Mostrando las entradas para la consulta bearne ordenadas por relevancia. Ordenar por fecha Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas para la consulta bearne ordenadas por relevancia. Ordenar por fecha Mostrar todas las entradas

jueves, 14 de marzo de 2019

Libro cuarto

LIBRO CUARTO DE LA HISTORIA DEL REY DON IAYME DE ARAGÓN, PRIMERO DE ESTE NOMBRE, LLAMADO EL CONQUISTADOR.

Capítulo primero. Como el Rey fue declarado sucesor en las tierras de Ahones, y que don Fernando se alzó con Bolea, y de las ciudades que le siguieron.

Con la desastrada muerte de don Pedro Ahones quedó casi postrada del todo la desvergonzada liga y engañosa machina que fue contra el Rey por sus más propincuos deudos y allegados fabricada. La cual puesto que el Conde don Sancho la puso primero en campo: y después la encaró Ahones para que fuese certera, don Fernando fue el atrevido que osó dispararla (
desparalla). Mas aunque fue mayor la estampida que el golpe, y más presto tentada la paciencia Real que vencido su valor, y magnanimidad, no por eso dejó de haber para los tres, por el atrevimiento, su merecido castigo y debida pena. Pues ni el Conde don Sancho osó más parecer ante el Rey en Corte: ni Ahones se escapó de venir a morir en las manos del Rey: ni en fin don Fernando (que sin duda fuera más castigado que todos, si el parentesco Real no le librara) pudo pasar más de la vida quieta, sino con sobresalto y mengua. Pues ni se le permitió jamás dejar el hábito, ni la dignidad que tenía para pasar a otra mayor, ni por sus pretensiones del Rey no haber ninguna otra recompensa. Puesto que por la benignidad del Rey, ni fue echado de su consejo real, ni jamás privado de su conversación y secretos: prefiriendo siempre la persona y autoridad de él a la de todos: no embargante, que por lo que agora y a delante veremos, siempre le fue don Fernando por su innata inquietud e insolencia, una perpetua ocasión y ejercicio de magnanimidad y paciencia. Muerto pues Ahones, y llevado por el mismo Rey a sepultar a Daroca, como no quedase legítimo heredero de él, declaró el consejo real que en todos sus señoríos y tierras sucedía el Rey, y que a esta causa fuese luego a tomar posesión de Bolea villa principal y vecina a Huesca, la cual por ella sucesión ab intestato le pervenía, y que se hiciese luego prestar los homenajes, antes que la mujer de Ahones, o el Obispo de Zaragoza don Sancho hermano del muerto, se alzasen con ella y le pusiesen gente de guarnición para defenderla: y que podía ser lo mismo de los dos Reynos de Sobrarbe y Ribagorza: por haberlos tenido Ahones mucho tiempo en rehenes, por una gran suma de dinero, que había prestado al Rey don Pedro para la jornada de Vbeda: y también por el derecho de ciertas caballerías de honor, que por servicio se le debían. Conformaron todos en que luego fuese el Rey a tomar posesión de ellos. Al cual pareció lo mesmo, y que sería muy gran descuido suyo, perder estos reynos, haciendo merced a otri dellos, antes de tener los demás estados suyos pacíficos: mayormente por encerrarse en ellos muchas villas y lugares con cuya confianza Ahones había tomado alas y orgullo para rebelársele. Por esto determinó de no más enajenarlos por empeños, ni otras necesidades sino que volviesen a encorporarse en el patrimonio Real para siempre. Señaladamente, por haber visto en las cortes que tuvo poco antes en estos Reynos, la mucha calidad e importancia de ellos. Con este fin junto alguna gente de a caballo de poco número: porque a la verdad pensaba que Bolea se le entregaría, sin resistencia alguna. Y así fue para ella, enviando delante algunos caballeros para que tentasen los ánimos de los de Bolea, y se asegurasen de la entrada. Pero le sucedió (sucediole) muy al contrario de lo que pensaba. Porque don Fernando que nunca reposaba, sabida la muerte de Ahones, luego sospechó lo que el Rey haría, y con gran número de gente y copia de vituallas, se metió en la villa, confiado de que apoderado de esta, y no hallándose otro legítimo heredero de Ahones, no solo se haría señor de todas sus villas y lugares con los dos Reynos arriba dichos, pero aun los haría rebelar contra el Rey, y esto con el favor del mismo Obispo de Zaragoza, que podía mucho, y deseaba en gran manera vengar la muerte de Ahones su hermano. También por lo mucho que confiaba en el poder de los Moncadas, y de otros señores y barones de Aragón y Cataluña a quien el Rey había ofendido, y él con muchas dádivas y otros medios obligado a que le siguiesen. Pudo tanto con esto, que no solo a los de Bolea, pero aun a la gente de los dos reynos pervirtió de manera, que se ofrecieron a servirle y seguirle contra cualquiera. Como el Rey llegase a Bolea, y la hallase muy puesta en defensa, y a la devoción de don Fernando que estaba dentro, determinó pasar adelante, y apoderarse de los principales lugares y fuerzas de los dos reynos, con fin de romperla contra don Fernando. Sabido esto por don Fernando, de muy amargo y sentido por la muerte de Ahones, y mucho más por temerse, de que siendo él igual y mayor en la culpa, no fuese lo mismo de él: propuso de hacer rostro al Rey con abierta guerra: tanto que osó decir en público, no pararía un punto hasta que lo hubiese echado del Reyno. Lo cual pensaba él acabar fácilmente, por tener en poco al Rey así por su poca edad y experiencia, como por los muchos y muy principales amigos, que en la gobernación pasada él había granjeado, y sabía que no le habían de faltar. Por donde le fue muy fácil traer apliego la común rebelión de los de Zaragoza, con los demás pueblos grandes del reyno, excepto Calatayud (como dice la historia del Rey) y otros también escriben de Albarracín y Teruel que fueron fieles. mas no se contentó con lo de Aragón don Fernando, que tambien escribió al Vizconde don Guillé de Moncada en Cataluña, que de la guerra pasada quedaba muy escocido contra el Rey: para que con la más gente que pudiese viniese luego, y no perdiese tan buena ocasión para vengarse de lo pasado. De suerte que el Vizconde solicitado del intrínseco odio y temor que al Rey tenía, no dejó de intentar cuanto contra su real persona se le ofrecía, en que podelle ofender.

Capítulo II. De la venida del Vizconde de Cardona en favor del Rey, y de los extremos que hacía el Obispo de Zaragoza por vengar la muerte de Ahones, y de la matanza que don Blasco hizo en los zaragozanos.

Sabido por el Rey lo que pasaba, y que don Fernando se ponía muy de veras contra él en esta guerra, dejó la del monte, y descendió con su ejercito que ya iba creciendo a lo llano a la villa de Almudévar, de donde pasó a Pertusa en el territorio de Huesca. En esta sazón el Vizconde don
Ramón Folch de Cardona sabida la necesidad y trabajo en que el Rey estaba, y la junta de gente que el Vizconde de Bearne con los suyos hacían, para ir a favorecer a don Fernando contra el Rey, junto con don Guillen Ramón de Cardona su hermano, una muy escogida banda de hasta 60 hombres de armas. Y partido para Aragón llegó primero que todos los demás socorros que vinieron, a los contornos de Zaragoza, donde halló al Rey, al cual se ofreció con todo su poder y gente para servirle hasta morir en su defensa. Esta venida del Vizconde con tan principal socorro fue tenida en mucho por el Rey, así por ser tan a tiempo, como porque con su autoridad y ejemplo el Vizconde movió a muchos en Cataluña para seguir y favorecer la parcialidad Real: lo mandó (mandolo) alojar con toda su gente muy principalmente: y pues se halló con tan buen cuerpo de guarda, mandó a don Blasco de Alagón, y a don Artal de Luna fuesen con una compañía de infantería, y una banda de caballos a hacer guarda en la villa de Alagón contra los Zaragozanos, que por no haberlos seguido juraron de saquearla: quedándose con el Rey don Atho de Foces, don Rodrigo Lizana, don Ladrón, y el Vizconde con su gente. A vueltas de todo esto, el Obispo de Zaragoza había juntado gran número de soldados de los que habían quedado de Ahones su hermano, y estaba tan puesto en la venganza de su muerte, que sin acordarse de su dignidad Pontifical, ni del respeto que a su Rey debía, demás del escándalo y mal ejemplo que de si daba, salió a puesta de Sol de Zaragoza
con su ejército, y marchando toda la noche llegó a la villa de Alcubierre, la cual por no haber querido poco antes, siendo requerida, juntarse con los de Zaragoza contra el Rey, la dio a saco: y por ser en tiempo santo de la cuaresma, para quitar de escrúpulo a sus soldados, decía voz en grito y con furiosa ira, que era tan santa y justa la guerra que contra el Rey hacía como contra Turcos, y por tanto absolvía, armado como estaba, a todos de la culpa y escrúpulo, que por el saco hecho tenían, y por mucho más que hiciesen. Demás que no solo afirmaba con pertinacia, que gente que se empleaba contra el tirano por la salud y libertad de la Repub. podía sin escrúpulo comer carne en los días prohibidos, pero aun prometía la celestial gloria a cuantos en esta guerra le seguían. También por otra parte los Zaragozanos por dar alguna muestra y señal de su mala liga y rebelión contra el Rey salieron segunda vez para el Castellar, que está cerca de Alagón, río en medio; el cual pasaron en barcos, y puestos en celada, enviaron alguna gente delante, porque fuesen vistos de los de Alagón, a efecto de que, saliendo sobre ellos, se retirarían con buen orden, hasta traerlos a dar en la celada. Como don Blasco y don Artal los vieron, sospechando lo que podía ser, se detuvieron aquella tarde, y los Zaragozanos viendo que no salían a ellos, se retiraron a la otra parte del río, por estar más seguros. Dejando pues don Blasco alguna gente de guarda en la villa salió a media noche con toda la caballería, y pasaron a Ebro con poco estruendo en los mismos barcos, y al romper del alba, dieron sobre los Zaragozanos, que los hallaron durmiendo, sin centinelas, y bien descuidados: y de tal manera los persiguieron que entre muertos y presos fueron trescientos, huyendo los demás. Esta victoria fue para el Rey y los de su parcialidad muy alegre, porque se creyó que todas las aldeas como miembros, entendiendo que la cabeza era vencida, perderían el orgullo, y se rendirían más presto. Luego vino el Rey a verse con los vencedores, para hacerles por ello las gracias, y tratar sobre lo que harían.


Capítulo III. De los aparatos de guerra que el Rey hacía, para el saco de Ponciano, y cerco que puso sobre la villa de las Cellas, y como fue presa.

En este medio que el Rey se detuvo en Pertusa, distrito de Huesca, mandó armar diversos trabucos e instrumentos de guerra, y asentarlos sobre los carros para llevarlos de una parte a otra (aunque con grande dificultad, por ser la tierra fragosa) por lo mucho que se había de valer de ellos en tan larga y porfiada guerra, como se le aparejaba. A la cual se preparaba con tanto ánimo, que como a uso de Vizcaínos, a más tormenta más vela, así cuanto más crecían los enemigos y rebeldes, tanto más ensanchaba su pecho, y se disponía a resistirles. Volviendo pues de Alagón para Pertusa, y llevando consigo al Vizconde con los suyos y la demás gente de guarda, de paso dieron asalto a la villa de Ponciano, que estaba por don Fernando: la cual fue luego entrada y saqueada. De allí pasó a la villa de las Cellas junto a Pertusa, y puso cerco sobre ella, y aunque estaban la villa y fortaleza muy bastecidas de gente y municiones, al tercero día que plantaron las máquinas y trabucos hacia las partes más flacas del muro, y comenzaron a batirlas, el Alcayde de la fortaleza vino a concierto con el Rey, que si dentro de ocho días no le venía socorro, le entregaría la fortaleza con la villa. Aceptó el rey el concierto, y un día antes que se cumpliese el plazo, dejando allí su ejército, pasó con poca gente a Pertusa, para dar prisa a juntar los Pertusanos con la Infantería de Barbastro, y Beruegal que había mandado venir, para que el siguiente día se hallasen todos en la presa de las Cellas.
En este mismo punto que el Rey estaba rezando en la iglesia de Pertusa, vieron de lejos venir hacia la villa al galope dos caballeros armados en blanco por el camino de Zaragoza, y eran Peregrin
Atrogillo, y su hermano don Gil. Llegados al Rey le avisaron como don Fernando y don Pedro Cornel, con ejército formado de la gente de que Zaragoza y Huesca, venía a más andar en ayuda de las Cellas, y no quedaban lejos. Como esto entendió el Rey, luego se puso en orden, y se partió con solos cuatro de a caballo para las Cellas. Mandando a los Pertusanos con los de Barbastro y Beruegal le siguiesen. Llegado a los alojamientos do habían quedado el Vizconde y don Guillen su hermano, con don Rodrigo Lizana, que con todo el ejército no pasaban de ochocientos hombres de armas, y mil y seiscientos Infantes, determinó esperar con estos a don Fernando: ni temió los grandes escuadrones de las ciudades, con ser cuatro tantos más que los suyos, por más empauesados que viniesen, como se decía. Había entonces en el Consejo del Rey un don Pedro Pomar, hombre anciano, y muy experimentado en cosas de paz y guerra, el cual considerando el mucho poder del ejército de don Fernando, que en número y bien armado excedía de mucho al del Rey, según los caballeros que truxeron la nueua lo afirmaban, y que la persona Real estaba en muy grande y manifiesto peligro, le pareció (pareciole) exhortar al Rey, mas le rogó que con gran presteza se subiese en un monte alto, que estaba junto a la villa, adonde con la aspereza del lugar defendiese su persona, hasta que llegase el socorro de los pueblos que aguardaba. Al cual respondió el Rey animosa y varonilmente, diciendo. Sabed don Pedro que yo soy el verdadero y legítimo Rey de Aragón, y que tengo muy justo y legítimo Señorío y mando sobre aquellos, que siendo mis verdaderos súbditos y vasallos toman injustamente las armas contra mí, como esclavos que se amotinan contra su señor. Por tanto confiando en la suprema justicia de Dios, y que tengo ante su divina Majestad más justificada mi causa que ellos, no dudo que con su divino favor podré con los pocos que tengo, resistir y vencer el grande ejército de los rebeldes y fementidos que viene contra mí, y así mi determinación es hoy en este día, o tomar por fuerza de armas la villa, o morir ante los muros de ella. Por eso vuestro consejo de fiel y prudente amigo guardadlo (guardaldo) para otro tiempo, que aprovechará con más honra que agora. Como acabó de decir esto, comenzó más animoso que nunca a instruir y poner en orden los escuadrones, con tanta diligencia y valor, como si ya estuvieran presentes, y le presentaran la batalla los enemigos: los cuales, como ni pareciesen, ni llegasen, y el plazo fuese cumplido, la villa con sus fortaleza se le entregó libremente, y fue librada de saco.

Capítulo IIII (IV). Como vino el Arzobispo de Tarragona a concertar al Rey con don Fernando, y no pudo: y como los de Huesca con astucia hicieron venir al Rey, y del gran trabajo en que se vio con ellos.

Tomada la villa de las Cellas, y bien fortificada su fortaleza de gente y municiones, el Rey se volvió a Pertusa, adonde poco antes era llegado don Aspargo Arzobispo de Tarragona, hombre muy pío y sabio, y (como dijimos) pariente del Rey muy cercano: el cual entendidas las diferencias del Rey y don Fernando, de las cuales cada día se seguían tan grandes novedades, daños, y divisiones de pueblos en los dos Reynos: tanto, que ya en Cataluña se iba perdiendo autoridad y obediencia del Rey, y cada uno vivía como quería, puso todas sus fuerzas en apaciguar, y concordar tío con sobrino, por divertirlos de tan escandalosa guerra como se hacían el uno al otro. Mas como el odio estuviese en ellos tan encarnizado, por estar don Fernando tan persuadido que había de reynar, cuanto el Rey determinado de no perder un punto de su derecho, y posesión del Reyno, dexolos: y sin acabar cosa alguna se volvió a Tarragona, a encomendarlo todo a nuestro señor, y rogarle por
el estado de la paz. En este medio los de Huesca que vieron perdidas las Cellas, comenzaron a apartarse del bando de don Fernando, y a descubrirse entre ellos la parcialidad del Rey, aunque más flaca que la de don Fernando: pero muchos deseaban pasarse a ella, sino que con mañas prevalecía siempre la contraria, porque don Fernando, en aquel poco tiempo que estuvo recogido en el monasterio, o Abadía de Montaragon, junto a Huesca, teniendo ojo a lo por venir, tenía corrompidos y atraídos a si los de la ciudad con presentes, dádivas, y muy largas promesas. De manera que en los ayuntamientos venciendo la parte mayor (como suele ser) a la mejor, la de don Fernando prevalecía, y no se hacía más de lo que él quería, por donde los desta parcialidad en nombre de toda la ciudad, comenzaron con grande astucia a inventar contra el Rey cosas nuevas. Porque entrando en consejo trataron engañosamente con Martín Perexolo juez de la ciudad por el Rey puesto, y con los de la parcialidad Real, que hiciesen saber al Rey como los de Huesca le eran muy verdaderos súbditos y fieles vasallos, y deseaban mucho viniese a verlos y tratarlos, que lo recibirían con grandísima honra y aplauso del pueblo, y sin réplica harían por él cuanto les mandase. Como el Rey entendió esto de los de Huesca, y tuviese el ánimo fácil y sencillo para echar siempre las cosas a la mejor parte, sin tener ninguna sospecha dellos, dejó el ejército encomendado al Vizconde y acompañado de muy pocos, por no dar que temer al pueblo, se partió para Huesca. Llegado a vista de ella le salieron a recibir veynte ciudadanos de los más principales a la ermita de las Salas: y como le recibieron con mucha honra y fiesta: así también el Rey recogió a todos ellos con grande benignidad y alegre rostro, y porque conociesen por cuan fieles súbditos los tenía y los amaba, les habló con palabras muy amigables, y de tanta llaneza como si fuera compañero entre ellos, y trayendo cabe si a don Rodrigo Lizana, don Blasco Maza, Assalid Gudal, y Pelegrin Bolas, principales caballeros de su consejo, entró en la ciudad. Por aquel día el pueblo le recibió con tantos juegos y regocijo, que pareció dar de si muy grandes indicios de fidelidad: pero en anochecer tocaron al arma, y se vinieron a poner a las puertas de palacio, cien hombres armados como en centinela, guardando y rondando por de fuera el palacio toda la noche. Entendió el Rey lo que pasaba, y considerando el grande peligro en que estaba, en siendo de día disimuladamente, y con gran serenidad de rostro envió a llamar los más principales de la ciudad, y mandó convocasen todo el consejo allí en palacio, adonde dentro del patio, que era grande, concurrió toda la ciudad y pueblo, y el Rey puesto a caballo, señalando silencio, les habló desta manera.


Capítulo V. Del razonamiento que el Rey hizo a los de Huesca, y como acometieron de prendelle.

Hombres buenos de Huesca, no creo que ninguno de vosotros ignora ser yo vuestro verdadero y legítimo Rey, y que poseo y soy señor vuestro, y de vuestras haciendas por derecho de sucesión y herencia. Porque xiiij. generaciones han pasado hasta hoy, que yo y nuestros antepasados por recta linea poseemos el Reyno de Aragón. Por lo cual, con la continuación de tan larga prescripción, se ha seguido tan estrecha hermandad de nuestro señorío con vuestra fiel obediencia y servicio, que ya como natural, y que tiene su asiento y rayz en los ánimos, ha de ser preferida a cualquier obligación de parentesco y sangre: porque esta se puede deshacer con el tiempo; y la otra es tan indisoluble, que antes suele con el mismo tiempo acrecentarse más. Por esta causa he siempre deseado, que de la afición y amor que os tengo, naciese la pacificación vuestra, para mayor honra y utilidad del pueblo, y para mejor ampliaros los fueros que nuestros antepasados os concedieron: si con la inviolable fé, y obediencia que siempre habéis tenido con ellos, correspondiese ahora conmigo vuestra fidelidad y servicio. Por donde ya que con tantos y tan manifiestos indicios y señales de alegría y contentamiento habéis solemnizado (solenizado) y festejado la entrada de vuestro Rey, no debíais (deuiades) agora de nuevo deslustrarla con tanto estruendo de armas, y aparatos de guerra: porque no
diérades ocasión alguna para desconfiar de vuestra fidelidad. Mayormente que yo no he venido sin ser llamado, antes he sido para ello muy rogado de vosotros, y que de muy confiado de vuestra debida fé y prometida obediencia, he dejado el ejército, y entrado en esta ciudad, no cierto para destruirla, sino para más ennoblecerla, y magnificarla. Como llegó el Rey a este punto, levantose tal murmuración del pueblo contra los que regían, que no pudo pasar más adelante su plática. Sino que haciendo señal de silencio, se adelantó uno de los principales del regimiento antes que los del consejo respondiesen, y dijo, que los de Huesca siempre habían tenido y tenían por muy cierto, que su real ánimo era propicio y favorable para ellos, y que de allí adelante lo ternia mucho más: pues para más manifestar la buena voluntad que les tenía, les había hablado con palabras de mucho amor, y con tanta mansedumbre: y así por esto el pueblo tendría (ternia) su consejo, y harían en todo lo que el mandaba. Con esto se recogieron los principales del, quedándose el Rey a caballo en el patio, y se encerraron en las casas del Abad de Montearagón, adonde sin tener más respeto a la persona del Rey, tuvieron entre si diversas y largas pláticas con la contradicción de algunos que defendían la parte del Rey, interviniendo (entreuiniendo) en ellas muchas voces y porfías: aunque siempre prevalecía como está dicho, la parcialidad de don Fernando, demás que por alterar al pueblo, no faltaron algunos malsines, que sembraron rumores, afirmando muy de veras que el Vizconde de Cardona, después de haber bien reforzado el ejército Real, venía so color de librar al Rey a saquear a Huesca. Por donde comenzándose a alborotar la gente popular, los congregados se salieron a fuera para tocar al arma. Pero el Rey les aseguró, y mandó se estuviesen quedos, y volviesen a su consejo, porque estando él presente no se desmandaría el ejército. Quietáronse algo, aunque siempre quedaron los ánimos alterados, y muy puestos en poner las manos en el Rey, de muy accionados a don Fernando, y sobornados por él: pero cuanto más miraban su Real persona tanto más les faltaba el ánimo y fuerzas para hacerlo, y con ello dilataron el consejo para otro día, diciendo, que por entonces no había lugar para responder al Rey, y así se despidieron todos, quedando encargados cada uno, de lo que había de hacer.

Capítulo VI. Del astucia que usó el Rey para burlar a los de Huesca, y como se salió libre con toda su gente de ella.

Sabiendo el Rey por algunos de su parcialidad lo que había pasado en consejo, y del secreto orden que cada uno traía de lo que había de hacer, todo por orden de don Fernando, que siempre llevaba sus malas intenciones adelante, apeose del caballo, y subiose a su aposento con la gente de guarda, que ya le había acudido alguna: repartiéndola, parte por las puertas grandes, parte por la sala y antecámara. Estaban con el Rey los mismos don Rodrigo de Lizana, Gudal, y Rabaça, hombre de gran juicio, y (como dice la historia) muy entendido en negocios. Llegaron en aquella sazón don Bernardo Guillen tío del Rey, y don Ramó de Mópeller pariente del mismo, y Lope Ximenez de Luesia. Los cuales poco a poco con razonable copia de gente de a caballo bien armados se habían entrado en la ciudad, sin que nadie se los estorbase. Sobresto nació nueva revolución en el pueblo, y se sintió gran estruendo de armas, ya con manifiesta determinación de prender al Rey. Porque a la hora atravesaron muchas cadenas por las calles y pusieron de ciertos a ciertos lugares cuerpo de guarda, porque no pudiese escapar hombre de a caballo, cerrando con mucha presteza las puertas de la ciudad. Como entendió esto el Rey usó con ellos de astucia y ardid admirable. Mandó luego aparejar un convite opulentísimo, y a gran prisa buscar todo género de servicios por la ciudad, enviando algunos de ella por las aldeas a traer terneras y volatería, y convidar los principales del pueblo, para que se descuidasen y perdiesen la sospecha que tenían de su ida: lo que el pueblo aceptó de muy buena gana. En este medio echose el Rey encima una cota de malla, y subiendo en su caballo, y con él don Rodrigo y don Blasco y tres otros, se salieron por la puerta falsa de Palacio, y por ciertas calles secretas descendieron a la puerta Isuela por donde van a Bolea. Mas hallándola cerrada, y sin gente de guarda, forzaron a los que tenían las llaves a que la abriesen. La cual abierta, parose el Rey en medio de ella hasta que llegase toda su gente de a caballo que ya venía con diligencia y salidos a fuera al punto de medio día, con el fervor del Sol, y a vista de todo el pueblo, hicieron su camino. hasta que encontraron con el Vizconde que ya venía con el resto del ejército, y juntos como paseando se fueron a Pertusa.


Capítulo VII. Del sentimiento que el Rey hizo por la muerte del Papa Honorio, y como concertó las diferencias de don Fernando con don Nuño Sánchez, y del Vizconde de Cardona con el de Bearne.


Estando el Rey en Pertusa le llegó nueva de Roma de la muerte del sumo Pontífice Honorio iij. la cual sintió el Rey en extremo. Porque este Pontífice tuvo siempre por muy proprias sus cosas cuando niño, y las de la Reyna María su madre, como en el libro 2 se ha dicho. Y si no fuera por la ocupación y embarazos de la guerra, y falta de aparatos, le hubiera hecho las obsequias con aquella suntuosidad y pompa que se debía. Escribió luego al sucesor que fue Gregorio ix. dándole el para bien del Pontificado. Encomendándole a si y a sus cosas, y prometiendo en su nombre y de sus Reynos toda obediencia y servicio a su santidad, y a la santa sede Apostólica. Allí también
supo el Rey de algunos que acudieron de Huesca, la secreta conjuración que había en ella para prender su persona, por inducción (inductió) de don Fernando, el cual si acudiera luego, o hiciera alguna muestra dello, sin duda que se desacataran, y pusieran en ejecución lo que pensaban. Por donde no acudiendo, quedó su parcialidad tan afrentada y corrida, que si el Rey entonces quisiera perseguir a don Fernando todos le siguieran, pero
túvole el Rey siempre tanto respeto que jamás pudo acabar consigo de hacerle guerra de propósito, esperando su conversión y reconocimiento, y que se apartaría del mal uso que tenía de darle tantas veces con la mocedad en rostro. Puesto que así las malas palabras, como las peores obras de don Fernando, el buen Rey las disimulaba, y como hemos dicho, las tomaba como por ejercicio de su paciencia y magnanimidad: y pudo tanto con estas dos virtudes, que con ellas no solo confundía a sus enemigos y malévolos, pero asimismo domaba, templando el ardor de su mocedad, y dando siempre lugar a que la razón se enseñorease en él, y fuese suave su reynar. Porque aunque toda la vida se le pasó en guerra, su fin fue siempre la paz y concordia, y no había cosa en que de mejor gana se emplease, que en averiguar diferencias, y atajar distensiones entre los suyos: pues sin quererse acordar de las ofensas de don Fernando, ofreciéndose ciertas diferencias bien reñidas entre él y don Nuño, que era persona tal, que si el Rey le hiciera espaldas, sacara a don Fernando del mundo, no solo no lo hizo, pero mostró querer hacer la parte de don Fernando, procurando de atraer a don Nuño a la concordia con un tan formado enemigo de los dos. También tomó a su cargo de concertar otras semejantes y mayores diferencias y bandos antiguos entre los Vizcondes de Cardona y el de Bearne. Las cuales eran de tanto peso, que habían puesto a toda Cataluña en dos parcialidades, con grande quiebra de la autoridad y jurisdicción Real. Mas por mandato del Rey, así el de Bearne, como don Guillen Ramón su hermano, y todos los de su bando, con haber recibido grandes daños y menoscabos de hacienda en estas distensiones (dissensiones) fueron contentos de hacer por manos del Rey treguas por diez años con el Vizconde de Cardona, para que con tan larga quietud la paz se confirmase entre ellos. Con tal que el de Cardona diese cinco castillos, con otros tantos hijos de principales en rehenes, con condición que dentro de cinco años no rompiendo la paz, pudiese librar cada año un castillo, con uno de los rehenes, pero si durante aquel tiempo rompía la tregua, o se cometiese algo de parte del Vizconde contra el de Bearne, los castillos del de Cardona con las rehenes fuesen perdidos. Y que de los daños por ambas partes recibidos no se hablase, porque eran iguales, con otras muchas condiciones que seria superfluo aquí ponerlas. Sino que en conclusión, anularon, y tuvieron por revocados cualesquier derechos, pactos, condiciones y promesas, que con cualesquier personas para esta guerra se hubiesen firmado. Exceptuando solamente los derechos Reales: y que de nuevo por ambas partes se diese la obediencia y prestase homenaje al Rey.

Capítulo VIII. De la unión y conciertos que entre si firmaron las ciudades de Jaca, Huesca y Zaragoza.

Apaciguadas las arriba dichas diferencias entre los Vizcondes y los demás, en los dos reynos, de las cuales pudo mucho valerse don Fernando para perturbar el gobierno del reyno: mas como ya
le faltasen las amistades, comenzó de allí adelante a venir muy albaxo su parcialidad, y prevalecer la real. En tanto que convencido él mismo, no menos de la paciencia del Rey, que de su propria conciencia, vino a decir que quería públicamente dar la obediencia al Rey para ejemplo de todos. Puesto que en este mismo tiempo los de Zaragoza con los de Jaca y Huesca, que seguían la parcialidad de don Fernando, por sus procuradores y largos poderes, se juntaron en Iaca, que es una ciudad fuerte de las más cercanas y fronteras a la Guiayna, en medio de los montes Pyrineos, aunque en lugar llano fundada: donde hicieron una confederación y alianza entre si, dándose la fé unos a otros: y entre otras cosas prometieron, que en ningún tiempo se faltarían los unos a los otros, y que por el común y particular bien de cada una, se valdrían contra cualesquier personas de cualquier estado, orden y condición que fuesen, que por cualquier vía tentasen de perturbar sus repub. Desta conjuración, o unión se halla que fue la cabeza, e inventora Zaragoza. Las causas que para hacerla tuvieron, se decía era primeramente por la división de los Reynos, y el estar puestos tanto tiempo había en parcialidades: y por atajar los atrevidos acometimientos de la una parcialidad contra la otra, perturbando el orden y mando de la justicia, y abusando de la honestidad y religión. El Rey que oyó se hacían estos ayuntamientos sin su autoridad y licencia en tiempos tan turbados, túvolos por sospechosos: creyendo que se hacían, no tanto por algún buen fin, y beneficio público de las ciudades, cuanto por alguna secreta ponzoña que de nuevo habría sembrado don Fernando y los suyos. Y que ni fue por defenderse de los daños que las parcialidades se hacían unas a otras, sino para que con este color estuviesen siempre en armas para ofender más presto que para defenderse de otros.


Capítulo IX. Como don Fernando y el Vizconde de Bearne determinaron entregarse a la voluntad del Rey, y le enviaron sus embajadores sobre ello.

Cuanto más iba don Fernando pensando en su comenzado propósito y ánimo de quererse reconciliar con el Rey, tanto más hallaba le convenía ponerlo luego en efecto, antes que acabase de incurrir en mayor ira y desgracia suya. Puesto que las ciudades no dejaban secretamente de solicitarle, por haberse puesto por él tan adelante en su empresa, que casi le forzaban a proseguirla. Pero a la postre como se viese ya cargar de años, y se hallase muy cansado de haber andado tanto tiempo por el camino de la ambición y nunca llegar al fin pretendido: considerando entre si, que habiéndole Dios hecho tan aventajado en calidad, saber, y amigos, la fortuna siempre le deshacía sus cosas: y por el contrario las del Rey contra toda fortuna ser tan favorecidas: conoció que obraba Dios en estas, y que por no incurrir en la ira de Dios era menester renunciar a las suyas proprias y mal intencionadas obras, y entregarse del todo a la obediencia y voluntad del Rey. Y así determinó de comunicar esto con sus amigos, señaladamente con el Vizconde de Bearne, don Guillén de Moncada, y don Pedro Cornel los principales de su parcialidad y bando, que también estaban muy en desgracia del Rey (no hallándose allí don Guillen Ramón hermano del Vizconde que por cierta ocasión era vuelto a Cataluña) a los cuales de muy quebrantados de tantos y tan continuos trabajos de la guerra, sin hacer ningún efecto bueno en ella, fácilmente persuadió lo mucho que convenía tratar de esta común reconciliación de todos. Y así para mejor determinarse sobre ello, se fueron juntos a Huesca. Adonde concluido su propósito, envió don Fernando sus embajadores al Rey que estaba en Pertusa, haciéndole saber como él y el Vizconde con todos los principales de su parcialidad se habían juntado en Huesca, y por gracia de nuestro señor habían determinado de ponerse muy de veras en sus reales manos, a toda su voluntad y albedrío, con verdadero arrepentimiento de las ofensas y desacatos que le habían hecho, para pedirle humildemente perdón de todo. Y así suplicaban les diese licencia para ir a verse con él fuera de Pertusa, que la tenían por sospechosa, y la junta fuese con muy pocos de a caballo que llevarían consigo, con que no fuesen más los que su real persona trajese, y que habida licencia partirían luego. Propuesta y oída por el Rey la embajada, luego los del consejo y principales caballeros que con él estaban, se levantaron todos mostrando muy grande alegria, y dando voces de placer por tan felice nueva: entendiendo que de la reconciliación de don Fernando con el Rey se seguía toda la pacificación y quietud deseada para los reynos, y se acabada la guerra con el mayor honor y triunfo del Rey que desear se podía. Habido pues consejo sobre la embajada, se dio por respuesta a los embaxadores, que se les permitía a don Fernando, y al Vizconde y los demás, venir a esta junta a verse con el Rey en el monte de Alcalatén junto a Pertusa, con solos siete de a caballo, y que los aseguraba, debajo su Real fé y palabra, que no saldría con más de otros tantos dentro de tercero día.


Capítulo X. Como don Fernando y el de Bearne, y otros se entregaron al Rey y les perdonó, y se siguió de esto la general paz para todos los Reynos.

Expedidos los embajadores y vueltos a don Fernando, como entendió de ellos la benignidad con que el Rey los
haura recebido, y oydo su embajada, de más del regocijo y alegría que toda la Corte sentía, en tratarse de concordia, sintiola don Fernando mucho mayor, y el Vizconde con él, y luego se pusieron en camino. Mas no tardó el Rey de acudir al puesto, acompañado del Vizconde Folch de Cardona y su hermano don Guillé, don Atho de Foces, don Rodrigo Lizana, don Ladrón, de quien afirma el Rey ser de muy buen linaje, Assalid Gudal y Pelegrin Bolas, con otro que no se nombra. Vinieron con don Fernando y el Vizconde don Guillé de Moncada, don Pedro Cornel, Fernán Pérez de Pina, y otros en ygual número con los que el Rey traía. Y llegados al monte que tenía en lo alto su llanura, don Fernando con muy grande acatamiento y humildad, los ojos en tierra, juntamente con los demás se postró ante el Rey, el cual los recibió humanísimamente, abrazando a cada uno, y no sin lágrimas de todos. Y porque tomasen ánimo y hablasen libremente, les puso en pláticas de placer y regocijo, y respondieron con las mismas. Puesto que don Fernando, como a quien más tocaba hablar por todos, endreçaua toda la conversación a que su Real benignidad tuviese por bien de perdonar a él, y a sus compañeros, los atrevimientos y desacatos pasados cometidos contra su Real persona, y admitirles en todo su amor y gracia, como antes.
Pues se le debía como a tío, y deudo tan conjunto como a Eclesiástico, y que estaba con toda humildad rendido a sus pies, para que hiciese de él lo que fuese servido. Lo mismo rogó por el Vizconde que estaba en la misma forma humillados, pidiéndole perdón y la mano como vasallo suyo, de quien con todo su poder y estado se podía valer y servir como de un esclavo. A esto añadió el Vizconde, usando de la misma sumisión y acatamiento, como no ignoraba su Alteza cuan estrecho deudo tenían los suyos con los Condes de Barcelona que fueron los fundadores de aquel Principado. Y que por esto se le debían a él mayores mercedes, y había de ser restituido en mayor amor y gracia para con su real benignidad. Porque siendo su estado aventajado a todos los demás,
por el Vizcondado de Bearne, que era el más principal de toda la Gascuña, podía mejor y con mayor poder que todos servirle. Demás que cuanto había hecho antes, no había sido con ánimo de ofender, sino solo por defenderse de su real ira con que tanto le había perseguido: pero que si sus cosas se habían echado a mala parte, y a otro fin de lo que se hicieron, de nuevo pedía (pidia) perdón para si, y a los suyos: prometiendo que en ningún tiempo, por más ocasiones que se le diesen, movería guerra contra la corona real, antes se preciaría tanto de servirle, que merecería muy de veras su perpetua gracia y alabanza. Como pidiesen y protestasen lo mismo los demás con palabras humildes haciendo muestras de quererse postrar y besar los pies al Rey, él los levantó y se enterneció con ellos, y dijo que habido consejo respondería. Luego de común parecer los del Rey, se dio por respuesta tres cosas. La primera, que don Fernando, y el Vizconde de Bearne, con todos los de su parcialidad fuesen admitidos a perdón, y restituidos en la gracia del Rey.
La segunda, que las diferencias y pretensiones de ambas partes, por ser negocios gravísimos, y que consistían en materia de justicia, se remitiesen a la determinación de los jueces que se nombrarían para ello. La postrera, cerca de las novedades de las ciudades por haberse de nuevo conjurado, y hecho unión por si, quedase a solo arbitrio del Rey declarar sobre ellas. Determinados estos capítulos y notificados a las partes, y por todos aceptados, don Fernando y el Vizconde con los demás de su parte besaron con grande afición y humildad al Rey las manos, el cual con mucho regocijo, de uno en uno los abrazó a todos, y se entraron en Pertusa, donde el Rey los mandó
aposentar y regalar esplendidísimamente, con ygual contentamiento y placer de ambas partes. Pues como luego se divulgase por todo el Reyno la alegre y tan deseada nueva de esta concordia, los Prelados mandaron hacer por todas las yglesias de sus distritos grandes procesiones de gracias, con muchos sacrificios a nuestro señor, por tan felice pacificación y concordia: los pueblos las celebraron con muchas fiestas, danzas, y regocijos en señal de universal contentamiento de todos. Porque aunque las diferencias que de la guerra quedaban por averiguar entre los pueblos, eran grandes, y los daños de ambas partes infinitos, y muy difícil la recompensa dellos, el deseo de la paz, y vivir con tranquilidad cada uno en su casa era tanto, que vino a ser fácil y suave, lo que antes parecía muy áspero, e imposible.


Capítulo XI. De las capitulaciones que se hicieron para asentar las demandas que por ambas partes había, para reparo de los daños por la guerra causados.

Para que la deseada paz y concordia viniese a debido efecto, fue necesario capitular primero sobre el asiento que se había de dar en el reparo de tantos daños, y pérdidas que por las guerras se habían padecido. Para esto se nombraron jueces supremos el Arzobispo de Tarragona, el Obispo de Lerida, y el comendador Monpensier vicario del Maestre del Temple en los reynos de España. A estos se remitió el examen y declaración de todas sus diferencias y pretensiones. Y prestado el juramento por ambas partes, prometieron de estar al parecer y determinación dellos.
Lo más principal y más difícil de todo era la enmienda y recompensa de los daños que el Rey había recibido de la primera conjuración de don Fernando y del Obispo hermano de Ahones, y hecha en su nombre de Sancha Pérez viuda, y también de don Pedro Cornel, Pedro Iordan, y G. Atorella. Los cuales daños demandaba el Fisco Real, y se habían de rehacer: también la
fe promesas y pactos de los de la parcialidad de don Fernando, que a fin de llevar adelante la conjuración se firmaron con juramento, se habían de anular, y deshacer del todo. A lo cual oponía el Obispo, aunque absente, debían primero restituirle las villas y castillos que el Rey, muerto Ahones, le había tomado por fuerza de armas, con una gran suma de dinero prestado, por el cual le habían dado en rehenes ciertas villas y castillos, sin los que tenía en los reynos de Sobrarbe y Ribagorza. Finalmente oídas de parte del Obispo, y del Fisco real sus demandas, Los jueces juzgaron, cuanto a lo primero, Que don Fernando y los demás de su bando entregasen al Rey todos los instrumentos de la conjuración, así de los caballeros, como de las ciudades, como de otras cualesquier personas, en cualquier tiempo hechos. Que don Fernando y los demás conjurados de nuevo diesen la fé y obediencia al Rey. Que el Rey no teniendo otro más conjunto pariente que a don Fernando, le diese para su ayuda de costa en honor xxx. caballerías, o la renta de ellas, en cada un año, durante su vida. Que assi mesmo le perdonase muy de corazón, y le absolviese de cualquier crimen lese magestatis, y de toda otra culpa en que por la conjuración hubiese incurrido, y le diese su fé y palabra que para en lo por venir podía seguramente, sin ningún recelo entregarse a su mero imperio y voluntad. Lo mismo se hizo con don Sancho el Obispo, aunque absente, que había de ser restituido en la gracia del Rey: y también por haber hecho todo lo que hizo: por el gran dolor que de la muerte de su hermano tuvo, fuese libre y absuelto de toda culpa, teniendo de allí a delante al Obispo, y a la sancta cathedral yglesia de Zaragoza por muy encomendados. Que los castillos y lugares que Ahones viviendo poseía por mano del Rey, fuesen restituidos al patrimonio real: mas los que poseía por derecho de sucesión y herencia, viniesen al Obispo su hermano, a quien también se pagase cualquier suma de dinero que a Ahones el Rey debiese. De la misma gracia y clemencia usó el Rey con Cornel, Atorella y Iordán, y con los demás que siguieron la parcialidad de don Fernando. Demás desto fueron libres de cárceles y cadenas todos cuantos presos hubo (vuo) por ambas partes, y también los castillos y villas que se hallaron usurpadas, se restituyeron a sus propios señores: excepto el castillo y villa de las Cellas, que por haberlos tomado el Rey por guerra, quedaban incorporadas en la corona real. Finalmente declararon que se habían de conceder treguas y salvo conduto por tiempo de onze años a todos los que serían acusados de comuneros, para que dentro de aquel término pudiesen alcanzar perdón del Rey. El cual no dejó entre estas cosas de acordarse de algunos principales que en el más trabajoso y peligroso tiempo de su vida, fidelísimamente le siguieron, y en sus tan grandes necesidades le valieron con sus personas, vidas y haciendas, hallándose siempre a su lado. Porque a cada uno de estos hizo mercedes, y dio más caballerías de honor. Señaladamente a don Artal de Luna, a quien dio perpetua la gobernación de la ciudad de Borja: y a don Garces Aguilar comendador de la orden de Calatrava en Aragón, la encomienda mayor de la villa de Alcañiz, y a don Pérez Aguilar la señoría de la villa de Rhoda ribera de Xalon. A los cuales no solo estas mercedes, pero muchas caballerías que tenían dudosas se las confirmó, y dio de nuevo. Es bien de creer que a todos los demás que le siguieron y sirvieron, aunque no están en su historia nombrados, hizo el Rey grandes mercedes.


Capítulo XII. Como sabiendo las tres ciudades que el Rey se había reservado el concierto con ellas, le enviaron embajadas para entregársele, y de las condiciones con que fueron perdonados.

Como los ciudadanos de Zaragoza, Huesca y Iaca, que poco antes como dijimos, con falso nombre de defensa, tácitamente se eximían, y alzaban con la jurisdicción Real, entendieron que habiendo el Rey concertado y restituido en su gracia a don Fernando, y perdonado a todos los de su parcialidad, y a las demás villas y lugares que le siguieron, y que a solas ellas excluía del perdón general, y se quedaban afuera: hicieron otra junta en Iaca: y luego determinaron hacer embajada al Rey, por certificarse de su deliberación y ánimo para con ellas. Para esto Zaragoza envió sus cinco jurados, o regidores, Huesca y Iaca los principales de cada pueblo, con bastantísimos poderes para tratar de cualesquier partidos y conciertos, a fin de alcanzar universal perdón para todos. Llegados pues los embajadores a Pertusa, y entendido que el ánimo del Rey estaba muy
desabridos contra las ciudades: que lo colligieron, viendo la poca cuenta y fiesta que la villa hizo en su entrada, y porque los de palacio, a cuyo favor y medio venían remetidos, les dijeron que el Rey no les oiría de buena gana, se fueron para los Prelados Iuezes, a los cuales mostraron los poderes que traían, que no contenían otro en suma, que pedir paz y perdón, y que solo fuesen restituidos en la gracia y merced del Rey, se obligarían a cumplir en su nombre y de las ciudades, todos y cualesquier decretos y mandamientos, que por ellos fuesen determinados. Hecha relación de todo esto, y satisfecho el Rey mandó sentenciar a los jueces. Lo primero que ante todas cosas las ciudades anulasen y deshiciesen todos y cualesquier pactos, condiciones, promesas y juramentos de conjuración, por cualesquier personas y ciudadanos hechos contra la autoridad, jurisdicción, y persona Real, tácita, o expresamente. Lo segundo que por cada una de ellas se diese al Rey de nuevo la pública fé y obediencia con pleito y homenaje. Lo tercero, que todas las injurias, menoscabos, y daños que hubiesen padecido y recibido del ejército del Rey, fuesen absolutamente remetidos y olvidados. Lo último que todos los que fueron presos por haber seguido la parcialidad del Rey y sus bienes robados, fuesen libres de ellas y que del común, y propios de sus ciudades les fuesen restituidas todas sus haciendas. Oídos por los embajadores los decretos publicados por los jueces, y hallándose con suficientes poderes para venir bien en ellos: demás de lo que de palabra habían entendido de las ciudades, que solo alcanzasen perdón del Rey, los condenasen en cuanto quisiesen, los aceptaron y ratificaron sin excepción alguna. Con esto mandó el Rey se librasen de las cárceles todos los presos de las ciudades, y se entregasen a los embajadores. Los cuales con mucha alegría y hazimiento de gracias besaron las manos al Rey, y fueron admitidos con sus principales al general perdón, y se volvieron muy contentos y pagados de la magnanimidad y benignidad del Rey. De lo cual, las ciudades quedaron muy satisfechas, y fuera de todo recelo, y de allí adelante le sirvieron y guardaron toda fidelidad.

Capítulo XIII. Como Avrembiax hija del Conde de Urgel pidió al Rey le mandase restituir el condado, y de las condiciones con que el Rey se ofreció de conquistarlo.

Acabados de firmar por el Rey los capítulos de la paz y perdón general, y de nuevo confirmados todos los fueros, privilegios y libertades por los Reyes sus antecesores a las villas y ciudades del reyno concedidas, pacificada la tierra, se partió para Lerida. Con fin de dar una vista por Cataluña, y con su presencia reducir los ánimos de algunos señores, y Barones, y aun de los pueblos que por ocasión de la guerra y parcialidad del Vizconde de Bearne, estaban muy estragados y enajenados de su amor y respeto. A donde (para que el fin de una guerra y trabajos fuese principio de otra) había
llegado Aurembiax hija de Armengol vltimo Conde de Urgel, a la cual, como dijimos en el libro precedente, el Rey había mandado reservar su derecho para pedir el condado a don Guerao Vizconde de Cabrera, que se lo había tomado por fuerza de armas: pues con esta condición había el Rey permitido al Vizconde poco antes que retuviese el Condado. Esta petición como fuese justa, y tocase a la persona Real hacerla buena y cumplirla, por haberlo así prometido, respondió a Aurembiax que tomaría la empresa por propria, y con las condiciones que fue entre ellos concertado antes, la llevaría a debido efecto: si primero ella como a legítima heredera que era del condado,
renunciase todo el derecho y acción que contra la ciudad de Lérida podía pretender, por cualquier derecho y acción que a ella tuviese por los Condes sus antepasados. Lo segundo que después de hecho el concierto reconociese haber recebido el condado de mano del Rey por derecho de feudo. Lo tercero que ella y sus sucesores en el condado, en tiempo de paz, y guerra, fuesen obligados de recoger al Rey, y a sus sucesores, en las nueve villas y fortalezas que son Agramonte, Linerola, Menargues, Balaguer, Albesa, Pons, Vliana, Calasanz y Monmagastre. Obligándose también el Rey de hacer restituir a la Condesa las villas y castillos que le había usurpado Pontio Cabrera, hijo de don Guerao. Finalmente concedió todo lo sobredicho la Condesa, y dio de nuevo por especial promesa al Rey, que no se casaría sino con quien él le mandase. Concluidos estos conciertos, el Rey
pmetio y juró sobre su corona real en presencia de los suyos, y de los que acompañaban a la Condesa, que no dejaría de emplear todo su poder y fuerzas hasta poner a la Condesa en pacífica posesión de todo el Condado.


Capítulo XIV. Como fue mandado citar el Conde Guerao, y no compareciendo personalmente, el Rey conquistó muchos pueblos del Condado.


Hecho y jurado el concierto con la Condesa, mandó el Rey juntar los dos consejos de paz y de guerra en los cuales se halló presidente don Berenguer Eril Obispo de Lérida, y se determinó por ellos que don Guerao Cabrera fuese llamado a juicio, y que dentro cierto término pareciese ante el
Rey, para que oída la petición de la condesa respondiese a ella. Pero ni don Guerao, ni Pontio su hijo, aunque fueron dos veces citados, comparecieron: solo don Guillen hermano del Vizconde de Cardona se presentó ante el Rey en nombre de don Guerao, diciendo, que el Vizconde de Cabrera y Conde de Urgel, por ningún derecho era obligado a comparecer en juicio, porque con justo título
por tiempo de xx. años y más, poseía pacíficamente aquel estado. Como se opusiese contra esto Guillén Zasala el más famoso letrado de su tiempo, alegando leyes en favor de los derechos de la condesa, y propusiese que el Rey forzase a don Guerao restituyese todas las villas y lugares que le había usurpado, dicen que don Guillén no respondió otra cosa, sino que el Conde de Cabrera no había de perder punto de su justicia por la infinidad de leyes alegadas por Zasala, señalando que
este pleyto no se había de averiguar ante juez letrado, sino armado: porque era de aquellos que consisten en la punta de la lanza. Y así con esto se despidió don Guillen. Cuyas palabras entendió el Rey muy bien, y vista la dureza y obstinación de don Guerao, y que no con palabras sino con armas se había de ablandar, escribió a los de Tamarit de Litera villa principal, que otros dicen de Santisteuá, y es de gente belicosa, cercana a Lerida, mandado a los oficiales Reales, que con la más
gente que pudiesen, viniesen, trayéndose provisión para tres días, a la villa de Albesa del Condado de Urgel. También escribió a don Guillen de Moncada hermano del Vizconde de Bearne, y a don
Guillen Ceruera barones principales de Cataluña, rogándoles que con toda la gente que pudiesen, suya y de sus amigos, acudiesen a favorecerle en esta guerra: la cual había determinado hacer en persona, confiado de su socorro. Partió luego de Lérida con tan pocos para comenzarla, que trayendo consigo a don Pedro Cornel, que llevaba la auanguardia, apenas le siguieron xiij. de a caballo. Llegó a Albesa, a donde aunque no asomaba la gente de Tamarit, hallando allí a Beltrá Calasans con lxx. soldados bien armados determinó cerrar con los de Albesa, y espantarlos con su presencia, la cual no era menos horrible para muchos, que amable para todos. Comenzando pues a batir la tierra, que era medianamente grande y cercada, los del pueblo, puesto que pudieran
defenderse de harto mayor ejército, vista la persona del Rey, se atajaron de arte que el día siguiente, apenas descubrieron la gente de Tamarit, cuando entregaron la villa con el Castillo al Rey: confiando de su palabra que serían libres del saco. De allí pasó el campo a Menargues pueblo
poco menor que Albesa, el cual luego voluntariamente se le entregó. Allí llegaron las compañías que se mandaron hacer en Aragón y Cataluña de ccc. caballos, y mil infantes. Con estos, pareciendo ser bastante ejército, determinó el Rey conquistar lo que quedaba del condado. Y así pasó a Linerola, la cual el Conde Guerao había fortalecido, y estaba harto en defensa. Pero como el Rey sobreviniese de improviso, y no quisiese ella darse a ningún partido, fue animosamente combatida por el ejército, y tomada por fuerza: juntamente con los principales del pueblo, que se habían retirado a una torre muy alta, y por eso fueron tomados a partido, pero la villa no pudo escapar de ser saqueada. Adonde se detuvo el Rey tres días para hacer muestra de la gente que tenía, y dar el orden que se había de tener para pasar adelante.




Capítulo XV. Como el Rey fue a poner cerco sobre la ciudad de Balaguer, cuyo asiento se describe, y de lo que pasó en su combate.

Tomada Linerola pasó el Rey con su ejército a delante a poner cerco sobre la ciudad de Balaguer, por donde pasa el río Segre, y es la segunda cabeza del Condado. En la cual hacía cuenta don Guerao esperar todo el peso de la guerra: para esto la había mucho fortificado y abastecido de munición y gente de guerra. Llegado el Rey a vista de la ciudad, pasado el río, asentó su real sobre un montecillo que llaman Almatan, que está cauallero a la ciudad, y se descubría de él la mayor parte de ella con las casas y edificios de manera que no era posible defenderse de las máquinas y trabucos que en el campo se armarían. Al mismo tiempo llegaron las compañías de a pie y de a caballo que el Vizconde de Bearne y don Guillen Cervera habían hecho por mandato del Rey, y venía por Coronel de ellas don Ramó de Moncada hermano del Vizconde. Con estos creció el ejército hasta en número de cccc. cauallos y dos mil infantes, y porque la ciudad estaba muy fortificada, y no se le podía dar el asalto sin abrir primero el camino con las máquinas y trabucos, pareció al Rey plantar dos de ellos en la parte del monte, donde mejor pudiesen encararlos a las casas, pues se tiraban con ellos noche y día tantas y tan gruesas piedras, que no escapaba casa, ni
edificio que no fuese quebrantado dellas, y la gente muy atemorizada. Diose la guarda de los trabucos y máquinas a don Ramón con tres otros caballeros principales con poca gente, por no estar muy apartadas del cuerpo del Real. Como supo esto don Guillen de Cardona que favorecía a
don Guerao, y como dijimos, compareció por él ante el Rey, y era gobernador de la ciudad, salió de ella por una puerta pequeña del muro, al amanecer, con xxv de acaballo, y cc. infantes. Los de
a caballo que iban con las lanzas enristradas dieron en las guardas y mataron y atropellaron la mayor parte de ellos: los de a pie fueron con
achas encendidas para las máquinas. Pues como el capitán Pomar uno de los principales de la guarda descubriese esta gente, y viese que de los de
a pie unos iban hacia las máquinas, otros a las tiendas del campo a poner fuego en ambas partes, dejó a don Ramón muy en orden junto a las máquinas, y saltó de presto a despertar al Rey. Mas don Guillen enderezando su caballería contra don Ramón le acometió con tanta ferocidad, que pensando ya llevarlo de vencida, le dijo que se rindiese: pero don Ramón se defendió, y le entretuvo hasta que llegó el Rey con la caballería. El cual dejando parte de ella en ayuda de don Ramón, se fue con los demás para las máquinas, que le daban más cuidado, pues para las tiendas quedaba el cuerpo del ejército que las defendería. Adonde trabada la escaramuza con los de a pie los venció: de manera que las tiendas y máquinas en un punto fueron libres del incendio, y a don Guillen le fue forzado
con harta pérdida de su gente retirarse a la ciudad.


Capítulo XVI. Como los de Balaguer visto el gran daño y tala que mandó el Rey hacer en sus huertas y arrabales se dieron a partido, y se libraron del saco.

Aguardó el Rey dos días sin batir de nuevo, por ver lo que la ciudad haría. Y como no daban ningún sentimiento de si, viendo su pertinacia, y lo poco que les movía el grandísimo daño que las máquinas y trabucos hacían en las casas noche y día: asimismo, la pérdida que su gobernador
don Guillen había hecho: demás del poco, o ningún socorro que esperaban de otra parte, determinó de arruinarles sus lindas y bien entretejidas huertas, con los arrabales,y talar todos sus campos a vista de ellos. Esto sintieron tanto los ciudadanos, que luego se indignaron gravísimamente contra el Conde Guerao, y de allí comenzaron a tratar entre si, que sería bueno entregarle a la Condesa Aurembiax, su natural y verdadera señora, la cual en aquella sazón había llegado al campo del Rey. Con este acuerdo, secretamente le enviaron sus embajadores para tratar de darse a partido. En este medio como alguno ciudadanos de los que estaban repartidos por la muralla hablasen con alguna gente del Rey que andaba alrededor, descubiertos por los soldados del Conde Guerao que guardaban el alcázar y fortaleza, les tiraron muchas saetas, e hirieron a los del muro, porque hablaban con los enemigos. Con esta segunda ocasión se conmovieron tanto los de la ciudad, que ya no secretamente sino al descubierto se rebelaron contra el Conde, y con nueva embajada ofrecieron al Rey y a la Condesa darles la ciudad con la fortaleza. Entendido esto por el Conde, escribió al Rey estaba
muy pronto para entregarle la fortaleza, con condición que se encomendase por los dos a
Ramón Berenguer Ager, para que la tuviese guardada hasta tanto que se averiguase a quien tocaba el derecho del condado. A esto dijo el Rey que le placía lo que pedía el Conde, y como en el entretanto los de la ciudad le solicitasen, se entregase de ella dijo a los del Conde que ternia su consejo sobre su demanda, y con esto, iba dilatando la respuesta. Mas el Conde, o que disimuladamente hiciese estos tiros, como que no sabía nada de lo que los ciudadanos
trataban con el Rey y Condesa: o como si hubiera aceptado lo que el Rey mandaba, se salió
secretamente solo de la ciudad, llevando un gavilán en la mano, y envió un criado llamado Berenguer Finestrat a buscar a Ramón Ager, para que fuese a guardar la fortaleza por el concierto hecho. Pero mientras le buscaban, sin hallarle, los ciudadanos alzaron el estandarte del Rey en la fortaleza a vista de todos, echando con todo rigor la gente de guarda que el Conde había puesto en ella. Como vio esto Finestrat, y entendió lo que había pasado entre el Conde y el Rey para mejor
burlar al Conde, apartose de allí confuso y burlado: y lo mismo aconsejó a Ramón Berenguer Ager, que ignorando lo que pasaba, venía ya para entrar en la fortaleza.




Capítulo XVII. Como don Guerao fue echado de todo el condado de Urgel, y Aurembiax puesta en posesión del, y como casó con don Pedro de Portugal primo del Rey.


Tomada la ciudad de Balaguer, don Guerao y su gente se pasaron a Monmagastre, y a la hora la Condesa por mano del Rey fue puesta en posesión, y jurada por señora en Balaguer, mudando los oficiales, y dando nuevo regimiento a la tierra. De allí se fue el Rey con el ejército, y también la Condesa a Agramunt villa principal del condado, a donde don Guillen de Cardona había puesto para defenderla. Asentose el ejército en la subida de un monte llamado Almenara, a vista del pueblo, lugar más alto y bien acomodado para combatir la villa. Visto esto por don Guillen la noche antes que diesen el asalto, se salió con los suyos secretamente del pueblo, el cual luego essotrodia se dio con la fortaleza a la Condesa. Lo mismo determinaron hacer los de la villa de Pons, porque llegó de secreto un embajador al ejército diciendo que luego en viniendo el Rey se le darían. Pero él no quiso venir a esto, por haber entendido que la villa estaba por el Vizconde Folch de Cardona, al cual no había según costumbre, desafiado antes que comenzase contra él guerra. Por donde quedándose en Agramunt, envió allá a la Condesa y a don Ramón de Moncada, con todo el resto del ejército, quedándose con solos xv. caballeros. Como el ejército se allegó a Pons, sin que el Rey pareciese en él, indignados de esto los del pueblo, por el menosprecio que en esto mostraba hacer de ellos, salieron de improviso a dar sobre el ejército: pero fueron del también recibidos, que trabando la escaramuza quedaron del todo vencidos,y puestos en huida hacia la villa, se recogieron en ella con muy grande pérdida suya. Como la Condesa les enviase a decir que aun eran a tiempo de darse muy a su salvo, que les haría toda merced, respondieron con la misma obstinación, que a ninguno sino a la misma persona del Rey se rendirían. Sabido esto por el Rey, luego partió para ellos, y en llegando le entregaron la villa con la fortaleza, la cual el Vizconde de Cardona había dejado bien proveída de gente y munición. Acceptola el Rey salvando al Vizconde sus derechos, si algunos tenía a la villa. Para esto de parte del Rey y de la Condesa se dio toda seguridad, y al pueblo se le tuvo tal respeto, que no dejaron entrar en él al ejército, ni se le hizo ningún ultraje. Tomado Pons,
Vilana con las demás villas y lugares de la montaña de Segre arriba, libremente y sin condición alguna se entregaron al Rey y a la Condesa. De manera que con el favor y amparo del Rey, la condesa cobró todo el condado de Urgel y fue puesta en pacífica posesión de él. Hecho esto casó el Rey a la condesa con don Pedro de Portugal su primo hermano, hijo del Rey de Portugal, que por aquellos días era venido desterrado del Reyno a pasar su destierro en la Corte del Rey, y se hicieron las bodas con muy grandes fiestas y regocijos. Finalmente don Guerao viéndose echado a punta de lanza de todo el Condado, hallándose cargado de años y cansado de tantos reveses de fortuna, entró en la orden de los caballeros Templarios, dejando a su hijo Poncio el Vizcondado de Cabrera. El cual después de muerta la Condesa Aurembiax sin hijos, renovando la antigua pretensión de su padre, tentó de volver a entrar en el condado. Pero no le sucedió bien la empresa, como adelante diremos. Acabada esta guerra, y apaciguados todos los alborotos, y distensiones de los dos Reynos, deshecho el ejército, el Rey se fue para Tarragona, a donde por orden del cielo, se le abrió una grande puerta para salir fuera de sus reynos, y entrar a hacer muy señaladas empresas en tierras de infieles.

Fin del libro quarto.



Libro séptimo

Libro séptimo.

Capítulo primero. Como el Rey fue a poner cerco sobre la ciudad de Mallorca, cuyo asiento y postura se describen.

Reducida ya la Isla al bando y devoción del Rey, y puesta buena guarnición de gente en los puertos de mar, y otros lugares necesarios para la defensa y conservación de ella: convirtió luego el Rey todo su pensamiento y cuidado en la conquista de la ciudad, en la cual se resumían el poder y fuerzas de Retabohihe con todo el peso de la guerra. Partió pues de la Real, adonde poco antes hizo alto el ejército, y fuese derecho para la ciudad a poner cerco sobre ella. Mas para que mejor se entienda el apercibimiento que hizo para
cercalla, será bien hacer una breve descripción de su asiento y postura. Está la ciudad, que mira hacia el mediodía, puesta casi medio de la Isla: desta manera, que entre los dos ángulos, como dijimos, de la Palomera que mira a Septentrión, y el cabo de las Salinas, que mira a medio día, se abre en la mitad de la ladera, la tierra, y entra un gran seno de mar de XV millas de largo hacia lo mediterráneo de la Isla, por entre los dos cabos que llaman de Capblanc, y cabo de Calafiguera, que también distan entre si otras XV millas, el uno del otro. El cual seno llega hasta batir con la ciudad, y le sirve de puerto seguro de todos vientos, sino del Lebeche, que lo descubre del todo. Pero defiende de su fuerza e ímpetu con el Muelle grande que está hecho a manos y entra DC pasos dentro en la mar: con el cual: y el promontorio, o cabo de Portopi que le responde, no muy lejos hacia el poniente, se hace muy abrigado puerto contra todos vientos. Y se halla que por las muchas cosechas de la Isla, y mercadurías que entran y salen de la ciudad, suele siempre haber en él tan grande concurso de naves, que cuando solía estar el mar libre de corsarios, se veían (vian) en él, de LXXXX a C naves juntas. Es el asiento de la ciudad llano, con algún tanto de recuesto hacia la parte de la fortaleza, a donde después por mandado del Rey se edificó la iglesia mayor, y la casa obispal, con el paseo, o mirador, del cual se descubre tan larga y alegre vista por mar y por tierra, que es este el mejor asiento de toda la ciudad. Pasa por medio de ella un río que se hace del concurso de muchas fuentes que cerca de allí nacen, y aunque luego se mete en la mar, todavía aprovecha mucho para la salud y limpieza de las casas, llevándose todas las inmundicias de ella: pues para lo que toca al sustento de los hombres, y regar las huertas, y también para las comodidades del puerto, y aguada de las naves, se vale del arroyo que el capitán Infantillo quiso cegar (como está dicho) que pasa por la Real, y viene a dar en la ciudad. La cual es harto espaciosa dentro de la cerca: pues demás de los jardines y huertas que en si contiene, se hallan VII mil casas de población en ellas con tan buena traza y labor de edificios así grandes como pequeños: que en su tanto se puede comparar con cualquier otra de Europa. Y tanto más por estar agora por orden y mandado del invictísimo gran Rey Philippo II, cercada y fortalecida de inexpugnable muro, y bastiones (bestiones) hechos a toda prueba de artillería, el cual se abre por diez puertas: aunque en tiempo de la conquista no eran más de cinco, con sus torres de guarda fortificadas, con mucha munición de gente y armas, y tan puesta, como se verá, en defensa.



Capítulo II. Como el Rey puso el cerco sobre la ciudad y de las diversas máquinas que se armaron contra ella, y de la diligencia y obediencia de los soldados para con un religioso.


Llegado ya el Rey con todo el ejército a un tiro de ballesta de la ciudad enfrente de la puerta que llaman Pintada, y extendiéndose a una mano y otra a igual distancia de la ciudad, luego se plantaron las tiendas, y se asentó el Real, cercado de un bravo palenque con su foso y cestones por todas partes fortificado. Y lo primero que se determinó fue hacer reseña general de todo el campo, en el cual se hallaron hasta II mil caballos y XXX mil infantes. Porque con la gente que de nuevo pasaba de los dos reynos a la Isla, se acrecentaba el ejército de cada día, demás de los cautivos Cristianos. Lo segundo, que se comenzase a batir la ciudad con las máquinas y trabucos, así por mejor abrir el camino para los asaltos, como para con el continuo dispararlos, y llover noche y día piedras sobre ella, para más inquietar y atemorizar su gente. Por esto sacaron de las naves la materia e instrumentos para fabricarlas, de nuevo que estaban todas en piezas, y con grandísima diligencia y destreza armaron cuatro de ellas: sin la quinta que por si armaron los patrones y Pilotos, de las cinco naves, que el Conde Berenguer de la Proença había enviado al Rey su primo con mucha munición de gente y armas para esta jornada. Ya que él no pudo venir a ella en persona por no tener pacífico su estado, y temerse de alguna rebelión en volviendo las espaldas: la cual se siguió después, como adelante diremos. Estaban surgidas estas naves con la mayor parte de la flota en el puerto de Porraças dentro del gran seno de mar que, como dijimos, hace entrada hacia la ciudad, a la parte de Poniente. Y así con grandes barcos traían todos estos instrumentos a Portopi, donde también había algunas naves surgidas, para de allí suplir y proveer las necesidades del campo. Fue también por los de la guarda del Rey armada la gran machina que ya antes llamamos Foneuol, con mayor arte y grandeza que nunca, como se vio por los muchos y desmesurados tiros de piedras que noche y día echaba en lo alto, por que cayesen dentro en la ciudad, y que ninguno se tuviese por seguro dentro de ella, según la casa y techo sobre donde caía la piedra la hundía de alto
abaxo. De donde se tiene por muy cierto destas machinas antiguas, haber sido tan importantes y de tanta eficacia para derribar muros y casas dentro dellos, y también para amedrentar mucho más la gente que no menos fortalezas se tomaban con esta artillería hecha de madera y tierra, que se toman agora con la vaciada (vaziada) de metal: puesto que es esta más penetrante, y que como rayo imprime en lo más firme y macizo. También Gisberto Barberán capitán de las machinas, y un otro armaron otras dos como mantas que en Latín llaman testudines, encarándolas para el muro, porque apegadas a él podían muy bien agujerearlo. Acabadas estas machinas tuvieron grandísimo trabajo y peligro en el moverlas y pasarlas adelante, por lo bien que los de la ciudad desde el muro se encaraban con las saetas contra los que las movían y andaban en torno. Pero fue tanto el valor destos con ir bien adargados y tanto el daño que hacían en los del muro los que iban secretos dentro de las máquinas, que los asaetaban uno a uno, que poco a poco llegaron a juntarlas con el foso. Con esto ganó el ejército todo aquel espacio de tierra que dejaban atrás las máquinas: y pasaron adelante las trincheras, para que más se allegase a la ciudad todo el campo. Así mismo acabó su máquina el Conde de Ampurias: pero sobre todas fue la que el Rey mandó hacer como suya: la cual porque en grandeza y fortificación se aventajaba a todas las demás, la contrapusieron a lo más fortificado de la ciudad. Lo que se acabó con ellas, y su continua batería fue, que demás de no quedar casa en toda la ciudad que no fuese casi desmantelada, ni persona que no temblase de temor por tan grandes y tan continuas piedras como sobre ellos caían: pudo el ejército más a su salvo hacer espaldas a las máquinas y fortalecer mucho más su Real de muy buena estacada de cestones y terraplenes (terraplanos) para estar tan al seguro como dentro de una ciudad murada. Lo que fue muy necesario hacer, a causa de que (según el Rey cuenta) quedaron algunos soldados de los que se hallaron en la rota del Vizconde, tan atemorizados de los Moros, temiéndose de algunas emboscadas de los de la ciudad: que las noches secretamente se salían del campo, y acobardados se iban a dormir y estar en centinela en los montes más enriscados y cercanos. Y aun de los marineros no quedaba hombre que por este recelo no se fuese a dormir a las naves que estaban en Portopi. Lo cual se remedió luego con el bando que el Rey mandó echar contra los tales, castigando muy bien a los que de nuevo se salían del campo. Y así fue cosa admirable ver la diligencia y competencia con que los soldados se aplicaban al trabajo y fortificación del Real, y la afición y asistencia de los señores, barones, y capitanes hasta verla acabada: pero sobre todo la continua vigilancia y presencia del Rey a cuanto se hacía. Aunque (según él mismo refiere) fue muy más ardiente para encender los ánimos de todos, la eficacísima exhortación de un religiosísimo y elocuentísimo varón llamado fray Miguel, primer lector nombrado en la religión y orden de los Predicadores. El cual tomó el hábito en Tortosa por manos de santo Domingo: y después fundó el insigne monasterio de su orden en la ciudad de Valencia. Este con la virtud y predicación de la palabra de Dios, y su gran ejemplo de vida aprovechó tanto en esta jornada y conquista, y para con los soldados ganó tanta opinión y crédito, que no solo con su presencia y autoridad los movía, pero con su superioridad como a religiosos los gobernaba y mandaba, porque muchas veces no pudiendo los capitanes a voces y amenazas, ni el mismo Rey con su presencia y ruegos, moverlos para los asaltos, y otros acometimientos, en acudiendo fray Miguel, con su exhortación, sin más réplica los incitaba y se disponían para acometer cualquier hecho por arduo y muy peligroso que se ofreciese. Para que se entienda claramente, que el omnipotente Dios era el que guiaba esta empresa, y que por su palabra y ministros se acababa, lo que con humanas fuerzas no podía.


Capítulo III. De la grande batería que se dio a la ciudad con las máquinas, y de las minas y contraminas, y escaramuzas y arremetidas que los Moros hacían.
Puestas ya por orden las máquinas y proveídas de infinidad de piedras para continuar su ejercicio, començose a batir la ciudad con tanta furia y espesura de tiros, que la pusieron en toda confusión y temor: porque no había casa, calle, ni plaza segura donde no cayesen como lluvia del cielo las piedras que se tiraban. Por donde viendo los de la ciudad tan irreparable daño, y que venía todo de las máquinas, comenzaron a salir a escaramuzar por divertir del combate a los Cristianos, haciendo sus arremetidas, aunque en vano, contra las machinas, por haber gran cuerpo de guardia puesto en defensa dellas. En este medio viendo el Rey muy puestos los Moros en dar contra las machinas, sin que se temiesen de ningún otro daño, determinó secretamente hacer una mina que llegase a desquiciar los fundamentos de cierta torre, de donde los nuestros recibían daño en las baterías. Y vino a que ya la mina por su parte y las machina por otra, llegaron muy junto a ella, que estaba muy fortificada de gente y armas. Con todo eso llegada la mina, comenzose a dar fuego de alquitrán en los fundamentos, y como había en ellos mezclada paja con lodo, se apegó de manera que hizo sentimiento la torre y mostró que se abría. A la misma sazón otras tres torres batidas de las machinas se iban cayendo. Pero lo que impedía a los nuestros para no dar luego el asalto con la ocasión de las torres caydas, era el foso ancho y hondo que cercaba el muro, puesto que estaba sin agua, y no impedía a las minas. Por donde con la industria de dos soldados de Lerida, hinchieron de presto de tierra, leños y faxina la cava en los puestos más convenientes para dar el asalto enfrente de las torres medio caidas, hasta que se igualase con el suelo de arriba, y quedase paso hecho para la arremetida. Lo cual visto por los de la ciudad, y descubierto el fin a do tiraba, hicieron con mucha diligencia sus contra minas al foso hasta llegar a la fajina, a la cual pusieron fuego, y se quemara toda, sino que acudieron los nuestros, y con el agua del arroyo que venía a la ciudad, y pasaba por allí junto, lo apagaron con diligencia y doblaron la fajina con grandes piedras y tierra: y con encarar las machinas sus tiros a los del muro, porque no impidiesen la obra a los de fuera, y así el foso fue cegado, y quedó hecho paso llano para el asalto. De suerte que como a los de la ciudad les salía todo al revés, determinaron de hacer otras contraminas para llegar a poner fuego por debajo de las machinas. Y para que esto lo hiciesen más a su salvo y que no fuesen sentidos, disimuladamente hacían sus algaradas contra las mismas machinas, peleando tan valerosamente y con tan gran tropel de gente de a caballo, que casi las tenían ya rendidas. Pero sobrevino de refresco el Rey delante de todos, y pelearon de manera, que se cobró lo que se había perdido, y dio tal apretón a los Moros, que fueron forzados a retirarse para la ciudad con gran pérdida de gente, muriendo los más a la entrada de ella, por la espesura de piedras que la machina mayor encarada a la entrada les tiraba.




Capítulo IV. Como por las razones que propusieron los suyos al Rey de Mallorca, trató de partidos con el Rey.
Visto por los capitanes y principales de la ciudad la ruina manifiesta de las torres y muralla, y que estaba toda quebrantada de los continuos tiros de las machinas, y en algunas partes agujereada, y que ni por las escaramuzas, ni por el continuo tirar de sus contramachinas, habían perdido los Cristianos palmo de tierra de lo ganado: demás que fuera de la ciudad ya no había en toda la Isla cosa que no estuviese por ellos: de común voto, se fueron para su Rey, a quien el más anciano capitán de todos habló de esta suerte. Justo es, Rey y señor nuestro, que sepáis en cuan grande peligro está vuestra ciudad y todos nosotros con ella, cuan en víspera de ser entrada y destruyda: así por estar casi por tierra la muralla como por tener ya cegado el foso, y hecho paso llano para el asalto de los enemigos. Los cuales están contra nosotros tan indignados, que si a sus manos venimos, no solo no nos tomarán a merced, pero es cierto lo llevarán todo a fuego y a sangre, como nos han sobre ello muchas vezes amenazado. De los cuales se puede bien creer tienen sobrado poder y fuerzas para cumplirlo: pues vemos que de cuantas escaramuzas y batallas hemos tenido con ellos, a una que hemos vencido, nos han ganado ciento, hasta que como carneros nos han del todo acorralado. De manera que ninguna esperanza de reparo nos queda: ni para huir por tierra, pues están ya por los enemigos tomados los pasos: ni para escapar por mar, pues no hay en toda la Isla puerto que no esté por ellos: ni hay para que esperar el socorro de Túnez, pues cuando no pudiéramos valer del no vino ni venga agora, sino para dar en mano de los Cristianos. Si confiamos en la Isla, demás de no ser ya nuestra, y que del todo se ha rendido al enemigo, en cuanto puede le sirve contra nosotros. Pues si esperanza alguna tenemos en el capitán Infantillo, no vimos ya su cabeza cortada de sus miembros y a nuestros pies derribada? Tampoco hay que confiar del Rey enemigo, que desistirá de la empresa. Porque siendo mozo y valiente como es, y codicioso de gloria, desengañaos señor, que no dejará de acabar lo que con tanta prosperidad ha comenzado: y que no parará hasta degollarnos a todos, y poner fuego a la ciudad, por vengar los principales de su ejército, que murieron a nuestras manos para que sojuzgada la ciudad y Isla, se haga señor de todo. Por estas y muchas otras causas que callamos, nos parece que conviene, o que ofrezcamos al Rey Cristiano nuestros partidos de paz, o que tomemos los que nos diere: que sin duda los dará tolerables, por ser hombre piadoso y justo, y muy obediente a su ley: la cual manda perdonar a los humildes, y no permite sean perseguidos por armas, sino los soberbios y rebeldes, y así a cualquier partido que pidamos nos acogerá. Lo cual oído por Retabohihe, conoció ser manifiesta verdad, lo que por los suyos se le representaba, y respondió que estaría a todo lo que los de su consejo sobre esto determinasen.


Capítulo V. De las treguas que pidió Retabohihe para tratar concierto de paz, y como fue don Nuño a la ciudad, y de los diversos partidos que le ofrecieron.


Entró Retabohihe en consejo con los suyos y con acuerdo de todos determinó de enviar sus embajadores al Rey, rogándole que, otorgadas treguas por tres días, le enviase algunas personas de confianza con quien seguramente pudiese tratar de concierto entre los dos. Con esta embajada fueron algunos principales Moros de la ciudad, a los cuales recibió el Rey con mucha benignidad, y entendida la embajada, mandó luego otorgar las treguas, y que fuese don Nuño con diez de a caballo a la ciudad, llevando, consigo un hebreo Zaragozano llamado Bachiel por faraute, que
entendía la lengua arábiga (
Arauiga). Y como entró en la ciudad, hallola que estaba muy puesta en orden, y a punto de guerra, cada uno con sus armas y caballo, y cómo lo mandó Retabohihe, fue don Nuño llevado por toda ella, para que viese y hiziesse relació al Rey, del aparato de guerra, y tan luzida gente como para su defensa tenía (sudefentenia). Hecho por don Nuño el paseo, le entraron en el palacio Real, que estaba riquísimamente adornado de paños de oro y seda, con muchos pajes y eunucos (eunuchos) ataviados de lo mesmo, y el Rey puesto en una bellissima cuadra echado sobre una cama tendida en tierra, cubierta de raso azul sembrado de estrellas de oro, y hecho su acatamiento, don Nuño como llamado, esperó que le hablasen primero: y así comenzó la plática Retabehihe. Mas aunque estuvieron hablando grande rato, o porque disimulase el Rey, o por falta del faraute Bachiel que no entendía bien la lengua Arauiga de Mallorca, no se pudo collegir ninguna cosa cierta de su plática, sino todo oscuro, y dudoso. Desta manera pasaron tantas horas, que viendo el Rey lo mucho que don Nuño se detenía, envió allá a don Pedro Cornel, a quien entrado en la ciudad vino al delante un Gil de Alagó Aragones, el cual en días pasados navegando por aquel mar, fue cautivado por los corsarios Mallorquines, y presentado a Retabohihe, y por su desgracia había renegado la fé de Christo. Este comprendiendo mejor la intención de su Rey, claramente dixo a Cornel, lo que en suma significaban las palabras de Retabohihe. Que recompensaría al Rey todos los gastos por él, y por los grandes, y barones de sus reinos en esta jornada y empresa hechos: con tal que el Rey con todo su ejército saliese luego de la Isla, y se volviese a Barcelona. Como Cornel (dejando allí a don Nuño) volviese al Real con esta respuesta: mandó el Rey se le respondiese, que dejase de hablar cosas tan fuera de propósito, y con tan vanos, y impertinentes medios excusarse de entregarle libremente la ciudad, con su persona: o pensar en como se habían de defender de él, él y los suyos: que por eso había ganado toda la Isla, y puesto cerco a su ciudad por tierra: para cogerla de paso, y llevarse a él y a ella por mar a Barcelona. Dado este recaudo por respuesta y última resolución a Retabohihe, como descubriese por ella la determinación, y gran valor del Rey, propuso en su ánimo de hacer una cosa bien nueva, pensando atraer de esta manera al Rey a su propósito. Y fue que el día siguiente salió con grande majestad y Corte de la ciudad por la puerta Pintada que estaba enfrente de las tiendas del Rey, y a vista de todo el ejército, hizo plantar en medio del campo
una riquísima y muy grande tienda de paño de fina grana, con sus entornos y divisas (
deuisas) de oro y plata, y su guarnición y cubierta de brocado tan hermosa y bien compuesta, que en verla luego se enamoraron de ella los soldados. Entrado pues Retabohihe con ella, mandó llamar a don Nuño pa tratar de los conciertos de paz: proponiéndolos (proponié los) Retabohihe, harto más tolerables
que los pasados. Los cuales en suma eran, que partiría a medias la Isla y ciudad con el Rey. A esto le respondió don Nuño muy a la clara, que se engañaba, si pensaba que su Rey, siendo ya señor de toda la Isla, se contentaría con la mitad: ni con otro cualquier partido, por aventajado que fuese
sino con el libre y total
entrego de la ciudad con cuanto en ella había, a toda merced suya. Porque no era más posible quedar Mallorca con dos Reyes, que el mundo con dos Soles. Este dicho lo entendió luego muy bien, y sin faraute, Retabohihe: y con despedirse ya don Nuño del, rogó con importunidad, se detuviese, prometiendo de mover partido con más honestas y apacibles condiciones que las que antes había propuesto. Como era, que le dejaría libremente la ciudad y la Isla, con las circunvecinas, y se iría de todas ellas, solo que el Rey le prestase su armada con la cual pudiese seguramente pasar en África con toda su casa y familia, y llevar consigo cuantos seguirle quisiesen, pagando por cada uno de los que con él fuesen cinco besantes (que valía cada uno tres
sueldos Barceloneses) con que la gente que quedase en la Isla fuese bien tratada. Con esto concluyó su dicho Retabohihe, y porque se acababan aquel día las treguas, se entró en la ciudad y despidió a don Nuño.


Capítulo VI. Como don Nuño volvió al Real y hecha relación de los partidos de Retabohihe los abonó mucho, y del razonamiento que hizo don Alemany contra ellos.

Vuelto para el Real don Nuño, mandó el Rey convocar todo el consejo de guerra con los Prelados y grandes para oírle. El cual relató muy por extenso los primeros, segundos y últimos partidos, que Retabohihe le había propuesto, y como por remate de todos, ofrecía salirse de la ciudad, y Isla, con toda su gente, que según era mucha y bien
lucida, sería salud del ejército no venir a manos con ella,
con que se le prestase el armada para pasarse en África, pagando v. besantes por cada uno de cuantos consigo llevaría. Y añadió don Nuño, que él siempre sería de opinión que pues la Isla y ciudad quedasen libres en poder del Rey se escuchase el partido de Retabohihe, y se le hiciese puente de plata, con todas las comodidades que pedía: solo que saliese de la Isla. Porque si la ciudad se había de tomar por fuerza de armas, supiese que había de ser con tan grande estrago y pérdida del ejército, y con tanto derramamiento de sangre: cuanto de tanta y tan bien armada gente, que había de pelear en defensa de sus personas padres mujeres. hijos, secta y patria, se podía esperar. Acabada de explicar por don Nuño su embajada y parecer, todos fueron de contraria opinión. Y concluyeron a voces, que ningún partido de los propuestos se escuchase. Fueron los que mucho más que todos contradijeron el partido el Conde Ampurias don Ramón Alamany, Ceruellon y Claramunt, Barones principales de Cataluña, cercanos parientes del Vizconde muerto, y Moncadas, que aun los lloraban. De manera que había sobre ello grandes alborotos y alteraciones por todo el campo, quien por vengar los Moncadas, quien por saquear la ciudad, abominaba todo género de partido, y con él a don Nuño por que lo había propuesto y esforzado. Entre todos don Ramón Alamany hombre de gran experiencia y valor pidió silencio, y vuelto al Rey, habló por todos desta manera. Difícil es por cierto, y las más veces intolerable (señor y Rey nuestro) la compañía de la venganza con la benignidad. Porque la venganza parece que lleva consigo las veces y voces de la justicia, y la benignidad el oficio de una simple y piadosa equidad, que tira a misericordia: de la cual si se usase, señaladamente en la guerra que siempre suele emprenderse con fin de alguna venganza: sería muy a la clara pervertir su orden, que sigue aunque riguroso de justicia. Pues a no seguir esta, la guerra que se había de hacer contra los enemigos, se
conuertira contra los propios. Porque a los ejércitos y su gente, moza, insolente y pecadora, ninguna cosa le puede ser más perniciosa, que pecando, usar con ella de benignidad, y misericordia: antes que por pequeño que sea el delicto, conviene darle su merecida pena, y castigo. Para que cuanto más grave fuere la ofensa, tanto mayor y más irremisible sea la punición que la justicia pide por la recompensa y venganza de ella. Pues como señor? Tan ilustre sangre como la del Vizconde de Bearne, y de don Guillé su hermano, y de los otros Moncadas que por vos se han derramado, que aun hierve y da voces de bajo tierra, no alcanzara la justicia que ante vos pide, con venganza de los derramadores de ella? No será más justo que la ocasión que se ofrece para bañarnos en la sangre de estos perros infieles, que vertiéronla de tan principales caballeros la emplemos, para librarnos de la perpetua obligación que a todos nos quedara para haberlos de vengar cuando ya no podremos? Siquiera para que viendo todo el mundo lo bien que vengays las muertes de los vuestros, obligueys a todos para que con más afición empleen sus vidas en vuestro servicio? Dad señor lugar a que la justicia haga su oficio, y no tengáis lástima de quien a vos y a todos tanto nos ha lastimado: ni escucheys partido alguno del, que todo será para más burlaros. Creedme (crehed me), que aquel raposo viejo quiere engañar al león Real, y no sabe cómo. Que otro pensays que fabrica Retabohihe pidiendo que pueda irse, y llevar consigo cuantos quisiere, si no dexar desierta y robada la ciudad de todo el oro y plata con la demás riqueza, para que la halleys vazia, y defraudeys a vuestros soldados del premio que esperan de sus trabajos con el saco de ella? A qué fin pide le dejen (dexé) llevar los soldados y gente que quisiere, sino para escoger la más lúcida y valiente, porque juntada esta con la de África, a do tira, haga un invencible ejército y revuelva sobre la Isla para cobrarla, y echaros de toda ella? Cortad, señor, de raíz esta cabeza de la Isla, si queréis pacíficamente gozar del cuerpo de ella. Y pues la ciudad está batida, y abierta por tantas partes, y dentro tan llena de miedo, como de despojos y riquezas, dejadla entrar y dar a saco a vuestros soldados. No temáis el peligro dellos, que las han con hombres ya rendidos, pues vemos que han desamparado los muros, y andan como encorralados para ser víctimas del infierno.


Capítulo VII. Como ningún medio de paz se tomó con Retabohihe, y de lo mucho que sintieron esto los Moros, y del juramento que hicieron los Cristianos, y cómo fue armado caballero Carroz señor de Rebolledo.

Oído con muy grande atención y gusto del ejército, el razonamiento de don Ramón Alemany: al Rey y a todos pareció muy bien lo dicho, sino a don Nuño, que como dijimos, era de contrario parecer. Y hecha la determinación de que no se escuchase partido alguno, mandó luego el Rey, sin más ceremonia, sino por un trompeta notificarla a Retabohihe. Sintieron esto los de la ciudad en tanta manera, que como desesperados se conjuraron de nuevo, o para defenderse, o para perder la vida ante su ciudad, con el mayor estrago y matanza que pudiesen de los Cristianos: y cobraron tan gran coraje y fuerzas de la desesperación animándose unos a otros, para tener en poco sus vidas solo que apocasen las del ejército Cristiano: que no faltaron muchos de los nuestros después de entendido esto, que quisieran harto escusar el asalto: y aun algunos de los que más resistieron a don Nuño, cuando a punto la concordia (según que estando para dar el asalto se entendió) se arrepintieron, y con harto temor se dolieron porque fueron de contrario parecer. Pero si mucho creció el ánimo a los Moros, por la desesperación, mucho más se aumentó el de los Cristianos con la buena esperanza de la victoria, y saco de la ciudad, señaladamente en la persona Real, cuyo fin era echar la mala secta de Mahoma de la Isla para introducir la religión Cristiana: que por sola esta buena intención tenía gran certidumbre de la victoria. Continuando pues el cerco, y puestas las machinas y trabucos a punto, todos se prepararon para el asalto. Y para que con mayor ánimo y porfía se continuase la batería, pareció a los Prelados y principales del ejército, que congregados todos hiciesen voto con juramento, que durante el asalto, ninguno volvería las espaldas, ni el pie atrás, ni perdería un punto del lugar que una vez tuviese ganado: sino fuese por hallarse herido de muerte, quien lo contrario hiciese, fuese habido por traidor y rebelde. Fue cosa rara y de admirable magnanimidad, la del Rey, que fue el primero que alargó la mano para jurar lo dicho sobre los Evangelios: pero ni los Prelados, ni los demás se lo consintieron. Esto se hizo en el día y fiesta solemne de la natividad del Señor, que celebró el Rey con todo el ejército muy devotamente. Y en el mismo día un caballero de sangre nobilísima llamado Carroz (según lo refiere Asclot) descendiente de los grandes de Alemaña, que seguía al Rey en la guerra a su propia costa, fue armado caballero por el Rey públicamente, y con muy grande solemnidad: al cual por los grandes servicios que al Rey hizo en esta guerra, y en la de Valencia, que se siguió, llegó a ser Almirante de Mallorca, y en el Reyno de Valencia fue señor de Rebolledo, que entonces era villa, y fue fundador de otro pueblo llamado la font den Carroz. Cuyos hijos y descendientes que siguieron la guerra deste Rey y sus sucesores los Reyes de Aragón, alcanzaron destos muchas mercedes en Cataluña, Valencia, y Cerdeña.

Capítulo VIII. Como los de la ciudad determinaron morir antes que darse, y de la diligencia que el Rey hacía en guardar el Real, y las causas por que no se dio de noche el asalto.

Habiendo ya el Rey cerrado la puerta a los conciertos que se habían movido, y desechado todo género de partido, quedó determinado por todos de dar el asalto. Lo cual entendido por la gente de la ciudad, vista su perdición al ojo, comenzó de tal manera a obstinarse y embravecerse contra los Cristianos, que nunca se vieron ciudadanos más aparejados para morir por su patria que estos: confiando mucho en la gente de la Isla, que se había recogido por los montes y cuevas, de los que no habían querido entregarse al Rey, y eran tantos que casi podían hacer ejército por si. Y así creían que en comenzar los Cristianos a dar el asalto, bajarían los de la montaña a dar sobre ellos, y que los de la ciudad y ellos los tomarían en medio, y los hundirían. De donde vino que discurriendo por lo mesmo los nuestros comenzaron a temer, y a no tener en poco, como antes, tantos enemigos, como tenían delante y a las espaldas, recelando de ser acometidos por ambas partes. Considerado todo esto por el Rey, procuró con mayor curiosidad de allí a delante reconocer el Real, y poner mucha gente de los más fieles y escogidos en guarda del: para lo qual mandó estuviesen a punto tres bandas de caballos, de a ciento cada una, que anduviesen rondando el Real toda la noche con sus fuegos y estruendo de atambores, puesta la una en defensa de las machinas y artillería: la segunda enfrente de la puerta de Barbolet, que está al pie de la fortaleza: la tercera a la puerta de Portopi (porque ya no se mandaba la ciudad por otras puertas) para entretener el primer ímpetu de los Moros, si saliesen, hasta que el campo acudiese, pues para los de las montañas, ya tenía puestas sus centinelas y cuerpos de guarda. Mas como fuese en lo recio del invierno, y aquel año más frío que otro, no pudiendo los de a caballo sufrir el excesivo frío toda la noche, dejando uno o dos en el puesto, para que avisasen del rebato, los demás secretamente se acogían a sus tiendas. Como el Rey entendió esto, lo sintió mucho, y no fiando más dellos, encomendó la centinela y guarda a los Almugauares de su guarda Real, que eran valientes y fidelísimos, y muy hechos a sufrir calor y frío, como adelante diremos. En lo cual estuvo el Rey tan puesto y tan solícito, que en los cinco días que señalaron para preparar el asalto, apenas le vieron dormir, ni comer, sino muy de priessa, y mucho más porque por el mesmo tiempo fue tanta la necesidad y falta que hubo de dinero, que le fue necesario, para dar algunas pagas a los soldados, valerse de LX mil besantes, que apenas son diez mil ducados de Barcelona, de los mercaderes que habían acudido de Cataluña con gran suma de dinero para hallarse en el saco de la ciudad, y comprar la presa y despojos de los soldados, a ciento por uno, como entonces se usaba. Finalmente, en la siguiente noche que fue a los XXX de Deziembre, mandó el Rey hacer un pregón por todo el campo, que por la mañana, oída misa, y recibido devotamente el Santísimo cuerpo de Iesu Christo, casa uno estuviese armado y puesto en orden en su lugar, para dar el asalto. Pues como viniese la mañana y hubiesen comulgado, y después diesen sustento a sus personas, que con el deseo de entrar en la ciudad fue todo hecho en un punto, aguardando ya la señal para arremeter, don Lope Ximen de Huesca, caballero Aragonés y capitán de
la guarda, vino al Rey, y le dixo como él había enviado secretamente a la ciudad dos escuderos suyos a saber lo que en ella pasaba, y le referían, que de noche había poca gente de guarda por toda ella, y que en todo aquel lienzo de muralla de la quinta torre hasta la sexta, a la siniestra de la fortaleza, ninguna gente de guardia había. Y más que por las plazas y calles todo estaba lleno de cuerpos muertos, y la ciudad aunque con mucha gente, pero muy acobardada, que solo las casas estaban proveídas de canteras y otras armas defensivas, que por todo ello sería mejor asaltarla de noche. Holgó el Rey de entender esto: pero considerando prudentísimamente en lo que más convenía a la honra y salud del ejército, no determinó de aventurar de noche una tan importante empresa. Diciendo que la condición y uso del soldado en la guerra, era semejante al del león, que cuando piensa que nadie le ve, y siente que los cazadores le buscan, huye a toda furia, y en esto no hay más cobarde animal que él: por lo contrario si se sale al delante alguno, o muchos, se para y hace rostro a todos, y puesto en la pelea es un león. Así acahesce al soldado, por valiente que sea, peleando de noche: que como no ve delante de si al capitán que alabe sus hechos, ni otros soldados a quien imite, ni a sus mayores a quien tenga respeto, ni finalmente vea a quien le descubra: teme con la oscuridad mucho más, y lo que hace es huir cuanto puede del peligro, y anteponiendo sus salud y vida a toda honra y juramento hecho, hiere más presto la sombra que al enemigo. Y así fue de parecer, y en esto vinieron todos, que pasada aquella noche en centinela, luego por la mañana se diese el asalto: como se hizo así, y fue el postrero de Deziembre del año de la Natividad del Señor MCCXXX.


Capítulo IX. Del razonamiento que el Rey hizo a los soldados antes del asfalto, y como se entró en la ciudad con grande estrago de ambas partes, y que se vio pelear un caballero extraño y se creyó ser S. Iorge.

Venida la mañana, mandó el Rey que dos ba*das de caballos quedaran por guarda del Real por si los Moros de la montaña hiciesen algunas correrías contra él, y tomando cada uno su refresco, todos volvieron a su puesto, con el mismo orden que el de antes para dar el asalto. Con esto se subió el Rey en un lugar algo eminente sobre el ejército, de donde vio y entendió cuan ganosos estaban todos para dar el asalto: y los caballeros, Barones, y grandes, para vengar a los muertos sus deudos. Pero antes de dar la señal que todos aguardaban para arremeter, les habló desta manera. Valerosos capitanes y soldados míos, aunque conozco muy bien, que según los trabajos que conmigo habéis padecido, y las victorias que por mano vuestra he alcanzado, si os diese todos mis Reynos, no bastaría con ellos a igualar lo mucho que me tenéis obligado, ni con lo mucho más que deseo hacer por vosotros: todavía, porque no parezca que con sola buena voluntad y palabras os quiero pagar lo que debo: veis aquí que os ofrezco a la vista una de las más ricas y principales ciudades de cuantas yo poseo: así para que hartéis vuestros ánimos con la venganza de vuestros parientes y amigos que perdistes, lo que tanto y con razón deseáis, como por el saco que haréis, y riquezas que cogeréis en ella, para que os volváis prósperos y triunfantes a gozar entre los vuestros. Por donde pasad adelante, y con tan buen ánimo y generoso esfuerzo como habéis siempre acostumbrado, emplead vuestro valor en este asalto: pues demás que tendréis (
terneys) al omnipotente Dios nuestro (de cuyos enemigos tomáis hoy venganza) muy de vuestra parte: y lo mucho que a mí me obligaréis por la victoria que de ellos espero haber por vuestra mano, también para vosotros no solo quedará fama perpetua en la tierra, pero confiad muy de veras que en el cielo hallaréis inmortal gloria aparejada. Diciendo esto, y dando dos veces con su estoque la señal, a la tercera arremetieron todos a una, la gente de a pie primero, siguiendo la de a caballo, por las partes que ya de antes estaba batido el muro y el foso cegado, y se entraron por el sin hallar resistencia, porque ninguno osó quedar en la defensa del muro: confiando que con la preparación que había por las calles de cadenas y palenques, y dentro y en lo alto de las casas de canteras y fuegos artificiales, así hombres como mujeres se defenderían mucho mejor. Mas los nuestros divididos por las calles de quinientos en quinientos iban poco a poco ganando la tierra con sus empavesadas sobre las cabezas. Y porque la estrechura de las calles era grande y la lluvia de piedras de los tejados muy espesa, se redujeron (reduzieron) a pelear de treinta en treinta y con todo eso la resistencia era mucha, y la batalla de ambas partes muy sangrienta, y la victoria dudosa: hasta que atravesando los de a caballo por las calles, y tomando a los enemigos las espaldas, los atropellaban y hacían meter por las casas, y desta manera comenzaron a ganarles las plazas y calles, y llevarlos de vencida. Fue fama cierta y confirmada, así por el dicho de los Moros, como de los Cristianos, que fue visto en esta jornada entre los de a caballo, un caballero armado de armas muy resplandecientes, sobre un caballo blanco, de cuya vista y fervor en el pelear, los Moros quedaron tan espantados y amedrentados que huían de él a toda furia y daban como ciegos y turbados en manos de los Cristianos que los hacían pedazos. Creyeron todos (según el Rey dice en su historia) que sin duda era aquel caballero el glorioso mártir sant Iorge, que como a defensor y patrón antiguo de los Reynos y corona de Aragón, apareció aquel día favorable a sus soldados Cristianos, contra los infieles moros. Señaladamente para los que llevaban su deuisa, que era una cruz llana colorada. Porque en esta figura de hombre darmas, el santo apareció no solo en esta batalla, pero en otras como adelante mostraremos.


Capítulo X. Que los Moros de vencidos se huyeron a la montaña, y saquearon la ciudad los Cristianos, y como fue Retabohihe preso por mano del Rey.

Ganaba pues de cada hora el ejército Cristiano a los Moros las calles y plazas de la ciudad, aunque a muy gran costa suya, porque cuanto más ellos se encerraban por las casas para mejor defenderse del ímpetu de la caballería, tanto mayor guerra hacían, cerrando sus puertas y echando por las ventanas y tejados infinidad de piedras, canteras, leños, hasta tejas, con muchas saetas de fuego de alquitrán y calderas de aceite hirviendo, con las demás armas que su furor con la rabia y desesperación les traía a las manos: y con el ayuda de las mujeres que hacían en este género de pelea, tanto como los hombres. Todo esto pasaban los Cristianos con muy gran peligro y pérdida suya, rompiendo puertas y entrando por las casas a robar y degollar cuantos encontraban. De manera que los Moros dejaban ya las casas, y se salían a las plazas, para hechos un cuerpo mejor defenderse. Lo cual era mejor para los Cristianos, que peleaban más al seguro que por las calles. Puesto que lo que más entretenía a los Moros, no era tanto la muchedumbre dellos, cuanto la vida y presencia de Retabohihe su Rey, porque el mismo en persona andaba entre los suyos armado sobre un caballo blanco, de los primeros, que los animaba, y en tanta manera les movía su presencia que claramente decían querer más presto morir ante su Rey, que vivir después de él muerto, o vencido. Y así como abejas se amontonaban delante de él, y de tal suerte le defendían puestos en el escuadrón, que los nuestros no podían llegar a él. En este medio después de haberse metido toda la caballería dentro de la ciudad, y tomado todos los pasos, comenzando los nuestros a apellidar victoria victoria, luego les faltó el ánimo a los Moros y se pusieron en huida con sus hijos y mujeres por las puertas de Barbolet, Portopí, sin que los nuestros que estaban ya todos en la ciudad, se lo estorbasen, y también por ser tanta la gente que huyó, que se halla (según la historia dice) que fueron de XXX mil arriba los que entre hombres y mujeres se acogieron a la montaña. A los cuales ninguno de los nuestros quiso seguir, tan metidos andaban en el saco y despojo de la ciudad. Y así fue causa la codicia de los soldados de la cruel y larga guerra que después hubo con los de la montaña, por no haberlos seguido y deshecho antes que se rehiciesen. Procuraron los Moros al tiempo que huyeron, llevar consigo a su Rey, pero no quiso ir, ni desamparar la ciudad, antes se recogió en un palacio viejo con solos tres o cuatro de sus íntimos privados. A esta sazón entró el Rey en la ciudad, porque le fue necesario quedar antes fuera, por defender el Real de los de la montaña, y también para hacer rostro a los que huyeron de la ciudad, no saqueasen al Real de paso. Entrando el Rey en la ciudad con su guarda de a caballo, a la cual permitió ir a saquear con la otra gente, y él se fue con pocos para la fortaleza pensando hallar allí a Retabohihe, porque entendió de algunos capitanes como se había quedado en la ciudad. Y llegando a la fortaleza, halló que se habían hecho en ella fuertes algunos principales de la tierra. Estos viendo al Rey y conociéndole luego se ofrecieron de rendírsele a toda misericordia con la fortaleza, solo que dejase algunos de su gente a la puerta de ella para que los defendiese de los soldados que saqueaban la tierra. Como el Rey entendió que Retabohihe no estaba allí dejoles un capitán con algunos soldados en guarda dellos, y de la fortaleza, y llevando consigo a don Nuño, entendió en buscar a Retabohihe, al cual halló luego en aquel palacio viejo, que dijimos: y por las armas resplandecientes y su buena disposición conociéndole, arremetió para él, y le tomó de la barba, según que mucho antes lo había jurado, y le dijo. No temas, que pues eres mi prisionero, vivirás: y entregándole a su gente de guarda que ya era vuelta a él, volvió a la fortaleza, la cual luego se le entregó: a donde halló al hijo único de Retabohihe de edad XIII años, el cual después fue bautizado y tomó nombre don Iayme, y cuando el Rey fue a Aragón le llevó consigo en triunfo, y le hizo, como se dirá, largas mercedes. Puesto que de Retabohihe, su padre, ni en la historia del Rey, ni en otras se hace de él más mención, como no se halle que el Rey lo trajese a España, ni en triunfo ni fuera de él. Se tiene por más cierto que le dejó encarcelado en Mallorca, a donde de tristeza y pensamiento murió luego. Finalmente fue tanta la matanza y estrago que se hizo en los moros de la ciudad, que sin los que huyeron, se tuvo por cierto murieron a cuchillo (
guchillo) hasta X mil de ellos, y no fue tan a salvo de los nuestros que no muriesen también muchos. Y porque se engendraba muy gran corrupción y hedor intolerable de los cuerpos muertos por toda la ciudad, mandó el Rey hacer muchas hogueras para quemar los Moros muertos, y hacer muy grandes hoyos para enterrar los Cristianos en lugares que después fueron consagrados para cementerios. Desta manera fue toda la Isla de Mallorca conquistada por el gloriosísimo Rey don Iayme, y entrada la ciudad en el último del mes de Deziembre del año MCCXXX.


Capítulo XI. Como por la codicia de los soldados en saquear la ciudad no se prosiguió la victoria contra los Moros, y de la repartición que se hizo de la presa conforme a las capitulaciones.

Tomada la ciudad, y dada a saco a los soldados fue tanta la codicia dellos en coger la presa, que hasta pasados tres días no pudo el Rey hacerlos retirar a sus banderas. Puesto que por manifiesta providencia de Dios el saco se hizo con harto menos ofensa suya, por haberse huído juntamente con los hombres las mujeres y niños a la montaña. Porque si en los soldados, con la cólera del robar, se juntara el ardor de la concupiscencia, no hubiera leones tan fieros, ni más desconocidos (como suele) entre si que ellos, y así con no hallarse mujeres, fue más pacífico el saco y menos sanguinolento, para que las particiones de los despojos después se hiciesen con menos ruido. La suma del oro y plata labrada, que se halló, la infinidad de vasos, armas, caballos con sus arreos, todo género de jumentos, ganados mayores y menores, no tuvo comparación. Demás desto las joyas, piedras preciosas, sedas, con otros mil aderezos de palacio, que se hallaron en la recámara del Rey y en las mezquitas, con lo cual se tuvo gran cuenta porque viniese a manos del Rey, fue cosa innumerable, y de increíble estima. Luego el Rey, por cumplir los conciertos y capitulaciones que en Barcelona se habían jurado, entendió en mandar que de toda la presa, excepto el oro, plata y piedras preciosas (cosas que fácilmente se podían esconder, y negar, y que no era muy seguro el sacarlas por fuerza del seno de los soldados) de todo lo demás se hiciese un montón, y pública almoneda. A la cual acudieron muchos mercaderes que aposta vinieron de muchas partes, por no perder tan buen barato, y con gran suma de dinero rescataron toda la presa. Aunque por venderse en común fue más cara de lo que pensaban. Y luego se entendió en hacer la división por los capitanes, Barones, y grandes, según los servicios y gastos de cada uno hechos en esta guerra, y para los soldados que solo un tanto viniese a cada uno. Y porque se repartiese con más fidelidad y menos queja de todos, fue el cargo de esto encomendado a los jueces nombrados en esta capitulación, los Obispos de Barcelona, y Lerida, don Nuño, el Conde de Ampurias, don Ramón Alemany, y Berenguer de Ager. Con los cuales don Ximen Vrrea, y don Pedro Cornel Aragoneses, en lugar del Vizconde de Bearne y los que murieron, fueron nombrados para el repartimiento. Puesto que (como suele acaecer en las particiones que casi ninguno queda contento) se levantó un súbito motín entre los soldados contra los repartidores, y fueron saqueadas algunas casas suyas. Mas luego acudió el Rey, y con echar mano de los amotinadores, y castigar algunos de ellos se quietó el alboroto y motín. Quiso el Rey que en esta división se tuviese gran cuenta con fray Bernaldo Champany Comendador de Miravete, y vicario del maestre del Temple en los reynos de la corona, por los muchos gastos que en esta guerra hicieron él, y los comendadores de su orden, y por eso les dio campos, caserías y tierras para fundar un templo junto a la ciudad, y dotarlo de tanta renta que pudiesen mantener XXXX caballeros de su orden en la isla. Con estas tan justas y bien reguladas reparticiones, y otras muchas liberalidades que el Rey hacía con los que bien le servían en la guerra, ganaba de cada día mucha autoridad para con la gente, y con gran renombre de franco y liberal, atraía a si los ánimos y afición de todos, para que en paz y en guerra le siguiesen y sirviesen fidelísimamente.
Capítulo XII. De las reparticiones que el Rey hizo de las casas y campos de la ciudad entre los soldados, capitanes y oficiales del ejército.

Demás de los repartimientos que se hicieron entre los del ejército de la presa y despojos que se cogieron dentro de la ciudad, conforme a lo arriba dicho, hizo el Rey otro repartimiento de las casas y habitaciones de ella, a efecto que se poblase luego de Cristianos, y se echasen a fuera los Moros con su secta. Lo que vino bien para los soldados viejos y cansados de seguir la guerra, los cuales por sus antiguos servicios que habían hecho al Rey en todas las jornadas pasadas, le pidieron por premio los dejase habitar en aquella ciudad, por ser tan buen pueblo, y el aire tan templado para pasar su vida, y estar siempre en defensa de la tierra. De lo cual fue el Rey muy contento, y aun les proveyó de lo que más importaba para más presto poblar la ciudad: y fue de mujeres, de las cautivas Cristianas que se hallaron en la ciudad, y aunque habían renegado, no quisieron huir con los Moros a la montaña, sino que se convirtieron a la fé, y las recibió y dio por mujeres a los soldados, que las tomaron de buena gana. Y así gozando de los privilegios e inmunidades que el Rey les concedió, con algunos gajes para mejor vivir y estar en defensa de la tierra, se dieron a edificar a gran prisa,y como hombres prácticos que habían ido por el mundo hicieron nuevas trazas de edificios muy bien labrados, y con ellos ennoblecieron mucho y ensancharon la ciudad, deshaciendo la mala hechura de casas que tenía antes. Assi mesmo, para los capitanes, y demás oficiales del ejército también hizo repartición de los campos y predios del territorio de la ciudad. Así que sobre esto hubo recias alteraciones, y muy grande importunidad en el demandar, tanto que según las muchas jugadas y cahizadas (cahiçadas) de tierra que cada uno pedía, conforme al tiempo y servicios que pretendía haber hecho, no llegaban con mucho los campos con la demanda de ellos. Y se entiende, por lo que después el Rey reveló a los que hicieron semejante repartición que esta, en la conquista de Valencia (como lo veremos en el libro XII) fue aconsejado, que como a nuevo señor y conquistador de la Isla, hiciese nueva ley, y redujese las jugadas a la mitad, haciendo de una dos, y así hecho desta manera sobró para todos quedando por esto obligados a la defensa de la Isla. También se hizo otra repartición de villas y castillos para los principales señores que siguieron al Rey, de la cual se hablará más adelante.


Capítulo XIII. De la gran peste que en la ciudad y Isla hubo donde murieron los principales del ejército y fue necesario enviar a hacer gente en Aragón.

En este medio don Nuño, por mandado del Rey por asegurar la costa de la Isla, y descubrir si quedaban algunos enemigos de quien defenderse fuera de ella, por lo que a los principios amenazaron los Moros al campo del Rey con la venida del de Túnez en socorro dellos, entendió en juntar dos galeras bien armadas, y con gente escogida, a efecto de ir a correr la costa de Berbería, por ver si algunos Reyes de África se aparejaban con gente y armada para venir sobre Mallorca. Pero le fue forzado dejar la empresa, por causa de la grandísima peste que se había encendido en la ciudad, y de allí por toda la Isla, a causa de haberse inficionado el aire por tantos cuerpos muertos como por la ciudad y toda la Isla habían quedado sin sepultura, y aunque por la Isla fue grande, se engendró mayor en la ciudad: donde no solo fue infinita la gente plebeya que murió de ella, pero aun en los principales capitanes del ejército, y del consejo real hizo cruelísimo estrago. Porque entre otros dentro de un mes murieron los capitanes Claramunt, don Ramon Alamany, Perez Mirtaz Aragonés nobilísimo, Cerbellón, y el buen Conde de Ampurias con grandísimo dolor y sentimiento del Rey, y de todo el ejército. Pues ningunos más que estos,y los que murieron antes en la batalla, que fueron el Vizconde de Bearne y don Guillé su hermano, con los de su linaje de Moncada, ayudaron al Rey en esta jornada. Porque no solo con gente y armas y sus personas, pero aun con su consejo y fidelidad fueron muy gran parte para el buen éxito (successo) desta conquista. Por cuyas muertes y falta de tantos capitanes y soldados, quedó el Rey tan solo, y tan huérfano el ejército, que así por esto, como por hacer guerra a los Moros que se habían retirado a las montañas, y hecho allí fuertes, mandó a don Pedro Cornel capitán de la caballería que tomando del tesoro del Rey suma de cien mil sueldos pasase a Aragón para hacer una compañía de CL hombres de armas, y que con ellos volviese luego a la Isla, también con alguna gente de Infantería. Y que entre otros trajese a don Atho de Foces, su antiguo mayordomo mayor, y a don Rodrigo Lizana, para que viniesen con fin de asistir allí por todo el tiempo que durase la guerra, pues gozaban de las caballerías de honor y gajes reales: y era necesario y muy concedente, que el Rey acrecentando de reynos, aumentase la guarda de su persona, y doblase el ejército. Lo cual hizo Cornel con mucha presteza: porque demás de los caballeros ya dichos, pasaron muchos otros con él a servir al Rey, por la gran fama que de sus hazañas se derramaba por todas partes. Con esto se rehizo el ejército de la gran pérdida que se siguió por la pestilencia, y por los muchos que hallándose ricos del saco, se habían ido a sus tierras, y con achaque de la peste salido de la Isla.


Capítulo XIV. De la nueva guerra que se ofreció al Rey con los Moros que se habían hecho fuertes por la Isla: y de las mercedes que hizo a los caballeros del Ospital.

Luego que Cornel volvió de Aragón con la gente de a caballo, y los demás allegados, reforzado el ejército, y aplacada la peste, el Rey movió guerra contra los Moros que huyeron de la ciudad, y se recogieron en las montañas, y otros lugares en lo llano de la Isla, señaladamente en las villas de Sollar, Almaruich, y Bayalbufar, de donde hacían muchas correrías, y cabalgadas contra los Cristianos, en sus campos y heredades, hasta llegar a las puertas de la ciudad, y cerrar el paso y contratación que había de ella con la ciudad de Pollença. La cual aunque por entonces era de muy gran trato a causa del puerto, de presente está muy perdida y despoblada, por estar ya todo el trato de la Isla resumido en la ciudad principal. Por esto partió el Rey con el ejército para la val de Buñola a la montaña, donde se habían hecho fuertes muchos dellos, y como yendo ya de camino entendiese que se habían descubierto ciertos escuadrones de los mismos a lo llano, dejó la villa de Buñola, a la mano izquierda, y del castillo de Alarò, que (según fama) es de las más inexpugnables fortalezas del mundo, por ser naturalmente fortificada: de la cual brevemente relataremos las causas de su inexpugnabilidad. Porque está hecha una muela de monte altísimo, alrededor todo peñatajada: y su cumbre tan espaciosa y llana que se podría un ejército formado recoger en ella. Demás que su entrada y subida viene a ser tan inhiesta, tan áspera y estrecha, que bastan diez hombres a defenderla de 50 mil. Y así fue maravilla de Dios que los Moros como se fueron a guarecer en las cuevas, no se recogieron a esta fortaleza porque sola la hambre, y no otro fuera bastante a rendirla. Tomó pues por la falda de la montaña, y mandó al ejército que se detuviese en cierto puesto hasta que él descubriese la campaña. Como para esto se subiese a un pequeño monte, el ejército no curó de parar en el puesto donde el Rey le ordenó, sino irse derecho a una aldea llamada Inca, que agora es una principal villa. El Rey que los vio ir desmandados, dejando a don Guillen de Moncada hijo de don Ramón (este fue después, como lo dice la historia, señor de la villa de Fraga en los confines de Aragón y Cataluña) con la retaguardia que le seguía, puso piernas al caballo, y con algunos caballeros, pasó de la otra parte del monte, dándose prisa por alcanzar el ejército y detenerle, teniendo los enemigos a la vista. Mas como el ejército hubiese ya pasado muy adelante, y llegado al valle cerca del pueblo para donde marchaba sin ninguna orden, no fue a tiempo de tenerle. Por donde los Moros viendo de lo alto del monte que los escuadrones de los Cristianos se dividían, y que iban desordenados DC de ellos, por no perder tan buena ocasión, arremetieron la retaguarda: pero hallándola muy apercibida y en defensa, quedaron burlados, y fueron forzados a huir por el monte arriba. Entonces el Rey tomó consejo con don Guillén, y don Nuño y Cornel, a los cuales pareció que no era bien que su Real persona anduviese por lugar tan desierto, y propincuo a los enemigos que eran de III mil arriba: y que pues la provisión y bagaje del campo estaba ya en Inca, a donde había hecho alto el ejército, se debía juntar con él. Con esto pasó casi por medio de los enemigos, hacia el pueblo, con solos XXXX de a caballo, tan en orden y bien puestos, que no les osaron acometer los Moros. Lo que fue por todos más atribuido a temeridad que a valentía: osar tan pocos pasar por medio de tantos enemigos. Y aun con todo esto, visto el poco ánimo dellos y falta de armas que tenían, no dejara el Rey de acometerlos, si los hallase en campaña rasa, fuera de aquellos riscos y aspereza de monte adonde se habían recogido, y estaban tan fuertes, que era necesario armar nuevos ingenios y artes para tomarlos. Llegado a Inca reprendió mucho a los capitanes por el poco miramiento, y respeto que a su persona se tuvo. Porque dándoles voces para que hiciesen algo, no curaron de él, sino de pasar adelante. Mandó pues a todos volviesen a la ciudad con las tiendas y vituallas del campo. En este tiempo Vgo Folcalquier maestre del ospital en Aragón, aportó en Mallorca en una galera con XV caballeros de su orden, al cual recibió el Rey con mucho amor, tratando con tanta honra a él y a los de su orden, que habiéndose ya hecho la división y partición del territorio y campos de la Isla con los del ejército, y no quedando nada por repartir: todavía les sacó porción (portion) para XXX caballeros del Ospital, sin tocar en las porciones (portiones) ya dadas y repartidas de la misma manera que poco antes les había cabido a los caballeros del Temple. Lo cual le tuvieron a muy sobrada y excesiva merced, porque habiendo sido los postreros que llegaron a la conquista, y que no se hallaron en la presa de la ciudad, fuesen iguales en el premio con los del Temple. También les hizo merced de las atarazanas viejas (del ataraçanal viejo) del puerto de la ciudad, para que aquí edificasen iglesia, y casa.
Capítulo XV. De la extraña guerra que el Rey tuvo con los Moros en los montes, y trabajos que padeció en sacarlos de las cuevas, y de la gran fertilidad de las montañas de la Isla.

Era muy grande la pena y afán que el Rey sentía viéndose ya pacífico señor de la ciudad, y de toda la costa, con lo llano de la Isla, quedarle por acabar la guerra de las montañas, la cual le impedía el paso y vuelta para tierra firme, habiendo tanta necesidad de su presencia en los reynos de Aragón y Cataluña, para atender a negocios muy graves, que sin su persona y decreto, no se podían resolver, y la dilación los gastaba más de cada día. De suerte que no tanto se holgaba por los enemigos que había vencido, cuanto se dolía y afligía por los que le quedaban por vencer. Con esto no sufriendo más dilación, juntando el ejército, y hecho general del a don Nuño, con el Obispo de Barcelona, don Ximen de Vrrea, y el Maestre del ospital, volvieron al mismo pueblo de Inca: a donde, y por sus contornos hacia la montaña, se entretenían los Moros. De allí subiendo a un collado muy alto llamado Artana, entendieron por
las espías, que los Moros se habían metido en unas cuevas muy profundas que estaban en los más altos montes de la Isla no muy lejos de allí: señaladamente en una, cuya subida hacia la boca de ella, era de las ásperas y enriscadas del mundo, y dentro profundísima y anchísima, con muchas cavernas, o bóvedas, de manera que podían de allí los cercados fácilmente defenderse de cualquier acometimientos y armas que contra ellos se hiciesen, y aun podían ofender a los que tentasen la entrada, sin que se viese de quien ni por donde, y a los que subiesen a lo más alto derribarlos con saetas por sus secretos agujeros y rendijas. De manera que cercada por el ejército la peña de todas partes, y subiendo los soldados que apenas podían de dos, o de tres en tres, ayudándose los unos a los otros: en llegando a lo alto en derecho de los agujeros, no solo eran por los de dentro con lanzas y saetas atravesados, pero aun por los de arriba en lo alto de la boca eran con muchas canteras derribados y muertos. Pues como en este cerco se hubiese entretenido mucho el ejército, y sin hacer efecto, gastado el tiempo por algunos días, determinó el Rey con el consejo de los capitanes, que se diese fuego en aquellas chozas y cabañas que los Moros tenían enfrente de aquellos agujeros. De lo cual doliéndose mucho ellos, y fatigándose con el grande humo que les entraba: demás que se hallaban todos dolientes a causa de la mucha agua que destilaba, de cuando llovía, en la cueva, y estar tanto tiempo encerrados: determinaron de salir y darse a merced del Rey: pues sabían la misericordia y acogimiento que hacía a cuantos se le rendían llanamente. Y así trataron con él que si dentro de ocho días, los otros compañeros de los montes y cuevas vecinas, no les socorrían, que se entregarían. Les fue (fueles) concedido el plazo con mucha razón, porque con impedirles el paso y socorro de los compañeros, se excusaban los cristianos de perder más tiempo y gente en combatir la cueva, cuya conquista tenían por imposible. En este medio quedando una parte del ejército sobre la cueva para estorbar el socorro, si viniese, don Pero Maza (Maça) capitán muy experto, se fue con la otra parte discurriendo por aquellos montes, a donde halló otra semejante peña enriscada con una grandísima cueva dentro, y muy llena de Moros. La cual como no estuviese así bien en defensa como la otra, por tener muchas bocas y aperturas grandes por los lados, y muy fácil de acometer la entrada con buena empavesada (empauesada), la tomó con poca dificultad, hallando quinientos Moros dentro, los cuales trajo a todos al Rey, con la mucha provisión de pan y carnes que halló en ella. Cumplido ya el plazo del entrego, y no les acudiendo socorro, se rindieron al Rey los de la primera cueva, y de ella salieron mil y quinientos Moros, los cuales echándose a los pies del Rey y pidiendo perdón, le ofrecieron dar luego X mil bueyes, y treinta mil cabezas de carneros. Tanta era la fertilidad y abundancia de la Isla, que en los montes, como en un rincón de ella, se pudieron criar y apacentar tan grandes rebaños de ganados.

Capítulo XVI. Como se determinó que los Moros no fuesen echados de la Isla, y venido el socorro y gente de Aragón, lo que proveyó el Rey para el gobierno de ella.

Con tan buena presa y jornada que el Rey hizo en la guerra de las montañas, se volvió con el ejército a la ciudad, y entró en ella triunfando (
triumphando) con muy grande alegría y aplauso de todos. Luego tuvo consejo general donde concurrieron, Prelados, grandes, Barones, y los capitanes del ejército: ante quien propuso algunas cosas tocantes a los Moros de la Isla. Conviene a saber, si sería mejor llevarlos a tierra firme, o dejarlos en la Isla. Porque siendo tanta la muchedumbre de ellos, podría ser que viniendo en su ayuda los de África se rebelasen, y juntos pusiesen en aprieto a los Christianos, y fuese ocasión de perderse la Isla. O si convenía más, para beneficio y aprovechamiento de la Isla, quedarse en ella, a fin que los Christianos se valiesen de ellos como de esclavos para culturar las tierras, y trabajar en las obras públicas de la Isla que se hacían para fortalecerla. También porque con la falta de labradores, no quedase yerma. ni desierta la tierra, para que volviese como solía a poder de corsarios. Acabada el Rey su plática, fueron de parecer la mayor parte de todo el consejo y junta hecha, que los Moros se quedasen en la Isla. Señaladamente aquellos que a los principios voluntariamente se rindieron, y ayudaron con toda provisión y avituallamiento a los Christianos y se quedaron con sus campos y heredades que tenían. Esta determinación se puso en efecto, aunque como luego después se siguió la nueva rebelión de los Moros contra los Christianos, se halló no haber sido este parecer provechoso. A esta sazón aportó a la Isla don Rodrigo Lizana, trayendo consigo treinta hombres de armas, y dos compañías de infantería, con don Atho de Foces y don Blasco Maça, que los seguían con otra compañía de soldados. Mas estos por una tormenta fueron forzados a volver al puerto de Salou, aunque en siendo mar bonanza luego tomaron la derrota a aportaron a la ciudad. Hallándose ya el Rey absoluto señor de toda la Isla, acabó de asentar algunas diferencias que se ofrecieron acerca de la división de los campos y heredamientos, y sobre los suelos y sitios de la ciudad, para edificar casas: en todo lo cual se mostró muy liberal y justo. Finalmente dejando puesta muy buena guarnición de gente, por toda la costa de la Isla, principalmente en la ciudad y puertos, con expreso mandato se atendiese a las obras públicas y fortificación de ella, determinó embarcarse, y volver a Cataluña, después de solos XIV meses que con toda la armada partió de allá, y comenzó la conquista de la Isla. En la cual dejó por Visorrey y gobernador general a don Bernaldo Sentaugenia, nobilísimo y fidelísimo caballero Catalán: mandándole que aparejase todo lo necesario para la conquista de Menorca, y de las demás Islas conjuntas y tocantes a la señoría y Reyno de Mallorca: porque determinaba volver presto, y con el favor divino conquistarlas. Y para más obligarle al buen gobierno de la Isla, y aparato de guerra, le hizo merced de otras villas y castillos por su vida, sin la villa de Torrella con su distrito, que era de lo bueno de la Isla, y le había cabido a su parte en el general repartimiento de tierras que el Rey hizo. Proveyó también que ni armas, ni caballos, ni máquinas, ni trabucos, ni cosa que fuese necesaria para defensa de la Isla sacase de ella: considerando lo mucho que importaba conservar lo ganado. Y así se vio, que si grande fue su diligencia y cuidado en conquistar la Isla, mayor le tuvo en conservarla.


Capítulo XVII. De lo mucho que el Rey se aventajó a todos los conquistadores pasados de la Isla, y del largo discurso que de los ingenios y costumbres antiguos y modernos de los Mallorquines se hace.

No se puede callar aquí, ni pasar por alto la ventaja que este buen Rey hizo a todos los de España, señaladamente a sus antepasados Reyes de Aragón y Cataluña, en haber sido el primero de todos que emprendió salió con la conquista destas Islas, y con ellas añadido un tan opulento y esclarecido Reyno a la corona de Aragón, con el cual no solo alcanzó el Imperio y señorío absoluto del mar mediterráneo Ibérico, pero mereció con esto no menos loor y triunfo (
lohor y triumpho), que Quinto Cecilio Merello cónsul Romano, el cual sojuzgó estas Islas, y se tuvo en tanto el haber alcanzado la victoria y posesión de ellas, que se le concedió por ello triunfé en Roma, y se intituló Balearico.
El cual título harto más se debió a este Rey, no solo porque las conquistó, mas porque después de conquistadas, las conservó para sus descendientes, y desarraigó de ellas la impía secta de Mahoma, e introdujo la verdadera fé y religión Cristiana. La cual los nuevos pobladores que puso en ellas, y sus descendientes de aquel tiempo acá, han mantenido y conservado tan verdadera e inviolablemente, que jamás han desviado ni padecido ningunos naufragios de errores en ella: antes ningunos han sido tan continuos perseguidores de los Moros como ellos. Lo que se ve
(vehe), por las terribles escaramuzas y batallas que con los corsarios de África ha siempre tenido, y tienen de cada día. Y que sin duda les ha venido de tan continuo ejercicio de armas ser ellos los más belicosos de cuantos hay en las Islas del mar mediterráneo: puesto que de aquí les queda ser deseosos de venganza. Porque así como para con los enemigos de fuera, en defensa (defensión) de la patria, ningunos hay más bien avenidos entre si, ni más conformes que ellos, así por lo contrario, entre si mismos, ningunos solían ser más fieros, ni crueles. Porque de lo mucho que tienen de coléricos, fácilmente caen en contiendas y rencillas, de donde les nace el odio con el deseo de la venganza, a la cual son naturalmente inclinados, y que la ejecutaban no menos que animales fieros. Porque como sea natural cosa los hombres siendo ofendidos, como a todos los otros animales, apetecer la venganza la cual propiamente señalamos con los dientes, que son armas ofensivas y más próximas (propincas) al corazón donde está la fragua y ardor de la ira, y esta no tanto con las manos, cuanto con la boca abierta, levantando el labio, y sacando los dientes afuera, la significamos: así los Mallorquines antiguamente, la venganza que no podían tomar con sus manos y dientes propios, la ejecutaban valiéndose de las zarpas y dientes de los animales. De esta manera, que entre otras armas para pelear, y defenderse de sus enemigos, criaban unos canes ferocísimos cuales los hay en la Isla, que de pequeños los cebaban con sangre humana: para que en los hombres como contra lobos y fieras se encarnizasen: a fin que viendo con los dientes de estos despedazar sus enemigos, y beberles la sangre, aplacasen su rabia e ira contra ellos, y hartasen su corazón viendo de sus ojos tan fiera venganza dellos. Y así se tiene por cierto que este tan embravecido acometer de los canes, y el tan valiente tirar de las hondas (dos principalísimas armas de Mallorquines) fueron inventadas por ellos, y que al principio usaron dellas y no contra si mesmos, sino contra los corsarios, que muy de continuo entraban a robar y cautivarlos en la Isla: porque viniendo a las manos, fácilmente eran vencidos y cautivados de los corsarios. Por esto ninguno de los Isleños salía por la tierra, que no llevase consigo una honda, y un lebrel, o alano destos canes / can alano: catalano, ca alà: català/ por compañero: para que en encontrando con algún corsario y no pudiéndole hacer retirar con las pedradas de la honda, soltándole el perro, o lo despedazase, o lo entretuviese, hasta tanto que su dueño se pusiese en cobro. De aquí es que Aristóteles llama a estas Islas en Griego Gymnasias que que quiere decir ejercitadas, por el continuo ejercicio que los Mallorquines tenían de pelear con los corsarios.
Puede que también los mismos Griegos las llamaron Baleares que significan tierras de desterrados, y se prueba, porque según dice Pausanias autor Griego, los Cernios, que son gente Griega llaman Balàros a los desterrados, y cuadra con la verdad. Porque los Romanos que regían a España, y eran enemigos de condenar a muerte a los hombres, desterraban a los malhechores, a estas Islas. Los cuales puestos en ellas, como gente holgazana que huían del trabajo de la agricultura, solo vivían y se mantenían de la caza, ni tenían casa firme, sino como fieras andaban por las cuevas, con la honda y canes defendiendo a si y a las Islas. Los cuales (como refiere el mismo Aristóteles) eran tan dados a mujeres, que si a dicha venían a tratar con los corsarios, ninguna otra mercadería les compraban sino mujeres, tan inclinados eran a ellas, o por alguna influencia del cielo, y ardor de la tierra: o por los alimentos grasos de carnes, y de mucho queso,
azeytuna y tocino, de que tanto abundaba. Fueron estas Islas mucho tiempo antes que el Rey las conquistase, algunas veces saqueadas y destruidas por los Condes de Barcelona, y por los Pisanos de Italia, y también por los corsarios de Normandía, que pasaban de la Francia occidental por el estrecho de Gibraltar con su armada al mar mediterráneo: pero haber sido conquistadas del todo, y con entero dominio para siempre retenidas de ningún otro se halla que del invencible Rey don Iayme. El cual no solo las conquistó y conservó para si, pero las perpetuó para sus descendientes y sucesores Reyes de España, que pacíficamente hasta hoy las gozan y poseen.


Capítulo XVIII. Como el Rey se partió de Mallorca, y desembarcando junto a Tortosa, pasó a Poblete: donde se determinó lo de la iglesia y obispado de Mallorca.

Asentados ya por el Rey todos los negocios de Mallorca, excepto lo que tocaba a la religión y asiento de las iglesias, que por haberse de tratar con el Obispo de Barcelona y su cabildo en tierra firme, lo remitió para cuando allá se llegase. Con esto salió de la Isla con viento próspero, y a tercero día arribó a Cataluña, y tomó puerto en los Alfaches cerca de Tortosa. Y aunque su voluntad era desembarcar en Tarragona: pero como después de entrado en el puerto, se levantase gran tormenta, no pudo pasar adelante, y por esto desembarcó allí, y se fue derecho al monasterio de Poblete, para hacer gracias a nuestra Señora por el felice
successo que le había dado en la conquista pasada. De donde se envió orden a todas las iglesias de los dos Reynos para que se hiciesen las mismas a nuestro señor. También visitó los sepulcros magníficamente labrados de sus antepasados Reyes que allí estaban sepultados, y se holgó mucho del ordinario y continuo sacrificio que los religiosos hacían por sus almas. Estando pues allí juntos el Obispo de Barcelona, que era venido de Mallorca con el Rey, y los otros Prelados de la provincia de Tarragona, que fueron para esta jornada convocados, trataron del nuevo Obispo que se había de nombrar para la nueva iglesia y distrito de Mallorca, y de las partes y suficiencia de ella para ser erigida en iglesia catedral, y obispado. A lo cual se opuso el Obispo de Barcelona con su cabildo y canónigos que fueron para esto congregados. Diciendo que la iglesia de Mallorca pertenecía a su jurisdicción, y que era dependiente de su iglesia. Porque un Rey Moro de Mallorca señor de Denia, la había dado a la iglesia de Barcelona, y que esta donación se confirmó por autoridad Apostólica, a petición del Conde que entonces era de Barcelona, de consentimiento del Arzobispo de Tarragona. Con todo eso, vista la grandeza de la Isla, y ser ya toda poblada de Cristianos, junto con la muchedumbre de gente y comercio de la ciudad, pareció que era necesario tuviese propio Obispo por si, para que con su autoridad y presencia animase a los Moros de las Islas dejasen su mala secta, y se convirtiesen a la fé y religión Cristiana, y para apacentar como buen pastor a las almas con su doctrina y ejemplo de vida: y para esto tuviese muchos ministros hábiles, e idóneos que le ayudasen a predicar la palabra de Dios, y fuese el superintendente de todos. Mayormente ayudando el Rey con tanta liberalidad a la iglesia, cumpliendo el voto que hizo de dar la décima parte de lo que se ganase, o la renta dello para la fábrica y sustento de la iglesia mayor de la ciudad, demás de sus diezmos y primicias ordinarias, con los cuales tenía competente dote y renta así para el sustento de ella, como del Prelado, Canónigos, Dignidades y ministros. Por tanto los Abades de Poblete y Santes Creus, principales conventos de una mesma orden y regla de Cistels, a los cuales el Rey había nombrado por jueces árbitros en este negocio, dieron por sentencia. Que con decreto y autoridad de la Sede Apostólica fuese en la iglesia mayor de la ciudad de Mallorca fundada la silla cathedral, y se le diese propio Obispo. Cuya primera elección, o nominación tocase al Rey, y de los venideros sucesores, al Obispo y canónigos de Barcelona, y que fuese del gremio dellos escogido, y no hallándose entrellos tal, se eligiese el más digno de los canónigos de Mallorca: y que se guardase el mismo orden en las iglesias de Menorca, e Iuiça, si acaeciesse alguna dellas llegar a ser obispado. Hecho esto el Rey escribió al gobernador de Mallorca lo dicho y determinado, y que por eso se diese tanto mayor prisa en pasar muy adelante la obra del templo mayor de la ciudad, con los demás que había mandado hacer en cada pueblo grande, y capillas en los pequeños, valiéndose para la fábrica dellas, de las rentas reales, y del ministerio de cada pueblo. Concluido esto se partió el Rey del monasterio, y pasando por Lérida llegó a Aragón, a donde fue recibido con grandísima alegría, pero mucho más en Zaragoza donde le recibieron triunfalmente y con grande regocijo de todo el pueblo.


Fin del libro séptimo.