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jueves, 14 de marzo de 2019

Libro XIX

Libro XIX.

Capítulo primero. Como partió el Rey para el Concilio a la ciudad de Leon de Francia, cuyo asiento y excelencias se describen.


Como el Rey fuese de nuevo rogado por cartas del sumo Pontífice abreviase su venida para el Concilio de Leon, a donde ya era llegado con los Cardenales y toda la corte de Roma, y por esto muchos de los Obispos Abades y Priores de España que estaban convocados para él, aguardasen en Barcelona su partida por no perder la ocasión de tan alta compañía: diose toda la prisa que pudo hasta ponerse en camino, y llevando consigo algunos señores principales de los dos Reynos partió de Barcelona. Y pasando por Perpiñan, llegó a Mompeller, donde se detuvo ocho días, y recibido el servicio que la ciudad le hizo para ayuda de costa de su viaje, pasó adelante hasta llegar a Viana en el Delfinado villa muy principal por su hermoso templo y bien labrados edificios, y más por la vecindad del río Ródano, uno de los mayores de la Europa que le pasa por delante y estar ella a media jornada de la ciudad de Leon. Donde como entendió haber llegado el Rey, fueron luego a Viana los embajadores del Pontífice a rogarle se entretuviese en sant Saforin a tres leguas de Leon, porque no solo de los Prelados del Concilio y cortesanos del Papa: pero también por mandato del Rey Philipo su yerno había de ser el Senado y pueblo de Leon muy suntuosa y realmente recibido. Tuvo también cartas del mismo Philipo y de la Reyna su hija excusando su venida para bien hospedarle, por importantísimos negocios del Reyno, a causa de ciertos alborotos populares en la Picardia a los confines de Flandes, a los cuales había de hacer rostro con su persona, pero que la ciudad de Leon haría muy bien lo que debía, y le era mandado para todo servicio y regalo de su Real persona y de los suyos: como lo mostró muy bien en este recibimiento y entrada. Es Leon una de las más poderosas y bien pobladas ciudades de toda la Francia en el extremo de la Gallia céltica, hacia el oriente situada, la cual es de su propio sitio y asiento naturalmente fortificada. Porque tiene un monte al poniente con su alcázar fortísimo y muy puesto en defensa. De la otra parte al levante la cerca el Ródano que con su gran profundidad de aguas le defiende la entrada, pues no hay otra de la que hace una muy fuerte y hermosa puente de piedra. Está por todas partes no solo ceñida de muralla fortísima, pero también la atraviesa por medio el río Araris, que vulgarmente llaman la Sona, y viene de hacia el Septentrión del ducado de Borgoña, por el cual está de toda cosa abundantísimamente prouehida. Es este río muy grande y navegable y se junta al cabo de la ciudad con el Ródano: y así dicen que por el grande concurso de aguas el nombre de Leon está corrupto, y se llamó vulgarmente Leau que significa las aguas. De manera que la corriente de la Sona, en encontrar con la corriente del Ródano se vuelve tan lenta y mansa, y la hace como regolfar de arte, que realmente viene a ser tan navegable río arriba como río abajo. Pero puesto que parece que no se mueve el agua (como lo notó Iulio Cesar en sus comentarios) en el moler muestra bien su brava corriente. Por estas comodidades, así por la parte de arriba con las dos riberas: como por la oportunidad del mar Mediterráneo río abajo, es la ciudad muy fácil de proveer de toda cosa, y para el comercio de la mercaduría más acomodada de cuantas hay en toda la Francia. Además que por su propio campo, que es fertilísimo y bien cultivado, la ciudad tiene muy grande hartura de pan y vino, de carnes y volatería con la mucha cogida de cáñamo y lino. Lo cual ajuntado con el incomparable trato de la mercaduría, y expedición de ella, muestra que fue entonces Leon lo que ahora es, una de las más opulentas ciudades de la Europa. Como se vio por la experiencia, pues por todo el tiempo que duró el Concilio, que fue poco menos de dos años, pudo a la fin mantener con igual abundancia que al principio, al summo Pontífice y collegio de Cardenales con toda la Corte Romana, a los Patriarcas, Arzobispos y Obispos de toda la Cristiandad con su gente y familia, Abades, Generales, y Priores de todas las órdenes con los Embajadores de Príncipes y síndicos de todas las iglesias Catedrales. Finalmente el mismo Rey de Aragón, con otros muchos señores de la Francia, sin las demás gentes, que no solo por el Concilio general, mas aun por ver en él la persona del mismo Rey, movidos por su gran fama y renombre, acudieron de toda la Galia, Inglaterra, Italia, y Alemaña.
Capítulo II. De la solemnísima entrada y recibimiento del Rey en Leon, y como se vio con el Papa, y de las tres grandes cosas de que mucho se maravilló.


Como el Rey por orden del Papa se detuviese dos días en san Saphorin donde le tuvieron muy ricamente hospedado los de Leon, llegaron allí muchos señores de los grandes de Francia por mandato del Rey Philipo a visitarle y ofrecerle el mando y señorío de toda Francia y a poner en sus manos el absoluto tribunal de la justicia, de la cual se valió para librar a muchos de las cárceles y salvar la vida a algunos condenados a muerte, y perdonar a otros desterrados, que no había quien no perdonase a su contrario por complacer al Rey que con tanta benignidad se los rogaba. Llegado pues a una legua de Leon, encontró con un grande escuadrón de gente de a caballo armada muy a punto de guerra con sus caballos encubertados, y sus trompetas y añafiles: los cuales se dividieron e hicieron delante de él una bien concertada escaramuza que al Rey pareció muy bien, y fueron muy alabados por ella. Luego llegaron los del regimiento y Senado de Leon, y por su orden besaron las manos al Rey y fueron de él con grande afabilidad recibidos. Tras ellos llegaron todos los Prelados Arzobispos Obispos, y Obispos del Concilio con los Embajadores de los Príncipes Cristianos que asistían en él excepto los Cardenales. Al embocar una puente salieron gran muchedumbre de doncellas con sus dorados cabellos y guirnaldas puestas sobre ellos, danzando muy a compás y haciendo su acatamiento con cierto presente al Rey: cuya recompensa bastó para casar todas las doncellas pobres y huérfanas que se hallaron entre ellas. Al entrar de la puerta volvieron a salir los del regimiento, y le ofrecieron las llaves de la ciudad con muy graciosa ceremonia y entrado dentro halló al Arzobispo de Leon con toda su clerecía y religiones que le recibieron y prestaron la obediencia y ceremonia como a Rey jurado. De allí yendo por la ciudad que estaba toda entoldada riquísimamente con muchos arcos triunfales y otras invenciones adornada, causó en la gente grande admiración su presencia con tan extraña grandeza y tan bien proporcionada compostura de su persona, con su barba larga y de venerables canas esparcida, su aspecto y rostro, no solo suave y alegre, pero muy grave y lleno de majestad: iba sobre un grande y hermoso caballo blanco ricamente aderezado y él tan bien puesto en la silla que no le estorbaba la grandeza de su persona y años para seguir con todos sus miembros el compás de los corcobos y gentilezas que el caballo hacía, como aquel que por cincuenta años y más, con las armas a cuestas se había en ello bien ejercitado. De esto venía a decir la gente que cierto no era indigna su persona de la grande fama y renombre que de sus hechos y valor corría por todo el mundo. Con el mismo acompañamiento fue llevado hasta la iglesia mayor para dar gracias a nuestro Señor, como tenía de costumbre, y de allí pasó al palacio Pontifical donde apeado fue recibido por el colegio de los Cardenales y subió con ellos a la sala del Concilio donde estaba el Pontífice: el cual se levantó de su Silla y llegó a la puerta a recibirle, y el Rey se postró a sus pies y le besó el derecho, mas el Pontífice lo levantó y abrazó y bendijo muchas veces. Y luego para el día siguiente, para el cual se había publicado sesión del Concilio, fue con muy grande ceremonia convocado. Y pasada de pies alguna plática con el Pontífice, se despidió de él para irse a reposar ya noche: y fue llevado por los del regimiento y señores con infinito concurso de gente al palacio real de la ciudad y en él con todos los suyos aposentado y regalado como si fuera su propio Rey. El siguiente día por la mañana acudieron a palacio los mismos gobernadores y regidores de la ciudad, con los señores y grandes de Francia, y todos los Embajadores de los Reyes y Príncipes como el día antes, y lo acompañaron al palacio pontifical hasta dejarlo en la gran sala del Concilio. Le salieron a recibir a la puerta de palacio los Priores, Abades, Obispos, y Arzobispos, Patriarcas, y Cardenales por su orden hasta que subido a la sala y hecho su debido acatamiento al Pontífice le fue dado asiento por el maestro de ceremonias y puesta allí su silla la más propinca de todas a la Pontifical. Salidos fuera los señores con los del regimiento y los demás que le acompañaron, cerrada la puerta de la sala y vueltos a sentarse cada uno de los del Concilio por su orden: estuvo el Rey muy admirado de ver un tan principal y nunca por él visto espectáculo. Y hecha ante él la sesión que por aquel día fue breve, aunque con igual ceremonia que las otras: fue por el Pontífice preguntado qué le parecía de aquel tan bien ordenado ejército y real de Ecclesiásticos, a esto respondió el Rey, que de tres cosas quedaba sumamente maravillado. La primera de la persona y tan encumbrada majestad Pontifical. La segunda del espectáculo de tantos Cardenales vestidos de púrpura, como de muchos Reyes juntos. La tercera de la congregación de tantos prelados la mayor que nunca vido ni creyó. Porque (según él mismo refiere en su historia) entre Cardenales, Patriarcas, Arzobispos, Obispos, Abades, y Priores con los generales de las órdenes, pasaban de Quinientos. Mas porque fue este uno de los muy célebres Concilios que hubo en la iglesia de Dios, y para las mayores y más importantes cosas que se podían ofrecer, congregado en aquella ciudad, no será fuera de propósito de nuestra historia, si quiera por haberse hallado el Rey presente en él, contar brevemente la ocasión y causas que hubo para celebrarle: pues no fueron menos que para la reducción de la iglesia Griega, y hacer concordancia de ella con la Latina. Y más sobre la empresa y conquista de la tierra santa, con la admisión de los Tártaros a la fé Catholica.


Capítulo III. De las causas por que se congregó el Concilio, y de la gran embajada que el Emperador Paleologo envió a él con título de reducir la iglesia Griega a la obediencia de la Romana.


Como el valeroso capitán Miguel Paleologo, tuviese muy perseguida y oprimida la gente y familia de los Lascaras, a la cual de derecho pertenecía el Imperio de la Grecia, y hubiese echado de él a Baldouino Emperador, cuyos antepasados le poseyeron hasta Philipo su hijo que le había sucedido en él: para que más a su propósito pudiese, después de haber ya echado a Philipo, gozar tiránicamente del Imperio, y quitar de sobre si por mar y por tierra los ejércitos y armadas de Gregorio Pontífice, del Rey de Francia, y de Carlos de Anjou Rey de Nápoles, y de Sicilia el cual por haber casado con hija de Philipo había emprendido con más calor esta guerra contra Paleologo: usó de este admirable, perverso, y nunca visto artificio, mezclando la fé Griega con el color y achaque de religión, y de reducir la iglesia Griega a la obediencia de la Latina, siendo todo falso y fngido, con fin de engañar a todos por hacer su hecho como aquí se dirá: pues al fin sucedió en cruel y bien merecido azote de toda la Grecia. Porque cuanto a lo primero sobornó Paleologo a ciertos Príncipes del Imperio y Prelados más principales de la misma iglesia Griega, para que en nombre suyo fuesen a Roma con suntuosísima y muy pomposa embajada al sumo Pontífice Clemente IV, a notificarle, como prometía reducir la iglesia Griega, que de algún tiempo antes se había apartado de los sagrados Cánones e institutos de la iglesia católica Latina, y había degenerado de la verdadera religión de sus antepasados, a fin que conviniese en un mismo sentido y verdad con la sacrosanta iglesia Romana, y que en todo obedeciese a sus canónicos decretos y sanciones. Para certificación y seguridad de lo cual interponía su fé con la del Patriarca de Constantinopla, y de la de todos los demás Prelados Eclesiásticos y de los Príncipes y pueblos del Imperio: si se congregaba Concilio general para hacer en él pública profesión de todo lo propuesto. Y más para que entendiesen el fruto que de esta reducción había de nacer, se ofrecía de favorecer con todo su poder y fuerzas del Imperio la empresa de la tierra santa para la cual entendía se aparejaban los Príncipes de la iglesia Latina. Esta embajada y promesa del Emperador tan autorizada, oída en Roma, levantó en grande manera los ánimos del Pontífice y Cardenales con los de toda la iglesia Latina, para dar gracias a nuestro Señor, y suplicar trajese a perfección obra tan felizmente comenzada. Porque mayor beneficio y consuelo no se podía alcanzar por entonces, de que habiendo estado tantos años la iglesia Griega (siendo tan principal miembro del cuerpo místico de la universal iglesia) separada de la cabeza Romana, se volviese a juntar con ella. Por donde el Pontífice de parecer y común voto de todos los Cardenales, después de consultado con todos los Príncipes y Reyes Cristianos, publicó luego Concilio general para la ciudad de Leon en Francia. Pero antes de comenzarlo, ni partir de Roma para hallarse en él, quiso que esta profesión de la fé, que ante todas las cosas habían de hacer el Emperador con el estado Eclesiástico y pueblo de los Griegos, se notificase por escrito en forma y con las cláusulas que se requerían. Y así puso por expresa resolución y condición en este convenio, que para venir a tratar de esta reducción que los Embajadores pedían, lo primero que se había de hacer era, quitar todas las superfluas y contenciosas disputas de la religión: y que por los Griegos se hiciese una pura y expresa profesión de la fé, en la cual conviniesen todos, conforme a la fórmula que se enviaba. Juntamente con la santa admonición del Pontífice dirigida al Emperador Paleologo, la cual sacada de la bulla que sobresto se le escribió, vuelta en Romance dice de esta manera:


Capítulo IV. De la respuesta y exhortación que el Pontífice envió al Emperador y como por la muerte del Pontífice no pudo por entonces pasar la reduction adelante.


La purísima, certísima y solidísima verdad de la fé santa, que en todo cuadra con la doctrina Evangélica cual nos han dejado escrita y declarada los santos padres doctores de la iglesia, y tan confirmada con la definición y decretos de los sumos Pontífices en sus Concilios generales por ellos celebrados, decimos que por estas y otras causas no es cosa decente sujetarla a nueva disputa ni definición, ni someterla contra toda razón, a que se pueda dudar sobre ella. Y así, puesto que por la bula de la convocación del Concilio que se publicó antes, parezca que se da lugar a disputas, y dado que por vuestras letras imperiales habéis pedido que el Concilio se convocase dentro de vuestras tierras, nosotros no determinamos de convocar Concilio para reducir la sobredicha verdad a nueva definición y disputa, no porque nos espante el venir a ella ni porque recelemos que la santa iglesia Romana ha de ser suprimida por el gran saber de la Griega, sino porque sería cosa muy indecente y de perniciosísimo ejemplo, poner en disputa, como en duda, la verdad de la fé, pues la tenemos por tantos lugares de la sagrada escritura probada, por tantas autoridades y sentencias de doctores santos declarada, y finalmente por definición y decretos de los sumos Pontífices y de los sagrados Concilios confirmada. En cuya defensión, si necesario fuere, estamos aparejados a poner nuestra persona y miembros a cualquier suplicio y pena de martirio. Y así no determinamos por ahora ayudar a esta santa verdad con autoridades de la divina escritura, que se nos ofrecen muchas al propósito: sino que con verdadera simplicidad, pura y claramente explicada, os la enviamos: para que por vuestra Imperial persona y por vuestros súbditos sea enteramente creída y profesada.
Pero como en este medio que se enviaba esta exhortación juntamente con la forma y cédula de la profesión de la fé al Emperador Paleologo, muriese el Pontífice, paró este negocio, y de muchos días no se habló más en él, ni se comenzó el Concilio.




Capítulo V. Como Paleologo volvió a solicitar los Príncipes Cristianos porque se tuviese el Concilio, y congregado que fue por Gregorio Papa volvió a enviar sus embajadores, los cuales hicieron la profesión de la fé.


Visto por Paleologo que por la muerte del sumo Pontífice Clemente IV había parado su negocio y traza, y que su inica y secreta máquina en gran perjuicio suyo se deshacía, y sus adversarios a gran prisa entendían en su aparato de guerra para ir contra él, determinó de solicitar de nuevo a algunos Príncipes Cristianos (mucho antes que el Concilio se congregase) con diversas embajadas diciéndoles, como se maravillaba mucho de ellos, y del poco celo y cuidado que del servicio de Dios, y del aumento y honra de su iglesia tenían. Pues ofreciendo él tan grandes ocasiones para la reducción de la iglesia Griega, con todo su imperio, al gremio de la Latina, y habiendo para esto hecho sus embajadas a los Pontífices Romanos, a quien más este negocio tocaba, para que congregasen Concilio universal, a efecto de dar salida a una cosa tan deseada, y tan dedicada al servicio y honra de Dios y de su iglesia, se curaban tan poco de ello, y ni le daban la mano para proseguirla, ni solicitaban a los Pontífices para acabarla. Entre otros a quien dio parte de su queja fue al Rey Luys santo de Francia, poco antes que falleciese en la guerra y campo que tuvo sobre la ciudad de Túnez en África, cuya santidad de vida y celo Cristianísimo era por aquel tiempo muy celebrado (según en el libro XV habemos hecho mención de su vida y muerte) a este pues envió Paleologo embajada formada, rogándole, con encarecimiento, no dejase de favorecer esta su empresa, y reducción de la iglesia Griega, la cual pues tan felizmente había comenzado a tratarse por el Pontífice Clemente IV y por su muerte paraba el negocio que en todo caso exhortasen al nuevo Pontífice para que lo pasase adelante. Que de cobrar esta oveja perdida se serviría más nuestro Señor que de ir a buscar las que no son suyas. Por donde el buen Rey percibiendo las palabras que eran muy santas, y creyendo que la intención de Paleologo conformaba con ellas, envió luego su embajador a los Cardenales, que por la sede vacante, y distensiones que había entre ellos, sobre la nueva elección, estaban por la mayor parte retirados en la ciudad de Viterbo a una jornada de Roma, rogándoles no perdiesen la oportunidad grande que se les ofrecía para el aumento de la universal iglesia con la reducción de la Griega, siendo el mismo Emperador de Grecia el que sobre ello tanto les solicitaba. Y así acabó con ellos que pasarían este negocio adelante por haberle ya felizmente comenzado el Papa Clemente por cuya muerte había parado. Para este efecto eligieron con mucha digencia personas muy doctas y de santa y moderada vida, las cuales reconociendo de nuevo las memorias y diligencias por Clemente hechas, y los términos a que había llegado este negocio: después de estar muy bien instruidos de todo, fueron por el sacro colegio enviados a Constantinopla al Emperador, para que en presencia de ellos, así por él, como por todos los prelados de la Grecia, se hiciese público y solemne acto de la profesión de la fé, conforme a la minuta o fórmula que en escrito había dejado trazada el mismo Pontífice, según que arriba se ha referido. Pues como luego después de partidos estos fuese electo Pontífice Gregorio X, volvió a convocar el Concilio para la misma ciudad de Leon, del cual hablamos. Y así viendo la mucha constancia de Paleologo que en estos negocios mostraba, entendió en procurar muy de veras se hiciesen treguas por algunos años entre Philipo y Carlos Rey de Nápoles y Sicilia, con el Emperador Paleologo, las que él tanto deseaba, por echar fuera el armada y ejército de Sicilia, que andaba ya por el Archipiélago, y comenzaba a poner en estrecho las tierras del Imperio. De manera que pudo tanto la exhortación y persuasión del Papa Gregorio con Philipo y Carlos, que mandaron retirar su ejército y armada de Grecia por tiempo de un año. Entendido esto por Paleologo, con la seguridad de las treguas llevó adelante su entretenimiento: y envió cuatro embajadores de los más principales señores de la Grecia, personas de muy gran cuenta y autoridad, al Concilio de Leon, donde congregados ya todos los llamados por el Pontífice, comenzaba a celebrarse. Llegados estos fueron muy principalmente recibidos del Papa y Cardenales, y de todo el Concilio. Y luego uno de ellos, así en nombre del Emperador, como de Andronico su hijo y sucesor del Imperio, como de XXVI iglesias Metropolitanas Arzobispales sujetas al Patriarca de Constantinopla, con infinitas otras sufraganeas catedrales, y de todo el orden y estado Eclesiástico de la Grecia, abjuró públicamente en medio de todo el Concilio, la Cisma (Schisma), palabra por palabra, conforme a la fórmula escrita que el Papa Clemente ya antes les envió, de esta manera.
Yo Gregorio Acropolita, y gran Logotheta, embaxador de nuestro señor el Emperador de la Grecia, Miguel Angeli Príncipe de Commini Paleologo, teniendo poderes suyos suficientes para esto, abjuro todo Schisma, y la suscrita verdad de la fé según que cumplidamente se ha leído, fielmente reconozco, y confieso en nombre del dicho nuestro Emperador y señor, ser la verdadera santa católica y recta fé, y por tal la acepto, y de corazón y boca la profeso: según que verdadera y fielmente la tiene, enseña y profesa la sacro santa yglesia Romana. Así prometo que el dicho Emperador inviolablemente la guardará, y que en ningún tiempo se apartará: ni en modo ninguno declinará, ni discrepará de ella. También, según en la dicha escritura se contiene, en nombre suyo y mío, y de las iglesias de la Grecia confieso, reconozco, y acepto por supremo de todos el Primado de la sacrosanta iglesia Romana, para mayor obediencia de ella, y que el dicho señor nuestro observará todo lo dicho, así en lo que toca a la verdad de la fé, como en reconocer por supremo al primado de la iglesia Romana, y que hará siempre bueno este su reconocimiento, aceptación, y observancia perseverando en ello, y jurándolo corporalmente en su alma y la mía lo prometo y confirmo. Así Dios a él y a mí ayude, y estos santos Evangelios. Añadió el embajador, a lo profesado, el pío y grande ánimo que el Emperador su señor tenía, para que acabada la reducción de la iglesia Griega, se entendiese en la conquista de la tierra santa de Hierusalé: para lo cual ofrecía de valer con todo su poder y fuerzas del Imperio, siempre que por los Príncipes, o Reyes de la iglesia Latina fuese comenzada la empresa. Oída la pública profesión hecha por los embajadores de Paleologo, juntamente con la larga y magnífica promesa para la conquista de la tierra santa, fue por el Papa y todo el Concilio muy alabada y bien recibida esta embajada. A esta sazón ya después de hecha la abjuración, hizo su entrada en la ciudad de Leon y en el Concilio nuestro Rey, como está dicho. Mas porque se entienda lo que adelante pasó acerca del Concilio, con las engañosas máquinas de que usó Paleologo para hacer su hecho, sin que se efectuase cosa de lo que había prometido, contaremos en el capítulo siguiente el sucesso y fin infelice de la comenzada reducción de los Griegos.





Capítulo VI. De la abiuracion personal que hizo Paleologo, y de las excesivas demandas que propuso, y que por no poderlas cumplir el Concilio se salió de lo prometido, y de la abjuración hecha por los Tártaros.


Después de haber hecho los embajadores de Paleologo la abjuración y profesión de la fé arriba puesta, tuvo su primera sesión el Concilio. Y se determinó en ella, que no bastaba la profesión hecha por los embajadores para asegurar al sacro Concilio del verdadero propósito y ánimo del Emperador Paleologo que por eso requerían que el mismo Emperador y su hijo y sucesor Andronico, la hiciesen de nuevo por si mismos, y de su propia boca la profesase. De lo cual avisado Paleologo, vino bien en ello, por llevar más su disimulación adelante, y gozar de las treguas hechas con sus enemigos. Y así no en el Concilio, como algunos autores dicen (porque nunca vino a él ni estaba tan confirmado en el imperio, que osase apartarse de él) sino en Constantinopla públicamente, y en presencia de los embajadores que sobre esto le envió el Papa, y de los prelados Griegos, hizo la abjuración con aquellas mismas palabras que su embajador la había hecho en el Concilio, y también confirmó la promesa por él hecha para la empresa de la tierra santa. Como después abjurasen los prelados con todo el estado Eclesiástico, solo el Patriarca de Constantinopla no quiso abjurar: puesto que se dice por algunos, que abjuró después. Hecha por el Emperador y los demás la abjuración, con el cumplimiento que dicho habemos, luego envió a proponer ante el Papa y Concilio una muy terrible demanda y requerimiento, con expreso protesto que si no se lo otorgaban y ofrecían de mandar tener y cumplir, haría lo contrario de lo que había abjurado y prometido. El cual fue que antes que se acabasen las treguas que tenía firmadas por un año con Philippo, y Balduino su hijo, y con Carlos Rey de Sicilia, se obligase el Papa a recabarle perpetua y universal paz con los dichos, y con todos los Príncipes Cristianos de la iglesia Latina, a fin que con toda libertad gozase de su imperio, y pudiese acabar los dos negocios tan importantes que había prometido de la reducción de la iglesia Griega, y conquista de la tierra santa: donde no, que se apartaba de todo. Como el Papa oyó esta demanda, in pleno Concilio, la cual era imposible cumplir: porque ya antes lo había procurado de alcanzar, y aunque en los demás Príncipes Cristianos se hallaba facilidad, pero en Philipo y Balduino, no había remedio de acabarse conoció el inicuo y doblado ánimo de Paleologo, y descubrió su dañado intento y fingida religión, que no tiraba a otro que atar las manos a sus enemigos para más establecerse en el imperio y permanecer en su tiranía. Y así con la proteruia y renitencia del Patriarca de Constantinopla, y falsedad del Emperador volvió la tierra y nación Griega a su antiguo ingenio y naturaleza, revocando todas las promesas y sumisiones que en el Concilio ante el Papa, y en Constantinopla con su Emperador y prelados había hecho. De donde envuelta de nuevo en los errores de su inueterada malicia, y en los torpísimos (turpissimos) vicios de la concupiscencia, permitió Dios que con el tiempo se acabase de perder, juntamente con la estirpe y prosapia de los Paleologos, y con ellos el imperio de la Grecia entrase so el impío yugo, y cruel servidumbre de los pérfidos Mahometicos, debajo de la cual vemos, siglos ha, que vive miserablemente. Por este tiempo antes que el Concilio se concluyese, vinieron a él algunos principales hombres de la Tartaria. Los cuales delante del Pontífice, y de todos los padres del sacro Concilio de parte de su nación y suya abjuraron sus errores en la forma que se les dio y profesaron la verdadera fé Cristiana, y con gran contento y alegría de todos recibieron el agua del santo bautismo (baptismo).




Capítulo VII. Como se trató en el Concilio con el Rey sobre la conquista de Jerusalén, y lo que ofreció para ella, y como se confesó con el Papa, y de la penitencia que le dio, y por qué no quiso coronarlo Rey.


Volviendo pues a nuestra historia, como el Rey hubiese llegado al Concilio, antes que la mala intención y ánimo de Paleologo fuese descubierto, y se tratase de la conquista de la tierra santa, y guerra contra Turcos que se habían apoderado de ella, por las grandes ofertas que Paleologo hacía para proseguirla, y también el Emperador de los Tártaros, como sus embajadores que allí estaban y se bautizaron lo ofrecían: también el Rey por su parte prometió de estar a punto y en orden siempre que fuese llamado para seguir la empresa: como aquel que ya antes la había emprendido, y puesto por obra por si solo, si la tormenta (como está dicho) no se lo estorbara. Pues como sobre ello fuese consultado del Pontífice, dio en ello su parecer y consejo tal, que a todos pareció muy sano, y bueno, y añadió a lo dicho, que así viejo como era, no faltaría con su persona de acompañar al Pontífice, yendo personalmente a la conquista y le seguría con buen ejército. Y no yendo su Santidad enviaría mil caballos escogidísimos para la jornada, pagados por todo el tiempo que durase la guerra. Asimismo pues Dios le había puesto en parte donde pudiese gozar de tan deseada oportunidad, dijo determinaba confesar sus pecados al mismo pontífice por alcanzar su bendición y absolución generalísima. Pues como hincado de rodillas se hubiese confesado y fuese por el Pontífice plenísimamente absuelto, diole en señal de penitencia, dos cosas. La una que se apartase de lo malo, la otra que siguiese lo bueno, y en esto perseverase. Finalmente tratando ya de su partida, pidió al Pontífice que pues él no había hecho menos servicios a la sede Apostólica que todos sus antepasados, antes bien procurado con su vida y persona el aumento de la religión Cristiana, habiendo conquistado tres Reynos de Moros e introducido la fé de Cristo en ellos, le hiciese favor de darle las insignias y corona Real por sus sagradas manos. Respondió el Pontífice que las daría de muy buena gana, con que primero saliese de la obligación que por semejante negocio tenía puesta sobre sus Reynos, confirmando de nuevo el tributo que por el Rey don Pedro su padre les fue impuesto, cuando fue coronado Rey en Roma por el Pontífice Innocencio su predecesor, y ante todo pagase el tributo corrido de muchos años, que no se había pagado. Diciendo que era cosa muy indigna de la magnanimidad y conciencia de un tan alto Príncipe como él, defraudar de su derecho, y deuda a la santa sede Apostólica, que tan liberalmente honró a su padre con las insignias de majestad Real. Mas el Rey como esperase mayores gracias y retribución del Pontífice, por sus servicios hechos a la sede Apostólica (como arriba se ha dicho) y viese que sin tener cuenta con ellos aun le pedían el tributo de su padre: determinó más presto desistir de la demanda, que disminuir en nada la inmunidad y franqueza de sus Reynos. Solamente rogó al Pontífice por la libertad de don Enrique hermano del Rey de Castilla, a quien Carlos Rey de Nápoles y Sicilia tenía preso por negocios del mismo Pontífice, el cual prometió que lo haría.




Capítulo VIII. Como se despidió el Rey del Papa y volvió a Perpiñan, y de lo que pasó con el Vizconde de Cardona y de la guerra que el Príncipe movió contra don Fernán Sánchez su hermano, y otros.


Pasados XXII días después que el Rey entró en Leon y asistió en el Concilio sin concluir cosa alguna de las que trató, se despidió con mucha gracia del Papa y Cardenales y los demás de todo el Concilio, y haciendo particular agradecimiento al senado y pueblo de Leon por el magnífico y regalado servicio que le hicieron, se volvió a Perpiñan: donde de nuevo mandó notificar al Vizconde de Cardona, que por lo ya antes determinado le entregase la principal fortaleza de Cardona, dentro de cierto término donde no, entendiese que se la tomaría por fuerza de armas. Como entendieron esto los señores y barones de Cataluña, se congregaron en la villa de Solsona. Y porque el negocio era común y no menos tocaba a cada uno de ellos que al Vizconde, respondieron al edicto del Rey, que no solo al Vizconde pero a todos los señores y Barones de Cataluña tocaba defender la fortaleza de Cardona, que por eso le rogaban todos juntos tuviese por bien de no hacer esta fuerza, ni abusar de la tan probada y conocida fidelidad del Vizconde, y de todos ellos, para con su real persona. Entonces el Rey se vino a Barcelona a donde hizo publicar guerra contra el Vizconde y sus secuaces, con apellido que el Vizconde receptaba y defendía en sus propios lugares a Beltrán Canelian que había cometido un gravísimo crimen lesae magestatis, por haber muerto a Rodrigo de Castellet justicia de Aragón, sin tener cuenta con aquella poco menos que real dignidad del Reyno. Y así para mejor perseguir al Vizconde el Rey se pasó a la villa de Terraça, a donde luego fueron con él don Berenguer Almenara Vicario del Maestre del Hospital, y Mauniolio Castelauli, los cuales le rogaron que prorrogase el día del Plazo al Vizconde y los demás. Lo cual hizo el Rey de buena gana por contentarles. Pero como pasado el último término no compareciese ninguno, sino que iban alargando la venida de día en día, hasta que concertasen con don Fernán Sánchez hijo del Rey de rebelarse todos a un tiempo: entonces el Príncipe don Pedro movió guerra manifiesta contra todos los barones de Cataluña, y contra su hermano, que se había hecho cabeza y caudillo de ellos. Puesto que por entonces fue necesario disimular con ellos, por la nueva ocasión que se ofreció de la ida para Navarra, por la nueva que tuvo de la muerte de don Enrique Rey de ella.


Capítulo IX. De la muerte de don Enrique Rey de Navarra, y lo que se siguió de ella, y como fue el Príncipe don Pedro allá y de la plática que tuvo con los principales hombres de Navarra.


Tuvo el Rey nueva estando en Terraça como don Enrique Rey de Navarra era muerto y que a lo último de su vida, hizo testamento por el cual dejaba heredera del Reyno a doña Iuana única hija suya de edad de dos años la cual hubo de la hija de Roberto Conde de Artues (Artois) hermano del Rey Luys de Francia: y acabó con los Navarros la jurasen por sucesora. De manera que muerto don Enrique, como hubiese contienda entre los Navarros, los unos pedían que a doña Juana por su menor edad la encomendasen al Rey de Castilla, otros que la llevasen a Francia al Rey Felipe su tío: los más que se entregase al Rey de Aragón para que por tiempo casase con su nieto sucesor en los Reynos de la corona: y con esto se cumplirían las obligaciones del prohijamiento hechas por el Rey don Sancho, y el Reyno quedaría defendido, como hasta allí lo había sido siempre por los Aragoneses. Estando en esto la Reyna viuda, considerando que de estas contiendas se le podía seguir algún daño a su hija, determinó pasarse con ella en Francia a entretenerse con el Rey su tío. Por donde estando juntados los Navarros en la villa llamada la Puente de la Reyna, para tratar sobre el asiento y quietud de las cosas del Reyno, que estaba con la muerte del Rey, e ida de la Reyna con su hija alterado, vino el Príncipe don Pedro a Tarazona con buena parte de su ejército, y de allí envió sus embajadores a los congregados para notificarles, como venía por el Rey su padre a pedir el derecho del Reyno, que por la adopción y prohijamiento del Rey don Sancho hecho de consentimiento de todo el Reyno le pertenecía, sin otros más derechos que por los pactos y condiciones tratados entre el mismo Rey su padre y la Reyna doña Margarita mujer de Tibaldo y madre de Enrico se le había recrecido: y mucho más porque todas las veces que el Rey de Castilla hacía entradas en Navarra con fin de echar a doña Margarita y a Theobaldo del Reyno, acudiendo con su persona y ejército los defendía: en tanto que por valerles a ellos se olvidaba de su yerno el Rey de Castilla y lo echaba a punta de lanza de toda Navarra. También porque en estas defensas el Rey había gastado de su hacienda hasta sesenta mil marcos de plata: pero que ninguna otra cosa les pedía, sino que doña Juana hija del Rey Enrique casase con don Alonso su hijo y nieto del Rey que había de heredar todos sus Reynos.


Capítulo X. De la respuesta que dieron los Navarros al Príncipe don Pedro: y de la conjuración de don Sancho con otros de Aragón y Cataluña.


Oída la demanda del Príncipe don Pedro por los Navarros, habido acuerdo sobre ello, respondieron harto tibiamente, que ellos trabajarían cuanto en si fuese, casase doña Juana con don Alonso nieto del Rey. Y que si por ser ella tan niña, no podían doblar a ello la voluntad de su madre por haberse puesto debajo la potestad del Rey de Francia, a cuyo amparo madre e hija se habían recogido, procurarían casase con una sobrina del Rey Enrrico. Más adelante prometieron que por los gastos hechos en la defensa del Reyno le pagarían los sesenta mil marcos, y que más de treinta principales barones de Navarra, además de los procuradores y síndicos de las villas y ciudades reales se obligarían a cumplir lo sobredicho. Los cuales pactos y promesas fueron vanas y de ninguna fuerza, por la industria del Rey Philipo a quien luego la Reyna entregó las principales fortalezas de Navarra, y fue puesta en ellas buena guarnición de gente y armas, y también la niña sucesora antes de tiempo casada con el hijo del mismo Rey Philipo, y poco a poco vino de esta manera a apoderarse de todo el Reyno de Navarra. Sabido esto por don Pedro, le pareció disimular por entonces, y no hacer sentimiento de ello, antes agradeció mucho a los Navarros su buena voluntad y bien compuesta respuesta. Y teniendo aviso que los negocios de Cataluña se iban de cada día gastando, partió con prisa para salir al encuentro a la conjuración de don Sánchez su hermano con muchos otros contra el Rey y él, porque se conjuraron con él en Aragón casi todos los nobles, con muchos aficionados suyos que tenía en el pueblo: a quien también se allegaron los que en vida del Príncipe don Alonso le siguieron por estar todos estos mal no con el Rey, sino con don Pedro. Finalmente se rebelaron el Vizconde con la mayor parte de los Barones de los dos Reynos, a quien era muy pesado el nuevo dominio de don Pedro, y también la demasiada codicia del Rey, por enriquecerle y engrandecerle. Y porque (como todos decían) mostraba querer juntar con la corona real todas las villas, tierras, y estados de los señores y barones de los Reynos, de donde procedía el estar todos tan unidos y confederados en sus conjuraciones.




Capítulo XI. Que don Pedro fue sobre las tierras de don Sánchez y como los señores de Cataluña se apartaron del Rey, y que el Conde de Ampurias saqueó y quemó la villa de Figueres, y el Rey otorgó treguas para tratar de concierto.


No le espantaron a don Pedro las conjuraciones de Aragón y Cathaluña, y así para comenzar a dar por las cabezas determinó de ir con ejército formado a conquistar ciertas villas fuertes de don Sánchez las cuales con el ayuda y favor de don Pedro Cornel suegro de don Sánchez, que con sobrada afición seguía la parcialidad de su yerno, se pusieron en defensa. En este tiempo el Vizconde con don Vgo Conde de Ampurias, y casi todos los señores y barones de Cataluña se apartaron del servicio del Rey, y osaron conforme a la costumbre de la tierra, desafiarle. Pero al Rey, a quien no faltaba el servicio y favor de las ciudades y villas con todo el pueblo, y secreto socorro de algunos señores, además de su ejército bien fiel y formado, no se le daba mucho de ello. Con todo eso procuraba de venir a honestos partidos por excusarse de proceder con todo rigor contra ellos, como aquel que no ignoraba los inconvenientes y desatientos que de semejantes discordias suelen seguirse en los Reynos. Pero todavía perseveraron ellos en su mal propósito y dañada intención. Y como fuese mucho mayor la ira y rencor de los Catalanes contra don Pedro que contra su padre, después que el Conde de Ampurias acabó de fortificar su villa y fortaleza de Castellon junto a Ampurias y de tenerla muy bien avituallada y guarnecida de gente y armas, tomó algunas compañías de infantería y fuese para la villa de Figueres pueblo mediano de buen asiento a media jornada de Girona, el cual el Príncipe don Pedro preciaba mucho y era todo su regalo y recreación: y así para más ensancharlo y ennoblecerlo, había hecho venir gente de otras partes a vivir en él, concediéndoles muchas más libertades y franquezas que a ningún otro pueblo de Cataluña. Llegó pues el Conde con su gente y cercando el pueblo de improviso le entró y no hallando resistencia lo saqueó, y asoló la fortaleza hasta los cimientos, y no contento de eso le taló los campos. Finalmente dando lugar a la gente para que se fuese, mandó quemar todas las casas sin dejar una en toda la villa. Esto hizo el Conde con tanta celeridad y presteza, que con llegar ya el Rey a Girona, no fue a tiempo de poder defender la villa, ni para coger al Conde, porque luego con toda su gente se recogió en Castelló. Entre tanto que el Rey estaba en Girona, también Pedro Berga principal barón de Cataluña, de la manera que los otros, le envió sus cartas de desafío, y otros barones hicieron lo mismo. Porque, o lo desafiaron, o se apartaron de servirle, y así llegó Cataluña a estar toda en armas, con alborotos y confusión de toda la tierra. Lo mismo era en Aragón, y el mal iba poco a poco tomando fuerzas de cada día. Entendido esto por el Rey, se partió para Barcelona, donde el Obispo juntamente con el gran Maestre de Vcles, que allí se hallaba, viendo puesto el Reyno en tanta confusión y aparejo de perderse, se pusieron muy de propósito a entender en remediarlo, procurando de atraer a los señores y barones a nuevo trato en que todas las diferencias y pretensiones de ambas partes se dejasen al juicio y determinación de los Prelados, y de algunos barones menos apasionados para que juntamente las juzgasen con ellos. Le pareció esto al Rey bien, y dio comisión al Comendador de Montalbán, y a Vgon Mataplana Arcidiano de Vrgel, que en su nombre otorgasen treguas por tiempo de diez días al Vizconde y a Berga con sus secuaces, porque se entendiese en tratar de concierto.




Capítulo XII. Como en Aragón se rebelaron muchos de los señores y barones, y el Rey concibió ira mortal contra don Fernán Sánchez su hijo, el cual con otros enviaron a desafiar al Rey y de lo que respondió.


En tanto que en Barcelona se entendía en lo del concierto, llegaron al Rey cartas de Zaragoza con aviso que las cosas de Aragón llevaban el mismo camino que las de Cataluña: y que la tierra estaba toda en armas y parcialidades. Porque don Fernán Sánchez su hijo había juntado gente de guerra con muchos señores y barones que le hacían espaldas y favorecían su empresa. Y que su apellido ya no era por solo defender su persona de las manos de don Pedro su hermano, sino por ofenderle y perseguirle muy de veras: y que con esta querella se allegaban a él muchos que también se quejaban del Rey y le llamaban cruel y quebrantador de fueros y leyes, que no cumplía con ninguno lo que prometía. Sintió muy mucho el Rey ser notado e infamado de esto, y mucho más que su propio hijo fuese cabeza y receptador de los infamadores. Y así desde aquel punto que entendió tal, acabó de agotar de su pecho todo el amor paternal que le tenía como a hijo, y en su lugar le hinchió de muy justa ira y terrible odio y aborrecimiento. Por esto determinó de ser presto en Aragón, y convocar cortes para satisfacer en ellas con buenas razones a las quejas que de él había, antes de venir a las manos con los suyos. Pero como el término de las treguas se acabase, y se había de dar audiencia al Vizconde con los barones, fue necesario detenerse, y cometer a don Pedro las fuese a tener por él: y que se celebrasen dentro de los límites de Aragón, para que le pudiesen obligar a estar a juicio conforme a los fueros. De manera que el mismo día que se acababan las treguas otorgadas al Vizconde, despachó sus patentes y poderes para que don Pedro tuviese las cortes (la historia no dice dónde) y todas las quejas de don Fernán Sánchez y de los otros resolviese y echasen a un cabo los convocados, teniendo el Rey fin de pasar por lo que ellos ordenasen, solo que los Reynos se apaciguasen. Mas los negocios sucedieron muy al revés de lo que el Rey pensaba, porque don Fernán Sánchez con sus secuaces, se recelaban de cada día tanto de don Pedro (por lo cual tanto más determinaban perseguirle) que por esta causa se concertaron en enviar al Rey un gentil hombre Provenzal llamado Ramon Andres, para que en nombre de don Sancho, de Ferrench, Iordan, Pina, don Ximen de Vrrea, don Artal de Luna, y don Pedro Cornel principales señores de Aragón, propusiese ante él las quejas y agravios particulares que de él y de don Pedro tenían: y que en haber hecho la proposición, en nombre de todos se despidiese y apartase de su obediencia y mando. Pues como Ramon Andres despachado por todos llegase a Barcelona ante el Rey, y dada audiencia, públicamente en presencia de muchos declarase todas estas querellas, y concluyese con que si no le daba cumplida satisfacción de ellas, luego en nombre de sus principales se apartaría de él y de su obediencia y mando. Respondió el Rey muy cuerda y mansamente, que él nunca se apartaría de lo justo y razonable, puesto que podría fácilmente y con mucha razón, las quejas que de él tenían atribuirlas a cada uno de ellos. Mas como la principal de ellas era, porque él y don Pedro se encaraban contra la persona de don Fernán Sánchez al cual todos seguían, supiesen que no era sin justa causa, por la mucha culpa que don Fernán Sánchez en esto tenía. La cual había de cada día con nuevas ocasiones aumentado en tanta manera, que no solo le había incitado a muy justo y perpetuo odio contra él: pero aun a su hermano había provocado a mayor enemistad, por lo que en muchas maneras como enemigo mortal contra los dos había intentado. Por tanto les decía que en sus quejas, o estuviesen al juicio y deliberación de los Prelados y buenos hombres del Reyno, o por fuerza de armas se averiguasen todas sus diferencias: porque estaba tan aparejado para lo uno como para lo otro, y que en ninguna manera faltaría a si mismo. Como oyó esto Ramon, y no se le dio lugar para replicar, volvió a Zaragoza e hizo cumplida relación a Fernán Sánchez y a los demás, de todo lo que había pasado con el Rey.




Capítulo XIII. Como los de la parcialidad del Vizconde vinieron a pedir perdón al Rey, y que nombrase árbitros para sus diferencias, y los nombró, y como por la venida del Rey don Alonso celebró la fiesta de Navidad solemnísimamente.


En este medio que andaban las cosas del Rey y Reynos tan turbadas, el Obispo de Barcelona y el Maestre de Vcles (como arriba dijimos) procuraban por todas vías, en que antes que las cosas de Cataluña se revolviesen con las de Aragón y se doblasen los males, se concertase el Vizconde con el Rey, y se atajasen las diferencias. Y como el Rey partiese de Barcelona para Tarragona a recibir al Rey don Alonso su yerno con la Reyna su hija, que ya estaban en Villafranca de Panades a medio camino, don Ramon de Cardona, y Berenguer Puiguert con otros Barones de la parcialidad del Vizconde, vinieron al Rey a pedirle perdón con mucha humildad, y le rogaron muy de veras que nombrase jueces árbitros que juzgasen las diferencias de ambas partes. Agradó al Rey su demanda, y por que conociesen su benignidad y sana intención, y también el deseo que tenía de contentarles, les nombró por jueces árbitros al Arzobispo de Tarragona, y a los Obispos de Barcelona y Girona y al Abad de Fontfreda, con sus amigos y parientes de ellos don Ramon de Moncada, Pedro Verga, Ianfrido Rocaberti, y Pedro Cheralt, y así pasó adelante su camino. Y como le pidiesen del tiempo y lugar para juzgar de esto, respondió que en el mes de Março por quaresma, y asignó el lugar en Lérida, a donde por solo este negocio mandó convocar cortes, para que en presencia del Príncipe don Pedro se pronunciase la sentencia. De esta manera se quietaron por entonces las cosas de Cataluña: proveyendo nuestro Señor en que quando más se encendían las cosas de Aragón se apagasen y quietasen las de Cataluña, como lo merecían las buenas intenciones del Rey. El cual por la venida del Rey don Alonso y la Reyna su hija a Barcelona, celebró la fiesta de Navidad con mayor solemnidad que nunca, porque esta con la Pascua de Resurrección, y día de Santiago celebraba con muy grande regocijo y Christiandad: saliendo en público de púrpura y brocado, haciendo mercedes junto con muchas limosnas, asistiendo con mucha devoción a los oficios divinos, y convidando a comer a los Prelados y grandes del Reyno, donde quiera que se hallaba: sin eso mandaba adereçar y henchir los aparadores y mesas de riquísimas vajillas (baxillas) de oro y plata, y tener abiertas las puertas de palacio, y de sus recámaras para que entrase todo el pueblo con sus invenciones y fiestas, y todos se alegrasen y regocijasen con ver el rostro y tan graciosa presencia de su Rey y señor. El cual se comunicaba también con mucha afabilidad y humanidad con todos: por lo que entendía que no había cosa que tanto se ganase y conservase la voluntad y ánimo de los súbditos, como ver y contemplar la alegre cara y presencia de su Rey.




Capítulo XIV. Pone las causas de la venida del Rey don Alonso de Castilla, a verse con el Papa en la Guiayna.


Como el Rey y toda su corte estuviesen admirados de la repentina y tan improvisa venida de don Alonso Rey de Castilla con la Reyna su mujer, y deseasen mucho saber las causas de ella, y el Rey se las pidiese: serviría de respuesta, la breve relación que aquí haremos de lo que antes pasó para bien entenderlas. Y porque son varias y dignas de saber, no será fuera del caso el referirlas aquí con toda brevedad. Muerto el Emperador Federico, y convocados los electores del Imperio para hacer primero la elección de Rey de Romanos, viniendo a dividirse los votos en dos partes, la una que eligió a Richardo Conde de Cornubia y hermano del Rey Enrrico III de Inglaterra, procuró luego coronarle en la ciudad de Aquisgran donde se acostumbra recibir la primera corona del Imperio. La otra parte eligió a don Alonso X Rey de Castilla que también era descendiente de los duques de Sueuia. Por donde teniéndose cada uno de los elogios por verdadero Rey de Romanos, alegando sus causas y razones para ello: como a esta sazón muriese Richardo, todos los electores excepto el Rey de Bohemia volvieron a juntarse, y sin consultar, ni dar parte de lo que determinaban hacer, a don Alonso, eligieron a Rodolfo Conde de Aspurch, hombre de gran suerte y merecedor del Imperio: al cual luego coronaron en Aquisgran. Como entendió esto don Alonso, envió sus embajadores a Roma para requerir al Papa y Cardenales diesen por nula la elección de Rodolfo, y confirmasen la suya que fue primera. Y como en este medio se hubiese convocado el Concilio para Leon de Francia, por las causas al principio de este libro referidas, y el Papa Gregorio X, que le convocó viniese a él, envió nuevos embajadores para solicitar la misma causa. Entonces el Pontífice que estaba muy bien informado por las dos partes, después de haber muy bien consultado los mayores letrados de Italia y con los Cardenales y Prelados del Concilio, pronunció que la elección de Rodolfo, que últimamente se hizo de común voto de todos o de la mayor parte de los electores, no se podía anular ni invalidar, por haber sido legítima y canónicamente hecha, y por eso se había de preferir a la primera elección, como dudosa y litigiosa. Por lo cual volviéndose los embajadores de don Alonso con esta sentencia, luego el mismo Pontífice envió tras ellos por embajador a Fredulo Prior de Lunel, para que en todo caso procurase de sacar al Rey don Alonso de la pretensión del Imperio, y que apartándose de ella le ofreciese la décima parte de las rentas Eclesiásticas de Castilla por tiempo de tres años para ayuda de la guerra de Granada. Pero don Alonso no mirando que la sentencia del sumo Pontífice y de los Cardenales se había dado con tanto acuerdo y consejo, respondió harto flojamente, que tenía por buena la sentencia del Pontífice, pero que en ella no se había tenido cuenta con su honra, determinando una cosa de tanto peso con tanta facilidad y brevedad, y que sobre esto se vería muy presto con su Santedad en Mompeller, o en otro pueblo de la Proença. Con esta sola palabra que entendió el Papa de don Alonso, sin más consultar con él, aprobó con la autoridad del Concilio que para ello interpuso, la elección de Rodolfo, y la confirmó, y envió la bula áurea de esta confirmación a Alemaña al electo, y electores del Imperio. Esta tan prompta y repentina sentencia y determinación del Pontífice, sin haber sido de nuevo llamado ni oído sintió tan de veras don Alonso, y tomó tan recio, que aunque se le había pasado la ocasión por no haber acudido con tiempo para decir y alegar: determinó ir en persona a verse con el Pontífice, pareciéndole que con la presencia negociaría mejor, y que con su mucha ciencia (porque fue doctísimo en todo) espantaría al Concilio, y revocarían la sentencia dada contra él. Y así prosiguió su viaje, sin dejar bien asentadas las cosas de sus Reynos, ni apaciguados los grandes y Barones, por las diferencias que ellos entre si, y todos contra él tenían: ni tampoco dejando orden para las necesidades de la guerra, teniéndose ya por muy cierta la pasada de Abenjuceff Miramamolin Rey de Marruecos con mayor ejército que nunca se vio sobre el Andalucía (como en el siguiente libro se contará) pareciéndole que pus dexaua a don Fernando su hijo el mayor, aunque muy mozo, por general gobernador de sus Reynos quedaba todo a buen recaudo. Y con esto se puso en camino con la Reyna y don Manuel su hermano, y los demás Infantes pequeños: y así llegó de paso a verse con el Rey en Barcelona con quien pasó lo que hasta aquí se ha dicho.


Capítulo XV. De la muerte y sepultura de fray Ramon de Peñafort, y de su gran doctrina y santidad de vida.


Estando los dos Reyes en Barcelona, acaeció que el día de la Epiphania del Señor, murió fray Ramon de Peñafort tercer maestro general de la orden de santo Domingo. Este fue varón de tan grande ser, que no hubo en aquella era otro de mayor erudición y doctrina, ni de más entera santidad de vida y religión. El cual siendo de nación Catalan, y perirísimo en ambos derechos y Theologia, llegó a tanto su autoridad y favor con los sumos Pontífices de su tiempo que fue confesor del Papa Gregorio IX, también doctísimo, y fue por el hecho sumo Penitenciario. Por cuyo mandado emprendió la recopilación del libro y orden de las Decretales, que son el verdadero directorio y gobierno de la iglesia de Dios: y que no solo fue valentísimo defensor de la libertad Cristiana contra los judíos que en su tiempo la impugnaban y ponían en disputa: pero también perseguidor acérrimo de los herejes que en el mismo tiempo se levantaron por toda la Guiayna y parte de la España. De este confesaba el Rey que siguiendo su consejo y parecer, siempre le sucedieron bien sus empresas, y se libró de muchos inconvenientes y peligros, por los muchos avisos, con advertimientos y secretos que le descubría para la salud de su persona y ejército. Finalmente fue tan santo en la vida, que partido de ella para la gloria fue muy esclarecido en milagros. Tanto que a instancia de dos Concilios Tarraconenses, se pidió a los sumos Pontífices, que atentos sus milagros fuese canonizado por santo. Lo cual puesto que no se alcanzó, o por ventura se dilató para otra ocasión: es cierto que en nuestros tiempos Paulo III Pontífice en el año 1542, concedió a los frailes Dominicos de la Provincia de Aragón, viue vocis oraculo, que le venerasen con solemne ritu de santo, De suerte que se hallaron en sus obsequias Reyes y Príncipes con muchos señores de título y Prelados y pueblo infinito que concurrió a ellas.


Capítulo XVI. Que no siendo el Rey parte para estorbarlo, pasó don Alonso a verse con el Papa, y de cuan mal despachado se partió de él, y de lo que hizo vuelto a Toledo.


Hechas las obsequias de fran Ramón de Peñafort luego entendió el Rey don Alonso en despedirse del Rey para proseguir su camino a verse con el Pontífice en la Guiayna, de lo cual procuró mucho el Rey divertirle y estorbárselo, porque entendidas las causas de su empresa con las razones frívolas que alegaba para más abonarlas, todavía le parecía muy superfluo llegar a tratar más de ello con el Papa, por haber ya con todo el Concilio declarado contra él, y dada por nula su pretensión y demanda: y así quedó el Rey muy sentido de esto, y de que en tiempos de tantas revoluciones y alborotos como en Castilla había, y ser tan cierta la venida del Miramamolin con infinito ejército quedase tan desamparada. Pues como todavía insistiese el Rey en divertir a don Alonso de su viaje con muy buenas razones, poniéndole delante estos y mayores inconvenientes que se podrían seguir ausentándose de sus Reynos, y ningunas aprovechasen: porque él siempre abundaba de réplicas, y más razones por salir con la suya, le dejó ir a toda su voluntad, y envió a mandar a todos los pueblos por donde había de pasar hasta Mompeller, se le hiciese toda fiesta y recogimiento que a su propia persona, y aunque quiso detener en Barcelona a la Reyna doña Violante su hija no lo pudo acabar con él: que la quería llevar consigo hasta Leon: puesto que de paso la dejó en Perpiñan, como luego diremos. Causaron todos estos despropósitos el ingenio y terrible condición de don Alonso, que fue siempre en sus deliberaciones muy precipitado, y pertinaz en proseguirlas por hallarse más sobrado de ciencias que de consideración y asiento para el gobierno de sus Reynos. Y así no queriendo regirse por los avisos y consejos del Rey, porfió de pasar a tratar con el Papa, del cual no alcanzó cosa de cuantas le pidió, y dio mucho que decir de si a las gentes. De manera que partido de Barcelona llegó a Perpiñan donde le pareció dejar a la Reyna con sus hijos, y a don Manuel con ellos. De allí envió un embajador por notificar al Papa su llegada a la Guiayna, que le suplicaba mandase señalarle lugar y jornada donde pudiese besar el pie a su Santidad y haber audiencia para sus negocios: le fue respondido que le aguardase en la villa de Belcayre de la misma Guiayna y que en saber era llegado a ella sería luego con él. Con esto se partió luego don Alonso, y pasando por Narbona, fue allí por mandado del Papa por el Arzobispo espléndidamente aposentado. El cual acompañó con mucha gente de lustre hasta Belcayre, no lejos de Aviñón, y luego fue el Pontífice con él, a quien don Alonso besó el pie, y fue recibido de él con muy gran fiesta y alegría. Se detuvo allí don Alonso casi dos meses, sin que pudiese con sus razones doblar al Pontífice para revocar cosa de lo hecho y pronunciado cerca lo del Imperio. Y sin duda que debía don Alonso tomar aquello por pasatiempo, y gustar mucho de no tener más de un negocio, y que le sobrase ocio para entender en su ejercicio, y ordinario estudio de Astrología. Y aun es de creer que el Papa gustaría mucho de tan docta conversación pues se detuvo con él allí el tiempo que dicho habemos, hasta que le fue forzado volver al Concilio. Lo cual como entendió don Alonso, se resolvió en perdirle cuatro cosas. La primera que el Ducado de Sueuia, que por la muerte del Emperador Conrradino le pertenecía de derecho, y se lo había ocupado Rodolfo el electo competidor suyo, le fuese restituido. La segunda, que el derecho que tenía al Reyno de Navarra, que se lo había usurpado el Rey Philipo de Francia, reteniendo cabe si a doña Juana hija del Rey Enrique, y jurada Reyna, se le estableciese. La tercera, que don Enrique su hermano a quien el Rey Carlos de Sicilia tenía preso, fuese puesto en libertad. La postrera, que una gran suma de dinero que le debía el mismo Rey Carlos se la hiciese pagar. De todo lo propuesto, como de cosas que no tocaban al Pontífice, ni tenía porque poner mano en ellas, tuvo mal despacho don Alonso. De suerte que entendida con buenas razones la negativa del Pontífice, se despidió, y partió muy desabrido de él. Vuelto a Perpiñan se vino con la Reyna y sus hijos a Barcelona, donde se detuvo poco y se volvió para Castilla. Mas luego que entró en Toledo volvió a usar de las mismas insignias y sello de Emperador, o Rey de Romanos, que acostumbro después de ser electo, y con el mismo título Imperial también mandó divulgar todos los edictos, decretos, y fueros que hacía. De donde han pensado algunos, que de ahí le cupo a la ciudad y Reyno de Toledo tener por blasón y armas un Emperador con su corona y cetro Imperial, por haber sido uno de sus Reyes electo Rey de Romanos. Puesto que lo más cierto es que don Alonso VIII abuelo de este, dio estas armas a Toledo para significar que fue siempre esta ciudad el solio principal de los Reyes de España, y así fue llamada Imperial. Finalmente no contento don Alonso con esto de tratarse como Rey de Romanos, escribió a los Príncipes de Alemaña e Italia sus amigos, como determinaba de pasar adelante su demanda y derecho al Imperio, y que había de salir con ella. Como supo esto el Pontífice escribió al Arzobispo de Sevilla acabase con don Alonso dejase de gloriarse de cosas tan indignas de su autoridad y persona: y que si le complacía en esto, le concedería otra vez la décima de las rentas Ecclesiasticas de Castilla para la misma guerra de Granada por seis años. Con esta concesión cesó don Alonso entonces de proseguir su demanda y negocios del Imperio.




Capítulo XVII. Como se intimó al Rey la sentencia de Roma dada en favor de doña Teresa, y se apeló de ella, y de lo que por mandato del Papa dio a ella y a sus hijos.


Por este tiempo que ya el Rey entraba en años, pasando de los sesenta, y se hacía pesado para seguir las empresas, deseando dejar sus Reynos pacíficos, por heredar al Príncipe don Pedro, al cual amaba tanto que por él aborrecía a los demás hijos, determinó a solo él con el Infante don Iayme hijos de doña Violante, declarar por sus hijos legítimos y de legítimo matrimonio procreados, excluyendo a todos los otros y dándolos por bastardos e inhábiles para heredar. Y así se entendió luego, que por hacer esto bueno dejaría de condescender con la pretensión de doña Teresa Vidaure, de quien hemos hablado. La cual como poco antes hubiese alcanzado de la sede Apostólica sentencia en favor, con declaración que muerta doña Violante, casase el Rey con ella, tuvieron ánimo sus hijos don Iayme y don Pedro de hacerla intimar públicamente al Rey en la ciudad de Barcelona: lo cual no dejó de sentir mucho el Rey, y habido consejo sobre ello, determinó por justas y necesarias causas que concernían a la quietud y pacificación de sus Reynos, de apelarse de la sentencia, y suplicar de ella al sumo Pontífice. Por cuanto declarando por legítimos a los hijos de doña Theresa, se podía claramente seguir cruelísima discordia, y de ahí perniciosísima guerra de hermanos contra hermanos para total destrucción y pérdida de todos sus Reynos y señoríos: por haber de dar, a causa de esto, en bandos y parcialidades, y volver por cabezas a dividirse los Reynos, y apartarse de la unión y corona real. Y mucho más porque habiendo ya sido admitido y jurado Príncipe y sucesor en los Reynos don Pedro, y estar tan apoderado de ellos, había porque recelar de su valor y grandeza de ánimo, no dejaría de defender muy bien su parte, y morir, o hacer morir cualquier de sus hermanos que en su tan pacífica y confirmada posesión le tocase, y que ser esta razón, aunque universal, muy sana, y eficacísima, por evitar grandes y muy evidentes males, prevalecía a las demás en contrario, estando las cosas en los términos que estaban: y por esto se había de seguir, y tomar como de dos males el menor por mejor: pues a doña Teresa y a sus hijos les dejaba competente estado para vivir como señores. De manera que el Rey, o porque en conciencia supiese que doña Teresa no estaba tan adelante en su pretensión y derechos, como ella pensaba, interpuesta la apelación, difirió el negocio. Además que por las mismas razones le pareció no tener cuenta con el testamento que hizo antes en Mompeller, después de muerta doña Violante, por el cual declaraba ser legítimos los hijos de doña Teresa, pues a ellos y a ella por mandato del Pontífice, que también consideró los inconvenientes arriba dichos, había ya hecho donación de las baronías de Xerica en el Reyno de Valencia, y la de Ayerbe en el de Aragón, con otras villas y castillos, como en el siguiente libro se dirá. En lo demás solo contentó a doña Teresa, en que de allí delante, ni se casó más el Rey con otra mujer, puesto que se le ofrecían Princesas para ello, ni estorbó el respeto y honra que todos a doña Teresa hacían como a Reyna, y a los hijos acogió siempre en su familiaridad y jornadas de guerra.




Capítulo XVIII. Como el Vizconde y los de su parcialidad vinieron a las cortes de Lérida, y de lo que pasó en ellas, y que don Pedro fue con ejército contra don Fernán Sánchez.


Llegado el término de la cuaresma mediado Marzo, para cuando prometió el Rey a los del Vizconde que tendría cortes en Lérida para los dos Reynos, vinieron a ellas el Arzobispo de Tarragona, con los Obispos de Girona, Zaragoza, y Barcelona con muchos otros señores y barones de los dos Reynos, y los síndicos de las ciudades de Zaragoza, Calatayud, Huesca, Teruel, y Daroca. Llegó también el Rey con don Pedro a Lérida, y se aposentaron en la fortaleza de la ciudad. Los postreros de todos fueron el Vizconde de Cardona, y los Condes de Ampurias y de Pallàs, y don Fernán Sánchez, don Artal de Luna, don Pedro Cornel, y otros sus allegados. Los cuales llegando cerca de la ciudad, no quisieron entrar en ella, por no tenerse por seguros, y temerse del Rey y de don Pedro: por esto se recogieron en una aldea de Lérida llamada Corbin: ni fiaron del Rey, aunque les daba por salvo conducto su palabra. Enviaron estos sus embajadores a las cortes ya comenzadas, a Guillè Castelaulio, y a Guillen Rajadel, para que de parte y en nombre de todos requiriesen al Rey, que ante todas cosas, restituyese a don Fernán Sánchez su hijo todas las villas y castillos que don Pedro le había tomado por fuerza de armas. A lo cual satisfizo el Rey, tratándolos de alevosos y quebrantadores de fé, pues prometiendo él y humanándose a querer tratar por vía de compromiso todas las diferencias hubiesen debajo de esta fé desafiado a don Pedro, y tomadole ciertas villas suyas, las cuales tenía don Fernán Sánchez, y no se las restituía. Por donde declarando los árbitros de las Cortes, no ser legítima, ni conforme a derecho, la excepción puesta por los embajadores, y estos reclamando de la declaración, y juntamente apelando para cualquier otro juez superior, comenzaron a despedirse las cortes, y don Pedro se fue de la ciudad con buena parte del ejército, porque halló que don Fernán Sánchez rompió primero las treguas entre ellos hechas, perjudicando a sus vasallos, sin haberlas querido tener por firmes. De manera que despidiendo ya el Rey a los convocados, en nombre suyo y de don Pedro hizo avisar al Vizconde que las treguas hechas con él y los suyos de allí adelante las tuviese por deshechas. Y entendiendo muy de cierto que de don Fernán Sánchez nacía todo el daño que se le hacía, y era la causa de la rebelión del Vizconde y de los demás para no cumplir lo que le prometían, mandó a don Pedro que se metiese dentro de Aragón con el ejército, e hiciese guerra a fuego y a sangre a don Fernán Sánchez con todos sus amigos y valedores. Ordenó que Pedro Iordan de Pina con parte del ejército se pusiese en los confines de los dos Reynos, para acudir a cualquier necesidad y revuelta que de ambas partes se ofreciese: y él se quedó en Lérida, y luego envió a rogar a los concejos de las villas, y a los señores y barones que no habían entrado en la parcialidad de don Fernán Sánchez ni del Vizconde, le acudiesen con la gente a cada uno asignada para cierto día, porque determinaba hacer toda guerra contra los arriba dichos con los demás rebeldes.




Capítulo XIX. De lo que dijeron al Rey los buenos hombres de Lérida por estorbar la guerra contra don Fernán Sánchez y de los avisos que el Rey envió a don Pedro.


No faltaron algunos buenos y desapasionados hombres de Lérida, que viendo al Rey tan indignado y puesto en arruinar la persona de don Fernán Sánchez su propio hijo, movidos de un celo bueno, procuraron con vivas razones divertirle de tan cruel propósito: poniéndole al delante, que para el beneficio y conservación de los Reynos, y para que ellos tuviesen el respeto debido a los Reyes, era necesario más presto aumentar el número de los hijos, y dilatar la real estirpe y generación suya, que no disminuirla. Y que estando los hijos entre si diferentes, su propio oficio de padre era reconciliarlos y pacificarlos. Porque si el padre es el que los divide, y con tan horrible ejemplo siembra discordias entre ellos, qué harán los hermanos entre si, sino concebir común odio contra el padre? Qué hará aquella mala simiente, muerto el padre, sino producir entre los hermanos una miserable mies de cizaña? Por esto le suplicaban dejase de ser no menos cruel contra si mismo que contra sus hijos, enviándolos a ser verdugos los unos de los otros, y que la clemencia con que siempre había tratado con los extraños, usase ahora con los suyos: para que de este buen ejemplo de concordia naciese la universal paz para todos sus vasallos. Mas como el Rey tuviese el pecho muy llagado, y se le representasen de cada hora las justas causas que para perseguir a don Fernán Sánchez tenía, aprovecharon poco las buenas razones de los de Lérida: antes envió a mandar a don Pedro que lo persiguiese, y a las villas y castillos de sus amigos y valedores los saquease y asolase del todo, y a ninguno perdonase la vida: mas que llevase esta guerra con tanta celeridad y presteza, discurriendo de una en otra parte de manera que en el cerco de las villas y fortalezas no se detuviese mucho en un lugar, no pareciese que esperaba, sino que burlaba al enemigo. También le encargó que mandase luego por horas a doña María Ferrench madre de don Lope Ferrench uno de los mayores amigos de don Fernán Sánchez que se recogiese a Zaragoza, y su villa de Magallón la secuestrase en manos del Tesorero general del Reyno. También envió patentes con su sello y mano firmadas a las ciudades y villas de Aragón, mandando que a don Pedro le acudiesen con gente, armas y vituallas como a su propia persona: ni se puede encarecer con cuanto cuidado y solicitud procuraba pasase adelante esta guerra por vengarse de don Fernán Sánchez más que de todos los otros rebeldes.


Capítulo XX. Como don Pedro fue contra don Fernán Sánchez, y le cogió y mandó ahogar en el río Cinca, y del gran contento que el Rey tuvo de esta nueva, y causas para tenerla.


No se vio jamás de ningún capitán saliendo a dar batalla a los enemigos que tan animosamente exhortase a sus soldados por la victoria, cuanto el Rey y común padre animó en esta guerra al hijo contra el hijo y hermano. Puesto que había necesidad de pocas espuelas para don Pedro, que deseaba tintarse en la sangre de don Fernán Sánchez: y así fue que saliendo a visitar ciertos castillos suyos don Fernán Sánchez para poner en ellos gente de guarnición y armas, por defenderlos de don Pedro, teniendo nueva que venía con ejército formado contra sus tierras, y fuese avisado don Pedro de esta salida, y que venía al castillo de Antillon hacia el término de Monzón, hizo una emboscada de cien caballos ligeros por donde había de pasar don Fernán Sánchez: el cual de paso dio en mano de ellos, y se escapó a uña de caballo, metiéndose en otro castillo suyo llamado de Pomar: adonde llegó luego don Pedro con su gente y puso cerco sobre él, tomando todas las entradas y salidas: para luego ese otro día dar asalto y cogerle allí. Y así desconfiado don Fernán Sánchez de poderse defender (según lo cuenta Asclot) no habiendo lugar para escaparse: determinó por no venir a manos de don Pedro, salirse del castillo disfrazado. Y pa esto dijo a su escudero, ven acá, ármate con mis armas, y lleva mi divisa y caballo, y échate por medio del ejército como que huyes, y defiéndete cuanto pudieres, hasta que yo vestido como pastor pase por medio de ellos, y los burle. El escudero hizo lo que su señor le mandó, y en asomar fue luego cogido por los de don Pedro, y visto no ser él, fue compelido por tormentos a descubrir do quedaba su señor, del cual dijo le seguía a pie en hábito de pastor. Luego fueron en seguimiento de él, y descubierto fue preso y traido a don Pedro: el cual no le quiso ver: sino que preciando más de incurrir en fama de cruel, que no de piadoso con un tan impío y público enemigo suyo y de su común padre, de presto mandó cubrirle el rostro, y meterle dentro de un saco y echarle en el río Cinca, aguardando hasta que fuese ahogado. Sabido esto luego se rindieron todas sus villas y castillos a don Pedro. Pues como llegase la nueva de esta infeliz muerte al Rey, no se pudiera creer, si él mismo no lo relatara en su historia, como no solo no se dolió de ella, pero que se holgó y regocijó tanto, que con la grande ira que le tenía quedó naturaleza vencida, y el amor paternal con la impiedad y rebelión del hijo contra el Padre, del todo sobrepujado del odio su contrario. Quedó un hijo de don Fernán Sánchez y de doña Aldonça de Vrrea pequeño, llamado don Felipe Fernández, que después cobró todas las villas y lugares con toda la demás hacienda que fue del padre, del cual descienden la Ilustre familia de los Castros, que tomaron la denominación de la casa de Castro que hoy poseen en Aragón.

Capítulo XXI. Que sabida la muerte de don Fernán Sánchez el Vizconde y los suyos desafiaron al Rey, el cual fue sobre ellos, y los sojuzgó, y perdonó, y cómo juraron al Príncipe don Alonso nieto del Rey.


Venido el Rey, ya cortada una de las dos cabezas de la rebelión, se dio grande prisa por cortar la otra que era el Vizconde con el Conde de Ampurias. Estos fueron los que viendo lo sucedido en don Fernán Sánchez, de nuevo desafiaron al Rey públicamente. El cual tomando parte del ejército de don Pedro que le quedaba en Aragón, con la gente que el Infante don Iayme había hecho en el condado de Lampurdan y se entretenían en el cerco puesto sobre la Rocha villa muy fuerte del Conde de Ampurias, fue a juntarse con él, y comenzó a talar los campos y saquear las tierras del Condado. De donde fue a Perpiñan por más armas: y al tiempo que salía de él para dar sobre el Condado, le llegaron las compañías de infantería que había mandado hacer en Barcelona. Con estas puso cerco sobre la villa de Calbuz, a la cual mandó dar asalto, y aunque con algún daño de los suyos, a la postre fue tomada, y no solo saqueada pero también asolada del todo: por corresponder a lo que el Conde hizo en Figueras. De ahí a poco llegando de Barcelona el otro tercio del ejército con las galeras, puso cerco por mar sobre la fortaleza de Roda, que hoy llaman Rosas, puerto famosísimo que estaba muy fortificado de gente, y por estarse el Conde a la mira de lo que el Rey haría, se había retirado en otra villa suya llamada Castellón, que tenía muy bien proueyda de gente y armas para semejantes necesidades: a donde también se retiraron el Vizconde y Berga. Como fue de esto avisado el Rey, mandó alzar el cerco de Rosas, y marchar con todo el ejército para Castelló. Lo cual entendido por el Conde y Vizconde viendo cuan a las veras tomaba el Rey esta guerra, y que no pararía hasta cogerlos, por ejecutar su ira en ellos mejor que contra don Fernán Sánchez: tuvieron su acuerdo y determinaron de no provocarle a mayor ira contra si mismos. Pues había llegado a tal extremo que a su propio hijo no había perdonado: y siendo la culpa igual, la pena y castigo contra ellos como extraños sería doblada. Por donde de común parecer se vinieron todos a Rosas muy pacíficos antes que el Rey levantase el cerco. Y como tuviesen muy conocida su natural benignidad y Clemencia para con los que voluntariamente, y con humildad se le rendían, mayormente cuando se hacía libremente y sin condición alguna, se atrevieron a entrar en forma de paz por la tienda del Rey, y se le echaron a los pies, entregándosele a toda merced suya. Solo le rogaron que mandase convocar cortes en Lérida para Catalanes y Aragoneses, y se tratase de asentar de una todas cuantas diferencias había entre ellos, y que lo determinado por las Cortes fuese sentencia definitiva, sin más réplica, ni facultad de apelar de ella. Esto pareció bien al Rey, y las mandó luego publicar para la fiesta de todos Santos siguiente. Admirable magnanimidad con invencible paciencia de Rey: pues ni por mucho que los grandes y barones sus vasallos, con palabras falsas le burlaron, ni por lo que tomando armas contra él, y revolviéndole sus Reynos le ofendieron: ni por haberle obligado a poner su persona en trabajo y peligro de guerra para perseguirlos: no por eso quiso, cuando muy bien pudo, prenderlos y castigarlos: sino que preció más hacerles guerra con la razón y derecho, y con esto sojuzgarlos: de arte que los trajo poco a poco a su voluntad. Porque llegado el plazo de las cortes, hallando en ellas congregados al Vizconde y conde con algunos Prelados de Cataluña, y algunos señores y Barones con los Síndicos de las ciudades y villas Reales de los dos Reynos, y también con los de Valencia que seguían con el ejército al Rey, vinieron a tratar de sus diferencias: y puesto que no se concertaron del todo en el asiento de ellas: pero en proponer el Rey que don Alonso su nieto hijo del Príncipe don Pedro fuese declarado por sucesor en los Reynos y señoríos del Rey (fuera lo asignado al infante don Iayme) le aceptaron y juraron todos sin discrepar ninguno con mucho aplauso y contentamiento.


Fin del libro XIX.



Libro décimo séptimo

Libro décimo séptimo.

Capítulo primero. Como no fueron parte los grandes rumores que andaban de la infinidad de los Moros para que el Rey dejase de salir contra ellos, y de lo que fue de ellos.

Mientras el Rey estaba en Valencia proveyéndose de armas y vituallas, y esperaba las compañías que había mandado hacer en Aragón y Cataluña para la guerra de Murcia: andaban de cada día divulgándose por el pueblo, grandes rumores de la innumerable muchedumbre, e infinidad de Moros que nuevamente habían pasado de África en el Andalucía, los cuales ajuntados con los que poco antes pasaron, se afirmaba que pasaban de doscientos mil hombres, y que su fin de ellos era entrarse por el Reyno de Murcia, y después ganar el de Valencia, no solo para quitarlo al Rey, y restituirlo a Zaen y a los suyos: pero aun de pasar más adelante y echar al Rey de los otros sus Reynos, y señoríos, y quedarse con todo lo de la corona. Pues como esto conformase con lo que poco antes se había entendido de África, de la conjuración que algunos Reyes de ella con los de Granada habían hecho contra el Rey de pura envidia (inuidia), por su grande valor y ventura, y que ya estaba dentro de España: no dejó esta nueva de distraer algo su Real ánimo, y ponerle en grande cuidado la empresa. Considerando como prudente, que de cuantas guerras había emprendido en su vida, ninguna se podía comparar con el riesgo y peligro de esta, ni que con más razón debiese temerla. Pues aunque en otro tiempo, como en la presa de Valencia tuvo muchos enemigos, fueron también muchos los que le favorecieron en ella. Lo que no era así en esta sazón: por no haberse hallado jamás con tan pocas fuerzas, ni con menor ejército que entonces: y este entre si dividido, para dudar con razón de salir a la pelea. Porque saliendo al encuentro a los Moros de África y Granada, y dejando atrás los de Valencia tan enemigos como los otros; cabía en razón el recelarse, que estando peleando con los delanteros, acudirían los de Valencia a tomarle en medio, para ser víctima y como sacrificio de los dos ejércitos. Mas aunque todo esto junto con los rumores, era muy digno de ponderar y temer: todavía fue tanta su magnanimidad y valor, que no por eso dejó de llevar su empresa adelante, y de salir al encuentro a sus enemigos, por no perder tan gloriosa ocasión como se le ofrecía, para que con la victoria de tanta infinidad de Moros, que la esperaba de la mano de Dios sobrepujase la gloria de todas sus victorias pasadas. Con esto se movió con mayor esfuerzo a proseguirla: tomando siempre la honra de Dios contra sus enemigos por más que propia. Y así fue cosa milagrosísima el desvanecimiento que se siguió en pocos días de esta infinidad de Morisma. Porque como vinieron sin general ni caudillo, sino como gente perdida y allegadiza, sin armas, sin tiendas, ni bagaje, y sin ningún orden ni aparato de guerra: sino a la fama de la riqueza de España: al cabo de días que anduvieron divagando por la Andalucía, sin hacer efecto alguno, mas de robar y saquear los pueblos para sustentarse: comenzaron poco a poco a volverse a África: así porque el Rey de Granada, viéndolos (como habemos dicho) tan inútiles y desarmados para la guerra no se quiso servir de ellos ni sustentarlos, ni pagarlos: como porque habían entendido que el Rey venía con gran poder por mar y tierra sobre ellos.


Capítulo II. Que el Rey partió de Valencia con su ejército la vuelta de Murcia, y redujo (reduzio) a Villena y otros lugares, a la obediencia del Rey de Castilla, y de sus hermanos.


Pues como el Rey, por los rumores del pueblo no dejase pasar adelante la conquista del Reyno de Murcia, dejó a Valencia muy fortificada con buena guarnición de gente por hacer rostro, y ser luego sobre cualquier villa o lugar que hiciese muestra de rebelión. Hecho esto envió ante si las vituallas y bagaje, y se partió con todo el ejército para Xatiua, donde tomó algunas compañías de a caballo, y dejando muy bien fortificados los dos castillos de la ciudad pasó a Biar: allí juntó su consejo de guerra y mandó llamar algunos capitanes pláticos de la tierra, proponiéndoles, si convendría ir primero a poner cerco sobre la ciudad de Murcia, porque tomada ella fácilmente se rendirían las demás tierras del Reyno: o sería mejor comenzar por los lugares y acabar en la ciudad. Todos o la mayor parte respondieron tenían por mejor, se conquistasen primero las villas y lugares del Reyno que estaban de esta parte de Villena, hacia Alicante y Orihuela por dejar las espaldas seguras: y que fuese última la ciudad. Con esto envió el Rey la mitad del ejército a la mano siniestra de la entrada del Reyno, y él tomó la diestra. Llegando a vista de Villena, envió un trompeta para que llegando a la puerta junto al muro, de su parte les dijese, como tenía entendido se habían rebelado contra don Manuel su señor hermano del Rey de Castilla: que si no volvían en si, y de nuevo se le entregaban con la tierra libremente, y sin condición alguna, les talaría los campos, y asolaría la villa. A esto respondieron, que ellos con la villa se entregarían a don Manuel con ciertas condiciones, si les prometía que don Manuel las aceptaría y pasaría por ellas. Prometiéndolo así el Rey, se entregaron a don Manuel, cuyo Alcayde y oficiales cobraron el gobierno de ella, con las condiciones que no se declaran en la historia. Siguiendo este ejemplo los de Elda se dieron al mismo: y con ellos los de Petrer, Nonpot, y Elche. De manera que en palabra del Rey todos volvieron a darse a sus señores. Entendiendo los demás del Reyno la benignidad y aseguramiento con que recibía el Rey a los que voluntariamente se le daban: se le entregó luego la gran torre llamada Calagorra, que estaba muy guarnecida de gente y armas, y muy avituallada. Esto se hizo antes que el ejército del Rey llegase a ella: porque era tanta su prudencia con la buena opinión y fama de valeroso, que atraía (atrabia) las gentes a si, y no menos con prudentes palabras que con poderosas fuerzas lo juzgaba todo. Luego envió para que estuviese en presidio y guardia de la torre al Obispo de Barcelona, por defenderla de los soldados no le talasen los campos ni los saqueasen a causa de tener fama de rica, y él se pasó a Orihuela que los antiguos llamaron Orcelis: a do llegó luego el Alcayde de Criuillen villa fortísima a decir al Rey, que no embargante, que estaba muy bien guarnecida de gente y armas, se la entregaría con sus dos fortalezas que dentro de ella había, solo que le enviase una compañía de soldados, y se la envió. De esta manera se dieron al Rey, y restituyeron a sus propios señores todas las villas y castillos del Reyno que estaban de esta parte de Villena la vuelta de Orihuela y Alicante. Y con lo que todas ellas dieron y proveyeron voluntariamente al campo de vituallas y municiones el Rey se puso a gesto de pasar más adelante en la conquista.




Capítulo III. Del aviso que al Rey dieron los Almugauares de los ochocientos jinetes, y gran acarreo de armas y vituallas que enviaban los de Granada a Murcia, y como salió a dar en ellos.


Saliendo el Rey de Orihuela para pasar con la gente de a caballo hacia la ciudad de Murcia le salieron al camino los Almugauares de a caballo de su guardia Real, a los cuales como muy pláticos y diestros en la guerra había enviado delante la vuelta de la ciudad, a reconocer la campaña, y hacer sus cabalgadas por aquellas villas y lugares que estaban entre la ciudad y Lorca también ciudad del Reyno, hacia el camino de Granada: y por entender de los cautivos que tomasen, la determinación y prevenciones que los enemigos hacían para defenderse de esta guerra. Pues como corrida la campaña de las dos ciudades, volviesen con alguna presa, dieron aviso al Rey, como no había veinte horas, cuando al anochecer habían descubierto desotra parte de Lorca, y visto pasar ochocientos jinetes, con dos mil infantes, que venían del Reyno de Granada, acompañando y en guardia de dos mil acémilas cargadas de todo género de armas y de diversas vituallas, que pasaban la vuelta de Murcia: y que serían la gente de guerra con los acemileros (azemileros) y bagaje, hasta seis mil personas a su parecer: pero que iban todos derramados sin ningún orden de guerra: y que como gente que no se temía de enemigos, ni en tal pensaba, sería fácil tomarlos de sobresalto con todo el bagaje y hacer de ellos una importantísima presa: mas esto había de ser hecho con mucha presteza saliéndoles el ejército al delante al paso que ya tenían bien reconocido y señalado dos Almugauares naturales de Lorca, que sabían muy bien las entradas y salidas de aquella tierra, y que habían tenido la lengua de los mismos del bagaje a donde iban, y lo que llevaban: de manera que se podría pelear con ellos con grande ventaja (auantage) de los nuestros. Esto era al tiempo que acababa de llegar y juntarse con el ejército del Rey, don Manuel y los caballeros del Temple, del Hospital y de Ucles, juntamente con los de don Alonso García capitán belicosísimo, al cual enviaba el Rey de Castilla para aquella jornada con una buena banda de caballos y compañías de infantería. Los cuales juntados con los del Rey hacían hasta mil y doscientos caballos, y XX mil infantes. Oyendo pues el Rey lo que los Almugauares decían de los 800 jinetes de Granada, con la demás gente y acémilas, bien instruido de todo mando que le siguiesen todos, sin decir para donde: mas de que se apercibiesen de lo necesario para partir luego por la mañana dos horas antes del día. Y así muy puestos en orden para pelear, llevando los Almugauares la vanguardia, pasaron el río Segura, para salir al camino de Lorca que va a Murcia: y al amanecer llegaron a una Aldea que estaba a la falda de un pequeño monte, no muy lejos de la ciudad donde estaban los sepulcros de los antiguos Reyes de Murcia. Allí mandó el Rey por consejo de los Almugauares hacer alto: porque era un atajo por donde habían de embocar para la ciudad los jinetes: y cuanto a lo primero prendieron toda la gente chicos y grandes del aldea, por que ninguno diese aviso de su llegada a la ciudad, ni a los jinetes. Y también quiso que el ejército reposase algún tanto, por la mala noche pasada: y llegados los bastimientos y bagaje, mandó refrescar a todos, estando los Almugauares puestos en centinela.




Capítulo IV. De la manera que el Rey ordenó su ejército para pelear, dando la vanguardia a sus hijos, y del razonamiento que les hizo para animarlos con todos los demás.


En este medio que los jinetes se iban allegando, que según el paso que traían tardarían aun tres horas, el Rey ordenó los escuadrones del ejército de esta forma. En el primer escuadrón puso a los dos Príncipes don Pedro y don Iayme sus hijos con la infantería y caballería de Aragón y Cataluña. El segundo escuadrón llevó don Manuel y don García con los maestres de caballeros de las órdenes y demás infantería de Castilla. La retaguardia tomó el Rey para su escuadrón con los Almugauares, reforzada con ciento y cincuenta hombres de armas, sin otros muchos caballos ligeros de aventureros que iban fuera del cuerpo del ejército en ala con sus lanzas y azagayas para tirar de lejos. A estos envió el Rey con el capitán Rocafull caballero nobilísimo de la ciudad de Orihuela, para descubrir el campo, y ceuar a los jinetes, y que luego trabasen la escaramuza, para desmarcharlos del bagaje y acémilas. Los cuales comenzaron assomar algo lejos por lo alto de un monte, por donde atravesaba el camino del atajo: y aunque de lejos, todavía porfiaba mucho el Maestre de Vcles que envistiesen, y cerrasen con ellos al descender del monte. Mas el Rey no lo permitió, hasta que toda la caballería de los enemigos llegase a lo llano: para que nuestros caballos diesen en los postreros y se pusiesen entre ellos y el monte, a fin de desviarlos de la gente de a pie y del bagaje: y porque los de a caballo y de a pie diesen en la infantería de ellos: pues a los jinetes él los entretendría con su caballería y Almugauares. Pero como el Rey no se temiese tanto de los enemigos que tenían delante, cuanto de los de la ciudad, sabiendo que había en ella mucha y muy escogida gente de a caballo, y se persuadía que en comenzando la batalla luego serían sobre su ejército en socorro de los jinetes: y ordenó su gente de arte, como si con los unos y con los otros hubiese de pelear juntamente: y por eso escogió para si la retaguardia. De manera que mientras los jinetes venían poco a poco reparándose por haber ya descubierto parte del ejército, y aparejándose para la batalla, salió el Rey del último escuadrón todo armado con su caballo encubertado, y dio la vuelta por el ejército que lo halló muy puesto en ordenanza: y después de haber muy bien exhortado a los capitanes y maestre de campo lo que tocaba a cada uno en su oficio, volvió la vanguardia que la regían los dos Príncipes sus hijos. A los cuales para más animar los dijo en voz alta y grave, se acordasen de qué padre eran hijos, al cual tenían presente y por capitán y compañero en la guerra, también por testigo de sus hazañas, que por ello tanto más levantasen los ojos al celestial y común padre de todos para hacerle infinitas gracias, porque de su soldadesca a su Majestad divina, no contra Cristianos, sino contra los impíos e infieles enemigos de su santísimo nombre: a quien si se encomendaban de todo corazón, les daría sin duda fuerzas para vencer, y a los enemigos para no poder resistir las quitaría. De allí vuelto a todos los soldados les mostró la presa de armas, caballos, y mil otros despojos riquísimos que vian venir delante los ojos a sus manos, que les ofrecía hacer la debida partición de todo entre ellos, si bien y animosamente peleasen. Porque no dudaba siendo ellos tan valerosos, y tan acostumbrados a vencer ejércitos de mucho mayor número, vencerían mucho mejor a este, siendo de pocos, aunque no por eso los habían de menospreciar, sino pelear como contra muchos.


Capítulo V. Como se dio la batalla contra los jinetes, y que huyeron con toda la infantería, y fue cogido el bagaje: y por qué no salieron los de Murcia en su socorro, y como el Rey se enamoró de doña Berenguera.


Hecho su razonamiento y vuelto a su puesto el Rey, dio señal de batalla, y en un punto arremetieron los de a caballo contra los jinetes que ya estaban a tiro de ballesta, y pasando adelante por los dos lados para tomarles las espaldas, y dividirlos de la infantería y bagaje, los cercaron por todas partes. Los cuales viéndose en tal estado con mucho temor, pensando eran los nuestros tres tantos de lo que parecían, hicieron un cuerpo de escuadrón todos juntos, y rompiendo por una ladera a los nuestros abrieron el camino para huir hacia donde vinieron. Lo cual visto por su gente de a pie, y que la nuestra comenzaba a embestir en ellos, siguieron a los de a caballo, desamparando las acémilas con todo el bagaje: porque pusieron toda su felicidad y victoria en salvar sus personas. Fueron de parecer el de Ucles y los Castellanos que se siguiese el alcance: mas el Rey no quiso, antes mandó tocar a recoger el campo: recelando siempre de los de la ciudad, no les acometiesen por las espaldas, o cayesen en alguna celada de más enemigos, siguiendo a los que huían: los cuales fueron a recogerse en una villa llamada Alhama que estaba cerca de una fortaleza donde había gente de guarnición del Rey de Granada, y que podían salir y dar sobre los nuestros y destrozarlos, yendo sin orden, esparcidos y puestos en saquear. También prohibió no se diesen a saco las acémilas y bagaje (vagage), sino que viniese todo a su mano. Y así luego distribuyó, y repartió entre todos, cuanto se halló de armas, tiendas, jaezes de caballos, aljubas, cueros, con otras muy ricas cosas, excepto las acémilas y vituallas, como cosas necesarias para común servicio y provisión del campo: de lo cual quedaron todos muy contentos. Asimismo estuvieron muy maravillados, no sabiendo la causa porque no salieron los de la ciudad en socorro de los jinetes, viniendo en ayuda y favor de ellos: pues no era posible que ignorasen su venida, estando la ciudad casi a la vista de donde fue la batalla y que podrían sentir de ella el estruendo de las armas y atambores. Se supo de los cautivos del campo que los de la ciudad fueron avisados de la venida de los Granadinos, y de su tan buen socorro, para que saliesen a recibirlos. Pero no osaron salir los de ella, ni los gobernadores lo permitieron: porque era fama pública, y se tenía por muy averiguado, que los dos Reyes de Aragón y de Castilla estaban con sus ejércitos armados en campaña, y venía cada uno por su parte a cercar la ciudad: que era ardid de guerra, y concierto entre los dos campos, que el de Aragón comenzase la escaramuza con los de Granada, para que saliendo los de la ciudad a socorrerles, llegase el de Castilla, y hallándola desguarnecida la entrase y se apoderase de ella. No fue del todo vana la sospecha de los de Murcia, porque por este mismo tiempo el de Castilla vino a ver al Rey, dejando su campo sobre tierras de Granada, habiendo concertado que para cierto día se habían de ver en Alcaraz, no lejos de Murcia. Y así fue que el Rey don Alonso y la Reyna doña Violante con sus hijos los príncipes de Castilla vinieron a Alcaraz: donde trajo consigo la Reyna por su dama a doña Berenguera, hija de don Alonso señor de Molina y Mesa, moza hermosísima, y de muy suave y gracioso rostro, con otras mil perfecciones (perficiones) de su persona. El Rey que la vio, se enamoró extrañamente de ella, y ofreciéndole que por tiempo se casaría con ella pues era viudo, tuvo por algunos años conversación con ella: de lo cual no hay mucho que maravillarse, porque de tan continua, tan próspera, y venturosa guerra, súbitamente concurriese el generoso y valiente Marte con la hermosa y fecunda Venus (según es natural a los hombres después del trabajo, por beneficio de la generación, inclinarse a ella) Mayormente siendo la medianera y gran solicitadora naturaleza, a quien por su interesse y gloria tocaba producir y sacar muchos Iaymes al mundo: lo que no cupo en la ventura de doña Berenguera, porque nunca concibió del Rey su enamorado. De manera que después de haber tratado los dos Reyes sobre lo hacedero en la conquista de Murcia, y el nuestro haberse del todo encargado de ella, el de Castilla con la Reyna y sus hijos volvieron a su campo: y el Rey se vino a Orihuela a poner en orden algunas cosas para la conquista. Allí vinieron los de Villena, y le dijeron que pues por su orden y mandamiento se habían dado a don Manuel, se acordase de mandarles cumplir lo que les prometiera. Entonces el Rey, de consentimiento de don Manuel, puso gente de guarnición y armas en el castillo de Villena, y con esto se moderó el mal tratamiento que don Manuel les hacía. Partiendo de allí el Rey para Nonpot y Elche, les mandó se entregasen juntamente con los de la gran torre Calagorra, a don Manuel, y volviéndose a Orihuela, celebró la fiesta de Navidad muy solemne en ella.


Capítulo VI. Que el Rey fue a poner cerco sobre Murcia, y lo que le acaeció con el Adalid reconociendo la tierra, y de las escaramuzas de los Moros, y medios que tuvo para que se le entregase la ciudad.


Partió el Rey de Orihuela para Alicante, donde reforzó el ejército con las nuevas compañías que le llegaron de Aragón y Cataluña. Luego dio vuelta para Murcia a poner cerco sobre ella, y partido de Orihuela llegaron a legua y media de la ciudad. De allí partiendo a la media noche, iba el Rey delante de todo el ejército guiado por el adalid para descubrir el sitio, por hallar el lugar más cómodo y dispuesto donde asentar el Real. Porque era costumbre (según dice la historia Real) cuando querían dar batalla los Reyes que personalmente se hallaban en ella, ponerse en la retaguardia: y para poner el cerco, ir de los delanteros, a efecto de descubrir el sitio de la tierra. Pues como llegasen antes del día a un puesto, que al adalid le pareció cómodo, y por estar muy oscuro, no discerniesen si estaban cerca, o lejos de la ciudad: en siendo de día la descubrieron, y se hallaron tan juntos a ella, que apenas había un tiro de ballesta: tanto que pacía junto a ellos el ganado de la ciudad. Reconociendo esto el Rey, dijo al adalid. Por cierto que tú muestras ser bien ignorante de la tierra que pisas, pues para señalar el cerco me has traído casi a ponerme en manos, y a poder ser cercado de mis enemigos. Pero como quisieres, echado has el dado, el puesto se ha de mantener, no hay más volver el pie atrás. Luego mandó llegar allí todo el ejército, y asentar el Real en aquel mismo puesto: fortificándolo con tanta presteza, con muy buen palenque, y haciendo sus trincheras para ir poco a poco ganando tierra y apretando a los de la ciudad, que fue cosa de grande maravilla. Se espantaron mucho los de dentro, de que tan presto, sin ser sentidos los Cristianos hubiesen puesto el cerco sobre ellos, y que con tanta presteza se hubiesen fortificado. También mandó el Rey plantar luego las máquinas y trabucos, y asentarlos hacia lo más flaco del muro que descubrir se podía: como aquel que de las conquistas y cercos pasados sabía muy bien lo que en esto convenía hacer. Andando pues los nuestros preparándose para los asaltos, los de la ciudad comenzaron a salir a escaramuzar y dar sobresaltos a los del Real, fatigándolos con gran golpe de piedras, saetas, y azagayas, que como lluvia disparaban (desperauan) en ellos. Visto por el Rey este daño, y que se continuaban muy de veras mandó a los ballesteros de Tortosa, y honderos de Mallorca, gente en este ejercicio de armas destrísima, se pusiesen a un lado, como en celada, para que en saliendo los Moros, y como tenían costumbre, en haber hecho el daño luego a espuela hita volverse a la ciudad, les atajasen, los pasos con tomarles las espaldas antes de volverse: y así enviaron con ellos una banda de caballos para que con su ímpetu y arremetida los desbaratasen, y valiesen de muro a nuestros ballesteros: porque más a su lado diesen otras mejores rociadas de piedras y saetas a los mismos. De esta manera volviendo a salir los de la ciudad fueron también castigados, y su atrevimiento tan refrenado, que de un mes entero no osaron más trabar escaramuza con los nuestros. Tampoco estuvo en este medio ocioso el ejército, armando, y allegando poco a poco las máquinas y trabucos a la muralla: ni el Rey faltó un punto a lo que como gran capitán y fino guerrero debía hacer para compelir por fuerza, o atraer con industria a los de la ciudad, a que se inclinasen a entregársele. Y así por la mucha confianza que para salir con ello tuvo, no consintió que se talasen los campos, ni destruyesen la hermosura de las huertas de ella. Y aun entendió que por esta buena obra, se le habían ya aficionado muchos ciudadanos, y que se blasonaba mucho por la ciudad su magnanimidad y cortesanía. Con esta ocasión iba algo lento en los combates, enviando secretamente a la ciudad algunos Moros Valencianos de quien se fiaba, para que tratasen con algunos amigos que tenían dentro, se le diesen a partido, representándoles su grande benignidad y Real costumbre en el recibir y hacer mercedes a los que voluntariamente se le entregaban: y por lo contrario su rigor, severidad y aspereza con los que le despreciaban. Añadía a esto, como tomaría el Rey a su cargo el beneplácito de don Alonso su yerno, para todo cuanto él quisiese hacer en el concierto y concordia del con la ciudad, por mucho que hubiese amenazado de castigar a los principales de ellos: que les habría general perdón para todos por la rebelión, y él estaría siempre de por medio para hacer bueno todo cuanto les prometería, y para que volviesen en gracia de su Rey, y se quedasen con las mismas franquezas que antes. Además de esto que libraría a su ciudad de muy cruel saco, cual se les aparejaba. Porque con la gran fama que tenía de riquísima, señaladamente en sedas, decían los soldados que no a varas, sino a lanzas habían de medir el terciopelo. Como todo esto de unos en otros llegase a las orejas de algunos principales ciudadanos, y que así hablaba y disponía el Rey de su entrego, como si del todo estuviesen sin gente y armas para defender la ciudad, o sin ningunas vituallas, para haberse dar de dar por hambre, fue mayor el temor y recelo de ser entrados que de esto se les siguió. Mayormente viendo que el campo del Rey de cada día iba creciendo, y que ellos de cada hora perdían las esperanzas de más socorro, por estar el Rey de Granada muy escocido por la pérdida del socorro pasado, y de no haber salido los de la ciudad a valerle: y también de nuevo oprimido con el campo que sobre él tenía el Rey de Castilla por ser ya vueltos en África los Moros que vinieron para valerle, como dicho habemos. Por donde atendido todo esto por los de la ciudad, tuvieron consejo entre si con asistencia del Alcayde, o gobernador viejo, y determinaron de darse con los pactos y condiciones que el Rey les ofrecía.


Capítulo VII. Como la ciudad de Murcia se entregó al Rey, y entrado en ella dividió las casas entre los Moros y Cristianos, y de como tomaron los Moros esta división, y lo que se siguió.


Hecha por los ciudadanos la determinación de entregar la ciudad, lo primero fue echar de allí al gobernador que les había puesto el Rey de Granada y sus soldados, que eran menos que los de la ciudad, ni tenían a su mano la fortaleza. Con esto enviaron a decir al Rey, que para cierto día le abrirían las puertas, y le entregarían la ciudad. Como oyó esto el Rey mandó poner en orden cincuenta hombres de armas, con otros tantos caballos ligeros, y ciento y veinte ballesteros de Tortosa, para que luego entrasen en la ciudad, quedándose él afuera a la ribera del río Segura que pasa junto a la fortaleza, hasta que siendo dentro se hubiesen apoderado de todas las torres de la cerca, principalmente de la fortaleza, y puesto en él más alto torreón de ella su estandarte Real. Entendido esto por los ciudadanos dieron lugar para que entrase toda aquella gente que señaló el Rey: los cuales después de ocupadas las torres y fortaleza, alzaron en la más alta torre de ella el estandarte Real. Pues como le vio el Rey, alzó los ojos en alto, y dio sus acostumbradas gracias al criador del cielo y de la tierra por tan señalada victoria y presa de la ciudad: y luego con la mitad del ejército a banderas desplegadas se entró en ella, y fue con grande triunfo y regocijo recibido de los ciudadanos, y llevado con muchos juegos y danzas a aposentar en el palacio Real donde se lo tenían riquísimamente adreçado y prouehido de todo lo necesario para ser muy espléndidamente hospedado (ospedado): maravillándose extrañamente los Moros de ver la majestad y bellísima presencia del Rey, tan acompañada de humildad y buena gracia con todos. El siguiente día subió el Rey a la fortaleza, y la guarneció muy bien de gente y armas. De allí dio vuelta por toda la ciudad con el gobernador viejo, y otros cinco principales Moros: y vista, determinó dividirla en dos partes. La una que tomase dentro de si la fortaleza con la mezquita mayor de obra riquísima, que estaba más cercana al alojamiento del Real de fuera: teniendo fin de hacerla consagrar para iglesia: y que esta parte de ciudad la habitasen los Cristianos. La otra mitad dejó para los Moros, con otras diez mezquitas, quedando harto espacioso y cómodo lugar para habitar a los unos y a los otros. Mas los moros comenzaron a murmurar y quejarse del Rey, porque les quitaba la Mezquita mayor y más principal de todas. Entonces se enojó el Rey de manera, y con tanta cólera, que mandó entrase todo el ejército en la ciudad, y se pusiese en talle de saquearla. Temiéndose mucho de esto los Moros, pecho por tierra se pusieron ante el Rey suplicándole los perdonase, y que tomase la Mezquita con cuanto tenían solo que se cumpliese su mandamiento, porque en todo y por todo le querían obedecer y servir para siempre.


Capítulo VIII. Como los Obispos de Barcelona y Cartagena entraron con procesión (proceßion) en la ciudad y consagraron la Mezquita mayor en yglesia, y del repartimiento que se hizo de las casas y heredades.


Apaciguado el Rey con la humilde respuesta de los ciudadanos moros, llamó al Obispo de Carthagena para que consagrase la Mezquita, dedicándola al nombre de la santísima madre de Dios, a la cual (como hemos dicho) acostumbraba siempre a dedicar todas las iglesias y templos que en las tierras conquistadas de Moros mandaba edificar. Había ya entonces muchos Cristianos viejos mezclados con los Moros, que en todo el Obispado y distrito de Carthagena vivían Cristianamente de consentimiento de los Moros, y tenían su Obispo y clérigos con sus capillas para celebrar misas y administrar sacramentos, y oír la palabra de Dios. De manera que consagrada en iglesia la Mezquita, el Rey con los Obispos de Barcelona y Carthagena, y con cuantos sacerdotes se hallaron por el distrito, con los que seguían el campo, y ejército, salieron del Real en procesión con gran pompa, y como en triunfo de la Cruz que iba delante: cantando himnos en alabanza de Cristo nuestro señor y su bendita madre. De esta manera entraron en la Ciudad, y se fueron a la Mezquita ya templo consagrado: donde por la victoria y presa de la ciudad sin derramamiento de sangre, hicieron gracias a nuestro señor, y asentaron las cosas del culto divino, y también lo de la presidencia del Obispo de Carthagena en la misma iglesia. De allí vuelto el Rey para el ejército con rostro muy alegre y suave, alabó mucho a todos los soldados por sus buenos servicios y como a participantes de todas sus victorias les hizo grandes gracias con fin de remunerarles en su lugar y caso, recibiendo con mucha humanidad a cada uno de los Capitanes, Alfereces, Sargentos, y los demás oficiales del ejército, atribuyendo a la virtud y mano de ellos, haber ganado él, no uno o dos, sino tres Reynos tan poderosos. Las hizo mayores a los barones y señores de título, pues no solo con sus personas pero con sus vasallos y haciendas le habían también valido y servido en esta y las demás conquistas, que fueron don Pedro y don Iayme sus hijos, el gran Maestre de Vlces, Arnaldo Obispo de Barcelona, con el de Cartagena, don Pedro Vicario del Maestre del Hospital. Vgo Conde de Ampurias, don Ramon de Moncada, don Blasco de Alagon, don Iaufredo Conde de Rocaberti, don Guillen de Rocafull, y Carroz señor de Rebolledo, y otros, con los cuales el Rey se detuvo algunos días en la ciudad solazándose, y como verdadero señor de ella y conquistada por su mano, repartiendo entre sus capitanes y soldados Catalanes, y los Castellanos, que vinieron con el Maestre de Vcles, y don Alonso García, las casas, campos y heredades de la ciudad y su vega, señaladamente los de los Moros que se habían rebelado y pasado a los de Granada, con aquellos que prometieron quedar en guarnición y guardia de la ciudad y Reyno, y de mantener la religión Cristiana en él, donde de entonces acá se ha firmamente conservado. También visto por los Moros de Lorca y las demás villas del Reyno que estaban a la parte de Granada, como la ciudad de Murcia con todos los pueblos del Reyno hacia Valencia estaban ya rendidos, enviaron sus embajadores al Rey diciendo, que se rindieran con las condiciones y salvedades que los otros pueblos con las cuales fueron admitidos al general perdón que les había prometido.




Capítulo IX. Como entregó el Rey la ciudad y Reyno de Murcia al de Castilla, y de la gente que dejó en guardia, con la descripción de la ciudad y su campaña.


Puesta la ciudad en defensa con la gente de guarnición que quedaba en ella, poblando la mayor parte de Cristianos, y como dicho habemos, de muchos Catalanes: envió el Rey sus embajadores a don Alonso su yerno, haciéndole saber como le había ya cobrado por buena guerra la ciudad de Murcia, con veinte y ocho villas cercadas, las que se le habían rebelado. Las cuales con todo el resto del Reyno quedaban sojuzgadas, que estaba prompto para entregárselo todo junto: que enviase su presidente, o gobernador para recibirlo. Fue cierto este hecho insigne y memorable, y aun dignísimo de ser con perpetua y gloriosa memoria de este Rey muy celebrado. Que habiéndose rebelado a su Rey una tan potentísima ciudad y Reyno como este, y con el favor y ayuda de otro más potente como el de Granada, fortificado y defendido: que después de haberlo con su propia persona y ejército conquistado y cobrado de los Moros, restituirlo tan liberalmente a don Alonso su yerno: y como si ya antes se lo hubiera prometido en dote, sin ninguna recompensa de gastos consignárselo: no sé si de Alejandro Magno se hallara otra más liberal ni más en su lugar hecha magnificencia que esta. Porque decir (lo que algunos) que por los gastos que el Rey hizo en esta empresa, se le aplicaron muchos pueblos al Reyno de Valencia, esto es improbable, pues ni en la historia del Rey, ni en los Annales de otros escritores se halla haber sido hecha en tiempo de este Rey tal aplicación, ni desmembración (dismenbracion) de lugares. Y así queda entera la liberalidad y magnificencia del Rey para con el Rey su yerno, como está dicho. Finalmente habiendo nombrado el Rey de Castilla a don Alonso García por presidente del Reyno, se le entregó con la ciudad libremente todo, dejándole diez mil soldados Cristianos del ejército de Catalanes, (como lo afirma Montaner, y que hoy día se hallan linajes de Cataluña en ella) para que habitasen y defendiesen la ciudad y Reyno, distribuyendo alguna parte de ellos en Lorca y Cartagena, y otros pueblos, así para estar en defensa, por ser vecinos al Reyno de Granada, de donde se podían esperar de cada día correrías y rebatos: como para que se introdujese en él la religión Cristiana, y poco a poco (como ya lo vemos) se extirpase la mala secta de Mahoma. Según que a todo esto les obligaba el haberlos heredado de tan buen asiento de la ciudad, con tan fértil y deleitosa campaña. Porque donde el campo se riega, no solo abunda de pan, vino, aceite y otras mieses: pero de morales para la seda: mas es tan increíble la riqueza que por ella le entra a esta ciudad y Reyno, que muchos años con sola esta mercaduría se rehacen y proveen de todo lo necesario para la vida humana. Sin eso, los montes, o secanos, de ella, como es el campo de Carthagena su vecino hacia la marina, es tan lleno de esparto y palmas, y de tan fértil pasto para ganados, que tienen en él mucha parte de su estremadura los de Aragón y de Castilla: y en donde si llueve es incomparable su fertilidad de todo género de panes. Además que con la ciudad de Cartagena, y su tan nombrado puerto, con la ciudad de Lorca y las demás villas, y grandes aldeas del, está hecho un Reyno, próspero, rico y muy bastecido de toda cosa.




Capítulo X. Que el Rey vino a Orihuela, cuyo asiento y fertilidad de vega se describe, y como pasó a Valencia y de allí a Girona y concertó las diferencias que entre ciertos barones había.


Asentadas las cosas del Reyno de Murcia con el cumplimiento que está dicho, el Rey se vino para Orihuela ciudad última del Reyno de Valencia en los confines del Reyno de Murcia, la cual está poblada de gente noble y de buenos ingenios, y no menos hecha a las armas que cualquier otra de España, según que por su historia, y privilegios raros que por su gran fidelidad y valor alcanzó de sus Reyes se entiende muy a la clara. Es su campaña muy espaciosa y fértil, a causa de ser mucha parte de ella hecha a regarse y mucho más por las grandes avenidas de su río Segura: según que sale muchas veces de madre y como otro Nilo deja sus campos regados y estercolados: de do viene a ser la más abundante de pan de todo el Reyno: tanto que está en proverbio muy divulgado, Llueva, o no llueva, trigo hay en Orihuela. Pues como fuese tiempo de invierno, el Rey se detuvo allí algunos días holgándose mucho con aquel templado aire de la tierra y belleza de su vega. Llegada la primavera partió con todo el ejército para Alicante ciudad marítima, rica y bien poblada, por la mucha contratación de mercaduría y concurso de naves que en ella hay de todas partes y ser el cargador de las lanas de España para toda Italia y Sicilia, a causa de tener un puerto anchísimo y por su artificial muelle casi de todos vientos defendido. Allí hizo el Rey alarde y reseña del ejército: y pareciéndole que estaba muy próspero y lucido, y aparejado para seguir cualquier empresa, llamó a los capitanes y su consejo de guerra: a los cuales significó como su propósito era proseguir la guerra contra Moros, señaladamente contra los de Almería, por ayudar al Rey de Castilla su yerno que la tenía con ellos. Pero a esto se opusieron los grandes y principales Barones de los Reynos que le seguían, diciendo como no venían bien en su parecer: advirtiéndole como ni parecía bien, ni era cosa segura, andar tantos meses fuera de sus propios Reynos conquistando para otros los ajenos: mayormente ofreciéndosele negocios bien importantes y difíciles, dentro de los suyos que con sola su asistencia y presencia se podían asentar: entre otros por casar a don Iayme su hijo, que ya era tiempo, y era necesario se tratase y lo acabase de su mano. Además que por algunas diferencias que había de pueblos con pueblos en el distrito de Tortosa, era por ello muy necesaria su ida. Con esto dejando su gente de guarnición en Alicante y Villena, para acudir a los de Murcia, si tal necesidad ocurriese, se vino para Valencia con parte del ejército, y paseando por la ciudad se holgó extrañamente de verla cuan engrandecida y ensanchada estaba, y cuan adornada ya de muchos y muy bien labrados edificios de casas, y templos, con su alta fuerte y bien torreada cerca. Y viendo que para el buen gobierno de ella y del Reyno sucedían también los fueros, y privilegios por él hechos y otorgados, los confirmó de nuevo y exhortó mucho a los ciudadanos y barones a la buena observancia de ellos: mas luego se partió de allí para Barcelona. Porque a la verdad era tanta su diligencia, y continuo ejercicio, que hacía, que espanta el poco reposo que en cada parte tenía. Lo cual no le venía de inquieto, sino de muy cuidadoso y celoso del buen gobierno de sus Reynos, y de posponer a esto todos sus regocijos y pasatiempos: como se mostró bien a la experiencia, pues acabo de tan trabajosa conquista y desasosiegos, que padeció en Murcia, llegado a Valencia, como si fuera un yermo, apenas se quiso detener, ni regalar en ella (que bien pudiera) sino pasar luego adelante, por asentar las diferencias de Tortosa, como las asentó, porque con su afabilidad y Real presencia todo lo allanaba. De allí pasó a Barcelona, y porque entendió había otras diferencias en la Cerdaña se llegó a Girona, cabeza de aquel Condado y concertó al Conde de Ampurias con el Barón Ponce Guerao Torrella sobre un término de tierra que confrontaba con los dos estados, y cada uno le pretendía para si.




Capítulo XI. Del casamiento del Infante don Iayme, y del desafío de don Ferriz de Liçana, y venida de los embajadores del Emperador de los Tártaros, y lo que el Rey dijo sobre las dos embajadas.


Partió el Rey de Girona y llegó a Mompeller, donde entendió que el matrimonio que había procurado por medio del Gobernador Rocafull de doña Beatriz hija de Amadeo Conde de Saboya, para don Iayme su hijo, no se había efectuado: por la muerte de doña Beatriz, o por otras causas, y por eso trató de otro que fue de doña Esclaramunda hermana del Conde de Foix. Pues como los embajadores del Rey notificasen su voluntad al Conde y a su hermana, y fuesen de ello contentos, concluyose el matrimonio, y fue traída doña Esclaramunda muy acompañada de los suyos a Barcelona, donde con mucha solemnidad y fiestas celebró sus bodas el Infante don Iayme con ella: quedándose el Rey en Mompeller por negocios del estado. Los cuales concluidos se vino a Perpiñan villa (como hemos dicho) de las más principales de España, y ahora la más fuerte de toda ella, donde le aguardaba un criado de don Ferriz de Lizana, de los más principales Barones de Aragón, con una carta muy sellada, por la cual incitado por algunos malsines desafiaba al Rey a salir en campo con él, por ciertos agravios pretendía haber recibido del. El mismo día aconteció que entró en Perpiñan un embajador de los Tártaros muy acompañado de gente extraña. El cual venía al Rey de parte su señor, en suma, para rogarle que no rehusase de emprender la conquista de la tierra santa de Jerusalén (Hierusalem), que le ayudaría para ella con gente y armas, y todo lo demás, solo que se hallase presente con su persona, y fuese el general de esta empresa. Quedó el Rey muy maravillado de la embajada del Emperador Tártaro, y mucho más de la de don Ferriz de Lizana: por ver en un mismo día y lugar concurrir dos embajadas juntas, tan diferentes entre si de razón, y propósito. La una por la cual era llamado del mayor Emperador del mundo para general de tan alta empresa: la otra por verse desafiar tan sin respeto de un vasallo suyo, y así no pudo tener la risa. Recibió pues con mucho regalo a los Tártaros, y para mejor despacharlos, concertó con Ioá Alarich caballero Perpiñanés que le había seguido en cuantas jornadas había hecho de pequeño, y era muy diestro guerrero, fuese por su Embajador con ellos al gran Cham su Emperador con fin de enterarse de la voluntad y fuerzas de los Tártaros para la empresa: y así se despidieron muy alegres por llevar consigo al Embajador del Rey, para mostrar que habían hecho algún efecto con su embajada (según que de la llegada de Alarich, y lo demás que por allá pasó, adelante se hablará largo) y vuelto el Rey al criado de don Ferriz, le respondió. Decid a vuestro amo, que hasta aquí yo solía deleitarme con la caza de águilas, o de avutardas (abutargas): pero que ahora yo me abatiré a la de palomas, o picaças. Significando la inferioridad de Lizana a respeto de la persona y grandeza Real, y como le haría huir presto. Como el Ferriz no asignó lugar ni tiempo, el Rey se partió luego para Lérida, y hecho de presto un escuadrón de gente de la villa de Tamarit, al cual mandó le siguiese, fue sobre la villa de Liçana, y otros castillos de don Ferriz, los cuales tomó y confiscó para la corona Real, por el crimen lesae maiestatis, en que había incurrido, desafiando a su Rey, ya que no se pudo haber la persona del mismo don Ferriz, que no salió a puesto alguno, sino que anduvo huyendo, y escondido por no caer en las manos de los ministros del Rey.




Capítulo XII. Como el Rey fue a Tarazona, y de la sentencia y castigo que hizo de los que hacían moneda falsa.


Confiscada y aplicada a la corona Real la tierra de don Ferriz, y él perpetuamente desterrado de todos los Reynos y señoríos de la corona, partió el Rey para la ciudad de Tarazona por asentar ciertas diferencias y pleitos que la ciudad tenía con algunos pueblos comarcanos, y sus aldeas. Lo cual concluido, fue avisado como se hallaba mucha moneda falsa que corría por toda aquella tierra con las armas de Aragón y de castilla: fueron entre otros traídos muchos morabatinos de oro falsos al Rey: los cuales reconocidos por expertos, se halló que dentro eran de cobre, y fuera dorados, y con tan sutil arte e ingenio templados, que a la vista y peso, apenas había quien los discerniese de los verdaderos. Eran entonces los morabatinos moneda de oro que pesaba cada uno medio ducado. Fue acusado de este crimen un caballero llamado Pedro Iordan señor de la villa de santa Eulalia, en los confines de Aragón y Navarra, juntamente con doña Elfa su mujer e hijos, y más los ministros de la obra. Pero muerto jordan, y huidos sus hijos, la mujer con los ministros fueron presos por el justicia de Tarazona, con todos los instrumentos de la obra. Y como fuesen convencidos del crimen ante el Rey y su consejo, fue doña Elfa condenada a muerte, y confiscada toda su hacienda con el estado de su marido e hijos: y la sentencia se ejecutó en su persona, cubierta la cabeza con un pequeño saco, y ella metida y atada dentro de otro mayor, y viva echada en el río Ebro. A la misma pena fueron condenados los ministros, con los demás cómplices del delito que después fueron presos: excepto un Sacristán y Canónigo de la iglesia de Tarazona, que también fue convencido y condenado a ser privado de todos sus beneficios, y porque era ordenado in sacris no pagó la pena con la vida, sino con cárcel perpetua.


Capítulo XIII. De la dolencia, muerte y sepultura de doña María hija del Rey, y como por el estrago que el Vizconde de Cardona hizo en el Condado de Vrgel, fue con ejército contra él.


Hecha esta sentencia y con rigor ejecutada contra los monederos, el Rey se partió para Zaragoza, donde visitó a doña María su hija doncella, que estaba enferma de una lenta calentura: pero diciendo los Médicos ser poca y no peligrosa, y que muy en breve conualesceria de ella, se partió para Valencia por la vía de Alcañiz, donde tuvo la fiesta de la Natividad del Señor, y el primero del año en Tortosa. Llegado a Valencia vino nueva de Zaragoza, como aumentándosele a doña María la dolencia había pasado de esta vida a la otra. Cuya muerte sintió el Rey en tanta manera que pensó volver a Zaragoza por hallarse en sus obsequias, o novena. Y también porque determinaba llevar su cuerpo al monasterio de Valbona, donde estaba su madre sepultada. Esto se estorbó, porque tuvo segunda nueva, como los ciudadanos de Zaragoza contra voluntad de ricos hombres y grandes del Reyno, trajeron a sepultar el cuerpo a la iglesia mayor se sant Salvador, que es la catedral de la ciudad, y hoy de los bien labrados templos de España: donde se le dio suntuosísima sepultura, y se le hicieron obsequias Reales. Sabido esto por el Rey lo tuvo por bien hecho, y no se partió de Valencia. Estando en esto recibió cartas de Barcelona del Príncipe don Pedro, con aviso de que muerto don Álvaro Conde de Cabrera, don Ramón Folch Vizconde de Cardona hijo del que favorecía tanto las cosas del Rey, y saqueó a Villena (de quien se habló antes) con otros Barones de Cataluña, habían movido guerra contra algunas villas del Condado de Urgel, señaladamente contra las que estaban en por su Real persona: con pretensión de tener derecho a ellas. Lo cual entendido por el Rey mandó luego poner en orden parte del ejército que tenía repartido por el Reyno en guarda de las fortalezas, y se vino con él a Cataluña, a defender sus villas y derecho que tenía al condado de Vrgel. Llegó pues a Cervera villa fuerte, y de las bien trazadas de Cataluña: en la cual, y las demás que se le sujetaron, habiendo sido antes tomadas por el Vizconde, puso sus guarniciones de gente y arma, sin disminuir el ejército, porque de cada día se le acrecentaba con la gente que le acudía de Aragón y de algunos pueblos de Cataluña. Esperando lo que el Vizconde y los suyos harían, fueron luego con el Rey juntos don Pedro y don Iayme sus hijos. Mas aunque el Vizconde no pasó adelante en su porfía, quiso el Rey que se entretuviese allí el Príncipe don Pedro con el ejército, y a don Iayme envió a Mompeller, para entender en ciertos negocios del estado, de los cuales no hace mención la historia, y él determinó de ir a Toledo, de muy rogado por el nuevo Arzobispo don Sancho su hijo bastardo: por las causas y razones que más adelante diremos.


Capítulo XIV. De la nueva que vino al Príncipe don Pedro como Carlos de Anjeus había vencido y muerto al Rey Manfredo su suegro, y de la manera que pasó.


Partido el Rey del campo para Toledo, anduvo un rumor por la tierra, el cual se confirmó luego por cartas que escribieron sus agentes al Príncipe don Pedro, en suma, como el Rey Manfredo su suegro, trabada batalla campal en la campaña de Benevento, no lejos de la ciudad de Nápoles, con el ejército Francés, cuyo capitán era Carlos de Anjeus hermano del Rey Luys de Francia, era muerto en ella. Fue este Carlos, a quien el Papa Urbano IV por el grande odio e indignación que tenía contra Manfredo y su padre, había llamado de Francia, viniese a Roma con buen ejército, que le daría la investidura de todos los Reynos que Manfredo tenía usurpados a la iglesia. Pues como viniese luego Carlos con ejército potentísimo, el Papa le dio en feudo perpetuo, debajo de ciertas condiciones que reconociese a la iglesia, el Reyno de Sicilia, con toda aquella tierra que está desta otra parte del Pharo de Mecina, que es todo el Reyno de Nápoles, desde la punta de la Calabria hasta Terracina la última tierra del estado de la iglesia, excepto la ciudad de Benevento, y dándole el estandarte Real de la iglesia en señal de vera posesión, le envió para que él mismo se la tomase. Hecha esta donación Carlos partió de Roma con su campo para el Reyno de Nápoles, a buscar a Manfredo. El cual como tuviese mucho antes la nueva y avisos de todo lo que pasaba entre Carlos y el Papa, ajuntando un grueso ejército, vino a grandes jornadas a los confines del Reyno para defenderlo, y se encontraron junto a Benevento, donde se dieron batalla de poder a poder, y fue el ejército de Manfredo desbaratado, y roto, y puesto en huida: del cual viéndose desamparado Manfredo, se echó en medio de sus enemigos peleando como un león, y no siendo conocido, fue cruelmente muerto por ellos. Mas como el día siguiente de la batalla volviesen los Franceses al campo a despojar los muertos, unos dicen que fue hallado y conocido el cuerpo de este Rey entre ellos: otros que un villano lo trajo sobre un rocín sin conocerle, mas de haberle parecido ser de algún gran señor y que por eso hallándole que con la rabia de la muerte se había apartado de los otros le traía al campo: donde conociendo ser él, entendieron en sepultarle con la honra que se debía a la persona Real: puesto que consultando antes con el Pontífice sobre ello, mandó que fuese totalmente privado de Ecclesiástica sepultura, por haber muerto excomulgado: diciendo que no merecía ser absuelto en muerte, quien empleó toda su vida en perseguir a la iglesia. Pasando Carlos adelante, se entró por todas las tierras que Manfredo poseía, que no halló quien le resistiese. Por esta nueva al Príncipe don Pedro y doña Gostança su mujer hicieron gran sentimiento y llantos secretos, de manera que el Príncipe, a quien ab intestato venía toda la herencia de Manfredo por la Reyna su mujer, comenzó a prepararse desde entonces, no vanamente, para cobrarlo todo, como a la verdad lo cobró, y vengó la muerte de su suegro, echando a los Franceses de todas las tierras que le tenían usurpadas, y quedándose en ellas, como su historia lo dice.




Capítulo XV. De la ida del Rey a la ciudad de Toledo para hallarse en la primera misa del Arzobispo don Sancho su hijo.


Porque entendamos las causas que movieron al Rey para dejar el ejército a don Pedro y tomar de tan buena gana el camino de Toledo, es menester contar el fin y próspero successo deste viaje. Había sido pocos días antes don Sancho hijo del Rey, a petición de don Alonso Rey de Castilla y de la Reyna doña Violante su hermana, proueydo por el sumo Pontífice del Arzobispado de Toledo, primado que se intitula de las Españas, y como se hubiese ya consagrado, escribió al Rey su padre suplicando que para su consolación, y de la Reyna su hermana, tuviese por bien de venir con los Príncipes don Pedro y don Iayme a Toledo para hallarse presentes en su primera misa Pontifical que había de celebrar en la iglesia mayor a gloria de Dios y de su bendita madre: pues también le suplicaban lo mismo el Rey y Reyna sus hermanos con toda la iglesia y ciudad por lo mucho que deseaban ver su Real persona en ella. Condescendió el Rey con la demanda del Arzobispo su hijo, holgándose mucho de tan buena ocasión como se le ofrecía, para ver y gozar de tan insigne y antigua ciudad, que lo deseaba mucho tiempo había, y también por ver a la Reyna su hija y nietos, que son el propio regalo de los abuelos (aguelos). Y así ofreció de ir allá en persona para la jornada: excusando a don Pedro y don Iayme por las causas que arriba dijimos. Partiendo pues de Cervera por la vía de Lérida y Calatayud, acompañado de algunos principales señores de Aragón, y con el aparato real de camino, entró en Castilla por el monasterio de Huerta, donde le aguardaba ya el Rey don Alonso, que le recibió magníficamente, y de allí se fueron juntos a Toledo. Mas porque llegando el Rey a una tan principal ciudad donde fue tan altamente recibido, mostró bien ella su gran poder y maravillas en el recibimiento que le hizo, no será fuera de propósito, hacer aquí especial descripción de ella, para declarar, aunque brevemente, lo que así de su asiento, fortificación, cielo y suelo: como de su grandeza, poder y magnificencia, con otras muchas excelencias suyas, cuales se descubrieron en esta entrada y recibimiento que al Rey se hizo, de presente se ofrecen.




Capítulo XVI. Del asiento, grandeza, y fortificación de la ciudad y alcázar de Toledo con otras sus maravillas.


Es esta ciudad grande, compuesta de más de diez mil casas, en las cuales habitan XX mil vecinos, rodeada toda de altos y eminentes montes, con estar ella también sobre un monte fundada, y que dista de ellos solo aquel espacio que toma su gran río Tajo que los divide de ella. Cuyo asiento por la parte del Oriente está altísimo y muy empinado, hacia lo defuera, en cuyas raíces encuentra con recio ímpetu el mismo río (que según fama y experiencia) trae arenas de oro consigo. Este de allí vuelve hacia la mano izquierda y con su rodeo ciñe casi toda la ciudad, y la hace península. Va este monte desde lo más alto, donde está fundado el alcázar (alcaçar) o fortaleza, poco a poco, aunque desigualmente, declinando, y cubriéndose todo de población y casas, hasta que llega a lo llano hacia el septentrión, a la puerta Visagra, donde se concluye y cierra el muro, que comenzando de la fortaleza por ambas partes, abraza y cerca toda la ciudad la cual se manda por cuatro puertas principales: señaladamente por la que mira al oriente a la parte del Alcázar, que va a dar a la puente que llaman de Alcántara. Es esta puente de las raras y artificiosas del mundo. Porque demás de estar hecha de cal y canto fortísima, es de solo un ojo y arco, tan grande, y tan ancho que así al río caudalosísimo profundísimo y navegable que corre por debajo, como a la infinidad de gente y carretería, que trastea por arriba, da paso cumplidísimo. De mas que a otra puerta de la ciudad más adelante sobre el mismo río, hay otra puente de dos arcos, reeedificada por los Reyes Godos, con tanta excelencia y arte, que es tenida por una de las mejores de España. Hay otra cosa más rara y de mayor admiración en nuestros tiempos hecha, junto a la primera puente, donde se ve que forzada naturaleza por el arte y el gran poder de la ciudad, hace subir de lo profundo del río y con la fuerza del mismo, el agua, por sus alcaduces con admirable ingenio quinientos y más codos (cobdos) en alto, hasta lo más eminente del monte, donde está el Alcázar, para cumplimiento de lo que se podía desear en aquel tan alto y tan bien labrado y fortificado edificio. Fue pues antiguamente este sitio y asiento de la ciudad, por estar cercada del río y rodeada de montes, tenido por fortísimo y casi inexpugnable. Puesto que para de lejos por estar descubierta a los montes circunvecinos, quedaba muy sujeta a todo género de máquinas y trabucos para la ruina de sus edificios y casas. Y así para principal remedio de esto, fue hecha la fortaleza, que por sobrepujar a los montes no solo ampara y defiende la ciudad de semejantes ofensas: pero hoy día impide, no se plante en ellos artillería alguna para batirla. Demás que como sea ciudad tan poderosa que puede por si sola hacer guerra, y formar ejército: pudo siempre muy bien defenderse, no solo con el remedio que está dicho del Alcázar, pero aun con anticiparse y salir a los enemigos al encuentro, y que podría para mayor fortificación suya, y ayuda del Alcázar, plantar por sus circunvecinos montes algunas fuertes y bien guarnecidas fortalezas para guardar la ciudad de donde puede ser ofendida.




Capítulo XVII. Del suntuoso recibimiento que al Rey se hizo en la ciudad de Toledo, y de la antigüedad, riqueza y majestad de su iglesia con lo demás que el Rey contempló en ella.


Como llegasen los dos Reyes a un pueblo grande a media jornada de Toledo, hallaron en él muchos señores y grandes de castilla que los aguardaban, de quien fueron recibidos con el debido acatamiento, haciéndoles el Rey mucha merced a todos. En llegando comieron los Reyes con mucha música y otros regocijos, y luego don Alonso con algunos grandes se partió por la posta para llegar temprano a la ciudad, y los que quedaron con el Rey los dos días que allí se detuvo le regalaron con mucha fiesta de caza y montería, de que el Rey holgó mucho y mostró bien con ellos la grande humanidad y llaneza. Como don Alonso llegase temprano a la ciudad le pareció muy bien el aparato grande que los del regimiento por su orden habían puesto a gesto para la entrada del Rey, el cual, entrados en consulta con don Alonso, determinaron hacer con mayor triunfo y suntuosidad que nunca se vio, y mayor que la que poco tiempo antes allí se hizo por el mismo don Alonso al Rey Luys santo de Francia. El cual vino a esta ciudad por visitar a don Alonso su deudo (como adelante se dirá) y ver esta ciudad y sus grandezas. Cuentan las historias Francesas y de Castilla, que fue su recibimiento en ella tan triunfante y magnífico, que de hallarse el Rey Luys muy obligado a don Alonso y a la ciudad por ello, vuelto a París les envió el brazo de sant Eugenio primer Obispo de Toledo, como por agradecimiento de la fiesta que se le hizo. Y así los del regimiento y pueblo, como la caballería y nobleza toda de Toledo visto que había mucho mayores causas y obligaciones para recibir al Rey de Aragón con mayor triunfo y regocijo que a ningún otro, no solo por ser padre de su Reyna y Arzobispo, y ser quien era, pero mucho más por la nueva obligación que su Rey y Castilla le tenía por haber, tan poco había, conquistado con su gente y hacienda la ciudad y Reyno de Murcia, y entregándole con tanta liberalidad a su Rey para incorporarle en la corona de Castilla, todos a una voz determinaron de hacer el resto, y mostrar todo su poder y valor en esta ocasión: y el estado Ecclesiástico ofreció lo mismo. De manera que a tercero día llegando el Rey a vista de la ciudad salieron fuera a recibirle bien lejos todos los del regimiento riquísimamente adornados con sus insignias y cetros (sceptros) delante y llegados se apearon y llegaron por su orden a besar las manos al Rey que en lugar de ellas dio grandes abrazos a cuantos a él llegaron. Luego asomó la caballería mucha y muy puesta en orden de jinetes con sus lanzas y adargas con sus muy ricas divisas partidos en dos escuadrones de moros y Cristianos con una muy bien concertada escaramuza entre ellos de lo cual holgó el Rey mucho y más en ver la muchedumbre y belleza de caballos que todos a una traían. Siguió a esto con más de dos mil hombres su infantería, riquísimamente deuisada con la misma invención que a los de a caballo y también con su escaramuça, que dio mucho gusto al Rey. Tras ellos salió el pueblo con sus banderas y estandartes cada oficio por si con muchos juegos e invenciones, y con los regocijados bayles y danças de infinitas donzellas con sus cabellos dorados y guirnaldas sobre sus cabezas tan compuestas y bien vestidas, sobre ser el más hermoso y bien hablado mujeriego de España que doblaron el contentamiento al Rey y a cuantos gozaron de tal vista. Llegando a la puerta de la ciudad que estaba toda cubierta y adornada de muchos trofeos y posturas de muy grandes y dessemejados gigantes armados con sus porrimazas como en guarda de ella: también había llegado la solemnísima procesión y pompa de la iglesia mayor, con el Arzobispo y los más Obispos sus suffraganeos, con dignidades, Canónigos, y Racioneros, con toda la Clerecía y religiones. Y hecha con el Rey así por la iglesia, como por los del regimiento la misma ceremonia y salva que al mismo Rey proprio hazer pudiera, fue recibido debajo del palio en el gremial del Arzobispo, donde quien podrá explicar el infinito gozo que padre e hijo sintieron de verse en aquel lugar juntos con lo que ambos representaban?
Prosiguió la procesión para la iglesia mayor pasando por las calles principales de la ciudad que estaban entoldadas de riquísima tapicería con muchos arcos triunfales ricamente adornados de diversos personajes, y sembrados por todos ellos muchos y muy elegantes versos y motes en favor del Rey, y de sus conquistas, que daban gran espíritu a las invenciones y espectáculos, los cuales eran tan admirables, y estupendos que pudo ser bien aquel día Toledo otra Roma cuando solía dar los merecidos triunfos a sus Cónsules volviendo victoriosos de la guerra, y por haber ganado alguna Provincia para el Imperio Romano: como a la verdad por la misma razón meritoriamente le dio Toledo en este día al Rey de Aragón por la conquista y victoria que poco antes había alcanzado de la ciudad y Reyno de Murcia para el imperio de Castilla. Llegados a la iglesia mayor, y hechas por el Rey su oración y gracias y nuestro señor y a su bendita madre, por haberle traido a gozar de tan deseada jornada, de allí subió al Alcázar donde fue recibido con increíble alegría de la Reyna su hija, a quien el Rey siempre quiso mucho, y así se recreó extrañamente con la vista de ella y del Príncipe y los demás Infantes sus nietos, y también de tantas y tan hermosas damas de la ciudad que estaban con la Reyna. Donde cenó y pasó aquella noche con mucho descanso y reposo. A la mañana vinieron los del regimiento con un suntuosísimo presente de mucha diversidad de cosas de montería de volatería y carnes, de confituras y otras mil gentilezas de la tierra, lo cual aceptó, y respondió a la embajada que juntamente le hicieron, con mucha alegría y suavidad de palabras. Se estuvo allí todo aquel día sin admitir más visitas, para más libremente recrearse con la Reyna, y sus nietos, y con la hermosísima y tan extensa (
estendida) vista que del Alcázar hay río arriba hacia el oriente por ser toda de muy espaciosa, bien cultivada, y fertilísima llanura. Y también con el extraño asiento de la ciudad como dicho habemos. El día siguiente volvió a la iglesia mayor, acompañado de muchos grandes con toda la caballería y nobleza: no hallándose en estos actos públicos don Alonso, porque con más libertad pudiesen todos servir y festejar a su suegro. Entrando en la iglesia fue al lugar donde están con grande veneración las infinitas reliquias de santos. Y puesto en su sitial las contempló con muy grande devoción una a una, con la capa celestial que la gloriosísima nuestra señora apareciéndose al bienaventurado sant Ilefonso Arzobispo de la misma iglesia, le dio visiblemente de sus manos como por premio y triunfo de la victoria que el santo había alcanzado de ciertos herejes que habían hablado contra la intemerada virginidad de ella. También se admiró mucho de la inestimable riqueza de vasos de plata y oro, con los demás ornamentos de brocado y seda (hoy son mucho mayores) dedicados para el culto y oficio divino, el cual se hace en ella solemnísimo cuanto se puede. Andando pues el Rey por la iglesia, mirando a una parte y a otra la extraña fábrica y anchura del templo alzó los ojos para contemplar su altura donde vio los trofeos y banderas que pendían de la sumidad del, en señal de triunfos por las victorias que los Reyes de Castilla habían alcanzado de los Moros: y no faltó quien le descubrió entre ellas la memoria y estandarte que allí dejó el Rey don Pedro su padre cuando vino con su ejército Aragonés en ayuda de los Reyes de Castilla y Navarra, y ganara aquella tan esclarecida y milagrosa victoria de CC mil Moros a las nauas de Tolosa en el Andalucía, como en el primer libro de esta historia habemos hecho mención de ello. Sin esto tuvo en mucho aquel amplísimo colegio de Prelado, Dignidades, Conónigos, y Racioneros, y los demás ministros del cultu divino, que del tiempo de los sagrados Apóstoles de Cristo acá se había continuado en aquella iglesia, y de mano en mano conservado en ella siempre la verdadera fé y religión Cristiana, sin haber sido jamás de ningunos errores inficionada. Pues ni la Arriana perfidia que con los Godos se metió en España: ni la universal pérdida de toda ella, cuando la entraron los Moros con su perversa secta, fueron parte para que los oficios divinos, por lo menos el que llaman Muçarabe del tiempo de los Godos, cesasen en su iglesia, ni que a todas las demás de España que estaban oppresas, dexasse esta de aspuecharles como cabeza y refugio de todas: así valiéndoles de oráculo con ejemplo y doctrina, como de favor y socorro para las necesidades de ellas. Demás de esto le fue notificada la increíble suma de diezmos y censos que tenía de recibo en cada un año. La cual aunque ya grande, no era comparable con la que ahora de presente goza y posee, pues entre el Prelado, Dignidades, Canónigos, Racioneros, Capellanes, con los demás oficiales y ministros de lo sagrado y con la fábrica, se reparten en cada un año dentro de la misma iglesia, el valor de seiscientos mil ducados arriba. De donde ha llegado a tan alto y tan aventajado estado, cual con muy grande lustre y policia ha siempre representado, y con razón pretendido, no solo de tener el primado de las iglesias de España, pero de no reconocer a otra que a la sacrosanta iglesia Romana superioridad alguna.
Llegado pues el día señalado, celebró el Arzobispo don Sancho su primera misa de Pontificial, con grande solemnidad y ceremonia sagrada: a la cual asistieron sus Prelados suffraganeos, con los dos Reyes, Reyna y Príncipe don Fernando, con los grandes de Castilla y los que con el Rey vinieron de Aragón. Demás del innumerable pueblo que de la ciudad y gran parte de Castilla concurrió a la fiesta. En la cual así el Rey don Alonso en mantenerla con tanto esplendor y magnificencia, como los del regimiento y pueblo de Toledo en engrandecerla y regocijarla, mostraron bien su tan sobrado valor poder y riquezas.



Capítulo XVIII. De los Tártaros que vinieron a Toledo con Alarich embajador del Rey, el cual relató su embajada, haciendo la descripción del gran poder y costumbres de los Tártaros.


A esta sazón, en medio de la gran fiesta y regocijos (por que todo sucediese en triunfo del Rey) aparecieron en Toledo nuevos trajes, y maneras de gentes, venidos de los extremos de la Scytia, junto a los Hyperboreos (como lo refiere la historia) con los embajadores del gran Cham Emperador de los Tártaros, los cuales habían aportado en Barcelona con Ioá Alarich caballero Perpiñanés, del cual poco antes dijimos, como le envió el Rey con embajada al mismo Emperador, para entender su voluntad y determinación cerca la conquista de Hierusalem. También para certificarle de su poder, y forma que tenía para favorecerle en esta jornada. Lo cual bien entendido y visto por Alarich, se volvió juntamente con los nuevos embajadores del mismo Emperador que venían al Rey para más enterarse de su voluntad, y que no hauria falta en la empresa. A estos dejó Alarich en Barcelona, y pasó a Toledo, trayendo consigo algunos criados de ellos vestidos con extraño traje a su usanza. En cuya entrada hubo grandísimo concurso de toda la ciudad por verlos, y hacer grandes maravillas de los visto: como suelen los meditarraneos maravillarse más que otros de toda cosa nueva que ven, mayormente de lo que viene allende el mar. Entrando pues Alarich en Palacio y besando al Rey las manos, fue tan bien recibido de él que le abrazó, y mostró grandísimo contentamiento de su llegada, y hallándose presentes el Rey y la Reyna de Castilla con el Príncipe don Fernando, y el Arzobispo, y grandes, con otras muchas personas de cuenta, le mandó el Rey que explicase su embajada. Lo cual plugo mucho a Alarich, y dijo de esta manera. Desde aquel día que V. Alteza me mandó partir de Perpiñan con embajada para el gran Cham Emperador de los Tártaros, y prosiguiendo mi viaje me libré con el favor divino, de tantos, y tan increíbles trabajos y peligros como los muy largos y no andados caminos traen consigo, ninguna cosa tanto he procurado como hacer mi oficio con la fidelidad y diligencia que a vuestro Real servicio debo. Y así con el mismo favor soberano, volviendo ante V. Real presencia, he llegado al deseado fin y próspero successo de mi embajada: pues también se entenderá por ella la esclarecida fama y renombre que vuestra Alteza ha sacado de ella. Llegué a los Hyperboreos montes, y extremos fines de los Scytas, que ahora llaman Tártaros. Donde en oír toda aquella gente vuestro nombre, y que iba con embajada vuestra a ellos, Cuyllan su Emperador que se intitula Rey de los Reyes y señor de los señores, con todos los suyos, dejada aparte su natural barbaria y fereza para con los extraños, me recibieron humanísimamente, y con muy grande regocijo y alegría me pusieron ante su presencia. Donde expliqué mi embajada, certificando de parte de V. Alteza la mucha voluntad y real ánimo para con ellos. Mas como prosiguiendo mi razonamiento concluí con que emprenderiades de buena gana la conquista de Hierusalem y de la tierra santa, si todo lo que sus Embajadores habían prometido dar de su parte en favor y ayuda de esta jornada se cumpliese: todos se alegraron de oír esto extrañamente: y me respondieron por el intérprete, que el gran señor cumpliría eso y mucho más, y que para más certificarme del gran poder suyo, me quedase por unos treinta días con ellos. En el cual tiempo se preciaron mucho de regalarme, y mostrarme con la guía de un bien entendido faraute, el inmenso poder con la increíble grandeza y majestad de su Emperador, además de su gran riqueza y fertilidad de campaña, pues en pan y todo género de ganados, parece que no hay más copiosa tierra en el mundo.
Hallé cierto de él, que puede muy largamente echar en campo doscientos mil hombres de a pie, y cien mil de a caballo, gente de si guerrera, pero que puede más con la muchedumbre que con el arte y destreza de pelear. Que resiste bravamente al frío, y como aquella que está hecha al rigor de la tramontana, es muy dada a trabajos: y con esto tiene muy poco de la urbanidad y policia de vida. Porque como siempre anda en guerra, no gusta tanto de encerrarse a vivir dentro de las ciudades, que también las hay entre ellos muy grandes aunque incultas: cuanto de habitar en las tiendas y pabellones por la campaña. Profesan nuestra religión Cristiana tan envuelta en errores y supersticiones, y casi sin preceptos algunos, que más presto la hacen ridícula que devota. La causa de su tan importuna demanda sobre la conquista de Hierusalem, no es tanto por celo de religión, cuanto por la emulación y envidia que tienen a la gente Turquesca: porque en sus ojos les han tomado a Hierusalem y toda la tierra de Palestina, y porque con menos número de gente habían vencido muy grandes ejércitos no solo de Armenios y Babilonios, pero de los mismos Tártaros, que se habían juntado contra ellos. Y así de muy sentidos porque los Turcos con menos gente pueden más que ellos, y son más diestros en el pelear, buscan el favor y ayuda de gentes extrañas que sean diestras en la guerra, para que ajuntándose con estos prevalezcan contra ellos. La razón empero porque el Tártaro quiere más valerse de V. Alteza, que de los otros Príncipes Cristianos, es las infelices y desastradas empresas que hasta aquí han hecho los otros en esta santa demanda, por no haber querido ajuntarse con ellos, ni seguir su consejo en el acometer los Turcos. Por eso oída la fama de las grandes proezas y hazañas de V. Alteza que va muy extendida por el mundo, y por saber la mucha destreza y arte que tenéis en el pelear, con tan ejercitada gente y soldados como mantenéis para la guerra, os ruegan y animan para la empresa de esta: y prometen de valeros con grande número de gente y armas, y de avituallar el ejército por todo el tiempo que la guerra contra los Turcos durare. Esto es sin el favor y socorro de los Armenios que desean lo mismo con fin de ayudaros: y mucho más el Emperador Paleologo vuestro deudo con todos los Griegos, los cuales por librarse de tan crueles vecinos, ayudarán con vidas y haciendas para esta guerra, solo que vos señor seáis el general y grande caudillo de ella.


Capítulo XIX. Como oída la embajada de Alarich el Rey determinó seguir la empresa de Hierusalem y de los extremos que la Reyna su hija hizo por ellos, y de muchos que se le ofrecieron para esta jornada.


Acabada por Alarich de explicar su embajada, el Rey con todos los que se hallaron presentes holgaron infinito de oírla, y alabaron mucho su trabajo y diligencia en haberla tan felizmente concluido con haber descubierto los ánimos con el poder y fuerzas de aquellas gentes para proseguir la empresa. Sobre esto dijo el Rey que se encomendaría a nuestro Señor, y suplicaría le inspirase lo que más fuese para su servicio y mayor ensalzamiento de su santo nombre. Luego dijo a la Reyna mandase hospedar y regalar mucho al Embajador, y a los Tártaros que con él vinieron. Finalmente prometió a Alarich tendría memoria de remunerar muy bien sus trabajos en volviendo a Cataluña. Después acabó de una pieza que estuvo callando y pensando sobre la embajada, mientras los demás estaban recontando las cosas maravillosas que Alarich había relatado: recordó como de un sueño, y significó al Rey y Reyna y a los demás que cabe él se hallaban: como con el favor divino determinaba de emprender esta conquista. Como oyeron esto los Rey y Reyna se alteraron grandemente, y con muchos ruegos y argumentos procuraron de apartarle de aquel pensamiento y propósito: representándole sus años y edad cansada, con tan larga y peligrosa navegación: y más el gran poder y crueldades de los Turcos, y ser los Griegos gente inconstante, que había poco que fiar en las promesas de los Tártaros, como gente bárbara y confusa, pues con su tan grande poder no se atrevían a los Turcos: que bastaría el ejemplo de tantos Reyes Cristianos que emprendieron la misma conquista, a los cuales había ido tan mal en ella.

Como respondiese el Rey satisfaciendo a todas las razones que le oponían: concluyó con que Dios omnipotente era más que todos, y que pues la empresa era suya, él la guiaría y favorecería: y así no dejaría con su favor y ayuda de llevarla adelante. Entonces el Rey don Alonso movido de muy santo celo se convirtió a loar y a probar el heroico y divino propósito del Rey: y prometió de enviar con él en ayuda de esta guerra cien caballos ligeros, y de valerle con cien mil morabatinos de oro. También el gran Maestre de Vcles ofreció seguirle con otros cien caballos. Lo mismo prometieron el vicario del Maestre del Hospital Gonçalo Pereyra, con otros muchos grandes de Castilla, cada uno conforme a su poder y estado. Celebrada pues allí con grande solemnidad la fiesta de la natividad del Señor, se despidió el Rey del Arzobispo y de la Reyna su hija y nietos, a los cuales dio su bendición, y también de los señores y grandes de Castilla con los Prelados suffraganeos que allí se hallaron: y agradeciendo mucho a los regidores y pueblo de Toledo por tan suntuosa y regocijada fiesta como le habían hecho, se partió acompañado del Arzobispo por dos jornadas y de don Alonso su yerno hasta el monasterio de Huerta, donde le salió antes a recibir: al cual no dejó el Rey de dar algunos avisos y documentos por el camino para saberse valer y bien regir con sus vasallos, y librarle de muchas malas voluntades, que por menospreciar a los grandes se había procurado, por su mala condición y tratos. Lo cual había entendido los días que en Toledo estuvo, por secreta información de religiosos, y otras personas celosas del bien público, y que todos le condenaban por muy mal acondicionado. Lo cual oyó don Alonso con harta paciencia, puesto que la enmienda fue poca, como adelante veremos. Como llegasen a medio camino, encontraron con ciertos mercaderes Moros de Granada, que traían el tributo de su Rey a don Alonso. Porque luego que el Rey acabó la conquista de Murcia, temió el de Granada que pasaría a poner campo sobre él, en favor de don Alonso. Y por eso dio prisa en concertarse con él, pagándole en cada un año sesenta mil morabatinos de tributo, los cuales como se los truxessen por entonces, los entregó todos al Rey en parte de los cien mil que le había prometido para la conquista. Llegados a los confines de los Reynos, don Alonso se volvió a Toledo, y el Rey tomó la vía de Calatayud, y de allí dio vuelta para Valencia.





Capítulo XX. Como llegado el Rey a Valencia, oyó a los Embajadores Tártaros, y a los de la Grecia, y aceptó sus ofrecimientos y prometió de seguir la empresa.


Luego que el Rey entró en Valencia llegaron de Barcelona los embajadores de Tartaria, y de la Grecia. Los cuales guiados por Alarich entraron ante el Rey a hacer su embajada, conforme a la que Alarich hizo en Toledo: y en suma era. Que el gran Emperador Cuyllan Rey de los Reyes y señor de los señores deseaba que la tierra santa de Jerusalén fuese librada de poder y mano de los Turcos, y por la honra de Cristo restituida a los Cristianos: que para este efecto ayudaría al Rey llevando esta empresa, y no solo movería por su parte cruel guerra contra los Turcos, pero que proveería la armada y campo del Rey de todas vituallas, luego que él y su gente llegasen al puerto de Ayalazo, u otro cualquier de la Asia menor al oriente, y llevase la vía de Jerusalén para la conquista. Los embajadores del Emperador Paleologo, no prometieron soldados, ni guerra aparte contra los Turcos, porque él la tenía en sus tierras, con otros a quien había quitado el Imperio (como se dirá adelante) sino panatica y todo género de vituallas para la armada del Rey: con que abreviase su venida, y siguiese el orden que en la Grecia de paso se le daría. Oídas las dos embajadas respondió el Rey, que con el favor de nuestro señor, por la cobranza y restitución de su glorioso y santo Sepulcro al pueblo y poder Cristiano, no dejaría perder una tan principal ocasión como se le ofrecía por mar y por tierra, con el favor de dos tan supremos Emperadores para tan santa y señalada conquista. Que por eso aceptaba la empresa y que dentro de muy pocos días se dispondría a entrar en ella: confiando que los dos, y cada uno por si, cumplirían muy largamente lo que por sus embajadores le prometían. Con esta respuesta y mercedes que el Rey hizo a los embajadores los despidió, y se partieron de él muy contentos.


Capítulo XXI. Como mandó el Rey publicar guerra para la tierra santa, y de las cartas de la Reyna su hija y como fue a ella, y de paso dejó por gobernador de Aragón al Príncipe don Pedro, y de la moneda jaquesa.


Partidos los Embajadores, mandó el Rey pregonar la guerra y conquista de la tierra santa por todos sus Reynos y señoríos de España, hasta en la Guiayna y comenzó a endreçar todos sus fines a este propósito. Y así muchos no solo de sus Reynos, pero de los extraños de España y fuera de ella, movidos por la santidad de la empresa con tan buen caudillo y guía de su Real persona, se determinaron a seguirle en la demanda. Para esto impuso cierto tributo, o tallon sobre la ciudad y Reyno de Valencia, por no desguarnecerla de gente de guarda, y se partió para Barcelona a hacer gente y dar prisa en poner la armada en orden, y prepararla para tan larga navegación. Mas apenas fue llegado a ella, cuando recibió cartas de Castilla de la Reyna doña Violante su hija, en que le rogaba con muchas lágrimas, por cosas que mucho importaban al bien de todos y quietud de los Reynos, quisiese en todo caso verla antes que se embarcase: que le esperaría a la raya del Reyno en el monasterio de Huerta. Maravillose mucho el Rey de tan encarecida demanda: tanto que por lo que entendió estando en Toledo de cuan mal animados estaban los grandes de Castilla contra su Rey, vino a pensar no fuese la causa del llamamiento alguna secreta machina, o rebelión que contra el mismo Rey se había descubierto, y que aguardaban su embarcación para ejecutarla más a su salvo. Fue pues contento de ir a verse con ella: también por dar una vista por Aragón y de paso dejar algunas cosas importantes al Reyno asentadas por su mano. Y así llegando a Zaragoza nombró por gobernador general de Aragón, al Príncipe don Pedro, durante su ausencia, y le renunció todo el derecho que le pertenecía al Reyno de Navarra: así por la adopción y prohijamiento que le hizo el Rey don Sancho: como por el pauto que hizo después con el Rey Theobaldo, y la Reyna doña Margarita su madre, para que se valiese de él contra el mismo Theobaldo, y principales del Reyno, los cuales así con el Rey don Sancho, como con Theobaldo intervinieron (entreuinieron) y se firmaron en los conciertos, obligándose con juramento solemne de observallos. Además de esto a los Aragoneses no se les imputó tributo alguno en ayuda de la empresa, porque ya ellos y los de Lérida con todo el Reyno por donde corría la moneda Iaquesa voluntariamente consintieron, en que pudiese el Rey batir XV mil libras de plata de aquella moneda que hacían poco menos de XV mil ducados para valerse de ellos en la jornada. Porque de aquí vengamos a estimar cuantas eran entonces las riquezas Reales, y podamos colegir como no con infinidad de dinero, sino con el buen gobierno de los Reyes y esfuerzo de los capitanes, con la modestia y disciplina de los soldados, en aquellos tiempos alcanzaban grandes victorias nuestros Reyes de sus enemigos.


Capítulo XXII. Como en llegando el Rey a Huerta, la Reyna con sus hermanos e hijos se abrazaron del Rey rogándole desistiese de la empresa y del sabio razonamiento con que los consoló y se despidió de ellos.


Llegó el Rey al monasterio de Huerta acompañado de los Principales don Pedro y don Iayme sus hijos: donde halló a la Reyna con los suyos y al Arzobispo don Sancho. Puesto el Rey en medio de todos, como si le conjuraran contra él lo cercaron, y los niños ayudados de la madre se abrazaron con el cuello del viejo aguelo, los otros se le echaron a los pies com muchas lágrimas, y la Reyna besándole las manos: todos a una con grandes sollozos y voces le suplicaron dejase de emprender una tan larga, tan peligrosa y dudosa jornada como quería hacer para dejarlos desamparados, y privados de su favor y sombra, cuya presencia no la habían de ver, ni gozar más en su vida: que era muy cruel para si y para todos, ausentándose de sus Reynos por ir a conquistar los ajenos, que mirase no fuese para más ofender, que servir a nuestro señor en ello. A los cuales mandó el Rey que se sosegasen y le oyesen. Y así abrazando a todos, con mucha dulzura les dijo. Carísimos hijos míos: Por demás es la aflicción (affliction) que a mí y a vosotros dais con vuestras lágrimas y sollozos: si pensáis con eso apartarme del propósito y determinación que tengo de entrar en esta santa demanda. Porque los servicios que a Dios nuestro señor común padre debemos se han de anteponer a todas las obligaciones que a vosotros como a hijos, por cualquier razón y causa puedo teneros: habiendo yo hecho hasta aquí cuanto he podido por vosotros: pues os dejo heredados de mucho mayores bienes y Reynos que yo heredé de mis padres vuestros aguelos, y tan bien colocados, por gracia de nuestro Señor, que ya no tengo más que desearos, ni daros. Ahora ya me llama a otra parte el mismo padre celestial. El cual no quiere que yo emprenda de hoy más otras guerras que las suyas para merecer por ellas el soberano triunfo que será servido darnos. Y siendo así, qué otras más suyas, que las que se emprendieren para cobrar el glorioso y santo sepulcro de Iesu Christo su hijo y Redentor nuestro? Qué más heroicas, ni más santas, que las que así por sacar de poder de aquellos infieles enemigos de su santo nombre la tierra santa que sus preciosísimos pies pisaron: como para restituirla a la honra y posesión de los católicos y fieles Cristianos, se llevaren adelante? Mayormente por las muchas causas y razones que yo tengo, para conocer soy más obligado a esta empresa que otros. Lo primero por mi natural inclinación y deseo, y aun casi voto hecho sobre esto desde mi niñez y principio de mi Reynado. Lo segundo por haberse comenzado tantas veces esta empresa por tantos Reyes y principales Cristianos en nuestros tiempos, excepto los Españoles, y nunca haberse acabado: si a dicha por voluntad divina, me está a mí reservado el abrir la puerta para todos. Finalmente por la ocasión mejor y más cómoda que nunca, se nos ofrece ahora, con el favor y ayuda de dos tan poderosos Emperadores vecinos a la tierra santa, que no solo nos llaman y exhortan, pero nos ayudan tan principalmente por mar y por tierra con gente y armas, con vituallas y dinero, para esta empresa. A los cuales no condescender, ni corresponder con su demanda en cosa tan santa y pía: verdaderamente sería cosa para la honra y tan celebrado nombre de España, no solo ignominiosa y fea, pero aun abominable e impía. Por donde cuanto más nuestra edad grave y cansada nos declara como se va ya madurando el tiempo de nuestra fin y muerte: tanto más nos persuade a que lo poco que nos queda de esta vida miserable y perecedera, lo empleemos en total servicio de Christo nuestro redentor que nos ha de dar la otra sempiterna. Por eso no es justo que yo rehúse este tan corto viaje de ir a morir por él, habiendo él bajado de lo alto de los cielos a la tierra a morir por mí. Como el Rey acabó su razonamiento, las lágrimas y lamentables voces de hijos y nietos se levantaron tan grandes, y con tantos alaridos, que el Rey no pudo contenerse de no llorar con ellos. Y no pudiéndoles hablar más, abrazó y besó sus nietezuelos, y dándoles su bendición, y despidiéndose de todos, volvió su camino derecho para Barcelona.


Fin del libro XVII.