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jueves, 14 de marzo de 2019

Libro primero

LIBRO PRIMERO DE LA HISTORIA DEL REY DON JAIME DE ARAGÓN, PRIMERO DE ESTE NOMBRE, LLAMADO EL CONQUISTADOR

LIBRO PRIMERO DE LA HISTORIA DEL REY DON JAIME DE ARAGÓN, PRIMERO DE ESTE NOMBRE, LLAMADO EL CONQUISTADOR.



Capítulo primero. De las causas y razones que movieron al Autor para escribir esta historia.

La vida y hechos del Rey don Jaime de Aragón primero de este nombre llamado el Conquistador,
con los extraños acaecimientos de su tiempo, pretendo escribir en estos veinte libros, para que sus heroicas virtudes, que (guiadas per la soberana mano) levantaron su nombre hasta los cielos, e hicieron raya y ventaja a las de toda España, salgan de nuevo a luz: y pueda con el favor divino nuestra lengua y estilo gloriosamente divulgarlas por todas las partes a do llegó su fama. En lo cual no pienso hacer pequeño servicio a los nuestros, pues entiendo mostrar muy a la clara, que las principales virtudes de guerra, que particularmente florecieron en los Emperadores y famosísimos capitanes Alejandro magno, Pyrrho, y Iulio (Julio) César, de quien tanto se admiraron los antiguos, todas
ellas juntas concurrieron en este Rey, y por su valor y manos fueron de nuevo al mundo representadas: según que por el discurso de la historia se verá, y las razones que aquí se siguen, nos inducen a creerlo. Porque haberse hallado en treinta batallas campales, y alcanzado victoria de ellas: haber domado a cuantos se le rebelaron, y a ninguno que se le humilló, negado su perdón y gracia: y en sesenta años que reinó, ninguno haber pasado sin guerra: finalmente los Reynos que conquistó, no solo haberse conservado por él, pero aun por sus descendientes hasta en nuestros tiempos poseído.
Todo esto no excede, o por lo menos iguala, con las hazañas de cuantos Reyes hubo, y con las de los ya nombrados, se escribieron?
Por tanto me pareció no era justo que tales y tan señalados hechos, que hasta aquí la historia escrita por el mismo Rey, y por los de su tiempo tenían como encerrados debajo su corta lengua Lemosina, dejasen de comunicarse a las gentes, y por ser las dos más extendidas y comunicables lenguas la Latina y Castellana escribirlos en ellas.

resposta, oc o no, Catalunya, 1461, los deputats del General, Principat de Catalunya


Y aunque la grandeza y majestad de la historia acobardaron mi flaco ingenio, y casi me retiraba de la empresa, la hermosura de su argumento me hizo aficionar tanto a ella, que mediante el amor (del cual se dice que no hay cosa más ingeniosa) me atreví a proseguirla: confiando que con la perseverancia, o vencería la opinión de muchos, o si no diese perfección a la obra al menos (alomenos) mostraría el grande ánimo que tuve para emprenderla. Señaladamente por ser muy mayores y más graves razones las que me mueven a pasar a delante, que a volver atrás lo comenzado. Primeramente por la verdad, que hace perpetua cualquier historia y ser esta escrita por el mismo Rey, y de su mano, con tanta curiosidad y diligencia, que se entiende por relación de algunos de su tiempo, que muchas veces, andando en la batalla, echaba la lanza a la siniestra, y con la diestra tomaba la pluma para apuntar lo que después en sus comentarios dilataba. Y aunque con duro y poco elegante estilo (según el barbarismo de aquellos tiempos) pero con tan cumplida verdad escrita, que de cuantas historias otros de él escribieron se duda haya alguna más verdadera que la suya: y esto es lo que a mí más me ha movido a emprenderla. Porque teniendo para escribir, la verdad por guía, y el ánimo e inteligencia del mismo Rey que la escribió por compañera, si la diligencia ayudare, confío saldrá esta historia más clara que las otras, y que será de todos muy bien recibida. Pues ansí como en las leyes escritas, cuya ánima (según se dice muy bien) es la razón, y hallada esta se facilita la declaración de ellas: de la misma manera en las historias militares, si las secretas razones y causas que tuvo el capitán para dar luego, o diferir la batalla, que son de grande peso y que solo él las alcanza, el mismo las declara, es cierto que este tal, y quien le siguiere, no solo ilustrará con más autoridad sus historias, pero sin duda las dejará más fieles y verdaderas, que los demás, que sin esta curiosidad, aunque con mejor estilo y elegancia las escribieron. Demás de esto, no menos me anima, y lleva adelante mi empresa la sencillez y llaneza de aquellos tiempos y la buena fe que entre si trataban las gentes de guerra cuyo principal fin era adquirir fama con honra: no con feas mañas, ni afrentosos ardides, sino con verdadero esfuerzo de ánimo y abierta guerra. De aquí era que pelear de cerca brazo a brazo, y encontrar escudo con escudo, se tenía por mayor valentía que pelear de lejos, con menos honra y más al seguro. Por donde era muy fácil a los escritores de los mismos hechos, que se veen, colegir los ánimos e intenciones, que no se parecen y con esto encomendar a la pluma la verdadera relación de ellos. Vino deste tan continuo uso de pelear, y tener todo el ingenio puesto en el ejercicio de las armas, que en aquella era las gentes preciasen poco las letras, y mucho menos el artificioso y elocuente modo de hablar: pues no solo carecían de la buena lengua Latina, pero aun en la suya propia eran poco curiosos: y así la mezcla y confusión de lenguas, que entonces había en los reynos de la corona, hacía confuso y bárbaro el propio lenguaje de cada uno. De donde al tratar de las escaramuzas, para animar los soldados, usaban los Capitanes de muy breves, aunque sentenciosas pláticas. Porque de estar tan intentos en las cosas y mover las manos, hacían poco caso de las palabras. Puesto que la brevedad de ellas con otra moderación de cosas se recompensaba: pues no con tan excesivos y casi infinitos gastos como en los tiempos de ahora, sino con harto moderados, acababan muy grandes empresas de guerra, a manera de los Lacedemonios, cuyo admirable valor y milicia tanto más crecía, cuanto más en sus ejércitos y Reales se conservaba la templanza de mantenimientos, con el sabio callar y brevedad de palabras, Y así puede creerse, que de la mucha abundancia y demasiado hablar que entre soldados se usa, y del mucho thesoro y vituallas que en el campo sobran, nace no solo la flojedad de los soldados, pero se acrecienta la avaricia de muchos Capitanes que miden la honra con el tesoro, y no hay más fervor de guerra, de cuanto sobra el dinero. Finalmente lo que más favorece para no dejar lo comentado, es la verdadera religión y cristiandad de tan poderoso Rey como este, y su total fin e intento que tuvo para destruir, y desarraigar de sus reynos la perversa y detestable secta de los moros, por introducir el santísimo nombre de Cristo, y su fe católica en ellos. Lo cual mostró bien a la clara, así con la conquista de tres grandes reynos, que sacó de poder de infieles, como con los dos mil templos que mandó edificar en diversas partes, y dedicarlos a Christo y su bendita madre: que solo esto obliga, a cualquier siervo de Dios, y a mí su humilde sacerdote, a escribir su vida y hechos, como de un Rey bueno y santo. Habiendo pues brevemente colegido el modo de tratar las armas y uso de pelear de aquellos tiempos (lo que no sin causa se ha dicho para mayor luz e inteligencia de lo que se sigue) vuelvo a certificar al lector, como lo que aquí se contare, se ha sacado no solo de la historia que el mismo Rey escribió de su mano, y de los que en vida suya, como testigos de vista, escribieron de ella: pero también nos hemos valido de la que los diligentes escritores de nuestros tiempos han recopilado de los Archivos reales, que han revuelto en los tres reynos de la corona todo para más declarar la verdad de esta historia, prefiriendo siempre la mano del Rey a la de todos los demás:
por una principal razón que a mi parecer es concluyente. Que si está por ley prohibido, mentir delante del Príncipe, no se puede creer de un tan Cristiano y católico como este, quisiese dejar los comentarios, que hizo para fundamento de su eterno renombre y fama faltos de verdad, y para siempre mentirosos. Mas porque vengamos al caso, antes que comencemos a tratar de su admirable concepción y nacimiento: conviene brevemente declarar lo que de sus ínclitos aguelos don Guillen de Mompeller, y su mujer la Princesa Matilda hija del Emperador de Constantinopla, y de sus célebres bodas se ofrece, con otros muy grandes y extraños casos que a la sazón a los mismos acontecieron, porque de este casamiento como de un honesto y gracioso repudio que de Matilda hizo el Rey don Alonso de Aragón, comienza el Rey su historia.

Capítulo II, como el Rey don Alonso de Aragón habiendo enviado (imbiado) a pedir por mujer la hija del Emperador de Constantinopla se casó con la hija del Rey de Castilla.

Don Alonso el segundo (comenzando de don Iñigo Arista) xii Rey de Aragón, y Príncipe de Cataluña (los cuales
dos estados comprenden gran parte de la España citerior, luego que por muerte de su padre el Príncipe Don Ramón sucedió en ellos, queriéndole ilustrar con matrimonio y parentesco de los más principales del mundo, envió sus embajadores a Constantinopla al Emperador Manuel que entonces reinaba, haciéndole saber como deseaba casar con su hija la Princesa Matilda fin más dote que su valor y persona. Pareciendo al Emperador bien la demanda, por tener ya mucho antes entendido lo que Don Alonso valía, y la grandeza de sus reynos y señoríos, junto con las esclarecidas hazañas de sus Reyes antepasados, aceptó la embajada, y prometió dar su hija por mujer al Rey. Asentadas pues por ambas partes las promesas y capitulaciones matrimoniales que se acostumbran, quedando a cargo del Emperador poner la esposa dentro de la raya de España: los embajadores se volvieron muy contentos, teniendo por muy concluido el matrimonio. En este medio Don Alonso Rey de Castilla, llamado Emperador de España, entendida la embajada que para casar con hija de Emperador había hecho el Rey de Aragón a Constantinopla, no teniendo en menos su Imperio que el de otros, le despachó sus embajadores, rogando le tomase por mujer a su hija doña Sancha, pues en linaje, valor y hermosura no había su par en el mundo. Y porque no desechase este matrimonio por cualquier otro que se le ofreciese, le advirtió que este mismo ya antes le había tratado el Príncipe don Ramón su padre con el suyo, y por haber sucedido guerra entre ellos, había sido antes diferido que deshecho: y así convenía que se efectuase para más confirmar, y poner el sello en la concordia que poco antes entre los dos se había hecho. Oída por el Rey de Aragón esta embajada, olvidándose de lo que poco antes había tratado con el Emperador Manuel, aceptó su ofrecimiento, y así fue luego traída doña Sancha muy acompañada de Prelados y grandes de Castilla a la ciudad de Zaragoza (çaragoça), cabeza del reyno de Aragón; adonde fue muy suntuosamente recibida, y celebraron sus bodas con grandes fiestas y regocijos lo cual se divulgó luego por todas partes, no sin grande admiración de los que sabían de la primera embajada.
Capítulo III. Que habiendo llegado la hija del Emperador a Mompeller, supo como el Rey era casado con otra y lo que hizo el Señor de Mompeller por casar con ella.

A esta sazón el Emperador Manuel, sin tener alguna nueva de esta novedad y mudanzas del Rey de Aragón, encomendó la Princesa su hija a dos principales Arzobispos de la Grecia, con otros dos grandes del Imperio, para que acompañada con mucha familia la llevasen a España a concluir el matrimonio con el Rey: y puestos en camino, andadas ya diez provincias con muy grandes
trabajos y fatigas pasada toda la Francia hasta el Lenguadoque, que dicen la Guiayna, llegaron a la insigne ciudad de Mompeller, que llama Caesar Nitiobriga, y dista xxx millas de la raya de España, a donde fue la Princesa con todos los suyos muy principalmente recibida y hospedada por don Guillen Príncipe y señor de Mompeller y su estado. El cual porque sospechó luego la causa de su venida, el día siguiente significó a los Arzobispos y grandes Griegos como habían llegado tarde, porque ya el Rey don Alonso de Aragón se había casado públicamente y celebrado bodas con Doña Sancha hija del Rey de Castilla, y que en la ciudad había muchos que se hallaron en Zaragoza presentes a las bodas. Los Arzobispos y grandes que oyeron tan triste nueva para su señora, quedaron extrañamente espantados, y como atónitos de tan increíble novedad, y mucho más confusos de verse tan apartados de sus tierras, y metidos en las extrañas, y con esto muy faltos de consejo. Y así acudieron al mismo Príncipe, como a fiel huesped, a quien después de haber contado las causas de su trabajoso y largo camino; con tan triste suceso, que no sabían el paradero de tanta calamidad y desventura, le rogaron que en tan súbito y desastrado caso les aconsejase lo que convenía hacer: si pasarían adelante a dar en rostro con la presencia de la primera esposa,
a un tan inconstante y fementido Rey, o si seria mejor dejarlo todo a Dios y volverse al Emperador: por cuanto estaban con juramento solemne obligados que siempre que el matrimonio por algún caso se estorbase, volverían su hija sana y salva a su presencia. Como Don Guillen oyó esto, tomole muy grande la estima de la desgracia de la Princesa, y comenzó a consolarlos y ofrecerles muy de veras su persona y estado, más luego después en la misma plática puso los ojos en la Princesa, imaginando entre sí, como de la mala suerte de ella sacaría alguna buena para si, y respondió con grande cautela, diciendo que se dolía mucho de la desgracia de su señora, viéndola no solo desterrada tan lejos de su patria, pero muy desamparada y burlada, maravillándose mucho de la inconstancia humana, pues siendo la más principal virtud de los Reyes la constancia, esta con la fe y palabra, se habían perdido en el Rey de Aragón, cosa harto nueva. Y lo qué más sentía era quedar el negocio tan enredado y confuso, que no se le descubriría ninguna buena salida.
Mas porque hay muchas cosas que dado que de suyo estén muy revueltas, las desenvuelve el consejo pidió se le diese tiempo para pensar el remedio de ellas, consultándolo con los de su consejo. Con esto se despidió de ellos, y convocó los más principales hombres de la ciudad, y juntado el Senado, haciendo entrar en él algunos principales mozos hijosdalgo (a los cuales había secretamente descubierto su pecho y fin que llevaba, para que lo esforzasen) puesto en medio de todos, refirió la plática que con la Princesa su
huéspeda, y los suyos había tenido representando la
agonía y trabajo en que estaban puestos; por la triste nueva que les había dado del anticipado matrimonio y burla que el Rey de Aragón les había hecho, después de tan largo y trabajoso camino que debajo su real fé y palabra habían emprendido: y que por hallarse en tierras extrañas y tan apartadas de las suyas no pedían socorro de dinero, sino de solo consejo para aliviarse, y dar un honesto desvío a tan miserables y nunca vistos infortunios: que para esto les había ofrecido dar todo favor y consejo. Así que a todos los que allá estaban congregados rogaba mucho le diesen consejo tal en este caso, que a su huéspeda fuese útil y provechoso, y para él honroso: porque no dejaría de emplear la vida con todo su estado por sacar de trabajo a una tan principal señora. Aunque si del mismo hecho naciese alguna buena ocasión que le conviniese tomar, con el consejo y favor de ellos, no la perdería ni faltaría a su propia honra en proseguirla.

Capítulo IIII (IV)
Respondieron al señor de Mompeller los de su consejo.

Oída por el Senado de Mompeller la proposición hecha por el Príncipe don Guillé, con alguna inteligencia que con las postreras palabras dio de su intención y ánimo, pareció a todos, antes que ninguno declarase su parecer y voto en público, platicar unos con otros sobre cosa tan nueva y ardua: pero temiéndose Don Guillen que los Senadores viejos votarían muy al contrario de su opinión y fin, mandó que votasen primero los mozos: cuyo parecer fue en suma, que el consejo de Don Guillen pedía para su huéspeda, lo tomase para si, porque parecía orden del cielo, que esta real doncella, siendo enviada de su padre de tan apartadas tierras para casar con el Rey de Aragón, fuese desechada de él, y que en esta coyuntura Don Guillé se la hallase en casa. Y por tanto que sin más consulta casase con ella: pues le era tan inferior en linaje y sangre Don Guillen, que no descendiese de los Reyes de Francia sus progenitores, y que con ser mozo de gentil edad y grandes fuerzas, junto con su bella disposición de cuerpo, majestad de persona, y hermosura de rostro, no representase un gran Príncipe y señor, y con sus heroicas virtudes, no igualase con Príncipes y Reyes: ni tampoco por desigualdad de señoríos y estado: pues estos no se ha de medir, ni tener en más, por la grandeza y anchura de tierras, que por su buen sitio fértil, alegre y deleitoso, cual es el de la ciudad de Mompeller con todo su distrito: cuya benignidad de cielo, y fertilidad de suelo, con la vecindad y trato del mar, iguala con las más principales tierras del mundo. Demás que si esta señora se vee cuan sola está, cuan desamparada, y sin ninguna dote y desechada, hallará que en este matrimonio se le habrá trocado su mala suerte en buena, y por tanto no se le debería dar lugar para hacer lo que quisiese; sino claramente significarle como en solo aceptar este matrimonio consiste toda su libertad, y reposo. Y en fin, con ruegos, o con honestas amenazas, se procurase su consentimiento. Acabado de decir este parecer por uno de los mozos más nobles que allí se hallaba, fue por todos los de su edad y estado dado por bueno, ofreciéndole todos juntamente a poner sus vidas y personas por la ejecución de él. Con esto mandó Don Guillé que dijesen los demás. Luego se levantó en pie uno del consejo, hombre anciano y de gran prudencia, el cual no tanto por refutar, como por confirmar los buenos motivos y razones del mozo, enderezado su plática a Don Guillen, dijo de esta manera. Esclarecido Príncipe nunca yo pensara que la acelerada deliberación de los mozos hubiera tan fácilmente convenido con el maduro y bien pensado consejo de los viejos: porque no solo no entiendo apartarme de su parecer y voto, pero ni por ninguna vía contradecirlo, pues veo que una tan grande hazaña como esta, que por consejo de los de vuestra edad emprendéis, aunque de suyo sea atrevida y dudosa, por otra parte es tan señalada y memorable, que por muchas causas os incita a emprenderla, y por muy pocas, o ninguna debéis dejar de perseguirla. Porque si hay una sola eficaz razón que os deba apartar de ella, por lo que sois por derecho divino y humano obligado a amparar, y enviar el huésped que habéis recogido en vuestra casa, de la suerte, y con la misma salvedad que le recogisteis, ni es lícito a persona alguna quebrantar la fe del hospedaje: con todo eso la ocasión de violarla, por causa de reinar, es tanta, que no hay otra mayor: por ser casi iguales con el reinar, los sucesos que de esta empresa se esperan. Porque si deseáis señor llegar de
mediano Príncipe a supremo, e igualaros con Reyes y Emperadores, ninguna tan buena ocasión como esta se os puede ofrecer porque si casáis con esta hija del Emperador, haced cuenta que tomáis como por esposa la esperanza del Imperio, pues faltado Alexio sucesor de él, y único hermano de esta, como es fácil, por el derecho de ella, venir a vos el Imperio: así viniendo él, por su parentesco mereceréis ser tenido por uno de los Príncipes del mundo, y por los hijos que tendréis
de ella, emparentar con Reyes y Emperadores. Y si por ventura os receláis de la injuria que en esto pensáis hacer al Emperador su padre quiero que tengáis buen ánimo, y no penséis en tal:
pues si la comparáis con la notable afrenta que ha recibido del Rey Don Alonso, creedme que la vuestra será ninguna. Porque entre el repudiado y aceptado matrimonio hay tanta diferencia, que cualquier que toma por esposa la mujer repudiada por otro, no mira tanto por la fama de la esposa,
cuanto por la honra de los padres de ella:
y por esta causa los pone en muy grande obligación de reconocer tan buena obra. Y ansí vos señor, no solo no ofenderéis mas aun obligaréis muy mucho al Emperador con este casamiento. Por donde valeroso Príncipe, esforzaos a proseguir lo comenzado: porque si la fortuna ciega, e imprudente suele favorecer a los atrevidos acometedores, teniendo vos de vuestra parte el maduro parecer y voto de todos los de este ayuntamiento y Senado, como si fuese del cielo, será bien que dejéis de acabar tan señalada empresa? Como el viejo se encendiese en su decir, y con ardor más que de mozo, quisiese pasar adelante su plática, fue luego con general conformidad del senado atajado, ofreciendo todos a una una voz a Don Guillé de servirle con cuanto valían y podían para proseguir tan señalada hazaña.


Capítulo V. Que resolviendo el Consejo casase el Señor de Mompeller con la Princesa, se trató con ella y los suyos, y siendo contentos se celebraron las bodas y parió una hija.

No se abrió la puerta del consejo hasta que se determinó que la voluntad del Príncipe, y deliberación del Senado, se pusiesen en ejecución; y cerrada y puesta en armas la ciudad, dos principales del consejo diesen por respuesta a la Princesa lo que se había determinado. Los cuales se fueron para ella y los suyos, y después de haberles relatado la consulta, concluyeron su embajada con decir, estaban el Príncipe Don Guillen y el Senado tan firmes en su deliberación, que ya no había lugar para escapar de sus manos, ni salir de la ciudad, sino tomando por único remedio el casamiento; para que todos quedasen en libertad. Como oyeron esto la familia y criados de la Princesa, dieron grandes voces con extraños alaridos por ello, diciendo, que cómo se podía sufrir entre Cristianos cosa tan fea, tan bárbara, y tan inicua? Habiéndose hospedado su señora debajo la buena
fee y palabra del Príncipe de la tierra, tratar contra ella uno de los más feos y atrevidos casos que se podía intentar entre Alarabes? Empero como aprovechasen poco sus voces, ni tuviesen forma para librarse de las manos del Príncipe y gente armada, que ya los tenían rodeados; y ni les diesen lugar, ni tiempo para consultar con el Emperador; tuvieron entre si consejo, y determinaron de dos males escoger el menor y salvar la honra de su señora por vía de honesto, aunque desigual, casamiento, por no dar lugar a que con violencia y fuerza se le siguiese alguna desgracia, y así habido el consentimiento de ella, acordaron de tratar con Don Guillen, al cual por tan atrevido acometimiento, ya le tenían en mucho más y por hombre de hecho, y pues se había de venir a negocio de matrimonio, pidieron que prometiese por si, juntamente con el Senado y pueblo de Mompeller, y se hiciese decreto por todos, que cualquier hijo, o hija que naciese de este matrimonio sucediese por heredero de la ciudad de Mompeller con todo su distrito. Aceptado el concierto por Don Guillen, y loado por los demás, fue luego trocada la tristeza y lágrimas en muy grande regocijo y alegría, y con la gracia del Spiritu sancto se celebraron las bodas llenas de toda honra y concordia, y se hicieron muchas justas y torneos por la caballería de Mompeller y de otros pueblos y ciudades comarcanas, que concurrieron a ver la hija del Emperador, y gozar de tan insignes fiestas y regocijos, con mucho contentamiento de los grandes y gente Griega, pues por lo que veían (vian), ya no pensaban haber mal negociado. Los cuales despidiéndose con muchas lágrimas de su señora la Princesa, se pusieron en camino para Constantinopla; adonde llegados ante el Emperador, le contaron muy por entero los grandes trabajos, peligros, e infortunios que con la Princesa habían hallado, junto con el suceso de todo. De lo cual el Emperador quedó muy alegre y satisfecho, por la buena relación que del valor y persona de don Guillé y de su estado le dieron, y más por quedar contenta la Princesa. Por todo alabó mucho a Dios, y a los Prelados, y grandes agradeció mucho su trabajo y prudencia, de la cual entre tantas variedades y mudanzas de fortuna, tan cuerdamente se valieron. Tuvo al cabo del año cartas de la Princesa como había parido una hija, la cual por capitulación hecha y firmada por el Senado y pueblo de Mompeller, había de suceder en el estado.

Capítulo VI. De la poca fé que el señor de Mompeller tuvo con la Princesa su mujer, y como viviendo ella se casó con otra.


Después de pasado el regocijo de las bodas, y de haber parido la Princesa una hija que llamaron doña María, la cual con mucha gracia de todos los vasallos fue aceptada por sucesora, y
señora del estado: diremos lo que hizo don Guillen contra la Princesa su mujer, y lo mucho que a sí mismo faltó; porque se vea la inconstancia y poca fe humana adonde llega, junto con el abominable vicio de la ingratitud, que usó contra su propria carne y heredera. Y asimismo el desordenado apetito, y disoluta vida que de allí adelante tuvo Don Guillen: siguiendo la natural condición de los hombres carnales: los cuales cuanto más apetecen la cosa, y con más codicia la desean, tanto más después de alcanzada la desprecian, y por la hartura que de ella tienen, buscan la variedad dejándose llevar tras ella. Ansí acaeció a don Guillen, a quien, siendo de mediano estado, no le bastó haber casado con hija de Emperador, que venía a casar con Rey, y tener hijos de ella: sino que vencido de su apetito, no solo se apartó de su mujer, pero en vida de ella se casó con otra que llamaban Ynes de España, de quien tuvo tales hijos, que acometió el mayor de alzarse con el estado, y excluir de la
herencia a doña María su hermana, siendo verdadera señora de ella:y sobre esto formó gran pleito delante del sumo Pontífice contra la misma, la cual compareció luego por su procurador y (como después diremos) fue en persona a Roma a defender su causa, hasta haber tenido sentencia del mismo Pontífice por la cual fue dado el estado a ella, y al Príncipe don Iayme su hijo: como más adelante contará su historia, la cual pues nos llama para hablar de él, digamos con brevedad por agora las cosas que en este medio pasaron en Aragón, y Cataluña, pues son a propósito de la misma historia.


Capítulo VII. De la muerte del Rey don Alonso, y de los hijos que tuvo, y cómo dejó a don Pedro los Reynos de Aragón, y Cataluña, el cual salió en favor del Rey de Castilla contra los Moros, y cobró a Cuenca.

Pasados muchos años después que el Rey Don Alonso de Aragón con mucha concordia hizo vida con doña Sancha su mujer, y tuvo de ella al Príncipe don Pedro con otros hijos (como aquí diremos) acaeció que visitando sus Reynos, hallándose en Perpiñan pueblo muy principal del Condado de Rosellón, adoleció de una grave enfermedad, de la cual murió, y fue llevado su cuerpo con pompa real al monasterio de nuestra señora de Poblet, de la orden de los Bernardos, que está cerca de la ciudad de Lérida, a medio camino de la de Tarragona, y es hoy una de las más ricas y
principales casas de la Europa: la cual había fundado el Príncipe don Ramón padre de don Alonso, y magníficamente dotado de muchos campos, y lugares, de joyas y riquezas grandes, por hacer
en él sepultura para si y para todos los Reyes de Aragón sus descendientes, como a la verdad se sepultaron en él, hasta que pasaron a reinar a Castilla. Celebráronle sus exequias con grande pompa, y lamentaciones en la ciudad de Zaragoza: como lo mereció por su gran valor y heroicas virtudes, tanto que por su continencia de vida le llamaron el casto. Dejó tres hijos de doña Sancha, don Pedro, don Alonso, y don Fernando, con cuatro hijas. Don Pedro que fue el mayor, sucedió en el Reyno de Aragón, y Principado de Cataluña, con los Condados de Rosellón, y
Pallâs, los cuales no de principio, sino con el tiempo, por testamento se juntaron con la casa real. Don Alonso sucedió por testamento en el Condado de la Proença de la Aquitania, que llaman Guiayna. Don Fernando, el más pequeño fue por su padre dedicado a religión en el monasterio de Poblet. De las hijas la mayor que fue doña Constanza casó con Emerico Rey de Hungría (Vngria), el cual muerto, volvió a casar con Federico Emperador y Rey de Sicilia. Doña Leonor, y doña Sancha casaron con los Condes de Tolosa padre e hijo. La última llamada doña Dulce, entró en Religión en el monasterio de monjas de Xixena, de la orden de sant Iuan del Hospital de Hierusalem, edificado y dotado por los mismos Reyes don Alonso y doña Sancha, junto a la insigne villa de Sariñena del Obispado de Huesca. No se puede dejar de hacer especial mención de las mujeres en las historias, porque mejor se entiendan las afinidades, y parentescos que por ellas vienen a las casas Reales. Sucediendo pues Don Pedro el II en los Reynos de Aragón y Cataluña, con los demás estados (salvo el condado de Rosellón, que con ciertos pactos quedó en don Sancho hijo del Príncipe don Ramón, y hermano del Rey don Alonso) siendo jurado por Rey con grande aplauso de todos sus vasallos: y jurados por él todos los fueros y privilegios concedidos por sus antepasados a los dos Reynos: tuvo nueva como los Moros de Granada, y Andalucía, habían entrado por la Carpetania adelante, que agora es el Reyno de Toledo, y tomado y saqueado de presto algunos pueblos del Rey de Castilla, que confinaban con el Reyno de Aragón. Por donde antes que pasasen más adelante, juntó su ejército con el de Castilla, y dando sobre los Moros, hicieron tan grande estrago en ellos, que no solo les quitaron la presa que habían hecho, pero los echaron de la tierra, y cobraron de ellos a Valeria, antigua ciudad de los Carpetanos, que agora llaman Cuenca. De donde se volvió el Rey Don Pedro con grande triunfo de esta victoria para Zaragoza.
Capítulo VIII. De las causas porque se fue a la Provenza donde él y el Conde su primo se casaron hubieron sendos hijos.

Residiendo el Rey en Zaragoza, juntamente con la Reyna doña Sancha su madre, a quien, o por su viudedad (biudez), o por haberlo dejado así en testamento Don Alonso su marido, le quedaba cierta manera de mando y presidencia en los Reynos, acaeció que con esto la Reyna iba
a la mano al Rey en las cosas del gobierno. Lo cual fue ocasión para haber alguna rencilla entre ellos. Pues como ayudasen a encender el fuego los criados por sus particulares intereses, vino a tanto el negocio, que si no se interpusieran los señores y principales del Reyno a concertarlos, hubiera el Rey acometido de echar a su madre fuera de él (fuera del). Mas por quitarse de tan mala ocasión y enojos, se partió para la Provenza, a ver al Conde Don Alonso su hermano, al cual halló puesto en bandos contra el Conde Folcalquier sobre ciertas diferencias antiguas que había entre ellos, y los concertó, restituyéndolos en toda buena amistad y alianza. Hecho esto, el Rey y el Conde como mozos de poca edad, y que conformaban mucho en las intenciones y costumbres de vida, por ser muy dados a mujeres, escogieron sendas doncellas de las que hay en la Provenza hermosísimas, señaladamente en la ciudad de Marsella, mujeres de mediana condición, y de tal manera se enamoraron, que se casaron clandestinamente con ellas, y luego les nacieron sendos hijos, el primero fue del Rey, al cual puso nombre Ramón Berenguer, como el Príncipe su abuelo, y este con su madre murieron luego. De cuyas muertes al Rey no pesó mucho, por lo que entendió había hecho en Aragón muy gran sentimiento los pueblos por este casamiento, y nacimiento de Príncipe: y mucho más los grandes del Reyno: pero sobre todos lo sintió más la Reyna su madre, la cual por esto propuso en su ánimo de en volviendo el Rey conformarse con él, para mejor poder entender en casarle de su mano. Finalmente Don Alonso el Conde puso al suyo el mismo nombre de Ramón Berenguer.
Este sucedió después a su padre en el Condado aunque fue desgraciado como se dirá adelante.


Capítulo IX. Como el Rey pasó a Roma y se coronó por mano del Pontífice, y del Tributo que impuso sobre sus Reynos en favor de la sede Apostólica.

Viéndose el Rey libre del inconsiderado matrimonio, con la muerte de la mujer e hijo, como fuese valeroso, y muy codicioso de honra, y también muy rico, por la mucha suma de dinero que a la sazón le habían traido de sus Reynos: determinó de ir a Roma a coronarse Rey, por mano del summo Pontífice. Lo cual con muy grande aparato y suntuosidad puso luego en ejecución, llevando consigo algunos principales de sus Reynos, los cuales llamados vinieron a acompañarle muy en orden, como se requería para tal jornada. Partido del puerto de Marsella con diez galeras que hizo venir de Barcelona, arribó a Genoua, y de ahí continuando su viaje por la costa de Italia, llegó al puerto de Ostia,
doce millas de la ciudad de Roma, y subiendo con las galeras por el río Tiber arriba, fue honrosamente recebido de algunos Señores de Italia que residían en Roma. Llegó allí el Senador con el pueblo Romano, y le entraron por la puente, que agora llaman de Sixto, en la ciudad, y fue llevado como en triumpho a sant Ioan de Letran, a besar el pie al Papa Innocencio tercero, del cual fue muy amorosamente recibido, y opulentísimamente aposentado. El día siguiente, como ya el Rey hubiese suplicado al Pontífice y Collegio de los Cardenales por su real coronación, el Papa vino a la iglesia de sant Pancracio fuera de los muros de Roma, adonde, según el antiguo uso y cerimonia, recibió de nuevo al Rey con mucha pompa y solennidad, acompañado como antes del Senador y pueblo Romano. Fue en este templo por Pedro Obispo y Cardenal de Portu, (de cuyo districto se dice es la iglesia de sant Pancracio) ungido con el olio santo, y la corona real impuesta en su cabeza por manos del Pontífice, con las insignias reales. Luego con juramento solemne se obligó, y prestó la obediencia por si y sus reynos al Pontífice, y a la Sancta Sede Apostólica. De allí vuelto al Vaticano donde está el sumptuosisimo y devotísimo Templo de sant Pedro, dejó las insignias reales, y tomando la espada de la mano del Pontífice, fue armado caballero (cauallero). Esta fue la causa porque el Rey Don Pedro hizo al reyno de Aragón tributario a la sede Apostólica, y prometió por si y sus descendientes los Reyes, dar cada año en nombre de tributo doscientos y cincuenta mahozemutos de oro: teniendo en mucho más la merced que el summo Pontífice le había hecho, en darle la corona real de su mano, con el título de católico. Esta moneda fue batida en España por Iuceff Mahozemuto gran Almanzor, que quiere dezir Emperador de los moros de España, y valía cada mahozemuto seis sueldos, como tres reales. Entonces concedió el mismo Pontífice a los Reyes de Aragón privilegio, para que de ahí (de a y) adelante pudiesen tomar la corona real por mano de los Arzobispos de Tarragona, en la ciudad de Zaragoza: con pacto y condición, que siempre se diese a la sede Apostólica el tributo por el Rey Don Pedro prometido. De esto se sintieron mucho, y se quejaron al Rey los grandes y ricos hombres del reyno, y también las ciudades y villas reales, porque de libres y exemptos los había hecho pecheros, según hace de todo esto larga relación el cronista (coronista) Gerónimo Zurita (çurita) en sus annales Españoles e Índices latinos.
Capítulo X. Como volvió el Rey de Roma a Zaragoza, y de los modos que la Reyna su madre tuvo para casarle con la señora de Mompeller, y como fue allá.

Acabadas ya las fiestas de su coronación, el Rey se despidió del Pontífice y Cardenales, y con mucha gracia del pueblo Romano, con quien el día de su coronación se mostró muy liberal y magnífico se volvió con la misma armada por mar, y desembarcó en el puerto de Colliure en Cataluña. De allí se fue a Zaragoza, donde con grande triunfo fue recibido. Luego los principales de su consejo propusieron, que para beneficio y quietud de sus reynos convenía mucho casarse, y dejar sucesor y heredero: y para esto considerase la gran dignidad de su persona real, y que no se
sufría tomar mujer sino de ygual sangre y digna de tal marido. De lo cual la Reyna Doña Sancha, que ya se había confederado con el Rey, tenía muy grande cuidado, y había pensado en la que le convenía escoger por nuera, pues aunque se ofrecían algunos buenos matrimonios con hijas de Reyes, y con sucesión de reynos, como el de Chipre, y otros: a ella no le parecía bien ninguna, teniendo puestos los ojos y el alma en Doña María Princesa de Mompeller. La cual poco antes, muerto Don Guillen su padre había quedado legítima heredera, y absoluta señora de la ciudad y estado, a esta deseaba la Reyna por nuera, y mujer del Rey su hijo, no tanto por su valor y estado, ni por ser de sangre imperial, cuanto por algún escrúpulo de conciencia que la atormentaba, acordándose del agravio pasado, hecho por Don Alonso su marido contra Matilda hija del Emperador de la Grecia, madre de Doña María: y de los desacatos y mal tratamiento que su marido Don Guillen usó con ella, que todo lo refería la Reyna a su propria culpa, y pensaba repararlo con este casamiento de los hijos de ambas: puesto que en publicarse este matrimonio, no faltó quien secretamente dijo a la Reyna mirase muy bien lo que hacía: porque había muy grande sospecha de Dona María, era secretamente casada con otro marido, y que tenía dos hijas de ella. La Reyna como fuese magnánima, y muy porfiada en llevar adelante lo que pretendía, no solo no dio fé a lo dicho, pero mandó a los que se lo habían revelado, lo tuviesen muy secreto, y comenzó a dar más priesa a lo comenzado, temiéndose, que andando este rumor por la Corte, los grandes, y los del consejo real, no diuertiesen al Rey de este casamiento. Por eso procuró con mucha arte y maña de atraerlos a todos a su parecer, mandando sembrar por el pueblo muchas razones, con las comodidades provechosas en favor del matrimonio que convenía mucho al Rey aceptarlo, aunque poco después de concluido, la Reyna padeció mucho, y pagó la pena de su apresurado deseo: o por el descontentamiento que del matrimonio el Rey tuvo, o por causas antiguas, con las cuales se renovaron los enojos y rencillas pasadas contra la Reyna: en tanta manera, que hasta que murió le duraron. Así que viniendo bien el Rey en el concierto, los grandes, y aficionados a la Reyna, por contentarla, loaban el matrimonio con cuantas razones podían, diciendo que sucediendo el Rey en el Principado de Mompeller, con ser tierra fuerte y gente belicosa, no solo aprovecharía mucho para la confederación del condado de Rosellón su vecino, pero también a los pueblos comarcanos de la Provenza, y que convenía mucho más por el grande lustre del imperial parentesco, que con este matrimonio ganaba la casa real de Aragón, por ser Matilda hija del Emperador de la Grecia, y madre de doña María: la cual como hija de Emperador, se podía llamar Augusta (que es título de las Emperatrices) siendo Reyna de Aragón, para mayor honra y decoro de sus hijos y descendientes. Estas y otras razones sembradas por el pueblo movieron tanto los ánimos de todos (por ventura por lo que Dios obraba en este matrimonio) que después de haberlo consultado con doña María de Mompeller, y en venir bien ello, el Rey partió muy acompañado de prelados y principales del reyno para Mompeller, y siendo con grande triumpho recibido de los Regidores y pueblo, celebró sus bodas con doña María con muy grande solemnidad y fiestas, para que de aquí saquemos, que no fue por artificio, ni saber humano, sino por especial obra de la divina mano, que lo rige y dispone todo suavemente, que con un mismo acto, no solo la injuria hecha al Emperador, pero la afrenta de su hija, por la inconstancia del Rey don Alonso, quedasen recompensadas: y con solo el matrimonio de los hijos de ambas partes, enteramente restituida la honra a cada cual de ellas. Mas porque el fruto verdadero de las bodas, y matrimonio, es la generación y descendencia, digamos de la nunca pensada, y milagrosa concepción de nuestro gran Rey don Iayme.
Capítulo XI. De la notable invención y arte que la Reyna doña María usó viéndose tan despreciada del Rey, para concebir de él.

Conforman todos los historiadores antiguos y modernos en contar la extraña concepción y nacimiento del infante don Iayme: puesto que en el modo y discurso de cada cosa, y como
ello paso, discrepan en algo, pues los unos lo pasan breve y sucintamente, por más honestidad, como la propria historia del Rey: otros cuentan muchas y diversas cosas sobre ello, porque son amigos de pasar por todo, y es cierto que convienen todos con el Rey, y como está dicho, en solo el modo difieren. Por tanto tomando de cada uno lo más probable y menos discrepante, nos resolvemos en lo siguiente. No mucho después que el Rey celebró sus bodas con doña María su mujer, y se partió con algún descontento de ella. o porque ya tuviese alguna noticia de su primer casamiento, o porque de ser el Rey de su costumbre aficionado y perdido por mujeres la
menospreciase, o en fin porque fuese Dios servido, que por los mesmos trabajos que pasó la madre pasase la hija, padeció con él grandes fatigas, y vivió siempre con sobresaltos y angustias, pues aun con ser ella hermosa y honestísima no solo la despreciaba, pero así desenfrenadamente se enamoraba de otras, y le volvía el rostro, que por no hacer vida con ella se iba de pueblo en pueblo, y cuando le acontecía estar con ella, nunca de sus doncellas y damas partía los ojos hasta que con grandísima afición los puso en una hermosísima y honestísima viuda, a quien, muerto su marido en Mompeller los parientes, que eran gente muy noble, la encomendaron a la Reyna, para que debajo su amparo y recogimiento conservase su buena fama y persona. Sintiendo esto la Reyna y considerando lo que de aquí se podía seguir, para quedar ella perpetuamente sin hijos, y en desgracia de su marido, y que de la misma manera que a su madre se le daría repudio y aun peor, determinó de mirar por si, y salir de Mompeller a una aldea cerca, que se decía Mirauall, lugar ameno y deleitoso, a la ribera de la Garona, y llevó consigo a la viuda para mejor guardarla del Rey, y pasar su ausencia en aquella soledad con paciencia. Pero como temiese que aquella ausencia, no fuese lazo y ocasión del repudio, determinó de ganarle por la mano, y en aquellos mismos enredos se le aparejaban tomar al Rey, mayormente por tan buen medio como halló para ello, en un criado del Rey muy su privado, y tercero en los amores de la viuda, que la solicitaba muy disimuladamente.
Pues como la Reina un día hallase a este criado en un rincón de la sala hablando muy en puridad con la viuda, llegada a ellos, con voz baja, aunque muy airada, le dijo. Tengo tan grande ira contra ti, traidor malvado, que si la maldad que agora tratas de hacer contra la honra de palacio, no fuese mayor contra mí que contra el Rey mi marido, días ha que ante sus ojos, por muy privado suyo que seas, te hubiera mandado hacer mil pedazos, porque pasases por el merecido castigo de tu desordenado atrevimiento; con todo esto, pues tú eres mandado, y osas an aventurar la vida por servir a tu Rey mi señor, aunque en ello me haces notable injuria, digo que por no darle disgusto yo me olvidaré de ella, y seguiré en todo su voluntad y apetito, y que pues te veo tan puesto en los amores de esta viuda, (pues así lo quiere mi fortuna ) no le contradiré: antes tomaré los hijos que hubiere de ella, por míos propios, como de criada mía, y de mi marido, y me los prohijare: solo que se tenga cuenta con la honra de esta viuda por ser mujer principal y bien nacida, a la cual ni ha de ver el Rey, ni ser visto de ella, y me prometas de tener muy secreto lo dicho y hecho, y que por
ninguna vía se entienda haber yo consentido en ello. Como oyó esto el criado del Rey, cuyo camarero era, holgose en extremo, por ver a la Reyna tan súbitamente de muy airada vuelta en su favor, y también encaminados los amores del Rey. Con esto se partió a la hora para Latès pueblo pequeño, donde el Rey estaba a dos leguas de Miravall, y le contó por orden todo lo que con la
Reyna había pasado: lo cual al Rey plugo mucho: y más de que el concierto fuese para luego.


De manera que el Rey, o solicitado por el camarero, o rogado por un principal barón de Mompeller, a quien la historia Real nombra Guillé Alcala, fue a prima noche a Mirauall a verse con la Reyna, llevando consigo al mismo Alcalá, y llegando, fue con grandísima alegría recibido de la Reyna; a quien también se mostró él con rostro muy afable y alegre, y se puso a cenar y a conversar muy regocijadamente con ella: no consintiendo la Reyna que otri que sus damas les sirviesen a la mesa, la cual levantada, comenzó el Rey a mirar una a una, como solía, a todas las damas, y como no viese su amada viuda entre ellas, creyendo estaría retirada para mejor prepararse y hacer bueno el concierto, fingió sueño, e hizo señal al camarero que le guiase a la cama, y puesto en ella, aguardó muy atento, hasta que vencido del sueño se adurmió, y a la hora la Reyna su verdadera y casta mujer fingiendo ser la viuda, entró en la cama con su propio marido, y por la mañana antes que el Rey se levantase mandó abrir las ventanas y llamar a Guillen Alcala, que aguardaba ya en la antecámara, entrase dentro, para que pudiese en algún tiempo testificar como había visto en una cama juntos al Rey y a la Reyna. De donde se levantó el Rey con alguna cólera, y luego se fue para Lates, y con todo lo hecho, siempre estuvo muy esquivo y diferente de la voluntad y bien querer de la Reyna, tanto que poco después hizo público divorcio con ella como adelante diremos.
Capítulo XII. De la batalla de Úbeda (Vbeda) donde Vencieron los Reyes de Castilla, Navarra y Aragón a doscientos mil Moros.

A esta sazón que el Rey salía de Miravall, fue llamado para acabar el más alto y más esclarecido hecho de armas que nunca se le ofreció, para ganar con él mayor fama y gloria, que todos sus antepasados. Porque partiéndose para Cataluña en llegando a Barcelona recibió cartas de los Reyes de Castilla y de Navarra, avisándole como había pasado de África a la Andalucía innumerable ejército de Moros, los cuales juntados con los de Granada, Portugal, y Valencia llegaban a doscientos mil, con ánimo, según publicaban, de conquistar de nuevo toda la España. Por lo cual le rogaban que por el bien común suyo y de toda la Cristiandad, no dejase de venir luego con el mayor ejército que pudiese a Toledo, donde los hallaría ya puestos en orden con todas sus gentes para la general defensa de España. Entendido esto por el Rey, luego mandó publicar guerra contra moros por todos sus reinos y señoríos, mayormente por Cataluña, donde se le ofrecieron todos con gente y armas, y más con el tributo del
bouage que era como después declararemos. Un tanto por cada cabeza de ganado. De manera que siendo pregonado sueldo contra moros, sacó de los reynos
de Aragón, Cataluña, Mompeller, y la Provenza un ejército poderosísimo de hasta veinte mil infantes, con tres mil y quinientos caballos entre hombres de armas y caballos ligeros, los cuales llegados a Toledo, y juntados con los ejércitos de Castilla y Navarra, fue fama que llegaron a cien mil infantes y diez mil caballos. Con esta gente y tan formado ejército fueron a buscar al de los moros en la Andalucía hacia el barranco Mariano: a las navas de Tolosa, que dicen, donde los Moros habían asentado su real: y sin más aguardar, les dieron la batalla, la cual duró muchas horas, y fue dudosa por ambas partes hasta que con las fuerzas e industria del ejército Aragonés que servía
de retaguardia (según el Arzobispo Don Rodrigo lo cuenta en su Historia) la victoria vino a declararse por los Cristianos, y fue en ella herido el Rey don Pedro, aunque no de muerte. En esta batalla, conforman todos los que escribieron de ella haber sido muertos cien mil moros y
que los demás con el Miramamolin huyeron desamparando el real, el cual fue dado a saco por los Cristianos, y tomadas las riquísima tiendas del Miramamolin, con infinitos despojos. Esto fue todo por la liberalidad y magnificencia del Rey de Castilla don Alonso el
viii, repartido entre los ejércitos de Aragón y Navarra que con grande gloria y triunfo de esta victoria se volvieron a sus reynos: y por los milagros en ella vistos, se instituyó por toda España la fiesta y solemnidad del triunfo de
la Cruz.

Capítulo XIII. Del nacimiento del Príncipe don Iayme, y de los extraños misterios que en su bautismo acaecieron.

En este medio la Reyna doña María, a quien dejamos en Miravall, deseando que llegase a bien la real esperanza que del Rey su marido se hallaba en su vientre depositada, se encomendaba muy de corazón a Dios nuestro Señor, y a su bendita madre, con sus santos Apóstoles, acrecentando su devoción con muy grandes obras de caridad y religión, siendo muy larga y liberal para los pobres, y muy magnífica con las iglesias y monasterios de religiosos, para que por todos se encomendasen sus cosas a Dios: tomando con grande paciencia la extrañeza y crueldad del Rey, y consolándose con el fruto de bendición que esperaba, en quien tenía puesto todo su descanso hasta que llegó el tiempo del parto, para lo cual se preparó muy de propósito, como menester era, para hacer fé y testimonio del buen suceso. Por esto partió de Miravall y entró en Mompeller, y se aposentó en el palacio de los
Tornamiras, por ser casa grande, y de muy ricos aposentos: a donde mandó juntar todos los principales ciudadanos con sus mujeres, para asistir y hallarse presentes a su parto: del cual con el favor divino nació un infante muy formado y bellísimo, el primer día de Hebrero en la noche, año del virginal parto (como dice la historia Real) M. cc viii, que era día celebrado con ayuno y vigilia de la fiesta y purificación de la virgen y madre de Dios nuestra Señora.

Cuando comúnmente por todas las iglesias de la Cristiandad, con mucha solemnidad se bendicen las velas de cera para ilustrar los sacrificios divinos. Esa misma noche del nacimiento, el recién nacido niño fue por mandato (mandado) de su devota madre llevado a la iglesia mayor de la ciudad, acompañado de todo el pueblo que no cabía de regocijo, para solo hacer infinitas gracias a nuestro Señor, y a su gloriosa madre por tan próspero parto, y acaeció entrar el Infante por la iglesia, pasada la media noche, al punto que los Canónigos celebraban los maitines, y entonaban en voz alta el cántico
Te Deum laudamus, a donde hechas gracias, y pasando a otro templo que llaman de sant Firmin, en el cual así mismo celebraba los maitines, se siguió (lo que también se tuvo a milagro) que llegó a entrar, al tiempo que en alta voz comenzaban el cántico Benedictus Dominus
Deus Israel. Mas determinando la Reyna que el mismo día de la Purificación fuese el niño bautizado, y pensando sobre cual de los doce Apóstoles le daría su nombre, mandó traer doce velas de cera blanca de igual peso, y una misma hechura, las cuales ofreció a los doce Apóstoles, en cada una escribiendo el nombre de uno, y encendidas todas juntas, con propósito de que si alguna durase más que las otras, fuese el nombre del Apóstol, a quien la vela estaba dedicada, impuesto al niño, y allí acabadas de consumir las otras, la del Apóstol sant Iayme, o Santiago (que todo es uno), quedó encendida, y luego fueron al templo, y bautizado el niño le fue como del cielo impuesto el nombre de Iayme, para que a imitación del glorioso Apóstol patrón de España, que echó de ella la gentilidad con la introducción de la ley Evangélica: así don Iayme echase la secta Mahometica de los reynos por él conquistados, y los sujetase al Evangelio y nombre de Cristo. Todas estas cosas maravillosas que acaecieron en el nacimiento del Príncipe don Iayme, como señales de un gran Rey causaron en doña María su madre grandísima admiración para que a imitación de la soberana María Reyna de los Ángeles las observase, como misterios, y en su alma confiriese lo que de tan altos principios se podía esperar. Porque no era muy diferente de la tiranía de Herodes en la persecución del niño Iesus, y de su madre bendita, lo que a don Iayme acaeció, cuando siendo muy tierno, estando en la cuna (como el mismo lo escribe) le cayó una gran piedra sobre ella (no se sabe si acaso o echada por alguno que pensara muerto él, reinar) y aunque con grande estruendo rompió la cuna quedó el niño sano, y sin lesión alguna. también por lo que fue después perseguida la madre de sus hermanos, puesto
pleyto contra ella, por quitarle el estado, y que por esto, como se dirá, fue forzada huir a Roma, y sufrir tan gran dolor como padeció dejando a su queridísimo (carísimo) hijuelo tierno, de cuatro años, tan apartado de sí, y que después viniese a poder de sus enemigos, aquellos que le mataron al padre: de los cuales tanto más se había de recelar no matasen al hijo, por que faltase quien vengase al mismo padre.
Capítulo XIIII (XIV). Como el Rey puso divorcio con la Reyna, y del pleito de sus hermanos contra ella, y como fue a Roma y hubo sentencia en favor contra todos.

Desde que el Rey se partió de Mirauall, nunca después hallamos que volviese a verse con la Reyna, ni bastó su felicísimo parto, ni su gran paciencia, para ablandar tan duro pecho, y que dejase de perseguirla tan a la descubierta, que vino a hacer divorcio con ella. Y no paró hasta que la causa del divorcio se remitió a Roma al mismo Pontífice Innocencio III, dando por suficientes causas que doña María antes que casase con él había consumado matrimonio con el Conde de Comenge en Guiayna, y tenido dos hijas de él y que siendo este mismo
vivo, sin haber sido apartada de él por autoridad de la iglesia ni dado por nullo el matrimonio había contraído el postrero. Mas añadió por causa de nulidad de su parte que antes de haber consumado el matrimonio con doña María había carnalmente conocido una prima hermana de ella. Lo cual entendido por el summo Pontífice cometió luego el conocimiento de la causa a los principales Prelados de la Guiayna reservando a si la decisión y sentencia que se había de dar sobre ella. Pero prevaleciendo el poder y favor del Rey, y conociendo doña María que su causa iba mal, determinó de recurrir (recorrer) al mismo Pontífice, y declararle las causas que en descargo suyo y firmeza del matrimonio tenía, las cuales en suma fueron. Como forzada ella y amedrentada por las amenazas de muerte que don Guillen su padre le hizo, hubo secretamente de contraer matrimonio con el Conde de Comenge, con el cual tenía parentesco y que no se hubo jamás gracia ni dispensación del Papa para poder legítimamente casar con él. Y también que era muy notorio como el mismo Conde, al tiempo que se casaron, estaba ya públicamente casado con dos mujeres, ambas viudas (biuas), la una llamada Guillerma Barcen: la otra hija del Conde de Bigorra, y que de las dos tuvo hijos. Toda esta verdad del hecho bastantemente probada, se envió a Roma muy autenticada y sellada, a darse en proprias manos de su Santidad. Pero pareciendo a doña María, que tenía otras más justas causas para impedir el divorcio,
las cuales no se podían descubrir sino a sola la persona del Pontífice y también porque el favor del Rey prevalecería en Roma, ausente ella, determinó de ir allá en persona, para más bien de su carísimo hijo, el cual dejó encomendado al gobernador de Mompeller para que hiciese de él a voluntad del Rey: y ella bien acompañada llegó a Roma, a donde fue muy honradamente recibida y tratada como Reyna, del Pontífice y Cardenales y de todo el Senado y pueblo Romano. Y luego después de oída su información particular, con las demás ya dadas, y muy bien examinada la causa en contradictorio jvicio con los procuradores del Rey: de consejo y voto del sacro Collegio de los Cardenales, y auditores de rota, y habida consulta con los mayores letrados de Italia, diose por sentencia. Que don Pedro Rey de Aragón estaba legítimamente casado con doña María hija de don Guillen señor de Mompeller, por haber sido pública y solemnemente in facie Ecclesiae contraído el matrimonio: que no se podía deshacer por la objeción por él hecha de parentesco que había trabado antes del matrimonio con la parienta de Doña María. Lo cual era de ninguna fuerza y valor, porque esto nunca se probó: y menos lo que se oponía del primer matrimonio de doña María con el Conde de Comenge el cual fue nulo, no solo por el parentesco que doña María tenía con el Conde, pero mucho más, porque siendo este casado ya antes públicamente con la hija del Conde de Bigorra, y habido hijos de ella, encubriéndolo clandestinamente hizo el segundo con doña María que no lo sabía. Y más porque con violencia de su padre fue forzada a consentir en ello. Por donde no había lugar de divorcio por ser el matrimonio legítimamente contraído. Esta fue la sentencia que contra el Rey en favor de doña María se publicó en Roma, en el mes de Hebrero del año, M. ccxiij, y quedó registrada en el libro de los decretales Pontificales como la historia del Rey lo afirma. La cual sentencia fue luego remitida por el Pontífice al Rey Don Pedro, juntamente con un
rescripto, por el cual su Santidad le amonestaba y rogaba aceptase y tuviese por buena la sentencia en favor del matrimonio, pues se había pronunciado después de haber sido muy mirada y examinada por el sacro Collegio de los Cardenales y comunicada con los más célebres Doctores de toda Italia, y que era como de la mano de Dios, por quietar su conciencia y atajar tantas revoluciones y alborotos
de sus reynos que fácilmente podrían seguirse de la división y divorcio, mayormente por la honra de doña María, mujer (como lo mostraba) prudentísima y Cristianísima: y también de su hijo don
Iayme común prenda de los dos. De cuya sucesión no podía esperarse sino gran beneficio y pacificación para todos sus reynos. Mas dudando el Pontífice que el Rey pasase por lo juzgado, cometió la ejecución de la sentencia a los Obispo de Auiñon y Carcassona, para que con censuras eclesiásticas compeliesen al Rey, no admitiéndole apelación alguna, a obedecer la sentencia. Con todo esto el Rey endurecido en su obstinación y pertinacia, no quiso obedecer. Por esta causa la
Reyna, a efecto de librarse de la ira del Rey, y por ver más al seguro el éxito (suceso) de sus negocios, determinó quedarse en Roma, hasta que con la muerte del uno, o del otro, le diese fin a tantos males. también por ver concluida la otra causa y pleito que como dijimos, estaba contestado ante el mismo Pontífice, entre su hermano y ella. En la cual también se dio sentencia, y declaró el Papa, que Guillen
pretenso hijo de don Guillen señor de Mompeller, como bastardo, nacido y procreado en vida de la primera y legítima mujer de don Guillen fuese inhabilitado para la sucesión y herencia del estado; y que Doña María su hermana como única hija de don Guillé de legítimo matrimonio nacida, era la verdadera y universal heredera, que sucedía en los estados de su padre:
y por la misma causa declaraba como la sucesión de Mompeller pertenecía al Príncipe don Iayme su hijo. Con esta sentencia se dio final al pleito, y doña María quedó pacifica señora de todo su estado.

Capítulo XV. Que el Príncipe don Iayme fue encomendado por el Rey su padre al Conde Simón de Monfort, y como fue condenada la herejía que se levantó en la ciudad de Albi.

Al tiempo que esto pasaba en Roma, movido el rey por la furia y mala intención de algunos, y por
la sentencia contra él dada, tenía tanta ira contra la Reyna, que por su respecto mostraba del todo aborrecer a su propio hijo don Iayme, ni curaba de hacerlo criar como quien era, ni aun permitía se lo trajesen (truxesen) delante, puesto que debajo de aquella tierna edad el niño, así con la presencia y dignidad de rostro, como con la bella estatura y proporción de cuerpo, daba de si grandes señales de su valor y magnanimidad real: de manera que siendo de todos muy amado y respetado, a solo el Rey desplacía. Hallábase a esta sazón en la corte del Rey un caballero principal llamado Simón de Monfort Conde de Carcassona y Besiers, pueblos principales de la Guiayna, vecinos a Mompeller, hombre hecho para paz y guerra, y en armas muy señalado, y que estaba tan obligado al Rey, que por su intercesión el mismo Pontífice Innocencio III le había dado en feudo el Condado con otros pueblos. Este teniendo grande lástima del niño don Iayme, y de la poca cuenta que de él se tenía para criarlo como a hijo y sucesor en los reynos, rogó al Rey se lo diese, que lo criaría en su casa, y tendría (ternia) especial cuidado de enseñarle la disciplina y costumbres reales, y mirar por él como quien era. No le pesó al Rey de la demanda del Conde, porque pensaba era su fin prohijárselo para casarle con su hija única, y hacerle sucesor en sus estados, por esto tuvo por bien que se lo llevase. Horrible y miserable cosa, que se encomendase y diese a criar el hijo, a quien antes de cumplir el año había de ser homicida del padre que se lo encomendó. Era pues este Conde muy valeroso caballero y capitán famosísimo de aquel tiempo, cuando el mismo Pontífice mandó juntar grande ejército en Guiayna, y le hizo general de él, contra los Condes de Tolosa, de Foix y de Comenge, por ser autores y defensores de la herejía de los Albigenses que poco antes se habían levantado en la ciudad de Albi en Guiayna, renovando la aborrecible secta de los Manicheos, Arrianos, y Vualdenses.
Uno de los que más impugnaron y persiguieron estos errores con su continua predicación, y públicas disputas, fue santo Domingo Español, que entonces era Canónigo reglar del orden de S. Agustín, y fue después por él fundada la religiosísima orden de Predicadores (como en el libro siguiente diremos) hasta que por el dicho Pontífice se tuvo el celebérrimo Concilio Lateranense en Roma, en el cual concurrieron los dos Patriarcas de Ierusalen y Constantinopla, lxx. Arzobispos, cccc. Obispos, xj. Generales de órdenes, y ccc Abades, y Priores de monasterios principales, además de los Embajadores de todos los Reyes y Príncipes Cristianos: por el cual fue condenada y confundida esta herejía, y los defensores de ella condenados a privación de sus estados y señoríos, aplicándolos al fisco de la iglesia, y cámara Apostólica. Para la ejecución de esto el Conde Monfort por general del ejército, y antes de todo esto comenzó ya a perseguir a los Condes. Por esta causa el Rey, siendo cuñado suyo el conde de Tolosa, tuvo gran odio al Conde Monfort, y entendió en perseguirle.


Capítulo XVI. Como el Rey movió guerra al Conde Monfort, el cual se le humilló, y no queriendo aplacarle, le dio batalla campal, y mató su real persona.

Crecía de cada día el rencor y enemistad que el Rey tenía contra el Conde Monfort, con la nueva
ocasión que para ello dieron los pueblos de Carcassona y Besiers, por industria, como se sospechó, del mismo Conde en menosprecio y notable afrenta del Rey, al cual los pueblos enviaron con engaño sus embajadores, quejándose del Conde, que los maltrataba y regía tiránicamente, que le suplicaban los tomase debajo su amparo y defensa, porque a la hora se le entregarían todos con sus fortalezas. Lo que siempre se creyó fue hecho con maña y arte del Conde, para descubrir el ánimo del Rey si escucharía el ofrecimiento hecho por sus pueblos, para con esta ocasión apartarse de su amistad. Pues como el Rey viniese con poca gente a los pueblos del Conde para tomar posesión de ellas y hacer luego venir gente de guarnición para defenderlos como se lo habían pedido, salían sin orden al camino, diciendo a voces que ellos emplearían sus vidas y personas por su alteza, y que esto bastaba para tenerse por obligado a defenderlos. Con estas palabras fingidas, juntamente con muchas danzas de mujeres hermosas, que al Rey tanto agradaban, le entretenían, sin dársele ni permitir pusiese guarnición de gente en sus tierras. Entendida por el Rey la burla manifiesta, y que era por invención del Conde ordenada, determinó hacerle abierta guerra hasta coger su persona.
A lo cual se adelantó el Conde, y (como dice la historia real) vino a una villa llamada Muret en el campo de Carcassona, muy cerca de donde el Rey estaba con su ejército que de presto había mandado hacer, y venir con algunos principales de Cataluña. Trajo (truxo) el Conde para su defensa mil caballos ligeros los más escogidos de la tierra, y se puso en orden, así para acometer, como para defenderse del Rey: el cual como lo supo movió su ejército, y se fue allegando para cercar la villa y cogerle dentro. El Conde, que entendió esto viendo su peligro tan manifiesto por la mucha gente que de cada hora aumentaba el ejército del Rey, enviole a pedir treguas, y tentó con honestos partidos de entregársele, queriendo antes hacer experiencia de la clemencia del Rey, que por armas probar su fortuna. Como el Rey no quisiese escuchar concierto alguno, antes con la sobrada cólera e ira hiciese marchar el ejército contra la villa, sin aguardar la demás gente de Cataluña que para otro día se esperaba, determinó luego en llegando dar el asalto. Como el Conde vio la dureza del Rey, medio desesperado, animó de nuevo a los suyos, protestando ante todos, como se había rendido al Rey, ofreciéndole cuantos medios y modos de paz había podido, por no venir con él a las manos: pero que pues no había sido escuchado, ni podido sacar al Rey de su obstinación sería muy gran mengua suya y de tan valerosa y lucida caballería como allí se hallaba, rehusar la batalla.
Por tanto les rogaba, que pues con haberse humillado al Rey, había mejorado su querella, se esforzasen, y le ayudasen a salir con ella.

Y así encomendándose todos muy de veras a nuestro Señor, y recibiendo su santísimo cuerpo en el sacramento, como lo acostumbraban siempre hacer al entrar en las batallas, salió al amanecer con sus mil caballos de la villa, y fuese para el ejército del Rey, que ya se había extendido en dos alas para cercar la villa, dejando aquella parte, donde el Rey estaba, muy abierta, y mal guarnecida de gente. Conociendo pues el Conde el pendón del Rey, que suele siempre guiar la persona real, hizo un cuerpo de todo su escuadrón, mandando a todos que a ningún enemigo, aunque se rindiese, otorgasen la vida, y que no perdonasen a grandes ni a pequeños, ni a la misma persona del Rey. Hecha la señal, arremetió con grande ímpetu con todo el escuadrón contra el estandarte real, y fue tanto su ardor y presteza, que antes que los del Rey, que andaban por el campo esparcidos se pudiesen juntar para defenderle, los del Conde dieron en el cuerpo de guardia, y los mataron a todos con el mismo Rey. Pues como se publicase luego por el ejército la muerte del Rey, a la hora desampararon el campo todos. Lo cual hecho, mandó el Conde recoger su gente, y sin consentir se saquease el Real, ni entrar en las tiendas, se volvió con toda la caballería a sus tierras: aliviando su dolor y tristeza que de la muerte del Rey sentía, con la alegría y gloria de la victoria.

Fin del libro primero.

Continuar con el segundo libro

Libro cuarto

LIBRO CUARTO DE LA HISTORIA DEL REY DON IAYME DE ARAGÓN, PRIMERO DE ESTE NOMBRE, LLAMADO EL CONQUISTADOR.

Capítulo primero. Como el Rey fue declarado sucesor en las tierras de Ahones, y que don Fernando se alzó con Bolea, y de las ciudades que le siguieron.

Con la desastrada muerte de don Pedro Ahones quedó casi postrada del todo la desvergonzada liga y engañosa machina que fue contra el Rey por sus más propincuos deudos y allegados fabricada. La cual puesto que el Conde don Sancho la puso primero en campo: y después la encaró Ahones para que fuese certera, don Fernando fue el atrevido que osó dispararla (
desparalla). Mas aunque fue mayor la estampida que el golpe, y más presto tentada la paciencia Real que vencido su valor, y magnanimidad, no por eso dejó de haber para los tres, por el atrevimiento, su merecido castigo y debida pena. Pues ni el Conde don Sancho osó más parecer ante el Rey en Corte: ni Ahones se escapó de venir a morir en las manos del Rey: ni en fin don Fernando (que sin duda fuera más castigado que todos, si el parentesco Real no le librara) pudo pasar más de la vida quieta, sino con sobresalto y mengua. Pues ni se le permitió jamás dejar el hábito, ni la dignidad que tenía para pasar a otra mayor, ni por sus pretensiones del Rey no haber ninguna otra recompensa. Puesto que por la benignidad del Rey, ni fue echado de su consejo real, ni jamás privado de su conversación y secretos: prefiriendo siempre la persona y autoridad de él a la de todos: no embargante, que por lo que agora y a delante veremos, siempre le fue don Fernando por su innata inquietud e insolencia, una perpetua ocasión y ejercicio de magnanimidad y paciencia. Muerto pues Ahones, y llevado por el mismo Rey a sepultar a Daroca, como no quedase legítimo heredero de él, declaró el consejo real que en todos sus señoríos y tierras sucedía el Rey, y que a esta causa fuese luego a tomar posesión de Bolea villa principal y vecina a Huesca, la cual por ella sucesión ab intestato le pervenía, y que se hiciese luego prestar los homenajes, antes que la mujer de Ahones, o el Obispo de Zaragoza don Sancho hermano del muerto, se alzasen con ella y le pusiesen gente de guarnición para defenderla: y que podía ser lo mismo de los dos Reynos de Sobrarbe y Ribagorza: por haberlos tenido Ahones mucho tiempo en rehenes, por una gran suma de dinero, que había prestado al Rey don Pedro para la jornada de Vbeda: y también por el derecho de ciertas caballerías de honor, que por servicio se le debían. Conformaron todos en que luego fuese el Rey a tomar posesión de ellos. Al cual pareció lo mesmo, y que sería muy gran descuido suyo, perder estos reynos, haciendo merced a otri dellos, antes de tener los demás estados suyos pacíficos: mayormente por encerrarse en ellos muchas villas y lugares con cuya confianza Ahones había tomado alas y orgullo para rebelársele. Por esto determinó de no más enajenarlos por empeños, ni otras necesidades sino que volviesen a encorporarse en el patrimonio Real para siempre. Señaladamente, por haber visto en las cortes que tuvo poco antes en estos Reynos, la mucha calidad e importancia de ellos. Con este fin junto alguna gente de a caballo de poco número: porque a la verdad pensaba que Bolea se le entregaría, sin resistencia alguna. Y así fue para ella, enviando delante algunos caballeros para que tentasen los ánimos de los de Bolea, y se asegurasen de la entrada. Pero le sucedió (sucediole) muy al contrario de lo que pensaba. Porque don Fernando que nunca reposaba, sabida la muerte de Ahones, luego sospechó lo que el Rey haría, y con gran número de gente y copia de vituallas, se metió en la villa, confiado de que apoderado de esta, y no hallándose otro legítimo heredero de Ahones, no solo se haría señor de todas sus villas y lugares con los dos Reynos arriba dichos, pero aun los haría rebelar contra el Rey, y esto con el favor del mismo Obispo de Zaragoza, que podía mucho, y deseaba en gran manera vengar la muerte de Ahones su hermano. También por lo mucho que confiaba en el poder de los Moncadas, y de otros señores y barones de Aragón y Cataluña a quien el Rey había ofendido, y él con muchas dádivas y otros medios obligado a que le siguiesen. Pudo tanto con esto, que no solo a los de Bolea, pero aun a la gente de los dos reynos pervirtió de manera, que se ofrecieron a servirle y seguirle contra cualquiera. Como el Rey llegase a Bolea, y la hallase muy puesta en defensa, y a la devoción de don Fernando que estaba dentro, determinó pasar adelante, y apoderarse de los principales lugares y fuerzas de los dos reynos, con fin de romperla contra don Fernando. Sabido esto por don Fernando, de muy amargo y sentido por la muerte de Ahones, y mucho más por temerse, de que siendo él igual y mayor en la culpa, no fuese lo mismo de él: propuso de hacer rostro al Rey con abierta guerra: tanto que osó decir en público, no pararía un punto hasta que lo hubiese echado del Reyno. Lo cual pensaba él acabar fácilmente, por tener en poco al Rey así por su poca edad y experiencia, como por los muchos y muy principales amigos, que en la gobernación pasada él había granjeado, y sabía que no le habían de faltar. Por donde le fue muy fácil traer apliego la común rebelión de los de Zaragoza, con los demás pueblos grandes del reyno, excepto Calatayud (como dice la historia del Rey) y otros también escriben de Albarracín y Teruel que fueron fieles. mas no se contentó con lo de Aragón don Fernando, que tambien escribió al Vizconde don Guillé de Moncada en Cataluña, que de la guerra pasada quedaba muy escocido contra el Rey: para que con la más gente que pudiese viniese luego, y no perdiese tan buena ocasión para vengarse de lo pasado. De suerte que el Vizconde solicitado del intrínseco odio y temor que al Rey tenía, no dejó de intentar cuanto contra su real persona se le ofrecía, en que podelle ofender.

Capítulo II. De la venida del Vizconde de Cardona en favor del Rey, y de los extremos que hacía el Obispo de Zaragoza por vengar la muerte de Ahones, y de la matanza que don Blasco hizo en los zaragozanos.

Sabido por el Rey lo que pasaba, y que don Fernando se ponía muy de veras contra él en esta guerra, dejó la del monte, y descendió con su ejercito que ya iba creciendo a lo llano a la villa de Almudévar, de donde pasó a Pertusa en el territorio de Huesca. En esta sazón el Vizconde don
Ramón Folch de Cardona sabida la necesidad y trabajo en que el Rey estaba, y la junta de gente que el Vizconde de Bearne con los suyos hacían, para ir a favorecer a don Fernando contra el Rey, junto con don Guillen Ramón de Cardona su hermano, una muy escogida banda de hasta 60 hombres de armas. Y partido para Aragón llegó primero que todos los demás socorros que vinieron, a los contornos de Zaragoza, donde halló al Rey, al cual se ofreció con todo su poder y gente para servirle hasta morir en su defensa. Esta venida del Vizconde con tan principal socorro fue tenida en mucho por el Rey, así por ser tan a tiempo, como porque con su autoridad y ejemplo el Vizconde movió a muchos en Cataluña para seguir y favorecer la parcialidad Real: lo mandó (mandolo) alojar con toda su gente muy principalmente: y pues se halló con tan buen cuerpo de guarda, mandó a don Blasco de Alagón, y a don Artal de Luna fuesen con una compañía de infantería, y una banda de caballos a hacer guarda en la villa de Alagón contra los Zaragozanos, que por no haberlos seguido juraron de saquearla: quedándose con el Rey don Atho de Foces, don Rodrigo Lizana, don Ladrón, y el Vizconde con su gente. A vueltas de todo esto, el Obispo de Zaragoza había juntado gran número de soldados de los que habían quedado de Ahones su hermano, y estaba tan puesto en la venganza de su muerte, que sin acordarse de su dignidad Pontifical, ni del respeto que a su Rey debía, demás del escándalo y mal ejemplo que de si daba, salió a puesta de Sol de Zaragoza
con su ejército, y marchando toda la noche llegó a la villa de Alcubierre, la cual por no haber querido poco antes, siendo requerida, juntarse con los de Zaragoza contra el Rey, la dio a saco: y por ser en tiempo santo de la cuaresma, para quitar de escrúpulo a sus soldados, decía voz en grito y con furiosa ira, que era tan santa y justa la guerra que contra el Rey hacía como contra Turcos, y por tanto absolvía, armado como estaba, a todos de la culpa y escrúpulo, que por el saco hecho tenían, y por mucho más que hiciesen. Demás que no solo afirmaba con pertinacia, que gente que se empleaba contra el tirano por la salud y libertad de la Repub. podía sin escrúpulo comer carne en los días prohibidos, pero aun prometía la celestial gloria a cuantos en esta guerra le seguían. También por otra parte los Zaragozanos por dar alguna muestra y señal de su mala liga y rebelión contra el Rey salieron segunda vez para el Castellar, que está cerca de Alagón, río en medio; el cual pasaron en barcos, y puestos en celada, enviaron alguna gente delante, porque fuesen vistos de los de Alagón, a efecto de que, saliendo sobre ellos, se retirarían con buen orden, hasta traerlos a dar en la celada. Como don Blasco y don Artal los vieron, sospechando lo que podía ser, se detuvieron aquella tarde, y los Zaragozanos viendo que no salían a ellos, se retiraron a la otra parte del río, por estar más seguros. Dejando pues don Blasco alguna gente de guarda en la villa salió a media noche con toda la caballería, y pasaron a Ebro con poco estruendo en los mismos barcos, y al romper del alba, dieron sobre los Zaragozanos, que los hallaron durmiendo, sin centinelas, y bien descuidados: y de tal manera los persiguieron que entre muertos y presos fueron trescientos, huyendo los demás. Esta victoria fue para el Rey y los de su parcialidad muy alegre, porque se creyó que todas las aldeas como miembros, entendiendo que la cabeza era vencida, perderían el orgullo, y se rendirían más presto. Luego vino el Rey a verse con los vencedores, para hacerles por ello las gracias, y tratar sobre lo que harían.


Capítulo III. De los aparatos de guerra que el Rey hacía, para el saco de Ponciano, y cerco que puso sobre la villa de las Cellas, y como fue presa.

En este medio que el Rey se detuvo en Pertusa, distrito de Huesca, mandó armar diversos trabucos e instrumentos de guerra, y asentarlos sobre los carros para llevarlos de una parte a otra (aunque con grande dificultad, por ser la tierra fragosa) por lo mucho que se había de valer de ellos en tan larga y porfiada guerra, como se le aparejaba. A la cual se preparaba con tanto ánimo, que como a uso de Vizcaínos, a más tormenta más vela, así cuanto más crecían los enemigos y rebeldes, tanto más ensanchaba su pecho, y se disponía a resistirles. Volviendo pues de Alagón para Pertusa, y llevando consigo al Vizconde con los suyos y la demás gente de guarda, de paso dieron asalto a la villa de Ponciano, que estaba por don Fernando: la cual fue luego entrada y saqueada. De allí pasó a la villa de las Cellas junto a Pertusa, y puso cerco sobre ella, y aunque estaban la villa y fortaleza muy bastecidas de gente y municiones, al tercero día que plantaron las máquinas y trabucos hacia las partes más flacas del muro, y comenzaron a batirlas, el Alcayde de la fortaleza vino a concierto con el Rey, que si dentro de ocho días no le venía socorro, le entregaría la fortaleza con la villa. Aceptó el rey el concierto, y un día antes que se cumpliese el plazo, dejando allí su ejército, pasó con poca gente a Pertusa, para dar prisa a juntar los Pertusanos con la Infantería de Barbastro, y Beruegal que había mandado venir, para que el siguiente día se hallasen todos en la presa de las Cellas.
En este mismo punto que el Rey estaba rezando en la iglesia de Pertusa, vieron de lejos venir hacia la villa al galope dos caballeros armados en blanco por el camino de Zaragoza, y eran Peregrin
Atrogillo, y su hermano don Gil. Llegados al Rey le avisaron como don Fernando y don Pedro Cornel, con ejército formado de la gente de que Zaragoza y Huesca, venía a más andar en ayuda de las Cellas, y no quedaban lejos. Como esto entendió el Rey, luego se puso en orden, y se partió con solos cuatro de a caballo para las Cellas. Mandando a los Pertusanos con los de Barbastro y Beruegal le siguiesen. Llegado a los alojamientos do habían quedado el Vizconde y don Guillen su hermano, con don Rodrigo Lizana, que con todo el ejército no pasaban de ochocientos hombres de armas, y mil y seiscientos Infantes, determinó esperar con estos a don Fernando: ni temió los grandes escuadrones de las ciudades, con ser cuatro tantos más que los suyos, por más empauesados que viniesen, como se decía. Había entonces en el Consejo del Rey un don Pedro Pomar, hombre anciano, y muy experimentado en cosas de paz y guerra, el cual considerando el mucho poder del ejército de don Fernando, que en número y bien armado excedía de mucho al del Rey, según los caballeros que truxeron la nueua lo afirmaban, y que la persona Real estaba en muy grande y manifiesto peligro, le pareció (pareciole) exhortar al Rey, mas le rogó que con gran presteza se subiese en un monte alto, que estaba junto a la villa, adonde con la aspereza del lugar defendiese su persona, hasta que llegase el socorro de los pueblos que aguardaba. Al cual respondió el Rey animosa y varonilmente, diciendo. Sabed don Pedro que yo soy el verdadero y legítimo Rey de Aragón, y que tengo muy justo y legítimo Señorío y mando sobre aquellos, que siendo mis verdaderos súbditos y vasallos toman injustamente las armas contra mí, como esclavos que se amotinan contra su señor. Por tanto confiando en la suprema justicia de Dios, y que tengo ante su divina Majestad más justificada mi causa que ellos, no dudo que con su divino favor podré con los pocos que tengo, resistir y vencer el grande ejército de los rebeldes y fementidos que viene contra mí, y así mi determinación es hoy en este día, o tomar por fuerza de armas la villa, o morir ante los muros de ella. Por eso vuestro consejo de fiel y prudente amigo guardadlo (guardaldo) para otro tiempo, que aprovechará con más honra que agora. Como acabó de decir esto, comenzó más animoso que nunca a instruir y poner en orden los escuadrones, con tanta diligencia y valor, como si ya estuvieran presentes, y le presentaran la batalla los enemigos: los cuales, como ni pareciesen, ni llegasen, y el plazo fuese cumplido, la villa con sus fortaleza se le entregó libremente, y fue librada de saco.

Capítulo IIII (IV). Como vino el Arzobispo de Tarragona a concertar al Rey con don Fernando, y no pudo: y como los de Huesca con astucia hicieron venir al Rey, y del gran trabajo en que se vio con ellos.

Tomada la villa de las Cellas, y bien fortificada su fortaleza de gente y municiones, el Rey se volvió a Pertusa, adonde poco antes era llegado don Aspargo Arzobispo de Tarragona, hombre muy pío y sabio, y (como dijimos) pariente del Rey muy cercano: el cual entendidas las diferencias del Rey y don Fernando, de las cuales cada día se seguían tan grandes novedades, daños, y divisiones de pueblos en los dos Reynos: tanto, que ya en Cataluña se iba perdiendo autoridad y obediencia del Rey, y cada uno vivía como quería, puso todas sus fuerzas en apaciguar, y concordar tío con sobrino, por divertirlos de tan escandalosa guerra como se hacían el uno al otro. Mas como el odio estuviese en ellos tan encarnizado, por estar don Fernando tan persuadido que había de reynar, cuanto el Rey determinado de no perder un punto de su derecho, y posesión del Reyno, dexolos: y sin acabar cosa alguna se volvió a Tarragona, a encomendarlo todo a nuestro señor, y rogarle por
el estado de la paz. En este medio los de Huesca que vieron perdidas las Cellas, comenzaron a apartarse del bando de don Fernando, y a descubrirse entre ellos la parcialidad del Rey, aunque más flaca que la de don Fernando: pero muchos deseaban pasarse a ella, sino que con mañas prevalecía siempre la contraria, porque don Fernando, en aquel poco tiempo que estuvo recogido en el monasterio, o Abadía de Montaragon, junto a Huesca, teniendo ojo a lo por venir, tenía corrompidos y atraídos a si los de la ciudad con presentes, dádivas, y muy largas promesas. De manera que en los ayuntamientos venciendo la parte mayor (como suele ser) a la mejor, la de don Fernando prevalecía, y no se hacía más de lo que él quería, por donde los desta parcialidad en nombre de toda la ciudad, comenzaron con grande astucia a inventar contra el Rey cosas nuevas. Porque entrando en consejo trataron engañosamente con Martín Perexolo juez de la ciudad por el Rey puesto, y con los de la parcialidad Real, que hiciesen saber al Rey como los de Huesca le eran muy verdaderos súbditos y fieles vasallos, y deseaban mucho viniese a verlos y tratarlos, que lo recibirían con grandísima honra y aplauso del pueblo, y sin réplica harían por él cuanto les mandase. Como el Rey entendió esto de los de Huesca, y tuviese el ánimo fácil y sencillo para echar siempre las cosas a la mejor parte, sin tener ninguna sospecha dellos, dejó el ejército encomendado al Vizconde y acompañado de muy pocos, por no dar que temer al pueblo, se partió para Huesca. Llegado a vista de ella le salieron a recibir veynte ciudadanos de los más principales a la ermita de las Salas: y como le recibieron con mucha honra y fiesta: así también el Rey recogió a todos ellos con grande benignidad y alegre rostro, y porque conociesen por cuan fieles súbditos los tenía y los amaba, les habló con palabras muy amigables, y de tanta llaneza como si fuera compañero entre ellos, y trayendo cabe si a don Rodrigo Lizana, don Blasco Maza, Assalid Gudal, y Pelegrin Bolas, principales caballeros de su consejo, entró en la ciudad. Por aquel día el pueblo le recibió con tantos juegos y regocijo, que pareció dar de si muy grandes indicios de fidelidad: pero en anochecer tocaron al arma, y se vinieron a poner a las puertas de palacio, cien hombres armados como en centinela, guardando y rondando por de fuera el palacio toda la noche. Entendió el Rey lo que pasaba, y considerando el grande peligro en que estaba, en siendo de día disimuladamente, y con gran serenidad de rostro envió a llamar los más principales de la ciudad, y mandó convocasen todo el consejo allí en palacio, adonde dentro del patio, que era grande, concurrió toda la ciudad y pueblo, y el Rey puesto a caballo, señalando silencio, les habló desta manera.


Capítulo V. Del razonamiento que el Rey hizo a los de Huesca, y como acometieron de prendelle.

Hombres buenos de Huesca, no creo que ninguno de vosotros ignora ser yo vuestro verdadero y legítimo Rey, y que poseo y soy señor vuestro, y de vuestras haciendas por derecho de sucesión y herencia. Porque xiiij. generaciones han pasado hasta hoy, que yo y nuestros antepasados por recta linea poseemos el Reyno de Aragón. Por lo cual, con la continuación de tan larga prescripción, se ha seguido tan estrecha hermandad de nuestro señorío con vuestra fiel obediencia y servicio, que ya como natural, y que tiene su asiento y rayz en los ánimos, ha de ser preferida a cualquier obligación de parentesco y sangre: porque esta se puede deshacer con el tiempo; y la otra es tan indisoluble, que antes suele con el mismo tiempo acrecentarse más. Por esta causa he siempre deseado, que de la afición y amor que os tengo, naciese la pacificación vuestra, para mayor honra y utilidad del pueblo, y para mejor ampliaros los fueros que nuestros antepasados os concedieron: si con la inviolable fé, y obediencia que siempre habéis tenido con ellos, correspondiese ahora conmigo vuestra fidelidad y servicio. Por donde ya que con tantos y tan manifiestos indicios y señales de alegría y contentamiento habéis solemnizado (solenizado) y festejado la entrada de vuestro Rey, no debíais (deuiades) agora de nuevo deslustrarla con tanto estruendo de armas, y aparatos de guerra: porque no
diérades ocasión alguna para desconfiar de vuestra fidelidad. Mayormente que yo no he venido sin ser llamado, antes he sido para ello muy rogado de vosotros, y que de muy confiado de vuestra debida fé y prometida obediencia, he dejado el ejército, y entrado en esta ciudad, no cierto para destruirla, sino para más ennoblecerla, y magnificarla. Como llegó el Rey a este punto, levantose tal murmuración del pueblo contra los que regían, que no pudo pasar más adelante su plática. Sino que haciendo señal de silencio, se adelantó uno de los principales del regimiento antes que los del consejo respondiesen, y dijo, que los de Huesca siempre habían tenido y tenían por muy cierto, que su real ánimo era propicio y favorable para ellos, y que de allí adelante lo ternia mucho más: pues para más manifestar la buena voluntad que les tenía, les había hablado con palabras de mucho amor, y con tanta mansedumbre: y así por esto el pueblo tendría (ternia) su consejo, y harían en todo lo que el mandaba. Con esto se recogieron los principales del, quedándose el Rey a caballo en el patio, y se encerraron en las casas del Abad de Montearagón, adonde sin tener más respeto a la persona del Rey, tuvieron entre si diversas y largas pláticas con la contradicción de algunos que defendían la parte del Rey, interviniendo (entreuiniendo) en ellas muchas voces y porfías: aunque siempre prevalecía como está dicho, la parcialidad de don Fernando, demás que por alterar al pueblo, no faltaron algunos malsines, que sembraron rumores, afirmando muy de veras que el Vizconde de Cardona, después de haber bien reforzado el ejército Real, venía so color de librar al Rey a saquear a Huesca. Por donde comenzándose a alborotar la gente popular, los congregados se salieron a fuera para tocar al arma. Pero el Rey les aseguró, y mandó se estuviesen quedos, y volviesen a su consejo, porque estando él presente no se desmandaría el ejército. Quietáronse algo, aunque siempre quedaron los ánimos alterados, y muy puestos en poner las manos en el Rey, de muy accionados a don Fernando, y sobornados por él: pero cuanto más miraban su Real persona tanto más les faltaba el ánimo y fuerzas para hacerlo, y con ello dilataron el consejo para otro día, diciendo, que por entonces no había lugar para responder al Rey, y así se despidieron todos, quedando encargados cada uno, de lo que había de hacer.

Capítulo VI. Del astucia que usó el Rey para burlar a los de Huesca, y como se salió libre con toda su gente de ella.

Sabiendo el Rey por algunos de su parcialidad lo que había pasado en consejo, y del secreto orden que cada uno traía de lo que había de hacer, todo por orden de don Fernando, que siempre llevaba sus malas intenciones adelante, apeose del caballo, y subiose a su aposento con la gente de guarda, que ya le había acudido alguna: repartiéndola, parte por las puertas grandes, parte por la sala y antecámara. Estaban con el Rey los mismos don Rodrigo de Lizana, Gudal, y Rabaça, hombre de gran juicio, y (como dice la historia) muy entendido en negocios. Llegaron en aquella sazón don Bernardo Guillen tío del Rey, y don Ramó de Mópeller pariente del mismo, y Lope Ximenez de Luesia. Los cuales poco a poco con razonable copia de gente de a caballo bien armados se habían entrado en la ciudad, sin que nadie se los estorbase. Sobresto nació nueva revolución en el pueblo, y se sintió gran estruendo de armas, ya con manifiesta determinación de prender al Rey. Porque a la hora atravesaron muchas cadenas por las calles y pusieron de ciertos a ciertos lugares cuerpo de guarda, porque no pudiese escapar hombre de a caballo, cerrando con mucha presteza las puertas de la ciudad. Como entendió esto el Rey usó con ellos de astucia y ardid admirable. Mandó luego aparejar un convite opulentísimo, y a gran prisa buscar todo género de servicios por la ciudad, enviando algunos de ella por las aldeas a traer terneras y volatería, y convidar los principales del pueblo, para que se descuidasen y perdiesen la sospecha que tenían de su ida: lo que el pueblo aceptó de muy buena gana. En este medio echose el Rey encima una cota de malla, y subiendo en su caballo, y con él don Rodrigo y don Blasco y tres otros, se salieron por la puerta falsa de Palacio, y por ciertas calles secretas descendieron a la puerta Isuela por donde van a Bolea. Mas hallándola cerrada, y sin gente de guarda, forzaron a los que tenían las llaves a que la abriesen. La cual abierta, parose el Rey en medio de ella hasta que llegase toda su gente de a caballo que ya venía con diligencia y salidos a fuera al punto de medio día, con el fervor del Sol, y a vista de todo el pueblo, hicieron su camino. hasta que encontraron con el Vizconde que ya venía con el resto del ejército, y juntos como paseando se fueron a Pertusa.


Capítulo VII. Del sentimiento que el Rey hizo por la muerte del Papa Honorio, y como concertó las diferencias de don Fernando con don Nuño Sánchez, y del Vizconde de Cardona con el de Bearne.


Estando el Rey en Pertusa le llegó nueva de Roma de la muerte del sumo Pontífice Honorio iij. la cual sintió el Rey en extremo. Porque este Pontífice tuvo siempre por muy proprias sus cosas cuando niño, y las de la Reyna María su madre, como en el libro 2 se ha dicho. Y si no fuera por la ocupación y embarazos de la guerra, y falta de aparatos, le hubiera hecho las obsequias con aquella suntuosidad y pompa que se debía. Escribió luego al sucesor que fue Gregorio ix. dándole el para bien del Pontificado. Encomendándole a si y a sus cosas, y prometiendo en su nombre y de sus Reynos toda obediencia y servicio a su santidad, y a la santa sede Apostólica. Allí también
supo el Rey de algunos que acudieron de Huesca, la secreta conjuración que había en ella para prender su persona, por inducción (inductió) de don Fernando, el cual si acudiera luego, o hiciera alguna muestra dello, sin duda que se desacataran, y pusieran en ejecución lo que pensaban. Por donde no acudiendo, quedó su parcialidad tan afrentada y corrida, que si el Rey entonces quisiera perseguir a don Fernando todos le siguieran, pero
túvole el Rey siempre tanto respeto que jamás pudo acabar consigo de hacerle guerra de propósito, esperando su conversión y reconocimiento, y que se apartaría del mal uso que tenía de darle tantas veces con la mocedad en rostro. Puesto que así las malas palabras, como las peores obras de don Fernando, el buen Rey las disimulaba, y como hemos dicho, las tomaba como por ejercicio de su paciencia y magnanimidad: y pudo tanto con estas dos virtudes, que con ellas no solo confundía a sus enemigos y malévolos, pero asimismo domaba, templando el ardor de su mocedad, y dando siempre lugar a que la razón se enseñorease en él, y fuese suave su reynar. Porque aunque toda la vida se le pasó en guerra, su fin fue siempre la paz y concordia, y no había cosa en que de mejor gana se emplease, que en averiguar diferencias, y atajar distensiones entre los suyos: pues sin quererse acordar de las ofensas de don Fernando, ofreciéndose ciertas diferencias bien reñidas entre él y don Nuño, que era persona tal, que si el Rey le hiciera espaldas, sacara a don Fernando del mundo, no solo no lo hizo, pero mostró querer hacer la parte de don Fernando, procurando de atraer a don Nuño a la concordia con un tan formado enemigo de los dos. También tomó a su cargo de concertar otras semejantes y mayores diferencias y bandos antiguos entre los Vizcondes de Cardona y el de Bearne. Las cuales eran de tanto peso, que habían puesto a toda Cataluña en dos parcialidades, con grande quiebra de la autoridad y jurisdicción Real. Mas por mandato del Rey, así el de Bearne, como don Guillen Ramón su hermano, y todos los de su bando, con haber recibido grandes daños y menoscabos de hacienda en estas distensiones (dissensiones) fueron contentos de hacer por manos del Rey treguas por diez años con el Vizconde de Cardona, para que con tan larga quietud la paz se confirmase entre ellos. Con tal que el de Cardona diese cinco castillos, con otros tantos hijos de principales en rehenes, con condición que dentro de cinco años no rompiendo la paz, pudiese librar cada año un castillo, con uno de los rehenes, pero si durante aquel tiempo rompía la tregua, o se cometiese algo de parte del Vizconde contra el de Bearne, los castillos del de Cardona con las rehenes fuesen perdidos. Y que de los daños por ambas partes recibidos no se hablase, porque eran iguales, con otras muchas condiciones que seria superfluo aquí ponerlas. Sino que en conclusión, anularon, y tuvieron por revocados cualesquier derechos, pactos, condiciones y promesas, que con cualesquier personas para esta guerra se hubiesen firmado. Exceptuando solamente los derechos Reales: y que de nuevo por ambas partes se diese la obediencia y prestase homenaje al Rey.

Capítulo VIII. De la unión y conciertos que entre si firmaron las ciudades de Jaca, Huesca y Zaragoza.

Apaciguadas las arriba dichas diferencias entre los Vizcondes y los demás, en los dos reynos, de las cuales pudo mucho valerse don Fernando para perturbar el gobierno del reyno: mas como ya
le faltasen las amistades, comenzó de allí adelante a venir muy albaxo su parcialidad, y prevalecer la real. En tanto que convencido él mismo, no menos de la paciencia del Rey, que de su propria conciencia, vino a decir que quería públicamente dar la obediencia al Rey para ejemplo de todos. Puesto que en este mismo tiempo los de Zaragoza con los de Jaca y Huesca, que seguían la parcialidad de don Fernando, por sus procuradores y largos poderes, se juntaron en Iaca, que es una ciudad fuerte de las más cercanas y fronteras a la Guiayna, en medio de los montes Pyrineos, aunque en lugar llano fundada: donde hicieron una confederación y alianza entre si, dándose la fé unos a otros: y entre otras cosas prometieron, que en ningún tiempo se faltarían los unos a los otros, y que por el común y particular bien de cada una, se valdrían contra cualesquier personas de cualquier estado, orden y condición que fuesen, que por cualquier vía tentasen de perturbar sus repub. Desta conjuración, o unión se halla que fue la cabeza, e inventora Zaragoza. Las causas que para hacerla tuvieron, se decía era primeramente por la división de los Reynos, y el estar puestos tanto tiempo había en parcialidades: y por atajar los atrevidos acometimientos de la una parcialidad contra la otra, perturbando el orden y mando de la justicia, y abusando de la honestidad y religión. El Rey que oyó se hacían estos ayuntamientos sin su autoridad y licencia en tiempos tan turbados, túvolos por sospechosos: creyendo que se hacían, no tanto por algún buen fin, y beneficio público de las ciudades, cuanto por alguna secreta ponzoña que de nuevo habría sembrado don Fernando y los suyos. Y que ni fue por defenderse de los daños que las parcialidades se hacían unas a otras, sino para que con este color estuviesen siempre en armas para ofender más presto que para defenderse de otros.


Capítulo IX. Como don Fernando y el Vizconde de Bearne determinaron entregarse a la voluntad del Rey, y le enviaron sus embajadores sobre ello.

Cuanto más iba don Fernando pensando en su comenzado propósito y ánimo de quererse reconciliar con el Rey, tanto más hallaba le convenía ponerlo luego en efecto, antes que acabase de incurrir en mayor ira y desgracia suya. Puesto que las ciudades no dejaban secretamente de solicitarle, por haberse puesto por él tan adelante en su empresa, que casi le forzaban a proseguirla. Pero a la postre como se viese ya cargar de años, y se hallase muy cansado de haber andado tanto tiempo por el camino de la ambición y nunca llegar al fin pretendido: considerando entre si, que habiéndole Dios hecho tan aventajado en calidad, saber, y amigos, la fortuna siempre le deshacía sus cosas: y por el contrario las del Rey contra toda fortuna ser tan favorecidas: conoció que obraba Dios en estas, y que por no incurrir en la ira de Dios era menester renunciar a las suyas proprias y mal intencionadas obras, y entregarse del todo a la obediencia y voluntad del Rey. Y así determinó de comunicar esto con sus amigos, señaladamente con el Vizconde de Bearne, don Guillén de Moncada, y don Pedro Cornel los principales de su parcialidad y bando, que también estaban muy en desgracia del Rey (no hallándose allí don Guillen Ramón hermano del Vizconde que por cierta ocasión era vuelto a Cataluña) a los cuales de muy quebrantados de tantos y tan continuos trabajos de la guerra, sin hacer ningún efecto bueno en ella, fácilmente persuadió lo mucho que convenía tratar de esta común reconciliación de todos. Y así para mejor determinarse sobre ello, se fueron juntos a Huesca. Adonde concluido su propósito, envió don Fernando sus embajadores al Rey que estaba en Pertusa, haciéndole saber como él y el Vizconde con todos los principales de su parcialidad se habían juntado en Huesca, y por gracia de nuestro señor habían determinado de ponerse muy de veras en sus reales manos, a toda su voluntad y albedrío, con verdadero arrepentimiento de las ofensas y desacatos que le habían hecho, para pedirle humildemente perdón de todo. Y así suplicaban les diese licencia para ir a verse con él fuera de Pertusa, que la tenían por sospechosa, y la junta fuese con muy pocos de a caballo que llevarían consigo, con que no fuesen más los que su real persona trajese, y que habida licencia partirían luego. Propuesta y oída por el Rey la embajada, luego los del consejo y principales caballeros que con él estaban, se levantaron todos mostrando muy grande alegria, y dando voces de placer por tan felice nueva: entendiendo que de la reconciliación de don Fernando con el Rey se seguía toda la pacificación y quietud deseada para los reynos, y se acabada la guerra con el mayor honor y triunfo del Rey que desear se podía. Habido pues consejo sobre la embajada, se dio por respuesta a los embaxadores, que se les permitía a don Fernando, y al Vizconde y los demás, venir a esta junta a verse con el Rey en el monte de Alcalatén junto a Pertusa, con solos siete de a caballo, y que los aseguraba, debajo su Real fé y palabra, que no saldría con más de otros tantos dentro de tercero día.


Capítulo X. Como don Fernando y el de Bearne, y otros se entregaron al Rey y les perdonó, y se siguió de esto la general paz para todos los Reynos.

Expedidos los embajadores y vueltos a don Fernando, como entendió de ellos la benignidad con que el Rey los
haura recebido, y oydo su embajada, de más del regocijo y alegría que toda la Corte sentía, en tratarse de concordia, sintiola don Fernando mucho mayor, y el Vizconde con él, y luego se pusieron en camino. Mas no tardó el Rey de acudir al puesto, acompañado del Vizconde Folch de Cardona y su hermano don Guillé, don Atho de Foces, don Rodrigo Lizana, don Ladrón, de quien afirma el Rey ser de muy buen linaje, Assalid Gudal y Pelegrin Bolas, con otro que no se nombra. Vinieron con don Fernando y el Vizconde don Guillé de Moncada, don Pedro Cornel, Fernán Pérez de Pina, y otros en ygual número con los que el Rey traía. Y llegados al monte que tenía en lo alto su llanura, don Fernando con muy grande acatamiento y humildad, los ojos en tierra, juntamente con los demás se postró ante el Rey, el cual los recibió humanísimamente, abrazando a cada uno, y no sin lágrimas de todos. Y porque tomasen ánimo y hablasen libremente, les puso en pláticas de placer y regocijo, y respondieron con las mismas. Puesto que don Fernando, como a quien más tocaba hablar por todos, endreçaua toda la conversación a que su Real benignidad tuviese por bien de perdonar a él, y a sus compañeros, los atrevimientos y desacatos pasados cometidos contra su Real persona, y admitirles en todo su amor y gracia, como antes.
Pues se le debía como a tío, y deudo tan conjunto como a Eclesiástico, y que estaba con toda humildad rendido a sus pies, para que hiciese de él lo que fuese servido. Lo mismo rogó por el Vizconde que estaba en la misma forma humillados, pidiéndole perdón y la mano como vasallo suyo, de quien con todo su poder y estado se podía valer y servir como de un esclavo. A esto añadió el Vizconde, usando de la misma sumisión y acatamiento, como no ignoraba su Alteza cuan estrecho deudo tenían los suyos con los Condes de Barcelona que fueron los fundadores de aquel Principado. Y que por esto se le debían a él mayores mercedes, y había de ser restituido en mayor amor y gracia para con su real benignidad. Porque siendo su estado aventajado a todos los demás,
por el Vizcondado de Bearne, que era el más principal de toda la Gascuña, podía mejor y con mayor poder que todos servirle. Demás que cuanto había hecho antes, no había sido con ánimo de ofender, sino solo por defenderse de su real ira con que tanto le había perseguido: pero que si sus cosas se habían echado a mala parte, y a otro fin de lo que se hicieron, de nuevo pedía (pidia) perdón para si, y a los suyos: prometiendo que en ningún tiempo, por más ocasiones que se le diesen, movería guerra contra la corona real, antes se preciaría tanto de servirle, que merecería muy de veras su perpetua gracia y alabanza. Como pidiesen y protestasen lo mismo los demás con palabras humildes haciendo muestras de quererse postrar y besar los pies al Rey, él los levantó y se enterneció con ellos, y dijo que habido consejo respondería. Luego de común parecer los del Rey, se dio por respuesta tres cosas. La primera, que don Fernando, y el Vizconde de Bearne, con todos los de su parcialidad fuesen admitidos a perdón, y restituidos en la gracia del Rey.
La segunda, que las diferencias y pretensiones de ambas partes, por ser negocios gravísimos, y que consistían en materia de justicia, se remitiesen a la determinación de los jueces que se nombrarían para ello. La postrera, cerca de las novedades de las ciudades por haberse de nuevo conjurado, y hecho unión por si, quedase a solo arbitrio del Rey declarar sobre ellas. Determinados estos capítulos y notificados a las partes, y por todos aceptados, don Fernando y el Vizconde con los demás de su parte besaron con grande afición y humildad al Rey las manos, el cual con mucho regocijo, de uno en uno los abrazó a todos, y se entraron en Pertusa, donde el Rey los mandó
aposentar y regalar esplendidísimamente, con ygual contentamiento y placer de ambas partes. Pues como luego se divulgase por todo el Reyno la alegre y tan deseada nueva de esta concordia, los Prelados mandaron hacer por todas las yglesias de sus distritos grandes procesiones de gracias, con muchos sacrificios a nuestro señor, por tan felice pacificación y concordia: los pueblos las celebraron con muchas fiestas, danzas, y regocijos en señal de universal contentamiento de todos. Porque aunque las diferencias que de la guerra quedaban por averiguar entre los pueblos, eran grandes, y los daños de ambas partes infinitos, y muy difícil la recompensa dellos, el deseo de la paz, y vivir con tranquilidad cada uno en su casa era tanto, que vino a ser fácil y suave, lo que antes parecía muy áspero, e imposible.


Capítulo XI. De las capitulaciones que se hicieron para asentar las demandas que por ambas partes había, para reparo de los daños por la guerra causados.

Para que la deseada paz y concordia viniese a debido efecto, fue necesario capitular primero sobre el asiento que se había de dar en el reparo de tantos daños, y pérdidas que por las guerras se habían padecido. Para esto se nombraron jueces supremos el Arzobispo de Tarragona, el Obispo de Lerida, y el comendador Monpensier vicario del Maestre del Temple en los reynos de España. A estos se remitió el examen y declaración de todas sus diferencias y pretensiones. Y prestado el juramento por ambas partes, prometieron de estar al parecer y determinación dellos.
Lo más principal y más difícil de todo era la enmienda y recompensa de los daños que el Rey había recibido de la primera conjuración de don Fernando y del Obispo hermano de Ahones, y hecha en su nombre de Sancha Pérez viuda, y también de don Pedro Cornel, Pedro Iordan, y G. Atorella. Los cuales daños demandaba el Fisco Real, y se habían de rehacer: también la
fe promesas y pactos de los de la parcialidad de don Fernando, que a fin de llevar adelante la conjuración se firmaron con juramento, se habían de anular, y deshacer del todo. A lo cual oponía el Obispo, aunque absente, debían primero restituirle las villas y castillos que el Rey, muerto Ahones, le había tomado por fuerza de armas, con una gran suma de dinero prestado, por el cual le habían dado en rehenes ciertas villas y castillos, sin los que tenía en los reynos de Sobrarbe y Ribagorza. Finalmente oídas de parte del Obispo, y del Fisco real sus demandas, Los jueces juzgaron, cuanto a lo primero, Que don Fernando y los demás de su bando entregasen al Rey todos los instrumentos de la conjuración, así de los caballeros, como de las ciudades, como de otras cualesquier personas, en cualquier tiempo hechos. Que don Fernando y los demás conjurados de nuevo diesen la fé y obediencia al Rey. Que el Rey no teniendo otro más conjunto pariente que a don Fernando, le diese para su ayuda de costa en honor xxx. caballerías, o la renta de ellas, en cada un año, durante su vida. Que assi mesmo le perdonase muy de corazón, y le absolviese de cualquier crimen lese magestatis, y de toda otra culpa en que por la conjuración hubiese incurrido, y le diese su fé y palabra que para en lo por venir podía seguramente, sin ningún recelo entregarse a su mero imperio y voluntad. Lo mismo se hizo con don Sancho el Obispo, aunque absente, que había de ser restituido en la gracia del Rey: y también por haber hecho todo lo que hizo: por el gran dolor que de la muerte de su hermano tuvo, fuese libre y absuelto de toda culpa, teniendo de allí a delante al Obispo, y a la sancta cathedral yglesia de Zaragoza por muy encomendados. Que los castillos y lugares que Ahones viviendo poseía por mano del Rey, fuesen restituidos al patrimonio real: mas los que poseía por derecho de sucesión y herencia, viniesen al Obispo su hermano, a quien también se pagase cualquier suma de dinero que a Ahones el Rey debiese. De la misma gracia y clemencia usó el Rey con Cornel, Atorella y Iordán, y con los demás que siguieron la parcialidad de don Fernando. Demás desto fueron libres de cárceles y cadenas todos cuantos presos hubo (vuo) por ambas partes, y también los castillos y villas que se hallaron usurpadas, se restituyeron a sus propios señores: excepto el castillo y villa de las Cellas, que por haberlos tomado el Rey por guerra, quedaban incorporadas en la corona real. Finalmente declararon que se habían de conceder treguas y salvo conduto por tiempo de onze años a todos los que serían acusados de comuneros, para que dentro de aquel término pudiesen alcanzar perdón del Rey. El cual no dejó entre estas cosas de acordarse de algunos principales que en el más trabajoso y peligroso tiempo de su vida, fidelísimamente le siguieron, y en sus tan grandes necesidades le valieron con sus personas, vidas y haciendas, hallándose siempre a su lado. Porque a cada uno de estos hizo mercedes, y dio más caballerías de honor. Señaladamente a don Artal de Luna, a quien dio perpetua la gobernación de la ciudad de Borja: y a don Garces Aguilar comendador de la orden de Calatrava en Aragón, la encomienda mayor de la villa de Alcañiz, y a don Pérez Aguilar la señoría de la villa de Rhoda ribera de Xalon. A los cuales no solo estas mercedes, pero muchas caballerías que tenían dudosas se las confirmó, y dio de nuevo. Es bien de creer que a todos los demás que le siguieron y sirvieron, aunque no están en su historia nombrados, hizo el Rey grandes mercedes.


Capítulo XII. Como sabiendo las tres ciudades que el Rey se había reservado el concierto con ellas, le enviaron embajadas para entregársele, y de las condiciones con que fueron perdonados.

Como los ciudadanos de Zaragoza, Huesca y Iaca, que poco antes como dijimos, con falso nombre de defensa, tácitamente se eximían, y alzaban con la jurisdicción Real, entendieron que habiendo el Rey concertado y restituido en su gracia a don Fernando, y perdonado a todos los de su parcialidad, y a las demás villas y lugares que le siguieron, y que a solas ellas excluía del perdón general, y se quedaban afuera: hicieron otra junta en Iaca: y luego determinaron hacer embajada al Rey, por certificarse de su deliberación y ánimo para con ellas. Para esto Zaragoza envió sus cinco jurados, o regidores, Huesca y Iaca los principales de cada pueblo, con bastantísimos poderes para tratar de cualesquier partidos y conciertos, a fin de alcanzar universal perdón para todos. Llegados pues los embajadores a Pertusa, y entendido que el ánimo del Rey estaba muy
desabridos contra las ciudades: que lo colligieron, viendo la poca cuenta y fiesta que la villa hizo en su entrada, y porque los de palacio, a cuyo favor y medio venían remetidos, les dijeron que el Rey no les oiría de buena gana, se fueron para los Prelados Iuezes, a los cuales mostraron los poderes que traían, que no contenían otro en suma, que pedir paz y perdón, y que solo fuesen restituidos en la gracia y merced del Rey, se obligarían a cumplir en su nombre y de las ciudades, todos y cualesquier decretos y mandamientos, que por ellos fuesen determinados. Hecha relación de todo esto, y satisfecho el Rey mandó sentenciar a los jueces. Lo primero que ante todas cosas las ciudades anulasen y deshiciesen todos y cualesquier pactos, condiciones, promesas y juramentos de conjuración, por cualesquier personas y ciudadanos hechos contra la autoridad, jurisdicción, y persona Real, tácita, o expresamente. Lo segundo que por cada una de ellas se diese al Rey de nuevo la pública fé y obediencia con pleito y homenaje. Lo tercero, que todas las injurias, menoscabos, y daños que hubiesen padecido y recibido del ejército del Rey, fuesen absolutamente remetidos y olvidados. Lo último que todos los que fueron presos por haber seguido la parcialidad del Rey y sus bienes robados, fuesen libres de ellas y que del común, y propios de sus ciudades les fuesen restituidas todas sus haciendas. Oídos por los embajadores los decretos publicados por los jueces, y hallándose con suficientes poderes para venir bien en ellos: demás de lo que de palabra habían entendido de las ciudades, que solo alcanzasen perdón del Rey, los condenasen en cuanto quisiesen, los aceptaron y ratificaron sin excepción alguna. Con esto mandó el Rey se librasen de las cárceles todos los presos de las ciudades, y se entregasen a los embajadores. Los cuales con mucha alegría y hazimiento de gracias besaron las manos al Rey, y fueron admitidos con sus principales al general perdón, y se volvieron muy contentos y pagados de la magnanimidad y benignidad del Rey. De lo cual, las ciudades quedaron muy satisfechas, y fuera de todo recelo, y de allí adelante le sirvieron y guardaron toda fidelidad.

Capítulo XIII. Como Avrembiax hija del Conde de Urgel pidió al Rey le mandase restituir el condado, y de las condiciones con que el Rey se ofreció de conquistarlo.

Acabados de firmar por el Rey los capítulos de la paz y perdón general, y de nuevo confirmados todos los fueros, privilegios y libertades por los Reyes sus antecesores a las villas y ciudades del reyno concedidas, pacificada la tierra, se partió para Lerida. Con fin de dar una vista por Cataluña, y con su presencia reducir los ánimos de algunos señores, y Barones, y aun de los pueblos que por ocasión de la guerra y parcialidad del Vizconde de Bearne, estaban muy estragados y enajenados de su amor y respeto. A donde (para que el fin de una guerra y trabajos fuese principio de otra) había
llegado Aurembiax hija de Armengol vltimo Conde de Urgel, a la cual, como dijimos en el libro precedente, el Rey había mandado reservar su derecho para pedir el condado a don Guerao Vizconde de Cabrera, que se lo había tomado por fuerza de armas: pues con esta condición había el Rey permitido al Vizconde poco antes que retuviese el Condado. Esta petición como fuese justa, y tocase a la persona Real hacerla buena y cumplirla, por haberlo así prometido, respondió a Aurembiax que tomaría la empresa por propria, y con las condiciones que fue entre ellos concertado antes, la llevaría a debido efecto: si primero ella como a legítima heredera que era del condado,
renunciase todo el derecho y acción que contra la ciudad de Lérida podía pretender, por cualquier derecho y acción que a ella tuviese por los Condes sus antepasados. Lo segundo que después de hecho el concierto reconociese haber recebido el condado de mano del Rey por derecho de feudo. Lo tercero que ella y sus sucesores en el condado, en tiempo de paz, y guerra, fuesen obligados de recoger al Rey, y a sus sucesores, en las nueve villas y fortalezas que son Agramonte, Linerola, Menargues, Balaguer, Albesa, Pons, Vliana, Calasanz y Monmagastre. Obligándose también el Rey de hacer restituir a la Condesa las villas y castillos que le había usurpado Pontio Cabrera, hijo de don Guerao. Finalmente concedió todo lo sobredicho la Condesa, y dio de nuevo por especial promesa al Rey, que no se casaría sino con quien él le mandase. Concluidos estos conciertos, el Rey
pmetio y juró sobre su corona real en presencia de los suyos, y de los que acompañaban a la Condesa, que no dejaría de emplear todo su poder y fuerzas hasta poner a la Condesa en pacífica posesión de todo el Condado.


Capítulo XIV. Como fue mandado citar el Conde Guerao, y no compareciendo personalmente, el Rey conquistó muchos pueblos del Condado.


Hecho y jurado el concierto con la Condesa, mandó el Rey juntar los dos consejos de paz y de guerra en los cuales se halló presidente don Berenguer Eril Obispo de Lérida, y se determinó por ellos que don Guerao Cabrera fuese llamado a juicio, y que dentro cierto término pareciese ante el
Rey, para que oída la petición de la condesa respondiese a ella. Pero ni don Guerao, ni Pontio su hijo, aunque fueron dos veces citados, comparecieron: solo don Guillen hermano del Vizconde de Cardona se presentó ante el Rey en nombre de don Guerao, diciendo, que el Vizconde de Cabrera y Conde de Urgel, por ningún derecho era obligado a comparecer en juicio, porque con justo título
por tiempo de xx. años y más, poseía pacíficamente aquel estado. Como se opusiese contra esto Guillén Zasala el más famoso letrado de su tiempo, alegando leyes en favor de los derechos de la condesa, y propusiese que el Rey forzase a don Guerao restituyese todas las villas y lugares que le había usurpado, dicen que don Guillén no respondió otra cosa, sino que el Conde de Cabrera no había de perder punto de su justicia por la infinidad de leyes alegadas por Zasala, señalando que
este pleyto no se había de averiguar ante juez letrado, sino armado: porque era de aquellos que consisten en la punta de la lanza. Y así con esto se despidió don Guillen. Cuyas palabras entendió el Rey muy bien, y vista la dureza y obstinación de don Guerao, y que no con palabras sino con armas se había de ablandar, escribió a los de Tamarit de Litera villa principal, que otros dicen de Santisteuá, y es de gente belicosa, cercana a Lerida, mandado a los oficiales Reales, que con la más
gente que pudiesen, viniesen, trayéndose provisión para tres días, a la villa de Albesa del Condado de Urgel. También escribió a don Guillen de Moncada hermano del Vizconde de Bearne, y a don
Guillen Ceruera barones principales de Cataluña, rogándoles que con toda la gente que pudiesen, suya y de sus amigos, acudiesen a favorecerle en esta guerra: la cual había determinado hacer en persona, confiado de su socorro. Partió luego de Lérida con tan pocos para comenzarla, que trayendo consigo a don Pedro Cornel, que llevaba la auanguardia, apenas le siguieron xiij. de a caballo. Llegó a Albesa, a donde aunque no asomaba la gente de Tamarit, hallando allí a Beltrá Calasans con lxx. soldados bien armados determinó cerrar con los de Albesa, y espantarlos con su presencia, la cual no era menos horrible para muchos, que amable para todos. Comenzando pues a batir la tierra, que era medianamente grande y cercada, los del pueblo, puesto que pudieran
defenderse de harto mayor ejército, vista la persona del Rey, se atajaron de arte que el día siguiente, apenas descubrieron la gente de Tamarit, cuando entregaron la villa con el Castillo al Rey: confiando de su palabra que serían libres del saco. De allí pasó el campo a Menargues pueblo
poco menor que Albesa, el cual luego voluntariamente se le entregó. Allí llegaron las compañías que se mandaron hacer en Aragón y Cataluña de ccc. caballos, y mil infantes. Con estos, pareciendo ser bastante ejército, determinó el Rey conquistar lo que quedaba del condado. Y así pasó a Linerola, la cual el Conde Guerao había fortalecido, y estaba harto en defensa. Pero como el Rey sobreviniese de improviso, y no quisiese ella darse a ningún partido, fue animosamente combatida por el ejército, y tomada por fuerza: juntamente con los principales del pueblo, que se habían retirado a una torre muy alta, y por eso fueron tomados a partido, pero la villa no pudo escapar de ser saqueada. Adonde se detuvo el Rey tres días para hacer muestra de la gente que tenía, y dar el orden que se había de tener para pasar adelante.




Capítulo XV. Como el Rey fue a poner cerco sobre la ciudad de Balaguer, cuyo asiento se describe, y de lo que pasó en su combate.

Tomada Linerola pasó el Rey con su ejército a delante a poner cerco sobre la ciudad de Balaguer, por donde pasa el río Segre, y es la segunda cabeza del Condado. En la cual hacía cuenta don Guerao esperar todo el peso de la guerra: para esto la había mucho fortificado y abastecido de munición y gente de guerra. Llegado el Rey a vista de la ciudad, pasado el río, asentó su real sobre un montecillo que llaman Almatan, que está cauallero a la ciudad, y se descubría de él la mayor parte de ella con las casas y edificios de manera que no era posible defenderse de las máquinas y trabucos que en el campo se armarían. Al mismo tiempo llegaron las compañías de a pie y de a caballo que el Vizconde de Bearne y don Guillen Cervera habían hecho por mandato del Rey, y venía por Coronel de ellas don Ramó de Moncada hermano del Vizconde. Con estos creció el ejército hasta en número de cccc. cauallos y dos mil infantes, y porque la ciudad estaba muy fortificada, y no se le podía dar el asalto sin abrir primero el camino con las máquinas y trabucos, pareció al Rey plantar dos de ellos en la parte del monte, donde mejor pudiesen encararlos a las casas, pues se tiraban con ellos noche y día tantas y tan gruesas piedras, que no escapaba casa, ni
edificio que no fuese quebrantado dellas, y la gente muy atemorizada. Diose la guarda de los trabucos y máquinas a don Ramón con tres otros caballeros principales con poca gente, por no estar muy apartadas del cuerpo del Real. Como supo esto don Guillen de Cardona que favorecía a
don Guerao, y como dijimos, compareció por él ante el Rey, y era gobernador de la ciudad, salió de ella por una puerta pequeña del muro, al amanecer, con xxv de acaballo, y cc. infantes. Los de
a caballo que iban con las lanzas enristradas dieron en las guardas y mataron y atropellaron la mayor parte de ellos: los de a pie fueron con
achas encendidas para las máquinas. Pues como el capitán Pomar uno de los principales de la guarda descubriese esta gente, y viese que de los de
a pie unos iban hacia las máquinas, otros a las tiendas del campo a poner fuego en ambas partes, dejó a don Ramón muy en orden junto a las máquinas, y saltó de presto a despertar al Rey. Mas don Guillen enderezando su caballería contra don Ramón le acometió con tanta ferocidad, que pensando ya llevarlo de vencida, le dijo que se rindiese: pero don Ramón se defendió, y le entretuvo hasta que llegó el Rey con la caballería. El cual dejando parte de ella en ayuda de don Ramón, se fue con los demás para las máquinas, que le daban más cuidado, pues para las tiendas quedaba el cuerpo del ejército que las defendería. Adonde trabada la escaramuza con los de a pie los venció: de manera que las tiendas y máquinas en un punto fueron libres del incendio, y a don Guillen le fue forzado
con harta pérdida de su gente retirarse a la ciudad.


Capítulo XVI. Como los de Balaguer visto el gran daño y tala que mandó el Rey hacer en sus huertas y arrabales se dieron a partido, y se libraron del saco.

Aguardó el Rey dos días sin batir de nuevo, por ver lo que la ciudad haría. Y como no daban ningún sentimiento de si, viendo su pertinacia, y lo poco que les movía el grandísimo daño que las máquinas y trabucos hacían en las casas noche y día: asimismo, la pérdida que su gobernador
don Guillen había hecho: demás del poco, o ningún socorro que esperaban de otra parte, determinó de arruinarles sus lindas y bien entretejidas huertas, con los arrabales,y talar todos sus campos a vista de ellos. Esto sintieron tanto los ciudadanos, que luego se indignaron gravísimamente contra el Conde Guerao, y de allí comenzaron a tratar entre si, que sería bueno entregarle a la Condesa Aurembiax, su natural y verdadera señora, la cual en aquella sazón había llegado al campo del Rey. Con este acuerdo, secretamente le enviaron sus embajadores para tratar de darse a partido. En este medio como alguno ciudadanos de los que estaban repartidos por la muralla hablasen con alguna gente del Rey que andaba alrededor, descubiertos por los soldados del Conde Guerao que guardaban el alcázar y fortaleza, les tiraron muchas saetas, e hirieron a los del muro, porque hablaban con los enemigos. Con esta segunda ocasión se conmovieron tanto los de la ciudad, que ya no secretamente sino al descubierto se rebelaron contra el Conde, y con nueva embajada ofrecieron al Rey y a la Condesa darles la ciudad con la fortaleza. Entendido esto por el Conde, escribió al Rey estaba
muy pronto para entregarle la fortaleza, con condición que se encomendase por los dos a
Ramón Berenguer Ager, para que la tuviese guardada hasta tanto que se averiguase a quien tocaba el derecho del condado. A esto dijo el Rey que le placía lo que pedía el Conde, y como en el entretanto los de la ciudad le solicitasen, se entregase de ella dijo a los del Conde que ternia su consejo sobre su demanda, y con esto, iba dilatando la respuesta. Mas el Conde, o que disimuladamente hiciese estos tiros, como que no sabía nada de lo que los ciudadanos
trataban con el Rey y Condesa: o como si hubiera aceptado lo que el Rey mandaba, se salió
secretamente solo de la ciudad, llevando un gavilán en la mano, y envió un criado llamado Berenguer Finestrat a buscar a Ramón Ager, para que fuese a guardar la fortaleza por el concierto hecho. Pero mientras le buscaban, sin hallarle, los ciudadanos alzaron el estandarte del Rey en la fortaleza a vista de todos, echando con todo rigor la gente de guarda que el Conde había puesto en ella. Como vio esto Finestrat, y entendió lo que había pasado entre el Conde y el Rey para mejor
burlar al Conde, apartose de allí confuso y burlado: y lo mismo aconsejó a Ramón Berenguer Ager, que ignorando lo que pasaba, venía ya para entrar en la fortaleza.




Capítulo XVII. Como don Guerao fue echado de todo el condado de Urgel, y Aurembiax puesta en posesión del, y como casó con don Pedro de Portugal primo del Rey.


Tomada la ciudad de Balaguer, don Guerao y su gente se pasaron a Monmagastre, y a la hora la Condesa por mano del Rey fue puesta en posesión, y jurada por señora en Balaguer, mudando los oficiales, y dando nuevo regimiento a la tierra. De allí se fue el Rey con el ejército, y también la Condesa a Agramunt villa principal del condado, a donde don Guillen de Cardona había puesto para defenderla. Asentose el ejército en la subida de un monte llamado Almenara, a vista del pueblo, lugar más alto y bien acomodado para combatir la villa. Visto esto por don Guillen la noche antes que diesen el asalto, se salió con los suyos secretamente del pueblo, el cual luego essotrodia se dio con la fortaleza a la Condesa. Lo mismo determinaron hacer los de la villa de Pons, porque llegó de secreto un embajador al ejército diciendo que luego en viniendo el Rey se le darían. Pero él no quiso venir a esto, por haber entendido que la villa estaba por el Vizconde Folch de Cardona, al cual no había según costumbre, desafiado antes que comenzase contra él guerra. Por donde quedándose en Agramunt, envió allá a la Condesa y a don Ramón de Moncada, con todo el resto del ejército, quedándose con solos xv. caballeros. Como el ejército se allegó a Pons, sin que el Rey pareciese en él, indignados de esto los del pueblo, por el menosprecio que en esto mostraba hacer de ellos, salieron de improviso a dar sobre el ejército: pero fueron del también recibidos, que trabando la escaramuza quedaron del todo vencidos,y puestos en huida hacia la villa, se recogieron en ella con muy grande pérdida suya. Como la Condesa les enviase a decir que aun eran a tiempo de darse muy a su salvo, que les haría toda merced, respondieron con la misma obstinación, que a ninguno sino a la misma persona del Rey se rendirían. Sabido esto por el Rey, luego partió para ellos, y en llegando le entregaron la villa con la fortaleza, la cual el Vizconde de Cardona había dejado bien proveída de gente y munición. Acceptola el Rey salvando al Vizconde sus derechos, si algunos tenía a la villa. Para esto de parte del Rey y de la Condesa se dio toda seguridad, y al pueblo se le tuvo tal respeto, que no dejaron entrar en él al ejército, ni se le hizo ningún ultraje. Tomado Pons,
Vilana con las demás villas y lugares de la montaña de Segre arriba, libremente y sin condición alguna se entregaron al Rey y a la Condesa. De manera que con el favor y amparo del Rey, la condesa cobró todo el condado de Urgel y fue puesta en pacífica posesión de él. Hecho esto casó el Rey a la condesa con don Pedro de Portugal su primo hermano, hijo del Rey de Portugal, que por aquellos días era venido desterrado del Reyno a pasar su destierro en la Corte del Rey, y se hicieron las bodas con muy grandes fiestas y regocijos. Finalmente don Guerao viéndose echado a punta de lanza de todo el Condado, hallándose cargado de años y cansado de tantos reveses de fortuna, entró en la orden de los caballeros Templarios, dejando a su hijo Poncio el Vizcondado de Cabrera. El cual después de muerta la Condesa Aurembiax sin hijos, renovando la antigua pretensión de su padre, tentó de volver a entrar en el condado. Pero no le sucedió bien la empresa, como adelante diremos. Acabada esta guerra, y apaciguados todos los alborotos, y distensiones de los dos Reynos, deshecho el ejército, el Rey se fue para Tarragona, a donde por orden del cielo, se le abrió una grande puerta para salir fuera de sus reynos, y entrar a hacer muy señaladas empresas en tierras de infieles.

Fin del libro quarto.