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jueves, 14 de marzo de 2019

Libro tercero

Libro tercero de la historia del Rey don Iayme de Aragon, primero deste nombre, llamado el conquistador.

Capítulo primero. En el cual se prueba como el Rey acabó con triunfo la guerra de Albarracín, y por qué causas los de su consejo determinaron de casarle antes de tiempo.

La guerra de Albarracín, que acabamos de contar en el precedente libro, aunque a la opinión de algunos, (mirando lo que pasó de hecho) parece, que no paró fin alguna mengua del Rey: si consideramos el buen fin que tuvo, hallaremos que no menos sucedió en triunfo suyo, que a gloria de sus enemigos. Pues como no quedó menos victorioso el capitán, a quien voluntariamente se le rindió la ciudad, por haber conquistado los ánimos de los ciudadanos que si la tomara por fuerza de armas: así parece que el Rey con semejante suceso, no solo cubrió su padecida perdida, pero sacó de ella muy esclarecida victoria. Porque apenas mandó levantar el cerco de Albarracín, cuando le salió al camino el mismo señor de ella, a suplicarle con toda humildad le perdonase, y se entregase de su persona y ciudad, pues hasta la
juridicion della, que por fuerza de armas no pudieron alcanzar los Reyes sus predecesores, a él se daría con toda liberalidad. De manera que como siempre fue más preciado lo que se da de voluntad, que lo que se toma por fuerza, así no fuera para el Rey tan grande triunfo haber entrado con violencia en la ciudad como el haberse metido por los corazones de los señores de ella, para quedar más glorioso señor de todo. Así lo sintió Fabricio cónsul Romano cuando Pyrrho Rey de los Epirotas en la guerra que tuvo contra los Romanos, le envió sus embajadores con un muy rico presente de vasos de oro y plata, por atraerle a su devoción. Mas el cónsul después de rehusado el presente, respondió muy sin respeto a los embajadores, supiese su Rey, que los Romanos, no tanto tiraban a coger el oro, cuanto a los que le poseían. Conforme a esto nuestro Rey, con la voluntad y entrego que el señor de Albarracín le hacía de su ciudad y persona, no solo pudo más que los Reynos de Aragón y de Castilla, que viniesen sobre Albarracín, y sin hacer efecto se fueron (como arriba contamos), pero engrandeció su autoridad real, y con la humildad con que también se le entregó don Rodrigo, confirmó el poder y mando que de allí adelante tuvo sobre los dos. Con todo esto y siendo los principales señores y barones que con el Rey venían, señaladamente los que regían su persona y estados, que por sus rencillas y particulares intereses, llevaban el regimiento confuso, y que había de redundar en daño suyo, y llover sobre ellos cualquier disminución y quiebra que a la autoridad y persona real se siguiese. Demás que * feudo deshechas, ni acabadas, * que de cada día revivían las parcialidades de don Sancho y don Fernando, a los que les ellos habían * ofendido, así en haber hecho quitar al uno la gobernación general del reyno, como al otro el cargo y custodia de la persona del Rey, que no dejarían de procurar de atraerle a su opinión para mejor vengarse de ellos. Por estas y otras causas comenzaron a mirar por si, y consideraron que convenía para la confirmación del Rey y de ellos, usar de algún medio con que engrandecer la autoridad del Rey, y confirmar su obediencia y mando para con los pueblos, quedándose ellos siempre con el cargo de la persona real y gobierno del reyno. Para esto sirvieron * concordaron todos en que sería bien casarle. Porque con la autoridad y poder que con el nuevo * y afinidad se le recrescería, de * con la esperanza de suceder, se le doblaría el respeto, echando * raíces de amor y obediencia en los pueblos. Pues aunque para esto * su poca edad, no teniendo quince años cumplidos, era tan crecido de cuerpo, bien formado y proporcionado de persona, que ninguno le juzgaba por inhábil para el matrimonio. Y así los reynos, no solo se alegrarían mucho de verlo casado, pero le harían por ello grandes servicios y pagarían extraordinarios tributos como para continuar la guerra era bien menester.


Capítulo II. Como el Rey tomó por mujer a doña Leonor hermana de la Reina de Castilla, y se armó caballero, y celebró sus bodas en Tarazona.

Pues como los consejeros del Rey, don Ximen Cornel, don Guillen Cervera, y don Guillen de Moncada: gran senescal de Cataluña, y muy pariente del Rey, con don Pedro Ahones, viniesen bien en que tomase estado: todos los demás del consejo fueron del mismo parecer. Y hechas estimación y discurso de todas las doncellas de sangre y casa Real que en España, y fuera de ella se hallaban convenientes para este matrimonio, ninguna tanto cuadró a todos como doña Leonor, hija del Rey don Alonso VIII de Castilla, hermana de doña Berenguela Reyna de León y de Galicia viuda, la cual por la * muerte del Rey don Enrique su hermano, había sucedido en los Reynos de Castilla. * pues bien a todos dar la doña Leonor por mujer al Rey, si ella quisiese, fueron luego los embajadores de parte de él a la Reyna doña Berenguera (Berenguela), que estaba en la villa de Ágreda, pueblo célebre de Castilla, a los confines de Aragón y Navarra. A la cual dijeron como el Rey de Aragón deseaba casar con doña Leonor su hermana, si ella era contenta, y que siendo, como era señor de tantos Reynos y señoríos, se contentaba en lugar de dote, con las virtudes y
perficiones de su persona: y aun la dotaría en diez principales pueblos del reyno de Aragon, que son Daroca, Épila, Plna, Uncastillo, Barbastro, y Tamarit de Santisteuan, Montaluan, y Cervera. Y en el reyno de Cataluña, de las que hoy hay en los montes de Siurana y Prats. Oída la embajada, y aprobados por el consejo de Castilla los conciertos y promesas que el Rey de Aragón ofrecía, mayormente porque las cosas de Castilla con la amistad y favor de Aragón mucho más se engrandecerían, la Reyna, con voluntad de doña Leonor, prometió darla al Rey por mujer. Certificados de esto los embajadores, y hechos por ambas partes sus capítulos y obligaciones, volvieron al Rey. El cual se contentó del concierto, y luego se puso en camino, acompañado de sus principales caballeros cortesanos, y con algunos prelados, entró en Ágreda: a donde fue por la Reyna y grandes de Castilla realmente recibido: y hechos los desposorios, el Rey quiso que las bodas se celebrasen en Tarazona, ciudad principal de Aragón que está fundada a la halda del monte Moncayo, y se adelantó a concertar la boda. Partida la esposa, acompañada de la Reyna y de don Fernando su hijo, que después le sucedió en los reynos de León y de Castilla, y fue gran conquistador de tierras de moros, como adelante diremos, llegaron a Tarazona, donde el Rey y doña Leonor se velaron con grande solemnidad, y se dobló la fiesta, con el nuevo orden de Caballería que el Rey quiso celebrar por su persona. Era costumbre antigua, y muy observada entre caballeros y grandes señores, que quien quería ser armado caballero, y hacer profesión de ello, viniese muy acompañado de caballeros, y de tan principales señores como podía, al templo mayor de la ciudad donde se hallaba. Y que en el altar mayor de él pusiese una espada desnuda de donde el más honrado y principal del ayuntamiento tomaba la espada, y la ceñía al que armaba caballero. Pues como conforme a la costumbre, el Rey pusiese la espada en el altar para este efecto, y no se hallase allí otro más preminente, ni más honrado que él, tomóla él mismo y ciñiósela, y con esto quedó armado caballero. Fuera de esta fiesta no tenemos que referir otras de justas, ni torneos, ni de muy grandes cenas o mercedes que se hiciesen en estas bodas: pues ni la historia del Rey, ni otros escritores lo dicen: por ser tanta la modestia y templanza de aquellos tiempos, que se usaban, y entraban estas virtudes por las casas Reales:puesto que alabar a los Príncipes de moderados en el gasto de casa, no parece digna alabanza suya. Tampoco será cosa indigna de contar del Rey, lo que el mismo no quiso callar de si en su historia: que por la inbecilidad de su poca edad cuando se casó, confiesa que pasaron, xviij. Meses, que no se comunicó con la Reyna su mujer.


Capítulo III. De las Cortes que el Rey tuvo en Huesca, y de la entrada que hizo con la Reyna en Zaragoza.

Celebradas las bodas en Tarazona, como el Rey estuviese muy puesto en llevar adelante el buen regimiento de sus Reynos, y que por esta vía llegaría a tener pacífica posesión de ellos, luego que fue advertido por los de su consejo convenía tener cortes, las mandó convocar en la ciudad de Huesca para solos Aragoneses, a donde en presencia de los de su consejo, y de los de su casa y
palacio, que eran hombres graves y de los principales del Reyno, y tenían el cargo de la persona real, se propusieron por algunos síndicos de las ciudades y villas reales, muchas quejas y demandas contra los unos y los otros. Porque abusando de la autoridad y favor que con el Rey tenían, en su hombre habían causado algunos desafueros y violencias de las que suelen hacer los muy privados de los Príncipes, cuando empapados de su favor y estado presente, tienen poca cuenta con lo venidero, y hacen lo que se les antoja. Como sea así, que los favores han de acabarse, y que tarde o temprano las violencias y daños hechos, se han de rehacer y recompensar, o por los mismos autores de ellos, o por sus herederos, y muchas veces por los mismos príncipes y señores, debajo cuyo favor se cometieron. Y así fue singular negocio lo que el Ree hizo sobre esto, que después de bien entendido lo que pasaba, quiso por esta vez tomar por propios los daños y agravios que los suyos, y de su consejo habían causado a los pueblos, y descubiertos en particular, hizo de su tesoro la enmienda y recompensa de ellos, con mucho contento de todos. De allí pasó a Zaragoza con la Reyna: a donde por ser la primera entrada, fue recibida con grande triunfo, adornando las calles de muchos
tropheos y arcos triunfales, con otras invenciones que por diversas partes de la ciudad se pusieron. Demás de las muchas danzas, músicas, y otros diversos géneros de regocijos, cuales de la grandeza de tan insigne ciudad y cabeza de reyno, se podían esperar. Mas porque de su antigüedad y excelencias se ofrece bien que decir, por lo mucho que por su misma vale y puede, haremos en el capítulo siguiente una breve relación de sus alabanzas y raras prerrogativas.
Capítulo IIII (IV). Antigüedad y excelencias de la ciudad de Zaragoza.


Es esta ciudad metrópoli y cabeza del Reyno de Aragón, una de las más principales de España, llamada antiguamente Salduba, de la región Sedetania (como dice Plinio) aunque debajo de este nombre se hace poca mención de ella en las historias, hasta que entró en ella el Emperador Augusto César . Y hallándola que estaba a la devoción del pueblo Romano, visto su hermoso asiento sobre tan extendido llano, ribera del gran río Ebro, junto con su fertilidad de campaña, y ser de gente belicosa, la hizo colonia de Roma, y la intituló de su nombre, (como dice Estrabon) Augusta Cesarea, llamándola santa (porque esto significa Augusta ) como había de ser ella la primera de España, que había de recibir la verdadera santidad Cristiana: pues a ella vino del cielo, poco después de Augusto Cesar la Virgen sacratísima para santificarla: cuando se apareció sobre un pilar, o columna al glorioso Apóstol Santiago, con sus cinco discípulos que ya tenía convertidos a la fé de Cristo: según lo ratifica (restifica) hoy en día, entre otras memorias, el mismo pilar con la imagen lapidea que la misma Virgen allí dejó por memoria de esta aparición, la cual se ha conservado en el mismo lugar de la ciudad, del tiempo de la primitiva iglesia acá por los fieles que en ella permanecieron, y fueron tantos, que al tiempo de la gran persecución hecha por el Emperador Diocleciano, y en España ejecutada por Daciano contra los Cristianos, se halla fueron innumerables los que recibieron martirio en esta ciudad, señaladamente cuando la virgen santa Engracia con toda su gente y familia de paso padecieron allí martirio; con muy muchos otros
de la misma tierra. Cuyos cuerpos reducidos en masas santas por si mismas se vinieron del lugar del patíbulo a ponerle en los sepulcros, o pozo santo de cierto de cierto lugar de la ciudad, donde se edificó después un suntuosísimo y muy devoto monasterio de frayles Gieronymos, dedicado al nombre y honor desta gloriosa santa, y están allí su cuerpo con las demás reliquias de santos muy veneradas. Pero demás que puede por esta causa con justo título llamarse esta ciudad santa, hay otra que lo confirma. Porque de las tres ciudades que en la Europa abundan de más reliquias y cuerpos de Santos, como son Roma, Colonia Agripina en Alemana, y nuestra Zaragoza en España, es esta la que después de Roma se ha de preferir a Colonia. Porque si a esta comúnmente llaman santa por tener los cuerpos y reliquias de santa Vrsola, y de las onze mil Virgines que padecieron martirio en ella: mejor cuadrará la santidad a nuestra ciudad, así por ser más antigua en la fé de Christo, como porque tiene a santa Engracia con innumerables mártires que padecieron, y están sepultados en ella. Por cuyos méritos e intercesión se puede bien creer, se ha defendido, y conservado la fé y religión Cristiana, en esta santa ciudad de tal manera, que por ningún tiempo se halla que haya desviado, ni por alguna sombra de herejía apostatado de ella: antes ha confirmado con muchas y muy verdaderas obras de caridad su fé viva: con la fundación de tantos y tan suntuosos templos consagrados, con el mantenimiento de tantas religiones, y otras muchas obras pías, señaladamente con la sublime virtud de la hospitalidad, con que recibe los pobres de Cristo que vienen a ella de todo el mundo: en lo cual ha sido y es la lumbre y ejemplo de toda España. Y así vemos que después acá que con el valor y milagrosas visorias de sus Reyes se cobró la ciudad y reyno de los moros, ha gozado de mucha paz y tranquilidad de estado, y continuado la sucesión y descendencia de aquellos insignes ciudadanos que la ayudaron a conquistar, y con las mismas leyes, fueros, y privilegios que sus Reyes naturales la dotaron, se han valido de aquella honesta libertad que sus antepasados con su mano y sangre les adquirieron. De donde ha sido que los ciudadanos han fundado en ella como en tierra firme, y peña viva de paz, sus casas y edificios tan espléndidos y magníficos, tan alegres y bien labrados como se ve: porque también es en esto aventajada a todas las de España, y no menos enriquecida en ropa, y escogidas alhajas (
halaxas) de casa que cualquier otra. Pues se afirma, que en plata labrada, en tapicería, y casas, tampoco hay otra su par. Y aunque es muy meditarranea y alejada de la marina, no por eso deja de ser muy proveída de las cosas de mar, así por ser también su río navegable, para copiosamente traerlas: como por la buena expedición y precio que para todo género de mercadería se halla en ella, con la demás hartura y fertilidad de su campaña de pan, vino, azeyte, azafrán, y pegujares, con todo género de frutales, y de infinita caza. Y así tiene cumplimiento de todo lo importante para pasar muy dulce y abastadamente la vida. Ni se sigue que por estar lejos de la mar, y metida en el centro y medio del reyno, y por el eso libre de los incursos y rebatos marítimos y ejercicios de guerra, deja de ser su gente belicosa. Pues demás que fuera de su tierra, en cuantas guerras se ha visto la gente Aragonesa (harán testigo dello Italia, Sicilia, Cerdeña, Mallorca y África) ninguna otra le ha puesto el pie delante: Pero si de belicoso es, pelear por su patria, y morir en defensa del estado y libertades de ella: no hay para esto más fieros leones que los Aragoneses: de cuyos admirables ingenios, y costumbres, pues se hablará adelante, bastará lo dicho por agora, porque volvamos a nuestra historia.

Capítulo V. Como partió el Rey de Zaragoza y fue a tener cortes en Daroca, a donde vino el Vizconde de Cabrera a darle la obediencia.

Entrado el Rey en Zaragoza, pensaron algunos de los señores de Aragón que allí fueron congregados, señaladamente los hijos de los grandes, que por ser el Rey de tan poca edad como ellos, se deleitaría de galas y juegos, con otros ejercicios de placer: para lo cual se preciabantodos, quien más podía de llevarle a fiestas y saraos de damas y otros muchos regocijos, a los cuales aquella edad no suele decir que no, por tener muy vivos los sentidos, y tan deseosos de apacentarse
en las cosas sensuales: pero el Rey, que ya de mozo llevaba los pensamientos muy altos, y de varón
perfetos como estuviese muy rendido a la disciplina de sus ayos, en lo que tocaba a su persona, y en el gobierno del Reyno, muy puesto en obedecer lo que deliberaban los de su consejo, gustaba poco de aquellas fiestas y devaneos, y dando sentimiento de esto a los suyos, publicaron cortes para la ciudad de Daroca. De manera que acabados de asentar los negocios y diferencias de algunos señores, con esta nueva ocasión se salió de Zaragoza con mucha gracia de todos, y pasó a Daroca, principal pueblo de Aragón, llevando consigo a la Reyna. Allí pues tuvo cortes el Rey, y en ellas, fuera de asentar lo importante a la jurisdicción de los oficiales ordinarios de la tierra, no hubo cosa notable sino la venida de don Gerardo Vizconde de Cabrera, que se intitulaba conde de Urgel, y con esto era uno de los principales señores de Cataluña. El cual poco antes se había apartado del servicio del Rey (porque hubo causas para repelirlo de su presencia) mas con su venida y obediencia mereció ser bien recibido. Luego dijeron los del consejo Real que esta venida y obediencia del Vizconde era fruto nacido del casamiento del Rey, por el cual se le doblaba ya la autoridad y respeto. Traía el Vizconde propósito de concordar, y atajar las diferencias que con otros tenía sobre el condado de Urgel (de las cuales se hablará adelante) pero no quiso el Rey por entonces poner mano en ellas. Aunque le prometió iría muy presto a Cataluña, y allí conocería de ellas, y las asentaría de su mano. Despedido el Vizconde, y concluidas las cortes, dio vuelta con la reyna casi por todas las villas y pueblos de Aragón, de Zaragoza abajo hacía Teruel, y siempre hallaba que sus criados y allegados, y más los ayos que tenían el gobierno de su persona, debajo su real nombre, habían innovado y reducido a su utilidad e interesse muchas cosas, así tocantes a su
patrimonio real, como al de algunos particulares, en notable daño de ambas partes. De esto le venían cada día muy grandes quejas con diversas demandas de restitución de haciendas, y aun honras: requiriéndole fuesen prontamente restituidos y satisfechos tantos y tan notables daños. En lo cual se hubo el Rey con muy grande prudencia, liberalidad, y justicia, disimulando los daños que le tocaban, y recompensando los ajenos, con toda la honra que pudo de sus allegados: con los cuales también se hubo con algún rigor, quitándoles por ello algunos juros, o caballerías de honor que por derecho militar pretendían debérseles, y ellos excesivamente habían usurpado. Con estos tan buenos oficios y ejecuciones de equidad y justicia que el Rey usaba, iba cada día de nuevo ganando la voluntad y gracia de sus pueblos, y engrandeciendo su autoridad y opinión para con todos.

Capítulo VI. De la cuestión y rencilla que se movió entre don Nuño Sánchez, y don Guillen de Moncada Vizconde de Bearne.

En esta sazón se movió una
quistió (cuestión), para simiente y principio de muchos males, entre don Nuño hijo del Conde don Sancho, y don Guillen de Moncada, Vizconde de Bearne, por cosa harto liviana: que fue por no haber querido don Nuño prestarle un halcón que tenía muy preciado. Sobre lo cual pasaron entre si malas palabras, y se apartaron el uno del otro. Como fuese divulgada esta rencilla, y de boca en boca, como suele, mucho más de lo que había sido, encarecida (porque a las veces, las cosas vienen a gastarse, y hacerse peores, con las palabras) nacieron de aquí algunas burlas que dasaron a injurias y desabrimientos entre los valedores de cada una de las dos
parcialidades. Habiendo pues quiebra en la amistad, que antes solía haber entre ellos muy estrecha, luego se dividieron en bandos, y al Vizconde se le ofreció por valedor don Pedro Fernández de Azagra, señor de Albarracín, hombre, como está dicho en el precedente libro, belicosísimo y poderoso: y a don Nuño don Pedro Ahones ayo mayor del Rey y de su consejo, Fue la cuestión al tiempo que el Rey y la Reyna iban a tener cortes en Monzón, con deseo de ver y contemplar de nuevo la fortaleza que antes le había servido de honesta cárcel, para que con la memoria de la sujeción pasada, gozase mejor del próspero y presente estado. Fue el negocio de manera, que antes que el Rey llegase a Monzón, el Vizconde, y el señor de Aluarrazin, trajeron consigo una banda de hasta 300 caballos ligeros, y secretamente los alojaron en Valcarria lugar de los Templarios junto a Monzón, con ánimo de acometer a don Nuño cuando pasase a las cortes. El cual como entendió esto, no fue a Monzón, sino que en compañía de don Pedro Ahones, con poca gente de caballo, salió al Rey al encuentro, que iba a Monzón, haciéndole saber de la gente de caballo que el Vizconde había metido en Valcarria, para de improviso salirle al camino, por tomarle desapercibido, para mejor aprovecharse de él: que le suplicaba mirase por la honra del Conde su padre y suya, y al Vizconde que estaba más sobrado en gente y armas que en esfuerzo y valor, le hiciese retirar de allí. Lo cual no podía negársele por ser su tan propinquo deudo, y de la casa real, y sin eso tan leal y fiel vasallo como el muy bien sabía. Sintió mucho el Rey el atrevimiento del Vizconde, y con un gran espíritu y esfuerzo de más que varón, dijo a don Nuño tuviese buen ánimo, que le prometía echar al Vizconde de la tierra, si no se moderaba: y que miraría tanto por su honor, y del Conde su padre, como por el suyo propio. Y así luego que entró en Monzón mandó a los del regimiento, pusiesen gente y armas por todas las torres y puertas de la villa, y que no dejasen entrar a ninguno de los principales señores y Barones que viniesen a las cortes, sin que él lo mandase, mas de con uno, o dos criados de compañía. Como esto supo el Vizconde por sus espías, fuese de Valcarria con toda su gente muy despechado. De esta manera fue don Nuño librado de todo peligro y afrenta. Pero el Vizconde viendo que no había podido ejecutar su rabia y furia en don Nuño, fuese la vuelta de Perpiñan, y tomando de camino más gente de a caballo, con el favor de sus parientes y amigos entró por el condado de Rosellón, que don Sancho poseía, y le destruyó, y dio a saco gran parte de los lugares de él, aunque no a la villa de Perpiñan por estar muy fuerte.

Capítulo VII. Que el Rey persiguió a los llamados que no vinieron a las cortes, y fue a Terrès, y confirmó el estado de los Moncadas, y estableció el condado de Urgel al conde Guerao.

Acabadas las cortes de Monzón, luego el Rey con la gente que de Lerida, y otros pueblos de presto hizo juntar, y con la que don Nuño traía para su defensa, movió guerra a ciertos Barones comarcanos, porque convocados para las cortes, menospreciaron a los convocadores, y no quisieron venir a ellas, antes mostraron apartarle de la obediencia y servicio del Rey. Con esta ocasión comenzó a tomar fuerza de armas, y reducir a la corona real algunas villas y castillos de estos barones, hasta que llegó a Terrès, villa pequeña y cercana a Lerida y Balaguer. Es esta villa, según fama de los que por algún tiempo han residido en ella, de las más sanas de España, o por la
subtilidad y pureza del ayre y aguas, o por algún buen vapor que sale de la tierra. El cual recibido por los sentidos purga el celebro, de tal manera que a los locos furiosos, y principalmente a los endemoniados, los llevan allí, para que sanen. Y así está en refrán muy usurpado por Cataluña; en comenzar uno a enloquecer, o endemoniarse: a este llévenlo a Terrès. Allí fue donde el Rey, por estar dentro, o en los confines del condado de Urgel, dio dos grandes muestras de su cordura y bien apurado jvicio. La una que tuvo por firme y grata la donación hecha por el Rey don Pedro su padre en favor de don Guillen de Moncada, gran senescal de Cataluña, y señor de las villas de Aytona, Seros, y Sos en los confines de Aragón y Cataluña, adonde el río Segre entra en Ebro, y la ratificó de nuevo, de las cuales hecho el Condado intitulado Aytona, gozan hoy sus propios descendientes por recta linea en nombre, sangre y armas, y es una de las dos más antiguas y principales casas de Cataluña. La otra fue haber remetido desde Daroca, a este lugar, la averiguación de las diferencias que el Conde Guerao tenía con otros, sobre el condado de Urgel, para ser más enteramente informado del hecho, y por no juzgar cosa contra derecho, sin oír las dos partes. Por cuanto habían nacido estas diferencias del tiempo del Rey don Pedro, cuando hizo guerra contra el mismo Guerao, porque muerto Armengol Conde de Urgel, se entró por el Condado con ejército formado, y echando de él a Aurembiax, hija y legítima heredera de Armengol, se alzó con él. Por esta causa le persiguió el Rey don Pedro, hasta que venciéndole en batalla, le prendió, y puso en prisiones, y cobró gran parte del condado. Pero muerto el Rey, con el favor de los suyos salió Guerao de prisión, y hecha su gente de guerra, como ninguno le resistiese, fácilmente cobró todas aquellas villas y castillos que el Rey le había quitado por armas, o voluntariamente se le habían entregado: haciendo en ellas grandes estragos y crueldades, saqueando y matando a todos los que se le habían rebelado, y seguido la parcialidad del Rey. De manera que después de haber el Rey entendido muy bien todo lo pasado, determinó de dar sentencia sobre ello. Y así sentado pro tribunali, y teniendo al Conde don Sancho, y a don Fernando sus tíos, que hizo venir allí, como por asesores a sus lados, en presencia de los más principales del reyno, llegó el Conde Guerao, y confesando con mucha humildad lo que había hecho, y pidiendo perdón de sus atrevimientos pasados.
El Rey que a todo esto estuvo muy severo, con mucha voluntad y gracia le perdonó. Y puesto que sabía por relación secreta, la poca justicia y acción que Guerao tenía al condado, determinó por entonces establecerle con ciertas condiciones. La primera que todas aquellas villas y lugares del condado que poseyese, diesen de allí adelante la misma obediencia, que antiguamente acostumbraban dar a los Condes de Barcelona, a los Reyes de Aragón y de Cataluña sus sucesores. La segunda que no embargase su posesión, quedase a Aurembiax hija del Conde Armengol salvo su derecho para poner demanda del Condado ante su Real jvicio, como lo puso, según adelante se dirá.

Capítulo VIII. Como el Conde don Sancho sabido el estrago grande que el de Bearne había hecho en Rosellón, se quejó al Rey, el cual le persiguió tomándole muchas villas y castillos.

En este medio que el Rey asentaba los negocios del Condado de Urgel, llegó nueva al Conde don Sacho del estrago grande que el Vizconde de Bearne como dijimos, había hecho en el Condado de
Rossellon. De lo cual tuvo gran sentimiento el Conde, y viendo que no bastaba su poder para resistirle, recurrió al Rey, pidiéndole su favor y amparo contra el Vizconde su enemigo, suplicándole que con su prudencia y mando absoluto compusiese y averiguase sus diferencias y quejas con el Vizconde: que le certificaba como él y don Nuño estarían promptos para si en algo habían injuriado al Vizconde hazerla enmienda que les mandase. El Rey que oyó esto, puesto que estaba mal con el Conde, y con razón, por los acometimientos pasados contra su real persona, pero teniendo respeto a sus canas, y ser tan conjunto suyo en sangre, y mucho más por la fidelidad y servicios de don Nuño su hijo, prometió darles todo favor y ayuda. Considerando que| también convenía refrenar con tiempo la soberbia del Vizconde, porque siendo el más poderoso señor de Cataluña, y tan emparentado con los más principales señores del reyno, no se alzase a mayores,
y llevase más adelante su porfía. Al cual envió primero a decir, y amonestar tuviese por bien de parar, y no correr más la tierra del Conde don Sancho. Pero el Vizconde tuvo en tan poco lo que el Rey le envió a mandar, que se dio mayor prisa en acabar de tomar ciertas fortalezas del Conde que estaban en el camino de la villa de Perpiñan, a la cual fue acercar de nuevo con toda su gente. Donde saliendo a él los Perpiñaneses con gran estruendo y poco orden, siendo capitán de ellos Gisberto Barberan, para dar una vista y sobresalto a los del campo, de tal manera se defendió el Vizconde, que mató al capitán, e hizo retraer a los Perpiñaneses hacia la villa, después de haber hecho grande estrago en ellos. Entendido por el Rey todo esto, y viendo crecer cada día más el orgullo, y desacatos del Vizconde: comenzó a salir con su ejército en campaña, y a perseguirle con guerra abierta: a quien siguió luego don Ramón Folch Vizconde de Cardona con gran número de gente de a caballo a su sueldo: así por ayudar al Rey, y a don Sancho en su buena querella, como por haberlas con el de Bearne, con quien estaba mal. Partió pues el Rey de Aragón a donde poco antes vino a hacer gente, y en volviendo a Cataluña, yendo para Perpiñan, de paso tomó ciento y treinta pueblos entre villas y castillos del Vizconde, con los de sus amigos y parientes, los cuales se le rindieron parte voluntariamente, parte por fuerza de armas, y los mandó luego confiscar y aplicar al patrimonio real, hasta que llegaron a una villa principal llamada Cervellón, Ceruellon, no muy lejos de Barcelona, y aunque estaba muy bien fortificada de gente y municiones, y cercada de muro fortísimo con su barbacana, luego que los de dentro vieron asentar las máquinas y trabucos para batirla (como de hecho se batió) a los 14 días después de puesto el cerco, se rindió, dándole a partido. En esta presa y cerco de Cervellón, no se hallaron con el Rey mas del Conde don Sancho, don Fernando, y don Nuño, con hasta 400 lanzas y 1000 infantes, ni se halló el Vizconde de Cardona: porque le fue forzado en aquella sazón partirse con la mayor parte de los suyos a sus tierras por apaciguar ciertos alborotos que se habían levantado.

Capítulo IX. Como el Rey puso cerco sobre la villa de Moncada, donde se recogió el Vizconde, y que estándola batiendo, fue rogado de don Sancho alzase el cerco de ella, y lo alzó.

Tomado Cervellón, pasó el Rey a poner cerco sobre Moncada. La cual como cabeza de todo el estado del Vizconde estaba con su castillo muy fortificado de munición y gente. Porque el Vizconde para hacer del resto en su defensa, se había recogido en ella con los principales de su linaje. Llegando pues el Rey a vista de la villa envió a decir al Vizconde como quería le recibiese en su villa por huesped: a esto respondió el Vizconde, que le hospedaría a buena gana, pero que no sería obligado a guardar el derecho y cortesía de hospedaje con huésped que tanto mal hace al que le hospeda. Oída la respuesta, mandó luego el rey poner cerco sobre la villa, y aunque pensó que había de durar mucho, determinó no partirse sin tomarla. En tanto que armaban las máquinas, y ponían en orden los demás pertrechos, fue el Rey con el maestre de campo, por hallar el lugar y asiento más dispuesto para plantar las máquinas, y dar los puestos a cada uno. Después de bien reconocido todo hallaron que en un collado que sobrepujaba la fortaleza se asentaría el Real mejor que en otra partes: y como comenzasen ya las máquinas a batir la fortaleza, y tentar los asaltos, la hallaron tan fortificada, y bien provista de toda munición y gente, a causa de haberse recogido en ella toda la familia y linaje de los Moncadas con su caudillo el Vizconde, que no se les podía hacer tanto daño, que no le recibiesen mayor los de fuera. Demás que tenían el agua segura, por tener una muy bella
fuente que nacía junto al muro. Mas los del Rey confiaban que los cercados eran muchos, a quien no menos la hambre que el ejército los rendiría. Porque al encuentro de cada puerta tenía el Rey escuadrones de soldados puestos para impedir la entrada y salida de la villa, a fin no les entrase provisión. Y sin duda los tomaran por hambre, si algunos de los capitanes del ejército Real no consintieran en que los de dentro fuesen
proueydos de vituallas y las demás cosas. Porque era tanta la amistad y parentesco del Vizconde con algunos principales del campo, y con eso tanta la ira y odio de los unos y los otros con el Conde don Sancho, a cuya instancia el Rey hacía esta guerra, que no faltaba quien dijese al Rey en cara con esta guerra y cerco, y quien poco a poco sembrase tanta distensión y zizania entre los Aragoneses y Catalanes del campo, que se sintieron algunas voces de motín, claramente diciendo, ser esta guerra injusta y malamente hecha, para robar, más que para pelear. Y de cuando en cuando se atrevían a decir mal del Rey, a quien no bastaba haber tomado tantas villas y castillos al Vizconde y a sus parientes y valedores, y haberlas confiscado, sino que aun quería haber su persona para arruinarle del todo. Y porque siendo el Rey tan mozo, era cierto que en todo se regía por el consejo del Conde don Sancho y de don Pedro Ahones, comenzaron los del ejército con grande desvergüenza a blasphemar de los dos de tal manera, que temiéndose de algún gran motín ellos mesmos persuadieron al Rey que alzase el cerco, por ser la fortaleza inexpugnable, y que no estaba bien a su persona Real perder tanto tiempo en ella. Y luego se salió secretamente del campo don Pedro Ahones, fingiendo alguna excusa, porque no tuvo allí por seguras su persona, y se fue a Huesca. Todo esto sintió mucho el Rey: pero viendo que los
mesmos Condes y don Nuño, por quien la guerra se hacía lo pedían con grande instancia, tuvo por bien complacerles pues se tenían por contentos de lo hecho contra el Vizconde. Y así levantó el cerco, donde se había detenido dos meses: y despedida la gente de guerra se vino para Aragón. Mas el Vizconde libre y seguro del cerco, juntó su gente, y comenzó de nuevo a destruir con mayor crueldad que antes, las tierras del Conde y de don Nuño.

Capítulo X. De lo que el Abad don Fernando maquinó contra el Rey, y las razones con que persuadió a don Pedro Ahones le favoreciese en la empresa.


Llegó don Pedro Ahones a Huesca donde halló al Abad don Fernando que poco antes se había salido del campo muy enojado, por lo mucho que el Rey porfiaba en perseguir al Vizconde don Guillen, que tan amigo suyo era, y persona de tan gran ser y poder, que sería bastante a poner al Rey y reynos en grande riesgo, para mayor daño y trabajo del Conde don Sancho y sus valedores. Pues como el Abad entendió, que el Rey había alzado el cerco de Moncada, pero que se le quedaba con los 130 pueblos confiscados, lo que había de ser causa para renovar la guerra contra don Sancho y don Nuño: y que de hecho hacía nuevas crueldades contra los de Rosellón: concluyó que era necesario por cualquiera vía que fuese remediarlo, y por valer al Vizconde su amigo, atreverse, si menester fuese, a la persona y autoridad del Rey. Para esto se confederó mucho con don Pedro Ahones, poniéndole delante el peligro en que estaba, y
desgusto con el Vizconde. Por haber sido el que más se había señalado por la parte y bando de don Nuño, y quien más había inducido al Rey para que emprendiese esta guerra, y aconsejado, se apoderase de los lugares del Vizconde, que a la postre todo llovería sobre él. Que para remediar esto había hallado ciertos medios muy convenientes, y para bien guiarlos, tenía necesidad de su consejo e industria: ni tuviese en esto respeto al Rey pues todo había de ser para más bien del mismo, y quietud de sus reynos: ni temiese de nada, que le sacaría a salvo de todo riesgo, y aun haría que de la empresa quedase bien rico. Y cierto que el celo de don Fernando no parecía del todo malo, sino que lo revolvió con muchos desacatos, y tiranías, contra la persona Real para sus propios provechos, y sobró al celo la malicia. La cual mostró mucho mayor, en no haber probado otros remedios más benignos antes de llegar a los tan ásperos de que usó. De manera que Ahones, con el temor que le ponían las cosas del Vizconde, y también con la esperanza de poner las manos en la hacienda real, sin más examinar el modo y ejecución de los designos de don Fernando, se le ofreció para todo bien y mal: en que emplearle quisiese.


Capítulo XI. Como acordados don Fernando y Ahones en ejecutar su propósito, se fueron para el Rey, y de la engañosa plática que con él tuvo don Fernando.

Después de estar ya muy de acuerdo don Fernando y Ahones en llevar adelante su mal fin y propósito, por lo mucho que se habían de aprovechar con esta empresa, salieron los dos juntos de Huesca a recibir al Rey que volvía de Cataluña, y despedido el ejército, era ya entrado en Aragón. Pues como tuvieron por cierto que volvería a ellos el gobierno, así del reyno a don Fernando, como de la persona del Rey, a Ahones, pensaron sería bien enviar por el Vizconde se viniese secretamente para acabar con el Rey se considerase con él, y le restituyese sus tierras: donde no, ponían por obra lo que tenían pensado. Con este acuerdo escribieron al Vizconde viniese sobre su palabra con poca gente a la corte del Rey, a un pueblo junto a Zaragoza llamado Tahuste, cuya tenencia era de Ahones, y cercano a otro pueblo llamado
Alagon. A este era llegado el Rey, y también la Reyna venía entonces a verse con él, para de ahí a pocos días entrar juntos en Zaragoza. Llegado el Vizconde, no curó don Fernando de confederarle con el Rey por otros buenos y honestos medios, que bien pudiera: sino valerse de otros con que pretendían él y Ahones, mucho más aprovecharse.
Y así se concertaron en sujetar al Rey de manera, que aunque le pesase hiciese lo que ellos querían, así en restituir las tierras al Vizconde, como en otras cosas que tocaban a intereses y utilidad de ellos mismos. Para esto pensaron de encerrar al Rey, y a la Reyna dentro de Zaragoza en su palacio real, y detenerle allí con buena guarda, sin que ninguno se viese y ni pudiese ver, ni hablar con persona, hasta en tanto, que se concertase con el Vizconde. Porque con solo esto habían de justificar su empresa con el pueblo, y con los Barones y señores del reyno, a quien también parecía mal el no restituir al Vizconde sus tierras. Para esto proveyeron que dos bandas de
caballos, y cuatro compañías de infantería estuviesen por los cuarteles de la ciudad. Lo cual hecho, salió de Tahuste don Fernando acompañado de muchos principales caballeros, que vinieron a visitar al Rey, y viniendo para Alagón, de camino envió a decir al Rey, como él y los principales caballeros del Reyno venían por acompañar su real persona, y a la serenísima Reyna en la entrada de la ciudad. Como el Rey oyó la embajada, conoció que este tan nuevo cumplimiento de don Fernando, se hacía con algún fingimiento, y sospechoso fin: todavía respondió, que recibiría de buena gana su venida: con todo eso mandó a sus mayordomos don Nuño, y don Pedro Fernández de Azagra, que a ninguno de los caballeros que venían con don Fernando dejasen entrar en el pueblo, más de cuatro, o cinco de los principales, y a los demás, por no haber en el lugar aposento para todos, los alojase por las caserías de fuera, o en otros pueblos cercanos lo mejor que pudiese. Después que les fue esto mucho encargado y mandado salió el Rey a caballo fuera del pueblo a recibir a don Fernando. El cual hizo muestra de quererse apear del caballo, y no consintiéndolo el Rey, fue de todos los demás que se apearon con mucho acatamiento saludado, con los cuales también se hubo muy afablemente. Volviéndose para la villa, o por descuido de los mayordomos, o adrede hecho, sin saberlo el Rey, se entraron con don Fernando por lo menos ciento de a caballo. Luego el día siguiente por la mañana se fue don Fernando para palacio, acompañado como el día antes, y en presencia de todos, tuvo una breve, pero bien lisonjera plática con el Rey, diciendo, como ni él, ni cuantos caballeros allí estaban, cosa tanto deseaban como servirle, y emplear vidas y haciendas por el acrecentamiento de su Real corona: por ver cuan próspera y felicemente se regía todo por su mando y gobierno, y cuan dichosamente se sucedía todo cuanto en paz y en guerra emprendía. Y así para que gozase enteramente de la tranquilidad y quietud de sus reynos por sus manos adquiridas, le suplicaba tuviese por bien de entrarse en Zaragoza, acompañado de tantos, y tan principales caballeros y señores, con el triunfo que se le debía. Como el Rey oyese y entendiese la disimulada y fingida plática de don Fernando, y mirando a todas partes de la cuadra, descubriese entre tantos, y tan apretados caballeros, la persona del Vizconde medio arreboçado, que sin licencia, ni consulta suya, se había venido de Cataluña, y le osaba parecer delante: demás desto, lo que a peor señal tenía, que ni don Nuño, ni Ahones, ni otro alguno de su consejo, se le allegasen, como solían, a la oreja para advertirle sumariamente lo que había de responder a la plática, tuvo por muy cierto, lo que poco antes había sospechado, que los suyos le vendían. Pues como todos los que allí se hallaban comenzasen a murmurar de él, porque no respondía a don Fernando: respondió con alegre semblante, que iría donde quisiesen: considerando entre si sabiamente, que en cualquier estado que sus cosas viniesen, y adoquiera que la fortuna las inclinase, sería mejor hallarse dentro de la ciudad que de fuera, confiando de sus fidelísimos ciudadanos que no le faltarían.

Capítulo XIII. Que el Rey y la Reyna entraron en Zaragoza, y fueron aposentados, por don Fernando en la Suda, y en ella encerrados, y de lo que pasó sobre esto (sobresto).

Partió el Rey con la Reyna, de Alagón, con todo el acompañamiento que don Fernando
traxo, y se entró en Zaragoza, sin permitir se le hiciese recibimiento alguno, y fue aposentado en la Suda, palacio real antiguo (que agora llaman la puerta de Toledo, y es pública prisión para los delincuentes) adonde don Fernando, dada razón de su intención al Conde don Sancho, que siempre se retenía el universal gobierno del Reyno, y prometiéndole que esto sería medio para confederarle con el Vizconde de consentimiento suyo se asumió todo el cargo, y con la compañía de Ahones que tenía el de la persona del Rey, entendieron en continuar su propósito. Y a la hora llamaron a dos capitanes de la guarda del Rey, Guillen Boyno, y Pedro Sánchez Martel, a los cuales engañaron con buenas palabras, mostrando quererles descubrir un grande secreto, sobre negocio importantísimo, a fin de librar al Rey de un grandísimo peligro que su Real persona corría, a causa de cierta secreta conjuración de que se temían, y convenía tener al Rey por entonces muy encerrado y recogido con buena gente de guarda: tanto, que ni el Rey había de ver, ni ser visto de nadie más de ellos dos solos, ni le habían de perder de vista noche y día: ni tampoco comunicasen con algunos para dar razón de lo que pasaba. Y así encomendaron al uno la guarda y custodia de la persona del Rey, y al otro la guarda de palacio, y de abrir y cerrar puertas, teniendo muy gran cuenta con los que subiesen la comida y cena, porque hasta en esto corría riesgo su salud y vida. Los capitanes creyeron muy de veras todo lo que don Fernando y Ahones debajo de gran secreto les dijeron, y más el premio que por esta fidelidad y servicio les prometieron. Con esto, aquella noche después de haber cenado el Rey y la Reyna, Ahones despidió todos los criados y criadas del Rey mandándolos pasar a otro palacio que les tenía aparejado: dejó dos camareros para el Rey con dos dueñas para servir a la Reyna, con todo el aderezo (adreço) de recámara que convenía: y de presto mandaron cerrar todas las puertas y ventanas de palacio, dejando solamente algunas claraboyas (clarauoyas) altas para tener claridad (claredad), de manera que por ellas ni pudiesen ver, ni ser vistos los encerrados, ni hablar, ni escribir a nadie, sin voluntad y consentimiento de don Fernando: del cual muy a menudo recibía el Rey billetes (villetes) prometiendo librarle de la clausura, luego que mandase restituir al Vizconde y a sus parientes y amigos, las tierras que les había tomado, y le mandase pagar por los daños que con la guerra hecha le había causado xx. mil Morabatines de oro. De otra manera, ni cobraría jamás libertad, ni vería el fin de sus pretensiones. A lo cual el Rey difería de dar la respuesta, pidiendo le dejasen comunicar este negocio con algunos del consejo, y que se oyesen sus pretensiones: que le truxesen a don Atho de Foces: su antiguo (antigo) y fiel criado. Lo cual como entendiese por ciertas vías don Atho, y antes de ser llamado se ofreciese para ir al Rey, fue por don Fernando repelido, con tanta cólera, que de enojo que tomó desto don Atho se fue a Huesca, y hasta que el Rey estuvo en libertad no volvió a Zaragoza. Fue cosa grande y de gran marauilla, no haberse levantado ninguno de los señores y Barones del reyno contra don Fernando por el encerramiento del Rey, y a liberarlo (libertarlo).
Pero fue mayor el artificio y maña de don Fernando con el consejo de Ahones, en publicar y encarecer los daños y rebeliones que se habían de seguir en Cataluña no restituyendo el Rey las tierras que había tomado al Vizconde: el cual estaba allí presente, y con tantas amenazas quejaba del Rey, y justificaba su demanda, que fácilmente se persuadía la gente, y daban por bueno, lo que don Fernando hacía. Mayormente que de cada día prometían que por horas se acabaría esto con el Rey, y sería para librar a los dos Reynos de muy grandes trabajos y guerras, y pues la persona del Rey no padecía detrimento, disimulaban todos con el encerramiento, y aguardaban de cada hora el remedio. Pues como el Rey se viese perdida la libertad, y por su más propinquo deudo, y ayo, privado de la conversación y plática de los suyos: y más, que ni los ciudadanos de Zaragoza, de los cuales confiaba tenían cuenta con sus cosas, hacían movimiento alguno, mandó llamar a don Pedro Ahones, que en estos negocios se mostraba poco, y obraba mucho, siendo la segunda persona de esta conjuración, no tanto para rogarle por su libertad, cuanto por desparar en él su cólera.
El cual vino, y en entrando le recibió el Rey con alegre semblante.
Y tomándole por la mano, se retiraron a una parte del aposento, y sentados los dos el Rey con rostro severo le habló de esta manera.

Capítulo XIII. Del razonamiento que pasó el Rey con don Pedro Ahones su ayo sobre el encerramiento.

No puedo cierto, don Pedro, dejar de mucho maravillarme de vuestra gran falta de conocimiento, y poca memoria de lo que habéis siempre sido y valido. Pues
olvidando os así de las obligaciones que el Rey mi padre, y yo os tenemos por los buenos servicios que a los dos habéis hecho, como de los muchos beneficios y mercedes que de los dos habéis recibido, queráis agora cargar sobre mí tantos desacatos, para borrarlo todo. Porque no solo me habéis infamado poniéndome en esta prisión como a público delincuente, pero también sujetado al vano juicio (juyzio) que sobre ello de mí harán todos mis vasallos. Lo cual como de suyo sea negocio muy atrevido y desacatado, cierto que en vos viene a ser muy más que alevoso y feo: no tanto porque con alguna razón buena, o mala, si quiera, cuanto porque sin ninguna, os habéis preciado de perseguirme. Pues es cierto que ni por temor de que por mi parte os había de sobrevenir algún grande mal: ni por esperanza que de cualquier otro alcanzaríais (alcançariades) mayor bien, os ha forzado razón alguna para rebelaros así contra
mi persona. Porque ni en mí, que de muy niño me criaste (criastes), habéis (haueys) descubierto tan duro y cruel pecho, que podáis (podays) sospechar, tengo en siendo varón, usar con vos lo que el Emperador Nerón con su maestro Séneca: ni tampoco esperar, que la dignidad y estado a que por mi mano habéis llegado, la podáis en ningún tiempo mejor gozar, que yo reynando. Como sea verdad, que no solo habéis llegado por mi favor, a ser de mi casa el primero, y por mi liberalidad y larga mano, entre los grandes de mis reynos el más rico: pero aun entre los de mi Real consejo soys el más preminente: y que de tal manera os he dejado regir, y gobernar mis reynos a vuestro libre albedrío, que parece me habéis valido más de compañero en el reynar, que de consejero. Pues como (porque lo digamos todo) no os acordays de lo que algunos competidores vuestros con extraños modos han procurado echaros del mundo, por derribaros de este estado y gracia que de mí habéis alcanzado? entre otros, don Artal de Luna, a quien con vuestro mal trato distes tales ocasiones, que muchas veces pusiera las manos en vos, si de mí a él no le fuera a la mano. Mas como todo ello lo tengáis en poco, y a mí en menos, por lo mucho que agora estáis falto de consejo, seguís con grande afición la parcialidad y bando de don Fernando, a quien poco antes perseguíais (perseguiades) como a mi cruel enemigo: haciendo trueco y cambio de vuestro natural Rey y señor, por servir a un tirano: a efecto que en este medio que yo soy el tiranizado, os partays entre los dos los honores y caballerías, con todos los provechos del reyno: y a mí que con tanto trabajo
procurastes de asentarme en el trono real, me veáis de señor y Rey convertido en vuestro esclavo y prisionero. Sea como quisieredes, salido habéis con la vuestra, del Rey y Reyno habéis triunfado. Pero guardaos de alabaros de la victoria, porque tengo por cierto que ninguna ventaja me llevaréis en olvidaros vos tanto de las mercedes y favores que de mí habéis recibido, cuanto yo siempre me acordaré de los desacatos y afrentas que con esta prisión me habéis causado. En acabando de decir esto el Rey, porque no le venciese la justa ira para con Ahones, volvió las espaldas, y se entró en otra cuadra, cerrando tras sí la puerta, por no verle más, ni oírle. Como el viejo se vio solo, y tan convencido del Rey mozuelo, quedose como atónito y pasmado: de allí se fue para don Fernando a quien contó puntualmente lo que con el Rey había pasado. Pero aprovechó poco, porque como los dos tenían por libertad y provecho suyo la prisión del Rey, perseveraron en su dañada empresa, y por eso tanto más priessa se dieron en repartir entre si y sus amigos y allegados, los cargos honrosos y caballerías reales: no consintiendo que llegase cosa a manos del Thesorero real, porque lo cogían todo para si.


Capítulo XIIII (XIV). De las pláticas que el Rey tuvo con la Reyna sobre su salida, y de los buenos consejos que oyó de ella, y como a la postre salió por mano de don Fernando, y lo demás que hizo.

De todas estas cosas hacía sus discursos el Rey y aunque hallaba algún desvío y consuelo para
lo demás de sus desgracias, no podía tomar en paciencia, que sin haberle acometido don Fernando con algunos honestos medios, y buena plática en el negocio del Vizconde, hubiese usado con el de un tan vil y afrentoso medio, como haberle encerrado. Considerado esto, y vista la obstinación y poca enmienda (emienda) de Ahones, después de la plática que con él tuvo, conjeturó prudentísimamente, que el
interesse y provechos particulares que se repartían él y don Fernando,
los tenía ciegos, y que así cuanto más se alargase su encerramiento, tanto más crecería la avaricia de ellos, y el Rey no iría padeciendo en su gobierno. Y así imaginaba noche y día todos los modos posibles para salir de aquella prisión, y mostrarse al pueblo: tanto que había determinado de escalarse por una de las
clarauoyas abajo con la Reyna, si quería seguirle. Pero la Reyna como sabia y magnánima, confiando habría otra mejor salida para las cosas del Rey, no vino bien en ello: no temiendo tanto el peligro del escalarse, cuanto la ignominia y afrenta que de huir al Rey se le seguiría: antes varonilmente le amonestaba se encomendase a la gloriosa madre de Dios, a cuya devoción y nombre de niño se había ofrecido: porque con el mismo favor que fue por ella librado de las manos del Conde Monfort, y fortaleza de Monzón, se vería libre con mucha honra del trabajo que padecía. Viéndose el Rey alcanzado de tan santas y buenas razones de la Reyna, tuvo por bien de sosegarse y seguir su consejo. Volviendo pues don Fernando a requerir al Rey, que juntamente con la restitución de las tierras del Vizconde, se le rehiciesen los daños sin faltar nada: determinó de venir bien en ello, con el parecer de la Reyna. Y así despachó luego sus provisiones, y patentes para que todos aquellos pueblos de Cataluña se restituyesen al Vizconde y a los suyos. Maravilláronse
muchos porque antes el Vizconde, cuando volvió con su gente de Rosellón, y estando el Rey preso, no fue de presto a cobrarlos. A esto se responde, que se tiene por cierto lo intentó, pero que halló resistencia en los mesmos pueblos: así porque no les traían provisión del Rey para absolverles del juramento y homenaje que le habían dado: como porque estimaban más ser del Rey que de señor particular. Con esto comenzó el Rey de gozar de libertad, y salió del encerramiento, pasados veinte días justos que entró en él: quedándose don Fernando con la general gobernación de los reynos, por mucho que algunos señores y barones sintieron mal dello, y aunque reclamaron, no les aprovechó por lo que don Fernando con la sagacidad de Ahones se había apoderado de todo. Puesto el Rey en libertad, en el mismo punto envió a la Reyna a la ciudad de Borja, que se sentía preñada, y llegado su tiempo parió al Príncipe don Alonso, de quien adelante hablaremos, y así se partió de Zaragoza: que por la prisión que en ella tuvo, y disimulación de los ciudadanos la tenía medio aborrecida, y se
fue a Monzón, siguiéndola don Fernando con su poca vergüenza con los demás cortesanos y prelados que allí se hallaron. A donde disimulando el Rey con gran cordura lo pasado, y poniendo en plática lo que convenía tratar para el gobierno del Reyno, comenzaron unos y otros a proponer cosas, que
socolor del bien común, tiraban al suyo propio de cada uno por el buen ejemplo que don Fernando y Ahones poco antes les habían dado. De lo cual el Rey quedaba muy sentido, viéndose corto de autoridad y fuerzas, para refrenar tanta soltura, así por sus pocos años, que apenas llegaba a los xvj como por la liga que había entre los del consejo. Mas como no se determinasen en cosa cierta, ni de propósito, el Rey despidió las cortes, y porque le fue forzado, volvió a Zaragoza, a donde insistiendo mucho a los ciudadanos (quizá temiéndose por algún tiempo de la ira del Rey por la disimulación pasada) confirmo con mucha liberalidad todos sus fueros y privilegios. Y también estableció de nuevo a don Gonçaluo Ioan gran Maestre de calatrava, la concesión que el Rey don Alonso su aguelo había hecho de la villa de Alcañiz a su orden, con ciertas reservaciones de derechos y preminencias, por ser de los más principales pueblos del Reyno.


Capítulo XV. Como para concluir las cortes de Monzón el Rey se vino a la ciudad de Tortosa, cuyo asiento y cumplimientos de tierra se describen.

Partióse el Rey de Zaragoza para la ciudad de Tortosa, con fin de concluir en ella las cortes
que comenzaron poco antes en Monzón, para dar orden como poder reprimir las salidas y cabalgadas que los Moros de Valencia hacían en las fronteras de Cataluña, cautivando los Cristianos, y por el rescate destruyendo la tierra. Para esto le pareció sería esta ciudad muy al propósito, poniendo en ella una buena compañía de gente escogida, que estuviese en guarnición, con apercibimiento para salir contra los Moros luego en desmandarse, y hacer muy grande estrago y matanza en ellos, por escarmentarlos: por ser Tortosa tierra poderosa para sustentar esta y mayor guarnición de gente. Mas porque se entiendan sus cumplimientos y excelencias, brevemente describiremos su asiento y fertilidad de campaña, con las comodidades y provechos que por el río y vecindad de la mar se le siguen. Está fundada esta ciudad en los extremos de Cataluña hacia el mediodía, enfrente del reyno de Valencia, a la halda de un monte alto que la defiende de la tramontana: por estar por el poniente y medio día cercada del grande y caudaloso río Ebro, a la ribera del cual está extendida como una media luna. Tiene por el oriente el mar tan cerca, que se puede llamar marítima, así porque no dista de él más de cuatro leguas, como por ser el río tan navegable de allí a la mar, que con galeras se puede subir hasta dentro de ella, y con barcos muchas más leguas río arriba. De donde le viene ser la más proveída ciudad de la Europa, de muy excelente pescado: el cual se sube río arriba y cría en él con grandísima abundancia; porque son de las muy raras y gustosísimas especies de peces (pesces), los que en él se pescan entre otros, Lampreas, Asturiones, Sabogas, Mujoles, y Atunes, con otros géneros de pescado pequeño. De los cuales por su delicadeza y gran copia hacen mucha mercaduría los ciudadanos. Porque puestos en pan, y distribuidos por todos los tres reynos, demás de que se conservan libres de corrupción muchos días: son de tan suave gusto y delicado sustento, que muchos que pasaron con ellos regaladamente los ayunos de la cuaresma, llegados al carnal, no son parte las carnes y
volatería para que los olviden. Mas aunque dan estos peces gran hartura y ganancia a la ciudad, no por eso carece de muy buena provisión de carnes. Porque de más que sus montes abundan de muy excelente caza de venados, y toda montería, también se crían en los campos y llanuras copia de ganados mayores: con muy apacible vega llena de todo género de mieses y frutas. Por donde viene a ser esta ciudad no solo muy proveída de todo lo necesario para la vida humana, pero de su propio asiento es muy habitable y deleitosa: si la gente, que es de lo más afable de Cataluña, a la cual el Rey en su historia tanto alaba de valiente y belicosa (por ser muy diestra en el ejercicio de la ballestería), convirtiese su belicoso furor contra los Turcos y Moros, y no como suele algunas veces, contra si misma.


Capítulo XVI. Como don Fernando y Ahones burlaban del gobierno del Rey por el edicto de guerra que publicó sin consultarlo con ellos, y como fue a cercar a Peñíscola.


Acabó el Rey en Tortosa las cortes, de donde se partió luego, enfadado de la desordenada ambición y soberbia de don Fernando y Ahones, que por haberles salido tan a su salvo el acometimiento de la prisión pasada, eran en el gobierno y trato más intolerables que antes. Pues no solo se había usurpado el cargo de la general gobernación del reyno, pero cuanto el Rey, con el buen consejo de otros, mandaba hacer, se lo estorbaban, y pretendían que así como el conde don Sancho como a viejo caduco, así al Rey como a muchacho, y de poca experiencia, le habían de privar del gobierno.
De manera que por apartarse el Rey de ellos, se fue a una villa cerca de Tortosa, llamada Horta, que era de los caballeros Templarios. Los cuales con los de la orden del
Ospital, desde su niñez siempre favorecieron mucho a su Real persona, y mantuvieron su autoridad y respeto fidelísimamente. Quedáronse en Tortosa don Fernando y Ahones que no quisieron seguirle, y como el Rey se vio libre de ellos, a consejo de los mismos caballeros comendadores, y otros Barones de los dos reynos, que en no estar con él don Fernando acudieron a ofrecérsele, hizo un edicto general, por el cual mandó a todos los barones y caballeros de los dos reynos, que tenía del gages y caballerías de honor, y de sus Reyes antepasados y también a las villas y ciudades reales, que para cierto día se hallasen juntos con sus personas, armas y caballos, y la más gente que pudiesen: porque había de mover guerra a fuego y a sangre contra los moros del reyno de Valencia, para el ensalzamiento de la fé católica, y destrucción de la secta Mahomética, y por reprimir las correrías y daños que estos hacían en los reynos de Aragón y Cataluña. A este edicto, no solo no obedecieron don Fernando y Ahones, por haberse hecho sin consulta suya, pero con gran ultraje lo menospreciaron, y procuraron con algunas villas y ciudades reales dejasen de obedecerle, que ellos los librarían de la pena que por ello incurrirían. Con esto, no curando del Rey, se fueron los dos a holgarse a Zaragoza, para contemplar desde allí lo que el Rey haría sin ellos, y burlar, como decían, de sus pueriles empresas: las cuales no querían estorbar del todo, por no perder la esperanza de algún siniestro suceso en la persona del Rey, por ocasión y asidero de cosas nuevas, que por hallarse muy ricos, emprendería de buena gana. Mas el Rey, puesto que sentía mucho estos menosprecios que le refrescaban las llagas pasadas, y que no faltaba quien muy de veras le animaba para proceder contra los burladores a castigarlos: determinó como prudente, por entonces disimular con ellos, confiando que con el tiempo no le faltaría alguna ocasión para tomar la enmienda, alomenos de los atrevimientos y soberbia de Ahones, de quien se tenía por mucho más ofendido. Pues como llegasen dos compañías de infantería, con otras dos bandas de caballos ligeros: de Cataluña: y más otra tanta gente que de Aragón trajeron (truxeró) don Blasco de Alagón, y don Atho de Foces, con don Artal de Luna, el cual siempre zahería (çaheria) al Rey los favores hechos a Ahones: salió de Horta con ellos, y con los Comendadores de las dos órdenes, a hacer una entrada por los primeros pueblos del Reyno de Valencia, mientras llegaba el término de la convocación de Teruel. Pasó pues a vista de Tortosa ribera de Ebro abajo, donde recogiendo los ballesteros de ella, llegó con mediano ejército a la marina, y fue por ella adelante hasta meterse dentro del reyno de Valencia. A donde hechas sus arremetidas, talando los campos y haciendo presa en los lugares marítimos, llegó a poner campo sobre la villa de Peñíscola; a la cual los Cosmographos, por lo que se dirá de ella, llamaron Península, y esta toda ella asentada sobre un grande cabo, o promontorio que entra en la mar, y que por su grande altura servía de atalaya para mar y tierra por toda aquella frontera. Por esta causa el Rey de Valencia la tenía bien guarnecida de gente y municiones como una de las más principales plazas del Reyno, y por eso tanto más nuestro Rey la codiciaba con mucha razón. Porque su asiento de más de ser naturalmente fuerte, representa de su misma figura un grandísimo monstruo, compuesto de cosas casi contrarias entre si, sino que todas ayudan para más fortificarlo. El cual por ser raro, y que en ninguna otra parte del mundo se entiende haber otro semejante sitio de Fortaleza, por haberle visto, describiremos en el capítulo siguiente lo que se puede decir de él.

Capítulo XVII. Del extraño asiento (aßiéto) de la fortaleza de Peñíscola, y como la fortificó, y se defendió en ella Papa Benedicto Luna, todo el tiempo de su pontificado.

Tiene este promontorio, o cabo de Peñíscola (que por la punta mira al sol cuando nace, en derecho de la Isla de Mallorca) de cerco mil pasos. Y así de ancho como de largo por ser el suelo áspero y desigual, hasta 500. su asiento y cuerpo de él es un perpetuo peñasco altísimo, y que se va cuanto más sube estrechando, y por todas partes, sino por donde está la población asentada, hecho a peña tajada. Al cual cerca la mar casi del todo, que solo queda descubierto el paso con que se junta con la tierra firme, y a esta causa le llamaron en lengua Latina Península, que quiere decir casi Isla: pero este paso es tan estrecho, que las más veces en crecer las olas del mar viene a ser Isla del todo, y tal se queda agora artificiosamente hecha. La altura del promontorio es tanta, que de más de lo mucho que alegra con su espaciosísima y muy extendida vista de mar, y tierra suelen descubrirse las naves de allí a 30. millas. Hay en lo más alto una plaza tan ancha que se pudo edificar en ella una inexpugnable fortaleza, con un templo y palacio tan grandes, que pudieron aposentarse en él los que abajo diremos: quedando sola aquella parte del monte que mira a la tierra, y está algo pendiente para el asiento de la villa, con una sola puerta para entrada y salida de ella. La cual tan bien está defendida de un bravo e inexpugnable baluarte, con su puente de madera levadiza para la tierra. También el mar que rodea el promontorio por ambas partes y por delante es tan profundo que para pequeñas naves hace fondo: y sino del Levante, que a todas partes la descubre, contra los demás vientos, no solo se defiende con la altura y oposición del monte (pasándole las naves, como quien hurta el cuerpo, del un mar al otro) pero aun contra los corsarios están ellas con la fortaleza y su artillería por toda parte defendidas. Finalmente hay dos cosas que hacen el asiento de ella admirable, y como monstruoso. Una es las muchas cuevas y cavernas que hay en lo íntimo y profundo del monte, tan abiertas y penetrables al mar, que las olas salen por las bocas dellas con grandísimo ímpetu y estruendo, revueltas con infinito número de conchas (pesces que llaman Saxatiles los Latinos) y que siendo las peñas fundamentales por lo intrínseco del monte tan combatidas del continuo ímpetu del mar, no solo no se rompen, ni menguan, pero se aprietan y con la sal del agua más se fortifican. La otra es una fuente clarísima y dulcísima que con gran golpe de agua nace en lo más bajo del pueblo, entre las bocas por donde salen las olas saladas, solamente para el uso y servicio de la fortaleza y villa, pues luego a seis pasos de donde nace vuelve a hundirse en la mar. Porque se vea como naturaleza usó casi de artificio, para fortalecer, y hacer inexpugnable este lugar. Como lo conoció bien el Papa Benedicto xiij, de su nombre propio llamado Pedro de Luna aragonés de la villa de
Caspe: cuando estuvo en ella retirado. Cuya historia aunque bien divulgada por otros, todavía por lo que toca a la Fortaleza de la cual se valió él para su habitación y defensa, la referiremos aquí brevemente. En el año del Señor 1394. muerto Clemente Pontífice, que residía en Auiñon, el colegio de sus Cardenales, eligió en Pontífice a este Pedro de Luna Cardenal, que tomó nombre de Benedicto xiij. El cual teniéndose por verdadero y canónicamente elegido Pontífice (no embargante que el Rey de Francia comenzó a mostrársele contrario) se contentó con la obediencia que le daba la nación Española con la provincia de Guiayna. Mas para mejor y más seguramente poder regir su Pontificado en competencia de otros dos Pontífices que había electos, se recogió en esta fortaleza de Peñíscola, donde edificó el palacio y templo que dicho habemos, tan magníficos y suntuosos, que pudieron residir en ellos la persona del Pontífice con sus Cardenales por muchos años, y con el fortísimo sitio del lugar, defenderse de los que procuraban su deposición y anular su dignidad y persona. Y aunque los dos que concurrieron con él, por orden y decreto del concilio de Constancia renunciaron el Pontificado: pero Luna, ni por las exhortaciones y censuras del concilio, ni por la intervención de ruegos de los Reyes Cristianos, ni por la venida, e intercesión del Emperador Sigismundo, que para solo efecto de quitar tan gran scisma vino de Alemaña a Perpiñan, adonde fue Luna a verse con él, jamás pudieron acabar que renunciase como los otros. Ni hay que dudar, sino que la confianza de su fortificada Peñíscola, y seguridad que allí tenía de su persona, le hizo con tan larga vida perseverar en su pertinacia. Porque los años de su pontificado pasaron de 30, y los de su vida llegaron a noventa.

Capítulo XVIII. Como apretando el Rey el cerco de Peñíscola, temió el Rey de Valencia no pasase adelante, y procuró treguas con él, y le dio los Portazgos de Valencia y Murcia.


Volviendo al Rey, luego que acabó de reconocer el sitio e inexpugnable asiento de la villa, no quiso batirla, sino para atemorizar a los vecinos, poner el cerco y hacer arremetidas por los contornos, talando los campos, robando y quemando las caserías, y poniéndolo todo a cuchillo. De esto llegó luego la nueva a la ciudad de Valencia, y como suelen las cosas crecer con la fama, no solo se dijo que el Rey había tomado por asaltos a Peñíscola, y pasado todos a cuchillo, pero se afirmaba, que con todo su ejército venía a gran furia para la ciudad, y que estaba ya en Murviedro, a 4 leguas de ella. Con esta nueva súbita y tan espantosa Zeyt Abuzeyt Rey de Valencia con todos los principales, y pueblo se hallaron tan atajados, que del temor y espanto, se levantó tan grande grande alarido por toda la ciudad como si les entraran ya los enemigos por las puertas. Mas en haber llegado segunda nueva, y entendido que ni el Rey, ni su ejército habían pasado de Peñíscola, antes se estaban sobre ella, cobraron aliento, y luego enviaron embajadores para que hiciesen treguas con el Rey: y solo que alzase el cerco de Peñíscola, y se fuese de todo el reyno, prometiesen darle cada año el Quinto de los Portazgos de Valencia para Murcia. Pareció al Rey, y a todos los de su consejo no solo
provechoso el partido que Abuzeyt ofrecía, pero muy aventajado y honroso; por haber con sola la fama y opinión, más que con hecho de armas, acabado una apenas comenzada guerra, y con ella
tomado el corazón a los enemigos, que por tiempo había de acometer de propósito.
Y así reconocidos los poderes de los embajadores, se firmaron los capítulos y obligaciones de las treguas y portazgos. Mas aunque algunos dudan de esta salida del Rey, y del cerco que puso sobre Peñíscola, por cuanto en su historia no hace mención de ella, sino de los portazgos que le ofreció el Rey de Valencia por las treguas que se le otorgaron: con todo eso ya fuera la duda, así porque como otros escritores afirman, el Rey vino con ejército formado sobre Peñíscola, y la puso en grande aprieto, como porque el pedir treguas, y otorgar portazgos presuponen alguna grande opresión y necesidad de guerra, en que el Rey puso al de Valencia. Y no es bien que se borre en muchos
escritores lo que solo uno se olvidó. Y así parece cierto, que por alguna gran fuerza de armas le concedieron las dos cosas, y ninguna otra se halla que pudiese ser por entonces, sino, o porque el Rey alzase el cerco de Peñíscola, o porque el Rey hubiese hecho muestra de pasar adelante con su ejército contra la ciudad, ni obsta lo que el Rey de si dice, que vino a Teruel adonde había de juntarse el ejército: cuya tardanza, y falta de provisiones, causó la concesión de las treguas,
porque como sea poca la distancia de Tortosa a Peñíscola, y de allí a Teruel, así se pudo hacer lo uno y lo otro, y que el Rey hiciese un acometimiento contra Peñíscola, y que a causa de no haberle acudido el ejército que esperaba, hubiese sido forjado de otorgar las treguas en Peñíscola, y publicarlas en Teruel, donde había de ser la junta del ejército. Concuerda pues con la historia del Rey, que las treguas se concluyeron en Teruel: pero así de ellas como de los portazgos la
principal causa fue el cerco puesto sobre Peñíscola, como arriba hemos dicho. Mas porque en esta, y en otras muchas partes de su historia, el Rey hace muy honrosa memoria de Teruel y sus ciudadanos: ni se halla que emprendiese jornada alguna de guerra sin el favor y compañía de ellos, será bien que digamos algo de su antiguo origen y poderío, con el asiento y fortificación de su ciudad, y de otras cosas muy memorables de ella.



Capítulo XIX. De la origen y fundación de la ciudad y comunidad de Teruel, y de su poder, y valor de ciudadanos.

Fue siempre Teruel célebre ciudad y cabeza de los antiguos Edetanos montanos del reyno de Aragón, que hoy llaman los Serranos, y para los de Valencia está puesta al Septentrión, llamada Teruel, como se cree, por el río Turia que pasa por ella. Puesto que tiene la ciudad por armas un toro que mira a la estrella del norte, para denotar la fortaleza y norte que tuvo siempre en su gobierno. Fue conquistada y ganada de los moros en el año del Señor 1170, y 1171, por el Rey don Alonso segundo que estuvo 15 meses sobre ella, y la ganó con el favor e industria de ciertos capitanes Aragoneses, y Navarros que se señalaron mucho en la conquista, a los cuales por conservación de
la tierra, mandó quedar a poblarla, como a cabeza y guarda de toda la Serranía, que dijeron de Ydubeda, Y así por atraer gentes para habitarla, como por estar puesta en frontera, donde cada día se había de venir a las manos con los moros de Valencia, el mismo Rey les concedió gozasen de los más favorables fueros y privilegios que se hallaron en toda España, como fueron los de Sepúlveda (Sepulueda). Por donde con estas libertades, y ser la tierra fértil de pan y de ganados mayores y menores, con el rico trato de lanas y paños, y sobre todo con las continuas cabalgadas que hacían en el reyno de Valencia contra los Moros, se dieron tan buena maña que en poco tiempo levantaron su ciudad fuerte y muy bien labrada, cercándola de alto y bien torreada muro, y así en las casas como en los demás edificios públicos; es comparable con cualquier otra. Demás que de su tamaño, así en muchos grandes y muy suntuosos templos, con sus torres de campanas altísimas, y artificiosísimamente hechas de tierra cocida: como en número de sacerdotes, se halla
ser de las señaladas de España. De donde le ha venido que por verla tan bien dispuesta para ello, en estos tiempos, a suplicación de la Majestad de nuestro gran Philippo II, por concesión de nuestro muy santo padre Gregorio Papa xiij, ha sido fundada iglesia catedral y obispado en ella. Finamente como concurrieron de los más antiguos y buenos linajes de Aragón y de Navarra en su conquista.
Y así fue de su principio poblada de gente valerosa, hidalga, y belicosa. De ahí vino que todos los pueblos que están en sus contornos, que también fueron luego de Christianos, viendo el buen gobierno y prudente trato que los de Teruel tenían en la administración de su ciudad y
repub. y la razón y justicia que a todos guardaban, hicieron voluntaria amistad y comunidad con ellos, entregándoles el gobierno de todos sus pueblos, que son no menos de ciento. Con esta hermandad y junta de pueblos ayudados los de Teruel, y ampliada su jurisdicción con el favor de sus fueros y privilegios, se ejercitaron mucho en las armas, y llegaron a valer y poder tanto en las cosas de la
guerra, que de ninguna gente así de a pie como de a caballo se valió el Rey tanto para la conquista de Valencia como de la de Teruel. Confiésalo esto el mesmo Rey en su historia, y también dice de un noble ciudadano llamado Pascual Muñoz, el cual había sido antes criado del Rey don Pedro su padre, que fue tan rico, y liberal que de su hacienda y bienes, con lo que se valió de sus amigos, prestó al Rey gran suma de dinero, e hizo provisión de mantenimientos para el ejército que traía
el Rey, por espació de 20 días. De este Pascual Muñoz se halla que fue su segundo nieto aquel Gil Sánchez Muñoz Canónigo de Barcelona, que muerto Benedicto Luna, de quien arriba hablamos,
fue por el collegio de los Cardenales que allí se hallaron, electo summo Pontífice, llamado Clemente VIII, y luego después por quitar la scisma, renunció el Pontificado, y en recompensa le dio el obispado de Mallorca donde murió.


Capítulo XX. Como yendo el Rey para Zaragoza se encontró con Ahones, y de la reñida plática que tuvo con él, como le prendió, y se le fue de las manos.

Concluidas las treguas con el Rey de Valencia, mandó el Rey despedir el ejército. También
se despidió de los ciudadanos de Teruel con mucho amor, señaladamente de Pascual Muñoz por lo bien que le había hospedado y servido. De ahí determinó pasar a Zaragoza, a donde don Fernando, y Ahones se habían todo aquel tiempo entretenido, y sabido por relación de muchos, que el Rey (a quien ellos llamaban el muchacho) había varonilmente acabado la jornada de Peñíscola, y ganado el quinto de los Portazgos, y con tanta honra y ventaja suya otorgado las treguas al Rey de Valencia. Puesto que si la gente que estaba convocada llegara para el plazo a Teruel, hubiera proseguido la guerra, o sacado mejores partidos del enemigo: así mismo entendieron los servicios y ofrecimientos que los de Teruel le hicieron, y que en fin regía y gobernaba, y era muy obedecido y reverenciado sin la asistencia y consejo de ellos. Las cuales
nuevas en nada fueron alegres para los dos, antes se dolieron de oírlas: como por lo contrario se animaron mucho los Zaragozanos con ellas, pareciéndoles, aunque tarde, muy mal lo que don Fernando, y Ahones habían cometido antes contra su persona, y autoridad del Rey. Por lo cual los maldecía ya todo el pueblo, y estaba apique de apedreallos. Y vino esto a tanto, que don Fernando se hubo de salir de noche secretamente de la ciudad a ciertos lugares suyos: y Ahones, viéndose tan acosado del furor del pueblo, determinó ausentarse. Para esto juntó hasta 60 hombres de armas suyos muy bien puestos, y acompañado de don Sancho su hermano Obispo de Zaragoza, se partió con gran fausto para Teruel a verse con el Rey, por mostrarse poderoso, y como quien tal no hizo, que dicen volver a su primer cargo y mando. Acaeció que como por el mismo tiempo el Rey partiese de Teruel para Zaragoza, y llegase a Calamocha que está una jornada de él, supo cómo en aquel punto había llegado Ahones al mismo pueblo y que ya entraba por palacio. Oyéndolo el Rey, y mostrando grande alegría de ello, salió a él, y le recibió con mucha afabilidad y contentamiento. Preguntándole, después de haber visto su caballería que traía desde una ventana delante de palacio, para dónde llevaba su camino con tanta y tan bien armada gente, siendo ya acabada la guerra, y firmadas las treguas con los de Valencia, respondiole Ahones con gravedad muy entonado, que él y el Obispo su hermano con su gente de a
caballo iban derechos al reyno de Valencia para hacer alguna buena cabalgada contra los moros, por valerse de ella para rehacer los gastos que hacían en esta jornada. El Rey que oyó esto, antes de pasar la plática más adelante, le dijo, que se fuesen luego por la mañana a Burbaguena dos leguas de allí, porque tenía negocios muy importantes al estado que comunicalle, y saber su parecer sobre ellos. Como oyó esto el Obispo don Sancho, teniendo ya a su hermano por reconciliado con el Rey
y vuelto en su amor y gracia, y que todo sería como antes, despidiose del Rey, el cual se le mostró muy afable, y fuese a holgar a un lugar suyo llamado Cutanda muy cerca de allí, aunque apartado del camino Real. Llegada la hora, el Rey se puso a cenar con Ahones, y pasando con mucho regocijo hasta que fue hora de dormir, fuese Ahones a donde le aposentaron muy bien con su gente y criados. A la mañana oída misa y tomado refresco continuaron su camino para Burbáguena. En
esta jornada seguían al Rey don Blasco de Alagón, don Artal de Luna, don Atho de Foces, don Ladrón, don Assalid Gudal, y Pelegrin Bolas, principales señores, y barones del Reyno, a los
cuales mandó el Rey que no le dejasen que los
hauria bien menester, aunque no les descubrió su ánimo ni propósito de lo que determinaba hacer. Llegaron pues de mañana a Burbaguena, que era lugar de los Templarios, y se apearon en un palacio de ellos, y el Rey que solo llevaba una cota de malla con su espada ceñida, mano por mano se subió con Ahones a la sala del palacio con los suyos, quedándose en el patio toda la gente de Ahones a caballo, pensando que sería corta la plática. Apartados los dos a una ventana de la sala y sentados en los banquillos de ella, el Rey comenzó blandamente a quejarse de Ahones, y después poco a poco a embravecerse. Diciendo que por su culpa y mal ejemplo había sido causa, que ni él, ni los otros caballeros y grandes del Reyno, ni las villas y ciudades reales, siendo convocados, viniesen para Teruel a comenzar la guerra contra los de Valencia. Y así perdida tan buena ocasión como tenía para proseguirla con mucha gloria suya, le fue forzado otorgar las treguas. A las cuales, le avisaba, había de estar, y no romperlas por todo lo del mundo. Y así le rogaba mucho no pasase más adelante, ni tentase por la vida de hacer lo contrario. Sonreíale Ahones a todo lo que el Rey le decía, y rehusaba de volver atrás su empresa, diciendo que él, y el Obispo su hermano habían hecho muy grandes gastos para esta jornada, y que no tenían de donde rehacerlos, sino de las presas que harían en el Reyno de Valencia. A esto respondió el Rey ya
con cólera, que no faltaría de donde rehacer los gastos, solo que las treguas se guardasen, porque a su palabra dada no podía faltar. Pero todavía perseverando en su porfía Ahones, a quien el Rey era ya igual de cuerpo, aunque no llegaba a los xviij años, pasando ya Ahones de los lxv.
hechole mano, diciendo que se tuviese por su prisionero. Como Ahones pusiese mano a la espada por la empuñadura, de la misma le echó mano el Rey, y le impidió, que ni la pudiese sacar, ni quitarla de la cinta. Mas los caballeros del Rey que estaban al cabo de la sala viéndolos a los dos, echaron mano a las espadas, y revueltas las capas a los brazos, se pusieron a la puerta de la sala, para defender la entrada a los hombres de armas de Ahones. Los cuales como oyesen las voces de arriba, xl de ellos se apearon de sus caballos, y rompiendo por medio de los caballeros entraron en la sala, donde hallaron al Rey tan asido con Ahones que se pusieron con gran fuerza (aunque con algún acatamiento) a desasirlo: estándoselos mirando desde la puerta de la sala los caballeros del Rey, y no ayudándole, por verse desarmados, y lo poco que podían resistir a los muchos y armados de Ahones, y porque en echar mano a la espada podía peligrar la persona del Rey. De suerte que le quitaron a Ahones de las manos, llevándoselo los suyos, el cual luego subió en un caballo, y se fue bien alterado con ellos.


Capítulo XXI. Del gran ánimo y diligencia con que el Rey persiguió a Ahones, y como le alcanzó, y como de una lanzada que le dio don Sancho de Luna murió en las manos del Rey.


En ningún tiempo de su vida, antes, ni después, se vio el Rey tan encendido en cólera como cuando los soldados de Ahones se lo quitaron de las manos, y que con el favor de ellos se le iba sin poderle
alcanzar. Mas no por eso perdió su coraje, sino que para mejor seguirle, en el mismo punto bajó al patio, y subió en un caballo de un hidalgo de Alagón, el primero que vio, y con las mismas armas, que se hallaba, fue a espuela hita en seguimiento de Ahones: el cual a gran furia caminaba hacia Cutanda para el Obispo su hermano, recelándose no le tuviese el Rey por otro camino puesta alguna celada de gente para cogerle, y más por la que saldría de los lugares en favor del Rey en ver que le perseguía. Siguieron pues al Rey al salir de Burbaguena, Gudal, Pomar y Foces con solos cuatro
de caballo: tras ellos don Blasco con los demás hasta 46 caballos ligeros. Como llevase Foces la delantera, dos de los hombres de armas de Ahones que con el peso de ellas corrían poco, volvieron las lanzas para él, y le derribaron del caballo mal herido, al cual luego socorrieron don Blasco y don Artal, pasando los de Ahones adelante. Con todo eso iba el Rey con solos Gudal y Pomar de compañía en seguimiento de Ahones, a quien poco antes había descubierto desde un cerro pequeño, que iba con solos xx. caballos por la falda de un monte a gran
priessa. En este medio don Blasco y don Artal después de haber atado las llagas a don Atho, corrieron tras Ahones a rienda suelta, y como le estuviesen ya cerca, volvió los ojos, y en viéndolos pensó que con ellos venía sobre él algún gran tropel de caballos. Mas como no hubiese lugar para huir y escapar de ellos, por traer él y los suyos los caballos muy cansados, determinó recogerse a un pequeño monte que se ofrecía delante, confiando que mientras allí se haría fuerte, acudiría con gente el Obispo su hermano
y le libraría. Pero el Obispo nunca acudió, y se creyó que de temor de que no hubiese también para él su ramalazo, por lo que antes había intervenido (entrevenido) con don Fernando y Ahones en el encerramiento del Rey. De manera que subido al monte Ahones con los suyos, uno de ellos, como no le tuviese allí por seguro, se apeó para darle su caballo, por que se escapase por la otra parte del monte. Mas luego fueron a vista de él, don Blasco y Artal para los pasos. Comenzando los
de Ahones a echar cantos y tirar muchas piedras para impedirles la subida, el Rey que no estaba ocioso, subió muy aprisa por la otra parte a lo más alto del monte, y antes de ser visto, ni sentido,
le tomó (tomole) a Ahones las espaldas. Los suyos que vieron al Rey, desampararon a su señor y huyeron todos. Solo quedó un camarero suyo llamado Mezquita, que se puso tras un peñasco por ver el triste suceso de su amo. En este punto don Sacho Martínez de Luna uno de los caballeros que seguían al Rey, arremetió para Ahones, y le dio una cruel lanzada por el lado derecho por la
escotadura del perpunte, de la cual sintiéndose Ahones herido a muerte, se abrazó con el cuello del caballo, y echándose a la parte siniestra, cayó medio muerto. Mucho se ofendió el Rey de ver tan malherido a Ahones, siendo su ánimo solo de prenderle, y no matarle, y así apeándose del caballo le abrazó, y con muchas lágrimas le consoló, reptándole mansamente, y echándole la culpa de todo lo que se había seguido, que si le creyera, no le sucediera tan mal: mas que tuviese buen ánimo que no le desampararía jamás. A esta sazón llegó don Blasco, diciendo al Rey a voces, dejadnos señor despedazar este león, por vengar de una las muchas injurias que ha hecho a vuestra real persona, y como asestase ya la lanza para herir a Ahones, el Rey se puso en medio de los dos, y dijo muy
airado, teneos don Blasco, teneos, porque no heriréis a Ahones sino a mi persona.
Con todo esto, Ahones sintiéndose ya mortal, encomendó a Dios su alma, y al Rey sus cosas, y calló porque le faltó el espíritu y la palabra, a causa de la mucha sangre que le corría de la herida. Mas el
Rey apretándosela muy bien, mandó que le pusiesen a caballo, con uno que le tuviese, y le llevasen a Burbaguena, pero faltándole ya la sangre murió en el camino. Lo cual sintió el Rey en el alma;
y mandó que pasasen a Daroca que no está lejos, y acompañó su cuerpo, haciéndole enterrar en la iglesia mayor con la honra y pompa que por entonces se sufría.
Fin del libro tercero.