Mostrando las entradas para la consulta Daroca ordenadas por fecha. Ordenar por relevancia Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas para la consulta Daroca ordenadas por fecha. Ordenar por relevancia Mostrar todas las entradas

jueves, 14 de marzo de 2019

Libro XIX

Libro XIX.

Capítulo primero. Como partió el Rey para el Concilio a la ciudad de Leon de Francia, cuyo asiento y excelencias se describen.


Como el Rey fuese de nuevo rogado por cartas del sumo Pontífice abreviase su venida para el Concilio de Leon, a donde ya era llegado con los Cardenales y toda la corte de Roma, y por esto muchos de los Obispos Abades y Priores de España que estaban convocados para él, aguardasen en Barcelona su partida por no perder la ocasión de tan alta compañía: diose toda la prisa que pudo hasta ponerse en camino, y llevando consigo algunos señores principales de los dos Reynos partió de Barcelona. Y pasando por Perpiñan, llegó a Mompeller, donde se detuvo ocho días, y recibido el servicio que la ciudad le hizo para ayuda de costa de su viaje, pasó adelante hasta llegar a Viana en el Delfinado villa muy principal por su hermoso templo y bien labrados edificios, y más por la vecindad del río Ródano, uno de los mayores de la Europa que le pasa por delante y estar ella a media jornada de la ciudad de Leon. Donde como entendió haber llegado el Rey, fueron luego a Viana los embajadores del Pontífice a rogarle se entretuviese en sant Saforin a tres leguas de Leon, porque no solo de los Prelados del Concilio y cortesanos del Papa: pero también por mandato del Rey Philipo su yerno había de ser el Senado y pueblo de Leon muy suntuosa y realmente recibido. Tuvo también cartas del mismo Philipo y de la Reyna su hija excusando su venida para bien hospedarle, por importantísimos negocios del Reyno, a causa de ciertos alborotos populares en la Picardia a los confines de Flandes, a los cuales había de hacer rostro con su persona, pero que la ciudad de Leon haría muy bien lo que debía, y le era mandado para todo servicio y regalo de su Real persona y de los suyos: como lo mostró muy bien en este recibimiento y entrada. Es Leon una de las más poderosas y bien pobladas ciudades de toda la Francia en el extremo de la Gallia céltica, hacia el oriente situada, la cual es de su propio sitio y asiento naturalmente fortificada. Porque tiene un monte al poniente con su alcázar fortísimo y muy puesto en defensa. De la otra parte al levante la cerca el Ródano que con su gran profundidad de aguas le defiende la entrada, pues no hay otra de la que hace una muy fuerte y hermosa puente de piedra. Está por todas partes no solo ceñida de muralla fortísima, pero también la atraviesa por medio el río Araris, que vulgarmente llaman la Sona, y viene de hacia el Septentrión del ducado de Borgoña, por el cual está de toda cosa abundantísimamente prouehida. Es este río muy grande y navegable y se junta al cabo de la ciudad con el Ródano: y así dicen que por el grande concurso de aguas el nombre de Leon está corrupto, y se llamó vulgarmente Leau que significa las aguas. De manera que la corriente de la Sona, en encontrar con la corriente del Ródano se vuelve tan lenta y mansa, y la hace como regolfar de arte, que realmente viene a ser tan navegable río arriba como río abajo. Pero puesto que parece que no se mueve el agua (como lo notó Iulio Cesar en sus comentarios) en el moler muestra bien su brava corriente. Por estas comodidades, así por la parte de arriba con las dos riberas: como por la oportunidad del mar Mediterráneo río abajo, es la ciudad muy fácil de proveer de toda cosa, y para el comercio de la mercaduría más acomodada de cuantas hay en toda la Francia. Además que por su propio campo, que es fertilísimo y bien cultivado, la ciudad tiene muy grande hartura de pan y vino, de carnes y volatería con la mucha cogida de cáñamo y lino. Lo cual ajuntado con el incomparable trato de la mercaduría, y expedición de ella, muestra que fue entonces Leon lo que ahora es, una de las más opulentas ciudades de la Europa. Como se vio por la experiencia, pues por todo el tiempo que duró el Concilio, que fue poco menos de dos años, pudo a la fin mantener con igual abundancia que al principio, al summo Pontífice y collegio de Cardenales con toda la Corte Romana, a los Patriarcas, Arzobispos y Obispos de toda la Cristiandad con su gente y familia, Abades, Generales, y Priores de todas las órdenes con los Embajadores de Príncipes y síndicos de todas las iglesias Catedrales. Finalmente el mismo Rey de Aragón, con otros muchos señores de la Francia, sin las demás gentes, que no solo por el Concilio general, mas aun por ver en él la persona del mismo Rey, movidos por su gran fama y renombre, acudieron de toda la Galia, Inglaterra, Italia, y Alemaña.
Capítulo II. De la solemnísima entrada y recibimiento del Rey en Leon, y como se vio con el Papa, y de las tres grandes cosas de que mucho se maravilló.


Como el Rey por orden del Papa se detuviese dos días en san Saphorin donde le tuvieron muy ricamente hospedado los de Leon, llegaron allí muchos señores de los grandes de Francia por mandato del Rey Philipo a visitarle y ofrecerle el mando y señorío de toda Francia y a poner en sus manos el absoluto tribunal de la justicia, de la cual se valió para librar a muchos de las cárceles y salvar la vida a algunos condenados a muerte, y perdonar a otros desterrados, que no había quien no perdonase a su contrario por complacer al Rey que con tanta benignidad se los rogaba. Llegado pues a una legua de Leon, encontró con un grande escuadrón de gente de a caballo armada muy a punto de guerra con sus caballos encubertados, y sus trompetas y añafiles: los cuales se dividieron e hicieron delante de él una bien concertada escaramuza que al Rey pareció muy bien, y fueron muy alabados por ella. Luego llegaron los del regimiento y Senado de Leon, y por su orden besaron las manos al Rey y fueron de él con grande afabilidad recibidos. Tras ellos llegaron todos los Prelados Arzobispos Obispos, y Obispos del Concilio con los Embajadores de los Príncipes Cristianos que asistían en él excepto los Cardenales. Al embocar una puente salieron gran muchedumbre de doncellas con sus dorados cabellos y guirnaldas puestas sobre ellos, danzando muy a compás y haciendo su acatamiento con cierto presente al Rey: cuya recompensa bastó para casar todas las doncellas pobres y huérfanas que se hallaron entre ellas. Al entrar de la puerta volvieron a salir los del regimiento, y le ofrecieron las llaves de la ciudad con muy graciosa ceremonia y entrado dentro halló al Arzobispo de Leon con toda su clerecía y religiones que le recibieron y prestaron la obediencia y ceremonia como a Rey jurado. De allí yendo por la ciudad que estaba toda entoldada riquísimamente con muchos arcos triunfales y otras invenciones adornada, causó en la gente grande admiración su presencia con tan extraña grandeza y tan bien proporcionada compostura de su persona, con su barba larga y de venerables canas esparcida, su aspecto y rostro, no solo suave y alegre, pero muy grave y lleno de majestad: iba sobre un grande y hermoso caballo blanco ricamente aderezado y él tan bien puesto en la silla que no le estorbaba la grandeza de su persona y años para seguir con todos sus miembros el compás de los corcobos y gentilezas que el caballo hacía, como aquel que por cincuenta años y más, con las armas a cuestas se había en ello bien ejercitado. De esto venía a decir la gente que cierto no era indigna su persona de la grande fama y renombre que de sus hechos y valor corría por todo el mundo. Con el mismo acompañamiento fue llevado hasta la iglesia mayor para dar gracias a nuestro Señor, como tenía de costumbre, y de allí pasó al palacio Pontifical donde apeado fue recibido por el colegio de los Cardenales y subió con ellos a la sala del Concilio donde estaba el Pontífice: el cual se levantó de su Silla y llegó a la puerta a recibirle, y el Rey se postró a sus pies y le besó el derecho, mas el Pontífice lo levantó y abrazó y bendijo muchas veces. Y luego para el día siguiente, para el cual se había publicado sesión del Concilio, fue con muy grande ceremonia convocado. Y pasada de pies alguna plática con el Pontífice, se despidió de él para irse a reposar ya noche: y fue llevado por los del regimiento y señores con infinito concurso de gente al palacio real de la ciudad y en él con todos los suyos aposentado y regalado como si fuera su propio Rey. El siguiente día por la mañana acudieron a palacio los mismos gobernadores y regidores de la ciudad, con los señores y grandes de Francia, y todos los Embajadores de los Reyes y Príncipes como el día antes, y lo acompañaron al palacio pontifical hasta dejarlo en la gran sala del Concilio. Le salieron a recibir a la puerta de palacio los Priores, Abades, Obispos, y Arzobispos, Patriarcas, y Cardenales por su orden hasta que subido a la sala y hecho su debido acatamiento al Pontífice le fue dado asiento por el maestro de ceremonias y puesta allí su silla la más propinca de todas a la Pontifical. Salidos fuera los señores con los del regimiento y los demás que le acompañaron, cerrada la puerta de la sala y vueltos a sentarse cada uno de los del Concilio por su orden: estuvo el Rey muy admirado de ver un tan principal y nunca por él visto espectáculo. Y hecha ante él la sesión que por aquel día fue breve, aunque con igual ceremonia que las otras: fue por el Pontífice preguntado qué le parecía de aquel tan bien ordenado ejército y real de Ecclesiásticos, a esto respondió el Rey, que de tres cosas quedaba sumamente maravillado. La primera de la persona y tan encumbrada majestad Pontifical. La segunda del espectáculo de tantos Cardenales vestidos de púrpura, como de muchos Reyes juntos. La tercera de la congregación de tantos prelados la mayor que nunca vido ni creyó. Porque (según él mismo refiere en su historia) entre Cardenales, Patriarcas, Arzobispos, Obispos, Abades, y Priores con los generales de las órdenes, pasaban de Quinientos. Mas porque fue este uno de los muy célebres Concilios que hubo en la iglesia de Dios, y para las mayores y más importantes cosas que se podían ofrecer, congregado en aquella ciudad, no será fuera de propósito de nuestra historia, si quiera por haberse hallado el Rey presente en él, contar brevemente la ocasión y causas que hubo para celebrarle: pues no fueron menos que para la reducción de la iglesia Griega, y hacer concordancia de ella con la Latina. Y más sobre la empresa y conquista de la tierra santa, con la admisión de los Tártaros a la fé Catholica.


Capítulo III. De las causas por que se congregó el Concilio, y de la gran embajada que el Emperador Paleologo envió a él con título de reducir la iglesia Griega a la obediencia de la Romana.


Como el valeroso capitán Miguel Paleologo, tuviese muy perseguida y oprimida la gente y familia de los Lascaras, a la cual de derecho pertenecía el Imperio de la Grecia, y hubiese echado de él a Baldouino Emperador, cuyos antepasados le poseyeron hasta Philipo su hijo que le había sucedido en él: para que más a su propósito pudiese, después de haber ya echado a Philipo, gozar tiránicamente del Imperio, y quitar de sobre si por mar y por tierra los ejércitos y armadas de Gregorio Pontífice, del Rey de Francia, y de Carlos de Anjou Rey de Nápoles, y de Sicilia el cual por haber casado con hija de Philipo había emprendido con más calor esta guerra contra Paleologo: usó de este admirable, perverso, y nunca visto artificio, mezclando la fé Griega con el color y achaque de religión, y de reducir la iglesia Griega a la obediencia de la Latina, siendo todo falso y fngido, con fin de engañar a todos por hacer su hecho como aquí se dirá: pues al fin sucedió en cruel y bien merecido azote de toda la Grecia. Porque cuanto a lo primero sobornó Paleologo a ciertos Príncipes del Imperio y Prelados más principales de la misma iglesia Griega, para que en nombre suyo fuesen a Roma con suntuosísima y muy pomposa embajada al sumo Pontífice Clemente IV, a notificarle, como prometía reducir la iglesia Griega, que de algún tiempo antes se había apartado de los sagrados Cánones e institutos de la iglesia católica Latina, y había degenerado de la verdadera religión de sus antepasados, a fin que conviniese en un mismo sentido y verdad con la sacrosanta iglesia Romana, y que en todo obedeciese a sus canónicos decretos y sanciones. Para certificación y seguridad de lo cual interponía su fé con la del Patriarca de Constantinopla, y de la de todos los demás Prelados Eclesiásticos y de los Príncipes y pueblos del Imperio: si se congregaba Concilio general para hacer en él pública profesión de todo lo propuesto. Y más para que entendiesen el fruto que de esta reducción había de nacer, se ofrecía de favorecer con todo su poder y fuerzas del Imperio la empresa de la tierra santa para la cual entendía se aparejaban los Príncipes de la iglesia Latina. Esta embajada y promesa del Emperador tan autorizada, oída en Roma, levantó en grande manera los ánimos del Pontífice y Cardenales con los de toda la iglesia Latina, para dar gracias a nuestro Señor, y suplicar trajese a perfección obra tan felizmente comenzada. Porque mayor beneficio y consuelo no se podía alcanzar por entonces, de que habiendo estado tantos años la iglesia Griega (siendo tan principal miembro del cuerpo místico de la universal iglesia) separada de la cabeza Romana, se volviese a juntar con ella. Por donde el Pontífice de parecer y común voto de todos los Cardenales, después de consultado con todos los Príncipes y Reyes Cristianos, publicó luego Concilio general para la ciudad de Leon en Francia. Pero antes de comenzarlo, ni partir de Roma para hallarse en él, quiso que esta profesión de la fé, que ante todas las cosas habían de hacer el Emperador con el estado Eclesiástico y pueblo de los Griegos, se notificase por escrito en forma y con las cláusulas que se requerían. Y así puso por expresa resolución y condición en este convenio, que para venir a tratar de esta reducción que los Embajadores pedían, lo primero que se había de hacer era, quitar todas las superfluas y contenciosas disputas de la religión: y que por los Griegos se hiciese una pura y expresa profesión de la fé, en la cual conviniesen todos, conforme a la fórmula que se enviaba. Juntamente con la santa admonición del Pontífice dirigida al Emperador Paleologo, la cual sacada de la bulla que sobresto se le escribió, vuelta en Romance dice de esta manera:


Capítulo IV. De la respuesta y exhortación que el Pontífice envió al Emperador y como por la muerte del Pontífice no pudo por entonces pasar la reduction adelante.


La purísima, certísima y solidísima verdad de la fé santa, que en todo cuadra con la doctrina Evangélica cual nos han dejado escrita y declarada los santos padres doctores de la iglesia, y tan confirmada con la definición y decretos de los sumos Pontífices en sus Concilios generales por ellos celebrados, decimos que por estas y otras causas no es cosa decente sujetarla a nueva disputa ni definición, ni someterla contra toda razón, a que se pueda dudar sobre ella. Y así, puesto que por la bula de la convocación del Concilio que se publicó antes, parezca que se da lugar a disputas, y dado que por vuestras letras imperiales habéis pedido que el Concilio se convocase dentro de vuestras tierras, nosotros no determinamos de convocar Concilio para reducir la sobredicha verdad a nueva definición y disputa, no porque nos espante el venir a ella ni porque recelemos que la santa iglesia Romana ha de ser suprimida por el gran saber de la Griega, sino porque sería cosa muy indecente y de perniciosísimo ejemplo, poner en disputa, como en duda, la verdad de la fé, pues la tenemos por tantos lugares de la sagrada escritura probada, por tantas autoridades y sentencias de doctores santos declarada, y finalmente por definición y decretos de los sumos Pontífices y de los sagrados Concilios confirmada. En cuya defensión, si necesario fuere, estamos aparejados a poner nuestra persona y miembros a cualquier suplicio y pena de martirio. Y así no determinamos por ahora ayudar a esta santa verdad con autoridades de la divina escritura, que se nos ofrecen muchas al propósito: sino que con verdadera simplicidad, pura y claramente explicada, os la enviamos: para que por vuestra Imperial persona y por vuestros súbditos sea enteramente creída y profesada.
Pero como en este medio que se enviaba esta exhortación juntamente con la forma y cédula de la profesión de la fé al Emperador Paleologo, muriese el Pontífice, paró este negocio, y de muchos días no se habló más en él, ni se comenzó el Concilio.




Capítulo V. Como Paleologo volvió a solicitar los Príncipes Cristianos porque se tuviese el Concilio, y congregado que fue por Gregorio Papa volvió a enviar sus embajadores, los cuales hicieron la profesión de la fé.


Visto por Paleologo que por la muerte del sumo Pontífice Clemente IV había parado su negocio y traza, y que su inica y secreta máquina en gran perjuicio suyo se deshacía, y sus adversarios a gran prisa entendían en su aparato de guerra para ir contra él, determinó de solicitar de nuevo a algunos Príncipes Cristianos (mucho antes que el Concilio se congregase) con diversas embajadas diciéndoles, como se maravillaba mucho de ellos, y del poco celo y cuidado que del servicio de Dios, y del aumento y honra de su iglesia tenían. Pues ofreciendo él tan grandes ocasiones para la reducción de la iglesia Griega, con todo su imperio, al gremio de la Latina, y habiendo para esto hecho sus embajadas a los Pontífices Romanos, a quien más este negocio tocaba, para que congregasen Concilio universal, a efecto de dar salida a una cosa tan deseada, y tan dedicada al servicio y honra de Dios y de su iglesia, se curaban tan poco de ello, y ni le daban la mano para proseguirla, ni solicitaban a los Pontífices para acabarla. Entre otros a quien dio parte de su queja fue al Rey Luys santo de Francia, poco antes que falleciese en la guerra y campo que tuvo sobre la ciudad de Túnez en África, cuya santidad de vida y celo Cristianísimo era por aquel tiempo muy celebrado (según en el libro XV habemos hecho mención de su vida y muerte) a este pues envió Paleologo embajada formada, rogándole, con encarecimiento, no dejase de favorecer esta su empresa, y reducción de la iglesia Griega, la cual pues tan felizmente había comenzado a tratarse por el Pontífice Clemente IV y por su muerte paraba el negocio que en todo caso exhortasen al nuevo Pontífice para que lo pasase adelante. Que de cobrar esta oveja perdida se serviría más nuestro Señor que de ir a buscar las que no son suyas. Por donde el buen Rey percibiendo las palabras que eran muy santas, y creyendo que la intención de Paleologo conformaba con ellas, envió luego su embajador a los Cardenales, que por la sede vacante, y distensiones que había entre ellos, sobre la nueva elección, estaban por la mayor parte retirados en la ciudad de Viterbo a una jornada de Roma, rogándoles no perdiesen la oportunidad grande que se les ofrecía para el aumento de la universal iglesia con la reducción de la Griega, siendo el mismo Emperador de Grecia el que sobre ello tanto les solicitaba. Y así acabó con ellos que pasarían este negocio adelante por haberle ya felizmente comenzado el Papa Clemente por cuya muerte había parado. Para este efecto eligieron con mucha digencia personas muy doctas y de santa y moderada vida, las cuales reconociendo de nuevo las memorias y diligencias por Clemente hechas, y los términos a que había llegado este negocio: después de estar muy bien instruidos de todo, fueron por el sacro colegio enviados a Constantinopla al Emperador, para que en presencia de ellos, así por él, como por todos los prelados de la Grecia, se hiciese público y solemne acto de la profesión de la fé, conforme a la minuta o fórmula que en escrito había dejado trazada el mismo Pontífice, según que arriba se ha referido. Pues como luego después de partidos estos fuese electo Pontífice Gregorio X, volvió a convocar el Concilio para la misma ciudad de Leon, del cual hablamos. Y así viendo la mucha constancia de Paleologo que en estos negocios mostraba, entendió en procurar muy de veras se hiciesen treguas por algunos años entre Philipo y Carlos Rey de Nápoles y Sicilia, con el Emperador Paleologo, las que él tanto deseaba, por echar fuera el armada y ejército de Sicilia, que andaba ya por el Archipiélago, y comenzaba a poner en estrecho las tierras del Imperio. De manera que pudo tanto la exhortación y persuasión del Papa Gregorio con Philipo y Carlos, que mandaron retirar su ejército y armada de Grecia por tiempo de un año. Entendido esto por Paleologo, con la seguridad de las treguas llevó adelante su entretenimiento: y envió cuatro embajadores de los más principales señores de la Grecia, personas de muy gran cuenta y autoridad, al Concilio de Leon, donde congregados ya todos los llamados por el Pontífice, comenzaba a celebrarse. Llegados estos fueron muy principalmente recibidos del Papa y Cardenales, y de todo el Concilio. Y luego uno de ellos, así en nombre del Emperador, como de Andronico su hijo y sucesor del Imperio, como de XXVI iglesias Metropolitanas Arzobispales sujetas al Patriarca de Constantinopla, con infinitas otras sufraganeas catedrales, y de todo el orden y estado Eclesiástico de la Grecia, abjuró públicamente en medio de todo el Concilio, la Cisma (Schisma), palabra por palabra, conforme a la fórmula escrita que el Papa Clemente ya antes les envió, de esta manera.
Yo Gregorio Acropolita, y gran Logotheta, embaxador de nuestro señor el Emperador de la Grecia, Miguel Angeli Príncipe de Commini Paleologo, teniendo poderes suyos suficientes para esto, abjuro todo Schisma, y la suscrita verdad de la fé según que cumplidamente se ha leído, fielmente reconozco, y confieso en nombre del dicho nuestro Emperador y señor, ser la verdadera santa católica y recta fé, y por tal la acepto, y de corazón y boca la profeso: según que verdadera y fielmente la tiene, enseña y profesa la sacro santa yglesia Romana. Así prometo que el dicho Emperador inviolablemente la guardará, y que en ningún tiempo se apartará: ni en modo ninguno declinará, ni discrepará de ella. También, según en la dicha escritura se contiene, en nombre suyo y mío, y de las iglesias de la Grecia confieso, reconozco, y acepto por supremo de todos el Primado de la sacrosanta iglesia Romana, para mayor obediencia de ella, y que el dicho señor nuestro observará todo lo dicho, así en lo que toca a la verdad de la fé, como en reconocer por supremo al primado de la iglesia Romana, y que hará siempre bueno este su reconocimiento, aceptación, y observancia perseverando en ello, y jurándolo corporalmente en su alma y la mía lo prometo y confirmo. Así Dios a él y a mí ayude, y estos santos Evangelios. Añadió el embajador, a lo profesado, el pío y grande ánimo que el Emperador su señor tenía, para que acabada la reducción de la iglesia Griega, se entendiese en la conquista de la tierra santa de Hierusalé: para lo cual ofrecía de valer con todo su poder y fuerzas del Imperio, siempre que por los Príncipes, o Reyes de la iglesia Latina fuese comenzada la empresa. Oída la pública profesión hecha por los embajadores de Paleologo, juntamente con la larga y magnífica promesa para la conquista de la tierra santa, fue por el Papa y todo el Concilio muy alabada y bien recibida esta embajada. A esta sazón ya después de hecha la abjuración, hizo su entrada en la ciudad de Leon y en el Concilio nuestro Rey, como está dicho. Mas porque se entienda lo que adelante pasó acerca del Concilio, con las engañosas máquinas de que usó Paleologo para hacer su hecho, sin que se efectuase cosa de lo que había prometido, contaremos en el capítulo siguiente el sucesso y fin infelice de la comenzada reducción de los Griegos.





Capítulo VI. De la abiuracion personal que hizo Paleologo, y de las excesivas demandas que propuso, y que por no poderlas cumplir el Concilio se salió de lo prometido, y de la abjuración hecha por los Tártaros.


Después de haber hecho los embajadores de Paleologo la abjuración y profesión de la fé arriba puesta, tuvo su primera sesión el Concilio. Y se determinó en ella, que no bastaba la profesión hecha por los embajadores para asegurar al sacro Concilio del verdadero propósito y ánimo del Emperador Paleologo que por eso requerían que el mismo Emperador y su hijo y sucesor Andronico, la hiciesen de nuevo por si mismos, y de su propia boca la profesase. De lo cual avisado Paleologo, vino bien en ello, por llevar más su disimulación adelante, y gozar de las treguas hechas con sus enemigos. Y así no en el Concilio, como algunos autores dicen (porque nunca vino a él ni estaba tan confirmado en el imperio, que osase apartarse de él) sino en Constantinopla públicamente, y en presencia de los embajadores que sobre esto le envió el Papa, y de los prelados Griegos, hizo la abjuración con aquellas mismas palabras que su embajador la había hecho en el Concilio, y también confirmó la promesa por él hecha para la empresa de la tierra santa. Como después abjurasen los prelados con todo el estado Eclesiástico, solo el Patriarca de Constantinopla no quiso abjurar: puesto que se dice por algunos, que abjuró después. Hecha por el Emperador y los demás la abjuración, con el cumplimiento que dicho habemos, luego envió a proponer ante el Papa y Concilio una muy terrible demanda y requerimiento, con expreso protesto que si no se lo otorgaban y ofrecían de mandar tener y cumplir, haría lo contrario de lo que había abjurado y prometido. El cual fue que antes que se acabasen las treguas que tenía firmadas por un año con Philippo, y Balduino su hijo, y con Carlos Rey de Sicilia, se obligase el Papa a recabarle perpetua y universal paz con los dichos, y con todos los Príncipes Cristianos de la iglesia Latina, a fin que con toda libertad gozase de su imperio, y pudiese acabar los dos negocios tan importantes que había prometido de la reducción de la iglesia Griega, y conquista de la tierra santa: donde no, que se apartaba de todo. Como el Papa oyó esta demanda, in pleno Concilio, la cual era imposible cumplir: porque ya antes lo había procurado de alcanzar, y aunque en los demás Príncipes Cristianos se hallaba facilidad, pero en Philipo y Balduino, no había remedio de acabarse conoció el inicuo y doblado ánimo de Paleologo, y descubrió su dañado intento y fingida religión, que no tiraba a otro que atar las manos a sus enemigos para más establecerse en el imperio y permanecer en su tiranía. Y así con la proteruia y renitencia del Patriarca de Constantinopla, y falsedad del Emperador volvió la tierra y nación Griega a su antiguo ingenio y naturaleza, revocando todas las promesas y sumisiones que en el Concilio ante el Papa, y en Constantinopla con su Emperador y prelados había hecho. De donde envuelta de nuevo en los errores de su inueterada malicia, y en los torpísimos (turpissimos) vicios de la concupiscencia, permitió Dios que con el tiempo se acabase de perder, juntamente con la estirpe y prosapia de los Paleologos, y con ellos el imperio de la Grecia entrase so el impío yugo, y cruel servidumbre de los pérfidos Mahometicos, debajo de la cual vemos, siglos ha, que vive miserablemente. Por este tiempo antes que el Concilio se concluyese, vinieron a él algunos principales hombres de la Tartaria. Los cuales delante del Pontífice, y de todos los padres del sacro Concilio de parte de su nación y suya abjuraron sus errores en la forma que se les dio y profesaron la verdadera fé Cristiana, y con gran contento y alegría de todos recibieron el agua del santo bautismo (baptismo).




Capítulo VII. Como se trató en el Concilio con el Rey sobre la conquista de Jerusalén, y lo que ofreció para ella, y como se confesó con el Papa, y de la penitencia que le dio, y por qué no quiso coronarlo Rey.


Volviendo pues a nuestra historia, como el Rey hubiese llegado al Concilio, antes que la mala intención y ánimo de Paleologo fuese descubierto, y se tratase de la conquista de la tierra santa, y guerra contra Turcos que se habían apoderado de ella, por las grandes ofertas que Paleologo hacía para proseguirla, y también el Emperador de los Tártaros, como sus embajadores que allí estaban y se bautizaron lo ofrecían: también el Rey por su parte prometió de estar a punto y en orden siempre que fuese llamado para seguir la empresa: como aquel que ya antes la había emprendido, y puesto por obra por si solo, si la tormenta (como está dicho) no se lo estorbara. Pues como sobre ello fuese consultado del Pontífice, dio en ello su parecer y consejo tal, que a todos pareció muy sano, y bueno, y añadió a lo dicho, que así viejo como era, no faltaría con su persona de acompañar al Pontífice, yendo personalmente a la conquista y le seguría con buen ejército. Y no yendo su Santidad enviaría mil caballos escogidísimos para la jornada, pagados por todo el tiempo que durase la guerra. Asimismo pues Dios le había puesto en parte donde pudiese gozar de tan deseada oportunidad, dijo determinaba confesar sus pecados al mismo pontífice por alcanzar su bendición y absolución generalísima. Pues como hincado de rodillas se hubiese confesado y fuese por el Pontífice plenísimamente absuelto, diole en señal de penitencia, dos cosas. La una que se apartase de lo malo, la otra que siguiese lo bueno, y en esto perseverase. Finalmente tratando ya de su partida, pidió al Pontífice que pues él no había hecho menos servicios a la sede Apostólica que todos sus antepasados, antes bien procurado con su vida y persona el aumento de la religión Cristiana, habiendo conquistado tres Reynos de Moros e introducido la fé de Cristo en ellos, le hiciese favor de darle las insignias y corona Real por sus sagradas manos. Respondió el Pontífice que las daría de muy buena gana, con que primero saliese de la obligación que por semejante negocio tenía puesta sobre sus Reynos, confirmando de nuevo el tributo que por el Rey don Pedro su padre les fue impuesto, cuando fue coronado Rey en Roma por el Pontífice Innocencio su predecesor, y ante todo pagase el tributo corrido de muchos años, que no se había pagado. Diciendo que era cosa muy indigna de la magnanimidad y conciencia de un tan alto Príncipe como él, defraudar de su derecho, y deuda a la santa sede Apostólica, que tan liberalmente honró a su padre con las insignias de majestad Real. Mas el Rey como esperase mayores gracias y retribución del Pontífice, por sus servicios hechos a la sede Apostólica (como arriba se ha dicho) y viese que sin tener cuenta con ellos aun le pedían el tributo de su padre: determinó más presto desistir de la demanda, que disminuir en nada la inmunidad y franqueza de sus Reynos. Solamente rogó al Pontífice por la libertad de don Enrique hermano del Rey de Castilla, a quien Carlos Rey de Nápoles y Sicilia tenía preso por negocios del mismo Pontífice, el cual prometió que lo haría.




Capítulo VIII. Como se despidió el Rey del Papa y volvió a Perpiñan, y de lo que pasó con el Vizconde de Cardona y de la guerra que el Príncipe movió contra don Fernán Sánchez su hermano, y otros.


Pasados XXII días después que el Rey entró en Leon y asistió en el Concilio sin concluir cosa alguna de las que trató, se despidió con mucha gracia del Papa y Cardenales y los demás de todo el Concilio, y haciendo particular agradecimiento al senado y pueblo de Leon por el magnífico y regalado servicio que le hicieron, se volvió a Perpiñan: donde de nuevo mandó notificar al Vizconde de Cardona, que por lo ya antes determinado le entregase la principal fortaleza de Cardona, dentro de cierto término donde no, entendiese que se la tomaría por fuerza de armas. Como entendieron esto los señores y barones de Cataluña, se congregaron en la villa de Solsona. Y porque el negocio era común y no menos tocaba a cada uno de ellos que al Vizconde, respondieron al edicto del Rey, que no solo al Vizconde pero a todos los señores y Barones de Cataluña tocaba defender la fortaleza de Cardona, que por eso le rogaban todos juntos tuviese por bien de no hacer esta fuerza, ni abusar de la tan probada y conocida fidelidad del Vizconde, y de todos ellos, para con su real persona. Entonces el Rey se vino a Barcelona a donde hizo publicar guerra contra el Vizconde y sus secuaces, con apellido que el Vizconde receptaba y defendía en sus propios lugares a Beltrán Canelian que había cometido un gravísimo crimen lesae magestatis, por haber muerto a Rodrigo de Castellet justicia de Aragón, sin tener cuenta con aquella poco menos que real dignidad del Reyno. Y así para mejor perseguir al Vizconde el Rey se pasó a la villa de Terraça, a donde luego fueron con él don Berenguer Almenara Vicario del Maestre del Hospital, y Mauniolio Castelauli, los cuales le rogaron que prorrogase el día del Plazo al Vizconde y los demás. Lo cual hizo el Rey de buena gana por contentarles. Pero como pasado el último término no compareciese ninguno, sino que iban alargando la venida de día en día, hasta que concertasen con don Fernán Sánchez hijo del Rey de rebelarse todos a un tiempo: entonces el Príncipe don Pedro movió guerra manifiesta contra todos los barones de Cataluña, y contra su hermano, que se había hecho cabeza y caudillo de ellos. Puesto que por entonces fue necesario disimular con ellos, por la nueva ocasión que se ofreció de la ida para Navarra, por la nueva que tuvo de la muerte de don Enrique Rey de ella.


Capítulo IX. De la muerte de don Enrique Rey de Navarra, y lo que se siguió de ella, y como fue el Príncipe don Pedro allá y de la plática que tuvo con los principales hombres de Navarra.


Tuvo el Rey nueva estando en Terraça como don Enrique Rey de Navarra era muerto y que a lo último de su vida, hizo testamento por el cual dejaba heredera del Reyno a doña Iuana única hija suya de edad de dos años la cual hubo de la hija de Roberto Conde de Artues (Artois) hermano del Rey Luys de Francia: y acabó con los Navarros la jurasen por sucesora. De manera que muerto don Enrique, como hubiese contienda entre los Navarros, los unos pedían que a doña Juana por su menor edad la encomendasen al Rey de Castilla, otros que la llevasen a Francia al Rey Felipe su tío: los más que se entregase al Rey de Aragón para que por tiempo casase con su nieto sucesor en los Reynos de la corona: y con esto se cumplirían las obligaciones del prohijamiento hechas por el Rey don Sancho, y el Reyno quedaría defendido, como hasta allí lo había sido siempre por los Aragoneses. Estando en esto la Reyna viuda, considerando que de estas contiendas se le podía seguir algún daño a su hija, determinó pasarse con ella en Francia a entretenerse con el Rey su tío. Por donde estando juntados los Navarros en la villa llamada la Puente de la Reyna, para tratar sobre el asiento y quietud de las cosas del Reyno, que estaba con la muerte del Rey, e ida de la Reyna con su hija alterado, vino el Príncipe don Pedro a Tarazona con buena parte de su ejército, y de allí envió sus embajadores a los congregados para notificarles, como venía por el Rey su padre a pedir el derecho del Reyno, que por la adopción y prohijamiento del Rey don Sancho hecho de consentimiento de todo el Reyno le pertenecía, sin otros más derechos que por los pactos y condiciones tratados entre el mismo Rey su padre y la Reyna doña Margarita mujer de Tibaldo y madre de Enrico se le había recrecido: y mucho más porque todas las veces que el Rey de Castilla hacía entradas en Navarra con fin de echar a doña Margarita y a Theobaldo del Reyno, acudiendo con su persona y ejército los defendía: en tanto que por valerles a ellos se olvidaba de su yerno el Rey de Castilla y lo echaba a punta de lanza de toda Navarra. También porque en estas defensas el Rey había gastado de su hacienda hasta sesenta mil marcos de plata: pero que ninguna otra cosa les pedía, sino que doña Juana hija del Rey Enrique casase con don Alonso su hijo y nieto del Rey que había de heredar todos sus Reynos.


Capítulo X. De la respuesta que dieron los Navarros al Príncipe don Pedro: y de la conjuración de don Sancho con otros de Aragón y Cataluña.


Oída la demanda del Príncipe don Pedro por los Navarros, habido acuerdo sobre ello, respondieron harto tibiamente, que ellos trabajarían cuanto en si fuese, casase doña Juana con don Alonso nieto del Rey. Y que si por ser ella tan niña, no podían doblar a ello la voluntad de su madre por haberse puesto debajo la potestad del Rey de Francia, a cuyo amparo madre e hija se habían recogido, procurarían casase con una sobrina del Rey Enrrico. Más adelante prometieron que por los gastos hechos en la defensa del Reyno le pagarían los sesenta mil marcos, y que más de treinta principales barones de Navarra, además de los procuradores y síndicos de las villas y ciudades reales se obligarían a cumplir lo sobredicho. Los cuales pactos y promesas fueron vanas y de ninguna fuerza, por la industria del Rey Philipo a quien luego la Reyna entregó las principales fortalezas de Navarra, y fue puesta en ellas buena guarnición de gente y armas, y también la niña sucesora antes de tiempo casada con el hijo del mismo Rey Philipo, y poco a poco vino de esta manera a apoderarse de todo el Reyno de Navarra. Sabido esto por don Pedro, le pareció disimular por entonces, y no hacer sentimiento de ello, antes agradeció mucho a los Navarros su buena voluntad y bien compuesta respuesta. Y teniendo aviso que los negocios de Cataluña se iban de cada día gastando, partió con prisa para salir al encuentro a la conjuración de don Sánchez su hermano con muchos otros contra el Rey y él, porque se conjuraron con él en Aragón casi todos los nobles, con muchos aficionados suyos que tenía en el pueblo: a quien también se allegaron los que en vida del Príncipe don Alonso le siguieron por estar todos estos mal no con el Rey, sino con don Pedro. Finalmente se rebelaron el Vizconde con la mayor parte de los Barones de los dos Reynos, a quien era muy pesado el nuevo dominio de don Pedro, y también la demasiada codicia del Rey, por enriquecerle y engrandecerle. Y porque (como todos decían) mostraba querer juntar con la corona real todas las villas, tierras, y estados de los señores y barones de los Reynos, de donde procedía el estar todos tan unidos y confederados en sus conjuraciones.




Capítulo XI. Que don Pedro fue sobre las tierras de don Sánchez y como los señores de Cataluña se apartaron del Rey, y que el Conde de Ampurias saqueó y quemó la villa de Figueres, y el Rey otorgó treguas para tratar de concierto.


No le espantaron a don Pedro las conjuraciones de Aragón y Cathaluña, y así para comenzar a dar por las cabezas determinó de ir con ejército formado a conquistar ciertas villas fuertes de don Sánchez las cuales con el ayuda y favor de don Pedro Cornel suegro de don Sánchez, que con sobrada afición seguía la parcialidad de su yerno, se pusieron en defensa. En este tiempo el Vizconde con don Vgo Conde de Ampurias, y casi todos los señores y barones de Cataluña se apartaron del servicio del Rey, y osaron conforme a la costumbre de la tierra, desafiarle. Pero al Rey, a quien no faltaba el servicio y favor de las ciudades y villas con todo el pueblo, y secreto socorro de algunos señores, además de su ejército bien fiel y formado, no se le daba mucho de ello. Con todo eso procuraba de venir a honestos partidos por excusarse de proceder con todo rigor contra ellos, como aquel que no ignoraba los inconvenientes y desatientos que de semejantes discordias suelen seguirse en los Reynos. Pero todavía perseveraron ellos en su mal propósito y dañada intención. Y como fuese mucho mayor la ira y rencor de los Catalanes contra don Pedro que contra su padre, después que el Conde de Ampurias acabó de fortificar su villa y fortaleza de Castellon junto a Ampurias y de tenerla muy bien avituallada y guarnecida de gente y armas, tomó algunas compañías de infantería y fuese para la villa de Figueres pueblo mediano de buen asiento a media jornada de Girona, el cual el Príncipe don Pedro preciaba mucho y era todo su regalo y recreación: y así para más ensancharlo y ennoblecerlo, había hecho venir gente de otras partes a vivir en él, concediéndoles muchas más libertades y franquezas que a ningún otro pueblo de Cataluña. Llegó pues el Conde con su gente y cercando el pueblo de improviso le entró y no hallando resistencia lo saqueó, y asoló la fortaleza hasta los cimientos, y no contento de eso le taló los campos. Finalmente dando lugar a la gente para que se fuese, mandó quemar todas las casas sin dejar una en toda la villa. Esto hizo el Conde con tanta celeridad y presteza, que con llegar ya el Rey a Girona, no fue a tiempo de poder defender la villa, ni para coger al Conde, porque luego con toda su gente se recogió en Castelló. Entre tanto que el Rey estaba en Girona, también Pedro Berga principal barón de Cataluña, de la manera que los otros, le envió sus cartas de desafío, y otros barones hicieron lo mismo. Porque, o lo desafiaron, o se apartaron de servirle, y así llegó Cataluña a estar toda en armas, con alborotos y confusión de toda la tierra. Lo mismo era en Aragón, y el mal iba poco a poco tomando fuerzas de cada día. Entendido esto por el Rey, se partió para Barcelona, donde el Obispo juntamente con el gran Maestre de Vcles, que allí se hallaba, viendo puesto el Reyno en tanta confusión y aparejo de perderse, se pusieron muy de propósito a entender en remediarlo, procurando de atraer a los señores y barones a nuevo trato en que todas las diferencias y pretensiones de ambas partes se dejasen al juicio y determinación de los Prelados, y de algunos barones menos apasionados para que juntamente las juzgasen con ellos. Le pareció esto al Rey bien, y dio comisión al Comendador de Montalbán, y a Vgon Mataplana Arcidiano de Vrgel, que en su nombre otorgasen treguas por tiempo de diez días al Vizconde y a Berga con sus secuaces, porque se entendiese en tratar de concierto.




Capítulo XII. Como en Aragón se rebelaron muchos de los señores y barones, y el Rey concibió ira mortal contra don Fernán Sánchez su hijo, el cual con otros enviaron a desafiar al Rey y de lo que respondió.


En tanto que en Barcelona se entendía en lo del concierto, llegaron al Rey cartas de Zaragoza con aviso que las cosas de Aragón llevaban el mismo camino que las de Cataluña: y que la tierra estaba toda en armas y parcialidades. Porque don Fernán Sánchez su hijo había juntado gente de guerra con muchos señores y barones que le hacían espaldas y favorecían su empresa. Y que su apellido ya no era por solo defender su persona de las manos de don Pedro su hermano, sino por ofenderle y perseguirle muy de veras: y que con esta querella se allegaban a él muchos que también se quejaban del Rey y le llamaban cruel y quebrantador de fueros y leyes, que no cumplía con ninguno lo que prometía. Sintió muy mucho el Rey ser notado e infamado de esto, y mucho más que su propio hijo fuese cabeza y receptador de los infamadores. Y así desde aquel punto que entendió tal, acabó de agotar de su pecho todo el amor paternal que le tenía como a hijo, y en su lugar le hinchió de muy justa ira y terrible odio y aborrecimiento. Por esto determinó de ser presto en Aragón, y convocar cortes para satisfacer en ellas con buenas razones a las quejas que de él había, antes de venir a las manos con los suyos. Pero como el término de las treguas se acabase, y se había de dar audiencia al Vizconde con los barones, fue necesario detenerse, y cometer a don Pedro las fuese a tener por él: y que se celebrasen dentro de los límites de Aragón, para que le pudiesen obligar a estar a juicio conforme a los fueros. De manera que el mismo día que se acababan las treguas otorgadas al Vizconde, despachó sus patentes y poderes para que don Pedro tuviese las cortes (la historia no dice dónde) y todas las quejas de don Fernán Sánchez y de los otros resolviese y echasen a un cabo los convocados, teniendo el Rey fin de pasar por lo que ellos ordenasen, solo que los Reynos se apaciguasen. Mas los negocios sucedieron muy al revés de lo que el Rey pensaba, porque don Fernán Sánchez con sus secuaces, se recelaban de cada día tanto de don Pedro (por lo cual tanto más determinaban perseguirle) que por esta causa se concertaron en enviar al Rey un gentil hombre Provenzal llamado Ramon Andres, para que en nombre de don Sancho, de Ferrench, Iordan, Pina, don Ximen de Vrrea, don Artal de Luna, y don Pedro Cornel principales señores de Aragón, propusiese ante él las quejas y agravios particulares que de él y de don Pedro tenían: y que en haber hecho la proposición, en nombre de todos se despidiese y apartase de su obediencia y mando. Pues como Ramon Andres despachado por todos llegase a Barcelona ante el Rey, y dada audiencia, públicamente en presencia de muchos declarase todas estas querellas, y concluyese con que si no le daba cumplida satisfacción de ellas, luego en nombre de sus principales se apartaría de él y de su obediencia y mando. Respondió el Rey muy cuerda y mansamente, que él nunca se apartaría de lo justo y razonable, puesto que podría fácilmente y con mucha razón, las quejas que de él tenían atribuirlas a cada uno de ellos. Mas como la principal de ellas era, porque él y don Pedro se encaraban contra la persona de don Fernán Sánchez al cual todos seguían, supiesen que no era sin justa causa, por la mucha culpa que don Fernán Sánchez en esto tenía. La cual había de cada día con nuevas ocasiones aumentado en tanta manera, que no solo le había incitado a muy justo y perpetuo odio contra él: pero aun a su hermano había provocado a mayor enemistad, por lo que en muchas maneras como enemigo mortal contra los dos había intentado. Por tanto les decía que en sus quejas, o estuviesen al juicio y deliberación de los Prelados y buenos hombres del Reyno, o por fuerza de armas se averiguasen todas sus diferencias: porque estaba tan aparejado para lo uno como para lo otro, y que en ninguna manera faltaría a si mismo. Como oyó esto Ramon, y no se le dio lugar para replicar, volvió a Zaragoza e hizo cumplida relación a Fernán Sánchez y a los demás, de todo lo que había pasado con el Rey.




Capítulo XIII. Como los de la parcialidad del Vizconde vinieron a pedir perdón al Rey, y que nombrase árbitros para sus diferencias, y los nombró, y como por la venida del Rey don Alonso celebró la fiesta de Navidad solemnísimamente.


En este medio que andaban las cosas del Rey y Reynos tan turbadas, el Obispo de Barcelona y el Maestre de Vcles (como arriba dijimos) procuraban por todas vías, en que antes que las cosas de Cataluña se revolviesen con las de Aragón y se doblasen los males, se concertase el Vizconde con el Rey, y se atajasen las diferencias. Y como el Rey partiese de Barcelona para Tarragona a recibir al Rey don Alonso su yerno con la Reyna su hija, que ya estaban en Villafranca de Panades a medio camino, don Ramon de Cardona, y Berenguer Puiguert con otros Barones de la parcialidad del Vizconde, vinieron al Rey a pedirle perdón con mucha humildad, y le rogaron muy de veras que nombrase jueces árbitros que juzgasen las diferencias de ambas partes. Agradó al Rey su demanda, y por que conociesen su benignidad y sana intención, y también el deseo que tenía de contentarles, les nombró por jueces árbitros al Arzobispo de Tarragona, y a los Obispos de Barcelona y Girona y al Abad de Fontfreda, con sus amigos y parientes de ellos don Ramon de Moncada, Pedro Verga, Ianfrido Rocaberti, y Pedro Cheralt, y así pasó adelante su camino. Y como le pidiesen del tiempo y lugar para juzgar de esto, respondió que en el mes de Março por quaresma, y asignó el lugar en Lérida, a donde por solo este negocio mandó convocar cortes, para que en presencia del Príncipe don Pedro se pronunciase la sentencia. De esta manera se quietaron por entonces las cosas de Cataluña: proveyendo nuestro Señor en que quando más se encendían las cosas de Aragón se apagasen y quietasen las de Cataluña, como lo merecían las buenas intenciones del Rey. El cual por la venida del Rey don Alonso y la Reyna su hija a Barcelona, celebró la fiesta de Navidad con mayor solemnidad que nunca, porque esta con la Pascua de Resurrección, y día de Santiago celebraba con muy grande regocijo y Christiandad: saliendo en público de púrpura y brocado, haciendo mercedes junto con muchas limosnas, asistiendo con mucha devoción a los oficios divinos, y convidando a comer a los Prelados y grandes del Reyno, donde quiera que se hallaba: sin eso mandaba adereçar y henchir los aparadores y mesas de riquísimas vajillas (baxillas) de oro y plata, y tener abiertas las puertas de palacio, y de sus recámaras para que entrase todo el pueblo con sus invenciones y fiestas, y todos se alegrasen y regocijasen con ver el rostro y tan graciosa presencia de su Rey y señor. El cual se comunicaba también con mucha afabilidad y humanidad con todos: por lo que entendía que no había cosa que tanto se ganase y conservase la voluntad y ánimo de los súbditos, como ver y contemplar la alegre cara y presencia de su Rey.




Capítulo XIV. Pone las causas de la venida del Rey don Alonso de Castilla, a verse con el Papa en la Guiayna.


Como el Rey y toda su corte estuviesen admirados de la repentina y tan improvisa venida de don Alonso Rey de Castilla con la Reyna su mujer, y deseasen mucho saber las causas de ella, y el Rey se las pidiese: serviría de respuesta, la breve relación que aquí haremos de lo que antes pasó para bien entenderlas. Y porque son varias y dignas de saber, no será fuera del caso el referirlas aquí con toda brevedad. Muerto el Emperador Federico, y convocados los electores del Imperio para hacer primero la elección de Rey de Romanos, viniendo a dividirse los votos en dos partes, la una que eligió a Richardo Conde de Cornubia y hermano del Rey Enrrico III de Inglaterra, procuró luego coronarle en la ciudad de Aquisgran donde se acostumbra recibir la primera corona del Imperio. La otra parte eligió a don Alonso X Rey de Castilla que también era descendiente de los duques de Sueuia. Por donde teniéndose cada uno de los elogios por verdadero Rey de Romanos, alegando sus causas y razones para ello: como a esta sazón muriese Richardo, todos los electores excepto el Rey de Bohemia volvieron a juntarse, y sin consultar, ni dar parte de lo que determinaban hacer, a don Alonso, eligieron a Rodolfo Conde de Aspurch, hombre de gran suerte y merecedor del Imperio: al cual luego coronaron en Aquisgran. Como entendió esto don Alonso, envió sus embajadores a Roma para requerir al Papa y Cardenales diesen por nula la elección de Rodolfo, y confirmasen la suya que fue primera. Y como en este medio se hubiese convocado el Concilio para Leon de Francia, por las causas al principio de este libro referidas, y el Papa Gregorio X, que le convocó viniese a él, envió nuevos embajadores para solicitar la misma causa. Entonces el Pontífice que estaba muy bien informado por las dos partes, después de haber muy bien consultado los mayores letrados de Italia y con los Cardenales y Prelados del Concilio, pronunció que la elección de Rodolfo, que últimamente se hizo de común voto de todos o de la mayor parte de los electores, no se podía anular ni invalidar, por haber sido legítima y canónicamente hecha, y por eso se había de preferir a la primera elección, como dudosa y litigiosa. Por lo cual volviéndose los embajadores de don Alonso con esta sentencia, luego el mismo Pontífice envió tras ellos por embajador a Fredulo Prior de Lunel, para que en todo caso procurase de sacar al Rey don Alonso de la pretensión del Imperio, y que apartándose de ella le ofreciese la décima parte de las rentas Eclesiásticas de Castilla por tiempo de tres años para ayuda de la guerra de Granada. Pero don Alonso no mirando que la sentencia del sumo Pontífice y de los Cardenales se había dado con tanto acuerdo y consejo, respondió harto flojamente, que tenía por buena la sentencia del Pontífice, pero que en ella no se había tenido cuenta con su honra, determinando una cosa de tanto peso con tanta facilidad y brevedad, y que sobre esto se vería muy presto con su Santedad en Mompeller, o en otro pueblo de la Proença. Con esta sola palabra que entendió el Papa de don Alonso, sin más consultar con él, aprobó con la autoridad del Concilio que para ello interpuso, la elección de Rodolfo, y la confirmó, y envió la bula áurea de esta confirmación a Alemaña al electo, y electores del Imperio. Esta tan prompta y repentina sentencia y determinación del Pontífice, sin haber sido de nuevo llamado ni oído sintió tan de veras don Alonso, y tomó tan recio, que aunque se le había pasado la ocasión por no haber acudido con tiempo para decir y alegar: determinó ir en persona a verse con el Pontífice, pareciéndole que con la presencia negociaría mejor, y que con su mucha ciencia (porque fue doctísimo en todo) espantaría al Concilio, y revocarían la sentencia dada contra él. Y así prosiguió su viaje, sin dejar bien asentadas las cosas de sus Reynos, ni apaciguados los grandes y Barones, por las diferencias que ellos entre si, y todos contra él tenían: ni tampoco dejando orden para las necesidades de la guerra, teniéndose ya por muy cierta la pasada de Abenjuceff Miramamolin Rey de Marruecos con mayor ejército que nunca se vio sobre el Andalucía (como en el siguiente libro se contará) pareciéndole que pus dexaua a don Fernando su hijo el mayor, aunque muy mozo, por general gobernador de sus Reynos quedaba todo a buen recaudo. Y con esto se puso en camino con la Reyna y don Manuel su hermano, y los demás Infantes pequeños: y así llegó de paso a verse con el Rey en Barcelona con quien pasó lo que hasta aquí se ha dicho.


Capítulo XV. De la muerte y sepultura de fray Ramon de Peñafort, y de su gran doctrina y santidad de vida.


Estando los dos Reyes en Barcelona, acaeció que el día de la Epiphania del Señor, murió fray Ramon de Peñafort tercer maestro general de la orden de santo Domingo. Este fue varón de tan grande ser, que no hubo en aquella era otro de mayor erudición y doctrina, ni de más entera santidad de vida y religión. El cual siendo de nación Catalan, y perirísimo en ambos derechos y Theologia, llegó a tanto su autoridad y favor con los sumos Pontífices de su tiempo que fue confesor del Papa Gregorio IX, también doctísimo, y fue por el hecho sumo Penitenciario. Por cuyo mandado emprendió la recopilación del libro y orden de las Decretales, que son el verdadero directorio y gobierno de la iglesia de Dios: y que no solo fue valentísimo defensor de la libertad Cristiana contra los judíos que en su tiempo la impugnaban y ponían en disputa: pero también perseguidor acérrimo de los herejes que en el mismo tiempo se levantaron por toda la Guiayna y parte de la España. De este confesaba el Rey que siguiendo su consejo y parecer, siempre le sucedieron bien sus empresas, y se libró de muchos inconvenientes y peligros, por los muchos avisos, con advertimientos y secretos que le descubría para la salud de su persona y ejército. Finalmente fue tan santo en la vida, que partido de ella para la gloria fue muy esclarecido en milagros. Tanto que a instancia de dos Concilios Tarraconenses, se pidió a los sumos Pontífices, que atentos sus milagros fuese canonizado por santo. Lo cual puesto que no se alcanzó, o por ventura se dilató para otra ocasión: es cierto que en nuestros tiempos Paulo III Pontífice en el año 1542, concedió a los frailes Dominicos de la Provincia de Aragón, viue vocis oraculo, que le venerasen con solemne ritu de santo, De suerte que se hallaron en sus obsequias Reyes y Príncipes con muchos señores de título y Prelados y pueblo infinito que concurrió a ellas.


Capítulo XVI. Que no siendo el Rey parte para estorbarlo, pasó don Alonso a verse con el Papa, y de cuan mal despachado se partió de él, y de lo que hizo vuelto a Toledo.


Hechas las obsequias de fran Ramón de Peñafort luego entendió el Rey don Alonso en despedirse del Rey para proseguir su camino a verse con el Pontífice en la Guiayna, de lo cual procuró mucho el Rey divertirle y estorbárselo, porque entendidas las causas de su empresa con las razones frívolas que alegaba para más abonarlas, todavía le parecía muy superfluo llegar a tratar más de ello con el Papa, por haber ya con todo el Concilio declarado contra él, y dada por nula su pretensión y demanda: y así quedó el Rey muy sentido de esto, y de que en tiempos de tantas revoluciones y alborotos como en Castilla había, y ser tan cierta la venida del Miramamolin con infinito ejército quedase tan desamparada. Pues como todavía insistiese el Rey en divertir a don Alonso de su viaje con muy buenas razones, poniéndole delante estos y mayores inconvenientes que se podrían seguir ausentándose de sus Reynos, y ningunas aprovechasen: porque él siempre abundaba de réplicas, y más razones por salir con la suya, le dejó ir a toda su voluntad, y envió a mandar a todos los pueblos por donde había de pasar hasta Mompeller, se le hiciese toda fiesta y recogimiento que a su propia persona, y aunque quiso detener en Barcelona a la Reyna doña Violante su hija no lo pudo acabar con él: que la quería llevar consigo hasta Leon: puesto que de paso la dejó en Perpiñan, como luego diremos. Causaron todos estos despropósitos el ingenio y terrible condición de don Alonso, que fue siempre en sus deliberaciones muy precipitado, y pertinaz en proseguirlas por hallarse más sobrado de ciencias que de consideración y asiento para el gobierno de sus Reynos. Y así no queriendo regirse por los avisos y consejos del Rey, porfió de pasar a tratar con el Papa, del cual no alcanzó cosa de cuantas le pidió, y dio mucho que decir de si a las gentes. De manera que partido de Barcelona llegó a Perpiñan donde le pareció dejar a la Reyna con sus hijos, y a don Manuel con ellos. De allí envió un embajador por notificar al Papa su llegada a la Guiayna, que le suplicaba mandase señalarle lugar y jornada donde pudiese besar el pie a su Santidad y haber audiencia para sus negocios: le fue respondido que le aguardase en la villa de Belcayre de la misma Guiayna y que en saber era llegado a ella sería luego con él. Con esto se partió luego don Alonso, y pasando por Narbona, fue allí por mandado del Papa por el Arzobispo espléndidamente aposentado. El cual acompañó con mucha gente de lustre hasta Belcayre, no lejos de Aviñón, y luego fue el Pontífice con él, a quien don Alonso besó el pie, y fue recibido de él con muy gran fiesta y alegría. Se detuvo allí don Alonso casi dos meses, sin que pudiese con sus razones doblar al Pontífice para revocar cosa de lo hecho y pronunciado cerca lo del Imperio. Y sin duda que debía don Alonso tomar aquello por pasatiempo, y gustar mucho de no tener más de un negocio, y que le sobrase ocio para entender en su ejercicio, y ordinario estudio de Astrología. Y aun es de creer que el Papa gustaría mucho de tan docta conversación pues se detuvo con él allí el tiempo que dicho habemos, hasta que le fue forzado volver al Concilio. Lo cual como entendió don Alonso, se resolvió en perdirle cuatro cosas. La primera que el Ducado de Sueuia, que por la muerte del Emperador Conrradino le pertenecía de derecho, y se lo había ocupado Rodolfo el electo competidor suyo, le fuese restituido. La segunda, que el derecho que tenía al Reyno de Navarra, que se lo había usurpado el Rey Philipo de Francia, reteniendo cabe si a doña Juana hija del Rey Enrique, y jurada Reyna, se le estableciese. La tercera, que don Enrique su hermano a quien el Rey Carlos de Sicilia tenía preso, fuese puesto en libertad. La postrera, que una gran suma de dinero que le debía el mismo Rey Carlos se la hiciese pagar. De todo lo propuesto, como de cosas que no tocaban al Pontífice, ni tenía porque poner mano en ellas, tuvo mal despacho don Alonso. De suerte que entendida con buenas razones la negativa del Pontífice, se despidió, y partió muy desabrido de él. Vuelto a Perpiñan se vino con la Reyna y sus hijos a Barcelona, donde se detuvo poco y se volvió para Castilla. Mas luego que entró en Toledo volvió a usar de las mismas insignias y sello de Emperador, o Rey de Romanos, que acostumbro después de ser electo, y con el mismo título Imperial también mandó divulgar todos los edictos, decretos, y fueros que hacía. De donde han pensado algunos, que de ahí le cupo a la ciudad y Reyno de Toledo tener por blasón y armas un Emperador con su corona y cetro Imperial, por haber sido uno de sus Reyes electo Rey de Romanos. Puesto que lo más cierto es que don Alonso VIII abuelo de este, dio estas armas a Toledo para significar que fue siempre esta ciudad el solio principal de los Reyes de España, y así fue llamada Imperial. Finalmente no contento don Alonso con esto de tratarse como Rey de Romanos, escribió a los Príncipes de Alemaña e Italia sus amigos, como determinaba de pasar adelante su demanda y derecho al Imperio, y que había de salir con ella. Como supo esto el Pontífice escribió al Arzobispo de Sevilla acabase con don Alonso dejase de gloriarse de cosas tan indignas de su autoridad y persona: y que si le complacía en esto, le concedería otra vez la décima de las rentas Ecclesiasticas de Castilla para la misma guerra de Granada por seis años. Con esta concesión cesó don Alonso entonces de proseguir su demanda y negocios del Imperio.




Capítulo XVII. Como se intimó al Rey la sentencia de Roma dada en favor de doña Teresa, y se apeló de ella, y de lo que por mandato del Papa dio a ella y a sus hijos.


Por este tiempo que ya el Rey entraba en años, pasando de los sesenta, y se hacía pesado para seguir las empresas, deseando dejar sus Reynos pacíficos, por heredar al Príncipe don Pedro, al cual amaba tanto que por él aborrecía a los demás hijos, determinó a solo él con el Infante don Iayme hijos de doña Violante, declarar por sus hijos legítimos y de legítimo matrimonio procreados, excluyendo a todos los otros y dándolos por bastardos e inhábiles para heredar. Y así se entendió luego, que por hacer esto bueno dejaría de condescender con la pretensión de doña Teresa Vidaure, de quien hemos hablado. La cual como poco antes hubiese alcanzado de la sede Apostólica sentencia en favor, con declaración que muerta doña Violante, casase el Rey con ella, tuvieron ánimo sus hijos don Iayme y don Pedro de hacerla intimar públicamente al Rey en la ciudad de Barcelona: lo cual no dejó de sentir mucho el Rey, y habido consejo sobre ello, determinó por justas y necesarias causas que concernían a la quietud y pacificación de sus Reynos, de apelarse de la sentencia, y suplicar de ella al sumo Pontífice. Por cuanto declarando por legítimos a los hijos de doña Theresa, se podía claramente seguir cruelísima discordia, y de ahí perniciosísima guerra de hermanos contra hermanos para total destrucción y pérdida de todos sus Reynos y señoríos: por haber de dar, a causa de esto, en bandos y parcialidades, y volver por cabezas a dividirse los Reynos, y apartarse de la unión y corona real. Y mucho más porque habiendo ya sido admitido y jurado Príncipe y sucesor en los Reynos don Pedro, y estar tan apoderado de ellos, había porque recelar de su valor y grandeza de ánimo, no dejaría de defender muy bien su parte, y morir, o hacer morir cualquier de sus hermanos que en su tan pacífica y confirmada posesión le tocase, y que ser esta razón, aunque universal, muy sana, y eficacísima, por evitar grandes y muy evidentes males, prevalecía a las demás en contrario, estando las cosas en los términos que estaban: y por esto se había de seguir, y tomar como de dos males el menor por mejor: pues a doña Teresa y a sus hijos les dejaba competente estado para vivir como señores. De manera que el Rey, o porque en conciencia supiese que doña Teresa no estaba tan adelante en su pretensión y derechos, como ella pensaba, interpuesta la apelación, difirió el negocio. Además que por las mismas razones le pareció no tener cuenta con el testamento que hizo antes en Mompeller, después de muerta doña Violante, por el cual declaraba ser legítimos los hijos de doña Teresa, pues a ellos y a ella por mandato del Pontífice, que también consideró los inconvenientes arriba dichos, había ya hecho donación de las baronías de Xerica en el Reyno de Valencia, y la de Ayerbe en el de Aragón, con otras villas y castillos, como en el siguiente libro se dirá. En lo demás solo contentó a doña Teresa, en que de allí delante, ni se casó más el Rey con otra mujer, puesto que se le ofrecían Princesas para ello, ni estorbó el respeto y honra que todos a doña Teresa hacían como a Reyna, y a los hijos acogió siempre en su familiaridad y jornadas de guerra.




Capítulo XVIII. Como el Vizconde y los de su parcialidad vinieron a las cortes de Lérida, y de lo que pasó en ellas, y que don Pedro fue con ejército contra don Fernán Sánchez.


Llegado el término de la cuaresma mediado Marzo, para cuando prometió el Rey a los del Vizconde que tendría cortes en Lérida para los dos Reynos, vinieron a ellas el Arzobispo de Tarragona, con los Obispos de Girona, Zaragoza, y Barcelona con muchos otros señores y barones de los dos Reynos, y los síndicos de las ciudades de Zaragoza, Calatayud, Huesca, Teruel, y Daroca. Llegó también el Rey con don Pedro a Lérida, y se aposentaron en la fortaleza de la ciudad. Los postreros de todos fueron el Vizconde de Cardona, y los Condes de Ampurias y de Pallàs, y don Fernán Sánchez, don Artal de Luna, don Pedro Cornel, y otros sus allegados. Los cuales llegando cerca de la ciudad, no quisieron entrar en ella, por no tenerse por seguros, y temerse del Rey y de don Pedro: por esto se recogieron en una aldea de Lérida llamada Corbin: ni fiaron del Rey, aunque les daba por salvo conducto su palabra. Enviaron estos sus embajadores a las cortes ya comenzadas, a Guillè Castelaulio, y a Guillen Rajadel, para que de parte y en nombre de todos requiriesen al Rey, que ante todas cosas, restituyese a don Fernán Sánchez su hijo todas las villas y castillos que don Pedro le había tomado por fuerza de armas. A lo cual satisfizo el Rey, tratándolos de alevosos y quebrantadores de fé, pues prometiendo él y humanándose a querer tratar por vía de compromiso todas las diferencias hubiesen debajo de esta fé desafiado a don Pedro, y tomadole ciertas villas suyas, las cuales tenía don Fernán Sánchez, y no se las restituía. Por donde declarando los árbitros de las Cortes, no ser legítima, ni conforme a derecho, la excepción puesta por los embajadores, y estos reclamando de la declaración, y juntamente apelando para cualquier otro juez superior, comenzaron a despedirse las cortes, y don Pedro se fue de la ciudad con buena parte del ejército, porque halló que don Fernán Sánchez rompió primero las treguas entre ellos hechas, perjudicando a sus vasallos, sin haberlas querido tener por firmes. De manera que despidiendo ya el Rey a los convocados, en nombre suyo y de don Pedro hizo avisar al Vizconde que las treguas hechas con él y los suyos de allí adelante las tuviese por deshechas. Y entendiendo muy de cierto que de don Fernán Sánchez nacía todo el daño que se le hacía, y era la causa de la rebelión del Vizconde y de los demás para no cumplir lo que le prometían, mandó a don Pedro que se metiese dentro de Aragón con el ejército, e hiciese guerra a fuego y a sangre a don Fernán Sánchez con todos sus amigos y valedores. Ordenó que Pedro Iordan de Pina con parte del ejército se pusiese en los confines de los dos Reynos, para acudir a cualquier necesidad y revuelta que de ambas partes se ofreciese: y él se quedó en Lérida, y luego envió a rogar a los concejos de las villas, y a los señores y barones que no habían entrado en la parcialidad de don Fernán Sánchez ni del Vizconde, le acudiesen con la gente a cada uno asignada para cierto día, porque determinaba hacer toda guerra contra los arriba dichos con los demás rebeldes.




Capítulo XIX. De lo que dijeron al Rey los buenos hombres de Lérida por estorbar la guerra contra don Fernán Sánchez y de los avisos que el Rey envió a don Pedro.


No faltaron algunos buenos y desapasionados hombres de Lérida, que viendo al Rey tan indignado y puesto en arruinar la persona de don Fernán Sánchez su propio hijo, movidos de un celo bueno, procuraron con vivas razones divertirle de tan cruel propósito: poniéndole al delante, que para el beneficio y conservación de los Reynos, y para que ellos tuviesen el respeto debido a los Reyes, era necesario más presto aumentar el número de los hijos, y dilatar la real estirpe y generación suya, que no disminuirla. Y que estando los hijos entre si diferentes, su propio oficio de padre era reconciliarlos y pacificarlos. Porque si el padre es el que los divide, y con tan horrible ejemplo siembra discordias entre ellos, qué harán los hermanos entre si, sino concebir común odio contra el padre? Qué hará aquella mala simiente, muerto el padre, sino producir entre los hermanos una miserable mies de cizaña? Por esto le suplicaban dejase de ser no menos cruel contra si mismo que contra sus hijos, enviándolos a ser verdugos los unos de los otros, y que la clemencia con que siempre había tratado con los extraños, usase ahora con los suyos: para que de este buen ejemplo de concordia naciese la universal paz para todos sus vasallos. Mas como el Rey tuviese el pecho muy llagado, y se le representasen de cada hora las justas causas que para perseguir a don Fernán Sánchez tenía, aprovecharon poco las buenas razones de los de Lérida: antes envió a mandar a don Pedro que lo persiguiese, y a las villas y castillos de sus amigos y valedores los saquease y asolase del todo, y a ninguno perdonase la vida: mas que llevase esta guerra con tanta celeridad y presteza, discurriendo de una en otra parte de manera que en el cerco de las villas y fortalezas no se detuviese mucho en un lugar, no pareciese que esperaba, sino que burlaba al enemigo. También le encargó que mandase luego por horas a doña María Ferrench madre de don Lope Ferrench uno de los mayores amigos de don Fernán Sánchez que se recogiese a Zaragoza, y su villa de Magallón la secuestrase en manos del Tesorero general del Reyno. También envió patentes con su sello y mano firmadas a las ciudades y villas de Aragón, mandando que a don Pedro le acudiesen con gente, armas y vituallas como a su propia persona: ni se puede encarecer con cuanto cuidado y solicitud procuraba pasase adelante esta guerra por vengarse de don Fernán Sánchez más que de todos los otros rebeldes.


Capítulo XX. Como don Pedro fue contra don Fernán Sánchez, y le cogió y mandó ahogar en el río Cinca, y del gran contento que el Rey tuvo de esta nueva, y causas para tenerla.


No se vio jamás de ningún capitán saliendo a dar batalla a los enemigos que tan animosamente exhortase a sus soldados por la victoria, cuanto el Rey y común padre animó en esta guerra al hijo contra el hijo y hermano. Puesto que había necesidad de pocas espuelas para don Pedro, que deseaba tintarse en la sangre de don Fernán Sánchez: y así fue que saliendo a visitar ciertos castillos suyos don Fernán Sánchez para poner en ellos gente de guarnición y armas, por defenderlos de don Pedro, teniendo nueva que venía con ejército formado contra sus tierras, y fuese avisado don Pedro de esta salida, y que venía al castillo de Antillon hacia el término de Monzón, hizo una emboscada de cien caballos ligeros por donde había de pasar don Fernán Sánchez: el cual de paso dio en mano de ellos, y se escapó a uña de caballo, metiéndose en otro castillo suyo llamado de Pomar: adonde llegó luego don Pedro con su gente y puso cerco sobre él, tomando todas las entradas y salidas: para luego ese otro día dar asalto y cogerle allí. Y así desconfiado don Fernán Sánchez de poderse defender (según lo cuenta Asclot) no habiendo lugar para escaparse: determinó por no venir a manos de don Pedro, salirse del castillo disfrazado. Y pa esto dijo a su escudero, ven acá, ármate con mis armas, y lleva mi divisa y caballo, y échate por medio del ejército como que huyes, y defiéndete cuanto pudieres, hasta que yo vestido como pastor pase por medio de ellos, y los burle. El escudero hizo lo que su señor le mandó, y en asomar fue luego cogido por los de don Pedro, y visto no ser él, fue compelido por tormentos a descubrir do quedaba su señor, del cual dijo le seguía a pie en hábito de pastor. Luego fueron en seguimiento de él, y descubierto fue preso y traido a don Pedro: el cual no le quiso ver: sino que preciando más de incurrir en fama de cruel, que no de piadoso con un tan impío y público enemigo suyo y de su común padre, de presto mandó cubrirle el rostro, y meterle dentro de un saco y echarle en el río Cinca, aguardando hasta que fuese ahogado. Sabido esto luego se rindieron todas sus villas y castillos a don Pedro. Pues como llegase la nueva de esta infeliz muerte al Rey, no se pudiera creer, si él mismo no lo relatara en su historia, como no solo no se dolió de ella, pero que se holgó y regocijó tanto, que con la grande ira que le tenía quedó naturaleza vencida, y el amor paternal con la impiedad y rebelión del hijo contra el Padre, del todo sobrepujado del odio su contrario. Quedó un hijo de don Fernán Sánchez y de doña Aldonça de Vrrea pequeño, llamado don Felipe Fernández, que después cobró todas las villas y lugares con toda la demás hacienda que fue del padre, del cual descienden la Ilustre familia de los Castros, que tomaron la denominación de la casa de Castro que hoy poseen en Aragón.

Capítulo XXI. Que sabida la muerte de don Fernán Sánchez el Vizconde y los suyos desafiaron al Rey, el cual fue sobre ellos, y los sojuzgó, y perdonó, y cómo juraron al Príncipe don Alonso nieto del Rey.


Venido el Rey, ya cortada una de las dos cabezas de la rebelión, se dio grande prisa por cortar la otra que era el Vizconde con el Conde de Ampurias. Estos fueron los que viendo lo sucedido en don Fernán Sánchez, de nuevo desafiaron al Rey públicamente. El cual tomando parte del ejército de don Pedro que le quedaba en Aragón, con la gente que el Infante don Iayme había hecho en el condado de Lampurdan y se entretenían en el cerco puesto sobre la Rocha villa muy fuerte del Conde de Ampurias, fue a juntarse con él, y comenzó a talar los campos y saquear las tierras del Condado. De donde fue a Perpiñan por más armas: y al tiempo que salía de él para dar sobre el Condado, le llegaron las compañías de infantería que había mandado hacer en Barcelona. Con estas puso cerco sobre la villa de Calbuz, a la cual mandó dar asalto, y aunque con algún daño de los suyos, a la postre fue tomada, y no solo saqueada pero también asolada del todo: por corresponder a lo que el Conde hizo en Figueras. De ahí a poco llegando de Barcelona el otro tercio del ejército con las galeras, puso cerco por mar sobre la fortaleza de Roda, que hoy llaman Rosas, puerto famosísimo que estaba muy fortificado de gente, y por estarse el Conde a la mira de lo que el Rey haría, se había retirado en otra villa suya llamada Castellón, que tenía muy bien proueyda de gente y armas para semejantes necesidades: a donde también se retiraron el Vizconde y Berga. Como fue de esto avisado el Rey, mandó alzar el cerco de Rosas, y marchar con todo el ejército para Castelló. Lo cual entendido por el Conde y Vizconde viendo cuan a las veras tomaba el Rey esta guerra, y que no pararía hasta cogerlos, por ejecutar su ira en ellos mejor que contra don Fernán Sánchez: tuvieron su acuerdo y determinaron de no provocarle a mayor ira contra si mismos. Pues había llegado a tal extremo que a su propio hijo no había perdonado: y siendo la culpa igual, la pena y castigo contra ellos como extraños sería doblada. Por donde de común parecer se vinieron todos a Rosas muy pacíficos antes que el Rey levantase el cerco. Y como tuviesen muy conocida su natural benignidad y Clemencia para con los que voluntariamente, y con humildad se le rendían, mayormente cuando se hacía libremente y sin condición alguna, se atrevieron a entrar en forma de paz por la tienda del Rey, y se le echaron a los pies, entregándosele a toda merced suya. Solo le rogaron que mandase convocar cortes en Lérida para Catalanes y Aragoneses, y se tratase de asentar de una todas cuantas diferencias había entre ellos, y que lo determinado por las Cortes fuese sentencia definitiva, sin más réplica, ni facultad de apelar de ella. Esto pareció bien al Rey, y las mandó luego publicar para la fiesta de todos Santos siguiente. Admirable magnanimidad con invencible paciencia de Rey: pues ni por mucho que los grandes y barones sus vasallos, con palabras falsas le burlaron, ni por lo que tomando armas contra él, y revolviéndole sus Reynos le ofendieron: ni por haberle obligado a poner su persona en trabajo y peligro de guerra para perseguirlos: no por eso quiso, cuando muy bien pudo, prenderlos y castigarlos: sino que preció más hacerles guerra con la razón y derecho, y con esto sojuzgarlos: de arte que los trajo poco a poco a su voluntad. Porque llegado el plazo de las cortes, hallando en ellas congregados al Vizconde y conde con algunos Prelados de Cataluña, y algunos señores y Barones con los Síndicos de las ciudades y villas Reales de los dos Reynos, y también con los de Valencia que seguían con el ejército al Rey, vinieron a tratar de sus diferencias: y puesto que no se concertaron del todo en el asiento de ellas: pero en proponer el Rey que don Alonso su nieto hijo del Príncipe don Pedro fuese declarado por sucesor en los Reynos y señoríos del Rey (fuera lo asignado al infante don Iayme) le aceptaron y juraron todos sin discrepar ninguno con mucho aplauso y contentamiento.


Fin del libro XIX.



Libro décimo cuarto

Libro décimo cuarto.

Capítulo primero. De los trabajos que el Rey sentía oyendo las quejas de la Reyna doña Violante, y como hizo nueva división de sus Reynos para heredar a todos sus hijos.

Entrado era ya el Rey en los XXXV años de su edad, cuando después haber conquistado dos Reynos, y hechas mercedes a los que le habían seguido y servido en las conquistas dellos, se daba tanto a mirar por el bien común de la Repub. y a la mejora y engrandecimiento de los Reynos, que se olvidaba de sus cosas familiares y domésticas: y con nacerle de cada día más hijos y herederos, se descuidaba de lo por venir, y miraba muy poco por ellos. Tenía a don Alonso su hijo mayor y de doña Leonor su primera mujer ya hombre, por su testamento declarado legítimo sucesor en todos sus Reynos. El cual teniéndose por tal, pretendía ser ya los Reynos con todo lo demás suyo. Por donde la Reyna doña Violante segunda mujer, de la cual tenía ya el Rey cinco hijos entre hombres y mujeres, estando muy solícita y cuidadosa de la sucesión y herencia de ellos, y también muy suspensa, no tanto por la edad del Rey, cuanto por los muchos peligros de la guerra, en que cada día ponía su persona: considerando que a faltarles él, cuan mal parados quedarían sus hijos y ella, no hacía otro que llorar cada día y noche, y lamentar ante el Rey, llamándose desventurada, y del todo engañada, pues la apartaron del regazo de su padre, y la trajeron a tierras tan remotas de la suya, no solo para venir a quedar pobre, y entrar en el lugar de otra menospreciada: más aun para sufrir las injurias de su combleça, y para obedecer y estar sujeta a un su entenado soberbio y descomedido finalmente para ser madre desdichada de muchos hijos desheredados. Todo esto oía el Rey con grande tormento y paciencia: porque no solo le lastimaban las palabras tan resentidas y allegadas a razón de la Reyna: pero mucho más le llegaba al alma, ver al Príncipe don Pedro su hijo ya de edad de ocho años, a quien él mucho quería, levantarse tan bien criado, y con tan manifiestos indicios de virtudes heroicas, y dignidad Real, con las cuales daba muy gran esperanza que con sus valerosos hechos, había de continuar los de su padre y llevar siempre adelante la gloria y alabanzas de los dos. Y por el contrario que en don Alonso su primer hijo, que nunca se había apartado de la sombra de la madre, con ser ya hombre, ningún asomo, ni señal de semejantes virtudes Reales se descubriese siendo declarado por sucesor. Y así, en pensar que por la primogenitura de don Alonso, no solo don Pedro, pero los demás hijos que cada año le nacían de la Reyna, habían de quedar desheredados, le daba tan grande pena, que no había cuidado, ni carcoma que más le royese las entrañas, ni congoja que más cruelmente le atormentase la vida. Por eso le oían decir muchas veces, que los trabajos de la Repub. y gobierno de Reynos, así en paz, como en guerra, eran mucho más tolerables que los domésticos y familiares: porque aquellos, como quiera tienen sus pausas y divertimientos, lo que no hacen los domésticos porque son continuos, y hacen amargar la comida, y menoscabar el sueño. Por esto muchas veces le causaba risa el verse tan mejorado de hacienda, y acrecentado de Reynos, y por solos cinco hijos que a la sazón tenía, darle mayor cuidado el haberlos de acomodar, que daría al más pobre hombre del mundo, aunque tuviese muchos más. Por todas estas causas le pareció más presto valerse, y usar de la universal ley y derecho natural, que no seguir el uso y costumbre de los particulares fueros de sus Reynos. Y así determinó que los señoríos y Reynos que había consignado para su primer hijo cuando era único, se dividiesen entre él y los otros hermanos que después nacieron, y que proporcionadamente gozasen todos de ellos.


Capítulo II. Como el Rey tuvo cortes en Daroca, donde fue jurado Príncipe de Aragón su hijo don Alonso: y como tuvo otras en Barcelona, y de lo que pasó en ellas.

Pareciendo muy bien a la Reyna, y quedando muy contenta de la determinación del Rey, cerca la división de los Reynos, mandó el Rey convocar cortes en en la ciudad de Daroca para los Aragoneses, a las cuales también acudió con sus síndicos la ciudad de Lerida. En ellas se declaró por sucesor en el Reyno de Aragón al Príncipe don Alonso, y por tal le juraron todos los Aragoneses con los de Lerida. Pues porque con mayor gracia de don Alonso, se pudiese dar el Principado de Cataluña a don Pedro primer hijo de doña Violante, quiso el Rey que se entendiese el Reyno de Aragón más allá del río Segre, y que Lerida fuese comprendida en el Reyno de Aragón. Concluidas las cortes partió para Barcelona, donde también quiso tener las de Cataluña, y de la misma forma el Príncipe don Pedro fue declarado por sucesor en el condado de Barcelona y Principado de Cataluña. Mas sintiéndose mucho los Catalanes, del estatuto hecho en Daroca con el cual se desmembraba la ciudad de Lerida con todo el territorio que tiene entre los dos ríos Ebro y Segre de Cataluña, y se aplicaba a Aragón, se quejaron al Rey, mostrándole como por los fueros y leyes que les dieron sus antepasados, cada y cuando se pregonaban treguas entre los Reynos, de ordinario se hacían y publicaban desde Cinca a Salsas, incluyendo la ciudad y distrito de Lerida en Cataluña. Y así claramente le dijeron, que si no deshacía aquel estatuto, y les conservaba el derecho antiguo que sobre esto tenían, no aprobarían la división de los Reynos por él hecha. Visto esto por el Rey, para mejor traerlos a su opinión en lo demás, tuvo por bien de contentarles, y dado por ninguno el estatuto hecho en Daroca, decretó por nueva constitución, que el condado de Barcelona y Reyno de Cataluña se entendían desde el río Cinca hasta la fortaleza de Salsas, y los límites de Aragón como de primero, desde Cinca hasta Fariza. Reformado el estatuto, los Catalanes se apaciguaron, y recibieron muy de buena gana por sucesor de su Rey a don Pedro, y por tal le juraron.


Capítulo III. De la queja de los estados de Ribagorza y Pallars, y como don Alonso comenzó a hacer parcialidad por si, y de los tratos que los castellanos tenían con los de Alzira.
Declarando los términos y divisiones hechas de los Reynos, se siguió de ello mayor queja de los Aragoneses, por lo señoríos y distritos de Ribagorza y Pallars que están de la otra parte de Cinca hacia Cataluña, los cuales don Ramiro, y don Sancho, y sus hijos don Pedro y don Alonso Reyes de Aragón habían ganado por fuerza de armas, y juntado con el Reyno: y así los síndicos de los dos estados formaron grande queja porque contra todo desecho y razón los excluían del Reyno de Aragón. Por donde a instancia de ellos, el Príncipe don Alonso como agraviado, comenzó a entrar en diferencias con el Rey, y poco a poco a despegarse de su amor y obediencia, y esto con tanta insolencia y soberbia, que como los Aragoneses se inclinasen a la parte de don Alonso, ponían ya en consulta, si vendrían por ello a hecho de armas, y se iban descubriendo las parcialidades. Tanto que hallándose don Alonso en Calatayud, se allegaron a él no pocos caballeros, y aun principales del Reyno, a ofrecerle sus personas y haciendas. Entre los cuales don Fernando, que con la mucha edad y años ya permitía le llamasen Abad, se le ofreció con todo su poder y fuerzas, aunque fuese contra la persona del Rey. Después vinieron otros, a quien el Rey había hecho mercedes, y dado villas y castillos a hacer los mismos ofrecimientos, para mayor muestra de su desconocimiento y alevosía. A los cuales más desvergonzadamente que todos siguió don Pedro de Portugal, el cual dejada Mallorca, se había vuelto a tierra firme. De manera que todo era ya parcialidades, y división entre las ciudades y villas reales de Aragón y Valencia y se inclinaban a la guerra civil sin que hubiese neutrales, porque cada uno seguía una de las dos partes, sin considerar que a los mismos Reynos se les aparejaba de esto miserable destrucción y ruina: mayormente si el Rey don Fernando de Castilla determinaba favorecer la parte de don Alonso su sobrino, como se podía creer, por haber venido en socorro de su hijo don Alonso, el cual andaba, por entonces con ejército formado, acompañado de algunos grandes de Castilla, por el Reyno de Murcia, para defenderlo del Rey de Granada, y a causa de este socorro se había apoderado de ciertas villas y castillos, poniendo gente en ellos y que tras eso el mismo don Alonso, sin estorbarlo el padre, había tentado de mover guerra a ciertos lugares del Reyno de Valencia, pretendiendo que tocaba a su conquista, por la antigua división de los Reynos, y por el concierto sobre esto ya hecho entre los Reyes de Aragón, y de Castilla. Demás que un Sancho Sánchez Maçuelos Castellano cabo de escuadra de la gente de guarnición puesta por aquella frontera, a quien don Alonso había dado a Alcaudete, y otras villas, trataba con el Alcayde de Alzira, persuadiéndole entregase la villa al Rey de Castilla, con algunos otros indicios, de que también se entendía con don Alonso de Aragón, y que los negocios se iban gastando.


Capítulo IV. Como el Rey fue a poner cerco sobre Xatiua, por descubrir el trato de los de Alzira, la cual se dio al Rey, y se describe su asiento.

Vuelto el Rey de Barcelona a Valencia, entendiendo las novedades sobre lo de Alzira pasaban, comenzó a tener sospecha de todas partes, y de ahí adelante tuvo grande ojo a los movimientos de los dos pueblos de Alzira y Xatiua que estaban a tres leguas el uno del otro. Trayendo pues consigo a don Vgo Folcalquier Comendador de Amposta y Vicario del gran Maestre del Espital, con buena parte del ejército que estaba en guarnición de la ciudad, y sus contornos, se partió para Xatiua y asentó su real sobre ella: no tanto por cercar de nuevo y espantar a los de Xatiua: cuanto por impedir las inteligencias y trato de los de Alzira con los Castellanos, y por estar cerca para talarles los campos y destruirlos, al primer sentimiento que del trato tuviese. En este medio, mientras que los nuestros asentaban sus máquinas y trabucos contra la ciudad, los jinetes de Xatiua, salían adefora a dar sobre el campo. Y de uno a uno, o de muchos a muchos, había desafíos y escaramuzas a porfía. Señalándose de ambas partes, y mostrando el hermoso orden y concierto que cada una llevaba para desconcertar a la otra. Con todo eso el Rey siempre tenía puestas sus espías, y alguna gente de pie en celada, por si encontrarían con algunos Castellanos que entrasen, o saliesen de tratar con los de Alzira, por enterarse y sacar en limpio lo que de los unos y de los otros se sospechaba. Como entendió esto el Alcayde de Alzira, persuadiéndose que ya el Rey sabía el trato y secreto suyo con los Castellanos, y que de allí vendría a disparar su cólera contra él y la villa, tomó treinta caballos jinetes, y en lo más sosegado de la noche se salió secretamente, y se fue desviado del camino real, por no caer en las manos de la gente del Rey, la vuelta de Murcia. Luego los de Alzira viéndose desamparados de su Alcayde, lo hicieron saber al Rey, y como le entregarían la villa libremente, con condición que se pudiesen quedar en ella con sus campos y heredades, y con su secta de los Almohades, en la cual se habían criado. Era esta secta una cierta especie de religión de Mahoma, más supersticiosa que las otras. Concedioles el Rey todo lo que pidieron y a la hora se le entregaron con la villa, que ya entonces era de las más importantes del Reyno. Por estar en lugar llano, cercada de muy fuerte y torreado muro, y rodeada de Xucar río caudaloso, el cual con su riego fertiliza sus campos en tanta manera, que abundan de todas aquellas mieses y frutos que la vega de Valencia: señaladamente en morales para la seda: porque es imcomparable la ganancia que allí se saca de ella. Está la villa fortificada desta manera, que llegando el río junto a ella se divide en dos brazos, que después de apartados vuelven a juntarse, y queda hecha una Isla: en la cual está el pueblo situado, que por esto fue nombrada en Arábigo Alzira o Algezira, que quiere decir tierra aislada. Hay en ella dos grandes puentes de calycanto fortísimas, asentadas sobre los dos brazos del río, para la entrada y salida de la villa: y así está de mano y arbitrio de ella, dar, o impedir la entrada del Reyno por aquella parte: a cuya causa fue por los antiguos llamada llave del Reyno, que por eso tiene por armas una llave. Entrado el Rey en la villa, y hecho por todos muy gran recibimiento a su Real persona, reconoció por todas partes el asiento de ella, y para su mejor fortificación, de tres grandes y bien fuertes torres que están junto a la puerta mayor que llaman de Valencia, hizo dellas una fortaleza por si, con sus adarves y bastiones alrededor, y puso en ella su Alcayde, con gente de guarnición, mandando que los Cristianos estuviesen en la fortaleza apartados de los moros, salvo las guardas y guarnición de Cristianos, que dejó fuera en defensa de la otra puente, que tira hacia Xatiua, porque la de Valencia, la misma fortaleza que estaba junto a ella la guardaba.


Capítulo V. Como el Rey se concertó con los de Xatiua, por acudir al Rey de Francia en Aluernia, y que de vuelta envió sus dos hijas a casar con el Príncipe de Castilla, y don Manuel su hermano.
Tomada Alzira y hecho de nuevo conciertos con los de Xatiua en confirmación de los pasados, el Rey levantó de allí el cerco. Porque recibió cartas de París del Rey Luys de Francia en que le rogaba se viniese a la Guiayna, para tratar con él negocios arduos e importantísimos a los dos Reynos, que le saldría al camino en Aluernia, donde está el tan nombrado monasterio de nuestra señora del Puig de Francia. Luego se puso el Rey en camino y llegó allí medianamente acompa
ñado de los suyos: holgándose extrañamente de tan buena ocasión, por visitar aquella tan santa y nombrada casa: donde halló ya al de Frácia, del cual fue muy suntuosamente hospedado. Concluidos entre ellos, sus negocios (de los cuales ni el Rey ni otros, hacen especial mención) se despidieron con mucho amor, y el Rey se volvió para Cataluña, y de allí pasó a Zaragoza. Donde fue Dios servido que para apaciguar tantas distensiones, y sanear tan malas voluntades como entre los Reyes de Castilla y Aragón había, a efecto de poder mejor perseguir a los moros, se hiciesen allí los Capítulos y conciertos que para entonces convenía, y se refirmasen, con poner en ejecución el matrimonio de doña (donya) Violante hija del Rey, del cual antes se había tratado, con el Príncipe don Alonso de Castilla. Y así fue llevada con grande acompañamiento a la villa de Valladolid en Castilla la vieja. Donde con muy solemnes fiestas fueron celebradas las bodas de ambos ados. Y se cree que en el mismo tiempo y lugar lo fueron también las de la otra hija del Rey con el Infante don Manuel hermano de don Alonso, puesto que ni en la historia del Rey, ni de otros se trata deste particular.


Capítulo VI. Que el Rey se detuvo en Aragón por echar freno a los movimientos de don Alonso su hijo, y llamó cortes en Huesca, donde recopiló las leyes y fueros antiguos del Reyno y hizo otros más.

Echado a parte este cuydado (que no era de los menores) con haber casado dos hijas, el Rey se entretuvo muchos días en Aragón, por refrenar la insolencia y movimientos de algunos grandes del Reyno, que no entendían sino en apartarse de su voluntad y obediencia al Príncipe don Alonso, y debajo de este nombre se atrevían a causar algunos movimientos en los pueblos, en harta disminución y menosprecio de su autoridad Real. Por lo cual, como dijimos, el Rey no había comenzado a dividirse y andar en parcialidades. Y así fue su fin de entretenerse, por ver, si con su presencia y afabilidad ablandaría los ánimos de algunos malintencionados, y que don Alonso volviese en si, y entendiese que de muy embaydo de malsines estaba fuera del caso. Y así para que pareciese más honesta la causa de su entretenimiento, mandó convocar cortes en Huesca, con fin que los Aragoneses a quien tantos años había tenido puestos en armas, y con la continua guerra y victorias se habían vuelto fieros, austeros, difíciles, y como intratables para tiempo de paz: con su ejemplo y modestia se instruyesen, y con el conocimiento y buena interpretación de las leyes, se redujesen a la razón y buenas costumbres de vida. Para esto con el consejo de los Prelados y grandes del Reyno, y asistencia de los síndicos de las ciudades y villas Reales, llamó, algunos hombres letrados y muy doctos in vtroque Iure, de la misma Huesca, que fue la más antigua universidad de España, y también de otras partes, con los de su consejo. Los cuales con la autoridad y presencia del Rey redujeron en un cuerpo, y recopilaron todos los antiguos fueros del Reyno, y leyes hechas por sus antepasados. Entendiendo de sacar en limpio lo que estaba oscuro, en suplir lo falto y diminuto, en corregir lo errado, o pervertido, por reducirlo todo a la clara inteligencia y verdadero sentido de ellos: para que conforme a estos fueros y leyes enmendadas, se pudiesen declarar y juzgar todas y cuantas diferencias y pleytos se ofreciesen. Mas adelante, para evitar tantas marañas y revueltas de las causas, que cada día nacían de la contrariedad y discrepancia que entre si tienen las leyes por ser humanas, y de las faltas, o forzadas interpretaciones que la multiplicidad de doctores suelen inventar, santamente añadió por ley, que en lo que se hallasen dudosos los fueros, y tuviesen necesidad de interpretación, o no se hallase ya declarado por otros fueros, en tal caso, los jueces no recurriesen a leyes escritas, ni a sus legisladores, sino al arbitrio de buen varón: pues este también se halla en hombres cursados por el mundo y experimentados en el gobierno de las Repub. aunque no sepan leyes escritas. De manera que este buen Rey y singular Príncipe, sin ningún ruido, ni estrépito de armas, sino entre las mismas armas con claros y tantos fueros, y con bien ordenadas judicaturas, conquistó de nuevo los ánimos de sus fieles vasallos Aragoneses, y los sujetó a la razón y pacífico estado de vivir y para que de allí adelante callasen las armas donde hablaban las leyes, entendió en tenerlas tan bien rubricadas que fuese fácil, en ofrecerse el delito hallar luego la ley, o fuero para castigarlo. Y no como antes, que se remitían a las costumbres y usos de la patria, y se regían por el orden guardado en semejantes casos. Fue esta obra del Rey de las más heroicas y levantadas que hizo en su vida, y hazaña no menos digna de engrandecer que si hubiera conquistado el Reyno de nuevo: porque Reynos y Repub. sin leyes claras y distintas, o son cuerpos sin almas, o como hombres que andan en tinieblas. Pues no son otro las leyes, que guiones para no apartarse de la virtud ni dejar perder el norte de la justicia. Siendo así, que en estas dos cosas se funda todo el peso y ser de la Repub. Como acabó el Rey de poner en talle, y en un cuerpo todas las leyes y fueros del Reyno, por sus antepasados y por si hechos, y los mandó publicar de nuevo, y tener por ratos y firmes: amonestó a todos los grandes, y a los síndicos de las ciudades y villas, se diesen a la buena observación de ellos. Porque eran tan tolerables y blandos cuanto ninguna otra nación en todo el mundo los tenía, y junto con eso tan defensores de la honesta libertad del Reyno, que tenían mucho que agradecer a los Reyes porque los mantenían en ella. Se hizo esta recopilación de fueros en poco menos de un año.

Capítulo VII. De la nueva división que el Rey hizo de sus Reynos y señoríos, dejando el de Aragón para don Alonso, y los demás para los hijos de doña Violante, y de lo mucho que sintió don Alonso esta división.

Concluida por el Rey la recopilación de los fueros y hecho un tan singular beneficio para los Aragoneses, halló en ellos un modo de agradecimiento y estimación de tan buena obra en esto, que todo el pueblo en volver a Zaragoza se le mostró muy benévolo, y los principales de la parcialidad de don Alonso se allegaron y sosegaron sus ánimos de manera, que mostraron quedarle muy aficionados. Puesto que don Alonso andaba divertido por el Reyno, y no se vio entonces con el Rey. Con esta seguridad de los grandes y benevolencia del pueblo, hallándose el Rey con algún ocio determinó dar vuelta para Valencia, y mirar por los negocios de su casa, por lo mucho que sobre esto le solicitaba con cartas la Reyna doña Violante. Y así en llegando a Valencia quiso hacer testamento de nuevo, teniendo cuenta en que también quedasen heredados todos los hijos de doña Violante. Por esto insertó en el testamento la división y repartición de todos sus Reynos y señoríos entre sus hijos de primero y segundo matrimonio, con fin de publicarla luego. Porque si de ella había de nacer contraste y descontento entre ellos, lo averiguase todo en vida: pareciéndole que para la perpetuidad de su herencia y Reynos no se podía ofrecer otra mejor ocasión que dejarlos a todos contentos. De manera que para adjudicar a cada uno los límites y términos de su porción y tierras, partió sus Reynos por las villas, caserías, barrios, montes, y valles, en la forma que aquí ponemos, según que el cronista Surita la describe con muy buena resolución en sus Indices Latinos, y ponemos aquí palabra por palabra, como se ha traducido dellos.
El Rey don Iayme tuvo quatro hijos de la Reyna doña Violante su muger, don Pedro, don Iayme, don Fernando, y don Sancho. Tuuo otras tantas hijas, doña Violante, doña Gostança, doña Sancha, y doña María. En Valencia a los XIX de Enero 1248 hizo su heredero a don Alonso su primer hijo de doña Leonor del Reyno de Aragón, al cual señaló y dio por límites de oriente a poniente, del río Cinca hasta la villa de Fariza: y hacia el septentrión, al monasterio de santa Christina en lo más alto de los Pyrineos: hacia el mediodía, al río de Aluentosa. Mas, con Cataluña juntò a Ribagorça con su término y distrito, y con las demás tierras que fueron conquistadas de los Moros dessotra parte de Cinca. El Reyno de Mallorca y Menorca con las Islas de Iuiça y Formentera concedió por su parte y porción al Príncipe don Pedro, a quien poco antes había ya jurado por Príncipe de Cataluña. A don Iayme solo heredó del Reyno de Valencia. A don Fernando nombró por heredero del Condado de Rosselló, Conflent, Cerdaña, de la ciudad de Mópeller, y todo el estado de Castelnou, y castillos de Lates, de Frontinian, del territorio de Omelades, y de los derechos que tenía sobre los pueblos de la Guiayna dichos Melgorrès, Pailiá, Lupià, Carcassona, Termes, Rodès, Fenollet, y del Condado de Aimillá. A don Sancho dedicó para eclesiástico. Instituyó también segundos herederos en falta de aquellos. Las hijas no son llamadas a participar de la herencia. Empero los nietos que pariese su hija doña Violante casada con el Rey de Castilla también entran en la herencia. Con tal que el hijo que sucediese en el Reyno de Castilla, no pueda entrar a heredar a Aragón. Y el que entrase sea exento (
exempto). Esto dice Surita. Publicose, este testamento, y división, que no quiso el Rey que estuviese secreto, y por ver esto como lo tomarían los Aragoneses, se partió luego para ellos, con achaque, de visitar algunos pueblos del Reyno. Pero resultaron de esto mayores diferencias y discordias entre él y don Alonso. El cual tenía por tan cierta la universal herencia de todos los Reynos del padre, excepto Cataluña: que de muy confiado de ella, se trataba ya como único señor de todo. De manera que sintiéndose muy agraviado de la nueva división, juntó consejo con don Pedro de Portugal y los demás de su bando, y determinaron que pidiese auxilio y favor al Rey de Castilla su primo hermano, y luego comenzó a alterar las ciudades y villas del Reyno, justificando ante todos su causa, con la sinjusticia que decía le había hecho el Rey privándole de los reynos y señoríos de que le había hecho antes universal heredero. Y que como fuese esto en manifiesto perjuicio suyo, podía lícitamente, por defender sus derechos y los del Reyno, porque no se dividiese de la corona, lo que era de la conquista de Aragón, tomar armas, y perseguir al mismo Rey que se los quitaba. Como el Rey que en prudencia, magnanimidad y diligencia excedía a todos, tuviese aviso desto, fue luego con ellos. Y como el sol que atrae a si las nieblas, o las deshace con su vigor y fuerza, así él con su admirable presencia y afabilidad atrajo a si los ánimos de sus contrarios, o con su disimulación los confundió demanera, que por entonces cesaron los alborotos y rebelión que comenzaba. Puesto que don Alonso por mucho que algunos le malsinasen, nunca osó de hecho acometer nada, ni descomponerse contra el Rey en su presencia.


Capítulo VIII. Del aviso que el Rey tuvo del acometimiento de los de Xatiua y como vino a Valencia, y que de paso se hace mención de la fidelidad y pérdida de los de Sagunto.

Estando el Rey en Zaragoza con estos debates de las divisiones, le llegó nueva de Valencia, como don Rodrigo Lizana a quien había dejado por gobernador general del Reyno, con cinco compañías de soldados, y una de los Almugauares, habían hecho correrías por aquellas partes y lugares del Reyno, que no tenían hecho treguas, ni otros conciertos con el Rey, ni tocaban a la jurisdicción de Xatiua, sino contra los que como enemigos perseguían a los Cristianos, y los salteaban y cautivaban doquier que pudiesen haberlos: y así dando sobre ellos, y volviéndose a la ciudad con muy rica presa, al pasar de un collado alto que ahora llaman el puerto de la Ollería, salieron los Moros del valle de Albayda, con los de la Ollería, y con el ayuda de la caballería de Xatiua, dieron con tanto ímpetu en los Cristianos, hiriendo y matando de los Almugauares; que más resistían, que ahuyentaron a los demás, y les quitaron la presa de las manos. Como fuese de esto avisado el Rey por las cartas de Lizana, mostró mucho alegrarse de ello. Porque pues el Alcayde de Xatiua había quebrantado la tregua, y conciertos, tenía ya justa ocasión y libertad para cercar de nuevo a Xatiua, y combatirla hasta saquearla. Y así hecha su plática a los barones y principales del Reyno, a quien tenía por sus más fieles amigos, encomendándoles las cosas del gobierno del, se partió de Zaragoza, y se trajo consigo algunos que secretamente favorecían la parcialidad de don Alonso, y eran gente poderosa: señaladamente al Abad don Fernando principal fautor y caudillo de ella, a efecto de dividirlos. Con esto se dio grande prisa por ser luego en Valencia. Llegado pues a cuatro leguas de ella, hizo alto en la villa de Murviedro, donde fue muy bien recibido de los Moros que le salieron al camino. Pues aunque el Rey por concierto los había dado a don Pedro de Portugal, con todo eso se quisieron entregar al Rey de nuevo, y los recibió debajo de su amparo. Entrando en la villa se admiró extrañamente de ver, aunque algo de lejos, la antigüedad y majestad del Coliseo, o Theatro que hecho a semejanza de los de Roma, se veía muy patente en el recuesto del monte donde está el Castillo. Y así se detuvo dos días más por contemplar este y los demás vestigios y reliquias de aquella gran ciudad de Sagunto que allí fue fundada, y tenida en España por segunda Roma. Cuya blacion fue tan grande, que se afirmaba haber llegado hasta mil pasos del mar, del cual ahora dista tres mil: como se descubre hoy día por las monedas de oro y plata, y otros metales, que siempre hallan los que cultivan los campos donde llegaban sus edificios. Pues como el Rey gustase mucho de entender los sucesos de su fundación, y si era verdad lo que de su ruina e incendio vulgarmente se decía: le fue relatado por algunos de sus cortesanos leídos, lo que habían collegido de las historias de Titoliuio, Silio Italico, Plutarcho, y Valerio Max. que fue lo que aquí sumariamente referiremos. Como fueron los primeros fundadores de ella de nación Griegos, que vinieron corsarios por mar; cuyo capitán fue Zacinto caballero principal de la Isla así dicha, que ahora llaman el Zante, cerca de la Morea. Los cuales visto el buen sitio de la tierra, y su mejor cielo, junto con la grande y varia fertilidad de su campaña, fundaron esta ciudad y la nombraron Sagunto, como algunos creen, deducida de Zacinto. La cual floreció mucho tiempo hecha Repub. por si, muy poderosa, y de bien ampliada señoría. Porque dominaba la mayor parte de la Edetania marítima, de Xucar hasta el río Mijares, con lo mediterráneo hasta la Serranía de Teruel. Reynaban entonces dos supremas Repub. en el mundo: la una en la Europa que era Roma, la otra en África llamada Carthago. Las cuales tenían gran competencia entre si, y por ellas estaba la mayor parte de España dividida en dos parcialidades. Y porque Sagunto siendo tan principal ciudad quiso estar a la devoción del pueblo Romano, y jurar amistad con él, recibiendo sus leyes y costumbres con su lenguaje Latino (como antes dijimos) los Carthagineses tomaron gran despecho desto y formaron un poderosísimo ejército nombrando por general del a Aníbal capitán famosísimo, para continuar la guerra comenzada contra los Romanos y sus aliados. Y así pasó con el ejército, a España, tomando puerto en Cartagena que era dellos: con fin de tomar la derrota para Italia por tierra, y de paso dar sobre los Saguntinos, por ser amigos de sus enemigos. Llegando pues Aníbal a Sagúto con su ejército se juntaron con él los Españoles de su parcialidad y llegó a ser de CL mil hombres (según lo afirma Plutarco en la vida del mismo Aníbal) con todos puso cerco sobre ella. La cual viéndose en tanto estrecho, envió sus embajadores a Roma implorando el favor y socorro de ella para defenderse de tan poderoso y común enemigo. Pues como los Romanos prometiesen darlo, la ciudad con sola esta esperanza sustentó su valor y fidelidad, y se defendió de los continuos combates de Aníbal por espacio de ocho meses continuos: padeciendo entre otras miserias de cercados la cruelísima hambre Sagútina (como el proverbio dijo dellos) pues para defenderse de tan grande infinidad de enemigos que de noche y día la batían, es bien de creer que también sería mucha la gente que dentro había para su defensa, y que la hambre crecería: hasta que tardando el socorro, y estando el muro aportillado por muchas partes, determinaron los Saguntinos más presto perderse, y morir a sus propias manos, que rendirse a los enemigos, por no faltar a la fé que habían dado a los Romanos sus amigos. De manera que antes de esperar el último asalto, amontonaron todas sus joyas y riquezas, por las plazas y lugares públicos de la ciudad, y dado fuego a ellas, juntamente pusieron las manos en si mismos, hombres y mujeres, niños y viejos, y se degollaron unos a otros, con tanta presteza, que por mucha prisa que Aníbal y su gente se dieron a entrar en la ciudad, pudieron bien llegar a tiempo de apagar el fuego para salvar las riquezas que fueron infinitas, pero triunfar de las personas y vidas, no pudieron ni así llevar un solo Saguntino en triunfo por testigo de su victoria. De suerte que partido Aníbal quedó la ciudad por espacio de años yerma y desierta del todo, y los edificios y casas totalmente arruinadas, salvo algunos sepulcros marmóreos (como diremos) y algunos Hyppodromos para correr los caballos: aunque destruidos solo el Teatro, o Coliseo fue el que quedó muy entero, donde solían representar las Comedias Latinas que de Roma les enviaban, y que servía para espectáculo de los que condenaban a las bestias fieras, según por las cavernas donde las encerraban y estrechura de callejones por donde las hacían salir al área del teatro, hoy día se demuestra: y así le hicieron tan magnífico, tan sólido y permaneciente, por perpetuar la memoria del gran ser y poderío de su ciudad, que con haber pasado 1500 años de su fundación hasta que el Rey le vio, quedaba muy entero: demás de estar tan bien compartido, que podían caber en él sentados en sus gradas hasta XII mil personas muy a placer, para poder ver y entender cada uno la voz y gesticulación de cualquier representante. Asimismo permanecieron mucha parte de los muros de la ciudad, aunque tan cubiertos de yedra, y verdura que apenas se parecían. De manera que los segundos pobladores (no se sabe en qué tiempo, ni quién fueron) viendo la grasseza y fertilidad de la tierra, entraron a poblalla, y por hallar el muro tan cubierto de yerbas y verdura, dejaron su antiguo nombre, y la llamaron Murviedro, que significa muro verde, o como interpretan otros Murouiejo, y esto es lo más cierto: porque debajo de este nombre ha perseverado todo el tiempo que le poseyeron los moros hasta en nuestros días. Oyendo el Rey todo esto, quedó maravillado de oír tan extrañas cosas como pasaron por la fundación y destrucción de aquella ciudad. Y andando reconociendo los vestigios de los edificios antiguos, llegó a los sepulcros marmóreos antiquísimos que estaban muy bien labrados y enteros (cuales agora se vehen) con sus epitafios y nombres de los muy antiguos y principales Senadores Romanos, los cuales (como se cree) vinieron a regir la ciudad como amigos, y a introducir las leyes y costumbres Romanas en ella. Y que muriendo, los Saguntinos les edificaban aquellos sepulcros tan honoríficos y sumptuosos, poniendo allí sus cenizas para perpetuar la memoria de ellos. Y así considerando el Rey el miserable fin que los de la ciudad hicieron por guardar la fidelidad a los Romanos sus amigos, que tan mal se la pagaron, sintiolo mucho, y no pudo dejar de condenar a los Romanos: no tanto porque no les acudieron con el socorro ofrecido: pero mucho más porque no reedificaron la ciudad, haciéndola su principalísima colonia, para memoria de su incomparable constancia, y único ejemplo de amistad fidelísima. Finalmente queriendo ya el Rey partirse, mandó que se introdujese allí la fé sancta de Iesu Christo, y su religión Christiana, y que se edificase su iglesia y templo en ella, dedicado al gloriosísimo nombre de la madre de Dios nuestra Señora. El cual con el tiempo se ha hecho muy principal y suntuoso. También porque algunos caballeros y soldados viejos de los que venían con el Rey, se contentaron mucho de la tierra y su buen asiento, con tan fértil campaña, suplicaron al Rey los heredase y repartiese campos en este pueblo: que tomarían a su cargo, así la introducción de la religión Cristiana, como la perpetua guarda y protection de la tierra contra Moros. Pareciole al Rey muy justa la demanda, y llegado a Valencia envió fieles para hacer el repartimiento a los Cristianos, echando de la villa a los Moros, a los cuales repartieron por los valles del mismo territorio, donde hoy están, y habitan en los lugares que después acá se han hecho dellos. Fueron pues heredados en la villa y su vega muchos Aragoneses y Catalanes de los que hasta entonces habían seguido al Rey en todas sus conquistas y jornadas. Los cuales demás que ennoblecidos por sus propias manos, han continuado allí con sus descendientes y familias hasta en nuestros tiempos: también con el agro, y poderosos alimentos de la tierra parece que han sucedido en aquel antiguo valor y fidelidad de los primeros fundadores, pues por mantener aquella para con sus Reyes, han padecido después acá guerras y cercos crudelísimos: de manera que hoy es esta villa, así en gente y calidad, como en valor y hecho de armas, a pie y a caballo, cuando la ocasión se ofrece, de las principales y bien armadas del Reyno.


Capítulo IX. Del cerco que de nuevo puso el Rey sobre Xatiua a la cual de secreto favorecía el Príncipe don Alonso de Castilla, y como fue tomado un castellano por espía y sentenciado a muerte.

El día siguiente después de haber dejado el Rey su gobernador, o alcayde en Murviedro con gente de guarnición en el castillo que está en lo alto de un monte con la más hermosa y extendida vista por mar y tierra que puede haber otra: pasó a Valencia, donde fue principalmente recibido. Y certificándose muy bien del gobernador, de lo que con los de Xatiua había pasado, tomó algunas compañías de infantería, y gente de a caballo, con parte de los Almugauares, y fuese para Xatiua, mandando a todo el ejército le siguiese. Como llegase a Alzira, que poco antes (como dijimos) se le había rendido, despachó un trompeta para el Alcayde de Xatiua, diciendo que luego sobre su real palabra, viniese a verse con él en Alzira. El cual vino luego, y llegado, el Rey le pidió que sin ningún otro pauto ni condición, le entregase dentro de ocho días la ciudad con las fortalezas: otramente le haría guerra a fuego y a sangre, y no dejaría a vida hombre de ella. Volviose el Alcayde con este despacho a Xatiua: y el Rey y la Reyna, con el Abad don Fernando y grandes de los dos Reynos que allí se hallaron, juntamente con algunas compañías de infantería y de a caballo, fueron la vuelta de Castellón, que poco antes se lo habían entregado por concierto los de Xatiua. Allí vinieron los embajadores del Alcayde de Xatiua, por los cuales se excusaba diciendo, que no era de tanto peso el daño que se había hecho a la gente del gobernador Lizana, que por eso quedase obligado a entregar a Xatiua: pues con mucho menos se podía recompensar la presa que otros con los de Xatiua le quitaron. A esto respondió el Rey, que lo de la recompensa se remitiese al juicio de su tío el Abad don Fernando: pero los embajadores no vinieron bien en ello, y se fueron. Maravillándose mucho el Rey del orgullo que cada día les crecía a los de Xatiua, y del poco caso que de su presencia y cerco hacían, entendió por las espías ser causa dello los Castellanos, que enviados por el Príncipe don Alonso desde Murcia, donde a la sazón estaba con ejército formado, entraban cada día secretamente en Xatiua, y solicitaban al Alcayde de parte del Príncipe, se diesen a él: porque le daba palabra que en la misma hora sería allí con todo su ejército para librar la ciudad del cerco. Lo cual pareció después ser muy grande verdad, porque saliendo los caballeros de Xatiua a escaramuzar con los nuestros, entre otros fue tomado por Pedro Lobera caballero Aragonés un soldado, que fue conocido ser Cristiano y Castellano. El cual traído ante el Rey, puesto al tormento, confesó ser Cristiano, y hermano del Obispo de Cuenca, que era venido a Xatiua enviado por el Príncipe don Alonso de Castilla desde Murcia, en traje y hábito de mercader, para comprar una muy rica rionda de oro y seda de gran precio, que había mandado hacer allí. Porque con esta disimulación pudiese entrar y tratar con el Alcayde, y prometerle que la ayuda y socorro del Príncipe le vendría a la hora, y sería con él siempre que diese muestra de quererle entregar la ciudad. Lo cual oído, fue luego el hombre justamente condenado a muerte, y ejecutada la sentencia: por cuanto el día antes de ser tomado en la escaramuza, mandó el Rey echar bando por todo el campo, y que lo entendieron los de la ciudad, que ningún Cristiano, so pena de la vida, entrase en Xatiua, sin saberlo el Rey, y que ni tuviese plática ni conversación alguna con los de Xatiua: quien lo contrario hiciese fuese preso y traido delante del, para que conforme al bando, fuese rigurosamente castigado.


Capítulo X. Como el Rey fue sobre Enguera, y por el desacato que le hicieron ahorcó (haorco) XVII hombres del pueblo, y de lo que el Rey respondió a don Alonso, al cual por trato le tomó ciertos lugares del Reyno.

A esta misma sazón la villa de Enguera de la señoría de Xatiua se entregó voluntariamente a una compañía de soldados Castellanos, de los que don Alonso enviaba en socorro de Xatiua. Lo cual sintió el Rey gravísimamente, ver que llegase a tanto la insolencia y desvergüenza de su propio yerno, que, teniendo cercada a Xatiua, en su presencia, osase ocuparle los pueblos y lugares tocantes a lo cercado. Y así envió luego alguna gente de a pie y a caballo para que hiciesen correrías y trabasen escaramuza con la gente de Enguera. Los cuales idos y puestos en celada, aguardaron que saliesen algunos de la villa, y de los primeros que salieron tomaron hasta XVII hombres que iban a trabajar al campo. Y como fuese de presto el Rey con ellos, envió sus embajadores a los del pueblo amonestándoles, se le entregasen a la hora, porque donde no, haría con ellos como contra rebeldes. Pero ellos confiados en la compañía de los soldados de don Alonso, no solo rehusaron de darse, pero le respondieron con desacato y soberbia, echando de allí con palabras injuriosas a los embajadores. El Rey que supo esto mandó de presto ahorcar de los árboles que estaban en torno de la villa los XVII Engueranos que tomaron, amenazando a los del pueblo, haría lo mismo de todos ellos, y lo asolaría todo. Como llegó a saber esto don Alonso, luego despachó sus embajadores al Rey, rogándole tuviese por bien se viesen los dos juntos, y tratasen de los negocios de la guerra, que vendría por solo esto a verse con él en Alzira. A los cuales respondió el Rey que en ninguna parte se vería, ni trataría con el fin que le rehiciese, primero los daños que le había causado, y con esto los despidió. En este medio trató el Rey muy secretamente con un caballero de la orden de Calatrava * suyo, el cual tenía debajo su guarnición por don Alonso a Villena y a Saix, fronteros del Reyno de Valencia, le hiciese saco tanto placer, que sin tocar, ni dañar en cosa alguna en las villas, le entregase por pocos días, las fortalezas y castillos dellas, dejando poner en ellas guarnición de gente Aragonesa. El Alcayde que sabía la intención del Rey, y que no lo hacía sino por dar una sofrenada a los desacatos de don Alonso su yerno, fue contento dello, pues tuvo la palabra del Rey que se las restituiría, siempre que se las pidiese. Y así envió el Rey su gente de guarnición, y muy quedamente, antes que llegase la de don Alonso, que por haber tenido sentimiento del trato la enviaba, se apoderó de las dos fortalezas, y de improviso fue más gente a tomar los dos Alcaudetes con la villa de Mugarra, que estaba sin guarnición, y era todo de la señoría del Príncipe.


Capítulo XI. Como don Alonso envió a rogar al Rey se viesen en cierto puesto, y se vieron, y de los enojos y rompimiento que hubo entre ellos, y como se concertaron, y se volvió cada uno a su ejército.

Quedó don Alonso muy espantado con la nueva que le trajeron, de que el Rey le había ocupado las fortalezas de Villena y Saix, antes que su gente llegase a tiempo para defenderlas, y de que ya se hubiese apoderado de los Alcaudetes. Pareciéndole pues que con la vista asentaría mejor sus diferencias con el Rey, determinó de enviar otros embajadores, rogándole tuviese por bien de verse con él en medio del camino, entre Almizra (que ahora es Almansa) donde don Alonso había puesto sus tiendas, y los Capdetes donde el Rey estaba. El cual fue contento, y llegó allí con la Reyna, acompañados de don Guillen de Moncada, y del vicario del Maestre del Espital, don Ximen Pérez de Arenos, y otros muchos caballeros Aragoneses y Catalanes. Con don Alonso vinieron el Maestre del Temple de Castilla, el Maestre de Vcles, don Lope de Haro señor de Vizcaya, y otros grandes de Castilla y de Galicia. Como se hubo hecho muy grande recibimiento de ambas partes, don Alonso se fue luego para las tiendas de la Reyna su suegra que estaban a la salida de Almansa, para verla y besarle las manos: de la cual fue muy amorosamente recibido, que era la primera vez que los dos se vieron. Y como procurase don Alonso con grande porfía, que el Rey se pasase a una gran tienda Real que tenía aparejada para él y la Reyna, no quiso pasar el Rey, sino quedar en la suya propia, la cual hizo luego plantar cerca la de don Alonso. Donde con mucho placer y regocijo pasaron comiendo y cenando juntos todo aquel día y noche siguiente. Lo que no les duró mucho: porque al otro día el Maestre de Vcles, y don Lope vinieron a la tienda del Rey, y entrados, mandando salir a todos, comenzaron a hablar de la guerra de Xatiua: y sin más le rogaron, tuviese por bien, y diese lugar, a que se entregase Xatiua con todo su distrito y territorio al Príncipe su yerno (hierno), pues con haber ganado la ciudad principal con tantas villas y mayor parte del Reyno de Valencia, aun no había dado alguna dellas en parte de dote a su hija casada con él, habiendo prometido de darla. Lo cual oyendo el Rey con mucha risa, atribuyendo esto a lo que era, y que con engaño y cavilación se le pedía, por si a dicha en oír que había prometido, se arrojaría a darle a Xatiua: pero habido su acuerdo, de parecer de la Reyna y de su consejo, respondió. Decid al Príncipe don Alonso se quite del pensamiento de haber a Xatiua, ni palmo de su distrito, por el fin que pretende: como sea muy ajeno, y contra la costumbre de los Reyes de Aragón, dar a sus hijas, ni un morabatin en cuenta de dote cuando las casan: y así va muy lejos de la verdad decir que yo he prometido dote a mi hija doña Violante, pues yo tampoco lo tomé con doña Leonor su tía: y por eso estoy muy lejos de darle a Xatiua en contemplación de matrimonio por haberme yo dotado de ella para concluir mi casamiento con la conquista de Valencia. Porfiando de nuevo sobre ello los Embajadores, y mezclando con los ruegos amenazas, llegaron a decir al Rey, sería harto mejor, y más honroso, que don Alonso recibiese a Xatiua de su mano, que no de la del Alcayde, pues ya esto lo tenía por cierto. A esto respondió el Rey, no sin cólera, que era mucho más cierto que ni don Alonso tomaría a Xatiua, ni el Alcayde osaría dársela, y que ni hombre, ni ejército entraría en ella sino abriéndoles él mismo la puerta. Y diciendo esto, por no encenderse en mayor cólera, movido por la insolencia y porfía de los embajadores, se levantó de la mesa y los despidió con harta blandura, aunque con ánimo de partirse en la misma hora sin despedirse de don Alonso. Empero tratando a parte el negocio los mismos con la Reyna, se vino a este medio, que se estuviese a la antigua división de los dos Reynos, y que el de Murcia fuese de don Alonso, y el de Valencia del Rey, y que por cumplimiento de esto, Villena y Saix, con los Capdetes y Mugarra que tomó el Rey, se restituyesen a don Alonso. Y Enguera y Moxent de la señoría de Xatiua que se habían entregado a don Alonso, se diesen al Rey. De manera que confirmados y jurados estos conciertos, y apaciguados los ánimos, después de muchos abrazos y amorosas palabras que entre el Rey y la Reyna pasaron con el príncipe su yerno a la despedida, encomendándole mucho a la Reyna su hija, tomó cada uno su camino y se volvió a su ejército.

Capítulo XII. Como el Rey volvió a cercar Xatiua y la apretó de manera que el Alcayde le vino a tratar de darse a partido por medio de Ximeno Tobía, y como se rindió.

Sintió mucho el Rey la atrevida demanda que de parte del Príncipe su hierno se le hizo con pedirle a Xatiua, y mucho más por el poco modo que en ello tuvieron sus medianeros. Por eso tanto más se determinó en no perder punto, sino apretar el cerco de ella hasta salir con la empresa. Para esto mandó venir los soldados que estaban en guarnición, así de la ciudad como de todo el Reyno, con las máquinas y trabucos, y la demás artillería que se hallase para combatirla por el monte y por el llano. Llegado todo a punto, los soldados se dispusieron con tanto esfuerzo para acometerla, que con la esperanza del saco, por ser ciudad tan famosa de rica, no cesaban noche y día de rondarla y aparejarse para los asaltos. Demás que por atemorizar más a los de dentro estaban por defuera tan encarados contra los que asomaban al muro, que apenas parecía un hombre que no le cubriesen de saetas y lo matasen. Y sobre todo ni dejaban entrar, ni salir de la ciudad ánima viva. Por donde hallándose muy perdidos los del pueblo, y desconfiados del socorro de don Alonso, por haber entendido lo que entre el Rey y él había pasado: comenzaron a tratar entre si de entregarse al Rey, teniendo por muy cierto que los acogería a todo buen partido. De manera que lo hablaron, y trataron dello ante el Alcayde. El cual viendo la ciudad, aunque por una parte bien guarnecida de gente y armas, y cercada de muy fuerte muro: por otra muy desanimada, padeciendo dos meses de cerco, y que comenzaba ya la hambre a consumirla: demás de quedar si alguna esperanza de socorro, y tener ya entendido la voluntad del pueblo: procuró de volver a la plática antigua con un Ximeno Tobía caballero Aragonés muy conocido suyo, y cabido con el Rey, por haber recibido poco antes cartas de él, por las cuales le inducía a que entregase la ciudad al Rey, sino quería verla en total destrucción y ruina: encareciéndole mucho la cólera del Rey contra los contumaces y obstinados, junto con su grande benignidad para con los que voluntariamente se le entregaban, y las mercedes que a él le haría, y también comodidades al pueblo. Señaladamente que los libraría del saco que los soldados tanto deseaban, y procuraban, por robar la ciudad y cautivar a cuantos hallasen dentro con hijos y mujeres. Lo cual como el Alcayde comunicase de nuevo con los principales de la ciudad, e hiciese ostensión de las cartas: determinaron darse con los conciertos y más honestos partidos que pudieron. Y así cometieron al Alcayde de que tratase dello por el mismo medio de Tobía su amigo, y hechos por mano del los conciertos con el Rey, el cual por librar la ciudad de saco vino bien en todo: prometió el Alcayde entregarla con estas condiciones. Primeramente que fuese libre de todo género de saco: Que daría de las dos fortalezas la menor, quedándose con la mayor, con gente y guarnición de Moros en ella, por solo tiempo de dos años. Otrosi que se darían los de la ciudad aseguradas sus vidas y haciendas y con libertad de que, darse a vivir en ella todos, o los que quisiesen, con su secta de los Almohades, como fue permitido a los Moros de Alzira. Mas que las fortalezas de Montesa y Vallada vecinas a Xatiua se le diesen a él para su habitación y de los suyos. Los cuales conciertos venidos a manos del Rey y comunicados con la Reyna y los del consejo de guerra parecieron ser tolerables, y que no debían dejar de aceptarse, por no diferir más la entrada y posesión de una tan rica y principal ciudad, acabo de tantos cercos sobre ella puestos que apocaban la misma autoridad y poder Real.


Capítulo XIV. Que el Rey y la Reyna entraron con triunfo en Xatiua, y se consagró la Mezquita mayor en iglesia.

Hechos los conciertos del entrego y por el Rey admitidos, mandó echar un bando por el ejército notificando a todos, como tomaba la ciudad con pauto y condición de salvar las vidas y haciendas de los ciudadanos de ella, y porque así lo había prometido y jurado de guardar por su corona Real que a pena de la vida ninguno osase contravenir a su juramento y palabra, y que todo el mundo tuviese sus manos quedas. Con esto entraron el Rey y la Reyna con muy grande triunfo en Xatiua. Saliendo a recibirlos toda la caballería de los moros con sus lanzas y adargas como jinetes de paz, y también las moras con sus panderos y danzas todas riquísimamente vestidas y muy enjoyadas: lo que acrecentó más la murmuración y despecho de los soldados contra la benignidad del Rey, por verse privados del saco y presa de otra segunda Valencia. Pero el Rey disimuló con ellos, y pues les pagaba muy bien su sueldo y quedaban ricos de las correrías y presas que habían hecho en los tres cercos, por toda la campaña y pueblos de Xatiua, pasó adelante, y luego se apoderó de la fortaleza pequeña, poniendo en ella guarnición de soldados y a Ximeno Tobía por su Alcayde. El día siguiente el Rey y la Reyna con todos los principales del ejército fueron a ver la Mezquita mayor, el más bien labrado y suntuoso edificio de Mezquita de cuantos había en el Reyno, con el título y nombre del perverso Mahoma. La cual después de purificada con sahumerios y exorcismos por el Obispo de Huesca (por las causas que en el siguiente capítulo diremos) levantó un altar, donde celebró misa con muy grande solemnidad y devoción, haciendo gracias por el Rey y Reyna, y todo el ejército, a nuestro señor Iesu Christo y a su bendita madre, por tan felice successo y victoria les había dado aquella ciudad, en mayor aumento de su santa fé católica y religión Cristiana. Hecho esto determinó el Rey echar la Mezquita por tierra, y edificar nuevo templo en la misma área y puesto, como lo hizo en la ciudad de Valencia. Pero después de bien reconocida toda ella, hallándola muy ancha y suntuosamente edificada de obra musaica y de relieve, fue muy rogado por la Reyna y Prelados, con todos los demás señores que le seguían: y mucho más por el Alcayde, y principales Moros de la ciudad, no permitiese derribar un tan singular y raro edificio, y que, solo quedase, se holgaban fuese templo mayor de la ciudad para los Cristianos. Mayormente por quedar las fuerzas y riquezas de ella por entonces tan flacas y debilitadas, a causa de la larga guerra, que apenas bastaban para reparar las obras públicas y muy necesarias de la misma ciudad que andaban por tierra, y que por esto pasarían muchos años antes que se pudiese acabar la iglesia: el Rey vino bien en ello. Y así purificado, y de nuevo consagrado templo en ella, se dedicó al nombre e invocación de la sacratísima virgen María, y se mantiene muy entero hoy día. Por este tiempo llegaron al Rey cartas del Rey don Fernando de Castilla su consuegro con aviso de como a cabo de muchos días que tenía puesto cerco sobre la ciudad de Sevilla, con el favor divino se le había rendido, y que había entrado en ella con triunfo. Holgose mucho el Rey con esta nueva por las causas que adelante diremos, y hechas gracias a nuestro señor, por ser victoria contra Moros, mandó se hiciesen fiestas y regocijos por ella. Y respondió luego a las cartas con mucha satisfacción y contento de la nueva, y también dio la suya de la presa de Xatiua.


Capítulo XIV. De la elección de don Andrés de Albalate en Obispo de Valencia, y como fundó a vista de la ciudad el monasterio de Portaceli del orden de los Cartuxos.

Se dijo en el precedente capítulo, como entrando el Rey en la ciudad de Xatiua, luego que llegó a la Mezquita mayor ordenó se purificase, a efecto de consagrarla en iglesia: y que se encomendó el cargo y oficio desto al Obispo de Huesca, por no hallarse allí el de Valencia, a quien por ser en su diócesis tocaba el consagrarla. Pero fue causa desto la sede vacante de la iglesia de Valencia por haber sido su obispo don Arnaldo de Peralta poco antes trasladado a la de Zaragoza. Y así fue electo en su lugar don Andrés de Albalate de la orden de los Predicadores, y hermano del Arzobispo de Tarragona, en el mismo año de 1249, que fue tomada Xatiua. Cuya elección se hizo desta manera. Que estando sobre ella muy diferentes de votos los Canónigos y Cabildo de Valencia, y no concordando en uno, el sumo Pontífice Inocencio IV, de consentimiento del Arzobispo de Tarragona como Metropolitano, y de los Arcediano y Cabiscol de Valencia también Canónigos y mayores dignidades, confirmó la elección por ellos hecha de don Andrés. El cual fue luego aceptado por el cabildo y Clero con mucho aplauso del pueblo, por ser persona muy señalada en letras, y de muy santa y ejemplar vida. Este poco después de electo, entre muchas buenas obras que por su iglesia, y de buen pastor hizo, fue introducir en su diócesis la suprema religión y orden de los Cartujos. Porque considerando, que habiéndose ya introducido en el Reyno por mano del Rey las dos órdenes mendicantes de los frailes Predicadores, y de los Menores de sant Francisco, con la de nuestra señora de la Merced, para redimir cautivos, las cuales a causa de estar muy puestas en la conversión de los Moros, y otras obras pías de la vida activa, andaban algo divertidas de la pura contemplativa, que es la propia, y final de las religiones: determinó de introducir esta devotísima de los Cartujos, como suprema, y de seraphica contemplación en la tierra. Para que con su grande estrechura de vida y perpetuo ayuno, junto con la soledad y oración continua, que observan sus religiosos, estuviesen siempre con las manos altas, como Moisés en el monte, rogando por los de la ciudad y Reynos que peleaban y andaban en la conquista contra los Moros. Para este efecto, con el consejo y favor de su Cabildo fundó el monasterio y convento célebre de esta religión y orden, so la invocación de nuestra señora de Portaceli, a media jornada, y a vista de la ciudad, a la parte septentrional, en lugar algo eminente y muy hecho a la contemplación, por ser solitario, y devoto puesto al pie de unas grandes sierras y montes que con algún intervalo lo cercan y defienden de la tramontana, y están abiertos al Oriente. De donde se descubre la ciudad con toda su compañía muy patentemente, a efecto que los Religiosos desde aquella celeste atalaya tengan los ojos, y el ánimo siempre intentos y puestos en la ciudad, para rogar por la salud y conservación de ella. Y así demás de tener su asiento muy sano en medio de una selva llena de muchas fuentes, de árboles, y yerbas muy saludables, con el acarreo cotidiano de vituallas para el sustento de la casa, y de cuantos pobres de Christo a esta llegan, goza de la más hermosa y espaciosa vista de mar y tierra que hay en la Europa, pues se contiene en ella Valencia con su vega. Y porque puestos a la puerta de su convento contemplan lo mejor de la tierra, y entrados dentro, su conservación es en el cielo, meritoriamente (meritamente) fue esta santa casa Portaceli llamada.


Capítulo XV. De los Repartimientos de tierras y campos hechos por el Rey, en la vega y campaña de Xatiua.

Hecho por el Rey lo que tocaba a la casa de Dios, con fin de introducir en la ciudad la religión Cristiana, entendió luego en poblarla de Cristianos de los principales del ejército, por ser lugar grande poderoso y fuerte, cabeza que fue siempre de la Contestania, para tenerla allí por alcanzar y principal fortaleza de toda esta región. Y por ser su vega campaña tan rica, tan delicada y fructífera, con los demás cumplimientos que dicho habemos, quiso que la gozasen y poblasen los más principales soldados viejos, que de muchos años atrás seguían la guerra, señaladamente los caballeros y nobles del ejército, para que como de los Moros solía estar allí la principal nobleza del Reyno; también de los Cristianos la poblasen principales linajes de Aragón y Cataluña, con algunos Navarros que seguían la conquista. Y así siguiendo el mismo orden y estilo que tuvo en el repartimiento que hizo en la ciudad de Valencia, cerca las casas, y heredamientos de su vega y campaña, nombró fieles para las dos cosas. Lo que se hizo de esta manera: que mandó alojar a los soldados por las casas de los Moros, con fin que poco a poco se irían de la ciudad, y se quedarían los huéspedes Cristianos con ellas, entendiendo por los soldados ya viejos e inhábiles para pelear. Los cuales para más multiplicar sobre la tierra, se casaron, parte con Cristianas que traían de los dos Reynos, parte con doncellas hijas de moros nobles que se convertían a la fé, y eran muy bien tratadas de sus maridos. Porque no solo de las mujeres, pero de los muy nobles de los Moros se convirtieron muchos, y quedan hoy destos algunos linajes como los Beluises y Benamires y otros. También con el repartimiento de los campos y heredades de la vega, los oficiales y ministros del ejército, y caballeros aventureros quedaron bien heredados, conforme a los servicios de cada uno hechos en la guerra. Porque de la manera que pasó en Valencia nombró el Rey por fieles así de las casas, como de las heredades, a Iayme Sanz, Guillé Bernad, y Pedro Escruian, como personas de mucho saber y prudencia, y también de muy buen linaje, pues no hubo contradicción en la elección, como en Valencia contra los fieles primero nombrados, por no ser tenidos por muy nobles, como en el precedente libro 12 se contiene. Y así hicieron sus repartimientos de campos y heredades por jugadas, y para cada uno de los que fueron por mandado del Rey puestos en el Aranzel, dando a unos tantas jugadas así en lo Realenco que era de los propios de la ciudad que cupieron al Rey, como de lo que era de los Moros en particular, y de los lugares vecinos que en el Aranzel están nombrados, según los servicios de cada uno. Y así fue hecho el repartimiento con mucho contentamiento de todos. Lo cual concluido el Rey en premio del trabajo pasado hizo mercedes a Iayme Sanz del castillo de Roseta, y del lugar de Ceniera en el mismo distrito de Xatiua: y a Pedro Escriuan, del lugar de Patraix fuera de los muros de la ciudad de Valencia, según que en el privilegio de esta donación se contiene: y se refiere de las dos donaciones en el libro Aranzel de los repartimientos que está en el archivo de la ciudad de Xatiua. En la cual el mismo Iayme Sanz, y también su hermano Pedro Sanz secretario que fue del Rey, por este, y otros muchos servicios que ellos y sus antepasados descendientes de Navarra, hicieron en paz y en guerra a los Reyes de Aragón y de Navarra, quedaron tan bien heredados, y se ha tanto propagado su linaje en esta ciudad, que es hoy de los más extendidos que hay en ella, tanto que está en proverbio, son más que los Sanzes en Xatiua. También se halla, que un año después de conquistada Xatiua, estando el Rey en Lerida confirmó el privilegio del repartimiento hecho de los campos y heredades en la vega de Xatiua y su distrito. Pues como hecho el repartimiento viesen los Moros de ella que los soldados Cristianos se iban enseñoreando de todo, y que los mandaban como a esclavos, sin ningún respeto, aunque fuesen de los más nobles moros: se fueron poco a poco saliendo de la ciudad, recogiéndose por las alquerías y lugares de fuera, tomando a feudo, o como podían, las tierras y campos que los Cristianos en virtud del repartimiento hecho les habían quitado, y en fin como gente vil se fueron contentando de lo poco que hallaban, por salvar sus vidas, y de sus mujeres e hijos, hasta que siendo echados por mandado del Rey todos los moros hombres y mujeres de todo el Reyno (como en el siguiente libro veremos) quedaron los Cristianos de Xatiua absolutos señores de las casas, campos, y heredades que les fueron repartidas. De manera que por haber sido esta ciudad también poblada de gente noble, de valor y experta, por haber seguido tantos años la guerra, junto con ser la tierra de si tan fértil (como dicho habemos) tan alegre y fructífera, y para sustentar la caballería bastantísima: en poco tiempo se rehizo así bien de las talas y destrucción de su vega en la guerra pasada, que volvió a ser mucho más de lo que antes solía, y se reedificó y amplió en el esplendor y grandeza que hoy la vemos y que por su riquísimo trato de la seda y otros mil provechos de la tierra, es una de las muy prósperas ciudades y bien concertadas Repub. de la corona. Demás que finalmente dobla su valor con la excelencia de los ingenios de la gente, por tan insignes y señaladas personas que de si ha producido, pues entre otros fueron tales dos tan bien nacidos tío y sobrino, dentro de ella, de la ínclita, y esclarecida familia de los Borjas, que guiados por la mano de Dios, llegaron a sumos Pontífices, llamados Calixto III y Alejandro VI. Mandó pues el Rey tener bien guarnecidas de gente las dos fortalezas (porque luego renunció el Alcayde de la tenencia de la mayor) y encargó mucho que se ejercitase allí siempre la caballería por el buen pienso que para los caballos en la vega había: dejando a Ximeno Tobía por Alcayde mayor de las dos fortalezas, y como general gobernador en paz y en guerra de la ciudad con todo su distrito.


Capítulo XVI. De las Cortes que el Rey tuvo en Alcañiz para asentar las diferencias entre él y don Alonso, y de los señores y barones que se declararon por el Rey, y la sentencia que dieron los árbitros entre padre e hijo.

Tomada la ciudad de Xatiua y con ella rendida la mayor parte de la región Contestania, como dijimos, entendiendo el Rey por cartas de muchos de Zaragoza, las novedades que los de la parcialidad de don Alonso movían de cada día, determinó dar una vuelta por Aragón para satisfacer a las quejas que daban siempre de él por la división hecha de los Reynos. Para esto mandó convocar cortes generales para los Aragoneses y Catalanes en la villa de Alcañiz. Donde juntados los grandes y barones con los prelados de los dos Reynos, y síndicos de las ciudades y villas Reales, quiso en presencia de todos estar a juicio con don Alonso su hijo. Mas como él estuviese ausente, sus embajadores propusieron por él todas sus quejas y demandas, y el Rey las suyas. Fueron nombrados para juzgar dellas don Pedro de Albalate Arzobispo de Tarragona con Obispos de Huesca, Lérida, y Barcelona el vicario del Temple Comendador de Amposta, el Conde de Ampurias con otros siete barones principales de Aragón y Cataluña, y más los Síndicos de doce ciudades de ambos Reynos: a cuya determinación y juicio quiso el Rey someterse. Y si don Alonso, y don Pedro de Portugal que también se quejaba del Rey, no querían estar al juicio destos, en tal caso obedecería y pasaría por la declaración y decreto del sumo Pontífice, solo que tan assiétosas diferencias se echasen a una parte. Con este convenio fueron deputados por los jueces, algunos de ellos mismos, y se partieron para Sevilla, donde estaban don Alonso y don Pedro, para tomar su consentimiento, pues el Rey había dado el suyo, a efecto de hacer esta concordia entre padre e hijo. Y así vinieron bien en este partido: creyendo don Alonso que por esta vía se le reservaría del todo el derecho y sucesión de los Reynos, y que todos los de su parcialidad estarían firmes en favorecerle. En este medio que los deputados hicieron su viaje, muchos de los grandes y Barones de los dos Reynos se juntaron, y se hicieron de la parte y bando del Rey y Reyna, y de sus hijos contra don Alonso. Los principales fueron don Guillen, y don Pedro de Moncada, don Pedro Cornel, don Guillen Dentensa, don García Romeu, don Ximen Foces, don Ximen Pérez de Arenos, don Sancho Antillon, don Pedro y don Martín de Luna. Los cuales con muchos otros caballeros de los dos Reynos movidos de si mismos, hicieron pleito y homenaje de emplear sus vidas y haciendas por la salud y conservación del Rey y Reyna y de sus hijos con todo el estado Real. Por ello les hizo el Rey muchas gracias y prometió remunerarles en su lugar y caso. De manera que en sabiendo el Rey que los diputados que fueron a Sevilla traían cumplido despacho y poderes, luego otorgó salvaguarda a todos los grandes y Barones que seguían el bando de don Alonso, para que viniesen a él, y les mandó restituir todos los bienes que por su parte como a rebeldes había mandado confiscar, y concedió treguas, para que libremente pudiesen venir a oír la sentencia que se daría por los jueces. Entrados en las Cortes los embajadores mostraron sus poderes y firmas que de don Alonso, y de don Pedro traían, y revisto todo lo por ambas partes alegado, pronunciaron. Que el hijo obedeciese al padre. Que el padre hiciese a su hijo gobernador general de los Reynos de Aragón y Valencia, reservando el Principado de Cataluña para el Príncipe don Pedro como hijo mayor del Rey y de la Reyna doña Violante. Que a don Pedro de Portugal se le restituyese el campo de Tarragona, y la Isla de Ibiza con otros bienes, excepto Morella, Segorbe, Murviedro, Almenara, y Castellón desotra parte de Valencia. Las cuales villas con sus fortalezas se habían de entregar a los jueces hasta que el principal pleito fuese acabado. Por cuanto don Pedro con el poder destas villas, a tuerto o a derecho movía cuestión y guerra contra el Rey. Finalmente se determinó, que don Rodrigo Martín sobrino de hermana de don Pedro, fuese libre de la prisión donde el Rey por cierta causa le tenía preso. Esta fue la sentencia dada por los jueces en causa tan ardua, y tan dificultosa de concordar.


Capítulo XVII. De las mercedes que el Rey hizo al hijo del Rey de Mallorca, y de las cortes que convocó en Barcelona, y de la nueva división que hizo de los Reynos, y otras cosas.

Publicada la sentencia y obedecida por ambas partes, el Rey despidió las cortes, y se vino para Zaragoza, donde hizo merced a don Iayme hijo del Rey Moro de Mallorca que se había vuelto Cristiano, de la villa de Gottor con su fortaleza para él y los suyos, con derecho de sucesión perpetua. Después desto, confiando del buen ánimo y voluntad de sus caballeros aficionados, de los cuales con las mañas de don Alonso le quedaban pocos en Zaragoza pasó a Barcelona, siempre con la compañía de la Reyna, la cual continuamente le solicitaba por la colocación de sus hijos, señaladamente porque los Catalanes acabasen de recibir y jurar por Príncipe a don Pedro su hijo mayor. Porque de los otros hijos, el don Fernando era ya muerto, y había necesidad de hacer nueva división de los Reynos y señoríos entre los que quedaban vivos. Para este efecto el Rey convocó Cortes en Barcelona para solos Catalanes, en las cuales hizo nueva división de los reynos, y dio al Príncipe don Pedro a Cataluña, desde el río Cinca hasta Salsas por la val de Aran y los montes Pirineos: por la mar hasta el río de la Cenia por donde se divide de Valencia y Aragón hasta el mismo Cinca, como arriba está dividido: y reservando el Rey para si el usufructo, le puso luego en posesión de toda ella. En ejecución de esto Barcelona con las otras ciudades y villas reales juraron solemnemente a don Pedro por su Rey. Y por lo semejante los señores de título, con los barones y caballeros del Reyno, juraron el mismo nombramiento, y la sustitución, por la cual se ordenaba, que muriendo don Pedro sin hijos, sucediese en los mismos derechos y posesión, don Iayme su hermano hijo de doña Violante. Por lo cual no faltaron algunos, que sobre todo esto arguyeron al Rey de cruel, y que no guardaba la fé a don Alonso su primer hijo, a quien había hecho antes absoluto heredero de todos sus reynos: señaladamente le increpaban porque en la sustitución hecha del Reyno de Cataluña, en caso que don Pedro muriese sin hijos, no nombraba a don Alonso, sino a don Iayme hijo segundo y de la segunda mujer.


Capítulo XVIII. De la honesta excusa que por el Rey se da acerca lo que hizo con don Alonso, y que este fue el desconocido, y de lo que asignó por nueva división a don Iayme hijo segundo.

Si queremos bien, y desapasionadamente considerar la razón, y dar a cada uno lo que es suyo, hallaremos, que por mucho que el vulgo quiso argüir al Rey de cruel, por lo que usó con don Alonso en excluirle de la universal herencia de sus Reynos, por heredar a los otros hijos suyos y hermanos del mismo don Alonso, no tienen razón para ello que valga, ni llegue con la muy clara y evidente que le excusa: por la cual se muestra que no solo no fue cruel contra él, pero que aun usó de mayor favor y benignidad con él que con cuantos hijos tuvo. Porque si tenemos cuenta con el divorcio hecho por el Rey con doña Leonor madre de don Alonso, que fue aprobado y dado por jurídico por los jueces delegados por la sede Apostólica, los más principales Prelados de toda España, y con esto declarado ser tan libre del matrimonio, que pudo casar con otra mujer: cuan fácil y lícito le fuera entonces al Rey, en consecuencia de la nulidad del matrimonio, excluir de la herencia a don Alonso, dándole por bastardo? Y por lo contrario, cuan libre fue, cuan generoso, o por mejor decir, cuan forzado el nombramiento que ante los mismos jueces hizo de don Alonso para universal heredero suyo? Como fuese así que ni por divina, ni natural ley conformaba con la razón ni justicia, que los hijos nacidos de la legítima y verdadera mujer tuviesen menos derecho a la herencia paternal, que el que nació de madre dudosa, incierta, y por público y judicial divorcio, apartada de su marido? Pudiendo con harto mejor derecho, los hijos legítimos convenir al dudoso, y cobrar de él lo mal *. Mas no fue así, sino que le trató el Rey como a hijo mayor, pues dándole el Reyno de Aragón le heredó del principal de la corona. Y ni consentía el derecho natural, ni la razón universal que hacen a todo hijo heredero de su padre, que por seguir el derecho y como particular uso de las gentes, pues no es común a todas, quedase de los hermanos heredado uno solo, y los demás desheredados. Además de que con la misma razón y libertad, que pudo igualmente heredar a todos, pudo también, en defecto de hijos (como está dicho), sustituir a los que quisiese por herederos. De manera que no queriendo don Alonso considerar todo esto, sino darse a quererlo todo, haciendo parcialidad por si, y abrazando los ofrecimientos de muchos contra su propio padre y hermanos, parece que nació de aquí justa causa para que perdida la gracia de su padre, lo perdiese todo, como se vio a la clara: pues ni alcanzó los demás Reynos, ni de Aragón gozó mucho tiempo, como adelante veremos. Volviendo pues al Rey, allende de las divisiones y sustituciones arriba dichas, hizo otra nueva distribución de los Reynos, por la cual dio a don Iayme el Reyno de Mallorca y Menorca, con las Islas de Ibiza y la Formentera, y más la señoría de la ciudad de Mompeller, con todo su estado. También hizo otra asignación para el mismo don Iayme, del Reyno de Valencia, para después de sus días: porque durante su vida, no se quitase el gobierno de Valencia a don Alonso, al cual pensaba poder meritamente privar de todo por su desobediencia y ambiciones. Y para esto hizo que todos los señores del Reyno de Valencia, y Mallorquines, con los de Mompeller, que en Barcelona se hallaron, jurasen a don Iayme por señor, y le prestasen la obediencia. Hecho esto y dadas las gracias a todos los convocados, concluyó las Cortes.


Capítulo XIX. Como doña Teresa Vidaure volvió a su primera pretensión contra el Rey por el nuevo testigo que dio ante el Papa, y lo que el Rey hizo contra el Obispo de Girona pretendiendo había testificado contra él.

Por este tiempo, muy poco antes que la Reyna doña Violante muriese, el Rey volvió a ser muy molestado por parte de doña Teresa Vidaure, por la pretensión matrimonial que contra él tenía, cuya causa a instancia de ella (como en el libro X mostramos) fue remitida al sumo Pontífice, y sobre esto el Rey fue de nuevo citado, y compareció por sus procuradores. Con esto quedó el pleito en pie: pero no pudo pasar adelante, porque doña Teresa no tenía suficientes testigos para probar el matrimonio: hasta que recurrió al Obispo de Girona (no le nombra la historia) que sabía él solo la verdad de lo que sobre esto pasaba: y acabó con él, que sin falta enviaría su dicho y testimonio escrito muy en secreto al Pontífice. Este dicho dado por el Obispo, importó tanto, que comenzó a ser oída doña Teresa muy de veras por el Pontífice, y el matrimonio volvió a divulgarse por Roma. Siendo de esto avisado el Rey por sus Embajadores, señaladamente como el Pontífice daba muestras de inclinarse a la parte de doña Teresa, se encendió en tanta ira y cólera, sospechando que esto no se había innovado, sino por el dicho Obispo de Girona su confesor antiguo, según de Roma lo había señalado, que luego mandó llamar al Obispo. Al cual, no tanto por la injuria y atrevimiento, cuanto por haber revelado la confesión sacramental, en llegar a Palacio, con achaque de hablarle muy en secreto, le entraron en el más escondido retrete, y secreta cámara del Rey, y (como fue fama) cogido por los camareros, de presto le fue cortado un pedazo de la lengua, y después de curado de la llaga, secretamente le enviaron a Girona. Como la nueva de tan atroz y sacrílego hecho, cuanto menos el mismo Obispo lo hablase, tanto más se publicase y llegase a orejas del Pontífice, sintiolo tan gravemente, que mandó a la hora despedir descomuniones, y execraciones gravísimas contra el Rey, hasta poner perpetuo entredicho en todos sus Reynos, sin querer admitir ningunas excusas, ni descargos dados de parte del Rey: hasta tanto que envió a don Andrés de Albalate Obispo de Valencia, con sus cartas para el Pontífice, llenas de todo arrepentimiento y sumisión, confesando su culpa, y pidiendo con grandísimo dolor de ánimo perdón, con absolución por ella.


Capítulo XX. Que el Obispo de Valencia dio tales descargos por el Rey ante el Pontífice, que envió dos Comisarios para darle la absolución, y como el Rey la pidió, y de la penitencia pública que se le dio.

Partió el Obispo de Valencia con mucha diligencia para Leon de Francia, donde estaba el Papa Innocencio IV para celebrar el primer concilio Lugdunense, y llegado el Obispo se le fue a echar a los pies para besárselos: y dadas sus cartas de creencia, hizo tal relación de la grande humildad y verdadera contrición, con reconocimiento de culpa, de parte del Rey: y mucho más del grandísimo afecto con que pedía la absolución, con aceptación de cualquier penitencia, y satisfacción de su pecado, por grave que se le impusiese: que el Pontífice se aplacó, y determinó de absolverle. Para esto envió a España la vuelta de Cataluña dos Legados, que fueron el Obispo de Camarino, y un religioso de gran fama y santa estimación llamado Desiderio, que era Penitenciario Apostólico: los cuales trayendo comisión y facultad amplísima del Pontífice para absolver al Rey con grave penitencia por su delito, llegaron a Lérida, donde mandaron convocar a los Prelados de los dos Reynos, que fueron el Arzobispo de Tarragona, y los Obispos de Zaragoza, Vrgel, Huesca, y Elna, porque los demás eran idos al Concilio de Lyon (Leon), y a muchos Abades que también vinieron llamados por los Legados, con la asistencia de muchos señores y Barones de los tres Reynos: junto con la infinidad de gente popular que de todas partes vino, por ver un tan célebre espectáculo de la humildad del Real. Llegado el plazo fue llamado el Rey, que ya era venido a Lérida, y entró en la iglesia mayor, donde estaban sentados los Legados en su trono alto, ante los cuales se puso el Rey descaperuzado y de pies, y en voz alta conforme a la cédula que se le dio en escrito, con muchas lágrimas y arrepentimiento de corazón confesó su crimen y detestable pecado, que contra el Obispo cometiera: y hecha su detestación del, pidió con lágrimas la absolución. Satisfechos los Legados de la humildad y verdadera contrición de ánimo con que el Rey la pedía, luego en la forma que la santa madre Yglesia suele, le absolvieron de su crimen y exceso plenísimamente, y le restituyeron al gremio de ella: mandando quitar todas las censuras y entredicho de todos los Reynos, por esta causa puestos. Finalmente le fueron dados por penitencia y satisfacción del crimen tres cargos. El primero, que acabase de edificar con toda suntuosidad, conforme a la traza comenzada, el monasterio y convento de nuestra Señora de Benifaça, que está en el distrito de Tortosa a la montaña: el cual comenzó a fundar catorce años había, después de tomada Morella, en honor de la gloriosísima Madre de Dios, y acabado le dotase de CC marcos de plata cada un año para renta perpetua. El segundo, que el Espital para pobres peregrinos, con el templo y convento, que había comenzado a edificar fuera de los muros de la ciudad de Valencia, luego que fue tomada, so la invocación de nuestra Señora y sant Vicente mártir, lo acabase de labrar, y dotase de seiscientos marcos de plata cada un año perpetuamente: con cierto número de sacerdotes, que hiciesen allí el oficio divino, y administrasen los sacramentos a los pobres peregrinos. Lo último que fundase una capellanía en la iglesia mayor de Girona para un sacerdote, que perpetuamente asistiese en los oficios divinos de la iglesia, y rogase a Dios por el Rey. La cual penitencia aceptó y cumplió el Rey de muy buena gana, y hechas muchas gracias y mercedes a los Legados se despidió de ellos. No se hace ninguna mención en la historia del Rey ni otros, de la satisfacción y recompensa de la injuria hecha a la persona del Obispo: porque se cree, que como fuese muy viejo, sería ya muerto por este tiempo. La bulla de la absolución fue concedida por el dicho Pontífice Innocencio IV en Leó de Frácia a XV de Setiembre 1246 y del Pontificado año cuarto, la absolución se dio por los Legados a los XVI de Octubre del mismo año. Como lo atestiguan dos cartas del Rey para el Pontífice. La primera llevó el Obispo de Valencia cuando fue a Lyon por la absolución. La otra escribió, recibida la absolución con hacimiento de gracias por ella. Cuyas copias auténticas con todo el proceso de la absolución plenamente hecha los vimos y leímos sacadas del Archivo de dicho monasterio de Benifaçà, del orden de Císter (Cistel). Mas la causa porque nos pareció hacer tan larga y cumplida relación de todo esto fue por ocurrir la infamia pública del delito con otra fama pública así de la ocasión y fines que el Rey tuvo para cometerlo, como de la penitencia pública y larga satisfacción que por ello hizo, por lo cual fue plenísimamente absuelto. A fin que haciendo especial memoria de la absolución, quedase purgada del todo la impuesta infamia del delito, a ejemplo del santo David, que por ventura cometió mayor, o igual crimen, y por haberse arrepentido del, no solo alcanzó la gracia y misericordia de Dios, pero volvió en muy buena fama y opinión del pueblo: pues es cierto que en los delitos con la satisfacción de la pena, y absolución de la culpa, se borra cualquier infamia. En lo demás acerca del hecho, y causa de doña Teresa, no hallamos que en vida de la Reyna doña Violante pasase adelante con el negocio, ni que sus hijos don Iayme y don Pedro que tuvo del Rey hubiesen tratado antes con los de doña Violante, hasta después de muerta. Y así dejamos de contar lo que de nuevo se siguió en la causa, para el libro penúltimo de la historia.

Capítulo XXI. De los trabajos y angustias que la Reyna padeció con las pretensiones de doña Teresa, y como adoleció y murió, y del gran sentimiento que el Rey y Reynos hicieron por su muerte.

Por este mismo año, poco después que pasaron estas molestias de doña Teresa, estando la Reyna doña Violante en Barcelona aparejándose para seguir al Rey que había partido para Valencia, adoleció de una lenta calentura, por la cual le fue ordenado por los médicos que no se pusiese en camino. Empero arreciándosele (areziando se le) más el mal, con ser aun de mediana edad, comenzaron a desconfiar de su salud y vida, por hallarse tan quebrantada de trabajos, con tan continuos partos, y tristezas de alma que la tenían consumida: señaladamente por los rumores que andaban, que las cosas de doña Teresa iban prósperas en Roma, persuadiéndose que de esto habían de seguirle a sus hijos don Pedro y don Iayme grandes tribulaciones con pérdida de los estados. En fin traído su testamento que hizo en Huesca, por el cual heredaba a sus tres hijos don Pedro, don Jaime y don Sancho, del Condado de Possania que dejó en confianza al Rey de Hungría su hermano, encomendándose muy de veras y como católica Cristiana, que siempre fue, a Dios y a su bendita madre, recibidos a los sacramentos de la iglesia, pasó de esta vida a la bienaventuranza del cielo. Dejando muy grande lástima de si, y mayor para los que la perdían, por los favores y mercedes que de ella en vida recibieron. Porque realmente fue mujer valerosísima, muy gran sierva de Dios, y prudentísima, de muy reales y Cristianas virtudes adornada: y que tuvo en ella el Rey mujer cual desear podía, así en fecundidad con tantos y tan principales hijos que le parió: como por haberle sido continua compañera en sus trabajos, y fiel consejera en sus empresas: siguiéndole en todas las jornadas de paz y de guerra: pues ni su continua preñez, ni sus muchos partos (que fueron nueve en espacio de XV años) fueron parte para dejar de parir las más veces debajo los pabellones y tiendas del campo, en medio del gran ruido y estruendo de armas y atambores: y por eso fue dignísima que el Rey a ella y a sus hijos amase más tiernamente que a todos: como lo mostró, pues por ella prefirió sus hijos a los demás, y los dejó heredados de todos sus Reynos y señoríos. Luego que fue muerta todos los señores y barones del Reyno hicieron gran sentimiento de su muerte, y más la ciudad, por haber perdido una tan principal madre y señora. Y así muy cubierta de luto y dolorosa, le hizo las obsequias Reales que se le debían, con la mayor pompa y suntuosidad que jamás por ninguna otra Reyna se hicieron, acompañando su cuerpo al monasterio de Valbona de religiosas del orden de Cistel cerca de la ciudad de Lérida, donde ella se mandó sepultar. Sintió el Rey esta muerte amargísimamente, y le mandó hacer en Valencia las obsequias reales con mayor sentimiento y llantos de la ciudad que jamás se vio, y él estuvo muchos días por ello retirado.


Capítulo XXII. De los dos Moros que vinieron de la villa de Biar a convidar al Rey con el entrego de ella, y como fue allá, y se le defendieron, y determinó poner cerco sobre ella.

Hechas las obsequias de la Reyna, estando el Rey muy puesto en acabar la conquista del Reyno, que de tanto tiempo atrás había comenzado, quedando ya pocas tierras por conquistar dessotra parte de Xucar: por haberse ya metido en las villas de las montañas de la Contestania a vivir muchos Cristianos soldados viejos, con sus gobernadores que tenían el mando de ellas: llegaron al Rey dos Moros de buen arte, de los principales de la villa de Biar, que está en lo último del Reyno hacia lo de Murcia, frontero de Villena. La cual estaba muy bien cercada, y puesta con buena fortaleza en defensa. Estos dijeron que eran de los principales del pueblo, y tan ricos y emparentados que comprendían la mitad del. Los cuales se determinaron en que pues no había quien los defendiese, ni por los de Valencia, ni por los de Murcia, sería bien darse al Rey de Aragón que ya tenía casi todo el Reyno conquistado. Y confiando que los recibiría con los mismos pautos y conciertos que a los de Xatiua, vinieron enviados por la mayor parte del pueblo para suplicarle fuese a ellos. Fue el Rey contento de seguirlos, después de haber bien examinado el ser de estos, y hallado por relación de algunos moros de Valencia que los conocían, ser personas de suerte, y de los principales del pueblo. Y así partió luego para allá con alguna gente de a pie, y llegando a Xatiua tomó una buena banda de caballos, dejando orden en que de allí y de Valencia viniese más gente en su seguimiento. Llegando a medio camino envió a decir a los de Biar por uno de los dos que vinieron, como dentro dos días sería con ellos, reteniendo al otro como en rehenes, y para que los guiase. Mas luego que el Rey llegó a vista de la villa, descubrió mucha gente a las puertas de ella puesta en armas, más en son de pelear que de recibirle pacíficamente. Como vio esto, dejó al otro Moro que quedaba se fuese para ellos, a traer mejor respuesta que el primero, pero en llegando el Moro a ellos, a traer mejor respuesta que el primero, pero en llegando el Moro a ellos, con las puntas de las lanzas le dieron la entrada, ni permitieron que él, ni los Cristianos que se iban allegando tras él pasasen adelante. Maravillado el Rey de la novedad y engaño de los Moros, y perdida la esperanza del entrego sin armas: mandó asentar el Real hacia el camino de Moxente de otra parte del río. Donde se entretuvo tres días, aguardando lo que harían los Moros que le llamaron. Mas cuando vio era por demás el aguardar, mandó reconocer todos los sitios y puestos alrededor de la villa, y pasó su Real a un collado que estaba junto a ella y casi sobre la fortaleza, con solo un valle en medio. Allí hizo asentar el Real y plantar las máquinas y trabucos, con ánimo de no partir de allí sin tomar la fortaleza, y saquear la villa. Para esto aguardó que llegase la demás gente de a pie y de a caballo que dejó hecha en Valencia y Xatiua. Los cuales en ser llegados, comenzaron a escaramuzar con los de la villa que la hallaron estaba muy en orden y bien provista de gente de a caballo y armas. Porque como tuvieron nueva que el Rey venía sobre ellos, avisaron a los de Villena y Murcia, y les acudieron con quinientos jinetes, con ciento más que ya ellos tenían. Y con estos tomaron orgullo, y se salieron de lo que habían determinado antes que este socorro les viniese, cuando los dos Moros fueron al Rey.


Capítulo XXIII. Como dado el primer asalto por los Cristianos a la villa, salió tanta gente de a caballo contra ellos, que fue necesario retirarse al monte, mas continuando los asaltos se dio la villa con los conciertos de Xatiua.

Como por este tiempo que era en medio del invierno, arreciase el frío, y el ejército estuviese mal acomodado en el monte, determinó el Rey de acometer la tierra con mayor ímpetu, y dar uno y muchos asaltos a la fortaleza. Para esto plantó las máquinas en aquella parte del collado que la sobrepujaba y servía de caballero: y que toda la gente de a caballo anduviese por el valle como en defensa del monte. Además de esto hizo que alguna gente de a pie de noche de pocos en pocos, sin ser sentidos, subiesen al monte do estaba la fortaleza, a fin de que reconociesen los lugares más débiles, y menos fuertes de ella, y viesen las hendiduras (endeduras) y agujeros que las máquinas hacían para tentar la entrada por ellos, y también porque de lo alto descubriesen los lugares más convenientes para combatir la villa que estaba a las espaldas de la fortaleza. Pasada pues la media noche, a la segunda vela, mandó el Rey a los de a caballo discurrir por el valle, y a un mismo tiempo comenzar a combatir y disparar las máquinas contra la fortaleza, y la gente de a pie subir a ella para los efectos señalados. Empero luego que los Moros sintieron los tiros de las máquinas y trabucos, salieron de la villa los seiscientos caballos, y dieron con tanta furia sobre los nuestros que los turbaron y apretaron de manera, que les fue forzado con harto daño suyo retirarse al monte: y los de a pie que subieron al de la fortaleza, conocido el peligro en que estaban, valerse de la oscuridad y con no ser bien de día, echarse el monte abajo, y por diversas vías volver al Real. Mas tornando el Rey una y diversas veces a combatir la fortaleza, y hacer muchas arremetidas contra la villa, llegó a cansar con sus continuos rebatos los de dentro, no dejándoles reposar noche y día. Los cuales allende de esto, como se viesen impedidos para no entender en su ejercicio de las abejas, y cría de caballos, que eran sus principales granjerías, y sustento de la tierra: comenzaron a sentir la calamidad del cerco, y que se esperaba mayor de cada día, porque siempre iba creciendo el campo del Rey, y a ellos faltaban las vituallas y esperanza de socorro. Por donde la parcialidad de los dos Moros comenzó a alabar mucho la clemencia y benignidad del Rey, y cuan bien se había tratado con los de Xatiua, cuando se le entregaron, cumpliéndoles cuanto les prometiera. Con esto fue fácil persuadir al pueblo se entregasen para tomar asiento en sus cosas. Y como viniesen bien los más en rendirse, y lo notificasen al Alcayde que andaba reparando los grandes portillos y roturas de la fortaleza, luego envió los mismos dos moros, para que dijesen al Rey, que el pueblo de Biar estaba prompto para entregarse en sus manos, si los recibiese con el partido y conciertos que a los de Xatiua. Plació al Rey la demanda, y prometió de guardarles y cumplir todo cuanto en ella se contenía. Con esto le abrieron las puertas, y con grande aplauso de los Moros entró en la villa, y se apoderó de la fortaleza.


Capítulo XXIV. Como por ser la villa de Biar puesta en frontera, mandó el Rey fortificarla, y de la excelencia de la miel de ella, y como se apoderó de la villa de Castralla y se le rindieron todos los demás lugares del Reyno.

Tomada por el Rey la villa y fortaleza de Biar, y con ella dado fin a la conquista del Reyno de Valencia, por ser la postrera plaza y tan frontera al Reyno de Murcia, entendió con brevedad en reparar y fortificar muy bien su fortaleza, y para esto subió en persona a verla (vella) y reconocerla. Donde se holgó mucho de ver una espaciosa y extensa (estendida) vista de tan fértil y bien cultivada campaña, por la parte que se extiende hacia Villena y Reyno de Murcia, y mucho más cuando gustó del suavísimo licor (liquor) de la miel que allí se coge, de la cual hace el pueblo muy grande granjería. Pues allende de la mucha copiosidad (copia), es por su excelencia, entre todas las mieles la más rara y singular del mundo, y que se halla haber sido antiguamente conocida, y alabada por los Romanos, y tuvo fama entre ellos. Porque es de su color blanca, y en los vasos de barro se aprieta de manera que si pasa la mar, o a tierras frías, en color y sabor representa un propio azúcar, y casi se deshace en polvos. De ahí se tiene por cierto que antiguamente los Romanos llamaron a este pueblo Apiarium que significa Abejar, o lugar de Abejas, de donde el vulgo le llama Biar. Dejó pues el Rey muchas armas y guarnición de soldados viejos en la fortaleza, y mandó despedir toda la caballería que había venido en ayuda de la villa, y acabados de poner en limpio los conciertos y pactos hechos, se partió la vuelta de Valencia, pasando por la villa de Castralla pueblo grande y bien puesto en defensa, cercano a Biar. Del cual le pareció que por ser de gente belicosa, sería bien ganarle para ayuda de los de Biar, por estar los dos en frontera. Y así vino en poder del Rey, no por buena guerra, sino por liberalidad y servicio que de la villa le hizo don Ximen Pérez de Arenos, que allí se hallaba, yerno y heredero de Zeyt Abuzeyt, de quien fue Castralla. Lo cual tuvo el Rey en mucho, y prometió darle la recompensa dentro del mismo Reyno: de esta manera que se hizo trueque de ella con los lugares de Chestal campo, y villa Marchant ribera del Guadalaviar, poco más arriba de la ciudad de Valencia. De ahí quedó Castralla por el Rey, en la cual también puso gente de guarnición por ser frontera como Biar. Finalmente como todos los demás pueblos del Reyno que no fueron combatidos, de Xucar a delante, entendieron que el Rey era ya señor, y se había apoderado de Xatiua y Biar, luego se le entregaron todos desde Xucar hasta el Reyno de Murcia, con los mismos conciertos y partidos que los de Xatiua. De esta manera la conquista de todo el Reyno se acabó felicísimamente, con la constancia, prudencia, armas y buena industria de este sapientísimo Rey, sojuzgando debajo un Reyno, las tres regiones. La de los Contestanos que toman desde Xucar hasta el Reyno de Murcia: la de los Edetanos, desde Xucar la vuelta del Septentrión, hasta el río Idubeda, dicho Millàs, y la de los Ilergaones, del mismo Millas, hasta los límites de Cataluña.

Fin del libro décimo cuarto.