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jueves, 14 de marzo de 2019

Libro sexto

LIBRO SEXTO

Capítulo primero. De la armada y gente que llevó el Rey a la conquista de Mallorca, y del orden con que salió del puerto de Salou.

Acabada ya de ajuntar (
iuntar) la flota de toda suerte de navíos, después de muy bien proveída de todas las municiones y vituallas convenientes, estando la mayor parte de ella surgida en el puerto de Salou, y la demás en la playa de Cambrils a dos leguas del puerto hacia el mediodía: mandó el Rey reconocerla, y aprestarla de nuevo, haciendo juntamente muestra general de la gente y ejército que le seguía. Hallábanse en la armada xxv naves gruesas, y xij galeras reales. Los demás eran baxeles de toda suerte, con muchos bergantines (vergantines) y fragatas, para atalayar, descubrir, y navegar a remo y a vela para todo servicio de la armada: con otros navíos bajos de bordo que llaman Taridas, para llevar caballos y otros animales, y lo demás del bagaje (vagage), bastimentos y xarcias de la armada: que todos juntos hacían número de CL sin los demás barcos y bateles para servicio de las naves y galeras, que no tenían número. De la gente de guerra que iba en la armada, aunque ni en la historia del Rey, ni de otros se refiere cuanta era, pero por lo que se colige de los que aportaron en la Isla, se halla que el número de la infantería sería hasta XV mil, y los de a caballo MD demás de los aventureros que de Génova, de Marsella, y de toda la Provença vinieron en una grande Carraca de Narbona, con otras gentes de los contornos de la Guiayna. Los cuales juntos llegaban a XX mil infantes, y más la caballería ya dicha. Fue nombrado por general de la armada don Ramón de Plegamans, caballero principal de Barcelona, hombre bien diestro en las armas, y sobre todo muy experto y cursado en el arte de navegar. Los principales señores y barones que siguieron al Rey, y que mucho le valieron en esta jornada (según cuenta Desclot (Asclot) antiguo escritor de esta historia, y otros) fueron el Obispo de Barcelona, Don Guillé Ramon de Moncada barón principalísimo de Cataluña, con otros muchos de su linaje, gente muy esclarecida, como adelante diremos. Don Nuño Sánchez Conde de Rosellón, de Conflent, y Cerdaña, y con él muchos otros Barones del Lampurdan, gente de lustre y bien armada. Sobre todos quien más se señaló fue el Vizconde de Bearne don Guillén de Moncada, con cccc hombres de armas escogidísimos a su sueldo, con otros de su casa y linaje de Moncada que le siguieron. Finalmente de Aragón fueron muchos caballeros y Barones con otra gente vulgar. Porque entendiendo que también eran acogidos con los Catalanes en el repartimiento de la presa, y despojos de la conquista, siguieron al Rey de muy buena gana: mayormente por ser jornada contra Moros. Puesta ya la armada en orden, como llegó el día aplazado para la partida, oyeron todos muy devotamente la misa y sacrificio santo en la iglesia mayor de Tarragona, a donde hecha por cada uno su confesión sacramental, el Rey, y los señores, con los Barones, y capitanes del ejército, recibieron el santísimo sacramento del altar, por manos del Obispo de Barcelona. Para todos los demás soldados se armó una capilla junto al puerto, a donde oyeron misa, y proveídos confesores, se les ministró el Sacramento de la penitencia, y el del altar recibieron muy devotamente antes de embarcarse. Hecho esto, y dado refresco a todo el ejército, mandó el Rey tocar a recoger y a embarcarse. Y como la ropa y bagaje estaba ya embarcado fueron lo muy presto las personas, por lo mucho que todos deseaban hallarse ya en esta jornada. Pues para que con buen orden comenzase la navegación hecha señal por el general de la mar, salió la armada del puerto (como refiere el Rey) desta manera. La nave de Nicolás Bonet de Barcelona que era la más ligera de todas, y más bien armada, en la cual venía el Vizconde de Bearne, iba por capitán, llevándola a vanguarda. Otra que era de un caballero llamado Carroz (de quien se hablará después) que también venía muy en orden, iba postrera en retaguarda, tomando las galeras reales en medio para que a toda necesidad acudiesen a las naves que iban adelante y atrás. Comenzando el tiempo blando con viento próspero, aunque no muy reforzado, fue tanta la codicia de navegar, que sin más esperar, luego por la mañana al amanecer se hicieron a la vela, puesto que lentamente, por aguardar al Rey que se quedó en el puerto en una muy buena galera de Mompeller, por aguardar mil soldados que de los pueblos mediterráneos venían, para embarcarlos en ciertos barcones ligeros que había mandado quedar para de presto pasarlos a las naves. Y luego siguieron al Rey todos los demás navíos que estaban derramados por las playas a una mano y a otra del puerto, y navegando a remo y a vela juntaron luego con las naves, adonde fueron metidos, y comenzaron todos a navegar juntos.

Capítulo II. De la gran tormenta que pasó la armada, y del provecho que suelen sacar de ella los navegantes, y como llegaron a vista de la Isla de Mallorca.


Como navegasen ya todos con mucha alegría y con mayor esperanza de acabar bien su viaje, tomasen la derrota de la Isla de Mallorca, la cual a tercero día casi la descubrieron, súbitamente se levantó un viento que llaman Lebeche, que de ordinario suele soplar en aquel paso, y con la oposición de Griego Levante, causó tan grande torbellino en la mar, que vino el ciel a
escurecerse del todo, y a levantarse las olas tan altas combatiendo unas con otras, que fue forzado dividirse la flota, y de tal manera comenzó a esparcirse, que si no fuera por no desamparar al Rey; en un punto se desapareciera toda. Pero a causa de seguir todos la capitana que no quería torcer su viaje, vinieron a padecer las demás tan gran trabajo de la tormenta, que demás de los encuentros que se daban unas con otras, aun era mayor el trabajo que la gente padecía, con los desmayos, y mal de mar que atormentaba a los navegantes nuevos. Porque fatigados de aquel hediondo, y no acostumbrado aire de mar, que rosciado por las olas, se les entraba por la boca y narices, les daban (como siempre suele) tan grandes vómitos (gomitos) y vahídos (vagidos) que se caían medio muertos. Mas el temor de la representada muerte era lo que más les confundía. Por donde comenzaron muchos a desconfiar de la vida y pasaje, tomando por mal agüero, de que estando todos tan conformes con Dios, y siguiendo una empresa tan pía y Christiana, y para mayor engrandecimiento de la fé Christiana, se les oponía una tan horrenda tempestad y fortuna tan súbita. Por esto trataban muy de veras de quedarse en tierra, donde quiera que la mar los echase: señaladamente pedían esto los soldados mediterráneos, que jamás entraron en mar, ni sabían que cosa era tormenta. Porque espantados del gran estruendo y levantamiento de las olas, encontrándose con tan horrible furia unas con otras, les parecían serpientes bravísimas que se querían tragar las naves con ellos. Y así temiendo que esto vendría en efecto, se encomendaban muy de corazón
y a voces, a Dios omnipotente, y a nuestra Señora, haciendo mil votos y promesas, y por lo mucho que la conciencia de sus culpas y mala vida pasada les atormentaba, se confesaban unos con otros, y podía tanto el temor de dar en el profundo, que lo que no confesaran en tierra con todos los tormentos del mundo, allí voluntariamente y a voces lo descubrían: sacrificando a Dios con tan contrito y humillado espíritu, cuanto fuera de allí nunca hicieron en toda la vida tan de veras. Para que se vea cuan sagrado y saludable fruto de verdadera religión puede coger los Christianos de la tempestad y tormenta del mar: y cuan hecha es toda ella, no menos para la salud del cuerpo que para la del alma. Pues con el vómito a que provoca, no solo purga el cuerpo de toda cólera y malos humores: pero aun con el grande temor que causa su espantable trago, desarraiga del alma todo mal afecto de pecar, y con las lágrimas y amargo arrepentimiento de haber pecado, lava con la corriente de firmes y buenos propósitos todo lo hasta allí maculado.
De manera que sana cada uno mucho mejor sus enfermedades de cuerpo y alma en la mar que en la tierra. Y así es contra toda razón pensar que la tormenta del mar sea triste, e infelice
aguero para los navegantes Christianos, en sus comenzados viajes y empresas: antes se ha de tener por venturoso pronóstico, pues habiendo pasado por ella, y purgado (como está dicho) sus males de cuerpo y alma, quedan más aceptos a Dios, y para proseguir su navegación y empresa, más sanos y bien dispuestos. Perseverando pues la tempestad y contrariedad de vientos, el patrón y piloto de la galera del Rey eran de parecer, que diesen lugar al tiempo, y se volviesen a tierra. Por ser cierto que a la entrada del invierno cualquier tormenta de mar dura mucho, y es muy peligrosa, aunque la tranquilidad y bonanza en medio del, suele ser más firme y constante. Mas el Rey en ninguna manera tenía por bien el volver a desembarcar, considerando sabiamente, que los soldados vueltos a tierra con él fastidio de la mar, y memoria de la borrasca y tormenta pasada, luego se meterían por la tierra a dentro, y huyendo se desaparecerían. Y así mandó que pasasen adelante, y confiasen en nuestra Señora que era la guía de su viaje, que les daría muy en breve la bonanza. Con esto, como quien arrima las espuelas al caballo dio prisa a su galera. La cual apretó con los remos de manera, que pudo alcanzar la nave capitana del Vizconde, y aun pasarle delante: y él se quedó por guía y capitán de toda la armada. Pero costole harto, y lo pechó bien su generoso atrevimiento: porque creció tanto la tormenta, que se vio su galera en aquel punto en el mayor y más riguroso peligro que otro bajel del armada. Tanto que sobre este paso dice la historia general de Mallorca, que el Rey hizo voto a nuestra Señora, de dar para el edificio y fábrica de la iglesia mayor de la ciudad, la decena parte, o diezmo de lo que se conquistaría en la Isla, y lo cumplió. De donde se ha hecho con este don allí un edificio y templo de los mayores del mundo. Quiso pues nuestra Señora que a tercero día que comenzó la tormenta, ya tarde al ponerse el Sol, aflojó, y se descubrió el cielo, y casi a un mismo punto toda la Isla, que la tenía la armada junto a si, sin verla: porque muy claramente se descubrieron los puertos de Pollença, Sollar, y Almarauich (como el Rey dice) los cuales distintamente fueron conocidos por los marineros prácticos (platicos). Mas por ser tarde, y quedar algunas reliquias de la tormenta, y que no era cordura entrar a escuras en tierra y puertos de enemigos, se entretuvieron toda la noche costeando hasta la mañana, cuando el sol salido se determinó la entrada de la Isla, y pues estamos a vista de ella, bien será hacer una general descripción de su asiento y postura.

Capítulo III. Del asiento y postura de la Isla de Mallorca, y como tomó el Rey puerto en Santa Ponza.

Está la Isla de Mallorca en forma cuadrada a cuatro ángulos, aunque por los dos lados, con los senos y entradas que la mar hace de ambas partes, viene a estrecharse de manera que parece quedar en forma de una y
unque. Y así responden los cuatro principales ángulos, o cabos de toda ella, a las cuatro partes principales del cielo. El primero es el puerto de la Palomera que mira al poniente, y tiene delante una pequeña Isla que llaman la Dragonera, no porque engendre Dragones, sino porque bien considerada su traza y asiento tiene figura de Dragón. El otro ángulo, pasando hacia la mano derecha, que tira al Septentrión, es el cabo de Formentor.
De aquí vuelve hacia el Oriente al tercer ángulo que es el cabo de la Piedra. Puesto que esta ladera no va seguida porque se va allí estrechando la Isla por los dos senos de mar, que dijimos, donde estaban los puertos del Alcudia, y Pollença, que ennoblecen mucho la Isla. El cuarto ángulo es, volviendo de oriente a medio día
porfino o porsino, el cabo que dicen de las salinas. Al cual se oponen dos Islas pequeñas llamadas Cabrera, y la Conillera, por haber en esta gran infinidad de conejos. Entre este cabo y el primero de la Palomera, casi a medio camino, se rompe la tierra con un gran seno de mar que se mete hacia lo meditarraneo dela Isla, y responde por derecho al otro seno del Alcudia, que dijimos, y así queda ella estrechada por el medio. Es la mitad de la Isla hacia el poniente y Septentrión, muy áspera y montañosa (montuosa), pero muy fértil para ganados y olivos, que sin cultura alguna nacen, y fructifican entre las peñas admirablemente, y que, como adelante se dirá, tiene abundancia de pan y vino. La otra mitad es llana, y se extiende en mucho espacio y anchura de campos, y está muy poblada de muchas y grandes villas con sus aldeas y lugares, cuyos campos, que naturalmente son fértiles, mejorados con la buena cultura y labranza de la gente, han llegado a ser de los más fructuosos y abundantes del mundo. Es finalmente toda la Isla llena de puertos y calas, para todo refugio de navíos grandes y pequeños, a cuya causa está torreada toda la costa de ella, como adelante mostraremos. Pues como las naves con toda la armada luego por la mañana volviesen las proas al puerto de Pollença, que mira al levante, con fin de tomarle: súbitamente se levantó el viento Prohençal con furia, el cual de nuevo les impidió que no abordasen a la Isla: alomenos como fuese contrario para tomar aquel puerto, fue necesario pasar al de la Palomera. Este puerto, como dijimos, mira al poniente, y está a XX millas de la ciudad. Pues como llegasen a ponerse en frente de él, la galera del Rey primero que todas se entró por él a velas tendidas, y tras ella toda la armada. De manera que el Rey puso el pie en la Isla (porque realmente llegó con un batel a tocar la tierra y volverse a su Galera) un Viernes que se contaba el primer día de Setiembre. A donde por haber llegado toda la armada a salvamento sin perderse un solo barquillo con tan gran tormenta, hizo infinitas gracias a nuestro señor y a su gloriosa madre, y las mismas solemnemente continuó por todo el ejército el Obispo de Barcelona con su clemencia. El día siguiente, don Nuño, sin más reposar, y don Ramón de Moncada, con sendas galeras, dieron la vuelta hacia mediodía, costeando por la marina y descubriendo los puertos, por ver en cual dellos desembarcaría la gente más al seguro. Pero ninguno se halló más a propósito que el de Santa Ponza, el cual por estar cercado de grandes montes y algo solitario, no estaba tan defendido de la gente de tierra como los otros: con esto determinaron de dar allí fondo: porque al de la palomera había acudido ya mucha y muy armada morisma por tierra, y era bastante para impedir la desembarcación. En este medio como fuese día de fiesta y domingo, por mandado del Rey se estuvieron todos surgidos en el puerto, a las raíces de un monte muy alto que se llama Pantaleu, que está a peñatajada dentro del mar enfrente de la Dragonera. Y así entendieron todos en descansar aquel día del gran trabajo y tormenta pasada.


Capítulo IV. De los avisos que dio el Rey un moro de la Isla que se echó a nado por hablarle, y como desembarcó el ejército a pesar de los Moros, y de la matanza que se hizo en ellos.

Estando el Rey en el puerto fue avisado de todo lo que los Moros hacían en la ciudad, y de los aparejos que para defender la Isla entendían hacer, y más del número de la gente que había de guerra y otras cosas, por un Moro nombrado Hali, que desde la Palomera se había echado en la mar, y a nado había llegado junto a la galera real, pidiendo a grandes voces le recogiesen para hablar con el Rey. Por cuyo mandado fue luego traido en un esquife a su galera, y como hablase bien la lengua catalana, entendiose del, como de la otra parte de los montes, había gran tropel de Moros, que serían hasta X. mil para impedir el desembarcar a los Christianos. Demás desto puestos los ojos en la persona del Rey, le dijo. Dígote señor Rey que puedes estar de buen ánimo:
porque sin duda la Isla ha de venir a tus manos que así lo ha pronosticado mi madre que es la más sabia mujer en el arte
mágica de cuantas hay en la Isla. Y más digo que dentro della se hallan XXXVII. mil Moros de pelea, y V. mil jinetes. Por eso te aviso que tomes puerto cuanto más presto pudieres, y eches tu ejército en tierra: porque la victoria toda consiste en la diligencia y presteza
de acometer esta gente, antes que venga el socorro de Túnez, que lo esperan, y te la quiten de las manos. Holgose mucho el Rey con tan buenos avisos del Moro, y haciéndole mercedes le mandó quedar en su servicio. El Moro se quedó, y sirvió al Rey fidelísimamente de espía y (traductor o intérprete
faraute en toda la conquista. Luego aquella noche a la segunda vela el Rey se allegó a tierra con las doce galeras y con las barcas y esquifes comenzaron a desembarcar los soldados, y echar los caballos y bagaje en tierra. Mas como fuesen descubiertos de los Moros que andaban por los montes, en un punto bajaron (abaxaron) V. mil de ellos, y con grande alarido, como acostumbran, arremetieron para los nuestros alanceándoles, por estorbarles el desembarcar. Pero fue tanta la diligencia de los nuestros en volver las proas de las galeras y naves hacia los moros, y en tirar lanzas, azconas, azagayas, saetas, y piedras con trabucos armados sobre las entenas, que los hicieron retirar, y hubo lugar para desembarcar sin mucho daño. El primero de todos que tomó tierra, fue Bernaldo Ruy de mago Alférez valentísimo, porque en saltar en tierra desplegó su bandera, y echó señal, le siguieron todos, haciendo rostro al ímpetu de los Moros, hasta que acabaron de desembarcar los caballos con todo el bagaje, y con las máquinas y trabucos. Luego con los de a caballo que los echó delante, pasó el mesmo con DC. infantes, y dieron con tanto ánimo en los Moros, que los hicieron huir: y matando algunos de ellos, volvió el Alférez al campo con toda
la gente, y para más seguridad se recogieron ya tarde en las galeras, con alguna presa y despojos que de los Moros hicieron. Al cual recibió el rey con mucha alegría, y alabó con encarecimiento su gran valor y esfuerzo, por haber dado tan próspero principio a la empresa, y con tan victoriosa escaramuza, tomado el ánimo a los enemigos. A este Alférez (que después se llamó Bernaldo Argentona, y señalan algunos que fue Catalán) por sus valerosos hechos y buena dicha en la guerra, acabada la conquista, el Rey le hizo donación de la villa y tierras de Santa Ponza, para él y a los suyos. A la misma sazón don Nuño, don Ramón de Moncada, el Vicario del Temple, y Gilabert Cruylles, Barón de Cataluña con CL. caballeros saltaron en tierra en el puerto de santa Ponça, y metiéndose por la Isla a dentro encontraron con un escuadrón de hasta VI. mil Moros. Los cuales se los estaban mirando de lejos, sin moverse ni llegar a estorbarles el desembarcar, ni el ir para ellos: maravillándose don Ramón de la torpeza dellos, porque siendo tantos dejaban de acometer a tan pocos. Pues como llegado muy junto a ellos, y ni se moviesen de su puesto, ni se pusiesen en orden de pelear, hecha señal a los suyos, y diciendo a voces. Son pocos, y no vezados a pelear, arremetió para ellos; con tan bravo ímpetu que no pudiéndole resistir los Moros huyeron todos: pero siguiendo el alcance los Christianos, fue tan grande la matanza que en ellos hicieron, que se halló (según el Rey afirma en su historia) haber muerto de ellos hasta M.D. Volviendo pues don Ramón con los demás, con tan felice victoria al puerto hallaron al Rey que acababa de tomarlo con toda la armada en el de santa Ponza, y saliendo en tierra, como entendió admirable escaramuza y victoria que contra los Moros tuvieron, se espantó de oírla. Y aunque alabó grandemente el valor y fuerza de todos ellos, por tan bien acabada empresa en lo intrínseco de su pecho le dolió mucho por no haberse hallado personalmente en ella, siendo de las primeras que en la Isla se hicieron.


Capítulo V. Como el Rey se metió por la Isla a dentro con veinte caballeros, y de los Moros que mataron, y extraña batalla que tuvo con uno de ellos.

Viendo el Rey la gallardía que don Nuño y don Ramón con los demás tenían, y el gusto con que contaban sus proezas y victoria pasada, no pudo más detenerse, sino que luego al día siguiente, entretanto que estos caballeros reposaban, y se rehacían del trabajo pasado, quiso también él ir a probar su ventura, y salir con algún memorable hecho. Para esto tomó consigo XX caballeros Aragoneses, y muy de mañana, después de haber oído misa y almorzado, dejando mandado que ninguna otra persona los siguiese, mas de un platico de la Isla que los guiase, se metió por ella a dentro. Y para más certificarse de la victoria pasada, siguieron la misma senda por donde vinieron los vencedores. Pues como no muy lejos descubriesen un gran golpe de gente que serían hasta CCCC moros que estaban en el recuesto de un monte, el Rey se fue para ellos. Los cuales entendiendo que eran descubiertos, temiéndose no viniese más gente atrás, o se quedase puesta en celada, comenzaron a apartarse a otro monte más alto. Visto por el Rey que se retiraban, como si viera una buena caza de venados, puso piernas al caballo diciendo a los suyos. Ea hermanos daos prisa no se nos vayan aquellos venados que han de servir para pasto y mantenimiento de nuestras honras, y arremetiendo y dando todos sobre los que huían a furia, en el alcance mataron hasta LXXX de ellos, los demás se escaparon. Mas porque del huir, y poca resistencia de los Moros Mallorquines, no se puedan todos a una notar de cobardes, o inhábiles para pelear: contaremos una señalada hazaña de un valentísimo Moro Mallorquín (digna de poner en memoria) que en este mismo trance aconteció al Rey, con harto evidente peligro de su persona. El cual como luego después de haber muerto los LXXX Moros, y ahuyentados los demás, se retirase ya de vuelta para el campo, y pasando los otros caballeros adelante, se quedase con solos tres, para ir parlando por el camino, al pasar de un barranco, le salió al delante un moro de a pie armado de lanza y adarga, con un morrión Zaragozano. Al cual mandando el Rey a voces que se rindiese, comenzó el Moro con bravo semblante a blandear la lanza contra él, y los demás, que en el mismo punto fueron sobre él. Pues como uno de ellos llamado Ioan de Lobera Aragonés, llegase más cerca, revolvió el moro sobre él, y con una punta de lanza le atravesó el caballo y con él cayó luego el caballero en tierra. Mas levantándose con gran presteza Lobera con la espada en la mano para defenderse del moro, que ya estaba sobre él con su alfanje, acudieron los tres y maltrataron al moro. Pero como ni al Rey, ni a los otros se quisiese rendir, cargaron de tal manera sobre él que le hicieron pedazos, y cortada la cabeza, la llevó Lobera en la punta de la lanza. Con esto se volvieron muy contentos ya tarde para el ejército, y como fueron descubiertos salieron todos con grandísima alegría y regocijo a recibir al Rey, entendiendo sus dos grandes victorias hechas en tan pocas horas. Y aunque quedaron extrañamente maravillados de la primera que hubo de los moros siendo tantos, y los suyos tan pocos, pero tuvieron en mucho más la brava resistencia que se halló en solo aquel Moro, cuya cabeza y rostro feroz mostraba bien la gran valentía y fuerzas de su persona. Y así confesando todos que con estas victorias había igualado el Rey la del día antes de los caballeros, mucho más se regocijaron. También concluyeron que no por el buen suceso de estas dos victorias debían descuidarse en lo por venir, ni tener en poco los Moros Mallorquines. Antes conjeturaron de la valentía y fuerzas de aquel solo Moro, y del huir de los muchos juntos, que los Mallorquines debían ser como los toros, los cuales tomados juntos son mansos, mas cada uno por si muy bravo.


Capítulo VI. Como por la demasiada prisa que el Rey se daba por llegar a la ciudad, iba desbaratado el ejército, y padecía hambre, y fue proveído por el general de la mar.

Con estas dos tan prósperas victorias, que alcanzaron el Rey, y don Nuño con los demás en la Isla, cobró el Rey nuevos alientos, y con el ardor de la mocedad, determinaba no andar por montes y valles, ni asentar el real sobre fortaleza alguna de la Isla, sino dar con todo él sobre la ciudad principal, porque como oyese que el Rey Retabohihe había salido de ella, y que andaba por los montes hurtando el cuerpo a los nuestros, y excusando la batalla, codiciaba mucho verse con él en campaña para acometerle. Pues era cierto que vencido o desbaratado Retabohihe, y con esto debilitadas las fuerzas de la ciudad, tenía por muy fácil tomarla, y apoderarse de toda la Isla. Con esta demasiada codicia del Rey y poca cuenta del gobierno, andaba el ejército, todo sin ningún orden ni asiento: no parando horas en un mismo puesto, ni lugar cierto, por seguir los movimientos del Rey, que parecía iba siempre a caza de victorias, como de venados. Y tan puesto en esto, que ningún cuidado tenía de proveer, ni bastecer el campo de vituallas. Y así comenzaron a sentir hambre, y a desfallecer en los soldados el ardor y deseo de pelear, con que se entró en la Isla: hasta que siendo avisado dello el general de la armada don Plegamans, al cual como se dio cargo de proveedor de la tierra, luego proveyó el ejército
abastadamente de las vituallas que sobraron en la mar: hasta tanto que los villanos y labradores de la Isla, por redimir la tala y destrucción de sus campos, acudieron al Real con mucho pan y carnes, y otras provisiones en abundancia. En este medio salieron de las naves que estaban surgidas en el puerto de Porraças al mediodía, hacia la ciudad CCC caballeros y entendieron por los adalides y centinelas del campo, como habían descubierto muchos, y muy formados escuadrones de Moros, que sería al anochecer, y eran de gente de a caballo y de a pie, bien puesta en orden, al paso por donde había de embocar el Rey la gente para la ciudad. Al cual luego dio aviso desto don Ladrón caballero Aragonés nobilísimo, capitán de caballos. El Rey que entendió esto, llamó a don Nuño, y al Vizconde de Bearne, con los otros Barones y capitanes del ejército, para decirles que se pusiesen a punto para el día siguiente. Porque deste primer encuentro y batalla campal, se había de seguir el remate de toda la conquista. Y envió a decir a don Ladrón que se estuviese quedo en su alojamiento por hacer rostro a los de la Isla, si de hacia la Palomera y por aquellos extremos se congregase alguna gente a tomar en descuido a los del campo: hasta que se le diese nuevo orden. Con esto mandó el Rey asentar el Real y tiendas de propósito, más adelante de la Porraça camino de Portopí junto a la mar, con mucha gente de guarda, que estuviesen toda la noche en centinela. Hecho esto se fue cada uno a su alojamiento a reposar: determinados de dar luego por la mañana la batalla a los Moros: más por contentar al Rey que extrañamente lo deseaba, que por sobrar razón para ello.

Capítulo VII. De la discordia de don Nuño y del Vizconde, y del escuadrón de los aguadores, y como peleando el Vizconde contra los Moros fue muerto con don Ramón y otros de su linaje.

Venida la mañana acudieron todos los capitanes y señores a la tienda del Rey, al cual hallaron ya levantado de la cama y armado. Lo primero que hicieron fue oír misa muy devotamente, y después de haber dado refresco y sustento a sus personas, y a los soldados lo mismo, entraron en consulta, si convenía ir a combatir la ciudad: porque con esto parece que sacarían a los enemigos de los montes a la campaña rasa, donde hallándose el ejército todo junto mucho mejor se defendería: o sería mejor irlos a buscar y acometerlos. Mas aunque la opinión del Rey señalaba se siguiese la vía de la ciudad, los más fueron de contrario parecer. Porque sería doblar las fuerzas al enemigo, ir a meterse entre él y la ciudad: pues en comenzar la escaramuza con los de fuera, saldrían los de la ciudad a tomarlos en medio para honrarse de ellos. Y así se determinó que fuese la mayor parte del ejército a buscar los enemigos a unos pequeños montes por donde andaban detrás del cabo de Portopi: y que el Rey con su cuerpo de guarda, y más gente, marchase por junto a Portopi a ponerse en el camino de la ciudad para impedir el paso a los Moros, porque no pudiesen ser socorridos de ella. Andando los capitanes ocupados en esta ordenanza, y partimiento, y el Rey con su gente ido a meterse en su puesto, siguiose muy gran cuestión (
quistió) y diferencia entre el Vizconde y don Ramón con don Nuño, sobre quien llevaría la vanguardia, pidiendo cada uno ser de los primeros. Pasó esto tan adelante, y la porfía fue tan reñida, que dio ocasión a que los aguadores y leñadores del campo, con otros esclavos de los señores y Barones, de presto hechos legión, sin orden, ni caudillo, se juntasen para ir a dar sobre el real de los enemigos. El Rey que los vio ir tan descarriados, y derechos a perderse, puesto en una yegua, y acompañado de solo un caballero Catalán llamado Rocafort, arremetió para ellos, y saliéndoles al delante, los detuvo, mandándoles que volviesen atrás, que cuando menester fuese él los emplearía, alabándoles su buen ánimo y gana de pelear. Como el Vizconde, don Ramón, y conde de Ampurias vieron esto, sin más esperar a don Nuño, se salieron con buena parte del ejército, y los más escogidos de su casa y parentesco a pelear a tropel. Porque vieron las tiendas y Real de los Moros asentado, sobre una montañuela rasa, sin ninguna empalizada, ni en nada fortificado, y que parecía muy poca gente en guarda del. Y así arremetieron con poco orden, sin pensar que tenían los enemigos tan cerca, los cuales salieron dessotra parte del monte donde estaban en celada, y con grandes alaridos dieron sobre el Vizconde y los demás, y se trabó una bien sangrienta escaramuza de ambas partes. Mas como el Conde de Ampurias con los caballeros del Temple y cuerpo del ejército arremetiesen al Real y tiendas de los moros, a efecto de dividir su gran ejército que pasaban de XX mil, halláronlas ya bien fortalecidas de gente, porque sobraba para ambas partes. En este medio que se detenía de acometerles, pensando que con entretenerlos en guarda del Real, serían menos los que andaban en la pelea del Vizconde y don Ramón: fue así, que con haber cargado tantos Moros sobre ella, los Cristianos se dieron tan buena maña, que tres veces hicieron retraer y volver las espaldas a los Moros. Pero como fuesen tantos y peleasen delante su Rey, y también que los cansados iban a hacer muestra ante las tiendas, y de allí tomado su refresco, iban otros tantos a la pelea, otras tantas veces se rehicieron, y volvieron sobre los nuestros, que comenzaban ya a retirarse. Demás que por ser tantos los Moros, y estar tan extendido su campo, los nuestros se habían esparcido a fin de no dejarse cercar de todas partes, y con esto no podían valerse los unos a los otros. Desto fue avisado el Conde de Ampurias, pero no quiso moverse de aquel puesto, de muy persuadido que hacía más bien a los que peleaban con entretenerles tanta gente que no fuesen sobrellos, recibiendo en esto muy grande engaño. Porque demás que sobraban Moros para pelear, también acudían muchos de ellos de la ciudad que venían por sus secretas vías, y sin que lo impidiesen el Rey, ni don Nuño, que estaba al paso, se juntaban con su ejército, y crecía por horas. Por donde el escuadrón de los Cristianos que peleaba en el lado derecho, comenzó a aflojar. Lo cual entendido por el Vizconde y don Ramón, acudieron luego a la parte flaca, y con el socorro volvieron los nuestros a entretenerse. Mas como sobreviniese tanta morisma, que eran seis Moros por cada Cristiano, y a los cansados de ellos sucediesen siempre otros de refresco, y a los nuestros que de cada hora perdían, ningún socorriese, comenzaron a turbarse, y a dividirse unos de otros. Y así cargando tantos Moros sobre los que más se señalaban de los Cristianos, que eran el Vizconde y don Ramón y los del linaje, dieron con grandísimo ímpetu en ellos cercándolos por todas partes. Los cuales después de haber vendido bien caras sus vidas, al fin cayeron, y fueron por los Moros muy cruelmente muertos, juntamente con los Vgones, Mataplanes, y Dezfares, caballeros Catalanes los más valientes del ejército, con ocho principales caballeros de los Moncadas. Los que quedaron vivos, viendo muertos sus capitanes, se recogieron hacia donde estaba el de Ampurias con su gente, sin que los Moros los siguiesen: porque también quedaban muy destrozados y deshechos, con muchos muertos y heridos. Con todo eso de presto saquearon el campo de los Cristianos cogieron las banderas y estandartes, y se fueron con todo ello a su Real y tiendas, sin que el de Ampurias se lo pudiese estorbar. Viose por entonces cuanto más sano fuera haber seguido el parecer del Rey, en tomar la vía de la ciudad, porque con esto fuera todo nuestro ejército junto, y sin duda se defendiera mucho mejor que dividido. Quedando pues los nuestros muy lastimados, con tan grande pérdida de los principales capitanes, por el orgullo que de esto tomarían los Moros, se fueron para el campo donde fue la batalla a revolver los muertos, por hallar los cuerpos del Vizconde, de don Ramón y sus parientes, para llevarlos a las tiendas del Real. Puesto que de común concierto de todos fue mandado que ninguno llevase la nueva desto al Rey por no alterarle, hasta que por si mismo la entendiese: porque aprendiese, como de no llevar el tiento y asiento que se requiere en las cosas de la guerra, se seguirían esta y mayores pérdidas.

Capítulo VIII. Como el Rey quiso ir al lugar de la batalla, y lo que pasó con don Guillén de Mediona, y como fue reprehendido de don Nuño, y del otra escaramuza que sostuvo con los Moros.

Luego después que fue la rota del Vizconde y los suyos, no teniendo el Rey nueva de ella sino de la mucha morisma que cargaba sobre ellos, mandó a don Nuño, a don Pedro Cornel, a don Ximen de Vrrea, y a don Oliuer de Thermes nobilísimo caballero Francés, que entonces andaba desterrado de Francia, que con toda la caballería fuesen a ayudar, y se mezclasen con los primeros escuadrones que peleaban con los Moros: pues aunque de lejos, todavía parecía que los Christianos llevaban lo peor. Eran estos escuadrones los que escaparon de la batalla del Vizconde, los cuales se rehicieron, y juntados con los del Conde de Ampurias, peleaban con los Moros algo apartados del lugar donde fue la primera batalla. Aunque esta escaramuza se acabó luego, por estar los unos y los otros de ambas partes muy trabajados, y llenos de heridas. Y así los Moros se recogieron a sus tiendas, y los del Conde hacia el Real para dar cobro a los heridos. Ido pues don Nuño con los demás en socorro de estos, saliose el Rey con su caballería de guarda hacia el lugar do había sido la pérdida del Vizconde, y como se adelantase solo, encontrose con don Guillen de Mediona caballero Catalán, que se había salido de la segunda escaramuza, cortados los labios, y el rostro todo corriendo sangre, de una pedrada de honda. Como luego le conociese el Rey le ató por su mano la herida con un lienzo (
lienço), diciéndole que no era tan grande herida aquella que por eso hubiese de enflaquecer su valor y generoso ánimo para dejar en tal tiempo (tiépo) la batalla. En oyendo esto don Guillen como generoso, sintiéndose mucho de las palabras del Rey, volvió las riendas al caballo, y fuese a todo correr a meter en la batalla y nunca más pareció. Mas el Rey encendido con su ardiente cólera, no sabiendo cosa cierta del triste suceso del Vizconde, que fue poco antes de mediodía, subiose hacia lo alto del pequeño monte, y fueron con él, siguiendo el estandarte de don Nuño, don Roldán, Laynez, y don Guillen hijo bastardo del Rey de Navarra, con LX caballeros. Como llegase a lo alto descubrieron una espaciosa llanura donde estaba el Real de los Moros, y ellos muy esparcidos, parte dentro de las tiendas, parte echados por el campo sin ningún recelo de enemigos, aunque en lo más alto de la tienda Real vieron colgada una bandera de blanco y colorado, de la cual los caballeros del Rey que sabían la rota del Vizconde, sospecharon lo que era. Pero el Rey en llegar a vista de los enemigos, hallándolos tan descuidados quería acometerlos, y sin duda lo hiciera, si don Nuño y los demás capitanes no le echaran mano a las riendas del caballo y lo detuvieran: reprendiendo muy sin respeto su demasiado ardor y ánimo, con tan ciega codicia de vencer, diciendo que de esta manera echaba a perder a si, y a los suyos, y los ponía en trance de muerte. En este punto llegó Gisberto Barberán capitán de las máquinas y artillería, con LXXX caballos ligeros, a quien mandó luego don Nuño que con los caballos y la infantería que allí se hallaría, por contentar al Rey, trabase escaramuza con los Moros de las tiendas, los cuales ya antes de llegar ellos se habían juntado y puesto en orden para pelear. Y así con su acostumbrado alarido y grandes pedradas que tiraban con hondas persiguieron a los nuestros de manera que no pudiendo resistir a tan gran ímpetu y furor dellos, volvieron las espaldas, y los Moros los siguieron hasta meterlos dentro del escuadrón del Rey. Los cuales viéndose delante del, de corridos y avergonzados, volvieron a hacer rostro a los enemigos, que también con buen orden se volvieron a sus tiendas. Como a esta sazón llegase todo el cuerpo de guarda con cien hombres de armas y los Almogávares (Almugauares), y más CL caballos que envió don Ladrón, tomó ánimo el Rey, y con todo el campo arremetió para el Real y tiendas de los Moros, y los echó de ellas, cogiendo muy gran presa y despojo. Mas por ser ya tarde, y tener los caballos muy cansados que apenas habían reposado en todo aquel día, dejaron de seguir el alcance. Alojáronse allí aquella noche, y cenaron de muy buena gana lo que para si tenían aparejado los Moros. Fue esta una de las más extrañas y sangrientas jornadas del mundo: porque de la mañana hasta mediodía se peleó y fue toda en pérdida de los Cristianos: de medio día abajo todo fue escaramuzar y cobrar la victoria de los Moros. Finalmente con la buena cena y aderezo de alcatifas y colchones que los nuestros hallaron en las tiendas, se rehicieron, y reposaron muy bien aquella noche ellos y sus caballos, y entre tanto se dio cargo a cierta gente de a caballo y de a pie hiciesen por el campo la reseña, para que reconociesen los que faltaban y trajesen a las tiendas todos los heridos, para ser curados.


Capítulo IX. Como el Obispo de Barcelona y don Alemany reprendieron al Rey por su codicia de llegar a la ciudad, y como sintió mucho la muerte del Vizconde y otros, y se recogió a la tienda del capitán Thermes.

Llegada la mañana, o que el Rey estuviese estuviese ignorante del suceso del Vizconde, o que lo disimulase por no entristecer a los suyos, porfió mucho con los capitanes marchasen contra la ciudad, que fue su primer intento, por las mismas razones de que la hallaría falta de gente, y aunque el Rey de la Isla revolviese sobre ellos, serían parte hallándose todo el campo junto, para resistirle. Por esta causa creen algunos escritores que el Rey no ignoraba la pérdida del Vizconde, sino que la prisa tanta que se daba por cerrar con la ciudad era porque antes que los enemigos se gloriasen de tales muertes y victoria, las tuviese ya vengadas. Lo que no podía ser, por haberse ya retirado los Moros con su Rey dentro de la ciudad y estar muy fortificada. Pues como a toda furia se encaminase el Rey contra la ciudad, se le puso (
púsosele) delante don Ramón Alemany, Barón de Cataluña: el cual de muy valeroso y celoso de la salud y honra del Rey, se atrevió a detenerle, y reprenderle muy libremente, tratándole como hombre que sabía muy poco de guerra, pues no se detenía en el lugar a donde había vencido a sus enemigos, hasta saber la pérdida de los suyos para rehacerse y fortificarse, antes de ir a acometerlos de nuevo. Mas como ni por las palabras y resistencia de Alemany el Rey se detuviese, saliole al encuentro el Obispo de Barcelona, y le riño duramente. Porque habiendo perdido la flor de su ejército, y estando en doblado peligro que antes, quería imprudentemente pasar adelante para perderse a si y al ejército. Significándole muy a la clara como los Moros habían roto (rompido) los primeros escuadrones, y pasado a cuchillo al Vizconde, y a don Ramón con todos los suyos. Como el Rey oyó esto hizo muy gran sentimiento de ello, y se paró hasta acabar de entender bien la pérdida y lamentables muertes de sus tan queridos amigos; y como en este medio acabase de llegar toda la gente con la compañía de guarda, se volvió con todos a Portopi, cerca de donde poco antes había echado los Moros. De allí le mostraron el lugar donde había sido la batalla y pérdida del Vizconde, y como por haber estado dividido el ejército de los Cristianos, y haber cargado todo el de los Moros contra el Vizconde, sin ser socorrido, quiso de valeroso morir allí con todos los suyos, antes que volver un paso atrás. Oyendo esto, se enterneció tanto el Rey, que fue necesario divertirlo con las vista de la ciudad del cabo de Portopi, de donde se parecía muy patente y distinta. Cuya vista le fue muy apacible, y ansí mandó asentar cerca de aquel puesto el Real y tiendas para todo el ejército, sobre una llanura muy amena: adonde estuvieron los Aragoneses y Catalanes (como el Rey dice) con mayor concordia y hermandad que nunca. Pero el Rey padecía gran sentimiento, y mayor tristeza de la que mostraba en público, por no desanimar los soldados. Antes bien fingiendo alguna alegría y esperanza de buenos sucesos, mandó dar muy bien de cenar a todo el ejército, y que reposasen del trabajo pasado: y puesta la gente en centinela, se recogió en la tienda de don Oliver de Thermes para descansar, y aliviar algo de su trabajo pasado: adonde con cenar muy poco, pasó con menos sueño toda la noche. Como fue de día se levantó, y fue al mismo cabo de Portopi a mirar la ciudad muy de propósito: la cual le pareció muy hermosa y de mejor asiento de cuantas había visto. De allí volviendo a la misma tienda halló que don Oliverio le esperaba con una muy espléndida, y bien aparejada comida: para la cual valió de tan buena falta la hambre y trabajo de los días pasados, que así por estar ella tan bien aparejada a la Francesa, como por el asiento y tan buena vista del lugar do se comía, confesó el Rey que en toda su vida había tenido comida de más gusto y solaz que aquella. De donde avino que luego después se edificó en el mismo puesto una casería, o villa, que dicen en Mallorca, muy suntuosa, a la cual según dice la historia, mandó llamar el Rey la villa de la buena comida.

Capítulo X. Como el Rey fue a ver los cuerpos del Vizconde y los demás, y del gran llanto que movieron los criados del, y del suntuoso enterramiento que el Rey y todo el campo les hizo.

Como fue ya noche, llevando el Rey consigo a don Nuño, y a los demás principales del ejército, se fue a la tienda donde estaban recogidos los cuerpos del Vizconde, y don Ramón, con otros ocho de su linaje, y entrados en ella hallaron muchas hachas encendidas con los sacerdotes revestidos que rezaban Psalmos entorno de los cuerpos: los cuales estaban cubiertos con paños de brocado. Y como en llegando el Rey los descubriesen, y se viese que de tan mal parados estaban desfigurados, y que apenas se conocían, se levantó tan gran llanto y alaridos en la tienda por los parientes y criados de los muertos, que fue forzado al Rey, y a todos, salirse della. Porque
además (de mas) que se lamentaban de su desventura, y como quedaban huérfanos, miserables y desamparados, mezclaban con las lágrimas algunas palabras, con que trataban al Rey de cruel, y otras cosas. De manera que tuvo necesidad de tomarlos a parte, y consolarlos, diciendo, que él era el desgraciado, y huérfano, y más malparado que todos, por haber perdido los más fieles y más valerosos capitanes y amigos de todo el ejército, en el mayor trance y necesidad de su empresa, que otros tales no le quedaban: que conocía serles muy obligado en muerte y en vida: y que por la misma razón no podía dejar de tener mucha cuenta y memoria de los parientes y criados de los muertos, y de emplear en los vivos lo que se debía a ellos. Como oyeron esto los deudos y criados, todos se aplacaron y consolaron mucho con los buenos ofrecimientos del Rey, y prometieron de no faltarle, hasta perder las vidas, como los suyos en su servicio. El día siguiente pareció a todos sepultar los muertos, que ya estaban embalsamados. Y pues el Real estaba ya asentado, y repartido por sus calles y plazas, llevarlos por todo él con la pompa y cerimonia real que se podía. Mas porque no fuesen vistos de la ciudad, por cuanto la distancia (según el Rey dice) no era mucha, pusieron por aquel enderecho y ladera. muchas telas y alhombras de las que tomaron en el real de los Moros poco antes, porque no pudiesen entender ni discernir de la ciudad lo que se hacía en el real de los Cristianos. Y así congregados por su orden, fueron a sacar los cuerpos de la tienda para llevarlos con grande pompa y lamentable música a la tienda que estaba hecha a modo de capilla, para depositarlos en ella. Precediendo sus banderas y estandartes arrastrando por el suelo. Iba la Cruz luego con harto número de Sacerdotes reuestidos, y el Obispo de Barcelona haciendo su oficio Pontifical: seguían luego los cuerpos cerrados en sus ataúdes con sus armas e insignias por encima, llevados a hombros de criados y oficiales ancianos de los muertos. Tras ellos iba el Rey muy enlutado, con los grandes y los demás caballeros Barones y capitanes, sin quedar soldado que no siguiese. Finalmente seguían toda la familia enlutada de xerga como luto real, hasta que llegaron a la capilla que dijimos (deximos), donde hechos los sacrificios y ceremonia debida, fueron depositados los cuerpos en lugar muy conveniente, hasta que fueron trasladados a Cataluña en sus principales pueblos, donde para si, y a los suyos tenían dedicadas sepulturas.

Capítulo XI. Como mandó el Rey levantar el campo y marchar para la ciudad, y de paso hizo alto en la Real, y de la indignación del Rey por la gran crueldad que usaban los de la ciudad contra los cautivos Cristianos.

Acabado el enterramiento y obsequias, se entendió en abreviar la conquista, que ya se reducía toda contra la ciudad, por los pocos presidios y fortalezas que al Rey de Mallorca le quedaban en toda la Isla, pues casi ninguna estaba por él. Demás que por haber experimentado las fuerzas y gran arte de pelear de los Christianos, y que a una que les ganaba, perdía diez escaramuzas, no determinaba de verse más en campaña con ellos. Y así se encerró con todo su ejército en la ciudad, confiando en la fortaleza, y gran bastimento y munición della, junto con la mucha gente de pelea que tenía dentro muy determinada para defenderse, por tener por muy cierta la venida y socorro del Rey de Túnez, que les fue muy prometida, mas nunca llegada. Entendido esto por el Rey mandó alzar el campo de Portopí, y marchar para la ciudad: tomando la vía a la mano siniestra para unas caserías a media legua de la ciudad, donde no mucho después de conquistada la Isla, don Nuño edificó un
sumptuosisimo monesterio y convento de frayles Bernardos llamado la Real, como adelante diremos. Allí hizo alto el campo, por ser lugar muy alegre y bien provisto (proueydo) de aguas en lo llano, no lejos de un monte de donde nacía un (nascia vn) grande arroyo que pasaba por medio del campo y daba en la ciudad. Detúvose allí el Rey algunos días, a efecto de considerar y preparar lo necesario para cercar la ciudad: la cual por estar tan propincua, el maestre de campo, con los de la artillería y máquinas iban y venían a ver los alojamientos, y asiento que el campo habría de tener en el cerco a reconocer la muralla, y lugares más flacos de ella, para acometer y encarar los asaltos: lo que no podían hacer tan secretamente que no tuviesen descubiertos, y con una banda de jinetes que súbitamente salía de la ciudad los echaban de su entorno. Demás que para espantar a los nuestros y que viesen las crueldades que los de dentro hacían contra los Christianos (como lo cuenta Montaner) a vista de ella hicieron uno de los más bárbaros y horrendos usos de matarlos, que jamás se viesen el mundo. Porque en las máquinas que como hondas de ballesteras armaban dentro, para tirar grandes piedras contra nuestro campo, ponían los cautivos Christianos, que a Retabohihe su Rey parecía: a los cuales vivos y atados como balas de artillería, los asentaban en ellas de donde furiosamente arrojados, caían hacia donde el maestre de campo y los demás iban rondando la tierra. Los cuales recogieron aunque hechos pedazos, y los llevaron al Real, a que los viesen todos. Fue esta crueldad tan abominada y maldecida por todos y mucho más por el Rey, cuando se los pusieron delante, que juró por su corona Real, no pararía noche y día, ni alzaría el cerco de la ciudad, hasta que tomase al cruel Retabohihe por la barba, y por tan tiránica y horrible inhumanidad le hiciese todo ultraje y vituperio como a cruel y bárbaro infiel. Fue tanto el terror que los cautivos Christianos que estaban en la ciudad recibieron de esta crueldad hecha por Retabohihe contra ellos, que de pensar cada uno había de pasar otro tanto por si, se concertaron, y por lo más secreto que pudieron se salieron de la ciudad, y se vinieron al campo del Rey, donde fueron recogidos y dieron muchos avisos de la flaqueza de Retabohihe, y de la ciudad.

Capítulo XII. Del capitán Infantillo, como quitó el agua a los Cristianos, y fue sobre él don Nuño, y le venció, y cortó la cabeza, la cual se echó en la ciudad, y como los Moros de la Isla se rindieron al Rey.

A esta razón que el Rey con todo el campo se estaba en la Real, un Moro principal de la Isla, de los más ricos y valerosos de ella, llamado Infantillo, había ayuntado cierta gente de los rústicos y aldeanos de la Isla, y hecho un ejército de hasta V. mil infantes y C. caballos. Los cuales de miedo de los nuestros habían estado muchos días escondidos por las cuevas, o como allí dicen, garrigas, que están en unos montes muy altos a vista de la ciudad, y campo de los Christianos. De manera que se congregaron media legua más arriba de la Real, donde nace una fuente cuya agua pasaba por medio del ejército, a fin de tener sus inteligencias con los de la ciudad para cuando saliesen a escaramuzar, dar ellos de través contra los Christianos. Acaeció pues que Infantillo por hacer tiro, y quitar el agua al
exercito, mandó cerrar el ojo a la fuente, y la que no pudo estacar, echóla por otra canal: de suerte que quitó del todo el agua al ejército. De lo cual admirados los del campo, y turbados por tan súbita sequedad de tan grande arroyo, sospechando la causa, porque en lo alto, a la parte donde nacía la fuente se descubría gente nueva, mandó el Rey a don Nuño se pusiese en orden con gente, para ir a descubrir este daño, y remediarlo. Partió luego el día siguiente don Nuño antes de amanecer, por no ser descubierto con CCC. de a caballo, y subió por la canal arriba hasta llegar donde estaba Infantillo con su gente, y hallándolos muy descuidados y durmiendo sin tener puesta centinela: de improviso dio sobre ellos, de manera que mató quinientos, y los demás huyeron. Pero tomó preso al capitán Infantillo, al cual por estar herido de muerte, y que no podía llegar vivo ante el Rey, le mandó cortar la cabeza y llevarla consigo, dando a saco las cabañuelas de los Moros, que no fue de poco provecho para los soldados. Mandó luego abrir el ojo de la fuente, y restituir toda el agua a su canal y corriente antigua. Maravillosa hazaña, dentro de un día vencer y saquear el Real de los enemigos, restituir el agua a su ejército, volver sin ninguna pérdida de los suyos, y traer en triunfo la cabeza del general contrario a su campo. Quedó el Rey contentísimo de tan pronta y gloriosa victoria, y alabó muy mucho la valor y diligencia de don Nuño, por haber llegado tan presto el agua de la fuente, como la nueva de la victoria, de lo cual se holgó extrañamente todo el campo. Como se descubrió la cabeza de Infantillo, mandó luego el Rey por pagar a los de la ciudad con la misma moneda, que de presto fuese antes del día gente y artilleros a armar un trabuco junto a la ciudad, en el cual fuese puesto, no el cuerpo vivo, sino la cabeza muerta de Infantillo, envuelta en muchos paños, porque no se hiciese pedazos del golpe, y se desfigurase. Armada la máquina, se asestó hacia la plaza mayor de la ciudad. Pues como los de dentro sintiesen desparar trabuco, y volviendo los ojos por aquella parte, viese venir por el aire un tan grande bulto, acudieron al lugar donde cayó, y desenvueltos los paños, como vieron ser cabeza de hombre cortada, no faltó quien la conoció muy bien, y afirmó ser del capitán Infantillo, en quien tenían puesta mucha parte de su esperanza de remedio. Espantados de tan portentoso tiro, hicieron gran llanto sobre ella, y luego comenzaron a desconfiar de su reparo y defensa. Como entendieron esto los Moros de toda la Isla, cuyo último refugio era Infantillo, y que tampoco llegaba el socorro de Túnez, viendo a su Rey encerrado, y de cada hora con menos fuerzas, tuvieron su acuerdo, y parecioles que debía darse a partido al Rey Christiano, antes de ser la ciudad tomada, por fuerza, porque después a ninguno serían acogidos, y el ejército se desmandaría en dar a saco toda la Isla. Y así enviaron sus embajadores al Rey diciendo, que estaban prestos y aparejados para entregarse a su Real fé y merced, confiando los recibiría con benignidad y misericordia. Porque podían jurar que ellos nunca consintieron, ni vinieron bien con la voluntad de Retabohihe su Rey: ni consentido que
ningunos de los suyos tomasen armas contra los Christianos: antes habían
recebido en sus villas, y Aldeas por huéspedes y amigos a todos los proveedores del campo, proveyéndolos con toda liberalidad y amor de vituallas y lo demás para el ejército. Esto lo decían los de la Isla con mucha verdad, porque estaban mal con Retabohihe por sus tiranías y excesivos tributos, que les imponía, y
había entre ellos un hombre principal y muy rico llamado Benahabed, el cual desde el punto que el Rey y ejército desembarcaron en la Isla, abrió sus graneros y
troxes, y libremente permitió a los
proveedores tomasen cuanto menester fuese para el campo. Lo que cierto ayudó mucho al Rey para sustentar la guerra. Pues como los otros ricos hombres siguiesen el parecer y ejemplo de este, todas las otras villas y lugares de la Isla dentro de quince días se entregaron al Rey. El cual los recibió muy bien, prometiéndoles todo buen tratamiento. De manera que no faltando ya ninguno por rendirse, quedó el Rey absoluto señor de toda la Isla, excepto la ciudad: a donde como se entendió lo que pasaba, fueron doblados los llantos y comenzaron a tenerse por del todo perdidos.


Capítulo XIII. De los gobernadores que el Rey puso en la Isla, y se hace nueva descripción de los pueblos y fertilidad de ella.

Venida ya toda la Isla, fuera la ciudad, a manos y poder del Rey, entendió en poner dos presidentes o gobernadores en ella, a don Berenguer Durfort caballero muy noble de Barcelona, y a don Iayme Sancho de Mompeller criado suyo
antigo, a los cuales repartió el regimiento: y quiso que el uno tratase las cosas de justicia, el otro en proveer y bastecer el campo de vituallas, para que con más libertad pudiese el ejército atender al cerco de la ciudad. Tomó a su cargo don Iayme la provisión del campo, como aquel que en cuantas guerras tuvo el Rey le había servido del mismo oficio. Y aunque era innumerable el ejército, a causa de la mucha gente que de cada día pasaba de los reinos a la Isla, a la fama desta guerra: con todo eso pudo bastantemente cumplir con su cargo, por hallar la Isla tan fértil y proveída de todo lo necesario para el sustento de la vida humana. Y pues hemos dicho más arriba de su asiento y postura, digamos de su varia y abundosa fertilidad. Porque no hay otra en todo el mar meditarraneo, que en tan poco espacio de tierra sea más poblada, no teniendo de diámetro más de cien mil pasos, y de circuytu CCCCLXXX mil. Y que demás de las tres ciudades, con muchas villas y castillos, muchos puertos, calas, y desembarcaderos que mantiene, es muy abundosa de todo género de mieses, y más de sal, azeyte, vino, queso, ganado mayor y menor, y toda suerte de bolateria, de cysnes, y otras aves aquatiles, sin la infinidad de conejos que en la Isleta vecina tiene: y así no solo se sobra de todo lo dicho, para si, pero aun provee dello a las tierras ultra marinas. Pues según dice Plinio, los vinos Baleares fueron muy excelentes y loados por los Romanos. De aceite y queso hay tanto, que se hace muy grande mercaduría dello por los otros reynos: de puercos mansos es tanta la abundancia, que salados y con sus menudos trasportados, sobran en otras partes. No hay porqué dejar de sacar a la luz, su odorífera y suavísima flor de los arrayanes que los produce la Isla de si mesma por los bosques y riscos en mucha copia: cuyo liquor que de su flor se destila es más suave y odorífero que el mesmo incienso (enciéso) Sabeo. A cuya causa, y por su particular influencia celeste de la Isla, como adelante diremos, quisieron los antiguos dedicarla a Venus, como otra segunda Chypre. Finalmente se halla que por entonces estaba poblada de XV villas grandes con muchas otras aldeas y lugares, sin las tres ciudades, Mallorca, Ponça, y Pollença, (esta se halla agora muy deshecha) que fueron colonias de Romanos, y retienen sus nombres antiguos. Todos los demás pueblos tienen nombres bárbaros, impuestos, o por los moros, o por los corsarios: excepto los que de la conquista acá han impuesto los Cristianos, y tienen nombres de santos. Acabada pues la conquista de la Isla, vengamos a contar la presa de la ciudad en el siguiente libro, a donde se dirá algo de los ingenios y costumbres antiguos y modernos de los Mallorquines, cosas bien dignas de notar.

Fin del libro sexto.

Libro XIX

Libro XIX.

Capítulo primero. Como partió el Rey para el Concilio a la ciudad de Leon de Francia, cuyo asiento y excelencias se describen.


Como el Rey fuese de nuevo rogado por cartas del sumo Pontífice abreviase su venida para el Concilio de Leon, a donde ya era llegado con los Cardenales y toda la corte de Roma, y por esto muchos de los Obispos Abades y Priores de España que estaban convocados para él, aguardasen en Barcelona su partida por no perder la ocasión de tan alta compañía: diose toda la prisa que pudo hasta ponerse en camino, y llevando consigo algunos señores principales de los dos Reynos partió de Barcelona. Y pasando por Perpiñan, llegó a Mompeller, donde se detuvo ocho días, y recibido el servicio que la ciudad le hizo para ayuda de costa de su viaje, pasó adelante hasta llegar a Viana en el Delfinado villa muy principal por su hermoso templo y bien labrados edificios, y más por la vecindad del río Ródano, uno de los mayores de la Europa que le pasa por delante y estar ella a media jornada de la ciudad de Leon. Donde como entendió haber llegado el Rey, fueron luego a Viana los embajadores del Pontífice a rogarle se entretuviese en sant Saforin a tres leguas de Leon, porque no solo de los Prelados del Concilio y cortesanos del Papa: pero también por mandato del Rey Philipo su yerno había de ser el Senado y pueblo de Leon muy suntuosa y realmente recibido. Tuvo también cartas del mismo Philipo y de la Reyna su hija excusando su venida para bien hospedarle, por importantísimos negocios del Reyno, a causa de ciertos alborotos populares en la Picardia a los confines de Flandes, a los cuales había de hacer rostro con su persona, pero que la ciudad de Leon haría muy bien lo que debía, y le era mandado para todo servicio y regalo de su Real persona y de los suyos: como lo mostró muy bien en este recibimiento y entrada. Es Leon una de las más poderosas y bien pobladas ciudades de toda la Francia en el extremo de la Gallia céltica, hacia el oriente situada, la cual es de su propio sitio y asiento naturalmente fortificada. Porque tiene un monte al poniente con su alcázar fortísimo y muy puesto en defensa. De la otra parte al levante la cerca el Ródano que con su gran profundidad de aguas le defiende la entrada, pues no hay otra de la que hace una muy fuerte y hermosa puente de piedra. Está por todas partes no solo ceñida de muralla fortísima, pero también la atraviesa por medio el río Araris, que vulgarmente llaman la Sona, y viene de hacia el Septentrión del ducado de Borgoña, por el cual está de toda cosa abundantísimamente prouehida. Es este río muy grande y navegable y se junta al cabo de la ciudad con el Ródano: y así dicen que por el grande concurso de aguas el nombre de Leon está corrupto, y se llamó vulgarmente Leau que significa las aguas. De manera que la corriente de la Sona, en encontrar con la corriente del Ródano se vuelve tan lenta y mansa, y la hace como regolfar de arte, que realmente viene a ser tan navegable río arriba como río abajo. Pero puesto que parece que no se mueve el agua (como lo notó Iulio Cesar en sus comentarios) en el moler muestra bien su brava corriente. Por estas comodidades, así por la parte de arriba con las dos riberas: como por la oportunidad del mar Mediterráneo río abajo, es la ciudad muy fácil de proveer de toda cosa, y para el comercio de la mercaduría más acomodada de cuantas hay en toda la Francia. Además que por su propio campo, que es fertilísimo y bien cultivado, la ciudad tiene muy grande hartura de pan y vino, de carnes y volatería con la mucha cogida de cáñamo y lino. Lo cual ajuntado con el incomparable trato de la mercaduría, y expedición de ella, muestra que fue entonces Leon lo que ahora es, una de las más opulentas ciudades de la Europa. Como se vio por la experiencia, pues por todo el tiempo que duró el Concilio, que fue poco menos de dos años, pudo a la fin mantener con igual abundancia que al principio, al summo Pontífice y collegio de Cardenales con toda la Corte Romana, a los Patriarcas, Arzobispos y Obispos de toda la Cristiandad con su gente y familia, Abades, Generales, y Priores de todas las órdenes con los Embajadores de Príncipes y síndicos de todas las iglesias Catedrales. Finalmente el mismo Rey de Aragón, con otros muchos señores de la Francia, sin las demás gentes, que no solo por el Concilio general, mas aun por ver en él la persona del mismo Rey, movidos por su gran fama y renombre, acudieron de toda la Galia, Inglaterra, Italia, y Alemaña.
Capítulo II. De la solemnísima entrada y recibimiento del Rey en Leon, y como se vio con el Papa, y de las tres grandes cosas de que mucho se maravilló.


Como el Rey por orden del Papa se detuviese dos días en san Saphorin donde le tuvieron muy ricamente hospedado los de Leon, llegaron allí muchos señores de los grandes de Francia por mandato del Rey Philipo a visitarle y ofrecerle el mando y señorío de toda Francia y a poner en sus manos el absoluto tribunal de la justicia, de la cual se valió para librar a muchos de las cárceles y salvar la vida a algunos condenados a muerte, y perdonar a otros desterrados, que no había quien no perdonase a su contrario por complacer al Rey que con tanta benignidad se los rogaba. Llegado pues a una legua de Leon, encontró con un grande escuadrón de gente de a caballo armada muy a punto de guerra con sus caballos encubertados, y sus trompetas y añafiles: los cuales se dividieron e hicieron delante de él una bien concertada escaramuza que al Rey pareció muy bien, y fueron muy alabados por ella. Luego llegaron los del regimiento y Senado de Leon, y por su orden besaron las manos al Rey y fueron de él con grande afabilidad recibidos. Tras ellos llegaron todos los Prelados Arzobispos Obispos, y Obispos del Concilio con los Embajadores de los Príncipes Cristianos que asistían en él excepto los Cardenales. Al embocar una puente salieron gran muchedumbre de doncellas con sus dorados cabellos y guirnaldas puestas sobre ellos, danzando muy a compás y haciendo su acatamiento con cierto presente al Rey: cuya recompensa bastó para casar todas las doncellas pobres y huérfanas que se hallaron entre ellas. Al entrar de la puerta volvieron a salir los del regimiento, y le ofrecieron las llaves de la ciudad con muy graciosa ceremonia y entrado dentro halló al Arzobispo de Leon con toda su clerecía y religiones que le recibieron y prestaron la obediencia y ceremonia como a Rey jurado. De allí yendo por la ciudad que estaba toda entoldada riquísimamente con muchos arcos triunfales y otras invenciones adornada, causó en la gente grande admiración su presencia con tan extraña grandeza y tan bien proporcionada compostura de su persona, con su barba larga y de venerables canas esparcida, su aspecto y rostro, no solo suave y alegre, pero muy grave y lleno de majestad: iba sobre un grande y hermoso caballo blanco ricamente aderezado y él tan bien puesto en la silla que no le estorbaba la grandeza de su persona y años para seguir con todos sus miembros el compás de los corcobos y gentilezas que el caballo hacía, como aquel que por cincuenta años y más, con las armas a cuestas se había en ello bien ejercitado. De esto venía a decir la gente que cierto no era indigna su persona de la grande fama y renombre que de sus hechos y valor corría por todo el mundo. Con el mismo acompañamiento fue llevado hasta la iglesia mayor para dar gracias a nuestro Señor, como tenía de costumbre, y de allí pasó al palacio Pontifical donde apeado fue recibido por el colegio de los Cardenales y subió con ellos a la sala del Concilio donde estaba el Pontífice: el cual se levantó de su Silla y llegó a la puerta a recibirle, y el Rey se postró a sus pies y le besó el derecho, mas el Pontífice lo levantó y abrazó y bendijo muchas veces. Y luego para el día siguiente, para el cual se había publicado sesión del Concilio, fue con muy grande ceremonia convocado. Y pasada de pies alguna plática con el Pontífice, se despidió de él para irse a reposar ya noche: y fue llevado por los del regimiento y señores con infinito concurso de gente al palacio real de la ciudad y en él con todos los suyos aposentado y regalado como si fuera su propio Rey. El siguiente día por la mañana acudieron a palacio los mismos gobernadores y regidores de la ciudad, con los señores y grandes de Francia, y todos los Embajadores de los Reyes y Príncipes como el día antes, y lo acompañaron al palacio pontifical hasta dejarlo en la gran sala del Concilio. Le salieron a recibir a la puerta de palacio los Priores, Abades, Obispos, y Arzobispos, Patriarcas, y Cardenales por su orden hasta que subido a la sala y hecho su debido acatamiento al Pontífice le fue dado asiento por el maestro de ceremonias y puesta allí su silla la más propinca de todas a la Pontifical. Salidos fuera los señores con los del regimiento y los demás que le acompañaron, cerrada la puerta de la sala y vueltos a sentarse cada uno de los del Concilio por su orden: estuvo el Rey muy admirado de ver un tan principal y nunca por él visto espectáculo. Y hecha ante él la sesión que por aquel día fue breve, aunque con igual ceremonia que las otras: fue por el Pontífice preguntado qué le parecía de aquel tan bien ordenado ejército y real de Ecclesiásticos, a esto respondió el Rey, que de tres cosas quedaba sumamente maravillado. La primera de la persona y tan encumbrada majestad Pontifical. La segunda del espectáculo de tantos Cardenales vestidos de púrpura, como de muchos Reyes juntos. La tercera de la congregación de tantos prelados la mayor que nunca vido ni creyó. Porque (según él mismo refiere en su historia) entre Cardenales, Patriarcas, Arzobispos, Obispos, Abades, y Priores con los generales de las órdenes, pasaban de Quinientos. Mas porque fue este uno de los muy célebres Concilios que hubo en la iglesia de Dios, y para las mayores y más importantes cosas que se podían ofrecer, congregado en aquella ciudad, no será fuera de propósito de nuestra historia, si quiera por haberse hallado el Rey presente en él, contar brevemente la ocasión y causas que hubo para celebrarle: pues no fueron menos que para la reducción de la iglesia Griega, y hacer concordancia de ella con la Latina. Y más sobre la empresa y conquista de la tierra santa, con la admisión de los Tártaros a la fé Catholica.


Capítulo III. De las causas por que se congregó el Concilio, y de la gran embajada que el Emperador Paleologo envió a él con título de reducir la iglesia Griega a la obediencia de la Romana.


Como el valeroso capitán Miguel Paleologo, tuviese muy perseguida y oprimida la gente y familia de los Lascaras, a la cual de derecho pertenecía el Imperio de la Grecia, y hubiese echado de él a Baldouino Emperador, cuyos antepasados le poseyeron hasta Philipo su hijo que le había sucedido en él: para que más a su propósito pudiese, después de haber ya echado a Philipo, gozar tiránicamente del Imperio, y quitar de sobre si por mar y por tierra los ejércitos y armadas de Gregorio Pontífice, del Rey de Francia, y de Carlos de Anjou Rey de Nápoles, y de Sicilia el cual por haber casado con hija de Philipo había emprendido con más calor esta guerra contra Paleologo: usó de este admirable, perverso, y nunca visto artificio, mezclando la fé Griega con el color y achaque de religión, y de reducir la iglesia Griega a la obediencia de la Latina, siendo todo falso y fngido, con fin de engañar a todos por hacer su hecho como aquí se dirá: pues al fin sucedió en cruel y bien merecido azote de toda la Grecia. Porque cuanto a lo primero sobornó Paleologo a ciertos Príncipes del Imperio y Prelados más principales de la misma iglesia Griega, para que en nombre suyo fuesen a Roma con suntuosísima y muy pomposa embajada al sumo Pontífice Clemente IV, a notificarle, como prometía reducir la iglesia Griega, que de algún tiempo antes se había apartado de los sagrados Cánones e institutos de la iglesia católica Latina, y había degenerado de la verdadera religión de sus antepasados, a fin que conviniese en un mismo sentido y verdad con la sacrosanta iglesia Romana, y que en todo obedeciese a sus canónicos decretos y sanciones. Para certificación y seguridad de lo cual interponía su fé con la del Patriarca de Constantinopla, y de la de todos los demás Prelados Eclesiásticos y de los Príncipes y pueblos del Imperio: si se congregaba Concilio general para hacer en él pública profesión de todo lo propuesto. Y más para que entendiesen el fruto que de esta reducción había de nacer, se ofrecía de favorecer con todo su poder y fuerzas del Imperio la empresa de la tierra santa para la cual entendía se aparejaban los Príncipes de la iglesia Latina. Esta embajada y promesa del Emperador tan autorizada, oída en Roma, levantó en grande manera los ánimos del Pontífice y Cardenales con los de toda la iglesia Latina, para dar gracias a nuestro Señor, y suplicar trajese a perfección obra tan felizmente comenzada. Porque mayor beneficio y consuelo no se podía alcanzar por entonces, de que habiendo estado tantos años la iglesia Griega (siendo tan principal miembro del cuerpo místico de la universal iglesia) separada de la cabeza Romana, se volviese a juntar con ella. Por donde el Pontífice de parecer y común voto de todos los Cardenales, después de consultado con todos los Príncipes y Reyes Cristianos, publicó luego Concilio general para la ciudad de Leon en Francia. Pero antes de comenzarlo, ni partir de Roma para hallarse en él, quiso que esta profesión de la fé, que ante todas las cosas habían de hacer el Emperador con el estado Eclesiástico y pueblo de los Griegos, se notificase por escrito en forma y con las cláusulas que se requerían. Y así puso por expresa resolución y condición en este convenio, que para venir a tratar de esta reducción que los Embajadores pedían, lo primero que se había de hacer era, quitar todas las superfluas y contenciosas disputas de la religión: y que por los Griegos se hiciese una pura y expresa profesión de la fé, en la cual conviniesen todos, conforme a la fórmula que se enviaba. Juntamente con la santa admonición del Pontífice dirigida al Emperador Paleologo, la cual sacada de la bulla que sobresto se le escribió, vuelta en Romance dice de esta manera:


Capítulo IV. De la respuesta y exhortación que el Pontífice envió al Emperador y como por la muerte del Pontífice no pudo por entonces pasar la reduction adelante.


La purísima, certísima y solidísima verdad de la fé santa, que en todo cuadra con la doctrina Evangélica cual nos han dejado escrita y declarada los santos padres doctores de la iglesia, y tan confirmada con la definición y decretos de los sumos Pontífices en sus Concilios generales por ellos celebrados, decimos que por estas y otras causas no es cosa decente sujetarla a nueva disputa ni definición, ni someterla contra toda razón, a que se pueda dudar sobre ella. Y así, puesto que por la bula de la convocación del Concilio que se publicó antes, parezca que se da lugar a disputas, y dado que por vuestras letras imperiales habéis pedido que el Concilio se convocase dentro de vuestras tierras, nosotros no determinamos de convocar Concilio para reducir la sobredicha verdad a nueva definición y disputa, no porque nos espante el venir a ella ni porque recelemos que la santa iglesia Romana ha de ser suprimida por el gran saber de la Griega, sino porque sería cosa muy indecente y de perniciosísimo ejemplo, poner en disputa, como en duda, la verdad de la fé, pues la tenemos por tantos lugares de la sagrada escritura probada, por tantas autoridades y sentencias de doctores santos declarada, y finalmente por definición y decretos de los sumos Pontífices y de los sagrados Concilios confirmada. En cuya defensión, si necesario fuere, estamos aparejados a poner nuestra persona y miembros a cualquier suplicio y pena de martirio. Y así no determinamos por ahora ayudar a esta santa verdad con autoridades de la divina escritura, que se nos ofrecen muchas al propósito: sino que con verdadera simplicidad, pura y claramente explicada, os la enviamos: para que por vuestra Imperial persona y por vuestros súbditos sea enteramente creída y profesada.
Pero como en este medio que se enviaba esta exhortación juntamente con la forma y cédula de la profesión de la fé al Emperador Paleologo, muriese el Pontífice, paró este negocio, y de muchos días no se habló más en él, ni se comenzó el Concilio.




Capítulo V. Como Paleologo volvió a solicitar los Príncipes Cristianos porque se tuviese el Concilio, y congregado que fue por Gregorio Papa volvió a enviar sus embajadores, los cuales hicieron la profesión de la fé.


Visto por Paleologo que por la muerte del sumo Pontífice Clemente IV había parado su negocio y traza, y que su inica y secreta máquina en gran perjuicio suyo se deshacía, y sus adversarios a gran prisa entendían en su aparato de guerra para ir contra él, determinó de solicitar de nuevo a algunos Príncipes Cristianos (mucho antes que el Concilio se congregase) con diversas embajadas diciéndoles, como se maravillaba mucho de ellos, y del poco celo y cuidado que del servicio de Dios, y del aumento y honra de su iglesia tenían. Pues ofreciendo él tan grandes ocasiones para la reducción de la iglesia Griega, con todo su imperio, al gremio de la Latina, y habiendo para esto hecho sus embajadas a los Pontífices Romanos, a quien más este negocio tocaba, para que congregasen Concilio universal, a efecto de dar salida a una cosa tan deseada, y tan dedicada al servicio y honra de Dios y de su iglesia, se curaban tan poco de ello, y ni le daban la mano para proseguirla, ni solicitaban a los Pontífices para acabarla. Entre otros a quien dio parte de su queja fue al Rey Luys santo de Francia, poco antes que falleciese en la guerra y campo que tuvo sobre la ciudad de Túnez en África, cuya santidad de vida y celo Cristianísimo era por aquel tiempo muy celebrado (según en el libro XV habemos hecho mención de su vida y muerte) a este pues envió Paleologo embajada formada, rogándole, con encarecimiento, no dejase de favorecer esta su empresa, y reducción de la iglesia Griega, la cual pues tan felizmente había comenzado a tratarse por el Pontífice Clemente IV y por su muerte paraba el negocio que en todo caso exhortasen al nuevo Pontífice para que lo pasase adelante. Que de cobrar esta oveja perdida se serviría más nuestro Señor que de ir a buscar las que no son suyas. Por donde el buen Rey percibiendo las palabras que eran muy santas, y creyendo que la intención de Paleologo conformaba con ellas, envió luego su embajador a los Cardenales, que por la sede vacante, y distensiones que había entre ellos, sobre la nueva elección, estaban por la mayor parte retirados en la ciudad de Viterbo a una jornada de Roma, rogándoles no perdiesen la oportunidad grande que se les ofrecía para el aumento de la universal iglesia con la reducción de la Griega, siendo el mismo Emperador de Grecia el que sobre ello tanto les solicitaba. Y así acabó con ellos que pasarían este negocio adelante por haberle ya felizmente comenzado el Papa Clemente por cuya muerte había parado. Para este efecto eligieron con mucha digencia personas muy doctas y de santa y moderada vida, las cuales reconociendo de nuevo las memorias y diligencias por Clemente hechas, y los términos a que había llegado este negocio: después de estar muy bien instruidos de todo, fueron por el sacro colegio enviados a Constantinopla al Emperador, para que en presencia de ellos, así por él, como por todos los prelados de la Grecia, se hiciese público y solemne acto de la profesión de la fé, conforme a la minuta o fórmula que en escrito había dejado trazada el mismo Pontífice, según que arriba se ha referido. Pues como luego después de partidos estos fuese electo Pontífice Gregorio X, volvió a convocar el Concilio para la misma ciudad de Leon, del cual hablamos. Y así viendo la mucha constancia de Paleologo que en estos negocios mostraba, entendió en procurar muy de veras se hiciesen treguas por algunos años entre Philipo y Carlos Rey de Nápoles y Sicilia, con el Emperador Paleologo, las que él tanto deseaba, por echar fuera el armada y ejército de Sicilia, que andaba ya por el Archipiélago, y comenzaba a poner en estrecho las tierras del Imperio. De manera que pudo tanto la exhortación y persuasión del Papa Gregorio con Philipo y Carlos, que mandaron retirar su ejército y armada de Grecia por tiempo de un año. Entendido esto por Paleologo, con la seguridad de las treguas llevó adelante su entretenimiento: y envió cuatro embajadores de los más principales señores de la Grecia, personas de muy gran cuenta y autoridad, al Concilio de Leon, donde congregados ya todos los llamados por el Pontífice, comenzaba a celebrarse. Llegados estos fueron muy principalmente recibidos del Papa y Cardenales, y de todo el Concilio. Y luego uno de ellos, así en nombre del Emperador, como de Andronico su hijo y sucesor del Imperio, como de XXVI iglesias Metropolitanas Arzobispales sujetas al Patriarca de Constantinopla, con infinitas otras sufraganeas catedrales, y de todo el orden y estado Eclesiástico de la Grecia, abjuró públicamente en medio de todo el Concilio, la Cisma (Schisma), palabra por palabra, conforme a la fórmula escrita que el Papa Clemente ya antes les envió, de esta manera.
Yo Gregorio Acropolita, y gran Logotheta, embaxador de nuestro señor el Emperador de la Grecia, Miguel Angeli Príncipe de Commini Paleologo, teniendo poderes suyos suficientes para esto, abjuro todo Schisma, y la suscrita verdad de la fé según que cumplidamente se ha leído, fielmente reconozco, y confieso en nombre del dicho nuestro Emperador y señor, ser la verdadera santa católica y recta fé, y por tal la acepto, y de corazón y boca la profeso: según que verdadera y fielmente la tiene, enseña y profesa la sacro santa yglesia Romana. Así prometo que el dicho Emperador inviolablemente la guardará, y que en ningún tiempo se apartará: ni en modo ninguno declinará, ni discrepará de ella. También, según en la dicha escritura se contiene, en nombre suyo y mío, y de las iglesias de la Grecia confieso, reconozco, y acepto por supremo de todos el Primado de la sacrosanta iglesia Romana, para mayor obediencia de ella, y que el dicho señor nuestro observará todo lo dicho, así en lo que toca a la verdad de la fé, como en reconocer por supremo al primado de la iglesia Romana, y que hará siempre bueno este su reconocimiento, aceptación, y observancia perseverando en ello, y jurándolo corporalmente en su alma y la mía lo prometo y confirmo. Así Dios a él y a mí ayude, y estos santos Evangelios. Añadió el embajador, a lo profesado, el pío y grande ánimo que el Emperador su señor tenía, para que acabada la reducción de la iglesia Griega, se entendiese en la conquista de la tierra santa de Hierusalé: para lo cual ofrecía de valer con todo su poder y fuerzas del Imperio, siempre que por los Príncipes, o Reyes de la iglesia Latina fuese comenzada la empresa. Oída la pública profesión hecha por los embajadores de Paleologo, juntamente con la larga y magnífica promesa para la conquista de la tierra santa, fue por el Papa y todo el Concilio muy alabada y bien recibida esta embajada. A esta sazón ya después de hecha la abjuración, hizo su entrada en la ciudad de Leon y en el Concilio nuestro Rey, como está dicho. Mas porque se entienda lo que adelante pasó acerca del Concilio, con las engañosas máquinas de que usó Paleologo para hacer su hecho, sin que se efectuase cosa de lo que había prometido, contaremos en el capítulo siguiente el sucesso y fin infelice de la comenzada reducción de los Griegos.





Capítulo VI. De la abiuracion personal que hizo Paleologo, y de las excesivas demandas que propuso, y que por no poderlas cumplir el Concilio se salió de lo prometido, y de la abjuración hecha por los Tártaros.


Después de haber hecho los embajadores de Paleologo la abjuración y profesión de la fé arriba puesta, tuvo su primera sesión el Concilio. Y se determinó en ella, que no bastaba la profesión hecha por los embajadores para asegurar al sacro Concilio del verdadero propósito y ánimo del Emperador Paleologo que por eso requerían que el mismo Emperador y su hijo y sucesor Andronico, la hiciesen de nuevo por si mismos, y de su propia boca la profesase. De lo cual avisado Paleologo, vino bien en ello, por llevar más su disimulación adelante, y gozar de las treguas hechas con sus enemigos. Y así no en el Concilio, como algunos autores dicen (porque nunca vino a él ni estaba tan confirmado en el imperio, que osase apartarse de él) sino en Constantinopla públicamente, y en presencia de los embajadores que sobre esto le envió el Papa, y de los prelados Griegos, hizo la abjuración con aquellas mismas palabras que su embajador la había hecho en el Concilio, y también confirmó la promesa por él hecha para la empresa de la tierra santa. Como después abjurasen los prelados con todo el estado Eclesiástico, solo el Patriarca de Constantinopla no quiso abjurar: puesto que se dice por algunos, que abjuró después. Hecha por el Emperador y los demás la abjuración, con el cumplimiento que dicho habemos, luego envió a proponer ante el Papa y Concilio una muy terrible demanda y requerimiento, con expreso protesto que si no se lo otorgaban y ofrecían de mandar tener y cumplir, haría lo contrario de lo que había abjurado y prometido. El cual fue que antes que se acabasen las treguas que tenía firmadas por un año con Philippo, y Balduino su hijo, y con Carlos Rey de Sicilia, se obligase el Papa a recabarle perpetua y universal paz con los dichos, y con todos los Príncipes Cristianos de la iglesia Latina, a fin que con toda libertad gozase de su imperio, y pudiese acabar los dos negocios tan importantes que había prometido de la reducción de la iglesia Griega, y conquista de la tierra santa: donde no, que se apartaba de todo. Como el Papa oyó esta demanda, in pleno Concilio, la cual era imposible cumplir: porque ya antes lo había procurado de alcanzar, y aunque en los demás Príncipes Cristianos se hallaba facilidad, pero en Philipo y Balduino, no había remedio de acabarse conoció el inicuo y doblado ánimo de Paleologo, y descubrió su dañado intento y fingida religión, que no tiraba a otro que atar las manos a sus enemigos para más establecerse en el imperio y permanecer en su tiranía. Y así con la proteruia y renitencia del Patriarca de Constantinopla, y falsedad del Emperador volvió la tierra y nación Griega a su antiguo ingenio y naturaleza, revocando todas las promesas y sumisiones que en el Concilio ante el Papa, y en Constantinopla con su Emperador y prelados había hecho. De donde envuelta de nuevo en los errores de su inueterada malicia, y en los torpísimos (turpissimos) vicios de la concupiscencia, permitió Dios que con el tiempo se acabase de perder, juntamente con la estirpe y prosapia de los Paleologos, y con ellos el imperio de la Grecia entrase so el impío yugo, y cruel servidumbre de los pérfidos Mahometicos, debajo de la cual vemos, siglos ha, que vive miserablemente. Por este tiempo antes que el Concilio se concluyese, vinieron a él algunos principales hombres de la Tartaria. Los cuales delante del Pontífice, y de todos los padres del sacro Concilio de parte de su nación y suya abjuraron sus errores en la forma que se les dio y profesaron la verdadera fé Cristiana, y con gran contento y alegría de todos recibieron el agua del santo bautismo (baptismo).




Capítulo VII. Como se trató en el Concilio con el Rey sobre la conquista de Jerusalén, y lo que ofreció para ella, y como se confesó con el Papa, y de la penitencia que le dio, y por qué no quiso coronarlo Rey.


Volviendo pues a nuestra historia, como el Rey hubiese llegado al Concilio, antes que la mala intención y ánimo de Paleologo fuese descubierto, y se tratase de la conquista de la tierra santa, y guerra contra Turcos que se habían apoderado de ella, por las grandes ofertas que Paleologo hacía para proseguirla, y también el Emperador de los Tártaros, como sus embajadores que allí estaban y se bautizaron lo ofrecían: también el Rey por su parte prometió de estar a punto y en orden siempre que fuese llamado para seguir la empresa: como aquel que ya antes la había emprendido, y puesto por obra por si solo, si la tormenta (como está dicho) no se lo estorbara. Pues como sobre ello fuese consultado del Pontífice, dio en ello su parecer y consejo tal, que a todos pareció muy sano, y bueno, y añadió a lo dicho, que así viejo como era, no faltaría con su persona de acompañar al Pontífice, yendo personalmente a la conquista y le seguría con buen ejército. Y no yendo su Santidad enviaría mil caballos escogidísimos para la jornada, pagados por todo el tiempo que durase la guerra. Asimismo pues Dios le había puesto en parte donde pudiese gozar de tan deseada oportunidad, dijo determinaba confesar sus pecados al mismo pontífice por alcanzar su bendición y absolución generalísima. Pues como hincado de rodillas se hubiese confesado y fuese por el Pontífice plenísimamente absuelto, diole en señal de penitencia, dos cosas. La una que se apartase de lo malo, la otra que siguiese lo bueno, y en esto perseverase. Finalmente tratando ya de su partida, pidió al Pontífice que pues él no había hecho menos servicios a la sede Apostólica que todos sus antepasados, antes bien procurado con su vida y persona el aumento de la religión Cristiana, habiendo conquistado tres Reynos de Moros e introducido la fé de Cristo en ellos, le hiciese favor de darle las insignias y corona Real por sus sagradas manos. Respondió el Pontífice que las daría de muy buena gana, con que primero saliese de la obligación que por semejante negocio tenía puesta sobre sus Reynos, confirmando de nuevo el tributo que por el Rey don Pedro su padre les fue impuesto, cuando fue coronado Rey en Roma por el Pontífice Innocencio su predecesor, y ante todo pagase el tributo corrido de muchos años, que no se había pagado. Diciendo que era cosa muy indigna de la magnanimidad y conciencia de un tan alto Príncipe como él, defraudar de su derecho, y deuda a la santa sede Apostólica, que tan liberalmente honró a su padre con las insignias de majestad Real. Mas el Rey como esperase mayores gracias y retribución del Pontífice, por sus servicios hechos a la sede Apostólica (como arriba se ha dicho) y viese que sin tener cuenta con ellos aun le pedían el tributo de su padre: determinó más presto desistir de la demanda, que disminuir en nada la inmunidad y franqueza de sus Reynos. Solamente rogó al Pontífice por la libertad de don Enrique hermano del Rey de Castilla, a quien Carlos Rey de Nápoles y Sicilia tenía preso por negocios del mismo Pontífice, el cual prometió que lo haría.




Capítulo VIII. Como se despidió el Rey del Papa y volvió a Perpiñan, y de lo que pasó con el Vizconde de Cardona y de la guerra que el Príncipe movió contra don Fernán Sánchez su hermano, y otros.


Pasados XXII días después que el Rey entró en Leon y asistió en el Concilio sin concluir cosa alguna de las que trató, se despidió con mucha gracia del Papa y Cardenales y los demás de todo el Concilio, y haciendo particular agradecimiento al senado y pueblo de Leon por el magnífico y regalado servicio que le hicieron, se volvió a Perpiñan: donde de nuevo mandó notificar al Vizconde de Cardona, que por lo ya antes determinado le entregase la principal fortaleza de Cardona, dentro de cierto término donde no, entendiese que se la tomaría por fuerza de armas. Como entendieron esto los señores y barones de Cataluña, se congregaron en la villa de Solsona. Y porque el negocio era común y no menos tocaba a cada uno de ellos que al Vizconde, respondieron al edicto del Rey, que no solo al Vizconde pero a todos los señores y Barones de Cataluña tocaba defender la fortaleza de Cardona, que por eso le rogaban todos juntos tuviese por bien de no hacer esta fuerza, ni abusar de la tan probada y conocida fidelidad del Vizconde, y de todos ellos, para con su real persona. Entonces el Rey se vino a Barcelona a donde hizo publicar guerra contra el Vizconde y sus secuaces, con apellido que el Vizconde receptaba y defendía en sus propios lugares a Beltrán Canelian que había cometido un gravísimo crimen lesae magestatis, por haber muerto a Rodrigo de Castellet justicia de Aragón, sin tener cuenta con aquella poco menos que real dignidad del Reyno. Y así para mejor perseguir al Vizconde el Rey se pasó a la villa de Terraça, a donde luego fueron con él don Berenguer Almenara Vicario del Maestre del Hospital, y Mauniolio Castelauli, los cuales le rogaron que prorrogase el día del Plazo al Vizconde y los demás. Lo cual hizo el Rey de buena gana por contentarles. Pero como pasado el último término no compareciese ninguno, sino que iban alargando la venida de día en día, hasta que concertasen con don Fernán Sánchez hijo del Rey de rebelarse todos a un tiempo: entonces el Príncipe don Pedro movió guerra manifiesta contra todos los barones de Cataluña, y contra su hermano, que se había hecho cabeza y caudillo de ellos. Puesto que por entonces fue necesario disimular con ellos, por la nueva ocasión que se ofreció de la ida para Navarra, por la nueva que tuvo de la muerte de don Enrique Rey de ella.


Capítulo IX. De la muerte de don Enrique Rey de Navarra, y lo que se siguió de ella, y como fue el Príncipe don Pedro allá y de la plática que tuvo con los principales hombres de Navarra.


Tuvo el Rey nueva estando en Terraça como don Enrique Rey de Navarra era muerto y que a lo último de su vida, hizo testamento por el cual dejaba heredera del Reyno a doña Iuana única hija suya de edad de dos años la cual hubo de la hija de Roberto Conde de Artues (Artois) hermano del Rey Luys de Francia: y acabó con los Navarros la jurasen por sucesora. De manera que muerto don Enrique, como hubiese contienda entre los Navarros, los unos pedían que a doña Juana por su menor edad la encomendasen al Rey de Castilla, otros que la llevasen a Francia al Rey Felipe su tío: los más que se entregase al Rey de Aragón para que por tiempo casase con su nieto sucesor en los Reynos de la corona: y con esto se cumplirían las obligaciones del prohijamiento hechas por el Rey don Sancho, y el Reyno quedaría defendido, como hasta allí lo había sido siempre por los Aragoneses. Estando en esto la Reyna viuda, considerando que de estas contiendas se le podía seguir algún daño a su hija, determinó pasarse con ella en Francia a entretenerse con el Rey su tío. Por donde estando juntados los Navarros en la villa llamada la Puente de la Reyna, para tratar sobre el asiento y quietud de las cosas del Reyno, que estaba con la muerte del Rey, e ida de la Reyna con su hija alterado, vino el Príncipe don Pedro a Tarazona con buena parte de su ejército, y de allí envió sus embajadores a los congregados para notificarles, como venía por el Rey su padre a pedir el derecho del Reyno, que por la adopción y prohijamiento del Rey don Sancho hecho de consentimiento de todo el Reyno le pertenecía, sin otros más derechos que por los pactos y condiciones tratados entre el mismo Rey su padre y la Reyna doña Margarita mujer de Tibaldo y madre de Enrico se le había recrecido: y mucho más porque todas las veces que el Rey de Castilla hacía entradas en Navarra con fin de echar a doña Margarita y a Theobaldo del Reyno, acudiendo con su persona y ejército los defendía: en tanto que por valerles a ellos se olvidaba de su yerno el Rey de Castilla y lo echaba a punta de lanza de toda Navarra. También porque en estas defensas el Rey había gastado de su hacienda hasta sesenta mil marcos de plata: pero que ninguna otra cosa les pedía, sino que doña Juana hija del Rey Enrique casase con don Alonso su hijo y nieto del Rey que había de heredar todos sus Reynos.


Capítulo X. De la respuesta que dieron los Navarros al Príncipe don Pedro: y de la conjuración de don Sancho con otros de Aragón y Cataluña.


Oída la demanda del Príncipe don Pedro por los Navarros, habido acuerdo sobre ello, respondieron harto tibiamente, que ellos trabajarían cuanto en si fuese, casase doña Juana con don Alonso nieto del Rey. Y que si por ser ella tan niña, no podían doblar a ello la voluntad de su madre por haberse puesto debajo la potestad del Rey de Francia, a cuyo amparo madre e hija se habían recogido, procurarían casase con una sobrina del Rey Enrrico. Más adelante prometieron que por los gastos hechos en la defensa del Reyno le pagarían los sesenta mil marcos, y que más de treinta principales barones de Navarra, además de los procuradores y síndicos de las villas y ciudades reales se obligarían a cumplir lo sobredicho. Los cuales pactos y promesas fueron vanas y de ninguna fuerza, por la industria del Rey Philipo a quien luego la Reyna entregó las principales fortalezas de Navarra, y fue puesta en ellas buena guarnición de gente y armas, y también la niña sucesora antes de tiempo casada con el hijo del mismo Rey Philipo, y poco a poco vino de esta manera a apoderarse de todo el Reyno de Navarra. Sabido esto por don Pedro, le pareció disimular por entonces, y no hacer sentimiento de ello, antes agradeció mucho a los Navarros su buena voluntad y bien compuesta respuesta. Y teniendo aviso que los negocios de Cataluña se iban de cada día gastando, partió con prisa para salir al encuentro a la conjuración de don Sánchez su hermano con muchos otros contra el Rey y él, porque se conjuraron con él en Aragón casi todos los nobles, con muchos aficionados suyos que tenía en el pueblo: a quien también se allegaron los que en vida del Príncipe don Alonso le siguieron por estar todos estos mal no con el Rey, sino con don Pedro. Finalmente se rebelaron el Vizconde con la mayor parte de los Barones de los dos Reynos, a quien era muy pesado el nuevo dominio de don Pedro, y también la demasiada codicia del Rey, por enriquecerle y engrandecerle. Y porque (como todos decían) mostraba querer juntar con la corona real todas las villas, tierras, y estados de los señores y barones de los Reynos, de donde procedía el estar todos tan unidos y confederados en sus conjuraciones.




Capítulo XI. Que don Pedro fue sobre las tierras de don Sánchez y como los señores de Cataluña se apartaron del Rey, y que el Conde de Ampurias saqueó y quemó la villa de Figueres, y el Rey otorgó treguas para tratar de concierto.


No le espantaron a don Pedro las conjuraciones de Aragón y Cathaluña, y así para comenzar a dar por las cabezas determinó de ir con ejército formado a conquistar ciertas villas fuertes de don Sánchez las cuales con el ayuda y favor de don Pedro Cornel suegro de don Sánchez, que con sobrada afición seguía la parcialidad de su yerno, se pusieron en defensa. En este tiempo el Vizconde con don Vgo Conde de Ampurias, y casi todos los señores y barones de Cataluña se apartaron del servicio del Rey, y osaron conforme a la costumbre de la tierra, desafiarle. Pero al Rey, a quien no faltaba el servicio y favor de las ciudades y villas con todo el pueblo, y secreto socorro de algunos señores, además de su ejército bien fiel y formado, no se le daba mucho de ello. Con todo eso procuraba de venir a honestos partidos por excusarse de proceder con todo rigor contra ellos, como aquel que no ignoraba los inconvenientes y desatientos que de semejantes discordias suelen seguirse en los Reynos. Pero todavía perseveraron ellos en su mal propósito y dañada intención. Y como fuese mucho mayor la ira y rencor de los Catalanes contra don Pedro que contra su padre, después que el Conde de Ampurias acabó de fortificar su villa y fortaleza de Castellon junto a Ampurias y de tenerla muy bien avituallada y guarnecida de gente y armas, tomó algunas compañías de infantería y fuese para la villa de Figueres pueblo mediano de buen asiento a media jornada de Girona, el cual el Príncipe don Pedro preciaba mucho y era todo su regalo y recreación: y así para más ensancharlo y ennoblecerlo, había hecho venir gente de otras partes a vivir en él, concediéndoles muchas más libertades y franquezas que a ningún otro pueblo de Cataluña. Llegó pues el Conde con su gente y cercando el pueblo de improviso le entró y no hallando resistencia lo saqueó, y asoló la fortaleza hasta los cimientos, y no contento de eso le taló los campos. Finalmente dando lugar a la gente para que se fuese, mandó quemar todas las casas sin dejar una en toda la villa. Esto hizo el Conde con tanta celeridad y presteza, que con llegar ya el Rey a Girona, no fue a tiempo de poder defender la villa, ni para coger al Conde, porque luego con toda su gente se recogió en Castelló. Entre tanto que el Rey estaba en Girona, también Pedro Berga principal barón de Cataluña, de la manera que los otros, le envió sus cartas de desafío, y otros barones hicieron lo mismo. Porque, o lo desafiaron, o se apartaron de servirle, y así llegó Cataluña a estar toda en armas, con alborotos y confusión de toda la tierra. Lo mismo era en Aragón, y el mal iba poco a poco tomando fuerzas de cada día. Entendido esto por el Rey, se partió para Barcelona, donde el Obispo juntamente con el gran Maestre de Vcles, que allí se hallaba, viendo puesto el Reyno en tanta confusión y aparejo de perderse, se pusieron muy de propósito a entender en remediarlo, procurando de atraer a los señores y barones a nuevo trato en que todas las diferencias y pretensiones de ambas partes se dejasen al juicio y determinación de los Prelados, y de algunos barones menos apasionados para que juntamente las juzgasen con ellos. Le pareció esto al Rey bien, y dio comisión al Comendador de Montalbán, y a Vgon Mataplana Arcidiano de Vrgel, que en su nombre otorgasen treguas por tiempo de diez días al Vizconde y a Berga con sus secuaces, porque se entendiese en tratar de concierto.




Capítulo XII. Como en Aragón se rebelaron muchos de los señores y barones, y el Rey concibió ira mortal contra don Fernán Sánchez su hijo, el cual con otros enviaron a desafiar al Rey y de lo que respondió.


En tanto que en Barcelona se entendía en lo del concierto, llegaron al Rey cartas de Zaragoza con aviso que las cosas de Aragón llevaban el mismo camino que las de Cataluña: y que la tierra estaba toda en armas y parcialidades. Porque don Fernán Sánchez su hijo había juntado gente de guerra con muchos señores y barones que le hacían espaldas y favorecían su empresa. Y que su apellido ya no era por solo defender su persona de las manos de don Pedro su hermano, sino por ofenderle y perseguirle muy de veras: y que con esta querella se allegaban a él muchos que también se quejaban del Rey y le llamaban cruel y quebrantador de fueros y leyes, que no cumplía con ninguno lo que prometía. Sintió muy mucho el Rey ser notado e infamado de esto, y mucho más que su propio hijo fuese cabeza y receptador de los infamadores. Y así desde aquel punto que entendió tal, acabó de agotar de su pecho todo el amor paternal que le tenía como a hijo, y en su lugar le hinchió de muy justa ira y terrible odio y aborrecimiento. Por esto determinó de ser presto en Aragón, y convocar cortes para satisfacer en ellas con buenas razones a las quejas que de él había, antes de venir a las manos con los suyos. Pero como el término de las treguas se acabase, y se había de dar audiencia al Vizconde con los barones, fue necesario detenerse, y cometer a don Pedro las fuese a tener por él: y que se celebrasen dentro de los límites de Aragón, para que le pudiesen obligar a estar a juicio conforme a los fueros. De manera que el mismo día que se acababan las treguas otorgadas al Vizconde, despachó sus patentes y poderes para que don Pedro tuviese las cortes (la historia no dice dónde) y todas las quejas de don Fernán Sánchez y de los otros resolviese y echasen a un cabo los convocados, teniendo el Rey fin de pasar por lo que ellos ordenasen, solo que los Reynos se apaciguasen. Mas los negocios sucedieron muy al revés de lo que el Rey pensaba, porque don Fernán Sánchez con sus secuaces, se recelaban de cada día tanto de don Pedro (por lo cual tanto más determinaban perseguirle) que por esta causa se concertaron en enviar al Rey un gentil hombre Provenzal llamado Ramon Andres, para que en nombre de don Sancho, de Ferrench, Iordan, Pina, don Ximen de Vrrea, don Artal de Luna, y don Pedro Cornel principales señores de Aragón, propusiese ante él las quejas y agravios particulares que de él y de don Pedro tenían: y que en haber hecho la proposición, en nombre de todos se despidiese y apartase de su obediencia y mando. Pues como Ramon Andres despachado por todos llegase a Barcelona ante el Rey, y dada audiencia, públicamente en presencia de muchos declarase todas estas querellas, y concluyese con que si no le daba cumplida satisfacción de ellas, luego en nombre de sus principales se apartaría de él y de su obediencia y mando. Respondió el Rey muy cuerda y mansamente, que él nunca se apartaría de lo justo y razonable, puesto que podría fácilmente y con mucha razón, las quejas que de él tenían atribuirlas a cada uno de ellos. Mas como la principal de ellas era, porque él y don Pedro se encaraban contra la persona de don Fernán Sánchez al cual todos seguían, supiesen que no era sin justa causa, por la mucha culpa que don Fernán Sánchez en esto tenía. La cual había de cada día con nuevas ocasiones aumentado en tanta manera, que no solo le había incitado a muy justo y perpetuo odio contra él: pero aun a su hermano había provocado a mayor enemistad, por lo que en muchas maneras como enemigo mortal contra los dos había intentado. Por tanto les decía que en sus quejas, o estuviesen al juicio y deliberación de los Prelados y buenos hombres del Reyno, o por fuerza de armas se averiguasen todas sus diferencias: porque estaba tan aparejado para lo uno como para lo otro, y que en ninguna manera faltaría a si mismo. Como oyó esto Ramon, y no se le dio lugar para replicar, volvió a Zaragoza e hizo cumplida relación a Fernán Sánchez y a los demás, de todo lo que había pasado con el Rey.




Capítulo XIII. Como los de la parcialidad del Vizconde vinieron a pedir perdón al Rey, y que nombrase árbitros para sus diferencias, y los nombró, y como por la venida del Rey don Alonso celebró la fiesta de Navidad solemnísimamente.


En este medio que andaban las cosas del Rey y Reynos tan turbadas, el Obispo de Barcelona y el Maestre de Vcles (como arriba dijimos) procuraban por todas vías, en que antes que las cosas de Cataluña se revolviesen con las de Aragón y se doblasen los males, se concertase el Vizconde con el Rey, y se atajasen las diferencias. Y como el Rey partiese de Barcelona para Tarragona a recibir al Rey don Alonso su yerno con la Reyna su hija, que ya estaban en Villafranca de Panades a medio camino, don Ramon de Cardona, y Berenguer Puiguert con otros Barones de la parcialidad del Vizconde, vinieron al Rey a pedirle perdón con mucha humildad, y le rogaron muy de veras que nombrase jueces árbitros que juzgasen las diferencias de ambas partes. Agradó al Rey su demanda, y por que conociesen su benignidad y sana intención, y también el deseo que tenía de contentarles, les nombró por jueces árbitros al Arzobispo de Tarragona, y a los Obispos de Barcelona y Girona y al Abad de Fontfreda, con sus amigos y parientes de ellos don Ramon de Moncada, Pedro Verga, Ianfrido Rocaberti, y Pedro Cheralt, y así pasó adelante su camino. Y como le pidiesen del tiempo y lugar para juzgar de esto, respondió que en el mes de Março por quaresma, y asignó el lugar en Lérida, a donde por solo este negocio mandó convocar cortes, para que en presencia del Príncipe don Pedro se pronunciase la sentencia. De esta manera se quietaron por entonces las cosas de Cataluña: proveyendo nuestro Señor en que quando más se encendían las cosas de Aragón se apagasen y quietasen las de Cataluña, como lo merecían las buenas intenciones del Rey. El cual por la venida del Rey don Alonso y la Reyna su hija a Barcelona, celebró la fiesta de Navidad con mayor solemnidad que nunca, porque esta con la Pascua de Resurrección, y día de Santiago celebraba con muy grande regocijo y Christiandad: saliendo en público de púrpura y brocado, haciendo mercedes junto con muchas limosnas, asistiendo con mucha devoción a los oficios divinos, y convidando a comer a los Prelados y grandes del Reyno, donde quiera que se hallaba: sin eso mandaba adereçar y henchir los aparadores y mesas de riquísimas vajillas (baxillas) de oro y plata, y tener abiertas las puertas de palacio, y de sus recámaras para que entrase todo el pueblo con sus invenciones y fiestas, y todos se alegrasen y regocijasen con ver el rostro y tan graciosa presencia de su Rey y señor. El cual se comunicaba también con mucha afabilidad y humanidad con todos: por lo que entendía que no había cosa que tanto se ganase y conservase la voluntad y ánimo de los súbditos, como ver y contemplar la alegre cara y presencia de su Rey.




Capítulo XIV. Pone las causas de la venida del Rey don Alonso de Castilla, a verse con el Papa en la Guiayna.


Como el Rey y toda su corte estuviesen admirados de la repentina y tan improvisa venida de don Alonso Rey de Castilla con la Reyna su mujer, y deseasen mucho saber las causas de ella, y el Rey se las pidiese: serviría de respuesta, la breve relación que aquí haremos de lo que antes pasó para bien entenderlas. Y porque son varias y dignas de saber, no será fuera del caso el referirlas aquí con toda brevedad. Muerto el Emperador Federico, y convocados los electores del Imperio para hacer primero la elección de Rey de Romanos, viniendo a dividirse los votos en dos partes, la una que eligió a Richardo Conde de Cornubia y hermano del Rey Enrrico III de Inglaterra, procuró luego coronarle en la ciudad de Aquisgran donde se acostumbra recibir la primera corona del Imperio. La otra parte eligió a don Alonso X Rey de Castilla que también era descendiente de los duques de Sueuia. Por donde teniéndose cada uno de los elogios por verdadero Rey de Romanos, alegando sus causas y razones para ello: como a esta sazón muriese Richardo, todos los electores excepto el Rey de Bohemia volvieron a juntarse, y sin consultar, ni dar parte de lo que determinaban hacer, a don Alonso, eligieron a Rodolfo Conde de Aspurch, hombre de gran suerte y merecedor del Imperio: al cual luego coronaron en Aquisgran. Como entendió esto don Alonso, envió sus embajadores a Roma para requerir al Papa y Cardenales diesen por nula la elección de Rodolfo, y confirmasen la suya que fue primera. Y como en este medio se hubiese convocado el Concilio para Leon de Francia, por las causas al principio de este libro referidas, y el Papa Gregorio X, que le convocó viniese a él, envió nuevos embajadores para solicitar la misma causa. Entonces el Pontífice que estaba muy bien informado por las dos partes, después de haber muy bien consultado los mayores letrados de Italia y con los Cardenales y Prelados del Concilio, pronunció que la elección de Rodolfo, que últimamente se hizo de común voto de todos o de la mayor parte de los electores, no se podía anular ni invalidar, por haber sido legítima y canónicamente hecha, y por eso se había de preferir a la primera elección, como dudosa y litigiosa. Por lo cual volviéndose los embajadores de don Alonso con esta sentencia, luego el mismo Pontífice envió tras ellos por embajador a Fredulo Prior de Lunel, para que en todo caso procurase de sacar al Rey don Alonso de la pretensión del Imperio, y que apartándose de ella le ofreciese la décima parte de las rentas Eclesiásticas de Castilla por tiempo de tres años para ayuda de la guerra de Granada. Pero don Alonso no mirando que la sentencia del sumo Pontífice y de los Cardenales se había dado con tanto acuerdo y consejo, respondió harto flojamente, que tenía por buena la sentencia del Pontífice, pero que en ella no se había tenido cuenta con su honra, determinando una cosa de tanto peso con tanta facilidad y brevedad, y que sobre esto se vería muy presto con su Santedad en Mompeller, o en otro pueblo de la Proença. Con esta sola palabra que entendió el Papa de don Alonso, sin más consultar con él, aprobó con la autoridad del Concilio que para ello interpuso, la elección de Rodolfo, y la confirmó, y envió la bula áurea de esta confirmación a Alemaña al electo, y electores del Imperio. Esta tan prompta y repentina sentencia y determinación del Pontífice, sin haber sido de nuevo llamado ni oído sintió tan de veras don Alonso, y tomó tan recio, que aunque se le había pasado la ocasión por no haber acudido con tiempo para decir y alegar: determinó ir en persona a verse con el Pontífice, pareciéndole que con la presencia negociaría mejor, y que con su mucha ciencia (porque fue doctísimo en todo) espantaría al Concilio, y revocarían la sentencia dada contra él. Y así prosiguió su viaje, sin dejar bien asentadas las cosas de sus Reynos, ni apaciguados los grandes y Barones, por las diferencias que ellos entre si, y todos contra él tenían: ni tampoco dejando orden para las necesidades de la guerra, teniéndose ya por muy cierta la pasada de Abenjuceff Miramamolin Rey de Marruecos con mayor ejército que nunca se vio sobre el Andalucía (como en el siguiente libro se contará) pareciéndole que pus dexaua a don Fernando su hijo el mayor, aunque muy mozo, por general gobernador de sus Reynos quedaba todo a buen recaudo. Y con esto se puso en camino con la Reyna y don Manuel su hermano, y los demás Infantes pequeños: y así llegó de paso a verse con el Rey en Barcelona con quien pasó lo que hasta aquí se ha dicho.


Capítulo XV. De la muerte y sepultura de fray Ramon de Peñafort, y de su gran doctrina y santidad de vida.


Estando los dos Reyes en Barcelona, acaeció que el día de la Epiphania del Señor, murió fray Ramon de Peñafort tercer maestro general de la orden de santo Domingo. Este fue varón de tan grande ser, que no hubo en aquella era otro de mayor erudición y doctrina, ni de más entera santidad de vida y religión. El cual siendo de nación Catalan, y perirísimo en ambos derechos y Theologia, llegó a tanto su autoridad y favor con los sumos Pontífices de su tiempo que fue confesor del Papa Gregorio IX, también doctísimo, y fue por el hecho sumo Penitenciario. Por cuyo mandado emprendió la recopilación del libro y orden de las Decretales, que son el verdadero directorio y gobierno de la iglesia de Dios: y que no solo fue valentísimo defensor de la libertad Cristiana contra los judíos que en su tiempo la impugnaban y ponían en disputa: pero también perseguidor acérrimo de los herejes que en el mismo tiempo se levantaron por toda la Guiayna y parte de la España. De este confesaba el Rey que siguiendo su consejo y parecer, siempre le sucedieron bien sus empresas, y se libró de muchos inconvenientes y peligros, por los muchos avisos, con advertimientos y secretos que le descubría para la salud de su persona y ejército. Finalmente fue tan santo en la vida, que partido de ella para la gloria fue muy esclarecido en milagros. Tanto que a instancia de dos Concilios Tarraconenses, se pidió a los sumos Pontífices, que atentos sus milagros fuese canonizado por santo. Lo cual puesto que no se alcanzó, o por ventura se dilató para otra ocasión: es cierto que en nuestros tiempos Paulo III Pontífice en el año 1542, concedió a los frailes Dominicos de la Provincia de Aragón, viue vocis oraculo, que le venerasen con solemne ritu de santo, De suerte que se hallaron en sus obsequias Reyes y Príncipes con muchos señores de título y Prelados y pueblo infinito que concurrió a ellas.


Capítulo XVI. Que no siendo el Rey parte para estorbarlo, pasó don Alonso a verse con el Papa, y de cuan mal despachado se partió de él, y de lo que hizo vuelto a Toledo.


Hechas las obsequias de fran Ramón de Peñafort luego entendió el Rey don Alonso en despedirse del Rey para proseguir su camino a verse con el Pontífice en la Guiayna, de lo cual procuró mucho el Rey divertirle y estorbárselo, porque entendidas las causas de su empresa con las razones frívolas que alegaba para más abonarlas, todavía le parecía muy superfluo llegar a tratar más de ello con el Papa, por haber ya con todo el Concilio declarado contra él, y dada por nula su pretensión y demanda: y así quedó el Rey muy sentido de esto, y de que en tiempos de tantas revoluciones y alborotos como en Castilla había, y ser tan cierta la venida del Miramamolin con infinito ejército quedase tan desamparada. Pues como todavía insistiese el Rey en divertir a don Alonso de su viaje con muy buenas razones, poniéndole delante estos y mayores inconvenientes que se podrían seguir ausentándose de sus Reynos, y ningunas aprovechasen: porque él siempre abundaba de réplicas, y más razones por salir con la suya, le dejó ir a toda su voluntad, y envió a mandar a todos los pueblos por donde había de pasar hasta Mompeller, se le hiciese toda fiesta y recogimiento que a su propia persona, y aunque quiso detener en Barcelona a la Reyna doña Violante su hija no lo pudo acabar con él: que la quería llevar consigo hasta Leon: puesto que de paso la dejó en Perpiñan, como luego diremos. Causaron todos estos despropósitos el ingenio y terrible condición de don Alonso, que fue siempre en sus deliberaciones muy precipitado, y pertinaz en proseguirlas por hallarse más sobrado de ciencias que de consideración y asiento para el gobierno de sus Reynos. Y así no queriendo regirse por los avisos y consejos del Rey, porfió de pasar a tratar con el Papa, del cual no alcanzó cosa de cuantas le pidió, y dio mucho que decir de si a las gentes. De manera que partido de Barcelona llegó a Perpiñan donde le pareció dejar a la Reyna con sus hijos, y a don Manuel con ellos. De allí envió un embajador por notificar al Papa su llegada a la Guiayna, que le suplicaba mandase señalarle lugar y jornada donde pudiese besar el pie a su Santidad y haber audiencia para sus negocios: le fue respondido que le aguardase en la villa de Belcayre de la misma Guiayna y que en saber era llegado a ella sería luego con él. Con esto se partió luego don Alonso, y pasando por Narbona, fue allí por mandado del Papa por el Arzobispo espléndidamente aposentado. El cual acompañó con mucha gente de lustre hasta Belcayre, no lejos de Aviñón, y luego fue el Pontífice con él, a quien don Alonso besó el pie, y fue recibido de él con muy gran fiesta y alegría. Se detuvo allí don Alonso casi dos meses, sin que pudiese con sus razones doblar al Pontífice para revocar cosa de lo hecho y pronunciado cerca lo del Imperio. Y sin duda que debía don Alonso tomar aquello por pasatiempo, y gustar mucho de no tener más de un negocio, y que le sobrase ocio para entender en su ejercicio, y ordinario estudio de Astrología. Y aun es de creer que el Papa gustaría mucho de tan docta conversación pues se detuvo con él allí el tiempo que dicho habemos, hasta que le fue forzado volver al Concilio. Lo cual como entendió don Alonso, se resolvió en perdirle cuatro cosas. La primera que el Ducado de Sueuia, que por la muerte del Emperador Conrradino le pertenecía de derecho, y se lo había ocupado Rodolfo el electo competidor suyo, le fuese restituido. La segunda, que el derecho que tenía al Reyno de Navarra, que se lo había usurpado el Rey Philipo de Francia, reteniendo cabe si a doña Juana hija del Rey Enrique, y jurada Reyna, se le estableciese. La tercera, que don Enrique su hermano a quien el Rey Carlos de Sicilia tenía preso, fuese puesto en libertad. La postrera, que una gran suma de dinero que le debía el mismo Rey Carlos se la hiciese pagar. De todo lo propuesto, como de cosas que no tocaban al Pontífice, ni tenía porque poner mano en ellas, tuvo mal despacho don Alonso. De suerte que entendida con buenas razones la negativa del Pontífice, se despidió, y partió muy desabrido de él. Vuelto a Perpiñan se vino con la Reyna y sus hijos a Barcelona, donde se detuvo poco y se volvió para Castilla. Mas luego que entró en Toledo volvió a usar de las mismas insignias y sello de Emperador, o Rey de Romanos, que acostumbro después de ser electo, y con el mismo título Imperial también mandó divulgar todos los edictos, decretos, y fueros que hacía. De donde han pensado algunos, que de ahí le cupo a la ciudad y Reyno de Toledo tener por blasón y armas un Emperador con su corona y cetro Imperial, por haber sido uno de sus Reyes electo Rey de Romanos. Puesto que lo más cierto es que don Alonso VIII abuelo de este, dio estas armas a Toledo para significar que fue siempre esta ciudad el solio principal de los Reyes de España, y así fue llamada Imperial. Finalmente no contento don Alonso con esto de tratarse como Rey de Romanos, escribió a los Príncipes de Alemaña e Italia sus amigos, como determinaba de pasar adelante su demanda y derecho al Imperio, y que había de salir con ella. Como supo esto el Pontífice escribió al Arzobispo de Sevilla acabase con don Alonso dejase de gloriarse de cosas tan indignas de su autoridad y persona: y que si le complacía en esto, le concedería otra vez la décima de las rentas Ecclesiasticas de Castilla para la misma guerra de Granada por seis años. Con esta concesión cesó don Alonso entonces de proseguir su demanda y negocios del Imperio.




Capítulo XVII. Como se intimó al Rey la sentencia de Roma dada en favor de doña Teresa, y se apeló de ella, y de lo que por mandato del Papa dio a ella y a sus hijos.


Por este tiempo que ya el Rey entraba en años, pasando de los sesenta, y se hacía pesado para seguir las empresas, deseando dejar sus Reynos pacíficos, por heredar al Príncipe don Pedro, al cual amaba tanto que por él aborrecía a los demás hijos, determinó a solo él con el Infante don Iayme hijos de doña Violante, declarar por sus hijos legítimos y de legítimo matrimonio procreados, excluyendo a todos los otros y dándolos por bastardos e inhábiles para heredar. Y así se entendió luego, que por hacer esto bueno dejaría de condescender con la pretensión de doña Teresa Vidaure, de quien hemos hablado. La cual como poco antes hubiese alcanzado de la sede Apostólica sentencia en favor, con declaración que muerta doña Violante, casase el Rey con ella, tuvieron ánimo sus hijos don Iayme y don Pedro de hacerla intimar públicamente al Rey en la ciudad de Barcelona: lo cual no dejó de sentir mucho el Rey, y habido consejo sobre ello, determinó por justas y necesarias causas que concernían a la quietud y pacificación de sus Reynos, de apelarse de la sentencia, y suplicar de ella al sumo Pontífice. Por cuanto declarando por legítimos a los hijos de doña Theresa, se podía claramente seguir cruelísima discordia, y de ahí perniciosísima guerra de hermanos contra hermanos para total destrucción y pérdida de todos sus Reynos y señoríos: por haber de dar, a causa de esto, en bandos y parcialidades, y volver por cabezas a dividirse los Reynos, y apartarse de la unión y corona real. Y mucho más porque habiendo ya sido admitido y jurado Príncipe y sucesor en los Reynos don Pedro, y estar tan apoderado de ellos, había porque recelar de su valor y grandeza de ánimo, no dejaría de defender muy bien su parte, y morir, o hacer morir cualquier de sus hermanos que en su tan pacífica y confirmada posesión le tocase, y que ser esta razón, aunque universal, muy sana, y eficacísima, por evitar grandes y muy evidentes males, prevalecía a las demás en contrario, estando las cosas en los términos que estaban: y por esto se había de seguir, y tomar como de dos males el menor por mejor: pues a doña Teresa y a sus hijos les dejaba competente estado para vivir como señores. De manera que el Rey, o porque en conciencia supiese que doña Teresa no estaba tan adelante en su pretensión y derechos, como ella pensaba, interpuesta la apelación, difirió el negocio. Además que por las mismas razones le pareció no tener cuenta con el testamento que hizo antes en Mompeller, después de muerta doña Violante, por el cual declaraba ser legítimos los hijos de doña Teresa, pues a ellos y a ella por mandato del Pontífice, que también consideró los inconvenientes arriba dichos, había ya hecho donación de las baronías de Xerica en el Reyno de Valencia, y la de Ayerbe en el de Aragón, con otras villas y castillos, como en el siguiente libro se dirá. En lo demás solo contentó a doña Teresa, en que de allí delante, ni se casó más el Rey con otra mujer, puesto que se le ofrecían Princesas para ello, ni estorbó el respeto y honra que todos a doña Teresa hacían como a Reyna, y a los hijos acogió siempre en su familiaridad y jornadas de guerra.




Capítulo XVIII. Como el Vizconde y los de su parcialidad vinieron a las cortes de Lérida, y de lo que pasó en ellas, y que don Pedro fue con ejército contra don Fernán Sánchez.


Llegado el término de la cuaresma mediado Marzo, para cuando prometió el Rey a los del Vizconde que tendría cortes en Lérida para los dos Reynos, vinieron a ellas el Arzobispo de Tarragona, con los Obispos de Girona, Zaragoza, y Barcelona con muchos otros señores y barones de los dos Reynos, y los síndicos de las ciudades de Zaragoza, Calatayud, Huesca, Teruel, y Daroca. Llegó también el Rey con don Pedro a Lérida, y se aposentaron en la fortaleza de la ciudad. Los postreros de todos fueron el Vizconde de Cardona, y los Condes de Ampurias y de Pallàs, y don Fernán Sánchez, don Artal de Luna, don Pedro Cornel, y otros sus allegados. Los cuales llegando cerca de la ciudad, no quisieron entrar en ella, por no tenerse por seguros, y temerse del Rey y de don Pedro: por esto se recogieron en una aldea de Lérida llamada Corbin: ni fiaron del Rey, aunque les daba por salvo conducto su palabra. Enviaron estos sus embajadores a las cortes ya comenzadas, a Guillè Castelaulio, y a Guillen Rajadel, para que de parte y en nombre de todos requiriesen al Rey, que ante todas cosas, restituyese a don Fernán Sánchez su hijo todas las villas y castillos que don Pedro le había tomado por fuerza de armas. A lo cual satisfizo el Rey, tratándolos de alevosos y quebrantadores de fé, pues prometiendo él y humanándose a querer tratar por vía de compromiso todas las diferencias hubiesen debajo de esta fé desafiado a don Pedro, y tomadole ciertas villas suyas, las cuales tenía don Fernán Sánchez, y no se las restituía. Por donde declarando los árbitros de las Cortes, no ser legítima, ni conforme a derecho, la excepción puesta por los embajadores, y estos reclamando de la declaración, y juntamente apelando para cualquier otro juez superior, comenzaron a despedirse las cortes, y don Pedro se fue de la ciudad con buena parte del ejército, porque halló que don Fernán Sánchez rompió primero las treguas entre ellos hechas, perjudicando a sus vasallos, sin haberlas querido tener por firmes. De manera que despidiendo ya el Rey a los convocados, en nombre suyo y de don Pedro hizo avisar al Vizconde que las treguas hechas con él y los suyos de allí adelante las tuviese por deshechas. Y entendiendo muy de cierto que de don Fernán Sánchez nacía todo el daño que se le hacía, y era la causa de la rebelión del Vizconde y de los demás para no cumplir lo que le prometían, mandó a don Pedro que se metiese dentro de Aragón con el ejército, e hiciese guerra a fuego y a sangre a don Fernán Sánchez con todos sus amigos y valedores. Ordenó que Pedro Iordan de Pina con parte del ejército se pusiese en los confines de los dos Reynos, para acudir a cualquier necesidad y revuelta que de ambas partes se ofreciese: y él se quedó en Lérida, y luego envió a rogar a los concejos de las villas, y a los señores y barones que no habían entrado en la parcialidad de don Fernán Sánchez ni del Vizconde, le acudiesen con la gente a cada uno asignada para cierto día, porque determinaba hacer toda guerra contra los arriba dichos con los demás rebeldes.




Capítulo XIX. De lo que dijeron al Rey los buenos hombres de Lérida por estorbar la guerra contra don Fernán Sánchez y de los avisos que el Rey envió a don Pedro.


No faltaron algunos buenos y desapasionados hombres de Lérida, que viendo al Rey tan indignado y puesto en arruinar la persona de don Fernán Sánchez su propio hijo, movidos de un celo bueno, procuraron con vivas razones divertirle de tan cruel propósito: poniéndole al delante, que para el beneficio y conservación de los Reynos, y para que ellos tuviesen el respeto debido a los Reyes, era necesario más presto aumentar el número de los hijos, y dilatar la real estirpe y generación suya, que no disminuirla. Y que estando los hijos entre si diferentes, su propio oficio de padre era reconciliarlos y pacificarlos. Porque si el padre es el que los divide, y con tan horrible ejemplo siembra discordias entre ellos, qué harán los hermanos entre si, sino concebir común odio contra el padre? Qué hará aquella mala simiente, muerto el padre, sino producir entre los hermanos una miserable mies de cizaña? Por esto le suplicaban dejase de ser no menos cruel contra si mismo que contra sus hijos, enviándolos a ser verdugos los unos de los otros, y que la clemencia con que siempre había tratado con los extraños, usase ahora con los suyos: para que de este buen ejemplo de concordia naciese la universal paz para todos sus vasallos. Mas como el Rey tuviese el pecho muy llagado, y se le representasen de cada hora las justas causas que para perseguir a don Fernán Sánchez tenía, aprovecharon poco las buenas razones de los de Lérida: antes envió a mandar a don Pedro que lo persiguiese, y a las villas y castillos de sus amigos y valedores los saquease y asolase del todo, y a ninguno perdonase la vida: mas que llevase esta guerra con tanta celeridad y presteza, discurriendo de una en otra parte de manera que en el cerco de las villas y fortalezas no se detuviese mucho en un lugar, no pareciese que esperaba, sino que burlaba al enemigo. También le encargó que mandase luego por horas a doña María Ferrench madre de don Lope Ferrench uno de los mayores amigos de don Fernán Sánchez que se recogiese a Zaragoza, y su villa de Magallón la secuestrase en manos del Tesorero general del Reyno. También envió patentes con su sello y mano firmadas a las ciudades y villas de Aragón, mandando que a don Pedro le acudiesen con gente, armas y vituallas como a su propia persona: ni se puede encarecer con cuanto cuidado y solicitud procuraba pasase adelante esta guerra por vengarse de don Fernán Sánchez más que de todos los otros rebeldes.


Capítulo XX. Como don Pedro fue contra don Fernán Sánchez, y le cogió y mandó ahogar en el río Cinca, y del gran contento que el Rey tuvo de esta nueva, y causas para tenerla.


No se vio jamás de ningún capitán saliendo a dar batalla a los enemigos que tan animosamente exhortase a sus soldados por la victoria, cuanto el Rey y común padre animó en esta guerra al hijo contra el hijo y hermano. Puesto que había necesidad de pocas espuelas para don Pedro, que deseaba tintarse en la sangre de don Fernán Sánchez: y así fue que saliendo a visitar ciertos castillos suyos don Fernán Sánchez para poner en ellos gente de guarnición y armas, por defenderlos de don Pedro, teniendo nueva que venía con ejército formado contra sus tierras, y fuese avisado don Pedro de esta salida, y que venía al castillo de Antillon hacia el término de Monzón, hizo una emboscada de cien caballos ligeros por donde había de pasar don Fernán Sánchez: el cual de paso dio en mano de ellos, y se escapó a uña de caballo, metiéndose en otro castillo suyo llamado de Pomar: adonde llegó luego don Pedro con su gente y puso cerco sobre él, tomando todas las entradas y salidas: para luego ese otro día dar asalto y cogerle allí. Y así desconfiado don Fernán Sánchez de poderse defender (según lo cuenta Asclot) no habiendo lugar para escaparse: determinó por no venir a manos de don Pedro, salirse del castillo disfrazado. Y pa esto dijo a su escudero, ven acá, ármate con mis armas, y lleva mi divisa y caballo, y échate por medio del ejército como que huyes, y defiéndete cuanto pudieres, hasta que yo vestido como pastor pase por medio de ellos, y los burle. El escudero hizo lo que su señor le mandó, y en asomar fue luego cogido por los de don Pedro, y visto no ser él, fue compelido por tormentos a descubrir do quedaba su señor, del cual dijo le seguía a pie en hábito de pastor. Luego fueron en seguimiento de él, y descubierto fue preso y traido a don Pedro: el cual no le quiso ver: sino que preciando más de incurrir en fama de cruel, que no de piadoso con un tan impío y público enemigo suyo y de su común padre, de presto mandó cubrirle el rostro, y meterle dentro de un saco y echarle en el río Cinca, aguardando hasta que fuese ahogado. Sabido esto luego se rindieron todas sus villas y castillos a don Pedro. Pues como llegase la nueva de esta infeliz muerte al Rey, no se pudiera creer, si él mismo no lo relatara en su historia, como no solo no se dolió de ella, pero que se holgó y regocijó tanto, que con la grande ira que le tenía quedó naturaleza vencida, y el amor paternal con la impiedad y rebelión del hijo contra el Padre, del todo sobrepujado del odio su contrario. Quedó un hijo de don Fernán Sánchez y de doña Aldonça de Vrrea pequeño, llamado don Felipe Fernández, que después cobró todas las villas y lugares con toda la demás hacienda que fue del padre, del cual descienden la Ilustre familia de los Castros, que tomaron la denominación de la casa de Castro que hoy poseen en Aragón.

Capítulo XXI. Que sabida la muerte de don Fernán Sánchez el Vizconde y los suyos desafiaron al Rey, el cual fue sobre ellos, y los sojuzgó, y perdonó, y cómo juraron al Príncipe don Alonso nieto del Rey.


Venido el Rey, ya cortada una de las dos cabezas de la rebelión, se dio grande prisa por cortar la otra que era el Vizconde con el Conde de Ampurias. Estos fueron los que viendo lo sucedido en don Fernán Sánchez, de nuevo desafiaron al Rey públicamente. El cual tomando parte del ejército de don Pedro que le quedaba en Aragón, con la gente que el Infante don Iayme había hecho en el condado de Lampurdan y se entretenían en el cerco puesto sobre la Rocha villa muy fuerte del Conde de Ampurias, fue a juntarse con él, y comenzó a talar los campos y saquear las tierras del Condado. De donde fue a Perpiñan por más armas: y al tiempo que salía de él para dar sobre el Condado, le llegaron las compañías de infantería que había mandado hacer en Barcelona. Con estas puso cerco sobre la villa de Calbuz, a la cual mandó dar asalto, y aunque con algún daño de los suyos, a la postre fue tomada, y no solo saqueada pero también asolada del todo: por corresponder a lo que el Conde hizo en Figueras. De ahí a poco llegando de Barcelona el otro tercio del ejército con las galeras, puso cerco por mar sobre la fortaleza de Roda, que hoy llaman Rosas, puerto famosísimo que estaba muy fortificado de gente, y por estarse el Conde a la mira de lo que el Rey haría, se había retirado en otra villa suya llamada Castellón, que tenía muy bien proueyda de gente y armas para semejantes necesidades: a donde también se retiraron el Vizconde y Berga. Como fue de esto avisado el Rey, mandó alzar el cerco de Rosas, y marchar con todo el ejército para Castelló. Lo cual entendido por el Conde y Vizconde viendo cuan a las veras tomaba el Rey esta guerra, y que no pararía hasta cogerlos, por ejecutar su ira en ellos mejor que contra don Fernán Sánchez: tuvieron su acuerdo y determinaron de no provocarle a mayor ira contra si mismos. Pues había llegado a tal extremo que a su propio hijo no había perdonado: y siendo la culpa igual, la pena y castigo contra ellos como extraños sería doblada. Por donde de común parecer se vinieron todos a Rosas muy pacíficos antes que el Rey levantase el cerco. Y como tuviesen muy conocida su natural benignidad y Clemencia para con los que voluntariamente, y con humildad se le rendían, mayormente cuando se hacía libremente y sin condición alguna, se atrevieron a entrar en forma de paz por la tienda del Rey, y se le echaron a los pies, entregándosele a toda merced suya. Solo le rogaron que mandase convocar cortes en Lérida para Catalanes y Aragoneses, y se tratase de asentar de una todas cuantas diferencias había entre ellos, y que lo determinado por las Cortes fuese sentencia definitiva, sin más réplica, ni facultad de apelar de ella. Esto pareció bien al Rey, y las mandó luego publicar para la fiesta de todos Santos siguiente. Admirable magnanimidad con invencible paciencia de Rey: pues ni por mucho que los grandes y barones sus vasallos, con palabras falsas le burlaron, ni por lo que tomando armas contra él, y revolviéndole sus Reynos le ofendieron: ni por haberle obligado a poner su persona en trabajo y peligro de guerra para perseguirlos: no por eso quiso, cuando muy bien pudo, prenderlos y castigarlos: sino que preció más hacerles guerra con la razón y derecho, y con esto sojuzgarlos: de arte que los trajo poco a poco a su voluntad. Porque llegado el plazo de las cortes, hallando en ellas congregados al Vizconde y conde con algunos Prelados de Cataluña, y algunos señores y Barones con los Síndicos de las ciudades y villas Reales de los dos Reynos, y también con los de Valencia que seguían con el ejército al Rey, vinieron a tratar de sus diferencias: y puesto que no se concertaron del todo en el asiento de ellas: pero en proponer el Rey que don Alonso su nieto hijo del Príncipe don Pedro fuese declarado por sucesor en los Reynos y señoríos del Rey (fuera lo asignado al infante don Iayme) le aceptaron y juraron todos sin discrepar ninguno con mucho aplauso y contentamiento.


Fin del libro XIX.