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jueves, 14 de marzo de 2019

Libro séptimo

Libro séptimo.

Capítulo primero. Como el Rey fue a poner cerco sobre la ciudad de Mallorca, cuyo asiento y postura se describen.

Reducida ya la Isla al bando y devoción del Rey, y puesta buena guarnición de gente en los puertos de mar, y otros lugares necesarios para la defensa y conservación de ella: convirtió luego el Rey todo su pensamiento y cuidado en la conquista de la ciudad, en la cual se resumían el poder y fuerzas de Retabohihe con todo el peso de la guerra. Partió pues de la Real, adonde poco antes hizo alto el ejército, y fuese derecho para la ciudad a poner cerco sobre ella. Mas para que mejor se entienda el apercibimiento que hizo para
cercalla, será bien hacer una breve descripción de su asiento y postura. Está la ciudad, que mira hacia el mediodía, puesta casi medio de la Isla: desta manera, que entre los dos ángulos, como dijimos, de la Palomera que mira a Septentrión, y el cabo de las Salinas, que mira a medio día, se abre en la mitad de la ladera, la tierra, y entra un gran seno de mar de XV millas de largo hacia lo mediterráneo de la Isla, por entre los dos cabos que llaman de Capblanc, y cabo de Calafiguera, que también distan entre si otras XV millas, el uno del otro. El cual seno llega hasta batir con la ciudad, y le sirve de puerto seguro de todos vientos, sino del Lebeche, que lo descubre del todo. Pero defiende de su fuerza e ímpetu con el Muelle grande que está hecho a manos y entra DC pasos dentro en la mar: con el cual: y el promontorio, o cabo de Portopi que le responde, no muy lejos hacia el poniente, se hace muy abrigado puerto contra todos vientos. Y se halla que por las muchas cosechas de la Isla, y mercadurías que entran y salen de la ciudad, suele siempre haber en él tan grande concurso de naves, que cuando solía estar el mar libre de corsarios, se veían (vian) en él, de LXXXX a C naves juntas. Es el asiento de la ciudad llano, con algún tanto de recuesto hacia la parte de la fortaleza, a donde después por mandado del Rey se edificó la iglesia mayor, y la casa obispal, con el paseo, o mirador, del cual se descubre tan larga y alegre vista por mar y por tierra, que es este el mejor asiento de toda la ciudad. Pasa por medio de ella un río que se hace del concurso de muchas fuentes que cerca de allí nacen, y aunque luego se mete en la mar, todavía aprovecha mucho para la salud y limpieza de las casas, llevándose todas las inmundicias de ella: pues para lo que toca al sustento de los hombres, y regar las huertas, y también para las comodidades del puerto, y aguada de las naves, se vale del arroyo que el capitán Infantillo quiso cegar (como está dicho) que pasa por la Real, y viene a dar en la ciudad. La cual es harto espaciosa dentro de la cerca: pues demás de los jardines y huertas que en si contiene, se hallan VII mil casas de población en ellas con tan buena traza y labor de edificios así grandes como pequeños: que en su tanto se puede comparar con cualquier otra de Europa. Y tanto más por estar agora por orden y mandado del invictísimo gran Rey Philippo II, cercada y fortalecida de inexpugnable muro, y bastiones (bestiones) hechos a toda prueba de artillería, el cual se abre por diez puertas: aunque en tiempo de la conquista no eran más de cinco, con sus torres de guarda fortificadas, con mucha munición de gente y armas, y tan puesta, como se verá, en defensa.



Capítulo II. Como el Rey puso el cerco sobre la ciudad y de las diversas máquinas que se armaron contra ella, y de la diligencia y obediencia de los soldados para con un religioso.


Llegado ya el Rey con todo el ejército a un tiro de ballesta de la ciudad enfrente de la puerta que llaman Pintada, y extendiéndose a una mano y otra a igual distancia de la ciudad, luego se plantaron las tiendas, y se asentó el Real, cercado de un bravo palenque con su foso y cestones por todas partes fortificado. Y lo primero que se determinó fue hacer reseña general de todo el campo, en el cual se hallaron hasta II mil caballos y XXX mil infantes. Porque con la gente que de nuevo pasaba de los dos reynos a la Isla, se acrecentaba el ejército de cada día, demás de los cautivos Cristianos. Lo segundo, que se comenzase a batir la ciudad con las máquinas y trabucos, así por mejor abrir el camino para los asaltos, como para con el continuo dispararlos, y llover noche y día piedras sobre ella, para más inquietar y atemorizar su gente. Por esto sacaron de las naves la materia e instrumentos para fabricarlas, de nuevo que estaban todas en piezas, y con grandísima diligencia y destreza armaron cuatro de ellas: sin la quinta que por si armaron los patrones y Pilotos, de las cinco naves, que el Conde Berenguer de la Proença había enviado al Rey su primo con mucha munición de gente y armas para esta jornada. Ya que él no pudo venir a ella en persona por no tener pacífico su estado, y temerse de alguna rebelión en volviendo las espaldas: la cual se siguió después, como adelante diremos. Estaban surgidas estas naves con la mayor parte de la flota en el puerto de Porraças dentro del gran seno de mar que, como dijimos, hace entrada hacia la ciudad, a la parte de Poniente. Y así con grandes barcos traían todos estos instrumentos a Portopi, donde también había algunas naves surgidas, para de allí suplir y proveer las necesidades del campo. Fue también por los de la guarda del Rey armada la gran machina que ya antes llamamos Foneuol, con mayor arte y grandeza que nunca, como se vio por los muchos y desmesurados tiros de piedras que noche y día echaba en lo alto, por que cayesen dentro en la ciudad, y que ninguno se tuviese por seguro dentro de ella, según la casa y techo sobre donde caía la piedra la hundía de alto
abaxo. De donde se tiene por muy cierto destas machinas antiguas, haber sido tan importantes y de tanta eficacia para derribar muros y casas dentro dellos, y también para amedrentar mucho más la gente que no menos fortalezas se tomaban con esta artillería hecha de madera y tierra, que se toman agora con la vaciada (vaziada) de metal: puesto que es esta más penetrante, y que como rayo imprime en lo más firme y macizo. También Gisberto Barberán capitán de las machinas, y un otro armaron otras dos como mantas que en Latín llaman testudines, encarándolas para el muro, porque apegadas a él podían muy bien agujerearlo. Acabadas estas machinas tuvieron grandísimo trabajo y peligro en el moverlas y pasarlas adelante, por lo bien que los de la ciudad desde el muro se encaraban con las saetas contra los que las movían y andaban en torno. Pero fue tanto el valor destos con ir bien adargados y tanto el daño que hacían en los del muro los que iban secretos dentro de las máquinas, que los asaetaban uno a uno, que poco a poco llegaron a juntarlas con el foso. Con esto ganó el ejército todo aquel espacio de tierra que dejaban atrás las máquinas: y pasaron adelante las trincheras, para que más se allegase a la ciudad todo el campo. Así mismo acabó su máquina el Conde de Ampurias: pero sobre todas fue la que el Rey mandó hacer como suya: la cual porque en grandeza y fortificación se aventajaba a todas las demás, la contrapusieron a lo más fortificado de la ciudad. Lo que se acabó con ellas, y su continua batería fue, que demás de no quedar casa en toda la ciudad que no fuese casi desmantelada, ni persona que no temblase de temor por tan grandes y tan continuas piedras como sobre ellos caían: pudo el ejército más a su salvo hacer espaldas a las máquinas y fortalecer mucho más su Real de muy buena estacada de cestones y terraplenes (terraplanos) para estar tan al seguro como dentro de una ciudad murada. Lo que fue muy necesario hacer, a causa de que (según el Rey cuenta) quedaron algunos soldados de los que se hallaron en la rota del Vizconde, tan atemorizados de los Moros, temiéndose de algunas emboscadas de los de la ciudad: que las noches secretamente se salían del campo, y acobardados se iban a dormir y estar en centinela en los montes más enriscados y cercanos. Y aun de los marineros no quedaba hombre que por este recelo no se fuese a dormir a las naves que estaban en Portopi. Lo cual se remedió luego con el bando que el Rey mandó echar contra los tales, castigando muy bien a los que de nuevo se salían del campo. Y así fue cosa admirable ver la diligencia y competencia con que los soldados se aplicaban al trabajo y fortificación del Real, y la afición y asistencia de los señores, barones, y capitanes hasta verla acabada: pero sobre todo la continua vigilancia y presencia del Rey a cuanto se hacía. Aunque (según él mismo refiere) fue muy más ardiente para encender los ánimos de todos, la eficacísima exhortación de un religiosísimo y elocuentísimo varón llamado fray Miguel, primer lector nombrado en la religión y orden de los Predicadores. El cual tomó el hábito en Tortosa por manos de santo Domingo: y después fundó el insigne monasterio de su orden en la ciudad de Valencia. Este con la virtud y predicación de la palabra de Dios, y su gran ejemplo de vida aprovechó tanto en esta jornada y conquista, y para con los soldados ganó tanta opinión y crédito, que no solo con su presencia y autoridad los movía, pero con su superioridad como a religiosos los gobernaba y mandaba, porque muchas veces no pudiendo los capitanes a voces y amenazas, ni el mismo Rey con su presencia y ruegos, moverlos para los asaltos, y otros acometimientos, en acudiendo fray Miguel, con su exhortación, sin más réplica los incitaba y se disponían para acometer cualquier hecho por arduo y muy peligroso que se ofreciese. Para que se entienda claramente, que el omnipotente Dios era el que guiaba esta empresa, y que por su palabra y ministros se acababa, lo que con humanas fuerzas no podía.


Capítulo III. De la grande batería que se dio a la ciudad con las máquinas, y de las minas y contraminas, y escaramuzas y arremetidas que los Moros hacían.
Puestas ya por orden las máquinas y proveídas de infinidad de piedras para continuar su ejercicio, començose a batir la ciudad con tanta furia y espesura de tiros, que la pusieron en toda confusión y temor: porque no había casa, calle, ni plaza segura donde no cayesen como lluvia del cielo las piedras que se tiraban. Por donde viendo los de la ciudad tan irreparable daño, y que venía todo de las máquinas, comenzaron a salir a escaramuzar por divertir del combate a los Cristianos, haciendo sus arremetidas, aunque en vano, contra las machinas, por haber gran cuerpo de guardia puesto en defensa dellas. En este medio viendo el Rey muy puestos los Moros en dar contra las machinas, sin que se temiesen de ningún otro daño, determinó secretamente hacer una mina que llegase a desquiciar los fundamentos de cierta torre, de donde los nuestros recibían daño en las baterías. Y vino a que ya la mina por su parte y las machina por otra, llegaron muy junto a ella, que estaba muy fortificada de gente y armas. Con todo eso llegada la mina, comenzose a dar fuego de alquitrán en los fundamentos, y como había en ellos mezclada paja con lodo, se apegó de manera que hizo sentimiento la torre y mostró que se abría. A la misma sazón otras tres torres batidas de las machinas se iban cayendo. Pero lo que impedía a los nuestros para no dar luego el asalto con la ocasión de las torres caydas, era el foso ancho y hondo que cercaba el muro, puesto que estaba sin agua, y no impedía a las minas. Por donde con la industria de dos soldados de Lerida, hinchieron de presto de tierra, leños y faxina la cava en los puestos más convenientes para dar el asalto enfrente de las torres medio caidas, hasta que se igualase con el suelo de arriba, y quedase paso hecho para la arremetida. Lo cual visto por los de la ciudad, y descubierto el fin a do tiraba, hicieron con mucha diligencia sus contra minas al foso hasta llegar a la fajina, a la cual pusieron fuego, y se quemara toda, sino que acudieron los nuestros, y con el agua del arroyo que venía a la ciudad, y pasaba por allí junto, lo apagaron con diligencia y doblaron la fajina con grandes piedras y tierra: y con encarar las machinas sus tiros a los del muro, porque no impidiesen la obra a los de fuera, y así el foso fue cegado, y quedó hecho paso llano para el asalto. De suerte que como a los de la ciudad les salía todo al revés, determinaron de hacer otras contraminas para llegar a poner fuego por debajo de las machinas. Y para que esto lo hiciesen más a su salvo y que no fuesen sentidos, disimuladamente hacían sus algaradas contra las mismas machinas, peleando tan valerosamente y con tan gran tropel de gente de a caballo, que casi las tenían ya rendidas. Pero sobrevino de refresco el Rey delante de todos, y pelearon de manera, que se cobró lo que se había perdido, y dio tal apretón a los Moros, que fueron forzados a retirarse para la ciudad con gran pérdida de gente, muriendo los más a la entrada de ella, por la espesura de piedras que la machina mayor encarada a la entrada les tiraba.




Capítulo IV. Como por las razones que propusieron los suyos al Rey de Mallorca, trató de partidos con el Rey.
Visto por los capitanes y principales de la ciudad la ruina manifiesta de las torres y muralla, y que estaba toda quebrantada de los continuos tiros de las machinas, y en algunas partes agujereada, y que ni por las escaramuzas, ni por el continuo tirar de sus contramachinas, habían perdido los Cristianos palmo de tierra de lo ganado: demás que fuera de la ciudad ya no había en toda la Isla cosa que no estuviese por ellos: de común voto, se fueron para su Rey, a quien el más anciano capitán de todos habló de esta suerte. Justo es, Rey y señor nuestro, que sepáis en cuan grande peligro está vuestra ciudad y todos nosotros con ella, cuan en víspera de ser entrada y destruyda: así por estar casi por tierra la muralla como por tener ya cegado el foso, y hecho paso llano para el asalto de los enemigos. Los cuales están contra nosotros tan indignados, que si a sus manos venimos, no solo no nos tomarán a merced, pero es cierto lo llevarán todo a fuego y a sangre, como nos han sobre ello muchas vezes amenazado. De los cuales se puede bien creer tienen sobrado poder y fuerzas para cumplirlo: pues vemos que de cuantas escaramuzas y batallas hemos tenido con ellos, a una que hemos vencido, nos han ganado ciento, hasta que como carneros nos han del todo acorralado. De manera que ninguna esperanza de reparo nos queda: ni para huir por tierra, pues están ya por los enemigos tomados los pasos: ni para escapar por mar, pues no hay en toda la Isla puerto que no esté por ellos: ni hay para que esperar el socorro de Túnez, pues cuando no pudiéramos valer del no vino ni venga agora, sino para dar en mano de los Cristianos. Si confiamos en la Isla, demás de no ser ya nuestra, y que del todo se ha rendido al enemigo, en cuanto puede le sirve contra nosotros. Pues si esperanza alguna tenemos en el capitán Infantillo, no vimos ya su cabeza cortada de sus miembros y a nuestros pies derribada? Tampoco hay que confiar del Rey enemigo, que desistirá de la empresa. Porque siendo mozo y valiente como es, y codicioso de gloria, desengañaos señor, que no dejará de acabar lo que con tanta prosperidad ha comenzado: y que no parará hasta degollarnos a todos, y poner fuego a la ciudad, por vengar los principales de su ejército, que murieron a nuestras manos para que sojuzgada la ciudad y Isla, se haga señor de todo. Por estas y muchas otras causas que callamos, nos parece que conviene, o que ofrezcamos al Rey Cristiano nuestros partidos de paz, o que tomemos los que nos diere: que sin duda los dará tolerables, por ser hombre piadoso y justo, y muy obediente a su ley: la cual manda perdonar a los humildes, y no permite sean perseguidos por armas, sino los soberbios y rebeldes, y así a cualquier partido que pidamos nos acogerá. Lo cual oído por Retabohihe, conoció ser manifiesta verdad, lo que por los suyos se le representaba, y respondió que estaría a todo lo que los de su consejo sobre esto determinasen.


Capítulo V. De las treguas que pidió Retabohihe para tratar concierto de paz, y como fue don Nuño a la ciudad, y de los diversos partidos que le ofrecieron.


Entró Retabohihe en consejo con los suyos y con acuerdo de todos determinó de enviar sus embajadores al Rey, rogándole que, otorgadas treguas por tres días, le enviase algunas personas de confianza con quien seguramente pudiese tratar de concierto entre los dos. Con esta embajada fueron algunos principales Moros de la ciudad, a los cuales recibió el Rey con mucha benignidad, y entendida la embajada, mandó luego otorgar las treguas, y que fuese don Nuño con diez de a caballo a la ciudad, llevando, consigo un hebreo Zaragozano llamado Bachiel por faraute, que
entendía la lengua arábiga (
Arauiga). Y como entró en la ciudad, hallola que estaba muy puesta en orden, y a punto de guerra, cada uno con sus armas y caballo, y cómo lo mandó Retabohihe, fue don Nuño llevado por toda ella, para que viese y hiziesse relació al Rey, del aparato de guerra, y tan luzida gente como para su defensa tenía (sudefentenia). Hecho por don Nuño el paseo, le entraron en el palacio Real, que estaba riquísimamente adornado de paños de oro y seda, con muchos pajes y eunucos (eunuchos) ataviados de lo mesmo, y el Rey puesto en una bellissima cuadra echado sobre una cama tendida en tierra, cubierta de raso azul sembrado de estrellas de oro, y hecho su acatamiento, don Nuño como llamado, esperó que le hablasen primero: y así comenzó la plática Retabehihe. Mas aunque estuvieron hablando grande rato, o porque disimulase el Rey, o por falta del faraute Bachiel que no entendía bien la lengua Arauiga de Mallorca, no se pudo collegir ninguna cosa cierta de su plática, sino todo oscuro, y dudoso. Desta manera pasaron tantas horas, que viendo el Rey lo mucho que don Nuño se detenía, envió allá a don Pedro Cornel, a quien entrado en la ciudad vino al delante un Gil de Alagó Aragones, el cual en días pasados navegando por aquel mar, fue cautivado por los corsarios Mallorquines, y presentado a Retabohihe, y por su desgracia había renegado la fé de Christo. Este comprendiendo mejor la intención de su Rey, claramente dixo a Cornel, lo que en suma significaban las palabras de Retabohihe. Que recompensaría al Rey todos los gastos por él, y por los grandes, y barones de sus reinos en esta jornada y empresa hechos: con tal que el Rey con todo su ejército saliese luego de la Isla, y se volviese a Barcelona. Como Cornel (dejando allí a don Nuño) volviese al Real con esta respuesta: mandó el Rey se le respondiese, que dejase de hablar cosas tan fuera de propósito, y con tan vanos, y impertinentes medios excusarse de entregarle libremente la ciudad, con su persona: o pensar en como se habían de defender de él, él y los suyos: que por eso había ganado toda la Isla, y puesto cerco a su ciudad por tierra: para cogerla de paso, y llevarse a él y a ella por mar a Barcelona. Dado este recaudo por respuesta y última resolución a Retabohihe, como descubriese por ella la determinación, y gran valor del Rey, propuso en su ánimo de hacer una cosa bien nueva, pensando atraer de esta manera al Rey a su propósito. Y fue que el día siguiente salió con grande majestad y Corte de la ciudad por la puerta Pintada que estaba enfrente de las tiendas del Rey, y a vista de todo el ejército, hizo plantar en medio del campo
una riquísima y muy grande tienda de paño de fina grana, con sus entornos y divisas (
deuisas) de oro y plata, y su guarnición y cubierta de brocado tan hermosa y bien compuesta, que en verla luego se enamoraron de ella los soldados. Entrado pues Retabohihe con ella, mandó llamar a don Nuño pa tratar de los conciertos de paz: proponiéndolos (proponié los) Retabohihe, harto más tolerables
que los pasados. Los cuales en suma eran, que partiría a medias la Isla y ciudad con el Rey. A esto le respondió don Nuño muy a la clara, que se engañaba, si pensaba que su Rey, siendo ya señor de toda la Isla, se contentaría con la mitad: ni con otro cualquier partido, por aventajado que fuese
sino con el libre y total
entrego de la ciudad con cuanto en ella había, a toda merced suya. Porque no era más posible quedar Mallorca con dos Reyes, que el mundo con dos Soles. Este dicho lo entendió luego muy bien, y sin faraute, Retabohihe: y con despedirse ya don Nuño del, rogó con importunidad, se detuviese, prometiendo de mover partido con más honestas y apacibles condiciones que las que antes había propuesto. Como era, que le dejaría libremente la ciudad y la Isla, con las circunvecinas, y se iría de todas ellas, solo que el Rey le prestase su armada con la cual pudiese seguramente pasar en África con toda su casa y familia, y llevar consigo cuantos seguirle quisiesen, pagando por cada uno de los que con él fuesen cinco besantes (que valía cada uno tres
sueldos Barceloneses) con que la gente que quedase en la Isla fuese bien tratada. Con esto concluyó su dicho Retabohihe, y porque se acababan aquel día las treguas, se entró en la ciudad y despidió a don Nuño.


Capítulo VI. Como don Nuño volvió al Real y hecha relación de los partidos de Retabohihe los abonó mucho, y del razonamiento que hizo don Alemany contra ellos.

Vuelto para el Real don Nuño, mandó el Rey convocar todo el consejo de guerra con los Prelados y grandes para oírle. El cual relató muy por extenso los primeros, segundos y últimos partidos, que Retabohihe le había propuesto, y como por remate de todos, ofrecía salirse de la ciudad, y Isla, con toda su gente, que según era mucha y bien
lucida, sería salud del ejército no venir a manos con ella,
con que se le prestase el armada para pasarse en África, pagando v. besantes por cada uno de cuantos consigo llevaría. Y añadió don Nuño, que él siempre sería de opinión que pues la Isla y ciudad quedasen libres en poder del Rey se escuchase el partido de Retabohihe, y se le hiciese puente de plata, con todas las comodidades que pedía: solo que saliese de la Isla. Porque si la ciudad se había de tomar por fuerza de armas, supiese que había de ser con tan grande estrago y pérdida del ejército, y con tanto derramamiento de sangre: cuanto de tanta y tan bien armada gente, que había de pelear en defensa de sus personas padres mujeres. hijos, secta y patria, se podía esperar. Acabada de explicar por don Nuño su embajada y parecer, todos fueron de contraria opinión. Y concluyeron a voces, que ningún partido de los propuestos se escuchase. Fueron los que mucho más que todos contradijeron el partido el Conde Ampurias don Ramón Alamany, Ceruellon y Claramunt, Barones principales de Cataluña, cercanos parientes del Vizconde muerto, y Moncadas, que aun los lloraban. De manera que había sobre ello grandes alborotos y alteraciones por todo el campo, quien por vengar los Moncadas, quien por saquear la ciudad, abominaba todo género de partido, y con él a don Nuño por que lo había propuesto y esforzado. Entre todos don Ramón Alamany hombre de gran experiencia y valor pidió silencio, y vuelto al Rey, habló por todos desta manera. Difícil es por cierto, y las más veces intolerable (señor y Rey nuestro) la compañía de la venganza con la benignidad. Porque la venganza parece que lleva consigo las veces y voces de la justicia, y la benignidad el oficio de una simple y piadosa equidad, que tira a misericordia: de la cual si se usase, señaladamente en la guerra que siempre suele emprenderse con fin de alguna venganza: sería muy a la clara pervertir su orden, que sigue aunque riguroso de justicia. Pues a no seguir esta, la guerra que se había de hacer contra los enemigos, se
conuertira contra los propios. Porque a los ejércitos y su gente, moza, insolente y pecadora, ninguna cosa le puede ser más perniciosa, que pecando, usar con ella de benignidad, y misericordia: antes que por pequeño que sea el delicto, conviene darle su merecida pena, y castigo. Para que cuanto más grave fuere la ofensa, tanto mayor y más irremisible sea la punición que la justicia pide por la recompensa y venganza de ella. Pues como señor? Tan ilustre sangre como la del Vizconde de Bearne, y de don Guillé su hermano, y de los otros Moncadas que por vos se han derramado, que aun hierve y da voces de bajo tierra, no alcanzara la justicia que ante vos pide, con venganza de los derramadores de ella? No será más justo que la ocasión que se ofrece para bañarnos en la sangre de estos perros infieles, que vertiéronla de tan principales caballeros la emplemos, para librarnos de la perpetua obligación que a todos nos quedara para haberlos de vengar cuando ya no podremos? Siquiera para que viendo todo el mundo lo bien que vengays las muertes de los vuestros, obligueys a todos para que con más afición empleen sus vidas en vuestro servicio? Dad señor lugar a que la justicia haga su oficio, y no tengáis lástima de quien a vos y a todos tanto nos ha lastimado: ni escucheys partido alguno del, que todo será para más burlaros. Creedme (crehed me), que aquel raposo viejo quiere engañar al león Real, y no sabe cómo. Que otro pensays que fabrica Retabohihe pidiendo que pueda irse, y llevar consigo cuantos quisiere, si no dexar desierta y robada la ciudad de todo el oro y plata con la demás riqueza, para que la halleys vazia, y defraudeys a vuestros soldados del premio que esperan de sus trabajos con el saco de ella? A qué fin pide le dejen (dexé) llevar los soldados y gente que quisiere, sino para escoger la más lúcida y valiente, porque juntada esta con la de África, a do tira, haga un invencible ejército y revuelva sobre la Isla para cobrarla, y echaros de toda ella? Cortad, señor, de raíz esta cabeza de la Isla, si queréis pacíficamente gozar del cuerpo de ella. Y pues la ciudad está batida, y abierta por tantas partes, y dentro tan llena de miedo, como de despojos y riquezas, dejadla entrar y dar a saco a vuestros soldados. No temáis el peligro dellos, que las han con hombres ya rendidos, pues vemos que han desamparado los muros, y andan como encorralados para ser víctimas del infierno.


Capítulo VII. Como ningún medio de paz se tomó con Retabohihe, y de lo mucho que sintieron esto los Moros, y del juramento que hicieron los Cristianos, y cómo fue armado caballero Carroz señor de Rebolledo.

Oído con muy grande atención y gusto del ejército, el razonamiento de don Ramón Alemany: al Rey y a todos pareció muy bien lo dicho, sino a don Nuño, que como dijimos, era de contrario parecer. Y hecha la determinación de que no se escuchase partido alguno, mandó luego el Rey, sin más ceremonia, sino por un trompeta notificarla a Retabohihe. Sintieron esto los de la ciudad en tanta manera, que como desesperados se conjuraron de nuevo, o para defenderse, o para perder la vida ante su ciudad, con el mayor estrago y matanza que pudiesen de los Cristianos: y cobraron tan gran coraje y fuerzas de la desesperación animándose unos a otros, para tener en poco sus vidas solo que apocasen las del ejército Cristiano: que no faltaron muchos de los nuestros después de entendido esto, que quisieran harto escusar el asalto: y aun algunos de los que más resistieron a don Nuño, cuando a punto la concordia (según que estando para dar el asalto se entendió) se arrepintieron, y con harto temor se dolieron porque fueron de contrario parecer. Pero si mucho creció el ánimo a los Moros, por la desesperación, mucho más se aumentó el de los Cristianos con la buena esperanza de la victoria, y saco de la ciudad, señaladamente en la persona Real, cuyo fin era echar la mala secta de Mahoma de la Isla para introducir la religión Cristiana: que por sola esta buena intención tenía gran certidumbre de la victoria. Continuando pues el cerco, y puestas las machinas y trabucos a punto, todos se prepararon para el asalto. Y para que con mayor ánimo y porfía se continuase la batería, pareció a los Prelados y principales del ejército, que congregados todos hiciesen voto con juramento, que durante el asalto, ninguno volvería las espaldas, ni el pie atrás, ni perdería un punto del lugar que una vez tuviese ganado: sino fuese por hallarse herido de muerte, quien lo contrario hiciese, fuese habido por traidor y rebelde. Fue cosa rara y de admirable magnanimidad, la del Rey, que fue el primero que alargó la mano para jurar lo dicho sobre los Evangelios: pero ni los Prelados, ni los demás se lo consintieron. Esto se hizo en el día y fiesta solemne de la natividad del Señor, que celebró el Rey con todo el ejército muy devotamente. Y en el mismo día un caballero de sangre nobilísima llamado Carroz (según lo refiere Asclot) descendiente de los grandes de Alemaña, que seguía al Rey en la guerra a su propia costa, fue armado caballero por el Rey públicamente, y con muy grande solemnidad: al cual por los grandes servicios que al Rey hizo en esta guerra, y en la de Valencia, que se siguió, llegó a ser Almirante de Mallorca, y en el Reyno de Valencia fue señor de Rebolledo, que entonces era villa, y fue fundador de otro pueblo llamado la font den Carroz. Cuyos hijos y descendientes que siguieron la guerra deste Rey y sus sucesores los Reyes de Aragón, alcanzaron destos muchas mercedes en Cataluña, Valencia, y Cerdeña.

Capítulo VIII. Como los de la ciudad determinaron morir antes que darse, y de la diligencia que el Rey hacía en guardar el Real, y las causas por que no se dio de noche el asalto.

Habiendo ya el Rey cerrado la puerta a los conciertos que se habían movido, y desechado todo género de partido, quedó determinado por todos de dar el asalto. Lo cual entendido por la gente de la ciudad, vista su perdición al ojo, comenzó de tal manera a obstinarse y embravecerse contra los Cristianos, que nunca se vieron ciudadanos más aparejados para morir por su patria que estos: confiando mucho en la gente de la Isla, que se había recogido por los montes y cuevas, de los que no habían querido entregarse al Rey, y eran tantos que casi podían hacer ejército por si. Y así creían que en comenzar los Cristianos a dar el asalto, bajarían los de la montaña a dar sobre ellos, y que los de la ciudad y ellos los tomarían en medio, y los hundirían. De donde vino que discurriendo por lo mesmo los nuestros comenzaron a temer, y a no tener en poco, como antes, tantos enemigos, como tenían delante y a las espaldas, recelando de ser acometidos por ambas partes. Considerado todo esto por el Rey, procuró con mayor curiosidad de allí a delante reconocer el Real, y poner mucha gente de los más fieles y escogidos en guarda del: para lo qual mandó estuviesen a punto tres bandas de caballos, de a ciento cada una, que anduviesen rondando el Real toda la noche con sus fuegos y estruendo de atambores, puesta la una en defensa de las machinas y artillería: la segunda enfrente de la puerta de Barbolet, que está al pie de la fortaleza: la tercera a la puerta de Portopi (porque ya no se mandaba la ciudad por otras puertas) para entretener el primer ímpetu de los Moros, si saliesen, hasta que el campo acudiese, pues para los de las montañas, ya tenía puestas sus centinelas y cuerpos de guarda. Mas como fuese en lo recio del invierno, y aquel año más frío que otro, no pudiendo los de a caballo sufrir el excesivo frío toda la noche, dejando uno o dos en el puesto, para que avisasen del rebato, los demás secretamente se acogían a sus tiendas. Como el Rey entendió esto, lo sintió mucho, y no fiando más dellos, encomendó la centinela y guarda a los Almugauares de su guarda Real, que eran valientes y fidelísimos, y muy hechos a sufrir calor y frío, como adelante diremos. En lo cual estuvo el Rey tan puesto y tan solícito, que en los cinco días que señalaron para preparar el asalto, apenas le vieron dormir, ni comer, sino muy de priessa, y mucho más porque por el mesmo tiempo fue tanta la necesidad y falta que hubo de dinero, que le fue necesario, para dar algunas pagas a los soldados, valerse de LX mil besantes, que apenas son diez mil ducados de Barcelona, de los mercaderes que habían acudido de Cataluña con gran suma de dinero para hallarse en el saco de la ciudad, y comprar la presa y despojos de los soldados, a ciento por uno, como entonces se usaba. Finalmente, en la siguiente noche que fue a los XXX de Deziembre, mandó el Rey hacer un pregón por todo el campo, que por la mañana, oída misa, y recibido devotamente el Santísimo cuerpo de Iesu Christo, casa uno estuviese armado y puesto en orden en su lugar, para dar el asalto. Pues como viniese la mañana y hubiesen comulgado, y después diesen sustento a sus personas, que con el deseo de entrar en la ciudad fue todo hecho en un punto, aguardando ya la señal para arremeter, don Lope Ximen de Huesca, caballero Aragonés y capitán de
la guarda, vino al Rey, y le dixo como él había enviado secretamente a la ciudad dos escuderos suyos a saber lo que en ella pasaba, y le referían, que de noche había poca gente de guarda por toda ella, y que en todo aquel lienzo de muralla de la quinta torre hasta la sexta, a la siniestra de la fortaleza, ninguna gente de guardia había. Y más que por las plazas y calles todo estaba lleno de cuerpos muertos, y la ciudad aunque con mucha gente, pero muy acobardada, que solo las casas estaban proveídas de canteras y otras armas defensivas, que por todo ello sería mejor asaltarla de noche. Holgó el Rey de entender esto: pero considerando prudentísimamente en lo que más convenía a la honra y salud del ejército, no determinó de aventurar de noche una tan importante empresa. Diciendo que la condición y uso del soldado en la guerra, era semejante al del león, que cuando piensa que nadie le ve, y siente que los cazadores le buscan, huye a toda furia, y en esto no hay más cobarde animal que él: por lo contrario si se sale al delante alguno, o muchos, se para y hace rostro a todos, y puesto en la pelea es un león. Así acahesce al soldado, por valiente que sea, peleando de noche: que como no ve delante de si al capitán que alabe sus hechos, ni otros soldados a quien imite, ni a sus mayores a quien tenga respeto, ni finalmente vea a quien le descubra: teme con la oscuridad mucho más, y lo que hace es huir cuanto puede del peligro, y anteponiendo sus salud y vida a toda honra y juramento hecho, hiere más presto la sombra que al enemigo. Y así fue de parecer, y en esto vinieron todos, que pasada aquella noche en centinela, luego por la mañana se diese el asalto: como se hizo así, y fue el postrero de Deziembre del año de la Natividad del Señor MCCXXX.


Capítulo IX. Del razonamiento que el Rey hizo a los soldados antes del asfalto, y como se entró en la ciudad con grande estrago de ambas partes, y que se vio pelear un caballero extraño y se creyó ser S. Iorge.

Venida la mañana, mandó el Rey que dos ba*das de caballos quedaran por guarda del Real por si los Moros de la montaña hiciesen algunas correrías contra él, y tomando cada uno su refresco, todos volvieron a su puesto, con el mismo orden que el de antes para dar el asalto. Con esto se subió el Rey en un lugar algo eminente sobre el ejército, de donde vio y entendió cuan ganosos estaban todos para dar el asalto: y los caballeros, Barones, y grandes, para vengar a los muertos sus deudos. Pero antes de dar la señal que todos aguardaban para arremeter, les habló desta manera. Valerosos capitanes y soldados míos, aunque conozco muy bien, que según los trabajos que conmigo habéis padecido, y las victorias que por mano vuestra he alcanzado, si os diese todos mis Reynos, no bastaría con ellos a igualar lo mucho que me tenéis obligado, ni con lo mucho más que deseo hacer por vosotros: todavía, porque no parezca que con sola buena voluntad y palabras os quiero pagar lo que debo: veis aquí que os ofrezco a la vista una de las más ricas y principales ciudades de cuantas yo poseo: así para que hartéis vuestros ánimos con la venganza de vuestros parientes y amigos que perdistes, lo que tanto y con razón deseáis, como por el saco que haréis, y riquezas que cogeréis en ella, para que os volváis prósperos y triunfantes a gozar entre los vuestros. Por donde pasad adelante, y con tan buen ánimo y generoso esfuerzo como habéis siempre acostumbrado, emplead vuestro valor en este asalto: pues demás que tendréis (
terneys) al omnipotente Dios nuestro (de cuyos enemigos tomáis hoy venganza) muy de vuestra parte: y lo mucho que a mí me obligaréis por la victoria que de ellos espero haber por vuestra mano, también para vosotros no solo quedará fama perpetua en la tierra, pero confiad muy de veras que en el cielo hallaréis inmortal gloria aparejada. Diciendo esto, y dando dos veces con su estoque la señal, a la tercera arremetieron todos a una, la gente de a pie primero, siguiendo la de a caballo, por las partes que ya de antes estaba batido el muro y el foso cegado, y se entraron por el sin hallar resistencia, porque ninguno osó quedar en la defensa del muro: confiando que con la preparación que había por las calles de cadenas y palenques, y dentro y en lo alto de las casas de canteras y fuegos artificiales, así hombres como mujeres se defenderían mucho mejor. Mas los nuestros divididos por las calles de quinientos en quinientos iban poco a poco ganando la tierra con sus empavesadas sobre las cabezas. Y porque la estrechura de las calles era grande y la lluvia de piedras de los tejados muy espesa, se redujeron (reduzieron) a pelear de treinta en treinta y con todo eso la resistencia era mucha, y la batalla de ambas partes muy sangrienta, y la victoria dudosa: hasta que atravesando los de a caballo por las calles, y tomando a los enemigos las espaldas, los atropellaban y hacían meter por las casas, y desta manera comenzaron a ganarles las plazas y calles, y llevarlos de vencida. Fue fama cierta y confirmada, así por el dicho de los Moros, como de los Cristianos, que fue visto en esta jornada entre los de a caballo, un caballero armado de armas muy resplandecientes, sobre un caballo blanco, de cuya vista y fervor en el pelear, los Moros quedaron tan espantados y amedrentados que huían de él a toda furia y daban como ciegos y turbados en manos de los Cristianos que los hacían pedazos. Creyeron todos (según el Rey dice en su historia) que sin duda era aquel caballero el glorioso mártir sant Iorge, que como a defensor y patrón antiguo de los Reynos y corona de Aragón, apareció aquel día favorable a sus soldados Cristianos, contra los infieles moros. Señaladamente para los que llevaban su deuisa, que era una cruz llana colorada. Porque en esta figura de hombre darmas, el santo apareció no solo en esta batalla, pero en otras como adelante mostraremos.


Capítulo X. Que los Moros de vencidos se huyeron a la montaña, y saquearon la ciudad los Cristianos, y como fue Retabohihe preso por mano del Rey.

Ganaba pues de cada hora el ejército Cristiano a los Moros las calles y plazas de la ciudad, aunque a muy gran costa suya, porque cuanto más ellos se encerraban por las casas para mejor defenderse del ímpetu de la caballería, tanto mayor guerra hacían, cerrando sus puertas y echando por las ventanas y tejados infinidad de piedras, canteras, leños, hasta tejas, con muchas saetas de fuego de alquitrán y calderas de aceite hirviendo, con las demás armas que su furor con la rabia y desesperación les traía a las manos: y con el ayuda de las mujeres que hacían en este género de pelea, tanto como los hombres. Todo esto pasaban los Cristianos con muy gran peligro y pérdida suya, rompiendo puertas y entrando por las casas a robar y degollar cuantos encontraban. De manera que los Moros dejaban ya las casas, y se salían a las plazas, para hechos un cuerpo mejor defenderse. Lo cual era mejor para los Cristianos, que peleaban más al seguro que por las calles. Puesto que lo que más entretenía a los Moros, no era tanto la muchedumbre dellos, cuanto la vida y presencia de Retabohihe su Rey, porque el mismo en persona andaba entre los suyos armado sobre un caballo blanco, de los primeros, que los animaba, y en tanta manera les movía su presencia que claramente decían querer más presto morir ante su Rey, que vivir después de él muerto, o vencido. Y así como abejas se amontonaban delante de él, y de tal suerte le defendían puestos en el escuadrón, que los nuestros no podían llegar a él. En este medio después de haberse metido toda la caballería dentro de la ciudad, y tomado todos los pasos, comenzando los nuestros a apellidar victoria victoria, luego les faltó el ánimo a los Moros y se pusieron en huida con sus hijos y mujeres por las puertas de Barbolet, Portopí, sin que los nuestros que estaban ya todos en la ciudad, se lo estorbasen, y también por ser tanta la gente que huyó, que se halla (según la historia dice) que fueron de XXX mil arriba los que entre hombres y mujeres se acogieron a la montaña. A los cuales ninguno de los nuestros quiso seguir, tan metidos andaban en el saco y despojo de la ciudad. Y así fue causa la codicia de los soldados de la cruel y larga guerra que después hubo con los de la montaña, por no haberlos seguido y deshecho antes que se rehiciesen. Procuraron los Moros al tiempo que huyeron, llevar consigo a su Rey, pero no quiso ir, ni desamparar la ciudad, antes se recogió en un palacio viejo con solos tres o cuatro de sus íntimos privados. A esta sazón entró el Rey en la ciudad, porque le fue necesario quedar antes fuera, por defender el Real de los de la montaña, y también para hacer rostro a los que huyeron de la ciudad, no saqueasen al Real de paso. Entrando el Rey en la ciudad con su guarda de a caballo, a la cual permitió ir a saquear con la otra gente, y él se fue con pocos para la fortaleza pensando hallar allí a Retabohihe, porque entendió de algunos capitanes como se había quedado en la ciudad. Y llegando a la fortaleza, halló que se habían hecho en ella fuertes algunos principales de la tierra. Estos viendo al Rey y conociéndole luego se ofrecieron de rendírsele a toda misericordia con la fortaleza, solo que dejase algunos de su gente a la puerta de ella para que los defendiese de los soldados que saqueaban la tierra. Como el Rey entendió que Retabohihe no estaba allí dejoles un capitán con algunos soldados en guarda dellos, y de la fortaleza, y llevando consigo a don Nuño, entendió en buscar a Retabohihe, al cual halló luego en aquel palacio viejo, que dijimos: y por las armas resplandecientes y su buena disposición conociéndole, arremetió para él, y le tomó de la barba, según que mucho antes lo había jurado, y le dijo. No temas, que pues eres mi prisionero, vivirás: y entregándole a su gente de guarda que ya era vuelta a él, volvió a la fortaleza, la cual luego se le entregó: a donde halló al hijo único de Retabohihe de edad XIII años, el cual después fue bautizado y tomó nombre don Iayme, y cuando el Rey fue a Aragón le llevó consigo en triunfo, y le hizo, como se dirá, largas mercedes. Puesto que de Retabohihe, su padre, ni en la historia del Rey, ni en otras se hace de él más mención, como no se halle que el Rey lo trajese a España, ni en triunfo ni fuera de él. Se tiene por más cierto que le dejó encarcelado en Mallorca, a donde de tristeza y pensamiento murió luego. Finalmente fue tanta la matanza y estrago que se hizo en los moros de la ciudad, que sin los que huyeron, se tuvo por cierto murieron a cuchillo (
guchillo) hasta X mil de ellos, y no fue tan a salvo de los nuestros que no muriesen también muchos. Y porque se engendraba muy gran corrupción y hedor intolerable de los cuerpos muertos por toda la ciudad, mandó el Rey hacer muchas hogueras para quemar los Moros muertos, y hacer muy grandes hoyos para enterrar los Cristianos en lugares que después fueron consagrados para cementerios. Desta manera fue toda la Isla de Mallorca conquistada por el gloriosísimo Rey don Iayme, y entrada la ciudad en el último del mes de Deziembre del año MCCXXX.


Capítulo XI. Como por la codicia de los soldados en saquear la ciudad no se prosiguió la victoria contra los Moros, y de la repartición que se hizo de la presa conforme a las capitulaciones.

Tomada la ciudad, y dada a saco a los soldados fue tanta la codicia dellos en coger la presa, que hasta pasados tres días no pudo el Rey hacerlos retirar a sus banderas. Puesto que por manifiesta providencia de Dios el saco se hizo con harto menos ofensa suya, por haberse huído juntamente con los hombres las mujeres y niños a la montaña. Porque si en los soldados, con la cólera del robar, se juntara el ardor de la concupiscencia, no hubiera leones tan fieros, ni más desconocidos (como suele) entre si que ellos, y así con no hallarse mujeres, fue más pacífico el saco y menos sanguinolento, para que las particiones de los despojos después se hiciesen con menos ruido. La suma del oro y plata labrada, que se halló, la infinidad de vasos, armas, caballos con sus arreos, todo género de jumentos, ganados mayores y menores, no tuvo comparación. Demás desto las joyas, piedras preciosas, sedas, con otros mil aderezos de palacio, que se hallaron en la recámara del Rey y en las mezquitas, con lo cual se tuvo gran cuenta porque viniese a manos del Rey, fue cosa innumerable, y de increíble estima. Luego el Rey, por cumplir los conciertos y capitulaciones que en Barcelona se habían jurado, entendió en mandar que de toda la presa, excepto el oro, plata y piedras preciosas (cosas que fácilmente se podían esconder, y negar, y que no era muy seguro el sacarlas por fuerza del seno de los soldados) de todo lo demás se hiciese un montón, y pública almoneda. A la cual acudieron muchos mercaderes que aposta vinieron de muchas partes, por no perder tan buen barato, y con gran suma de dinero rescataron toda la presa. Aunque por venderse en común fue más cara de lo que pensaban. Y luego se entendió en hacer la división por los capitanes, Barones, y grandes, según los servicios y gastos de cada uno hechos en esta guerra, y para los soldados que solo un tanto viniese a cada uno. Y porque se repartiese con más fidelidad y menos queja de todos, fue el cargo de esto encomendado a los jueces nombrados en esta capitulación, los Obispos de Barcelona, y Lerida, don Nuño, el Conde de Ampurias, don Ramón Alemany, y Berenguer de Ager. Con los cuales don Ximen Vrrea, y don Pedro Cornel Aragoneses, en lugar del Vizconde de Bearne y los que murieron, fueron nombrados para el repartimiento. Puesto que (como suele acaecer en las particiones que casi ninguno queda contento) se levantó un súbito motín entre los soldados contra los repartidores, y fueron saqueadas algunas casas suyas. Mas luego acudió el Rey, y con echar mano de los amotinadores, y castigar algunos de ellos se quietó el alboroto y motín. Quiso el Rey que en esta división se tuviese gran cuenta con fray Bernaldo Champany Comendador de Miravete, y vicario del maestre del Temple en los reynos de la corona, por los muchos gastos que en esta guerra hicieron él, y los comendadores de su orden, y por eso les dio campos, caserías y tierras para fundar un templo junto a la ciudad, y dotarlo de tanta renta que pudiesen mantener XXXX caballeros de su orden en la isla. Con estas tan justas y bien reguladas reparticiones, y otras muchas liberalidades que el Rey hacía con los que bien le servían en la guerra, ganaba de cada día mucha autoridad para con la gente, y con gran renombre de franco y liberal, atraía a si los ánimos y afición de todos, para que en paz y en guerra le siguiesen y sirviesen fidelísimamente.
Capítulo XII. De las reparticiones que el Rey hizo de las casas y campos de la ciudad entre los soldados, capitanes y oficiales del ejército.

Demás de los repartimientos que se hicieron entre los del ejército de la presa y despojos que se cogieron dentro de la ciudad, conforme a lo arriba dicho, hizo el Rey otro repartimiento de las casas y habitaciones de ella, a efecto que se poblase luego de Cristianos, y se echasen a fuera los Moros con su secta. Lo que vino bien para los soldados viejos y cansados de seguir la guerra, los cuales por sus antiguos servicios que habían hecho al Rey en todas las jornadas pasadas, le pidieron por premio los dejase habitar en aquella ciudad, por ser tan buen pueblo, y el aire tan templado para pasar su vida, y estar siempre en defensa de la tierra. De lo cual fue el Rey muy contento, y aun les proveyó de lo que más importaba para más presto poblar la ciudad: y fue de mujeres, de las cautivas Cristianas que se hallaron en la ciudad, y aunque habían renegado, no quisieron huir con los Moros a la montaña, sino que se convirtieron a la fé, y las recibió y dio por mujeres a los soldados, que las tomaron de buena gana. Y así gozando de los privilegios e inmunidades que el Rey les concedió, con algunos gajes para mejor vivir y estar en defensa de la tierra, se dieron a edificar a gran prisa,y como hombres prácticos que habían ido por el mundo hicieron nuevas trazas de edificios muy bien labrados, y con ellos ennoblecieron mucho y ensancharon la ciudad, deshaciendo la mala hechura de casas que tenía antes. Assi mesmo, para los capitanes, y demás oficiales del ejército también hizo repartición de los campos y predios del territorio de la ciudad. Así que sobre esto hubo recias alteraciones, y muy grande importunidad en el demandar, tanto que según las muchas jugadas y cahizadas (cahiçadas) de tierra que cada uno pedía, conforme al tiempo y servicios que pretendía haber hecho, no llegaban con mucho los campos con la demanda de ellos. Y se entiende, por lo que después el Rey reveló a los que hicieron semejante repartición que esta, en la conquista de Valencia (como lo veremos en el libro XII) fue aconsejado, que como a nuevo señor y conquistador de la Isla, hiciese nueva ley, y redujese las jugadas a la mitad, haciendo de una dos, y así hecho desta manera sobró para todos quedando por esto obligados a la defensa de la Isla. También se hizo otra repartición de villas y castillos para los principales señores que siguieron al Rey, de la cual se hablará más adelante.


Capítulo XIII. De la gran peste que en la ciudad y Isla hubo donde murieron los principales del ejército y fue necesario enviar a hacer gente en Aragón.

En este medio don Nuño, por mandado del Rey por asegurar la costa de la Isla, y descubrir si quedaban algunos enemigos de quien defenderse fuera de ella, por lo que a los principios amenazaron los Moros al campo del Rey con la venida del de Túnez en socorro dellos, entendió en juntar dos galeras bien armadas, y con gente escogida, a efecto de ir a correr la costa de Berbería, por ver si algunos Reyes de África se aparejaban con gente y armada para venir sobre Mallorca. Pero le fue forzado dejar la empresa, por causa de la grandísima peste que se había encendido en la ciudad, y de allí por toda la Isla, a causa de haberse inficionado el aire por tantos cuerpos muertos como por la ciudad y toda la Isla habían quedado sin sepultura, y aunque por la Isla fue grande, se engendró mayor en la ciudad: donde no solo fue infinita la gente plebeya que murió de ella, pero aun en los principales capitanes del ejército, y del consejo real hizo cruelísimo estrago. Porque entre otros dentro de un mes murieron los capitanes Claramunt, don Ramon Alamany, Perez Mirtaz Aragonés nobilísimo, Cerbellón, y el buen Conde de Ampurias con grandísimo dolor y sentimiento del Rey, y de todo el ejército. Pues ningunos más que estos,y los que murieron antes en la batalla, que fueron el Vizconde de Bearne y don Guillé su hermano, con los de su linaje de Moncada, ayudaron al Rey en esta jornada. Porque no solo con gente y armas y sus personas, pero aun con su consejo y fidelidad fueron muy gran parte para el buen éxito (successo) desta conquista. Por cuyas muertes y falta de tantos capitanes y soldados, quedó el Rey tan solo, y tan huérfano el ejército, que así por esto, como por hacer guerra a los Moros que se habían retirado a las montañas, y hecho allí fuertes, mandó a don Pedro Cornel capitán de la caballería que tomando del tesoro del Rey suma de cien mil sueldos pasase a Aragón para hacer una compañía de CL hombres de armas, y que con ellos volviese luego a la Isla, también con alguna gente de Infantería. Y que entre otros trajese a don Atho de Foces, su antiguo mayordomo mayor, y a don Rodrigo Lizana, para que viniesen con fin de asistir allí por todo el tiempo que durase la guerra, pues gozaban de las caballerías de honor y gajes reales: y era necesario y muy concedente, que el Rey acrecentando de reynos, aumentase la guarda de su persona, y doblase el ejército. Lo cual hizo Cornel con mucha presteza: porque demás de los caballeros ya dichos, pasaron muchos otros con él a servir al Rey, por la gran fama que de sus hazañas se derramaba por todas partes. Con esto se rehizo el ejército de la gran pérdida que se siguió por la pestilencia, y por los muchos que hallándose ricos del saco, se habían ido a sus tierras, y con achaque de la peste salido de la Isla.


Capítulo XIV. De la nueva guerra que se ofreció al Rey con los Moros que se habían hecho fuertes por la Isla: y de las mercedes que hizo a los caballeros del Ospital.

Luego que Cornel volvió de Aragón con la gente de a caballo, y los demás allegados, reforzado el ejército, y aplacada la peste, el Rey movió guerra contra los Moros que huyeron de la ciudad, y se recogieron en las montañas, y otros lugares en lo llano de la Isla, señaladamente en las villas de Sollar, Almaruich, y Bayalbufar, de donde hacían muchas correrías, y cabalgadas contra los Cristianos, en sus campos y heredades, hasta llegar a las puertas de la ciudad, y cerrar el paso y contratación que había de ella con la ciudad de Pollença. La cual aunque por entonces era de muy gran trato a causa del puerto, de presente está muy perdida y despoblada, por estar ya todo el trato de la Isla resumido en la ciudad principal. Por esto partió el Rey con el ejército para la val de Buñola a la montaña, donde se habían hecho fuertes muchos dellos, y como yendo ya de camino entendiese que se habían descubierto ciertos escuadrones de los mismos a lo llano, dejó la villa de Buñola, a la mano izquierda, y del castillo de Alarò, que (según fama) es de las más inexpugnables fortalezas del mundo, por ser naturalmente fortificada: de la cual brevemente relataremos las causas de su inexpugnabilidad. Porque está hecha una muela de monte altísimo, alrededor todo peñatajada: y su cumbre tan espaciosa y llana que se podría un ejército formado recoger en ella. Demás que su entrada y subida viene a ser tan inhiesta, tan áspera y estrecha, que bastan diez hombres a defenderla de 50 mil. Y así fue maravilla de Dios que los Moros como se fueron a guarecer en las cuevas, no se recogieron a esta fortaleza porque sola la hambre, y no otro fuera bastante a rendirla. Tomó pues por la falda de la montaña, y mandó al ejército que se detuviese en cierto puesto hasta que él descubriese la campaña. Como para esto se subiese a un pequeño monte, el ejército no curó de parar en el puesto donde el Rey le ordenó, sino irse derecho a una aldea llamada Inca, que agora es una principal villa. El Rey que los vio ir desmandados, dejando a don Guillen de Moncada hijo de don Ramón (este fue después, como lo dice la historia, señor de la villa de Fraga en los confines de Aragón y Cataluña) con la retaguardia que le seguía, puso piernas al caballo, y con algunos caballeros, pasó de la otra parte del monte, dándose prisa por alcanzar el ejército y detenerle, teniendo los enemigos a la vista. Mas como el ejército hubiese ya pasado muy adelante, y llegado al valle cerca del pueblo para donde marchaba sin ninguna orden, no fue a tiempo de tenerle. Por donde los Moros viendo de lo alto del monte que los escuadrones de los Cristianos se dividían, y que iban desordenados DC de ellos, por no perder tan buena ocasión, arremetieron la retaguarda: pero hallándola muy apercibida y en defensa, quedaron burlados, y fueron forzados a huir por el monte arriba. Entonces el Rey tomó consejo con don Guillén, y don Nuño y Cornel, a los cuales pareció que no era bien que su Real persona anduviese por lugar tan desierto, y propincuo a los enemigos que eran de III mil arriba: y que pues la provisión y bagaje del campo estaba ya en Inca, a donde había hecho alto el ejército, se debía juntar con él. Con esto pasó casi por medio de los enemigos, hacia el pueblo, con solos XXXX de a caballo, tan en orden y bien puestos, que no les osaron acometer los Moros. Lo que fue por todos más atribuido a temeridad que a valentía: osar tan pocos pasar por medio de tantos enemigos. Y aun con todo esto, visto el poco ánimo dellos y falta de armas que tenían, no dejara el Rey de acometerlos, si los hallase en campaña rasa, fuera de aquellos riscos y aspereza de monte adonde se habían recogido, y estaban tan fuertes, que era necesario armar nuevos ingenios y artes para tomarlos. Llegado a Inca reprendió mucho a los capitanes por el poco miramiento, y respeto que a su persona se tuvo. Porque dándoles voces para que hiciesen algo, no curaron de él, sino de pasar adelante. Mandó pues a todos volviesen a la ciudad con las tiendas y vituallas del campo. En este tiempo Vgo Folcalquier maestre del ospital en Aragón, aportó en Mallorca en una galera con XV caballeros de su orden, al cual recibió el Rey con mucho amor, tratando con tanta honra a él y a los de su orden, que habiéndose ya hecho la división y partición del territorio y campos de la Isla con los del ejército, y no quedando nada por repartir: todavía les sacó porción (portion) para XXX caballeros del Ospital, sin tocar en las porciones (portiones) ya dadas y repartidas de la misma manera que poco antes les había cabido a los caballeros del Temple. Lo cual le tuvieron a muy sobrada y excesiva merced, porque habiendo sido los postreros que llegaron a la conquista, y que no se hallaron en la presa de la ciudad, fuesen iguales en el premio con los del Temple. También les hizo merced de las atarazanas viejas (del ataraçanal viejo) del puerto de la ciudad, para que aquí edificasen iglesia, y casa.
Capítulo XV. De la extraña guerra que el Rey tuvo con los Moros en los montes, y trabajos que padeció en sacarlos de las cuevas, y de la gran fertilidad de las montañas de la Isla.

Era muy grande la pena y afán que el Rey sentía viéndose ya pacífico señor de la ciudad, y de toda la costa, con lo llano de la Isla, quedarle por acabar la guerra de las montañas, la cual le impedía el paso y vuelta para tierra firme, habiendo tanta necesidad de su presencia en los reynos de Aragón y Cataluña, para atender a negocios muy graves, que sin su persona y decreto, no se podían resolver, y la dilación los gastaba más de cada día. De suerte que no tanto se holgaba por los enemigos que había vencido, cuanto se dolía y afligía por los que le quedaban por vencer. Con esto no sufriendo más dilación, juntando el ejército, y hecho general del a don Nuño, con el Obispo de Barcelona, don Ximen de Vrrea, y el Maestre del ospital, volvieron al mismo pueblo de Inca: a donde, y por sus contornos hacia la montaña, se entretenían los Moros. De allí subiendo a un collado muy alto llamado Artana, entendieron por
las espías, que los Moros se habían metido en unas cuevas muy profundas que estaban en los más altos montes de la Isla no muy lejos de allí: señaladamente en una, cuya subida hacia la boca de ella, era de las ásperas y enriscadas del mundo, y dentro profundísima y anchísima, con muchas cavernas, o bóvedas, de manera que podían de allí los cercados fácilmente defenderse de cualquier acometimientos y armas que contra ellos se hiciesen, y aun podían ofender a los que tentasen la entrada, sin que se viese de quien ni por donde, y a los que subiesen a lo más alto derribarlos con saetas por sus secretos agujeros y rendijas. De manera que cercada por el ejército la peña de todas partes, y subiendo los soldados que apenas podían de dos, o de tres en tres, ayudándose los unos a los otros: en llegando a lo alto en derecho de los agujeros, no solo eran por los de dentro con lanzas y saetas atravesados, pero aun por los de arriba en lo alto de la boca eran con muchas canteras derribados y muertos. Pues como en este cerco se hubiese entretenido mucho el ejército, y sin hacer efecto, gastado el tiempo por algunos días, determinó el Rey con el consejo de los capitanes, que se diese fuego en aquellas chozas y cabañas que los Moros tenían enfrente de aquellos agujeros. De lo cual doliéndose mucho ellos, y fatigándose con el grande humo que les entraba: demás que se hallaban todos dolientes a causa de la mucha agua que destilaba, de cuando llovía, en la cueva, y estar tanto tiempo encerrados: determinaron de salir y darse a merced del Rey: pues sabían la misericordia y acogimiento que hacía a cuantos se le rendían llanamente. Y así trataron con él que si dentro de ocho días, los otros compañeros de los montes y cuevas vecinas, no les socorrían, que se entregarían. Les fue (fueles) concedido el plazo con mucha razón, porque con impedirles el paso y socorro de los compañeros, se excusaban los cristianos de perder más tiempo y gente en combatir la cueva, cuya conquista tenían por imposible. En este medio quedando una parte del ejército sobre la cueva para estorbar el socorro, si viniese, don Pero Maza (Maça) capitán muy experto, se fue con la otra parte discurriendo por aquellos montes, a donde halló otra semejante peña enriscada con una grandísima cueva dentro, y muy llena de Moros. La cual como no estuviese así bien en defensa como la otra, por tener muchas bocas y aperturas grandes por los lados, y muy fácil de acometer la entrada con buena empavesada (empauesada), la tomó con poca dificultad, hallando quinientos Moros dentro, los cuales trajo a todos al Rey, con la mucha provisión de pan y carnes que halló en ella. Cumplido ya el plazo del entrego, y no les acudiendo socorro, se rindieron al Rey los de la primera cueva, y de ella salieron mil y quinientos Moros, los cuales echándose a los pies del Rey y pidiendo perdón, le ofrecieron dar luego X mil bueyes, y treinta mil cabezas de carneros. Tanta era la fertilidad y abundancia de la Isla, que en los montes, como en un rincón de ella, se pudieron criar y apacentar tan grandes rebaños de ganados.

Capítulo XVI. Como se determinó que los Moros no fuesen echados de la Isla, y venido el socorro y gente de Aragón, lo que proveyó el Rey para el gobierno de ella.

Con tan buena presa y jornada que el Rey hizo en la guerra de las montañas, se volvió con el ejército a la ciudad, y entró en ella triunfando (
triumphando) con muy grande alegría y aplauso de todos. Luego tuvo consejo general donde concurrieron, Prelados, grandes, Barones, y los capitanes del ejército: ante quien propuso algunas cosas tocantes a los Moros de la Isla. Conviene a saber, si sería mejor llevarlos a tierra firme, o dejarlos en la Isla. Porque siendo tanta la muchedumbre de ellos, podría ser que viniendo en su ayuda los de África se rebelasen, y juntos pusiesen en aprieto a los Christianos, y fuese ocasión de perderse la Isla. O si convenía más, para beneficio y aprovechamiento de la Isla, quedarse en ella, a fin que los Christianos se valiesen de ellos como de esclavos para culturar las tierras, y trabajar en las obras públicas de la Isla que se hacían para fortalecerla. También porque con la falta de labradores, no quedase yerma. ni desierta la tierra, para que volviese como solía a poder de corsarios. Acabada el Rey su plática, fueron de parecer la mayor parte de todo el consejo y junta hecha, que los Moros se quedasen en la Isla. Señaladamente aquellos que a los principios voluntariamente se rindieron, y ayudaron con toda provisión y avituallamiento a los Christianos y se quedaron con sus campos y heredades que tenían. Esta determinación se puso en efecto, aunque como luego después se siguió la nueva rebelión de los Moros contra los Christianos, se halló no haber sido este parecer provechoso. A esta sazón aportó a la Isla don Rodrigo Lizana, trayendo consigo treinta hombres de armas, y dos compañías de infantería, con don Atho de Foces y don Blasco Maça, que los seguían con otra compañía de soldados. Mas estos por una tormenta fueron forzados a volver al puerto de Salou, aunque en siendo mar bonanza luego tomaron la derrota a aportaron a la ciudad. Hallándose ya el Rey absoluto señor de toda la Isla, acabó de asentar algunas diferencias que se ofrecieron acerca de la división de los campos y heredamientos, y sobre los suelos y sitios de la ciudad, para edificar casas: en todo lo cual se mostró muy liberal y justo. Finalmente dejando puesta muy buena guarnición de gente, por toda la costa de la Isla, principalmente en la ciudad y puertos, con expreso mandato se atendiese a las obras públicas y fortificación de ella, determinó embarcarse, y volver a Cataluña, después de solos XIV meses que con toda la armada partió de allá, y comenzó la conquista de la Isla. En la cual dejó por Visorrey y gobernador general a don Bernaldo Sentaugenia, nobilísimo y fidelísimo caballero Catalán: mandándole que aparejase todo lo necesario para la conquista de Menorca, y de las demás Islas conjuntas y tocantes a la señoría y Reyno de Mallorca: porque determinaba volver presto, y con el favor divino conquistarlas. Y para más obligarle al buen gobierno de la Isla, y aparato de guerra, le hizo merced de otras villas y castillos por su vida, sin la villa de Torrella con su distrito, que era de lo bueno de la Isla, y le había cabido a su parte en el general repartimiento de tierras que el Rey hizo. Proveyó también que ni armas, ni caballos, ni máquinas, ni trabucos, ni cosa que fuese necesaria para defensa de la Isla sacase de ella: considerando lo mucho que importaba conservar lo ganado. Y así se vio, que si grande fue su diligencia y cuidado en conquistar la Isla, mayor le tuvo en conservarla.


Capítulo XVII. De lo mucho que el Rey se aventajó a todos los conquistadores pasados de la Isla, y del largo discurso que de los ingenios y costumbres antiguos y modernos de los Mallorquines se hace.

No se puede callar aquí, ni pasar por alto la ventaja que este buen Rey hizo a todos los de España, señaladamente a sus antepasados Reyes de Aragón y Cataluña, en haber sido el primero de todos que emprendió salió con la conquista destas Islas, y con ellas añadido un tan opulento y esclarecido Reyno a la corona de Aragón, con el cual no solo alcanzó el Imperio y señorío absoluto del mar mediterráneo Ibérico, pero mereció con esto no menos loor y triunfo (
lohor y triumpho), que Quinto Cecilio Merello cónsul Romano, el cual sojuzgó estas Islas, y se tuvo en tanto el haber alcanzado la victoria y posesión de ellas, que se le concedió por ello triunfé en Roma, y se intituló Balearico.
El cual título harto más se debió a este Rey, no solo porque las conquistó, mas porque después de conquistadas, las conservó para sus descendientes, y desarraigó de ellas la impía secta de Mahoma, e introdujo la verdadera fé y religión Cristiana. La cual los nuevos pobladores que puso en ellas, y sus descendientes de aquel tiempo acá, han mantenido y conservado tan verdadera e inviolablemente, que jamás han desviado ni padecido ningunos naufragios de errores en ella: antes ningunos han sido tan continuos perseguidores de los Moros como ellos. Lo que se ve
(vehe), por las terribles escaramuzas y batallas que con los corsarios de África ha siempre tenido, y tienen de cada día. Y que sin duda les ha venido de tan continuo ejercicio de armas ser ellos los más belicosos de cuantos hay en las Islas del mar mediterráneo: puesto que de aquí les queda ser deseosos de venganza. Porque así como para con los enemigos de fuera, en defensa (defensión) de la patria, ningunos hay más bien avenidos entre si, ni más conformes que ellos, así por lo contrario, entre si mismos, ningunos solían ser más fieros, ni crueles. Porque de lo mucho que tienen de coléricos, fácilmente caen en contiendas y rencillas, de donde les nace el odio con el deseo de la venganza, a la cual son naturalmente inclinados, y que la ejecutaban no menos que animales fieros. Porque como sea natural cosa los hombres siendo ofendidos, como a todos los otros animales, apetecer la venganza la cual propiamente señalamos con los dientes, que son armas ofensivas y más próximas (propincas) al corazón donde está la fragua y ardor de la ira, y esta no tanto con las manos, cuanto con la boca abierta, levantando el labio, y sacando los dientes afuera, la significamos: así los Mallorquines antiguamente, la venganza que no podían tomar con sus manos y dientes propios, la ejecutaban valiéndose de las zarpas y dientes de los animales. De esta manera, que entre otras armas para pelear, y defenderse de sus enemigos, criaban unos canes ferocísimos cuales los hay en la Isla, que de pequeños los cebaban con sangre humana: para que en los hombres como contra lobos y fieras se encarnizasen: a fin que viendo con los dientes de estos despedazar sus enemigos, y beberles la sangre, aplacasen su rabia e ira contra ellos, y hartasen su corazón viendo de sus ojos tan fiera venganza dellos. Y así se tiene por cierto que este tan embravecido acometer de los canes, y el tan valiente tirar de las hondas (dos principalísimas armas de Mallorquines) fueron inventadas por ellos, y que al principio usaron dellas y no contra si mesmos, sino contra los corsarios, que muy de continuo entraban a robar y cautivarlos en la Isla: porque viniendo a las manos, fácilmente eran vencidos y cautivados de los corsarios. Por esto ninguno de los Isleños salía por la tierra, que no llevase consigo una honda, y un lebrel, o alano destos canes / can alano: catalano, ca alà: català/ por compañero: para que en encontrando con algún corsario y no pudiéndole hacer retirar con las pedradas de la honda, soltándole el perro, o lo despedazase, o lo entretuviese, hasta tanto que su dueño se pusiese en cobro. De aquí es que Aristóteles llama a estas Islas en Griego Gymnasias que que quiere decir ejercitadas, por el continuo ejercicio que los Mallorquines tenían de pelear con los corsarios.
Puede que también los mismos Griegos las llamaron Baleares que significan tierras de desterrados, y se prueba, porque según dice Pausanias autor Griego, los Cernios, que son gente Griega llaman Balàros a los desterrados, y cuadra con la verdad. Porque los Romanos que regían a España, y eran enemigos de condenar a muerte a los hombres, desterraban a los malhechores, a estas Islas. Los cuales puestos en ellas, como gente holgazana que huían del trabajo de la agricultura, solo vivían y se mantenían de la caza, ni tenían casa firme, sino como fieras andaban por las cuevas, con la honda y canes defendiendo a si y a las Islas. Los cuales (como refiere el mismo Aristóteles) eran tan dados a mujeres, que si a dicha venían a tratar con los corsarios, ninguna otra mercadería les compraban sino mujeres, tan inclinados eran a ellas, o por alguna influencia del cielo, y ardor de la tierra: o por los alimentos grasos de carnes, y de mucho queso,
azeytuna y tocino, de que tanto abundaba. Fueron estas Islas mucho tiempo antes que el Rey las conquistase, algunas veces saqueadas y destruidas por los Condes de Barcelona, y por los Pisanos de Italia, y también por los corsarios de Normandía, que pasaban de la Francia occidental por el estrecho de Gibraltar con su armada al mar mediterráneo: pero haber sido conquistadas del todo, y con entero dominio para siempre retenidas de ningún otro se halla que del invencible Rey don Iayme. El cual no solo las conquistó y conservó para si, pero las perpetuó para sus descendientes y sucesores Reyes de España, que pacíficamente hasta hoy las gozan y poseen.


Capítulo XVIII. Como el Rey se partió de Mallorca, y desembarcando junto a Tortosa, pasó a Poblete: donde se determinó lo de la iglesia y obispado de Mallorca.

Asentados ya por el Rey todos los negocios de Mallorca, excepto lo que tocaba a la religión y asiento de las iglesias, que por haberse de tratar con el Obispo de Barcelona y su cabildo en tierra firme, lo remitió para cuando allá se llegase. Con esto salió de la Isla con viento próspero, y a tercero día arribó a Cataluña, y tomó puerto en los Alfaches cerca de Tortosa. Y aunque su voluntad era desembarcar en Tarragona: pero como después de entrado en el puerto, se levantase gran tormenta, no pudo pasar adelante, y por esto desembarcó allí, y se fue derecho al monasterio de Poblete, para hacer gracias a nuestra Señora por el felice
successo que le había dado en la conquista pasada. De donde se envió orden a todas las iglesias de los dos Reynos para que se hiciesen las mismas a nuestro señor. También visitó los sepulcros magníficamente labrados de sus antepasados Reyes que allí estaban sepultados, y se holgó mucho del ordinario y continuo sacrificio que los religiosos hacían por sus almas. Estando pues allí juntos el Obispo de Barcelona, que era venido de Mallorca con el Rey, y los otros Prelados de la provincia de Tarragona, que fueron para esta jornada convocados, trataron del nuevo Obispo que se había de nombrar para la nueva iglesia y distrito de Mallorca, y de las partes y suficiencia de ella para ser erigida en iglesia catedral, y obispado. A lo cual se opuso el Obispo de Barcelona con su cabildo y canónigos que fueron para esto congregados. Diciendo que la iglesia de Mallorca pertenecía a su jurisdicción, y que era dependiente de su iglesia. Porque un Rey Moro de Mallorca señor de Denia, la había dado a la iglesia de Barcelona, y que esta donación se confirmó por autoridad Apostólica, a petición del Conde que entonces era de Barcelona, de consentimiento del Arzobispo de Tarragona. Con todo eso, vista la grandeza de la Isla, y ser ya toda poblada de Cristianos, junto con la muchedumbre de gente y comercio de la ciudad, pareció que era necesario tuviese propio Obispo por si, para que con su autoridad y presencia animase a los Moros de las Islas dejasen su mala secta, y se convirtiesen a la fé y religión Cristiana, y para apacentar como buen pastor a las almas con su doctrina y ejemplo de vida: y para esto tuviese muchos ministros hábiles, e idóneos que le ayudasen a predicar la palabra de Dios, y fuese el superintendente de todos. Mayormente ayudando el Rey con tanta liberalidad a la iglesia, cumpliendo el voto que hizo de dar la décima parte de lo que se ganase, o la renta dello para la fábrica y sustento de la iglesia mayor de la ciudad, demás de sus diezmos y primicias ordinarias, con los cuales tenía competente dote y renta así para el sustento de ella, como del Prelado, Canónigos, Dignidades y ministros. Por tanto los Abades de Poblete y Santes Creus, principales conventos de una mesma orden y regla de Cistels, a los cuales el Rey había nombrado por jueces árbitros en este negocio, dieron por sentencia. Que con decreto y autoridad de la Sede Apostólica fuese en la iglesia mayor de la ciudad de Mallorca fundada la silla cathedral, y se le diese propio Obispo. Cuya primera elección, o nominación tocase al Rey, y de los venideros sucesores, al Obispo y canónigos de Barcelona, y que fuese del gremio dellos escogido, y no hallándose entrellos tal, se eligiese el más digno de los canónigos de Mallorca: y que se guardase el mismo orden en las iglesias de Menorca, e Iuiça, si acaeciesse alguna dellas llegar a ser obispado. Hecho esto el Rey escribió al gobernador de Mallorca lo dicho y determinado, y que por eso se diese tanto mayor prisa en pasar muy adelante la obra del templo mayor de la ciudad, con los demás que había mandado hacer en cada pueblo grande, y capillas en los pequeños, valiéndose para la fábrica dellas, de las rentas reales, y del ministerio de cada pueblo. Concluido esto se partió el Rey del monasterio, y pasando por Lérida llegó a Aragón, a donde fue recibido con grandísima alegría, pero mucho más en Zaragoza donde le recibieron triunfalmente y con grande regocijo de todo el pueblo.


Fin del libro séptimo.


Libro undécimo

Libro undécimo

Capítulo primero. Del gran cuidado que el Rey tenía de la fortaleza de Enesa, y como tuvo nueva de la muerte de don Guillen Dentensa, y de los extremos que por ella hizo.

Por este tiempo andaba el Rey muy cuidadoso de la fortaleza de Enesa, que tan a despecho de la ciudad había dejado hecha, y como cosa que tanto le importaba para llevar adelante su empresa, ponía todo su estudio y pensamiento en conservarla: entendiendo en proveerla por mar y por tierra de gente, armas y vituallas. Porque sabía muy bien que después de aquella memorable victoria de Don Guillen, había quedado Zaen tan afrentado y sentido, que como herido de mortal rabia pensaba volver otra vez con mayor ejército, para asolar la nueva fortaleza, y tomar venganza de lo pasado: según se veía por la gente que para esto hacía, sin la que esperaba de allende de cada día. Demás que se recelaba de los otros Reyes Moros de España, no fuesen en ayuda del mismo Zaen contra los Cristianos, por ser esta guerra contra la común libertad de ellos. Considerando pues estas, y otras causas, que para darse mayor prisa, a abreviar esta empresa tenía, mandó convocar cortes para el reyno de Aragón en Zaragoza: para donde se partió, en llegar el plazo, de Tortosa a fin de representar a los principales y barones, y a las ciudades y villas Reales, la necesidad grande que se ofrecía para llevar adelante, y no desistir desta guerra. Puesto que antes de comenzar las cortes pareció a los del consejo se publicase el edicto para todos los grandes y barones, que habían tomado de los Reyes en feudo villas, castillos, y heredades, y los que tenían caballerías de honor por merced de los Reyes: mandándoles que para la pascua de Resurrection, se hallasen juntos en la fortaleza de Enesa. Entrando pues el Rey en Zaragoza, luego fueron con él don Fernando su tío, y los del Real consejo don Blasco de Alagón, don Ximeno de Vrrea, don Rodrigo Liçana, don Pedro Cornel, que para esto fue llamado de Burriana, García Romeu, y don Fernando de Azagra señor de Albarracín hijo de don Pedro, y otros Barones del Reyno, con los síndicos de las ciudades y villas Reales. Los cuales se congregaron y entraron en Zaragoza con grande aparato, pensando que las cortes habían de durar mucho tiempo: pero apenas pasaron ocho días, después de comenzadas, cuando llegó nueva de Enesa, como el capitán don Bernaldo Guillen, quebrantado de tantos trabajos y cuidados que en la defensa de Enesa había padecido, adoleció de tan recias calenturas, que murió dentro de pocos días. Con esta nueva se entristeció tanto el Rey, como si realmente fuera su propio padre el muerto. Porque en este grado tenía a don Guillen, y así se lamentaba muchas veces diciendo a voces, que en un mismo día había perdido su más amado pariente, y el más excelente y señalado capitán de toda la Europa. Por lo cual tanto más se dolía de su propia desgracia, por no quedarle ningún otro igual a él en armas, ni en fidelidad y valor, así para encomendarle la defensa de la fortaleza de Enesa, como para llevar adelante la conquista de Valencia.


Capítulo II. Que los del consejo fueron a consolar al Rey por la muerte de don Guillen, y de lo que don Fernando le dijo por que desamparase a Enesa, y de lo que le respondió el Rey.

Como don Fernando y los del consejo entendieron el sentimiento grande y extremos que el Rey hacía por la muerte de don Guillen, determinaron de ir a palacio para consolarle muy de veras: pues con la nueva del muerto quedaba ya extinta la envidia que le tenían, y (como es propio de envidiosos) convertida en compasión y lástima. Llegados ante el Rey, con muestras de muy grande sentimiento y dolor de la nueva: comenzaron de alabar muy mucho al muerto, encumbrando sus heroicos y esclarecidos hechos hasta las nubes, y que por ellos, y ser quien era, se le debían obsequias Reales. Y que pues a tan heroicas y Cristianas obras, y tan dedicadas al ensalzamiento de la fé y religión católica, como don Guillen había hecho en su vida, no podía dejar de corresponder la eterna y celestial gloria: se consolase su Majestad Real, y mitigase su dolor y tristeza que sentía de la nueva. También comenzaron a tratar de quien le había de suceder en el cargo, si la guerra había de pasar adelante. Y sobre esto don Fernando que siempre se preció poco de hacer cosa buena, fue de parecer con los demás del consejo, y así lo explicó. Que la fortaleza de Enesa se debía desamparar, y retirar de allí al ejército. Porque habiendo perdido a un tan gran capitán, tan valeroso y diestro en vencer y ser temido de los Moros, como don Guillen, se podía muy bien creer, que se atreverían los Moros a venir de nuevo con mayor ejército que antes para asolar la fortaleza, y hacer pedazos a los que hallarían en guarda de ella. También por escusar tantos, y tan excesivos gastos como se hacían en sustentarla, que ya no quedaba cosa por empeñar del patrimonio Real. Principalmente por quitar la ocasión de poner en peligro la persona Real, pues se veían los peligros en que tan arrojadamente se ponía de cada día con los Moros, para caer en mano dellos, y poner en confusión a todos sus Reynos. Pues como todos aprobasen el voto y parecer de don Fernando, y deseando que el Rey pasase por ello, mostrasen no querer oír réplica: encendiose el buen Rey en tanta cólera, que revolviendo los ojos airados sobre todos ellos, y dando muy grandes señales de su magnanimidad y valor, mostró quererles decir lástimas: pero se moderó, y respondió con mucho asiento. Que nunca Dios quisiese, que su empresa buena: y para tan buenos fines comenzada: de la cual, aunque con mayores ocasiones, ni se apartó antes, ni quiso dejar de proseguirla: que agora con tan prósperos successos la dexasse: y que la fortaleza, que con el ayuda de las ciudades había edificado, y con la sangre de los suyos tan gloriosamente defendido, la desamparase para perpetua ignominia suya y de su ejército. Mayormente por haberla dedicado, después de hecha, para defensa y guarda del Templo, que a honor y gloria de la virgen y madre nuestra señora de la Merced allí se edificaba. Sin esto que lo mucho que lo movía para haberla de conservar era, no solo la oportunidad del lugar tan cercano a la ciudad, pero la reputación y opinión del, por haber allí los suyos con tanta gloria y fama roto y postrado las fuerzas y ejército del Rey de Valencia, delante de sus propios ojos, y también mostrado cuanto mayores son las de los Cristianos, pues tan pocos vencieron a tantos. Demás que para ir de cada día oprimiendo al enemigo, y arrinconando la ciudad, así talándole su cultivado campo, como haciendo en él tales y tan buenas presas, que podía muy bien el ejército mantenerse dellas, y con esto excusar los excesivos gastos de antes: ningún otro lugar había en el Reyno más acomodado que aquel. Y así concluyó su respuesta: que por lo mucho que tocaba a su honra, y reputación de su ejército: no solo cumplía sustentar la fortaleza, y emplear todo su poder en conservar lo que hasta allí se había ganado del Reyno: pero que era necesario sacar nuevas fuerzas para pasar adelante, hasta tomar la ciudad, y salir con toda la empresa.


Capítulo III. Del riesgo que aquel día pasó la empresa de Valencia, y que los Reyes no se han de remitir en todo al parecer de otros sin dar el suyo, y de como el Rey vino a Enesa.

Acabada de dar por el Rey su respuesta, y solución a las razones de don Fernando, ninguno fue más osado de replicar, ni contradecirle así de temor por verle tan airado contra ellos como por la mucha razón que le sobraba en cuanto decía. Con todo esto se vio aquel día, la empresa de Valencia en un tombo de dado, que dicen, y en tan grande riesgo, que llegó a punto de ser desamparada, y perdido todo lo ganado. Porque se vio en cuan poco tuvieron la honra y cosas del Rey sus consejeros. Cuya flojedad y determinación o por sus particulares intereses, o por que les parecía aquello lo mejor, sino fueran vencidas con la incomparable constancia y magnanimidad del Rey, no solo hubieran causado el no pasar adelante esta guerra: pero aun si se estuviera al voto y parecer dellos, se hubieran desamparado las plazas ya ganadas, y retirado de todo el Reyno el ejército. Por donde es grande lástima y mancilla de los Reynos, ver a los Reyes y Príncipes en las cosas muy graves del gobierno, remitirse en todo y por todo al voto y parecer de otros, sin decir ni de liberar cosa por el suyo propio. Siendo así que los Reyes, con el cetro (sceptro) que reciben de la mano de Dios por quien reinan, se les comunica algo de lo divino para bien regir. Y que en siendo Reyes pueden discurrir más que otros, y casi adivinar lo venidero. Pues no debalde dijo a este propósito Salomón, que el corazón de los Reyes está en la mano de Dios: de cuyo favor viene, que tenga cada reino su particular ángel tutelar por custodio, y es cierto que este acompaña al Rey y endereza a buenos fines su regimiento. Y así debe el Rey, oídos los pareceres de todos, proponer el suyo, y hacer él la deliberación, aunque sea contra el parecer de muchos. Porque este mismo instinto y modo de deliberar sus cosas, siguió este gran Rey: cuyas empresas y jornadas, puesto que por los de su consejo eran reprobadas, y condenadas, y muchas veces reídas: vemos que por encomendarlas siempre a Dios, puestas por su parecer en ejecución, todas le sucedieron tan felizmente, que para siempre serán admiradas. De manera que con solo Fernán Pérez Pina Aragonés, y Bernaldo Besalú Catalán, barones valerosos y bien ejercitados en guerra, que aprobaron su parecer entre los del consejo, determinó partirse para Valencia, derecho al castillo de Enesa, con don Ximeno de Vrrea , y cincuenta caballeros. Puesto que sin ser llamados, don Fernando con los de su voto le siguieron todos. Llegando a Enesa entró luego en el templo de nuestra Señora, que aun no estaba acabado, y dadas gracias a ella porque le había tenido de su mano, para no dejarse convencer de los suyos, fue a visitar el sepulcro donde estaba depositado el cuerpo de don Guillen, y lloró muy tiernamente sobre él, y mandó mudarle a otra parte del Templo, donde estuviese más honrosamente, a causa de que por la fama de su gloriosa victoria y hechos contra Moros, era muy visitado y casi venerado como santo, hasta que le llevaron al monasterio y Abadía de Escarpe de frayles Bernardos en Cataluña, no lejos de Lerida, a donde por su testamento se mandaba llevar a sepultar.


Capítulo IV. De las mercedes que el Rey hizo al hijo y parientes de don Guillen, y de los capitanes que nombró por guarda de la fortaleza, y del juramento que hizo de no partirse de ella.

El día siguiente después que el Rey llegó a Enesa, hizo venir ante si a don Bernaldo Entensa hijo de don Guillen, mozo de XI años, a quien siempre llevaba en su servicio, y le amaba como a su padre, y por más honrarle le armó caballero de su mano, con toda la solemnidad y ceremonia que usara con su hijo propio: y quiso que sucediese en todas las tierras, villas y lugares de su padre, con las demás mercedes, y caballerías de honor que a parte le había dado. También a don Berenguer Dentensa propinco deudo de don Guillen, por ser tan buen capitán, y haber sido compañero de don Guillen en aquella memorable batalla contra Zaen, nombró por general del ejército, y alcayde de la fortaleza dándole por conjunto a don Guillen Aguilon, con las compañías de los caballeros del Ospital, y del Temple, y de los Comendadores de Vcles y Calatrava, que ya de antes estuvieron allí en guarnición. A los cuales dejó provisión de armas y vituallas para muchos días, con lo demás necesario para sustentar el ejército. Y esto hasta la primavera: cuando volviera sin falta con mucha más gente, para poner el cerco sobre la ciudad. Mas luego que se sonó por el campo, que el Rey se iba, y que no volvería tan presto, comenzaron la mayor parte de los soldados que quedaban en guarnición a murmurar de la ida, y señalar que se partiría de allí cuantos quedaban. Porque cuarenta caballeros se conjuraron, y claramente dijeron y un fray Pedro de la orden de sant Domingo, que para decir misa y confesar a los soldados seguía el campo: que si el Rey y los grandes se iban, ellos harían lo mismo, y desampararían la fortaleza: desto fray Pedro dio luego aviso al Rey. El cual lo sintió en el alma, pensando entre si, que desamparada Enesa era del todo perdida la empresa, y que en la hora los Moros de Burriana con toda su comarca, y las demás tierras que había conquistado en el Reyno hasta los límites de Tortosa, se alzarían y cobrarían todo lo conquistado, con mucho daño, y mayor ignominia suya. Y como entendiese que también sería en vano, pensar que con buenas palabras, o con amenazas se refrenarían los soldados (según es intolerable la insolencia y atrevimiento de ellos, cuando se amotinan todos) mandó convocar toda la gente así de a pie como de a caballo en el templo de nuestra Señora, donde poniendo en presencia de todos la mano sobre la Ara consagrada del altar, juró que no desampararía, ni se apartaría Enesa en ninguna manera, y que si no era para mayor beneficio y favor del ejército, no se alargaría hacia Aragón más de hasta Teruel: ni hacia Cataluña pasaría el río de Vldecona, hasta que hubiese tomado por fuerza de armas, o como mejor pudiese, la ciudad de Valencia. Mas porque no pensasen del, que esto lo decía fingidamente, y con fin de cumplirlo, luego entendió en que la Reyna doña Violante con la princesa su hija del mismo nombre, viniesen a residir dentro del Reyno. Con este juramento tan solemne que el Rey hizo, se aquietó todo el ejército, y de ahí adelante se le mostró muy obediente y fiel. Pocos días después desto el Rey fue a Peñíscola por visitar aquella fortaleza. De donde envió al Abad don Fernando a Tortosa, para que acompañase a la Reyna, y Princesa, y las trajese por la vía de Peñíscola, donde se holgó mucho la Reyna, por ver aquel tan extraño asiento de fortaleza, como se ha dicho antes en el libro tercero: de allí pasaron a Burriana, donde quiso el Rey que quedasen: pareciéndole que el buen asiento y alegría de tan llana y fértil campaña les daría contento. Pero la Reyna sobornada por las palabras de don Fernando, procuraba de divertir al Rey de la empresa de Valencia, alegando las dificultades que le habían enseñado: mas aprovechó poco, porque como el Rey entendió la frasi de don Fernando, claramente le respondió que se dejase de porfiar en aquella demanda, que no mudaría de propósito: y así dejándola en Burriana se volvió a Enesa al Puig de santa María, porque así se nombró de allí adelante el monte de Enesa.


Capítulo V. Como Zaen acometió al Rey de partido con ciertas condiciones, que no se aceptaron, y que hubo dello murmuración en el campo, y como Almenara se rindió al Rey.

Por este tiempo acordándose Zaen de la infelice batalla del Puig de Enesa, por haber sido tan ignominiosamente roto y vencido en ella de tan pequeño ejército de Cristianos, estando su Rey ausente: y más viendo que de cada día iba de aumento el ejército dellos: y que estaba el mismo Rey tan puesto en llevar adelante la empresa contra él, que por salir con ella, ni se apartaba ya del Reyno, ni hacía casi del de Navarra que por la muerte del Rey don Sancho le pertenecía: comenzó a temerle muy de veras: y por esto quiso ver si por vía de concierto podría dar fin a esta guerra solo que librase a su ciudad de trabajo, porque del resto del Reyno se curaba poco, a causa de ser Rey nuevo, y que mucha parte del aun no le había dado la obediencia. Y así determinó de ofrecer al Rey partidos y aceptar del qualesquier condiciones que le pidiese. Para esto envió secretamente un Moro noble muy gran privado suyo al campo de los Cristianos, a tratar con el capitán Fernán Díaz hidalgo principal de Teruel, como está dicho, y continuo del Rey, que era muy su conocido y amigo antiguo, sobre negocios de paz, diciéndole como se quejaba mucho de su Rey, porque sin tener causa justa le perseguía y quería despojar de su Reyno, sabiendo cuan bien se lo defendería: pero porque saliese con honra de su empresa, le dijese se contentase con el partido que le ofrecía, como quien partía con él a medias su Reyno. Que le entregaría todos los castillos del Reyno que estaban entre los términos de Teruel y Tortosa, con los de la ribera del río Guadalaviar hasta junto a la ciudad: y más que a sus propias costas le edificaría una bellísima casa como fortaleza en la Saydia, el más alegre arrabal de Valencia, donde pudiese poner su gente de guarnición, y solazarse en ella, con la entrada y salida de la ciudad libre para su persona y criados siempre que quisiese: postreramente que le pagaría X mil besantes cada un año de tributo, solo que quitase todas las guarniciones y gente de guerra que tenía por el Reyno, y se retirase a los suyos. Oídas las condiciones y partidos que Fernán Díaz representó al Rey de parte de Zaen, y vista la impertinencia dellos, luego se entendió, que no las señalaba con fin de cumplirlas, sino para alargar el tiempo de día en día con buenas palabras, hasta que poco a poco llegasen los socorros que de África y de Granada esperaba. Pero el Rey en cosa no vino bien de cuantos partidos Zaen ofrecía, por ser muy impertinentes, y mal regulados. Y así mandó se le diese por respuesta, que él no venía a quitarle el Reyno, sino a sacarlo de las manos del tirano, para restituirlo a Zeyt Abuzeyt su verdadero Rey. No pareció bien a muchos de los señores y capitanes, que no daban en las intenciones de Zaen, la respuesta que el Rey le mandó dar: mostrando como los Reyes sus antepasados, nunca desdeñaban semejantes partidos de paz: y que era recia cosa quererlo llevar todo por punta de lanza. A los cuales por entonces no quiso replicar el Rey: mas de asomarles, que quien podía lo más, no debía contentarse con lo menos, y mal compartido. Entre tanto que esto se trataba en Enesa, acaeció que un Moro que era Alcayde del castillo de Almenara, juntamente con otro principal de la villa, que estaban mal con Zaen, y eran del bando de Abuzeyt, secretamente trataban con el Rey, de entregarle la villa con el castillo, que está en un monte muy levantado e inhiesto sobre ella. Y como estos dos hubiesen ya atraído a su opinión a otros del pueblo que también querían mal a Zaen, fueron a verse con el Rey a Burriana, donde venía muchas veces de Enesa, y otras partes, a verse con la Reyna, y le prometieron para cierto día le entregarían la villa de Almenara con su castillo. Enviando pues el Rey su gente de armas delante para el plazo concertado, luego les fue entregada la villa. De allí como quisiesen subir a tomar la posesión del castillo, en compañía de los de la villa, los del castillo, pensando que venían a tomarlo antes que se diese la villa, comenzaron a tirar muy buenas canteras. Pero como el sota Alcayde supo que con los Cristianos venían mezclados los de la villa, y que el mismo Rey andaba con ellos, luego se le entregó con algunas condiciones que aceptó el Rey. Con las mismas se dieron luego los castillos del Val de Vxò, con la villa de Nules, y el castillo de Alfandech. Los cuales por estar cercanos a Burriana cayeron debajo de la guarnición y gobierno de ella, y con esto el Rey pasó al Puig de Enesa.

Capítulo VI. Que ganados todos los lugares entorno a la ciudad, determinó el Rey poner cerco sobre ella, y como hecha reseña de la gente, confiaba mucho en los Almugauares.

Pasada ya la pascua de Resurrección, como los nuestros volviesen a hacer robos y cabalgadas por el campo de la ciudad, los castillos de Betera, Paterna, y Bulla, se entregaron al Rey con los mismos partidos que poco después (como veremos) los de Silla. De manera que habiendo ya tomado el Rey todos los castillos y torres alrededor de la ciudad, y siendo ya señor de la campaña, determinó poner cerco sobre ella, y cerrarle todas las entradas y salidas. Mostró en esto el Rey su incomparable valor y magnanimidad, teniendo en tan poco, como se vio al enemigo, pues con tan pequeño ejército, que apenas bastaba para tomar una pequeña villa, se atrevió a cercar una tan grande ciudad, fortalecida de tan alto y ancho muro, y tan llena de gente y armas, demás de estar bien avituallada, a causa de haberse recogido en ella muchos principales del Reyno, que seguían la parcialidad de Zaen, con lo mejor de sus haciendas y vituallas, no siendo el ejército Cristiano que salió de Enesa para ello, de trescientos y setenta caballos arriba: y estos contando los que traía don Hugo Folcalquier Vicario del Maestre del Ospital, y un comendador de Alcañiz y otro de su orden con XXV y más don Rodrigo Lizana con XXX, don Guillen Aguilon con XV de los escogidos y probados en la batalla de Enesa. Don Ximen Pérez Tarazona capitán de caballos con ciento y treinta, y los de la guardia del Rey que llamaban los Almugauares: en los cuales estaba la mayor fuerza del ejército, y en quien el Rey mucho confiaba, que eran hasta ciento y cincuenta. De suerte que toda la gente de a caballo llegaba a los trescientos setenta ya dichos, y los de a pie a solos mil soldados, como lo refiere el Rey en su historia. Y con ser tan pocos, no por eso dejó de poner el cerco, confiando del favor de Cristo y su bendita madre, y de la buena querella que por su santo nombre llevaba: también de las compañías de infantería y de caballos que de cada día esperaba de los dos Reynos, con otras de los extraños, que sabiase aparejaban, para venir a hallarse en esta jornada, así de la Guiayna, y de toda Francia, como de Italia e Inglaterra, que llegaron a tiempo de entrar en el cerco. Mas porque de cuantos en su ejército había, de ningunos confiaba tanto como de la compañía de los Almugauares, según arriba señalamos, de los cuales en la historia del Rey se hace mención, y que eran tenidos por los más valientes y fieles, hablaremos un poco de la origen y costumbres dellos, y de su extraño modo de pelear, con tan diferente vestido y trato, en el capítulo siguiente.


Capítulo VII. De la origen y costumbres con el diferente modo de vestir y pelear de los Almugauares.

Los soldados de la guarda del Rey, de quien más se fiaba, y siempre traía consigo, eran los que en Arauigo llamaban Almugauares, nombre impuesto por los Moros, a los soldados del Rey de Aragón que significa, del polvo, como hombres salidos del polvo de la tierra, o de la labranza, para soldados: o por mejor decir, que como en la guerra fuesen estos los más fuertes y valientes de todos, hollaban sus enemigos, y como es manera de decir en arábigo, los reducían en polvo. Estos no eran todos soldados viejos como algunos historiadores creyeron: porque también había bisoños entre ellos: antes eran soldados de a pie robustísimos que los escogían de pueblos montañeses como gente dispuesta, nervosa y membruda, nacidos y criados en el campo, y hechos a los trabajos del. De donde trasladados a la guerra se hacían en invierno y en verano a dormir en tierra y al sereno, igualmente padeciendo frío, calor y hambre. Y de su trato eran gente cruel y fiera, y que de grosera, no solo hablaban poco, pero ni se comunicaba, ni se juntaba para hacer camarada con otros, que con los de su jaez y condición. De aquí era que do estaban recogidos, salían como fieras sueltas a pelear muy alegres y determinados. Llevaban un mismo vestido de invierno y de verano, que lo vestían sobre la camisa, y le ceñían con una cuerda de esparto bien apretada. Y todo él así jubón como las calzas, greuas, y çapatos hasta el bonete era hecho de pieles gruesas de animales: juntamente con su zurroncillo (çurrózillo) que apenas cabía el pan y vino para mantenimiento de un día: no llevaban otras armas que ofensivas, como lanza, espada y puñal, y los más una porrimaça, con las cuales salían a pelear, y osaban esperar y hacer rostro, no solo a los escuadrones de a pie, pero aun a los de a caballo. Porque firmando en tierra el cuento de la lanza, y refirmándola con el pie derecho, encaraban la punta a los pechos del caballo, el cual con su mismo ímpetu y arremetida se la metía por los pechos, y se quedaba en hastado. Y el peón con la destreza de hurtar el cuerpo, se libraba así de la lanza del caballero como del encuentro del caballo. De suerte que su principal ejercicio y destreza en el pelear era, mezclarse con la caballería, y matar los caballos para en cayendo el caballero, ser sobre él, y degollarle, y robarle: y en caso que muerto el caballero quedase el caballo vivo a sus manos, su premio era cogerlo y pasar de soldado de a pie, a hombre de a caballo: pues también había de ellos, como habemos dicho, compañías de a caballo, como de a pie: y que en el uno y otro ejercicio eran diestrísimos, y sobre todo fidelísimos al Rey. Según lo afirma el historiador Montaner en la historia que escribe del gran Rey don Pedro hijo del Rey, donde hablando de las guerras que tuvo con los Franceses en Sicilia, y se sirvió mucho de los Almugauares, refiere como solían decir los hombres de armas de Francia, que tenían en muy poco a los hombres darmas de España, pero que a los Almugauares temían en grande manera.


Capítulo VIII. Como partió el Rey con el ejército a poner cerco sobre la ciudad, y pasó por el Grao el cual se describe, y que llegó a Ruçafa, donde salió Zaen a escaramuzar, y por qué causa no se le dio lugar para ello.

Determinado ya el Rey de partir para poner cerco sobre la ciudad, mandó hacer muestra general del ejército, y hallándole muy en orden y bien armado, el día siguiente por la mañana después de oída misa con mucha devoción, y encomendado su empresa muy de corazón y alma a nuestro señor y su bendita madre partió de Enesa con todo el ejército, muy alegre por la nueva que tuvo en aquel punto, como la Reyna doña Violante había parido al Príncipe don Pedro en Burriana, aunque otros dicen en Barcelona, do quiera que fuese, no por eso dejó de proseguir el Rey personalmente su empresa. Y dejando en Enesa su guarnición de gente para la guarda de ella, que fueron los cien caballos de Teruel, con una compañía de infantería, y a don Berenguer dentensa por general dellos, mandó que marchase el campo por la marina adelante hasta llegar al Grao en el paraje, y a media legua de la ciudad. El cual es un pueblo pequeño junto a la mar, a donde tiene su ataraçanal, y contratación marítima la ciudad: aunque las naves y bajeles grandes que allí se aportan, tienen poca seguridad, por ser toda aquella marina playa bien peligrosa, y de poco fondo, y muy desigual, y así hacen fondo muy adentro en la mar: que por eso llaman Grao a este pueblo, porque su playa está debajo el agua llena de montones, o bancos de arena, que como gradas van a dar en el profundo, y sobreviniendo tormenta, las naves si no se recogen con tiempo en otros puertos, o se echan a la mar dan al través, y se encallan en estas gradas. Hazense estos montones de la mucha arena que el río Guadalaviar que allí junto entra en mar de ordinario trae con sus grandes avenidas, y en tanta manera va cegando toda aquella ribera, que hoy viven los que vieron batir las olas del mar junto a las paredes del Grao, y agora le ven un gran tiro de ballesta alejado de ellas. La misma malicia de de playa hay a las bocas de Júcar, y de allí adelante hasta el cabo Martín junto a Denia, que por otro nombre llaman el cabo de la herradura, hacia el mediodía, dicho así, porque volviendo de allí atrás por la costa adelante al otro cabo que llaman de Orpesa al septentrión, que distan entre si por linea recta XV leguas y por tierra XXV, hace un grande seno y entrada la mar a manera de herradura, cuyo medio viene en frente del Grao: dentro del cual seno y espacio hay muy poco hondo, y aquel desigual, por las causas arriba dichas, de las crecientes arenosas de los ríos que en ella entran. Pasando pues el ejército el río Guadalaviar, mandó el Rey asentar el Real en unos casales, a poco menos de media legua de la ciudad. Donde hizo plantar las tiendas, con fin de aguardar allí la demás gente que esperaba, hasta tener el ejército más lleno para poner el cerco. Luego el mismo día vieron salir de la ciudad un gran tropel de gente de a caballo a vista del ejército, poniéndose muy en orden para pelear. Pero mandó el Rey que ninguno se moviese de su puesto, hasta hecha señal por el maestre de campo, por no venir a las manos con el enemigo antes de tener la tierra conocida y los pasos de ella: lo cual entendido por los moros, se volvieron a la ciudad. El día siguiente por la mañana, los Almogávares no embargante el mandamiento del Rey, pareciéndoles se le hacía mayor servicio en no perder alguna buena ocasión, se salieron de su puesto, sin que el Rey lo supiese, y se fueron para Ruzafa, arrabal muy poblado que está poco menos de quinientos pasos de la ciudad, con fin de saquearlo. Como lo supo el Rey, mandó que todo el campo se pusiese en armas, y se allegase al arrabal, temiéndose que en ser descubiertos del muro los Almugauares, se podrían ver en muy grande aprieto, y pagar bien su atrevimiento, si no les acudiese socorro. Y fue así que en el punto que fueron descubiertos del muro, Zaen salió a dar en ellos, con cuatrocientos caballeros, y X mil infantes. De estos hasta número de 40, se echaron por unos campos habares (hauares) adentro, que estaban regados, a coger habas: por ventura para dar ocasión a que se trabase (trauase) alguna escaramuza. Como los vio don Ramon Abellán (Auellan) Comendador de Aliaga en la tierra de Aragón de los del Hospital, y también Lope de Luesia Aragonés, procuraban a toda porfía que se arremetiese contra los cuarenta desmandados, y se tomasen vivos para saber dellos la intención y designios de Zaen, y el número de gente que tenía. Pero no quiso el Rey consentir en ello: porque el ejército aun no tenía su asiento fortificado, ni hecho sus palenques y fuerte do recogerse con el bagaje, para ponerse en defensa, en caso que el enemigo prevaleciese. También porque recelaba que los Moros yendo descalzos, adrede habían regado los campos para poder mejor pelear que los nuestros calzados por el agua, demás que la salida de la escaramuza sería difícil y peligrosa, a causa de las muchas acequias que atravesaban por diversas partes, y para los que no sabían los pasos de la tierra, sería poner así a los de a pie como a los de a caballo en muy gran enredo y trabajo. En esto se pasó todo el día, estándose los dos ejércitos mirando el uno al otro a un tiro de ballesta, sin darse más ocasión, ni señal para pelear: antes Zaen en hacerse noche recogió su gente, y se metió en la ciudad. También el Rey con todo el ejército se retiró a Ruzafa, que ya estaba hecha un fortificado Real, cercado de una buena empalizada, y al embocadero de cada calle su enmaderamiento de tablas con sus cestones. Diose la guarda de aquella noche con el nombre a cincuenta de a caballo de los más escogidos. También por la mañana se consultó sobre el auituallamiento, y provisión del campo. Pero hubo poco que pensar sobre ello, porque los mismos Moros de Ruzafa, y de los otros arrabales, y alquerías, que llaman, de la huerta y vega, traían todas las provisiones y vituallas que tenían a vender a muy barato precio, por no esperar a que los soldados se las tomasen por fuerza, y les diesen a saco las casas. Además de esto que de Enesa y Burriana llegaba por mar de cada día, de donde también proveían de armas y aparejos para las machinas y trabucos que se armaban para el cerco. Mas el día siguiente, ni otros cinco después, Zaen ni su gente no parecieron, ni salieron a escaramuzar. Desto se maravillaban mucho: porque como Zaen fuese animoso y ejercitado en guerra, y llevase a los nuestros por entonces aventaja en gente, parecía que con grande mengua suya rehusaba de salir a pelear: según que en otras ocasiones, como dijimos en el precedente libro, que se le habían ofrecido para pelear muy a su salvo, también había rehusado lo mismo, y dejamos para este lugar el declarar la causa dello. La cual fue no por negligencia, ni cobardía suya, sino de puro recelo y temor que de los suyos tenía, a causa que como fuese tirano, y hubiese echado del Reyno a Abuzeyt Rey bueno, había agraviado a muchos, y así tenía no pocos enemigos dentro de la ciudad, señaladamente los que seguían la parcialidad de Abuzeyt que eran de los principales de la tierra. Porque estos aunque callaban y disimulaban, todavía estaban con ánimo de hacer salto contra Zaen, siempre que alguna buena ocasión se les ofreciese. Por eso temía Zaen de salir a las escaramuzas, porque si le llevaban de vencida los Cristianos, no le hiciesen pedazos los suyos, o le entregasen vivo al Rey enemigo. Y así procuraba Zaen secretamente, como dijimos, de entregar por concierto la ciudad, sino que se le daba poco oído, por ofrecer partidos impertinentes, y también porque le animaban mucho los de su parcialidad y bando a que se entretuviese, confiados de los socorros que adelante diremos.


Capítulo IX. De los Prelados, señores, y Barones, y de las ciudades y villas, con la diversidad de naciones, que acudieron al cerco de Valencia, y del modo como eran alojados en el campo.

En este medio acudían los Obispos y Prelados de los dos Reynos, cada uno con la gente, o dinero que podía como fueron el de Zaragoza, Tarazona, y Huesca de Aragón, el Arzobispo de Tarragona, y obispo de Barcelona, Girona, Lerida, y Tortosa de Cataluña. También los señores y Barones de los dos Reynos arriba nombrados con la gente de a caballo, y de a pie, conforme a la posibilidad de cada uno. No faltó gente de castilla, señaladamente los comendadores de las órdenes de Vcles y Calatrava, los que pudieron, por llevarse los demás el Rey don Fernando de Castilla para la guerra que hacía por este tiempo contra los Moros del Andalucía, y les ganó a Córdoba y Sevilla. Asimismo se juntaron con estos los comendadores mayores de las mismas órdenes del Reyno de Aragón, el de Montalbán, y el de Alcañiz, trayendo todos muy escogida caballería, y otra gente consigo. Demás destos llegaron las compañías de infantería hechas por las ciudades de Teruel, Daroca, Tarazona, Borja, Calatayud, Zaragoza, Huesca, Lerida, Tortosa, y Barcelona: cada una por si, con el mayor poder y aparato que podía. Tras estos llegó el Arzobispo de Narbona llamado Pedro Aymillo, de los más nobles y más poderosos caballeros de la Guiayna. Porque sin el Arzobispado, era señor de muchos pueblos, como se le pareció, pues trajo a su sueldo para esta guerra cuarenta caballos ligeros, y seiscientos infantes. Cuya venida fue al Rey gratísima, porque trajo más gente que ningún otro grande de sus reynos. Finalmente acudieron otros muchos caballeros de Francia, Inglaterra, y de Italia, que movidos por la fama del Rey, y de su católica y tan santa empresa, venían muy de buena gana a favorecerle con sus personas y gente. Según que en las historias de los Ingleses se halla, que Enrico tercero Rey dellos envió gran número de soldados para esta conquista. Y lo mismo se halla de los Franceses, por orden del Rey Luis el santo, que para contra Moros nunca faltaba. Por donde aumentando de cada día el ejército, determinó de no quedar más en el arrabal, sino llegar de hecho a poner cerco sobre la ciudad. Con esto los Moros acabaron de encerrarse para padecer los miserables trabajos que pasan por los cercados. Pues como venían las compañías de las ciudades, así se guardaba el orden con ellos en lo de los alojamientos, es a saber, los que más tarde llegaban, su alojamiento era más cercano a la ciudad. Porque las compañías y gente de Barcelona, que vinieron por mar con muy grande y suntuosísimo aparato de gente, armas, y machinas, y llegaron últimos, fueron alojados más propinquos a la ciudad, a manera de penitencia por la tardanza. Venían todos tan ganosos de servir al Rey, y de ganar honra en esta jornada, que ninguna diferencia, ni distensión se movió sobre los alojamientos: lo que en todas las guerras y asientos de Reales suele ser negocio bien debatido y reñido.


Capítulo X. De la consulta que hubo por cual parte del muro acometerían la ciudad, la cual se describe, y de las razones del Arzobispo de Narbona y de las del Rey sobre ello.

Estando ya repartido el ejército, y asentado el cerco sobre la ciudad a medio tiro de ballesta, con las máquinas y trabucos armados y puestos en orden para batirla: moviose plática por vía de consulta delante del Rey por los principales Capitanes del ejército a quien mandó congregar a consejo: para entender, por cual parte del muro sería mejor comenzar a batir la ciudad. Porque por ser muy grande y bien entendido el asiento y rodeo de ella, no se podía cercar del todo, ni dar juntamente los asaltos por diversas partes: si sería mejor reconocer las más flacas, y acometer por ellas. Estaba la ciudad puesta en llano, casi en forma redonda, y tenía en circuytu poco menos de media legua. La cual entre otras se mandaba por cuatro puertas principales. La primera se decía de la Boatella puesta entre mediodía y poniente. La otra siguiendo a la mano izquierda, que decimos de Baldiña, hacia el Septentrión. La tercera al levante debajo una muy alta y ancha torre, que hoy en día de llama del Temple. La cuarta hacia el mediodía llamada de la Xerea. Entre esta y la de la Boatella, había muy grande espacio y distancia, y en el medio un cantón, o punta de muro muy salida que encierra la área y patio donde está hoy fundada la insigne Academia y célebre Universidad de Valencia, de la cual se hablará en el libro siguiente. Extendíase esta punta, o salida hacia la mar en aquella parte donde estaba alojada la mayor fuerza y cuerpo del Real y ejército: y que por la mucha distancia que había de la una puerta a la otra, sin ninguna, o muy pocas torres en medio, era aquella parte del muro desierta, y con menos gente guardada que las otras. De manera que oída la relación que del asiento y postura de la ciudad se hizo, el Arzobispo de Narbona, que como dijimos, era muy experto en guerra, porque en su mocedad la había seguido mucho con los Reyes de Francia: preguntado de su parecer, dijo, Que las machinas y asaltos sería mejor encararlos a la puerta de la Boatella, que a otra parte del muro: porque sería más fácil a los combatientes dar sobre las puertas de madera, y romperlas, y quemarlas para facilitar la entrada, que no quebrantar el muro de dura piedra, estando en parte a donde antes de ser vistos, ni sentidos los enemigos podían salir de la ciudad, para dar sobre el Real improvisadamente, y muy a su salvo recogerse. Por que con dejar buena guarda los de dentro en aquella parte del muro por hacer rostro, y resistir a la batería: podía salir todo el resto del ejército de Zaen por las cuatro puertas, y tomar el campo del Rey por las espaldas, y confundirlo todo. Como el Arzobispo hubo dicho, y a todos pareciese también, que ya casi se conformaban con su voto: el Rey fue de contraria opinión: y la esforzó con harto más eficaces razones que las del Arzobispo. Mostrando como con mayor comodidad, y más a su salvo del ejército, se podía batir aquella parte del muro, que no la puerta de Boatella. Lo primero, por estar aquella parte angular guarnecida de poca gente, y menos puesta en defensa, y también muy apartada de las dos puertas:por donde no se podían hacer ningunas súbitas salidas de gente de la ciudad contra el ejército y machinas, que no fuesen mucho antes descubiertos por los centinelas, para poderles ir al encuentro. Lo segundo porque aquella parte de muro no tenía torres salidas para fuera, y por eso no podían los de dentro sino de derecho en derecho, y no por los lados, ni de través, dar con las saetas, ni otras cualquiera armas en los del ejército: sino que con la salida de la esquina era forzado que los que estaban en defensa, se dividiesen unos de otros, y que ni hubiese lugar para ser muchos de cada parte, ni que viesen los unos el peligro de los otros, ni se pudiesen valer: y así habría menos resistencia al batir del muro. Lo último que estando el ejército en aquella parte más propinco a la mar, era cierto que defendería mejor las vituallas con lo demás que se le trajese por mar, sin que los enemigos lo pudiesen saltear, ni aprovecharse de ello. Finalmente para mejor impedir que el socorro de allende que esperaban los enemigos, no se juntase con la ciudad, sin ser antes descubierto y destoruada su desembarcación, y con esto acabó su dicho.


Capítulo XI. Como prevaleciendo la opinión del Rey se batió la ciudad por la parte que señaló, y se llegó hasta agujerear el muro, y como se tomó el pueblo de Silla a partido.

Oídas por los del consejo de guerra las razones de ambas partes, hallaron que en todo prevalecía las del Rey, y con esto fueron de parecer que la batería y asalto se diese contra la esquina del muro. Lo cual se puso luego en ejecución con muy grande diligencia y porfía de los soldados: fortificando cuanto a lo primero el Real con buena empalizada y cestones para defenderse de las repentinas salidas y arremetidas que podían hacer los Moros contra él. Y con esto llevando siempre adelante las trincheras y ganando tierra, comenzaron a asestar las máquinas y sus tiros de grandes piedras la parte de la esquina: juntamente con las pequeñas que llaman mantas, y en Latín testudines: cuyo uso fue en la presa de la ciudad de Mallorca muy acertado. Podían muy bien las máquinas grandes: aunque de lejos, asestar sus tiros de piedras contra el muro, y más a dentro sobre las casas de la ciudad haciendo notable daño en ellas: pero para las mantas era muy dificultoso el allegarlas, a causa de las dos grandes acequias, o valles de inmundicias de la ciudad que concurrían junto al muro, el uno que venía de hacia la Boatella, y el otro de hacia la puerta de la Xerea que servían de foso, y se juntaban delante la punta del muro, y no había más de una puente pequeña sobre la junta de las dos acequias, por donde era imposible pasar las mantas, por cuanto al pasar se encaraban así bien los del muro a dar sobre ellos con piedras y saetas, que atemorizaban y causaban muy gran daño en los que ayudaban a llevarlas. A esto acudió el Rey con su buen ingenio en disponer por detrás de las mantas, y por los lados, buenos ballesteros que se encarasen con mucha atención contra los que de lo alto del muro disparaban, para que uno a uno diesen en los que se asomasen. De manera que con ser pocos los del muro, por su estrechura, con la buena maña y encaramiento de los ballesteros, los hicieron menos: y así cesando la resistencia, pasaron las mantas por la puente adelante; y luego con la industria de unos soldados de Lerida, que en esto eran diestrísimos, y en la presa de Mallorca, y en la de Ibiza (como se ha dicho) fueron siempre los primeros en los asaltos y roturas del muro: allegaron con las mantas a tocar con él. El cual fue luego con picos, y con sal y vinagre en tres partes agujereado, hasta que pudo haber entrada para un cuerpo de soldado por cada agujero. Esto fue hecho con tanta presteza, por complacer al Rey, que de lejos a voces los animaba: que visto el servicio dellos, y en cuan poco tenían la vida solo le contentasen, prometió de remunerarlas harto bien, como lo cumplió después muy aventajadamente. Entretanto que esto pasaba, y los de la ciudad, sintiendo el daño del muro, acudían a fortificarlo: Don Pedro Fernández de Azagra, y don Ximeno de Vrrea con su gente de a caballo, y cuatro compañías de infantería, con dos máquinas pedreras, se fueron a Silla, mediano pueblo, a dos leguas de la ciudad a la parte de medio día: y llegados asentaron con grande presteza las máquinas, y batieron el muro con algunos asaltos que por las partes más flacas del comenzaron a dar los soldados. Pero los de dentro confiados de que Zaen les enviaría luego socorro, se defendieron valerosamente ocho días enteros. Pasados estos, y no llegando el socorro, se entregaron con estas condiciones. Que no fuesen saqueados, ni echados del pueblo: que pagarían los gastos del cerco, y darían perpetuamente tributo al Rey: al cual y no a otro, se darían. Luego despacharon los Capitanes para el Rey, avisando del entrego y condiciones. El cual holgó mucho dello, y envió a decir a los de Silla, con la patente firmada de su mano, que se contentaba de los conciertos: que se diesen, que los recibía debajo su amparo y protección, y así se dieron.


Capítulo XII. Como la armada de Túnez llegó a la playa de Valencia, y de las prevenciones que el Rey hizo contra ella, y lo que hicieron los del campo en burla de los de la ciudad.

Volviendo al combate de la ciudad, con el cual llegaron las mantas tan junto (como está dicho) al muro, que se pudo agujerear, luego los de dentro acudieron con gran presteza a cerrar lo agujereado con tierra, piedras, tablas, y vigas de punta, y atravesadas de manera, que con el concurso de toda la ciudad a remediar el daño, se rehizo, y reparó aquella parte de muro tan fortificadamente, que de allí adelante estuvo más en defensa que lo demás. Con todo esto la artillería de las máquinas y trabucos iba siempre haciendo nuevos daños por otras partes del muro, por divertir a los de dentro. Y pues el Rey tenía ya las espaldas seguras con tan grande ejército, y sabía las necesidades, y hambre que en la ciudad comenzaban a sentirse, creyendo que de si misma se rendiría presto, no la combatía con toda la prisa y furia que podía. Estando en esto, aconteció que arribó a la playa la armada de Túnez con doce galeras Reales, y otras seis fustas, que llaman Zabras, enviadas por el Rey de Túnez en socorro de Valencia. Las cuales a prima noche echaron áncoras en frente del Grao, para dar ánimo a Zaen y a los suyos, y para acobardar a los nuestros. Desto fue luego avisado el Rey a la media noche: y sin decir nada tomó cincuenta de a caballo, con doscientos Infantes, y se fue la vuelta de la marina: donde dejado los de a pie escondidos dentro de unas matas, se puso con los de a caballo detrás de unas chozas de pescadores no lejos de la marina, teniendo sus espías junto al agua: para que en saltando algunos de la armada en tierra, fuese luego sobre ellos, por prender algunos, y entender dellos que tanta sería la gente que venía en la armada. Juntamente despachó de allí dos de a caballo por la costa adelante, para avisar a los de Burriana, Peñíscola, Tortosa y Tarragona, de la venida de la armada de Túnez, y que estuviesen a punto con las galeras para correr por la costa a defender los lugares marítimos. De manera que los de Túnez dieron noticia de su venida a la media noche con grandes lanternas y Fanales, con muchas llameradas, y grande estruendo de atambores y trompetas, para ser sentidos de los de la ciudad. Los cuales descubiertas las lumbres, y oída la música, conociendo ser la armada y gente de Túnez, y teniendo por cierto que por ellos serían socorridos y librados del cerco, respondieron con la misma salva, y estruendo de trompetas y añafiles, notificando como daban señales de obediencia al Rey de Túnez como a su verdadero señor, y libertador de la patria. Lo cual visto por el Rey, envió a mandar al ejército que hiciesen otro tanto en el campo, y con mayor alegría y estruendo. Y que llevasen toda la noche lumbres haciendo hogueras entorno de la ciudad, en tanto que se detuviese la armada en el mismo puesto, para que entendiesen los cercados, que los del campo no ignoraban la venida de la armada, y socorro de Túnez, y que no desmayaban por ello. Dice se que la siguiente noche, se hicieron en el Real ciertos instrumentillos de fuego, que vulgarmente llaman cohetes. Los cuales dado fuego y echados en alto caían como rayos, y reventaban como truenos dentro la ciudad. Destos echaban tantos en el campo, que se dice, que los Moros viendo aquellos como monstruos de fuego, se atemorizaban, y los tuvieron por ma agüero. De aquí quedó en la ciudad, lo que después de tomada ella se ha continuado hasta nuestros tiempos en cada un año, hacer gran fiesta la víspera del glorioso mártir sant Dionis, con el estruendo de trompetas y atambores, y el jugar de cohetes y otros fuegos, tomando ocasión de aquella noche, que apareció la armada de Túnez, y fiesta que en la ciudad, y en el campo de los Cristianos se hizo a causa de ella. De suerte que la esperanza que la ciudad tuvo de ser descercada con el socorro de los de Túnez, con la buena diligencia del Rey que les impidió la desembarcación, se deshizo, y con la arrebatada partida de la armada desvaneció del todo. Porque a dos días que estuvieron surgidos en la playa, como ninguno de la ciudad vino a ellos, se fueron costeando la vuelta de Peñíscola: donde como desembarcasen algunos a hacer agua en la fuente de la villa, pensando que aun estaba por los Moros, fueron luego sobre ellos Fernán Pérez Pina y Fernando Ahones Gobernadores de ella con la gente de guardia, y a buenas lanzadas los echaron de la tierra. Pasando más adelante al puerto de los Alfaques saltaron en tierra. Mas los de Tortosa que ya estaban avisados salieron a ellos, y viniendo a las manos mataron xvij de ellos, y a los demás hicieron embarcar a más que de paso. Pues como vieron los del armada el ruyn efecto de su navegación, mudaron de propósito, y se volvieron a Túnez.

Capítulo XIII. Como idos los de Túnez proveyeron los de Tortosa el campo de vituallas, y que los Moros volvieron a las escaramuzas, y ganaron una los Aragoneses y Catalanes, y perdieron otra los Narboneses.

Partida la armada de Túnez, y quedando el mar seguro, luego los de Tortosa proveyeron por mar al campo de pan, y otras vituallas: con las cuales y de la misma tierra había tanta hartura en él, que para según era grande, fue cosa bien de maravillar. Porque creció de manera que llegó a mil caballos, y 60 mil infantes. Pues como anduviese noche y día la batería de las máquinas y trabucos con grande furia haciendo su oficio contra la muralla y casas por la misma parte del ángulo, los de la ciudad por divertir a los nuestros de tan continuo batirla, volvieron a las escaramuzas, y así comenzaron muchos a salir fuera por la puerta de la Boatella, donde había muy grandes aparatos dentro para su defensa. Haciendo pues los Moros sus arremetidas contra las máquinas, con sus alcancías y granadas de fuego para quemarlas, y acudiendo al mismo tiempo los del muro a disparar sobre los nuestros: fue tanto el debate de ambas partes, que a la manta que antes sirvió para agujerear el muro, y de nuevo volvía para hacer lo mismo, hecha pedazos la hicieron retirar, con muchos heridos de los que en ella iban. Esto pudieron hacer los del muro muy a su salvo, porque con la repentina venida de los Moros a escaramuzar se divertio el campo del combate, de tal manera que dejaron de tirar a los del muro por dar sobre los Moros, ya cuando ellos se iban con buen orden retirando, y por aquella vez los nuestros no los siguieron. Acaeció de ahí a dos días, que ciento de a caballo de los nuestros arremetieron juntos contra un gran tropel de caballos que salieron de la ciudad a dar sobre el Real, y haciéndolos retirar por la puerta de la Xerea a dentro, que no estaba con mucha guarda, se entraron mezclados con los Moros: y matando xv de ellos, se volvieron sin faltar ninguno al Real, que fue cosa harto señalada, y bien alabada por el Rey. Al cabo de tres días pretendieron hacer lo mismo los cuarenta caballos del Arzobispo de Narbona, con algunos otros de la Guiayna, no sabiendo el engañoso arte de pelear de los Moros jinetes. Los cuales tenían por costumbre de arremeter con grande alarido contra sus enemigos, y luego como quien vuelve las espaldas fingían huir, para con este ardid atraerlos a que se desmandasen, y sin orden se arrojasen sobre ellos: a dos fines, o de traerlos hasta dar en alguna celada, o abriéndose en dos alas, revolver a cerrar con ellos, y tomarlos en medio. Saliendo pues desta manera los Moros con grande ímpetu, los Narboneses que los estaban aguardando, sin dar parte al Rey arremetieron para ellos, los cuales les volvieron las espaldas retirándose como quien huye hasta llevarlos junto al muro de la puerta de la Boatella, de donde como estaba de concierto, llovieron tantas saetas y piedras sobre ellos, que casi ninguno dejó de ser herido, y algunos murieron: mas sobreviniendo la noche se retruxeró: quedando los Moros muy ufanos desta victoria. Luego se fue el Rey a ver al Arzobispo, para consolarle, y para tener gran cuenta con la cura de sus heridos.


Capítulo XIV. Que por allegarse el Rey mucho al muro, fue herido en la frente, y como sano volvió presto a las escaramuzas.

Continuando los Moros sus repentinas salidas, pensaron algunos del campo en cogerlos, y así se pusieron en celada detrás de unas caserías que estaban en frente de la puerta de la Boatella, aunque algo apartadas, para en salir luego dar sobre ellos, y seguirlos hasta meterse dentro de la ciudad con ellos. Pues como el Rey, no sin causa se recelase de esta determinación de los suyos: los cuales de confiados que les había de suceder tan bien como a los primeros, se disponían a lo mismo, se puso con muy buen cuerpo de guarda cerca del muro, armado de todas armas, con su yelmo en la cabeza, para impedirles la entrada: donde estando tan fijo, que no eran parte las saetas espesas que disparaban sobre él para removerle de su puesto, acaeció que alzando por descuido la visera del yelmo le dieron con una saeta en lo alto de la frente, por la más extraña manera que jamás se vio en cabeza armada, y aunque no encarnó mucho la herida, pero como saliese sangre, y le diese sobre los ojos, fuele necesario recogerse a su tienda a curarse de ella, y detenerse algunos días sin salir a fuera, a causa de la hinchazón que se le hizo en el rostro, tanto que se le atapó un ojo: de lo cual se siguió grande alteración y sobresalto por todo el ejército, y los Moros, que luego lo supieron, tomaron dello muy grande orgullo. Mas no permitió nuestro Señor que se lograsen mucho dello: porque con el favor divino, y la buena cura de los cirujanos (cirugianos) y médicos, a los cinco días se halló sano, y deshecha la hinchazón sin ningún otro accidente. Con esto no pudo acabar consigo de no salir luego en público, para dar con su presencia ánimo a los suyos, y quitarlo a los enemigos: los cuales ya estaban muy ufanos, y se tenían por descercados, pensando que la cura duraría mucho, y que faltando la presencia Real, ninguna cosa buena haría por si el ejército, y así con las escaramuzas lo confundirían todo. En lo cual no se engañaban del todo. Porque cierto era el Rey como una grande alma, que informaba, y daba casi el ser a todo su ejército. Demás de su universal gobierno que llevaba, al cual siempre estaba intento, y junto con eso, era tan comunicable y afable con los soldados, que tenía especial cuenta con todos. Mayormente con los valientes, y señalados, que a estos llamaba hermanos, y se entremetía en los ejercicios militares y a todo peligro con ellos. Y es cierto lo que de él se escribe, que le acaeció no pocas veces, a un súbito rebato, y tocar al arma a la media noche, levantarse con gran presteza de la cama, y echada una cota de malla sobre la camisa, con su tan preciada espada, que llamaban Tisona, que se la enviaron de Monzón (como él dice) arremeter para los enemigos, y de ahí los suyos viéndole acudir de los primeros, pelear como leones.


Capítulo XV. Como don Pedro Cornel y don Ximen de Vrrea dieron asalto a una torre de la ciudad y fueron maltratados, y el Rey dio otro a la misma, y la quemó.

Andando en estas escaramuzas y asaltos los del campo con los de la ciudad, dos principales capitanes del ejército llamados don Pedro Cornel, y don Ximeno de Vrrea, deseosos de señalarse en esta jornada, se juntaron sin dar parte al Rey, ni a los otros Capitanes, y con solas sus compañías emprendieron de combatir la puerta de la Boatella, pues los Moros habían ya de tal manera fortalecido el agujero del muro, que no se podía por aquella parte ganar tierra con ellos. De suerte que a cabo de tres días que lo pensaron, y aparejaron lo necesario para el efecto, secretamente se levantaron antes del día, y arremetieron con sus máquinas portátiles, como vayuenes arietinos (de los cuales se ha hablado antes) a encontrar con la misma puerta. Pero la hallaron tan firme, a causa de estar de parte de dentro muy fortificada, que no hicieron en ella misma: antes fueron muy mal tratados por los Moros que guardaban la torre, que estaba al lado de la puerta: de la cual echaron gran copia de saetas y piedras, que no les dejaban continuar el combate: hasta tanto que súbitamente fue abierta, y salió un gran tropell de gente de a caballo bien armada, y dio tan descargadamente sobre los nuestros, que les fue bien necesario el retirarse con muy gran daño a cuestas. Esto fue hecho tan de rebato, y tan sin avisar a nadie, que cuando acudió el campo en socorro dellos, ya los Moros se había metido dentro la ciudad, y cerrado la puerta. Lo cual sintió el Rey mucho, no tanto por el daño hecho a los Capitanes y gente de ellos (que esto decía lo habían muy bien merecido) cuanto por haberse así arrojado temerariamente, sin su licencia: y luego mandó publicar el asalto de la misma torre para el día siguiente. Venida la mañana, mandó juntar doscientos caballos, con cuatro compañías de Infantería, y una de las principales máquinas, para que todos juntos a una concurriesen en la batería, sin querer tener en cuenta con la puerta, sino con la torre, dejando apercibido el campo, para en caso que saliesen los Moros a dar sobre ellos por aquella, o por otra puerta, acudiesen, y procurasen de revolverse con ellos, y entrarse juntos en la ciudad, que él haría lo mismo. Más proveyó de una banda de ballesteros que no atendiesen a otro, que a encarar y dar en los que asomasen por las almenas de la torre. Con esto comenzó la máquina a disparar sobre ella: pero la hallaron tan fuerte, y bien apercibida de armas, que bastaban pocos para muy bien defenderla. Porque con solos diez hombres de guarda se defendía a muy grande daño de los de fuera. Los cuales con esto se ensoberbecían tanto, que no solo burlaban de los nuestros: pero teniéndose por muy seguros, cerraron las puertas de la torre por dentro, sin acoger a ninguno de los suyos a que les ayudasen, por repartirse entre si solos la gloria de la defensa, y aun a los de nuestro campo los exhortaban, a que se diesen a merced del Rey, que por ser tan valientes y buenos soldados les haría mercedes; contra estos disparaban más de propósito, y hacían mayor daño en ellos. Viendo esto el Rey, mandó traer fuego de alquitrán, y echar muchas granadas del sobre la torre, y también meterlas por las bocas de las troneras bajas. La cual como estuviese dentro enmaderada, prendió el fuego tan presto, y turbó el grande humo a las guardas de tal manera, que no tuvieron tino para abrir la puerta a los suyos, para que entrasen a socorrerles: sino que el fuego y humo los ahogó, y consumió: y la torre con el gran ímpetu del fuego, a vista del ejército y ciudad ardió, y en un punto se hundieron las obras muertas de ella, con tanta presteza, que no dio lugar a ningún socorro. Por donde los de la ciudad viendo su perdición cierta, hallándose desamparados de todo favor y ayuda: y más que las vituallas y mantenimientos les iban faltando, determinaron rendirse, y para persuadir esto a Zaen, acordó el pueblo de enviárselo a decir con buenas razones, por algunos principales de la ciudad: de tal manera, que en caso que no viniese bien en ello, le forzasen, y aun hiciesen ademán de poner en él las manos: que sería luego todo el pueblo con ellos.


Capítulo XVI. De los embajadores que el Papa y ciudades de Italia enviaron para rogar al Rey fuese a librarlos del Emperador Federico, y como determinó de ir, y la causa porque se estorbó la ida.

Por este tiempo, como la fama del Rey, y gloria de sus memorables hechos volase por el mundo, y fuese celebrado su nombre con título del mejor y más belicoso Capitán de la Europa, y con esto tan pío y católico, que todas sus guerras y empresas eran para más ensalzar la fé católica y religión Cristiana, determinaron el sumo Pontífice Gregorio IX, y ciudades de Italia, de invocar su favor y ayuda contra el impío y cruel Emperador Federico: el cual perseguía con inicua y cruel guerra, no solo a las ciudades de Cremona, Mantua, y Pauia: pero aun las había contra la Sede Apostólica, y amenazaba a toda Italia, la había de poner debajo de su cruel yugo. Pues como llegasen los Embajadores, y entrados ante el Rey notificasen lo dicho: añadieron, que Federico no solo era impío y digno de ser descomulgado, por haber conjurado y tomado armas contra su madre la santa sede Apostólica, y sacerdotes de Cristo: pero aun porque como cruel e inhumano, había puesto las manos en Enrico su propio hijo primogénito, y primo hermano de su Real Alteza, intitulado ya Rey de Romanos: y que lo había metido en cárceles, y privado de la vida y Reyno, por solo que favorecía las cosas del Pontífice. También las ciudades de Milan, Boloña, y Plazencia de las principales de Italia, a quien nuevamente amenazaba Federico, enviaron sus cartas al Rey con las del Pontífice, echándosele a pies, y suplicando, se apiadase de ellas, y tomase a cargo su defensa con la de toda Italia, y del Imperio Romano, porque removiendo del a un tan intolerable tirano, le servirían como a su verdadero Emperador y señor, con gente y armas. Ofreciendo para los gastos de esta empresa luego de presente darle CL mil libras Imperiales. Y para cada año prometían de acudirle con los derechos y rentas ordinarias que pagaban a los Emperadores en la Lombardía de los Alpes a dentro: y que le tomarían por su perpetuo patrón y general Gobernador de todos ellos. Finalmente toda Italia le daría título y renombre de común padre, y libertador de la patria, y sin eso la Sede Apostólica le honraría con el título de Católico defensor de la Iglesia. Oídos por el Rey con toda su Corte los Embajadores, dijo que daría presto la respuesta a su demanda. Y en este medio mandoles hospedar muy espléndida y suntuosamente, y que entretanto que deliberaba la respuesta, los llevasen por todo el Real, para que viesen el asiento y grande aparato del. También mandó juntar el consejo Real y de guerra, donde se hallaron el Rey y la Reyna, y el Arzobispo de Narbona, juntamente con los Obispos de Zaragoza, Huesca, Vich, Albarracín, y los Vicarios de los Maestres del Temple y Hospital, y otros señores de Aragón, y Cataluña, y más los capitanes del ejército. A los cuales brevemente propuso, como se le ofrecía la empresa, y socorro de Italia, y de la Sede Apostólica, al tiempo que tenía la de Valencia en los términos que veían. Por lo cual pedía le diesen consejo sobre cual de las dos proseguiría. Porque si a la una le obligaba el propio interés de su casa y Reynos: a la otra le compelía la defensa de la casa de Dios, que era la Sede Apostólica en la tierra, junto con el universal reparo de toda Italia: que lo mirasen bien, porque sin más réplica seguiría lo que determinasen. Mucho se maravillaron todos de tan alta proposición, mayormente por lo que ya se había divulgado la gran necesidad y estrechura en que estaba toda Italia, y con el encarecimiento que el sumo Pontífice y ciudades pedían el favor del Rey contra el Emperador Federico. Y así como de negocio muy arduo, difícil y dudoso, y en tiempo que parecía no había porque dejar de las manos la empresa que tenía, por cuantas se podían ofrecer en el mundo: estuvieron todos muy suspensos, sin saber a cual parte decantarse. Pero después que se oyeron diversas razones por ambas partes: fue cosa de grande admiración, y como milagro de Dios, la resolución que todos sin discrepar ninguno tomaron en el consejo, y fue: Que el Rey en ninguna manera volviese el rostro a la fortuna: pues se le ofrecía muy favorable y honrosísima para emplearse en cosas tan graves, y de tan memorable empresa, porque ser llamado en tal tiempo para dos tan importantísimos negocios, como socorrer a la Sede Apostólica, y poner en libertad a Italia, sin duda que parecía ocasión que venía por orden y disposición divina, no solo para con su propia mano y armas ganar el título de católico: mas aun para que venciendo al Emperador tirano mereciese el nombre de Augusto, y quedarse con el Imperio. Que no se tuviese cuenta con la empresa de Valencia: pues la tenía en tales términos que apretándola de nuevo, muy brevemente, y casi por horas saldría con ella. Y así con el duplicado título que llevaría de conquistador de dos Reynos, y señor de cuatro, acrecentaría mucho su opinión para llevar el renombre de libertador de Italia. Como esta determinación cuadrase mucho con la magnanimidad del Rey, llegó a términos el negocio, que en el mismo Real capitularon los Embajadores con el Rey, y se hicieron los conciertos siguientes. Que el Rey se obligaba de pasar en Italia con mil caballos ligeros, y con todo el aparato de guerra necesario. Que sustentaría guerra hasta la muerte contra el Emperador Federico, y ciudades que le seguían en las provincias de la Lombardía, Trevisana, y la Romania: siempre que el sumo Pontífice y ciudades de Milan, Boloña, y Plazencia cumpliesen lo prometido, como arriba está dicho. Firmadas las capitulaciones de ambas partes, los Embajadores que habían visto las grandezas del Rey, y cuan corta era la fama del, en respecto de su gran poder y magnificencia, demás de las mercedes y dones que del recibieron: se volvieron muy alegres y contentos por tan cumplido despacho como llevaban a las ciudades. Mas no mucho después, o por la astucia de Federico, que temiéndose de la venida del Rey, volvió fingidamente en gracia del Pontífice: o que por esta misma causa, aliviadas las ciudades de la guerra de Federico, no curasen de solicitar más al Rey, o porque no fue voluntad de Dios, que por emprender guerra ajena, dejase de proseguir la que estaba en casa, paró esta empresa: y así pues cesó la ocasión de Italia, volvió de propósito a ponerse en acabar la de Valencia.


Capítulo XVIII. Del secreto trato que Zaen tuvo con el Rey, y como vino Abuamat a concluir el partido, y de la graciosa justa de dos caballeros Moros con dos Cristianos.
Dixose arriba en el capítulo XV como viendo los de la ciudad su perdición, y por haber el ejército de los Cristianos crecido mucho, y puesto la ciudad en tanto aprieto, habían determinado de hacer embajada a Zaen, como la hicieron, rogándole viniese bien en que se tratase de partido con los Cristianos, por las causas arriba relatadas. Y así oída por Zaen la embajada, mostró tener gran sentimiento de lo que el pueblo le decía. Con todo esto les dijo que pensaría en ello, y les daría muy presto la respuesta. Como viese Zaen la razón que el pueblo pedía, y que a no contentarle se podía ver en algún aprieto de rebelión y motín, dio por respuesta, que pues la voluntad de todos era entregarse a los Cristianos, determinaba complacerles: que confiasen del asentaría lo del entrego de arte que aunque supiese quedar sin Reyno, sacaría algún buen partido para todos. Porque entendía que el Rey Cristiano estaba tan deseoso de ganar la ciudad, y con eso era tan piadoso, que por solo entrar en ella sin derramamiento de sangre, les otorgaría cuantos partidos le pidiesen, que por lo menos les aseguraba las vidas con parte de las haciendas. Quietose mucho el pueblo con la buena respuesta de Zaé. El cual envió luego a Halialbatan Moro nobilísimo deudo suyo, con cartas al Rey para declararle en nombre y palabra suya, y de su hijo el mayorazgo, las condiciones con que se le entregaría la ciudad, si le prometía de las aceptar y cumplir. Oyó el Rey de buena gana a Halialbatan: y vistos los partidos y conciertos que Zaen pedía, ser harto honestos y resolutos, no le pareció por entonces comunicarlos con persona del ejército, sino que en la hora despachó al mismo embajador, respondiendo secretamente, que los aprobaba todos sin excepción alguna. Sospechose luego en el campo que se trataba de concierto con Zaen, y que sería de paz: porque apenas fue llegado el embajador a la ciudad, cuando vieron salir de ella a Abuhamat sobrino hijo de hermana de Zaen, de los principales señores del Reyno: el cual enviando por salvo conduto para venir a hablar con el Rey, se lo otorgó, y por su mandado salieron a recibirle don Nuño, y don Ramon Berenguer de Ager, de los más ancianos y principales del ejército: al cual tomaron en medio, y viniendo juntos, salieron tras ellos dos caballeros Moros con sus caballos enjaezados, y con las lanzas y adargas, muy gallarda y hermosamente puestos. Los cuales, porque no se creyese de los de la ciudad que por estar cercados, y en aprieto, habían perdido nada de su orgullo y brío de pelear, en pasando el río arremetieron juntos hasta llegar a las tiendas del Rey, antes que llegase Abuhamat, y sin apearse desafiaron a dos otros caballeros Cristianos a correr sendas lanzas. Como se adreçassen luego muchos para salir a ellos: don Ximen Pérez Taraçona de la casa del Rey, le suplicó diese a él y a otro su compañero licencia para salir en campo contra los dos Moros. Lo cual quiso estorbarle el Rey, poniéndole delante algunas culpas y pecados, que solo el peso y gravedad dellos le echarían de la silla, y perdería el renombre que tenía de valiente. Como don Ximen Pérez replicase con mayor importunidad, permitiole el Rey la salida. De manera que corriendo las lanzas bajas, el encuentro del Moro fue demanera que don Ximen Pérez voló de la silla y cayó en tierra. Al otro Moro salió don Pedro Clariana, caballero generoso de Cataluña, y comenzando a correr el uno contra el otro, acaeció que el Moro, de miedo, o porque quiera, antes de encontrar volvió las riendas al caballo para la ciudad con tanta velocidad, que por mucho que apretó Clariana por alcanzarle hasta pasar el río, no pudo llegar con él, porque se entró en la ciudad. Desto rieron tanto todos los del ejército, que no hubo lugar para reír la caída de don Ximen Pérez. Luego Abuhamat que había parado por ver el successo del desafío, tomó a su lado al caballero Ximen Pérez, y acompañados de los mismos don Nuño y don Ramón llegaron a la casa que llaman el Real donde los Reyes Moros solían tener su ordinaria habitación y morada, a tiro de ballesta de la ciudad. Pues aunque el Rey tenía también su tienda Real parada en el campo, y estaba allí de ordinario: pero se había por entonces retrahido en la casa del Real, por dar audiencia y tratar con los embajadores más en secreto. Y así llegó Abuhamat y fue recibido del Rey con mucho honor: y dejados a fuera los Prelados con todos los del consejo: el Rey solo con la Reyna, y Abuhamat, y el faraute se encerraron para concluir los capítulos y conciertos del entrego. Y aunque se ofrecían algunas dificultades para bien concluir, pero con el largo poder y secreta comisión que Abuhamat traía para no volver sin cerrar el partido a toda voluntad del Rey, fue finalmente concluido como lo quiso y lo demandó Zaen: y el Rey de parecer de la Reyna que también dio su voto en ello (como la historia dice) firmó el concierto. El cual en suma fue, que entregando Zaen la ciudad con todos los lugares y pueblos que estaban a su devoción, se le permitiese salir de ella con toda la gente de paz y guerra hombres y mujeres, y más toda la ropa y ajuar que llevar pudiesen. Que fuesen acompañados de la guarda del Rey hasta ser puestos en las villas de Cullera y Denia, quedando sola Denia libre para su morada y perpetua habitación de Zaen. Que tornasen cinco días de término para vaciar la ciudad. Con esto despidió el Rey a Abuhamat. El cual vuelto a la ciudad como publicase el concierto, fue por Zaen y por el pueblo con mucho contento de todos aceptado.


Capítulo XVIII. Que sabidas las capitulaciones del entrego hubo en el ejército grandes murmuraciones y quejas del Rey porque se les quitaba el saco de la ciudad y de la satisfacción que el Rey dio sobre ello.

Luego que Abuhamat fue vuelto a la ciudad, mandó el Rey convocar todos los Prelados y grandes con los principales capitanes del ejército en una sala del Real: a los cuales notificó los conciertos y condiciones con que Zaen le entregaba la ciudad y Reyno, y que las había aceptado por evitar los grandes inconvenientes que entendía se habían de seguir llevando el negocio por vía de asalto, y fuerza de armas: y porque redundaba en mayor honor suyo, y salud del ejército echar los enemigos de la ciudad y Reyno, sin derramar sangre, pues quedaba absoluto señor de todo: que les rogaba tuviesen por bueno el concierto hecho, y se aparejasen para entrar a gozar de tan principal ciudad, y ser heredados de la habitación y tierras de ella. Como oyeron esto los capitanes del ejército, vueltos a don Nuño, y a Azagra, Vrrea, y Cornel que eran los caudillos del campo, comenzaron todos a murmurar del Rey y de sus conciertos, y con la mudanza del rostro mostraron cuan mal sentían de ellos: antes se salieron muchos de la sala, y por aquel día, ni se aceptó, ni se respondió al Rey cosa a derechas: sintiéndose mucho los mismos caudillos, así del poco caso que el Rey había hecho de ellos, no habiéndoles dado parte, ni consultado con ellos lo que trataba con Zaen antes de concluir el concierto: como por quedar el ejército defraudado del premio que esperaba por sus largos trabajos de la guerra, con el rico saco y robo de la ciudad. De manera que pasando la queja adelante hablaban muy rotamente del Rey diciendo, que no se hubo así en la presa de Mallorca: pues no habiendo estado el campo sobre la Isla y ciudad más de XIV meses, libremente permitió a los soldados dar a saco la ciudad, de donde volvieron muy ricos a sus tierras: y que en la conquista de Valencia, que duraba ya por cinco años, donde habían padecido tan continuos trabajos, y con tantos peligros ganado ya la mitad del Reyno, y traido la ciudad a términos de entregarse: que les privase del saco de ella, siendo tan rica y bastante para hacerlos bienaventurados, que esto era cosa muy dura, y para tentar la paciencia de los soldados: porque esta era hacienda dellos, y no era de buen capitán quitar a los amigos por dar a los enemigos. Y así como cosa inhumana, y muy ajena de la antigua costumbre y magnanimidad del Rey, se la condenaban por inicua y alevosa. No falta alguno de los autores que escribieron esta historia que sumariamente significa, como toda esta queja de los grandes, y pesadumbre de palabras de los soldados llegaron a los oídos del Rey. El cual envió luego por don Nuño y los demás principales capitanes del día antes, a los cuales congregados en la misma sala, habló de esta manera. No puedo, capitanes míos, dejar de mucho maravillarme de vuestro mal regulado sentimiento, y demasiada soltura de palabras, pues sin discurrir, ni pasar por todo, queréis posponer el bien universal de la guerra, a los particulares intereses y provechos de cada uno: pretendiendo que la conquista de Mallorca y la ocasión tan sobrada que hubo para dar a saco su ciudad, se ha de comparar con la empresa de Valencia, y que valen las mismas razones para la una que para la otra, siendo entre si muy contrarias y diferentísimas. Pues dado que la guerra de Valencia haya durado cinco años y algo más, y la de Mallorca no más de catorce meses, fue esta tan costosa, tan peligrosa y sangrienta, habiéndose perdido en ella, como sabéis, y muerto a mano de los Moros el Vizconde de Bearne, y don Ramón de Moncada, con otros muchos de su linaje: que fue muy justo por la sangre y muerte de estos, se tomase cumplida venganza de los matadores. Y también porque las antiguas injurias y robos que Retabohihe Rey de la Isla y sus corsarios habían hecho contra los mercaderes Catalanes y toda la costa de Cataluña, se recompensasen con darle a saco la ciudad. Lo cual con la conquista de Valencia no tiene semejanza alguna. Pues en ella apenas habéis visto, que ni uno solo de los grandes, ni capitanes que me han seguido en esta jornada haya muerto a manos de los Moros, ni que se ofrezca ocasión alguna de venganza. Antes en todas las escaramuzas que con vosotros han tenido siempre han llevado lo peor, y que solo yo, y don Guillen Dentensa mi tío habemos sido los descalabrados. Demás que en la batalla del Puig de Enesa, con el favor divino, los pocos nuestros no solo vencieron a los muchos dellos, pero aun en el alcance tuvieron riquísima presa y despojos. De manera que si juntáis todo esto con las continuas cabalgadas y presas hechas por los soldados en la campaña y arrabales de Valencia, verdaderamente hallaréis que se igualan, y aun exceden al más rico despojo y saco que podía esperarse de ella. Sin esto creéis vosotros, que el asalto y saco que pensauades dar a la ciudad, había de ser mucho a vuestro salvo, hallándose treinta mil combatientes en ella, que habían de pelear como desesperados por su ley, y por su patria, a vista de sus hijos y mujeres? Podía ser esto sin mucho derramamiento de sangre de Cristianos? Pensáis que esta ciudad es como las otras que con solo entrarlas son ya vencidas? Sabed que tiene dentro de si otra no menor defensa que la del muro: pues con abrir los albañares, o madres, que dicen, por las calles, no solo refrenaran el ímpetu de los de a caballo, pero a los de a pie pondrían en mayor aprieto, echándolos cada vecino desde su puerta a bote de lanza en los albañares, y las mujeres desde sus ventanas hundiéndolos a pedradas: para que de esta gran matanza, y corrupción de cuerpos como de esto sucedería, otro no se siguiese, que una cruel pestilencia, cual fue la de Mallorca. Pues si me decís, que bastará para los Moros asegurarles la vida, y que se vayan desnudos: como esto no se pueda acabar con ellos: o lo atribuyáis (atributeys) a su generoso ánimo, que más presto quieren quedar sin vida que sin alguna hacienda: o se la concederéis, por hacer buena mi liberalidad y clemencia. Porque enviarlos desnudos sin ningún refrigerio, sería condenarlos en vida a una tan vil muerte como nace de la demasiada pobreza. Suplirá pues la falta del saco, para los principales de mi consejo, y corte, los señoríos y tierras que por todo el reyno os he de repartir: para los ministros y oficiales del ejército, desde el decurió, o caporal, hasta el capitán, y para los aventureros que han seguido la guerra a sus costas, las heredades y campos que entre ellos he de distribuir: y para los demás soldados, las casas y patios que en tan insigne ciudad por mi mano han de tener y poseer. Demás de la triunfante entrada que para gloria de Dios, haremos en ella todos.


Capítulo XIX. De las muchas donaciones que el Rey hizo de campos y heredades para cumplir, tomada la ciudad, y de la figura del Murciélago que sacó por devisa en su estandarte.

Como fue divulgada por todo el ejército la cumplida satisfacción que el Rey había dado de si a las quejas que había del, por no haber permitido se diese a saco la ciudad: con las buenas esperanzas que había dado de los tres repartimientos: don Nuño con los demás grandes, y los capitanes, con toda la soldadesca, quedaron tan contentos y satisfechos de su promesa, que de nuevo vinieron todos a ofrecerle para morir en su servicio. Puesto que hubo algunos capitanes tan desmesurados, señaladamente de los aventureros, que le pidieron les diese firmado de su mano y con su Real sello, las mercedes y repartición de campos y heredades que les había de caber, tomada la ciudad, conforme a los servicios de cada uno, lo cual les concedió, y dio firmado de su mano liberalísimamente. Pero estas donaciones anticipadas fueron tantas, que realmente vinieran a imposibilitar la repartición, si no fuera por la buena salida que el Rey dio a tan intrincado negocio como en el siguiente libro diremos. Pues para que a todos fuese notorio lo que con Zaen se había capitulado sobre el entrego, fue concertado, se se enviase el estandarte del Rey a la ciudad, para que en señal de rendimiento, lo alzasen en lo más alto de la torre que está sobre la puerta del Temple. Descubriose aquel día una nueva insignia que sacó el Rey por devisa, la cual mandó asentar en la punta de su estandarte Real, que fue un murciélago de plata fina hermosamente labrado. El cual dio mucho que imaginar, y maravillar a todos hasta entender la cifra, o enigma del. Mas aunque de la causa y propósito desta devisa no hallamos nada escrito en la historia del Rey, ni de otros sino cosas muy confusas y cortamente tocadas: brevemente notaremos aquí lo que de la intención y fines del Rey, cerca deste blasón habemos conjeturado. Porque confiriendo las condiciones y naturaleza del murciélago con los más insignes hechos del Rey, parece que tuvo muy gran razón de tomar este animal, entre todos para su devisa. Por ser esta ave hecha a manera de dragón con alas, o como le llaman en lengua Limosina, Ratpenat, que significa ratón con alas, y que es ciego de día, pues hasta el sol puesto no sale de su nido, y vuela (como dice Plinio) con dos alas como de pergamino, y pare hijos de dos en dos, y les da leche con las tetas que tiene: mas los abraza y lleva por el aire do quiere: y que tiene los dientes salidos para que volando por el aire se coma los mosquitos que encuentra. Son sus manos como garfios para asir reciamente, y retener lo asido con ellas, y aunque es su aspecto horrible, pero acaba su cuerpo en una muy lisa y buena anca, o cola, de la cual se ase otro Murciélago, y deste otro, y después otro y otros, y se ve que de uno quedan muchos colgados. Desta manera el Rey, estando muy fundado en el cerco de Valencia, parecía que volaba de noche a modo de murciélago, cuando secretamente, sin que lo supiesen los suyos, trató con Zaen del rendimiento de la ciudad, y que fue antes concluido entre los dos, que sabido ni divulgado. De mas que como el murciélago no tiene alas sino muy duras y graves para volar muy recio, así el Rey en sus negocios y ejecución de empresas, aunque fue prompto, nunca fue súbito, ni liviano, antes se mostró siempre grave, constante, y sagaz en el discurrir. Tuvo dos hijos don Pedro y don Iayme, los cuales llevaba siempre consigo en paz y en guerra, para que con su buen ejemplo de hechos y fama, como de buena leche los criase. Así mismo con las armas como con los dientes se comía los crueles mosquitos que son los Moros atormentadores de los Cristianos, a los cuales terriblemente perseguía. Tuvo junto con esto las manos corvas y asideras para coger y retener lo cogido: porque los Reynos que una vez conquistó, maravillosamente retuvo, y para siempre conservó: y ni de lo que él ganó por sus manos, ni de lo que le dejaron sus antepasados perdió palmo de tierra: Demás de eso, como fuese para sus amigos de suaves costumbres, y de amable rostro, para sus enemigos los Moros fue siempre dragón espantable, tanto que viéndole, u oyendo su nombre, temblaban todos ellos. Finalmente a modo de murciélago, que acaba en una luengua suave, y muy tratable cola, concluyó el Rey sus hechos y vida, en una muy larga e inmortal memoria de glorioso nombre y fama: la cual no dejó áspera, ni desigual con altos y bajos, sino cual fue toda su vida igual y en nada asimismo desemejante. De la cual se asieron todos sus sucesores y descendientes Reyes y principales para valerse de su ejemplo y hechos, y llegar a ser tales con imitarle (imitalle).


Capítulo XX. Como el estandarte del Rey se alzó en la torre del Temple en señal de entrego, y de lo que el Rey hizo cuando le vio, y como se fueron los Moros, y entró con triunfo en la ciudad.

Salió el Rey el día siguiente en amaneciendo del Real, que está enfrente de la misma torre del Temple, y armado de todas armas sobre un caballo blanco, se puso en medio del campo junto al río, donde estaba ya todo el ejército puestos sus escuadrones muy en orden, como para entrar en batalla. Y como pusiese los ojos con todo su pensamiento en la torre, los de la ciudad levantaron el estandarte Real sobre ella, en señal de rendimiento. Lo cual visto por el Rey luego se apeó del caballo, e hincando las rodillas en el suelo, inclinó la cabeza y besó la tierra, y volviendo los ojos hacia el oriente dio inmensas gracias al gran Dios y señor de las batallas, derramando algunas lágrimas de gozo, por tan soberano beneficio y merced, como le había hecho en concederle esta tan pacífica y no sangrienta victoria: las mismas se hicieron por todo el ejército, con la salva y gran estruendo de trompetas y atabales con mucha grita y alaridos de alegría y regocijo. Luego mandó hacer pregón público notificando a todos los de la ciudad que quisiesen salir de ella, se les daba cinco días de término, con facultad de poder traer consigo sus armas y caballos, y las demás alhajas que pudiesen llevar a cuestas, y que dentro de XV días se recogiesen en Cullera, y Denia con Zaen su Rey. Mas se les otorgaron treguas por tiempo de ocho años, dentro del cual término ninguna guerra les había de mover el Rey, antes defenderlos en caso que otros se la moviesen: y se obligó de guardar todos estos conciertos con juramento solemne: e hizo que los Prelados y grandes de los dos Reynos juntamente con las ciudades y villas Reales jurasen lo mismo. También se obligó Zaen de entregarle todas las villas y castillos que desta parte de Xucar estaban por reducirse, como arriba se ha dicho: y no se obligó a entregar las de la otra parte del mismo Río, porque como era Rey nuevo, y mal quisto, no se había extendido sobre ellas su mando, ni estaban por él. Para firmar todas estas capitulaciones y conciertos, y apartarse del gran tumulto del ejército, se retiró el Rey por aquellos cinco días a Ruzafa, y allá fue Zaen para esto a verse con él, del cual fue muy bien recibido, y se concluyó toda cosa. De manera que antes que se cumpliesen los cinco días, como ya los Moros estuviesen en orden para salirse con toda su familia hombres y mujeres con sus halaxas: mandó el Rey se juntase toda la caballería y se pusiese en hilera, por todo aquel espacio de Valencia a Ruzafa, y también más adelante hasta la marina, por donde va el camino para Cullera, porque pasasen pacíficamente, hallándose presente el mismo Rey que los encaminaba. El cual estaba tan puesto en guardarlos, y mirar por ellos, no se les hiciese sobra por la gente de guerra, que desmandándose algunos soldados contra las mujeres y niños, arremetió para ellos, y los hirió mortalmente. El número de los que salieron de la ciudad (como lo refiere su Real historia) fue hasta cincuenta mil, con los cuales envió parte de la caballería, que los acompañase hasta dentro Cullera. De donde se fueron muchos a los Reynos de Murcia, y Granada, y los más se esparcieron por el Reyno, por los montes y valles haciendo sus chozas: y por la ocasión de muchas fuentes que en él hay, comenzaron a edificar y hacer lugares. Siendo pues ya todos partidos, el día mismo, aunque bien tarde, entró el Rey en la ciudad con su merecido triunfo, acompañado de los Prelados y grandes, y de todo el ejército. Esto fue por el mes de Setiembre, víspera de la fiesta del glorioso sant Miguel, año de nuestra redépció M.CC.XXXVIII (1238). Según que por los actos de la concordia hecha entre el Rey y Zaen, y por testimonio de muchos escritores desta historia, se confirma. Puesto que en la del Rey, y de Marsilio autor grave, se halla que la entrada fue el año siguiente. Lo cual puede ser error de los transcribientes, o diversa computación de los años, porque en la misma historia del Rey se lee que en el año siguiente después de la presa de la ciudad, que dice fue MCCXXXIX el Rey fue a Mompeller, y en el mismo año a 4 de Iulio vio aquel tan grande y memorable Eclypsi del Sol que describe él mismo, del cual se hablará en el libro XIII.

Fin del libro undécimo.