gente de a caballo de poco número: porque a la verdad pensaba que Bolea se le entregaría, sin resistencia alguna. Y así fue para ella, enviando delante algunos caballeros para que tentasen los ánimos de los de Bolea, y se asegurasen de la entrada. Pero le sucedió (sucediole) muy al contrario de lo que pensaba. Porque don Fernando que nunca reposaba, sabida la muerte de Ahones, luego sospechó lo que el Rey haría, y con gran número de gente y copia de vituallas, se metió en la villa, confiado de que apoderado de esta, y no hallándose otro legítimo heredero de Ahones, no solo se haría señor de todas sus villas y lugares con los dos Reynos arriba dichos, pero aun los haría rebelar contra el Rey, y esto con el favor del mismo Obispo de Zaragoza, que podía mucho, y deseaba en gran manera vengar la muerte de Ahones su hermano. También por lo mucho que confiaba en el poder de los Moncadas, y de otros señores y barones de Aragón y Cataluña a quien el Rey había ofendido, y él con muchas dádivas y otros medios obligado a que le siguiesen. Pudo tanto con esto, que no solo a los de Bolea, pero aun a la gente de los dos reynos pervirtió de manera, que se ofrecieron a servirle y seguirle contra cualquiera. Como el Rey llegase a Bolea, y la hallase muy puesta en defensa, y a la devoción de don Fernando que estaba dentro, determinó pasar adelante, y apoderarse de los principales lugares y fuerzas de los dos reynos, con fin de romperla contra don Fernando. Sabido esto por don Fernando, de muy amargo y sentido por la muerte de Ahones, y mucho más por temerse, de que siendo él igual y mayor en la culpa, no fuese lo mismo de él: propuso de hacer rostro al Rey con abierta guerra: tanto que osó decir en público, no pararía un punto hasta que lo hubiese echado del Reyno. Lo cual pensaba él acabar fácilmente, por tener en poco al Rey así por su poca edad y experiencia, como por los muchos y muy principales amigos, que en la gobernación pasada él había granjeado, y sabía que no le habían de faltar. Por donde le fue muy fácil traer apliego la común rebelión de los de Zaragoza, con los demás pueblos grandes del reyno, excepto Calatayud (como dice la historia del Rey) y otros también escriben de Albarracín y Teruel que fueron fieles. mas no se contentó con lo de Aragón don Fernando, que tambien escribió al Vizconde don Guillé de Moncada en Cataluña, que de la guerra pasada quedaba muy escocido contra el Rey: para que con la más gente que pudiese viniese luego, y no perdiese tan buena ocasión para vengarse de lo pasado. De suerte que el Vizconde solicitado del intrínseco odio y temor que al Rey tenía, no dejó de intentar cuanto contra su real persona se le ofrecía, en que podelle ofender.

Capítulo II. De la venida del Vizconde de Cardona en favor del Rey, y de los extremos que hacía el Obispo de Zaragoza por vengar la muerte de Ahones, y de la matanza que don Blasco hizo en los zaragozanos.

Sabido por el Rey lo que pasaba, y que don Fernando se ponía muy de veras contra él en esta guerra, dejó la del monte, y descendió con su ejercito que ya iba creciendo a lo llano a la villa de Almudévar, de donde pasó a Pertusa en el territorio de Huesca. En esta sazón el Vizconde don
Ramón Folch de Cardona sabida la necesidad y trabajo en que el Rey estaba, y la junta de gente que el Vizconde de Bearne con los suyos hacían, para ir a favorecer a don Fernando contra el Rey, junto con don Guillen Ramón de Cardona su hermano, una muy escogida banda de hasta 60 hombres de armas. Y partido para Aragón llegó primero que todos los demás socorros que vinieron, a los contornos de Zaragoza, donde halló al Rey, al cual se ofreció con todo su poder y gente para servirle hasta morir en su defensa. Esta venida del Vizconde con tan principal socorro fue tenida en mucho por el Rey, así por ser tan a tiempo, como porque con su autoridad y ejemplo el Vizconde movió a muchos en Cataluña para seguir y favorecer la parcialidad Real: lo mandó (mandolo) alojar con toda su gente muy principalmente: y pues se halló con tan buen cuerpo de guarda, mandó a don Blasco de Alagón, y a don Artal de Luna fuesen con una compañía de infantería, y una banda de caballos a hacer guarda en la villa de Alagón contra los Zaragozanos, que por no haberlos seguido juraron de saquearla: quedándose con el Rey don Atho de Foces, don Rodrigo Lizana, don Ladrón, y el Vizconde con su gente. A vueltas de todo esto, el Obispo de Zaragoza había juntado gran número de soldados de los que habían quedado de Ahones su hermano, y estaba tan puesto en la venganza de su muerte, que sin acordarse de su dignidad Pontifical, ni del respeto que a su Rey debía, demás del escándalo y mal ejemplo que de si daba, salió a puesta de Sol de Zaragoza
con su ejército, y marchando toda la noche llegó a la villa de Alcubierre, la cual por no haber querido poco antes, siendo requerida, juntarse con los de Zaragoza contra el Rey, la dio a saco: y por ser en tiempo santo de la cuaresma, para quitar de escrúpulo a sus soldados, decía voz en grito y con furiosa ira, que era tan santa y justa la guerra que contra el Rey hacía como contra Turcos, y por tanto absolvía, armado como estaba, a todos de la culpa y escrúpulo, que por el saco hecho tenían, y por mucho más que hiciesen. Demás que no solo afirmaba con pertinacia, que gente que se empleaba contra el tirano por la salud y libertad de la Repub. podía sin escrúpulo comer carne en los días prohibidos, pero aun prometía la celestial gloria a cuantos en esta guerra le seguían. También por otra parte los Zaragozanos por dar alguna muestra y señal de su mala liga y rebelión contra el Rey salieron segunda vez para el Castellar, que está cerca de Alagón, río en medio; el cual pasaron en barcos, y puestos en celada, enviaron alguna gente delante, porque fuesen vistos de los de Alagón, a efecto de que, saliendo sobre ellos, se retirarían con buen orden, hasta traerlos a dar en la celada. Como don Blasco y don Artal los vieron, sospechando lo que podía ser, se detuvieron aquella tarde, y los Zaragozanos viendo que no salían a ellos, se retiraron a la otra parte del río, por estar más seguros. Dejando pues don Blasco alguna gente de guarda en la villa salió a media noche con toda la caballería, y pasaron a Ebro con poco estruendo en los mismos barcos, y al romper del alba, dieron sobre los Zaragozanos, que los hallaron durmiendo, sin centinelas, y bien descuidados: y de tal manera los persiguieron que entre muertos y presos fueron trescientos, huyendo los demás. Esta victoria fue para el Rey y los de su parcialidad muy alegre, porque se creyó que todas las aldeas como miembros, entendiendo que la cabeza era vencida, perderían el orgullo, y se rendirían más presto. Luego vino el Rey a verse con los vencedores, para hacerles por ello las gracias, y tratar sobre lo que harían.


Capítulo III. De los aparatos de guerra que el Rey hacía, para el saco de Ponciano, y cerco que puso sobre la villa de las Cellas, y como fue presa.

En este medio que el Rey se detuvo en Pertusa, distrito de Huesca, mandó armar diversos trabucos e instrumentos de guerra, y asentarlos sobre los carros para llevarlos de una parte a otra (aunque con grande dificultad, por ser la tierra fragosa) por lo mucho que se había de valer de ellos en tan larga y porfiada guerra, como se le aparejaba. A la cual se preparaba con tanto ánimo, que como a uso de Vizcaínos, a más tormenta más vela, así cuanto más crecían los enemigos y rebeldes, tanto más ensanchaba su pecho, y se disponía a resistirles. Volviendo pues de Alagón para Pertusa, y llevando consigo al Vizconde con los suyos y la demás gente de guarda, de paso dieron asalto a la villa de Ponciano, que estaba por don Fernando: la cual fue luego entrada y saqueada. De allí pasó a la villa de las Cellas junto a Pertusa, y puso cerco sobre ella, y aunque estaban la villa y fortaleza muy bastecidas de gente y municiones, al tercero día que plantaron las máquinas y trabucos hacia las partes más flacas del muro, y comenzaron a batirlas, el Alcayde de la fortaleza vino a concierto con el Rey, que si dentro de ocho días no le venía socorro, le entregaría la fortaleza con la villa. Aceptó el rey el concierto, y un día antes que se cumpliese el plazo, dejando allí su ejército, pasó con poca gente a Pertusa, para dar prisa a juntar los Pertusanos con la Infantería de Barbastro, y Beruegal que había mandado venir, para que el siguiente día se hallasen todos en la presa de las Cellas.
En este mismo punto que el Rey estaba rezando en la iglesia de Pertusa, vieron de lejos venir hacia la villa al galope dos caballeros armados en blanco por el camino de Zaragoza, y eran Peregrin
Atrogillo, y su hermano don Gil. Llegados al Rey le avisaron como don Fernando y don Pedro Cornel, con ejército formado de la gente de que Zaragoza y Huesca, venía a más andar en ayuda de las Cellas, y no quedaban lejos. Como esto entendió el Rey, luego se puso en orden, y se partió con solos cuatro de a caballo para las Cellas. Mandando a los Pertusanos con los de Barbastro y Beruegal le siguiesen. Llegado a los alojamientos do habían quedado el Vizconde y don Guillen su hermano, con don Rodrigo Lizana, que con todo el ejército no pasaban de ochocientos hombres de armas, y mil y seiscientos Infantes, determinó esperar con estos a don Fernando: ni temió los grandes escuadrones de las ciudades, con ser cuatro tantos más que los suyos, por más empauesados que viniesen, como se decía. Había entonces en el Consejo del Rey un don Pedro Pomar, hombre anciano, y muy experimentado en cosas de paz y guerra, el cual considerando el mucho poder del ejército de don Fernando, que en número y bien armado excedía de mucho al del Rey, según los caballeros que truxeron la nueua lo afirmaban, y que la persona Real estaba en muy grande y manifiesto peligro, le pareció (pareciole) exhortar al Rey, mas le rogó que con gran presteza se subiese en un monte alto, que estaba junto a la villa, adonde con la aspereza del lugar defendiese su persona, hasta que llegase el socorro de los pueblos que aguardaba. Al cual respondió el Rey animosa y varonilmente, diciendo. Sabed don Pedro que yo soy el verdadero y legítimo Rey de Aragón, y que tengo muy justo y legítimo Señorío y mando sobre aquellos, que siendo mis verdaderos súbditos y vasallos toman injustamente las armas contra mí, como esclavos que se amotinan contra su señor. Por tanto confiando en la suprema justicia de Dios, y que tengo ante su divina Majestad más justificada mi causa que ellos, no dudo que con su divino favor podré con los pocos que tengo, resistir y vencer el grande ejército de los rebeldes y fementidos que viene contra mí, y así mi determinación es hoy en este día, o tomar por fuerza de armas la villa, o morir ante los muros de ella. Por eso vuestro consejo de fiel y prudente amigo guardadlo (guardaldo) para otro tiempo, que aprovechará con más honra que agora. Como acabó de decir esto, comenzó más animoso que nunca a instruir y poner en orden los escuadrones, con tanta diligencia y valor, como si ya estuvieran presentes, y le presentaran la batalla los enemigos: los cuales, como ni pareciesen, ni llegasen, y el plazo fuese cumplido, la villa con sus fortaleza se le entregó libremente, y fue librada de saco.

Capítulo IIII (IV). Como vino el Arzobispo de Tarragona a concertar al Rey con don Fernando, y no pudo: y como los de Huesca con astucia hicieron venir al Rey, y del gran trabajo en que se vio con ellos.

Tomada la villa de las Cellas, y bien fortificada su fortaleza de gente y municiones, el Rey se volvió a Pertusa, adonde poco antes era llegado don Aspargo Arzobispo de Tarragona, hombre muy pío y sabio, y (como dijimos) pariente del Rey muy cercano: el cual entendidas las diferencias del Rey y don Fernando, de las cuales cada día se seguían tan grandes novedades, daños, y divisiones de pueblos en los dos Reynos: tanto, que ya en Cataluña se iba perdiendo autoridad y obediencia del Rey, y cada uno vivía como quería, puso todas sus fuerzas en apaciguar, y concordar tío con sobrino, por divertirlos de tan escandalosa guerra como se hacían el uno al otro. Mas como el odio estuviese en ellos tan encarnizado, por estar don Fernando tan persuadido que había de reynar, cuanto el Rey determinado de no perder un punto de su derecho, y posesión del Reyno, dexolos: y sin acabar cosa alguna se volvió a Tarragona, a encomendarlo todo a nuestro señor, y rogarle por
el estado de la paz. En este medio los de Huesca que vieron perdidas las Cellas, comenzaron a apartarse del bando de don Fernando, y a descubrirse entre ellos la parcialidad del Rey, aunque más flaca que la de don Fernando: pero muchos deseaban pasarse a ella, sino que con mañas prevalecía siempre la contraria, porque don Fernando, en aquel poco tiempo que estuvo recogido en el monasterio, o Abadía de Montaragon, junto a Huesca, teniendo ojo a lo por venir, tenía corrompidos y atraídos a si los de la ciudad con presentes, dádivas, y muy largas promesas. De manera que en los ayuntamientos venciendo la parte mayor (como suele ser) a la mejor, la de don Fernando prevalecía, y no se hacía más de lo que él quería, por donde los desta parcialidad en nombre de toda la ciudad, comenzaron con grande astucia a inventar contra el Rey cosas nuevas. Porque entrando en consejo trataron engañosamente con Martín Perexolo juez de la ciudad por el Rey puesto, y con los de la parcialidad Real, que hiciesen saber al Rey como los de Huesca le eran muy verdaderos súbditos y fieles vasallos, y deseaban mucho viniese a verlos y tratarlos, que lo recibirían con grandísima honra y aplauso del pueblo, y sin réplica harían por él cuanto les mandase. Como el Rey entendió esto de los de Huesca, y tuviese el ánimo fácil y sencillo para echar siempre las cosas a la mejor parte, sin tener ninguna sospecha dellos, dejó el ejército encomendado al Vizconde y acompañado de muy pocos, por no dar que temer al pueblo, se partió para Huesca. Llegado a vista de ella le salieron a recibir veynte ciudadanos de los más principales a la ermita de las Salas: y como le recibieron con mucha honra y fiesta: así también el Rey recogió a todos ellos con grande benignidad y alegre rostro, y porque conociesen por cuan fieles súbditos los tenía y los amaba, les habló con palabras muy amigables, y de tanta llaneza como si fuera compañero entre ellos, y trayendo cabe si a don Rodrigo Lizana, don Blasco Maza, Assalid Gudal, y Pelegrin Bolas, principales caballeros de su consejo, entró en la ciudad. Por aquel día el pueblo le recibió con tantos juegos y regocijo, que pareció dar de si muy grandes indicios de fidelidad: pero en anochecer tocaron al arma, y se vinieron a poner a las puertas de palacio, cien hombres armados como en centinela, guardando y rondando por de fuera el palacio toda la noche. Entendió el Rey lo que pasaba, y considerando el grande peligro en que estaba, en siendo de día disimuladamente, y con gran serenidad de rostro envió a llamar los más principales de la ciudad, y mandó convocasen todo el consejo allí en palacio, adonde dentro del patio, que era grande, concurrió toda la ciudad y pueblo, y el Rey puesto a caballo, señalando silencio, les habló desta manera.


Capítulo V. Del razonamiento que el Rey hizo a los de Huesca, y como acometieron de prendelle.

Hombres buenos de Huesca, no creo que ninguno de vosotros ignora ser yo vuestro verdadero y legítimo Rey, y que poseo y soy señor vuestro, y de vuestras haciendas por derecho de sucesión y herencia. Porque xiiij. generaciones han pasado hasta hoy, que yo y nuestros antepasados por recta linea poseemos el Reyno de Aragón. Por lo cual, con la continuación de tan larga prescripción, se ha seguido tan estrecha hermandad de nuestro señorío con vuestra fiel obediencia y servicio, que ya como natural, y que tiene su asiento y rayz en los ánimos, ha de ser preferida a cualquier obligación de parentesco y sangre: porque esta se puede deshacer con el tiempo; y la otra es tan indisoluble, que antes suele con el mismo tiempo acrecentarse más. Por esta causa he siempre deseado, que de la afición y amor que os tengo, naciese la pacificación vuestra, para mayor honra y utilidad del pueblo, y para mejor ampliaros los fueros que nuestros antepasados os concedieron: si con la inviolable fé, y obediencia que siempre habéis tenido con ellos, correspondiese ahora conmigo vuestra fidelidad y servicio. Por donde ya que con tantos y tan manifiestos indicios y señales de alegría y contentamiento habéis solemnizado (solenizado) y festejado la entrada de vuestro Rey, no debíais (deuiades) agora de nuevo deslustrarla con tanto estruendo de armas, y aparatos de guerra: porque no
diérades ocasión alguna para desconfiar de vuestra fidelidad. Mayormente que yo no he venido sin ser llamado, antes he sido para ello muy rogado de vosotros, y que de muy confiado de vuestra debida fé y prometida obediencia, he dejado el ejército, y entrado en esta ciudad, no cierto para destruirla, sino para más ennoblecerla, y magnificarla. Como llegó el Rey a este punto, levantose tal murmuración del pueblo contra los que regían, que no pudo pasar más adelante su plática. Sino que haciendo señal de silencio, se adelantó uno de los principales del regimiento antes que los del consejo respondiesen, y dijo, que los de Huesca siempre habían tenido y tenían por muy cierto, que su real ánimo era propicio y favorable para ellos, y que de allí adelante lo ternia mucho más: pues para más manifestar la buena voluntad que les tenía, les había hablado con palabras de mucho amor, y con tanta mansedumbre: y así por esto el pueblo tendría (ternia) su consejo, y harían en todo lo que el mandaba. Con esto se recogieron los principales del, quedándose el Rey a caballo en el patio, y se encerraron en las casas del Abad de Montearagón, adonde sin tener más respeto a la persona del Rey, tuvieron entre si diversas y largas pláticas con la contradicción de algunos que defendían la parte del Rey, interviniendo (entreuiniendo) en ellas muchas voces y porfías: aunque siempre prevalecía como está dicho, la parcialidad de don Fernando, demás que por alterar al pueblo, no faltaron algunos malsines, que sembraron rumores, afirmando muy de veras que el Vizconde de Cardona, después de haber bien reforzado el ejército Real, venía so color de librar al Rey a saquear a Huesca. Por donde comenzándose a alborotar la gente popular, los congregados se salieron a fuera para tocar al arma. Pero el Rey les aseguró, y mandó se estuviesen quedos, y volviesen a su consejo, porque estando él presente no se desmandaría el ejército. Quietáronse algo, aunque siempre quedaron los ánimos alterados, y muy puestos en poner las manos en el Rey, de muy accionados a don Fernando, y sobornados por él: pero cuanto más miraban su Real persona tanto más les faltaba el ánimo y fuerzas para hacerlo, y con ello dilataron el consejo para otro día, diciendo, que por entonces no había lugar para responder al Rey, y así se despidieron todos, quedando encargados cada uno, de lo que había de hacer.

Capítulo VI. Del astucia que usó el Rey para burlar a los de Huesca, y como se salió libre con toda su gente de ella.

Sabiendo el Rey por algunos de su parcialidad lo que había pasado en consejo, y del secreto orden que cada uno traía de lo que había de hacer, todo por orden de don Fernando, que siempre llevaba sus malas intenciones adelante, apeose del caballo, y subiose a su aposento con la gente de guarda, que ya le había acudido alguna: repartiéndola, parte por las puertas grandes, parte por la sala y antecámara. Estaban con el Rey los mismos don Rodrigo de Lizana, Gudal, y Rabaça, hombre de gran juicio, y (como dice la historia) muy entendido en negocios. Llegaron en aquella sazón don Bernardo Guillen tío del Rey, y don Ramó de Mópeller pariente del mismo, y Lope Ximenez de Luesia. Los cuales poco a poco con razonable copia de gente de a caballo bien armados se habían entrado en la ciudad, sin que nadie se los estorbase. Sobresto nació nueva revolución en el pueblo, y se sintió gran estruendo de armas, ya con manifiesta determinación de prender al Rey. Porque a la hora atravesaron muchas cadenas por las calles y pusieron de ciertos a ciertos lugares cuerpo de guarda, porque no pudiese escapar hombre de a caballo, cerrando con mucha presteza las puertas de la ciudad. Como entendió esto el Rey usó con ellos de astucia y ardid admirable. Mandó luego aparejar un convite opulentísimo, y a gran prisa buscar todo género de servicios por la ciudad, enviando algunos de ella por las aldeas a traer terneras y volatería, y convidar los principales del pueblo, para que se descuidasen y perdiesen la sospecha que tenían de su ida: lo que el pueblo aceptó de muy buena gana. En este medio echose el Rey encima una cota de malla, y subiendo en su caballo, y con él don Rodrigo y don Blasco y tres otros, se salieron por la puerta falsa de Palacio, y por ciertas calles secretas descendieron a la puerta Isuela por donde van a Bolea. Mas hallándola cerrada, y sin gente de guarda, forzaron a los que tenían las llaves a que la abriesen. La cual abierta, parose el Rey en medio de ella hasta que llegase toda su gente de a caballo que ya venía con diligencia y salidos a fuera al punto de medio día, con el fervor del Sol, y a vista de todo el pueblo, hicieron su camino. hasta que encontraron con el Vizconde que ya venía con el resto del ejército, y juntos como paseando se fueron a Pertusa.


Capítulo VII. Del sentimiento que el Rey hizo por la muerte del Papa Honorio, y como concertó las diferencias de don Fernando con don Nuño Sánchez, y del Vizconde de Cardona con el de Bearne.


Estando el Rey en Pertusa le llegó nueva de Roma de la muerte del sumo Pontífice Honorio iij. la cual sintió el Rey en extremo. Porque este Pontífice tuvo siempre por muy proprias sus cosas cuando niño, y las de la Reyna María su madre, como en el libro 2 se ha dicho. Y si no fuera por la ocupación y embarazos de la guerra, y falta de aparatos, le hubiera hecho las obsequias con aquella suntuosidad y pompa que se debía. Escribió luego al sucesor que fue Gregorio ix. dándole el para bien del Pontificado. Encomendándole a si y a sus cosas, y prometiendo en su nombre y de sus Reynos toda obediencia y servicio a su santidad, y a la santa sede Apostólica. Allí también
supo el Rey de algunos que acudieron de Huesca, la secreta conjuración que había en ella para prender su persona, por inducción (inductió) de don Fernando, el cual si acudiera luego, o hiciera alguna muestra dello, sin duda que se desacataran, y pusieran en ejecución lo que pensaban. Por donde no acudiendo, quedó su parcialidad tan afrentada y corrida, que si el Rey entonces quisiera perseguir a don Fernando todos le siguieran, pero
túvole el Rey siempre tanto respeto que jamás pudo acabar consigo de hacerle guerra de propósito, esperando su conversión y reconocimiento, y que se apartaría del mal uso que tenía de darle tantas veces con la mocedad en rostro. Puesto que así las malas palabras, como las peores obras de don Fernando, el buen Rey las disimulaba, y como hemos dicho, las tomaba como por ejercicio de su paciencia y magnanimidad: y pudo tanto con estas dos virtudes, que con ellas no solo confundía a sus enemigos y malévolos, pero asimismo domaba, templando el ardor de su mocedad, y dando siempre lugar a que la razón se enseñorease en él, y fuese suave su reynar. Porque aunque toda la vida se le pasó en guerra, su fin fue siempre la paz y concordia, y no había cosa en que de mejor gana se emplease, que en averiguar diferencias, y atajar distensiones entre los suyos: pues sin quererse acordar de las ofensas de don Fernando, ofreciéndose ciertas diferencias bien reñidas entre él y don Nuño, que era persona tal, que si el Rey le hiciera espaldas, sacara a don Fernando del mundo, no solo no lo hizo, pero mostró querer hacer la parte de don Fernando, procurando de atraer a don Nuño a la concordia con un tan formado enemigo de los dos. También tomó a su cargo de concertar otras semejantes y mayores diferencias y bandos antiguos entre los Vizcondes de Cardona y el de Bearne. Las cuales eran de tanto peso, que habían puesto a toda Cataluña en dos parcialidades, con grande quiebra de la autoridad y jurisdicción Real. Mas por mandato del Rey, así el de Bearne, como don Guillen Ramón su hermano, y todos los de su bando, con haber recibido grandes daños y menoscabos de hacienda en estas distensiones (dissensiones) fueron contentos de hacer por manos del Rey treguas por diez años con el Vizconde de Cardona, para que con tan larga quietud la paz se confirmase entre ellos. Con tal que el de Cardona diese cinco castillos, con otros tantos hijos de principales en rehenes, con condición que dentro de cinco años no rompiendo la paz, pudiese librar cada año un castillo, con uno de los rehenes, pero si durante aquel tiempo rompía la tregua, o se cometiese algo de parte del Vizconde contra el de Bearne, los castillos del de Cardona con las rehenes fuesen perdidos. Y que de los daños por ambas partes recibidos no se hablase, porque eran iguales, con otras muchas condiciones que seria superfluo aquí ponerlas. Sino que en conclusión, anularon, y tuvieron por revocados cualesquier derechos, pactos, condiciones y promesas, que con cualesquier personas para esta guerra se hubiesen firmado. Exceptuando solamente los derechos Reales: y que de nuevo por ambas partes se diese la obediencia y prestase homenaje al Rey.

Capítulo VIII. De la unión y conciertos que entre si firmaron las ciudades de Jaca, Huesca y Zaragoza.

Apaciguadas las arriba dichas diferencias entre los Vizcondes y los demás, en los dos reynos, de las cuales pudo mucho valerse don Fernando para perturbar el gobierno del reyno: mas como ya
le faltasen las amistades, comenzó de allí adelante a venir muy albaxo su parcialidad, y prevalecer la real. En tanto que convencido él mismo, no menos de la paciencia del Rey, que de su propria conciencia, vino a decir que quería públicamente dar la obediencia al Rey para ejemplo de todos. Puesto que en este mismo tiempo los de Zaragoza con los de Jaca y Huesca, que seguían la parcialidad de don Fernando, por sus procuradores y largos poderes, se juntaron en Iaca, que es una ciudad fuerte de las más cercanas y fronteras a la Guiayna, en medio de los montes Pyrineos, aunque en lugar llano fundada: donde hicieron una confederación y alianza entre si, dándose la fé unos a otros: y entre otras cosas prometieron, que en ningún tiempo se faltarían los unos a los otros, y que por el común y particular bien de cada una, se valdrían contra cualesquier personas de cualquier estado, orden y condición que fuesen, que por cualquier vía tentasen de perturbar sus repub. Desta conjuración, o unión se halla que fue la cabeza, e inventora Zaragoza. Las causas que para hacerla tuvieron, se decía era primeramente por la división de los Reynos, y el estar puestos tanto tiempo había en parcialidades: y por atajar los atrevidos acometimientos de la una parcialidad contra la otra, perturbando el orden y mando de la justicia, y abusando de la honestidad y religión. El Rey que oyó se hacían estos ayuntamientos sin su autoridad y licencia en tiempos tan turbados, túvolos por sospechosos: creyendo que se hacían, no tanto por algún buen fin, y beneficio público de las ciudades, cuanto por alguna secreta ponzoña que de nuevo habría sembrado don Fernando y los suyos. Y que ni fue por defenderse de los daños que las parcialidades se hacían unas a otras, sino para que con este color estuviesen siempre en armas para ofender más presto que para defenderse de otros.


Capítulo IX. Como don Fernando y el Vizconde de Bearne determinaron entregarse a la voluntad del Rey, y le enviaron sus embajadores sobre ello.

Cuanto más iba don Fernando pensando en su comenzado propósito y ánimo de quererse reconciliar con el Rey, tanto más hallaba le convenía ponerlo luego en efecto, antes que acabase de incurrir en mayor ira y desgracia suya. Puesto que las ciudades no dejaban secretamente de solicitarle, por haberse puesto por él tan adelante en su empresa, que casi le forzaban a proseguirla. Pero a la postre como se viese ya cargar de años, y se hallase muy cansado de haber andado tanto tiempo por el camino de la ambición y nunca llegar al fin pretendido: considerando entre si, que habiéndole Dios hecho tan aventajado en calidad, saber, y amigos, la fortuna siempre le deshacía sus cosas: y por el contrario las del Rey contra toda fortuna ser tan favorecidas: conoció que obraba Dios en estas, y que por no incurrir en la ira de Dios era menester renunciar a las suyas proprias y mal intencionadas obras, y entregarse del todo a la obediencia y voluntad del Rey. Y así determinó de comunicar esto con sus amigos, señaladamente con el Vizconde de Bearne, don Guillén de Moncada, y don Pedro Cornel los principales de su parcialidad y bando, que también estaban muy en desgracia del Rey (no hallándose allí don Guillen Ramón hermano del Vizconde que por cierta ocasión era vuelto a Cataluña) a los cuales de muy quebrantados de tantos y tan continuos trabajos de la guerra, sin hacer ningún efecto bueno en ella, fácilmente persuadió lo mucho que convenía tratar de esta común reconciliación de todos. Y así para mejor determinarse sobre ello, se fueron juntos a Huesca. Adonde concluido su propósito, envió don Fernando sus embajadores al Rey que estaba en Pertusa, haciéndole saber como él y el Vizconde con todos los principales de su parcialidad se habían juntado en Huesca, y por gracia de nuestro señor habían determinado de ponerse muy de veras en sus reales manos, a toda su voluntad y albedrío, con verdadero arrepentimiento de las ofensas y desacatos que le habían hecho, para pedirle humildemente perdón de todo. Y así suplicaban les diese licencia para ir a verse con él fuera de Pertusa, que la tenían por sospechosa, y la junta fuese con muy pocos de a caballo que llevarían consigo, con que no fuesen más los que su real persona trajese, y que habida licencia partirían luego. Propuesta y oída por el Rey la embajada, luego los del consejo y principales caballeros que con él estaban, se levantaron todos mostrando muy grande alegria, y dando voces de placer por tan felice nueva: entendiendo que de la reconciliación de don Fernando con el Rey se seguía toda la pacificación y quietud deseada para los reynos, y se acabada la guerra con el mayor honor y triunfo del Rey que desear se podía. Habido pues consejo sobre la embajada, se dio por respuesta a los embaxadores, que se les permitía a don Fernando, y al Vizconde y los demás, venir a esta junta a verse con el Rey en el monte de Alcalatén junto a Pertusa, con solos siete de a caballo, y que los aseguraba, debajo su Real fé y palabra, que no saldría con más de otros tantos dentro de tercero día.


Capítulo X. Como don Fernando y el de Bearne, y otros se entregaron al Rey y les perdonó, y se siguió de esto la general paz para todos los Reynos.

Expedidos los embajadores y vueltos a don Fernando, como entendió de ellos la benignidad con que el Rey los
haura recebido, y oydo su embajada, de más del regocijo y alegría que toda la Corte sentía, en tratarse de concordia, sintiola don Fernando mucho mayor, y el Vizconde con él, y luego se pusieron en camino. Mas no tardó el Rey de acudir al puesto, acompañado del Vizconde Folch de Cardona y su hermano don Guillé, don Atho de Foces, don Rodrigo Lizana, don Ladrón, de quien afirma el Rey ser de muy buen linaje, Assalid Gudal y Pelegrin Bolas, con otro que no se nombra. Vinieron con don Fernando y el Vizconde don Guillé de Moncada, don Pedro Cornel, Fernán Pérez de Pina, y otros en ygual número con los que el Rey traía. Y llegados al monte que tenía en lo alto su llanura, don Fernando con muy grande acatamiento y humildad, los ojos en tierra, juntamente con los demás se postró ante el Rey, el cual los recibió humanísimamente, abrazando a cada uno, y no sin lágrimas de todos. Y porque tomasen ánimo y hablasen libremente, les puso en pláticas de placer y regocijo, y respondieron con las mismas. Puesto que don Fernando, como a quien más tocaba hablar por todos, endreçaua toda la conversación a que su Real benignidad tuviese por bien de perdonar a él, y a sus compañeros, los atrevimientos y desacatos pasados cometidos contra su Real persona, y admitirles en todo su amor y gracia, como antes.
Pues se le debía como a tío, y deudo tan conjunto como a Eclesiástico, y que estaba con toda humildad rendido a sus pies, para que hiciese de él lo que fuese servido. Lo mismo rogó por el Vizconde que estaba en la misma forma humillados, pidiéndole perdón y la mano como vasallo suyo, de quien con todo su poder y estado se podía valer y servir como de un esclavo. A esto añadió el Vizconde, usando de la misma sumisión y acatamiento, como no ignoraba su Alteza cuan estrecho deudo tenían los suyos con los Condes de Barcelona que fueron los fundadores de aquel Principado. Y que por esto se le debían a él mayores mercedes, y había de ser restituido en mayor amor y gracia para con su real benignidad. Porque siendo su estado aventajado a todos los demás,
por el Vizcondado de Bearne, que era el más principal de toda la Gascuña, podía mejor y con mayor poder que todos servirle. Demás que cuanto había hecho antes, no había sido con ánimo de ofender, sino solo por defenderse de su real ira con que tanto le había perseguido: pero que si sus cosas se habían echado a mala parte, y a otro fin de lo que se hicieron, de nuevo pedía (pidia) perdón para si, y a los suyos: prometiendo que en ningún tiempo, por más ocasiones que se le diesen, movería guerra contra la corona real, antes se preciaría tanto de servirle, que merecería muy de veras su perpetua gracia y alabanza. Como pidiesen y protestasen lo mismo los demás con palabras humildes haciendo muestras de quererse postrar y besar los pies al Rey, él los levantó y se enterneció con ellos, y dijo que habido consejo respondería. Luego de común parecer los del Rey, se dio por respuesta tres cosas. La primera, que don Fernando, y el Vizconde de Bearne, con todos los de su parcialidad fuesen admitidos a perdón, y restituidos en la gracia del Rey.
La segunda, que las diferencias y pretensiones de ambas partes, por ser negocios gravísimos, y que consistían en materia de justicia, se remitiesen a la determinación de los jueces que se nombrarían para ello. La postrera, cerca de las novedades de las ciudades por haberse de nuevo conjurado, y hecho unión por si, quedase a solo arbitrio del Rey declarar sobre ellas. Determinados estos capítulos y notificados a las partes, y por todos aceptados, don Fernando y el Vizconde con los demás de su parte besaron con grande afición y humildad al Rey las manos, el cual con mucho regocijo, de uno en uno los abrazó a todos, y se entraron en Pertusa, donde el Rey los mandó
aposentar y regalar esplendidísimamente, con ygual contentamiento y placer de ambas partes. Pues como luego se divulgase por todo el Reyno la alegre y tan deseada nueva de esta concordia, los Prelados mandaron hacer por todas las yglesias de sus distritos grandes procesiones de gracias, con muchos sacrificios a nuestro señor, por tan felice pacificación y concordia: los pueblos las celebraron con muchas fiestas, danzas, y regocijos en señal de universal contentamiento de todos. Porque aunque las diferencias que de la guerra quedaban por averiguar entre los pueblos, eran grandes, y los daños de ambas partes infinitos, y muy difícil la recompensa dellos, el deseo de la paz, y vivir con tranquilidad cada uno en su casa era tanto, que vino a ser fácil y suave, lo que antes parecía muy áspero, e imposible.


Capítulo XI. De las capitulaciones que se hicieron para asentar las demandas que por ambas partes había, para reparo de los daños por la guerra causados.

Para que la deseada paz y concordia viniese a debido efecto, fue necesario capitular primero sobre el asiento que se había de dar en el reparo de tantos daños, y pérdidas que por las guerras se habían padecido. Para esto se nombraron jueces supremos el Arzobispo de Tarragona, el Obispo de Lerida, y el comendador Monpensier vicario del Maestre del Temple en los reynos de España. A estos se remitió el examen y declaración de todas sus diferencias y pretensiones. Y prestado el juramento por ambas partes, prometieron de estar al parecer y determinación dellos.
Lo más principal y más difícil de todo era la enmienda y recompensa de los daños que el Rey había recibido de la primera conjuración de don Fernando y del Obispo hermano de Ahones, y hecha en su nombre de Sancha Pérez viuda, y también de don Pedro Cornel, Pedro Iordan, y G. Atorella. Los cuales daños demandaba el Fisco Real, y se habían de rehacer: también la
fe promesas y pactos de los de la parcialidad de don Fernando, que a fin de llevar adelante la conjuración se firmaron con juramento, se habían de anular, y deshacer del todo. A lo cual oponía el Obispo, aunque absente, debían primero restituirle las villas y castillos que el Rey, muerto Ahones, le había tomado por fuerza de armas, con una gran suma de dinero prestado, por el cual le habían dado en rehenes ciertas villas y castillos, sin los que tenía en los reynos de Sobrarbe y Ribagorza. Finalmente oídas de parte del Obispo, y del Fisco real sus demandas, Los jueces juzgaron, cuanto a lo primero, Que don Fernando y los demás de su bando entregasen al Rey todos los instrumentos de la conjuración, así de los caballeros, como de las ciudades, como de otras cualesquier personas, en cualquier tiempo hechos. Que don Fernando y los demás conjurados de nuevo diesen la fé y obediencia al Rey. Que el Rey no teniendo otro más conjunto pariente que a don Fernando, le diese para su ayuda de costa en honor xxx. caballerías, o la renta de ellas, en cada un año, durante su vida. Que assi mesmo le perdonase muy de corazón, y le absolviese de cualquier crimen lese magestatis, y de toda otra culpa en que por la conjuración hubiese incurrido, y le diese su fé y palabra que para en lo por venir podía seguramente, sin ningún recelo entregarse a su mero imperio y voluntad. Lo mismo se hizo con don Sancho el Obispo, aunque absente, que había de ser restituido en la gracia del Rey: y también por haber hecho todo lo que hizo: por el gran dolor que de la muerte de su hermano tuvo, fuese libre y absuelto de toda culpa, teniendo de allí a delante al Obispo, y a la sancta cathedral yglesia de Zaragoza por muy encomendados. Que los castillos y lugares que Ahones viviendo poseía por mano del Rey, fuesen restituidos al patrimonio real: mas los que poseía por derecho de sucesión y herencia, viniesen al Obispo su hermano, a quien también se pagase cualquier suma de dinero que a Ahones el Rey debiese. De la misma gracia y clemencia usó el Rey con Cornel, Atorella y Iordán, y con los demás que siguieron la parcialidad de don Fernando. Demás desto fueron libres de cárceles y cadenas todos cuantos presos hubo (vuo) por ambas partes, y también los castillos y villas que se hallaron usurpadas, se restituyeron a sus propios señores: excepto el castillo y villa de las Cellas, que por haberlos tomado el Rey por guerra, quedaban incorporadas en la corona real. Finalmente declararon que se habían de conceder treguas y salvo conduto por tiempo de onze años a todos los que serían acusados de comuneros, para que dentro de aquel término pudiesen alcanzar perdón del Rey. El cual no dejó entre estas cosas de acordarse de algunos principales que en el más trabajoso y peligroso tiempo de su vida, fidelísimamente le siguieron, y en sus tan grandes necesidades le valieron con sus personas, vidas y haciendas, hallándose siempre a su lado. Porque a cada uno de estos hizo mercedes, y dio más caballerías de honor. Señaladamente a don Artal de Luna, a quien dio perpetua la gobernación de la ciudad de Borja: y a don Garces Aguilar comendador de la orden de Calatrava en Aragón, la encomienda mayor de la villa de Alcañiz, y a don Pérez Aguilar la señoría de la villa de Rhoda ribera de Xalon. A los cuales no solo estas mercedes, pero muchas caballerías que tenían dudosas se las confirmó, y dio de nuevo. Es bien de creer que a todos los demás que le siguieron y sirvieron, aunque no están en su historia nombrados, hizo el Rey grandes mercedes.


Capítulo XII. Como sabiendo las tres ciudades que el Rey se había reservado el concierto con ellas, le enviaron embajadas para entregársele, y de las condiciones con que fueron perdonados.

Como los ciudadanos de Zaragoza, Huesca y Iaca, que poco antes como dijimos, con falso nombre de defensa, tácitamente se eximían, y alzaban con la jurisdicción Real, entendieron que habiendo el Rey concertado y restituido en su gracia a don Fernando, y perdonado a todos los de su parcialidad, y a las demás villas y lugares que le siguieron, y que a solas ellas excluía del perdón general, y se quedaban afuera: hicieron otra junta en Iaca: y luego determinaron hacer embajada al Rey, por certificarse de su deliberación y ánimo para con ellas. Para esto Zaragoza envió sus cinco jurados, o regidores, Huesca y Iaca los principales de cada pueblo, con bastantísimos poderes para tratar de cualesquier partidos y conciertos, a fin de alcanzar universal perdón para todos. Llegados pues los embajadores a Pertusa, y entendido que el ánimo del Rey estaba muy
desabridos contra las ciudades: que lo colligieron, viendo la poca cuenta y fiesta que la villa hizo en su entrada, y porque los de palacio, a cuyo favor y medio venían remetidos, les dijeron que el Rey no les oiría de buena gana, se fueron para los Prelados Iuezes, a los cuales mostraron los poderes que traían, que no contenían otro en suma, que pedir paz y perdón, y que solo fuesen restituidos en la gracia y merced del Rey, se obligarían a cumplir en su nombre y de las ciudades, todos y cualesquier decretos y mandamientos, que por ellos fuesen determinados. Hecha relación de todo esto, y satisfecho el Rey mandó sentenciar a los jueces. Lo primero que ante todas cosas las ciudades anulasen y deshiciesen todos y cualesquier pactos, condiciones, promesas y juramentos de conjuración, por cualesquier personas y ciudadanos hechos contra la autoridad, jurisdicción, y persona Real, tácita, o expresamente. Lo segundo que por cada una de ellas se diese al Rey de nuevo la pública fé y obediencia con pleito y homenaje. Lo tercero, que todas las injurias, menoscabos, y daños que hubiesen padecido y recibido del ejército del Rey, fuesen absolutamente remetidos y olvidados. Lo último que todos los que fueron presos por haber seguido la parcialidad del Rey y sus bienes robados, fuesen libres de ellas y que del común, y propios de sus ciudades les fuesen restituidas todas sus haciendas. Oídos por los embajadores los decretos publicados por los jueces, y hallándose con suficientes poderes para venir bien en ellos: demás de lo que de palabra habían entendido de las ciudades, que solo alcanzasen perdón del Rey, los condenasen en cuanto quisiesen, los aceptaron y ratificaron sin excepción alguna. Con esto mandó el Rey se librasen de las cárceles todos los presos de las ciudades, y se entregasen a los embajadores. Los cuales con mucha alegría y hazimiento de gracias besaron las manos al Rey, y fueron admitidos con sus principales al general perdón, y se volvieron muy contentos y pagados de la magnanimidad y benignidad del Rey. De lo cual, las ciudades quedaron muy satisfechas, y fuera de todo recelo, y de allí adelante le sirvieron y guardaron toda fidelidad.

Capítulo XIII. Como Avrembiax hija del Conde de Urgel pidió al Rey le mandase restituir el condado, y de las condiciones con que el Rey se ofreció de conquistarlo.

Acabados de firmar por el Rey los capítulos de la paz y perdón general, y de nuevo confirmados todos los fueros, privilegios y libertades por los Reyes sus antecesores a las villas y ciudades del reyno concedidas, pacificada la tierra, se partió para Lerida. Con fin de dar una vista por Cataluña, y con su presencia reducir los ánimos de algunos señores, y Barones, y aun de los pueblos que por ocasión de la guerra y parcialidad del Vizconde de Bearne, estaban muy estragados y enajenados de su amor y respeto. A donde (para que el fin de una guerra y trabajos fuese principio de otra) había
llegado Aurembiax hija de Armengol vltimo Conde de Urgel, a la cual, como dijimos en el libro precedente, el Rey había mandado reservar su derecho para pedir el condado a don Guerao Vizconde de Cabrera, que se lo había tomado por fuerza de armas: pues con esta condición había el Rey permitido al Vizconde poco antes que retuviese el Condado. Esta petición como fuese justa, y tocase a la persona Real hacerla buena y cumplirla, por haberlo así prometido, respondió a Aurembiax que tomaría la empresa por propria, y con las condiciones que fue entre ellos concertado antes, la llevaría a debido efecto: si primero ella como a legítima heredera que era del condado,
renunciase todo el derecho y acción que contra la ciudad de Lérida podía pretender, por cualquier derecho y acción que a ella tuviese por los Condes sus antepasados. Lo segundo que después de hecho el concierto reconociese haber recebido el condado de mano del Rey por derecho de feudo. Lo tercero que ella y sus sucesores en el condado, en tiempo de paz, y guerra, fuesen obligados de recoger al Rey, y a sus sucesores, en las nueve villas y fortalezas que son Agramonte, Linerola, Menargues, Balaguer, Albesa, Pons, Vliana, Calasanz y Monmagastre. Obligándose también el Rey de hacer restituir a la Condesa las villas y castillos que le había usurpado Pontio Cabrera, hijo de don Guerao. Finalmente concedió todo lo sobredicho la Condesa, y dio de nuevo por especial promesa al Rey, que no se casaría sino con quien él le mandase. Concluidos estos conciertos, el Rey
pmetio y juró sobre su corona real en presencia de los suyos, y de los que acompañaban a la Condesa, que no dejaría de emplear todo su poder y fuerzas hasta poner a la Condesa en pacífica posesión de todo el Condado.


Capítulo XIV. Como fue mandado citar el Conde Guerao, y no compareciendo personalmente, el Rey conquistó muchos pueblos del Condado.


Hecho y jurado el concierto con la Condesa, mandó el Rey juntar los dos consejos de paz y de guerra en los cuales se halló presidente don Berenguer Eril Obispo de Lérida, y se determinó por ellos que don Guerao Cabrera fuese llamado a juicio, y que dentro cierto término pareciese ante el
Rey, para que oída la petición de la condesa respondiese a ella. Pero ni don Guerao, ni Pontio su hijo, aunque fueron dos veces citados, comparecieron: solo don Guillen hermano del Vizconde de Cardona se presentó ante el Rey en nombre de don Guerao, diciendo, que el Vizconde de Cabrera y Conde de Urgel, por ningún derecho era obligado a comparecer en juicio, porque con justo título
por tiempo de xx. años y más, poseía pacíficamente aquel estado. Como se opusiese contra esto Guillén Zasala el más famoso letrado de su tiempo, alegando leyes en favor de los derechos de la condesa, y propusiese que el Rey forzase a don Guerao restituyese todas las villas y lugares que le había usurpado, dicen que don Guillén no respondió otra cosa, sino que el Conde de Cabrera no había de perder punto de su justicia por la infinidad de leyes alegadas por Zasala, señalando que
este pleyto no se había de averiguar ante juez letrado, sino armado: porque era de aquellos que consisten en la punta de la lanza. Y así con esto se despidió don Guillen. Cuyas palabras entendió el Rey muy bien, y vista la dureza y obstinación de don Guerao, y que no con palabras sino con armas se había de ablandar, escribió a los de Tamarit de Litera villa principal, que otros dicen de Santisteuá, y es de gente belicosa, cercana a Lerida, mandado a los oficiales Reales, que con la más
gente que pudiesen, viniesen, trayéndose provisión para tres días, a la villa de Albesa del Condado de Urgel. También escribió a don Guillen de Moncada hermano del Vizconde de Bearne, y a don
Guillen Ceruera barones principales de Cataluña, rogándoles que con toda la gente que pudiesen, suya y de sus amigos, acudiesen a favorecerle en esta guerra: la cual había determinado hacer en persona, confiado de su socorro. Partió luego de Lérida con tan pocos para comenzarla, que trayendo consigo a don Pedro Cornel, que llevaba la auanguardia, apenas le siguieron xiij. de a caballo. Llegó a Albesa, a donde aunque no asomaba la gente de Tamarit, hallando allí a Beltrá Calasans con lxx. soldados bien armados determinó cerrar con los de Albesa, y espantarlos con su presencia, la cual no era menos horrible para muchos, que amable para todos. Comenzando pues a batir la tierra, que era medianamente grande y cercada, los del pueblo, puesto que pudieran
defenderse de harto mayor ejército, vista la persona del Rey, se atajaron de arte que el día siguiente, apenas descubrieron la gente de Tamarit, cuando entregaron la villa con el Castillo al Rey: confiando de su palabra que serían libres del saco. De allí pasó el campo a Menargues pueblo
poco menor que Albesa, el cual luego voluntariamente se le entregó. Allí llegaron las compañías que se mandaron hacer en Aragón y Cataluña de ccc. caballos, y mil infantes. Con estos, pareciendo ser bastante ejército, determinó el Rey conquistar lo que quedaba del condado. Y así pasó a Linerola, la cual el Conde Guerao había fortalecido, y estaba harto en defensa. Pero como el Rey sobreviniese de improviso, y no quisiese ella darse a ningún partido, fue animosamente combatida por el ejército, y tomada por fuerza: juntamente con los principales del pueblo, que se habían retirado a una torre muy alta, y por eso fueron tomados a partido, pero la villa no pudo escapar de ser saqueada. Adonde se detuvo el Rey tres días para hacer muestra de la gente que tenía, y dar el orden que se había de tener para pasar adelante.




Capítulo XV. Como el Rey fue a poner cerco sobre la ciudad de Balaguer, cuyo asiento se describe, y de lo que pasó en su combate.

Tomada Linerola pasó el Rey con su ejército a delante a poner cerco sobre la ciudad de Balaguer, por donde pasa el río Segre, y es la segunda cabeza del Condado. En la cual hacía cuenta don Guerao esperar todo el peso de la guerra: para esto la había mucho fortificado y abastecido de munición y gente de guerra. Llegado el Rey a vista de la ciudad, pasado el río, asentó su real sobre un montecillo que llaman Almatan, que está cauallero a la ciudad, y se descubría de él la mayor parte de ella con las casas y edificios de manera que no era posible defenderse de las máquinas y trabucos que en el campo se armarían. Al mismo tiempo llegaron las compañías de a pie y de a caballo que el Vizconde de Bearne y don Guillen Cervera habían hecho por mandato del Rey, y venía por Coronel de ellas don Ramó de Moncada hermano del Vizconde. Con estos creció el ejército hasta en número de cccc. cauallos y dos mil infantes, y porque la ciudad estaba muy fortificada, y no se le podía dar el asalto sin abrir primero el camino con las máquinas y trabucos, pareció al Rey plantar dos de ellos en la parte del monte, donde mejor pudiesen encararlos a las casas, pues se tiraban con ellos noche y día tantas y tan gruesas piedras, que no escapaba casa, ni
edificio que no fuese quebrantado dellas, y la gente muy atemorizada. Diose la guarda de los trabucos y máquinas a don Ramón con tres otros caballeros principales con poca gente, por no estar muy apartadas del cuerpo del Real. Como supo esto don Guillen de Cardona que favorecía a
don Guerao, y como dijimos, compareció por él ante el Rey, y era gobernador de la ciudad, salió de ella por una puerta pequeña del muro, al amanecer, con xxv de acaballo, y cc. infantes. Los de
a caballo que iban con las lanzas enristradas dieron en las guardas y mataron y atropellaron la mayor parte de ellos: los de a pie fueron con
achas encendidas para las máquinas. Pues como el capitán Pomar uno de los principales de la guarda descubriese esta gente, y viese que de los de
a pie unos iban hacia las máquinas, otros a las tiendas del campo a poner fuego en ambas partes, dejó a don Ramón muy en orden junto a las máquinas, y saltó de presto a despertar al Rey. Mas don Guillen enderezando su caballería contra don Ramón le acometió con tanta ferocidad, que pensando ya llevarlo de vencida, le dijo que se rindiese: pero don Ramón se defendió, y le entretuvo hasta que llegó el Rey con la caballería. El cual dejando parte de ella en ayuda de don Ramón, se fue con los demás para las máquinas, que le daban más cuidado, pues para las tiendas quedaba el cuerpo del ejército que las defendería. Adonde trabada la escaramuza con los de a pie los venció: de manera que las tiendas y máquinas en un punto fueron libres del incendio, y a don Guillen le fue forzado
con harta pérdida de su gente retirarse a la ciudad.


Capítulo XVI. Como los de Balaguer visto el gran daño y tala que mandó el Rey hacer en sus huertas y arrabales se dieron a partido, y se libraron del saco.

Aguardó el Rey dos días sin batir de nuevo, por ver lo que la ciudad haría. Y como no daban ningún sentimiento de si, viendo su pertinacia, y lo poco que les movía el grandísimo daño que las máquinas y trabucos hacían en las casas noche y día: asimismo, la pérdida que su gobernador
don Guillen había hecho: demás del poco, o ningún socorro que esperaban de otra parte, determinó de arruinarles sus lindas y bien entretejidas huertas, con los arrabales,y talar todos sus campos a vista de ellos. Esto sintieron tanto los ciudadanos, que luego se indignaron gravísimamente contra el Conde Guerao, y de allí comenzaron a tratar entre si, que sería bueno entregarle a la Condesa Aurembiax, su natural y verdadera señora, la cual en aquella sazón había llegado al campo del Rey. Con este acuerdo, secretamente le enviaron sus embajadores para tratar de darse a partido. En este medio como alguno ciudadanos de los que estaban repartidos por la muralla hablasen con alguna gente del Rey que andaba alrededor, descubiertos por los soldados del Conde Guerao que guardaban el alcázar y fortaleza, les tiraron muchas saetas, e hirieron a los del muro, porque hablaban con los enemigos. Con esta segunda ocasión se conmovieron tanto los de la ciudad, que ya no secretamente sino al descubierto se rebelaron contra el Conde, y con nueva embajada ofrecieron al Rey y a la Condesa darles la ciudad con la fortaleza. Entendido esto por el Conde, escribió al Rey estaba
muy pronto para entregarle la fortaleza, con condición que se encomendase por los dos a
Ramón Berenguer Ager, para que la tuviese guardada hasta tanto que se averiguase a quien tocaba el derecho del condado. A esto dijo el Rey que le placía lo que pedía el Conde, y como en el entretanto los de la ciudad le solicitasen, se entregase de ella dijo a los del Conde que ternia su consejo sobre su demanda, y con esto, iba dilatando la respuesta. Mas el Conde, o que disimuladamente hiciese estos tiros, como que no sabía nada de lo que los ciudadanos
trataban con el Rey y Condesa: o como si hubiera aceptado lo que el Rey mandaba, se salió
secretamente solo de la ciudad, llevando un gavilán en la mano, y envió un criado llamado Berenguer Finestrat a buscar a Ramón Ager, para que fuese a guardar la fortaleza por el concierto hecho. Pero mientras le buscaban, sin hallarle, los ciudadanos alzaron el estandarte del Rey en la fortaleza a vista de todos, echando con todo rigor la gente de guarda que el Conde había puesto en ella. Como vio esto Finestrat, y entendió lo que había pasado entre el Conde y el Rey para mejor
burlar al Conde, apartose de allí confuso y burlado: y lo mismo aconsejó a Ramón Berenguer Ager, que ignorando lo que pasaba, venía ya para entrar en la fortaleza.




Capítulo XVII. Como don Guerao fue echado de todo el condado de Urgel, y Aurembiax puesta en posesión del, y como casó con don Pedro de Portugal primo del Rey.


Tomada la ciudad de Balaguer, don Guerao y su gente se pasaron a Monmagastre, y a la hora la Condesa por mano del Rey fue puesta en posesión, y jurada por señora en Balaguer, mudando los oficiales, y dando nuevo regimiento a la tierra. De allí se fue el Rey con el ejército, y también la Condesa a Agramunt villa principal del condado, a donde don Guillen de Cardona había puesto para defenderla. Asentose el ejército en la subida de un monte llamado Almenara, a vista del pueblo, lugar más alto y bien acomodado para combatir la villa. Visto esto por don Guillen la noche antes que diesen el asalto, se salió con los suyos secretamente del pueblo, el cual luego essotrodia se dio con la fortaleza a la Condesa. Lo mismo determinaron hacer los de la villa de Pons, porque llegó de secreto un embajador al ejército diciendo que luego en viniendo el Rey se le darían. Pero él no quiso venir a esto, por haber entendido que la villa estaba por el Vizconde Folch de Cardona, al cual no había según costumbre, desafiado antes que comenzase contra él guerra. Por donde quedándose en Agramunt, envió allá a la Condesa y a don Ramón de Moncada, con todo el resto del ejército, quedándose con solos xv. caballeros. Como el ejército se allegó a Pons, sin que el Rey pareciese en él, indignados de esto los del pueblo, por el menosprecio que en esto mostraba hacer de ellos, salieron de improviso a dar sobre el ejército: pero fueron del también recibidos, que trabando la escaramuza quedaron del todo vencidos,y puestos en huida hacia la villa, se recogieron en ella con muy grande pérdida suya. Como la Condesa les enviase a decir que aun eran a tiempo de darse muy a su salvo, que les haría toda merced, respondieron con la misma obstinación, que a ninguno sino a la misma persona del Rey se rendirían. Sabido esto por el Rey, luego partió para ellos, y en llegando le entregaron la villa con la fortaleza, la cual el Vizconde de Cardona había dejado bien proveída de gente y munición. Acceptola el Rey salvando al Vizconde sus derechos, si algunos tenía a la villa. Para esto de parte del Rey y de la Condesa se dio toda seguridad, y al pueblo se le tuvo tal respeto, que no dejaron entrar en él al ejército, ni se le hizo ningún ultraje. Tomado Pons,
Vilana con las demás villas y lugares de la montaña de Segre arriba, libremente y sin condición alguna se entregaron al Rey y a la Condesa. De manera que con el favor y amparo del Rey, la condesa cobró todo el condado de Urgel y fue puesta en pacífica posesión de él. Hecho esto casó el Rey a la condesa con don Pedro de Portugal su primo hermano, hijo del Rey de Portugal, que por aquellos días era venido desterrado del Reyno a pasar su destierro en la Corte del Rey, y se hicieron las bodas con muy grandes fiestas y regocijos. Finalmente don Guerao viéndose echado a punta de lanza de todo el Condado, hallándose cargado de años y cansado de tantos reveses de fortuna, entró en la orden de los caballeros Templarios, dejando a su hijo Poncio el Vizcondado de Cabrera. El cual después de muerta la Condesa Aurembiax sin hijos, renovando la antigua pretensión de su padre, tentó de volver a entrar en el condado. Pero no le sucedió bien la empresa, como adelante diremos. Acabada esta guerra, y apaciguados todos los alborotos, y distensiones de los dos Reynos, deshecho el ejército, el Rey se fue para Tarragona, a donde por orden del cielo, se le abrió una grande puerta para salir fuera de sus reynos, y entrar a hacer muy señaladas empresas en tierras de infieles.

Fin del libro quarto.



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