Mostrando las entradas para la consulta Castellón ordenadas por fecha. Ordenar por relevancia Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas para la consulta Castellón ordenadas por fecha. Ordenar por relevancia Mostrar todas las entradas

jueves, 14 de marzo de 2019

Libro XIX

Libro XIX.

Capítulo primero. Como partió el Rey para el Concilio a la ciudad de Leon de Francia, cuyo asiento y excelencias se describen.


Como el Rey fuese de nuevo rogado por cartas del sumo Pontífice abreviase su venida para el Concilio de Leon, a donde ya era llegado con los Cardenales y toda la corte de Roma, y por esto muchos de los Obispos Abades y Priores de España que estaban convocados para él, aguardasen en Barcelona su partida por no perder la ocasión de tan alta compañía: diose toda la prisa que pudo hasta ponerse en camino, y llevando consigo algunos señores principales de los dos Reynos partió de Barcelona. Y pasando por Perpiñan, llegó a Mompeller, donde se detuvo ocho días, y recibido el servicio que la ciudad le hizo para ayuda de costa de su viaje, pasó adelante hasta llegar a Viana en el Delfinado villa muy principal por su hermoso templo y bien labrados edificios, y más por la vecindad del río Ródano, uno de los mayores de la Europa que le pasa por delante y estar ella a media jornada de la ciudad de Leon. Donde como entendió haber llegado el Rey, fueron luego a Viana los embajadores del Pontífice a rogarle se entretuviese en sant Saforin a tres leguas de Leon, porque no solo de los Prelados del Concilio y cortesanos del Papa: pero también por mandato del Rey Philipo su yerno había de ser el Senado y pueblo de Leon muy suntuosa y realmente recibido. Tuvo también cartas del mismo Philipo y de la Reyna su hija excusando su venida para bien hospedarle, por importantísimos negocios del Reyno, a causa de ciertos alborotos populares en la Picardia a los confines de Flandes, a los cuales había de hacer rostro con su persona, pero que la ciudad de Leon haría muy bien lo que debía, y le era mandado para todo servicio y regalo de su Real persona y de los suyos: como lo mostró muy bien en este recibimiento y entrada. Es Leon una de las más poderosas y bien pobladas ciudades de toda la Francia en el extremo de la Gallia céltica, hacia el oriente situada, la cual es de su propio sitio y asiento naturalmente fortificada. Porque tiene un monte al poniente con su alcázar fortísimo y muy puesto en defensa. De la otra parte al levante la cerca el Ródano que con su gran profundidad de aguas le defiende la entrada, pues no hay otra de la que hace una muy fuerte y hermosa puente de piedra. Está por todas partes no solo ceñida de muralla fortísima, pero también la atraviesa por medio el río Araris, que vulgarmente llaman la Sona, y viene de hacia el Septentrión del ducado de Borgoña, por el cual está de toda cosa abundantísimamente prouehida. Es este río muy grande y navegable y se junta al cabo de la ciudad con el Ródano: y así dicen que por el grande concurso de aguas el nombre de Leon está corrupto, y se llamó vulgarmente Leau que significa las aguas. De manera que la corriente de la Sona, en encontrar con la corriente del Ródano se vuelve tan lenta y mansa, y la hace como regolfar de arte, que realmente viene a ser tan navegable río arriba como río abajo. Pero puesto que parece que no se mueve el agua (como lo notó Iulio Cesar en sus comentarios) en el moler muestra bien su brava corriente. Por estas comodidades, así por la parte de arriba con las dos riberas: como por la oportunidad del mar Mediterráneo río abajo, es la ciudad muy fácil de proveer de toda cosa, y para el comercio de la mercaduría más acomodada de cuantas hay en toda la Francia. Además que por su propio campo, que es fertilísimo y bien cultivado, la ciudad tiene muy grande hartura de pan y vino, de carnes y volatería con la mucha cogida de cáñamo y lino. Lo cual ajuntado con el incomparable trato de la mercaduría, y expedición de ella, muestra que fue entonces Leon lo que ahora es, una de las más opulentas ciudades de la Europa. Como se vio por la experiencia, pues por todo el tiempo que duró el Concilio, que fue poco menos de dos años, pudo a la fin mantener con igual abundancia que al principio, al summo Pontífice y collegio de Cardenales con toda la Corte Romana, a los Patriarcas, Arzobispos y Obispos de toda la Cristiandad con su gente y familia, Abades, Generales, y Priores de todas las órdenes con los Embajadores de Príncipes y síndicos de todas las iglesias Catedrales. Finalmente el mismo Rey de Aragón, con otros muchos señores de la Francia, sin las demás gentes, que no solo por el Concilio general, mas aun por ver en él la persona del mismo Rey, movidos por su gran fama y renombre, acudieron de toda la Galia, Inglaterra, Italia, y Alemaña.
Capítulo II. De la solemnísima entrada y recibimiento del Rey en Leon, y como se vio con el Papa, y de las tres grandes cosas de que mucho se maravilló.


Como el Rey por orden del Papa se detuviese dos días en san Saphorin donde le tuvieron muy ricamente hospedado los de Leon, llegaron allí muchos señores de los grandes de Francia por mandato del Rey Philipo a visitarle y ofrecerle el mando y señorío de toda Francia y a poner en sus manos el absoluto tribunal de la justicia, de la cual se valió para librar a muchos de las cárceles y salvar la vida a algunos condenados a muerte, y perdonar a otros desterrados, que no había quien no perdonase a su contrario por complacer al Rey que con tanta benignidad se los rogaba. Llegado pues a una legua de Leon, encontró con un grande escuadrón de gente de a caballo armada muy a punto de guerra con sus caballos encubertados, y sus trompetas y añafiles: los cuales se dividieron e hicieron delante de él una bien concertada escaramuza que al Rey pareció muy bien, y fueron muy alabados por ella. Luego llegaron los del regimiento y Senado de Leon, y por su orden besaron las manos al Rey y fueron de él con grande afabilidad recibidos. Tras ellos llegaron todos los Prelados Arzobispos Obispos, y Obispos del Concilio con los Embajadores de los Príncipes Cristianos que asistían en él excepto los Cardenales. Al embocar una puente salieron gran muchedumbre de doncellas con sus dorados cabellos y guirnaldas puestas sobre ellos, danzando muy a compás y haciendo su acatamiento con cierto presente al Rey: cuya recompensa bastó para casar todas las doncellas pobres y huérfanas que se hallaron entre ellas. Al entrar de la puerta volvieron a salir los del regimiento, y le ofrecieron las llaves de la ciudad con muy graciosa ceremonia y entrado dentro halló al Arzobispo de Leon con toda su clerecía y religiones que le recibieron y prestaron la obediencia y ceremonia como a Rey jurado. De allí yendo por la ciudad que estaba toda entoldada riquísimamente con muchos arcos triunfales y otras invenciones adornada, causó en la gente grande admiración su presencia con tan extraña grandeza y tan bien proporcionada compostura de su persona, con su barba larga y de venerables canas esparcida, su aspecto y rostro, no solo suave y alegre, pero muy grave y lleno de majestad: iba sobre un grande y hermoso caballo blanco ricamente aderezado y él tan bien puesto en la silla que no le estorbaba la grandeza de su persona y años para seguir con todos sus miembros el compás de los corcobos y gentilezas que el caballo hacía, como aquel que por cincuenta años y más, con las armas a cuestas se había en ello bien ejercitado. De esto venía a decir la gente que cierto no era indigna su persona de la grande fama y renombre que de sus hechos y valor corría por todo el mundo. Con el mismo acompañamiento fue llevado hasta la iglesia mayor para dar gracias a nuestro Señor, como tenía de costumbre, y de allí pasó al palacio Pontifical donde apeado fue recibido por el colegio de los Cardenales y subió con ellos a la sala del Concilio donde estaba el Pontífice: el cual se levantó de su Silla y llegó a la puerta a recibirle, y el Rey se postró a sus pies y le besó el derecho, mas el Pontífice lo levantó y abrazó y bendijo muchas veces. Y luego para el día siguiente, para el cual se había publicado sesión del Concilio, fue con muy grande ceremonia convocado. Y pasada de pies alguna plática con el Pontífice, se despidió de él para irse a reposar ya noche: y fue llevado por los del regimiento y señores con infinito concurso de gente al palacio real de la ciudad y en él con todos los suyos aposentado y regalado como si fuera su propio Rey. El siguiente día por la mañana acudieron a palacio los mismos gobernadores y regidores de la ciudad, con los señores y grandes de Francia, y todos los Embajadores de los Reyes y Príncipes como el día antes, y lo acompañaron al palacio pontifical hasta dejarlo en la gran sala del Concilio. Le salieron a recibir a la puerta de palacio los Priores, Abades, Obispos, y Arzobispos, Patriarcas, y Cardenales por su orden hasta que subido a la sala y hecho su debido acatamiento al Pontífice le fue dado asiento por el maestro de ceremonias y puesta allí su silla la más propinca de todas a la Pontifical. Salidos fuera los señores con los del regimiento y los demás que le acompañaron, cerrada la puerta de la sala y vueltos a sentarse cada uno de los del Concilio por su orden: estuvo el Rey muy admirado de ver un tan principal y nunca por él visto espectáculo. Y hecha ante él la sesión que por aquel día fue breve, aunque con igual ceremonia que las otras: fue por el Pontífice preguntado qué le parecía de aquel tan bien ordenado ejército y real de Ecclesiásticos, a esto respondió el Rey, que de tres cosas quedaba sumamente maravillado. La primera de la persona y tan encumbrada majestad Pontifical. La segunda del espectáculo de tantos Cardenales vestidos de púrpura, como de muchos Reyes juntos. La tercera de la congregación de tantos prelados la mayor que nunca vido ni creyó. Porque (según él mismo refiere en su historia) entre Cardenales, Patriarcas, Arzobispos, Obispos, Abades, y Priores con los generales de las órdenes, pasaban de Quinientos. Mas porque fue este uno de los muy célebres Concilios que hubo en la iglesia de Dios, y para las mayores y más importantes cosas que se podían ofrecer, congregado en aquella ciudad, no será fuera de propósito de nuestra historia, si quiera por haberse hallado el Rey presente en él, contar brevemente la ocasión y causas que hubo para celebrarle: pues no fueron menos que para la reducción de la iglesia Griega, y hacer concordancia de ella con la Latina. Y más sobre la empresa y conquista de la tierra santa, con la admisión de los Tártaros a la fé Catholica.


Capítulo III. De las causas por que se congregó el Concilio, y de la gran embajada que el Emperador Paleologo envió a él con título de reducir la iglesia Griega a la obediencia de la Romana.


Como el valeroso capitán Miguel Paleologo, tuviese muy perseguida y oprimida la gente y familia de los Lascaras, a la cual de derecho pertenecía el Imperio de la Grecia, y hubiese echado de él a Baldouino Emperador, cuyos antepasados le poseyeron hasta Philipo su hijo que le había sucedido en él: para que más a su propósito pudiese, después de haber ya echado a Philipo, gozar tiránicamente del Imperio, y quitar de sobre si por mar y por tierra los ejércitos y armadas de Gregorio Pontífice, del Rey de Francia, y de Carlos de Anjou Rey de Nápoles, y de Sicilia el cual por haber casado con hija de Philipo había emprendido con más calor esta guerra contra Paleologo: usó de este admirable, perverso, y nunca visto artificio, mezclando la fé Griega con el color y achaque de religión, y de reducir la iglesia Griega a la obediencia de la Latina, siendo todo falso y fngido, con fin de engañar a todos por hacer su hecho como aquí se dirá: pues al fin sucedió en cruel y bien merecido azote de toda la Grecia. Porque cuanto a lo primero sobornó Paleologo a ciertos Príncipes del Imperio y Prelados más principales de la misma iglesia Griega, para que en nombre suyo fuesen a Roma con suntuosísima y muy pomposa embajada al sumo Pontífice Clemente IV, a notificarle, como prometía reducir la iglesia Griega, que de algún tiempo antes se había apartado de los sagrados Cánones e institutos de la iglesia católica Latina, y había degenerado de la verdadera religión de sus antepasados, a fin que conviniese en un mismo sentido y verdad con la sacrosanta iglesia Romana, y que en todo obedeciese a sus canónicos decretos y sanciones. Para certificación y seguridad de lo cual interponía su fé con la del Patriarca de Constantinopla, y de la de todos los demás Prelados Eclesiásticos y de los Príncipes y pueblos del Imperio: si se congregaba Concilio general para hacer en él pública profesión de todo lo propuesto. Y más para que entendiesen el fruto que de esta reducción había de nacer, se ofrecía de favorecer con todo su poder y fuerzas del Imperio la empresa de la tierra santa para la cual entendía se aparejaban los Príncipes de la iglesia Latina. Esta embajada y promesa del Emperador tan autorizada, oída en Roma, levantó en grande manera los ánimos del Pontífice y Cardenales con los de toda la iglesia Latina, para dar gracias a nuestro Señor, y suplicar trajese a perfección obra tan felizmente comenzada. Porque mayor beneficio y consuelo no se podía alcanzar por entonces, de que habiendo estado tantos años la iglesia Griega (siendo tan principal miembro del cuerpo místico de la universal iglesia) separada de la cabeza Romana, se volviese a juntar con ella. Por donde el Pontífice de parecer y común voto de todos los Cardenales, después de consultado con todos los Príncipes y Reyes Cristianos, publicó luego Concilio general para la ciudad de Leon en Francia. Pero antes de comenzarlo, ni partir de Roma para hallarse en él, quiso que esta profesión de la fé, que ante todas las cosas habían de hacer el Emperador con el estado Eclesiástico y pueblo de los Griegos, se notificase por escrito en forma y con las cláusulas que se requerían. Y así puso por expresa resolución y condición en este convenio, que para venir a tratar de esta reducción que los Embajadores pedían, lo primero que se había de hacer era, quitar todas las superfluas y contenciosas disputas de la religión: y que por los Griegos se hiciese una pura y expresa profesión de la fé, en la cual conviniesen todos, conforme a la fórmula que se enviaba. Juntamente con la santa admonición del Pontífice dirigida al Emperador Paleologo, la cual sacada de la bulla que sobresto se le escribió, vuelta en Romance dice de esta manera:


Capítulo IV. De la respuesta y exhortación que el Pontífice envió al Emperador y como por la muerte del Pontífice no pudo por entonces pasar la reduction adelante.


La purísima, certísima y solidísima verdad de la fé santa, que en todo cuadra con la doctrina Evangélica cual nos han dejado escrita y declarada los santos padres doctores de la iglesia, y tan confirmada con la definición y decretos de los sumos Pontífices en sus Concilios generales por ellos celebrados, decimos que por estas y otras causas no es cosa decente sujetarla a nueva disputa ni definición, ni someterla contra toda razón, a que se pueda dudar sobre ella. Y así, puesto que por la bula de la convocación del Concilio que se publicó antes, parezca que se da lugar a disputas, y dado que por vuestras letras imperiales habéis pedido que el Concilio se convocase dentro de vuestras tierras, nosotros no determinamos de convocar Concilio para reducir la sobredicha verdad a nueva definición y disputa, no porque nos espante el venir a ella ni porque recelemos que la santa iglesia Romana ha de ser suprimida por el gran saber de la Griega, sino porque sería cosa muy indecente y de perniciosísimo ejemplo, poner en disputa, como en duda, la verdad de la fé, pues la tenemos por tantos lugares de la sagrada escritura probada, por tantas autoridades y sentencias de doctores santos declarada, y finalmente por definición y decretos de los sumos Pontífices y de los sagrados Concilios confirmada. En cuya defensión, si necesario fuere, estamos aparejados a poner nuestra persona y miembros a cualquier suplicio y pena de martirio. Y así no determinamos por ahora ayudar a esta santa verdad con autoridades de la divina escritura, que se nos ofrecen muchas al propósito: sino que con verdadera simplicidad, pura y claramente explicada, os la enviamos: para que por vuestra Imperial persona y por vuestros súbditos sea enteramente creída y profesada.
Pero como en este medio que se enviaba esta exhortación juntamente con la forma y cédula de la profesión de la fé al Emperador Paleologo, muriese el Pontífice, paró este negocio, y de muchos días no se habló más en él, ni se comenzó el Concilio.




Capítulo V. Como Paleologo volvió a solicitar los Príncipes Cristianos porque se tuviese el Concilio, y congregado que fue por Gregorio Papa volvió a enviar sus embajadores, los cuales hicieron la profesión de la fé.


Visto por Paleologo que por la muerte del sumo Pontífice Clemente IV había parado su negocio y traza, y que su inica y secreta máquina en gran perjuicio suyo se deshacía, y sus adversarios a gran prisa entendían en su aparato de guerra para ir contra él, determinó de solicitar de nuevo a algunos Príncipes Cristianos (mucho antes que el Concilio se congregase) con diversas embajadas diciéndoles, como se maravillaba mucho de ellos, y del poco celo y cuidado que del servicio de Dios, y del aumento y honra de su iglesia tenían. Pues ofreciendo él tan grandes ocasiones para la reducción de la iglesia Griega, con todo su imperio, al gremio de la Latina, y habiendo para esto hecho sus embajadas a los Pontífices Romanos, a quien más este negocio tocaba, para que congregasen Concilio universal, a efecto de dar salida a una cosa tan deseada, y tan dedicada al servicio y honra de Dios y de su iglesia, se curaban tan poco de ello, y ni le daban la mano para proseguirla, ni solicitaban a los Pontífices para acabarla. Entre otros a quien dio parte de su queja fue al Rey Luys santo de Francia, poco antes que falleciese en la guerra y campo que tuvo sobre la ciudad de Túnez en África, cuya santidad de vida y celo Cristianísimo era por aquel tiempo muy celebrado (según en el libro XV habemos hecho mención de su vida y muerte) a este pues envió Paleologo embajada formada, rogándole, con encarecimiento, no dejase de favorecer esta su empresa, y reducción de la iglesia Griega, la cual pues tan felizmente había comenzado a tratarse por el Pontífice Clemente IV y por su muerte paraba el negocio que en todo caso exhortasen al nuevo Pontífice para que lo pasase adelante. Que de cobrar esta oveja perdida se serviría más nuestro Señor que de ir a buscar las que no son suyas. Por donde el buen Rey percibiendo las palabras que eran muy santas, y creyendo que la intención de Paleologo conformaba con ellas, envió luego su embajador a los Cardenales, que por la sede vacante, y distensiones que había entre ellos, sobre la nueva elección, estaban por la mayor parte retirados en la ciudad de Viterbo a una jornada de Roma, rogándoles no perdiesen la oportunidad grande que se les ofrecía para el aumento de la universal iglesia con la reducción de la Griega, siendo el mismo Emperador de Grecia el que sobre ello tanto les solicitaba. Y así acabó con ellos que pasarían este negocio adelante por haberle ya felizmente comenzado el Papa Clemente por cuya muerte había parado. Para este efecto eligieron con mucha digencia personas muy doctas y de santa y moderada vida, las cuales reconociendo de nuevo las memorias y diligencias por Clemente hechas, y los términos a que había llegado este negocio: después de estar muy bien instruidos de todo, fueron por el sacro colegio enviados a Constantinopla al Emperador, para que en presencia de ellos, así por él, como por todos los prelados de la Grecia, se hiciese público y solemne acto de la profesión de la fé, conforme a la minuta o fórmula que en escrito había dejado trazada el mismo Pontífice, según que arriba se ha referido. Pues como luego después de partidos estos fuese electo Pontífice Gregorio X, volvió a convocar el Concilio para la misma ciudad de Leon, del cual hablamos. Y así viendo la mucha constancia de Paleologo que en estos negocios mostraba, entendió en procurar muy de veras se hiciesen treguas por algunos años entre Philipo y Carlos Rey de Nápoles y Sicilia, con el Emperador Paleologo, las que él tanto deseaba, por echar fuera el armada y ejército de Sicilia, que andaba ya por el Archipiélago, y comenzaba a poner en estrecho las tierras del Imperio. De manera que pudo tanto la exhortación y persuasión del Papa Gregorio con Philipo y Carlos, que mandaron retirar su ejército y armada de Grecia por tiempo de un año. Entendido esto por Paleologo, con la seguridad de las treguas llevó adelante su entretenimiento: y envió cuatro embajadores de los más principales señores de la Grecia, personas de muy gran cuenta y autoridad, al Concilio de Leon, donde congregados ya todos los llamados por el Pontífice, comenzaba a celebrarse. Llegados estos fueron muy principalmente recibidos del Papa y Cardenales, y de todo el Concilio. Y luego uno de ellos, así en nombre del Emperador, como de Andronico su hijo y sucesor del Imperio, como de XXVI iglesias Metropolitanas Arzobispales sujetas al Patriarca de Constantinopla, con infinitas otras sufraganeas catedrales, y de todo el orden y estado Eclesiástico de la Grecia, abjuró públicamente en medio de todo el Concilio, la Cisma (Schisma), palabra por palabra, conforme a la fórmula escrita que el Papa Clemente ya antes les envió, de esta manera.
Yo Gregorio Acropolita, y gran Logotheta, embaxador de nuestro señor el Emperador de la Grecia, Miguel Angeli Príncipe de Commini Paleologo, teniendo poderes suyos suficientes para esto, abjuro todo Schisma, y la suscrita verdad de la fé según que cumplidamente se ha leído, fielmente reconozco, y confieso en nombre del dicho nuestro Emperador y señor, ser la verdadera santa católica y recta fé, y por tal la acepto, y de corazón y boca la profeso: según que verdadera y fielmente la tiene, enseña y profesa la sacro santa yglesia Romana. Así prometo que el dicho Emperador inviolablemente la guardará, y que en ningún tiempo se apartará: ni en modo ninguno declinará, ni discrepará de ella. También, según en la dicha escritura se contiene, en nombre suyo y mío, y de las iglesias de la Grecia confieso, reconozco, y acepto por supremo de todos el Primado de la sacrosanta iglesia Romana, para mayor obediencia de ella, y que el dicho señor nuestro observará todo lo dicho, así en lo que toca a la verdad de la fé, como en reconocer por supremo al primado de la iglesia Romana, y que hará siempre bueno este su reconocimiento, aceptación, y observancia perseverando en ello, y jurándolo corporalmente en su alma y la mía lo prometo y confirmo. Así Dios a él y a mí ayude, y estos santos Evangelios. Añadió el embajador, a lo profesado, el pío y grande ánimo que el Emperador su señor tenía, para que acabada la reducción de la iglesia Griega, se entendiese en la conquista de la tierra santa de Hierusalé: para lo cual ofrecía de valer con todo su poder y fuerzas del Imperio, siempre que por los Príncipes, o Reyes de la iglesia Latina fuese comenzada la empresa. Oída la pública profesión hecha por los embajadores de Paleologo, juntamente con la larga y magnífica promesa para la conquista de la tierra santa, fue por el Papa y todo el Concilio muy alabada y bien recibida esta embajada. A esta sazón ya después de hecha la abjuración, hizo su entrada en la ciudad de Leon y en el Concilio nuestro Rey, como está dicho. Mas porque se entienda lo que adelante pasó acerca del Concilio, con las engañosas máquinas de que usó Paleologo para hacer su hecho, sin que se efectuase cosa de lo que había prometido, contaremos en el capítulo siguiente el sucesso y fin infelice de la comenzada reducción de los Griegos.





Capítulo VI. De la abiuracion personal que hizo Paleologo, y de las excesivas demandas que propuso, y que por no poderlas cumplir el Concilio se salió de lo prometido, y de la abjuración hecha por los Tártaros.


Después de haber hecho los embajadores de Paleologo la abjuración y profesión de la fé arriba puesta, tuvo su primera sesión el Concilio. Y se determinó en ella, que no bastaba la profesión hecha por los embajadores para asegurar al sacro Concilio del verdadero propósito y ánimo del Emperador Paleologo que por eso requerían que el mismo Emperador y su hijo y sucesor Andronico, la hiciesen de nuevo por si mismos, y de su propia boca la profesase. De lo cual avisado Paleologo, vino bien en ello, por llevar más su disimulación adelante, y gozar de las treguas hechas con sus enemigos. Y así no en el Concilio, como algunos autores dicen (porque nunca vino a él ni estaba tan confirmado en el imperio, que osase apartarse de él) sino en Constantinopla públicamente, y en presencia de los embajadores que sobre esto le envió el Papa, y de los prelados Griegos, hizo la abjuración con aquellas mismas palabras que su embajador la había hecho en el Concilio, y también confirmó la promesa por él hecha para la empresa de la tierra santa. Como después abjurasen los prelados con todo el estado Eclesiástico, solo el Patriarca de Constantinopla no quiso abjurar: puesto que se dice por algunos, que abjuró después. Hecha por el Emperador y los demás la abjuración, con el cumplimiento que dicho habemos, luego envió a proponer ante el Papa y Concilio una muy terrible demanda y requerimiento, con expreso protesto que si no se lo otorgaban y ofrecían de mandar tener y cumplir, haría lo contrario de lo que había abjurado y prometido. El cual fue que antes que se acabasen las treguas que tenía firmadas por un año con Philippo, y Balduino su hijo, y con Carlos Rey de Sicilia, se obligase el Papa a recabarle perpetua y universal paz con los dichos, y con todos los Príncipes Cristianos de la iglesia Latina, a fin que con toda libertad gozase de su imperio, y pudiese acabar los dos negocios tan importantes que había prometido de la reducción de la iglesia Griega, y conquista de la tierra santa: donde no, que se apartaba de todo. Como el Papa oyó esta demanda, in pleno Concilio, la cual era imposible cumplir: porque ya antes lo había procurado de alcanzar, y aunque en los demás Príncipes Cristianos se hallaba facilidad, pero en Philipo y Balduino, no había remedio de acabarse conoció el inicuo y doblado ánimo de Paleologo, y descubrió su dañado intento y fingida religión, que no tiraba a otro que atar las manos a sus enemigos para más establecerse en el imperio y permanecer en su tiranía. Y así con la proteruia y renitencia del Patriarca de Constantinopla, y falsedad del Emperador volvió la tierra y nación Griega a su antiguo ingenio y naturaleza, revocando todas las promesas y sumisiones que en el Concilio ante el Papa, y en Constantinopla con su Emperador y prelados había hecho. De donde envuelta de nuevo en los errores de su inueterada malicia, y en los torpísimos (turpissimos) vicios de la concupiscencia, permitió Dios que con el tiempo se acabase de perder, juntamente con la estirpe y prosapia de los Paleologos, y con ellos el imperio de la Grecia entrase so el impío yugo, y cruel servidumbre de los pérfidos Mahometicos, debajo de la cual vemos, siglos ha, que vive miserablemente. Por este tiempo antes que el Concilio se concluyese, vinieron a él algunos principales hombres de la Tartaria. Los cuales delante del Pontífice, y de todos los padres del sacro Concilio de parte de su nación y suya abjuraron sus errores en la forma que se les dio y profesaron la verdadera fé Cristiana, y con gran contento y alegría de todos recibieron el agua del santo bautismo (baptismo).




Capítulo VII. Como se trató en el Concilio con el Rey sobre la conquista de Jerusalén, y lo que ofreció para ella, y como se confesó con el Papa, y de la penitencia que le dio, y por qué no quiso coronarlo Rey.


Volviendo pues a nuestra historia, como el Rey hubiese llegado al Concilio, antes que la mala intención y ánimo de Paleologo fuese descubierto, y se tratase de la conquista de la tierra santa, y guerra contra Turcos que se habían apoderado de ella, por las grandes ofertas que Paleologo hacía para proseguirla, y también el Emperador de los Tártaros, como sus embajadores que allí estaban y se bautizaron lo ofrecían: también el Rey por su parte prometió de estar a punto y en orden siempre que fuese llamado para seguir la empresa: como aquel que ya antes la había emprendido, y puesto por obra por si solo, si la tormenta (como está dicho) no se lo estorbara. Pues como sobre ello fuese consultado del Pontífice, dio en ello su parecer y consejo tal, que a todos pareció muy sano, y bueno, y añadió a lo dicho, que así viejo como era, no faltaría con su persona de acompañar al Pontífice, yendo personalmente a la conquista y le seguría con buen ejército. Y no yendo su Santidad enviaría mil caballos escogidísimos para la jornada, pagados por todo el tiempo que durase la guerra. Asimismo pues Dios le había puesto en parte donde pudiese gozar de tan deseada oportunidad, dijo determinaba confesar sus pecados al mismo pontífice por alcanzar su bendición y absolución generalísima. Pues como hincado de rodillas se hubiese confesado y fuese por el Pontífice plenísimamente absuelto, diole en señal de penitencia, dos cosas. La una que se apartase de lo malo, la otra que siguiese lo bueno, y en esto perseverase. Finalmente tratando ya de su partida, pidió al Pontífice que pues él no había hecho menos servicios a la sede Apostólica que todos sus antepasados, antes bien procurado con su vida y persona el aumento de la religión Cristiana, habiendo conquistado tres Reynos de Moros e introducido la fé de Cristo en ellos, le hiciese favor de darle las insignias y corona Real por sus sagradas manos. Respondió el Pontífice que las daría de muy buena gana, con que primero saliese de la obligación que por semejante negocio tenía puesta sobre sus Reynos, confirmando de nuevo el tributo que por el Rey don Pedro su padre les fue impuesto, cuando fue coronado Rey en Roma por el Pontífice Innocencio su predecesor, y ante todo pagase el tributo corrido de muchos años, que no se había pagado. Diciendo que era cosa muy indigna de la magnanimidad y conciencia de un tan alto Príncipe como él, defraudar de su derecho, y deuda a la santa sede Apostólica, que tan liberalmente honró a su padre con las insignias de majestad Real. Mas el Rey como esperase mayores gracias y retribución del Pontífice, por sus servicios hechos a la sede Apostólica (como arriba se ha dicho) y viese que sin tener cuenta con ellos aun le pedían el tributo de su padre: determinó más presto desistir de la demanda, que disminuir en nada la inmunidad y franqueza de sus Reynos. Solamente rogó al Pontífice por la libertad de don Enrique hermano del Rey de Castilla, a quien Carlos Rey de Nápoles y Sicilia tenía preso por negocios del mismo Pontífice, el cual prometió que lo haría.




Capítulo VIII. Como se despidió el Rey del Papa y volvió a Perpiñan, y de lo que pasó con el Vizconde de Cardona y de la guerra que el Príncipe movió contra don Fernán Sánchez su hermano, y otros.


Pasados XXII días después que el Rey entró en Leon y asistió en el Concilio sin concluir cosa alguna de las que trató, se despidió con mucha gracia del Papa y Cardenales y los demás de todo el Concilio, y haciendo particular agradecimiento al senado y pueblo de Leon por el magnífico y regalado servicio que le hicieron, se volvió a Perpiñan: donde de nuevo mandó notificar al Vizconde de Cardona, que por lo ya antes determinado le entregase la principal fortaleza de Cardona, dentro de cierto término donde no, entendiese que se la tomaría por fuerza de armas. Como entendieron esto los señores y barones de Cataluña, se congregaron en la villa de Solsona. Y porque el negocio era común y no menos tocaba a cada uno de ellos que al Vizconde, respondieron al edicto del Rey, que no solo al Vizconde pero a todos los señores y Barones de Cataluña tocaba defender la fortaleza de Cardona, que por eso le rogaban todos juntos tuviese por bien de no hacer esta fuerza, ni abusar de la tan probada y conocida fidelidad del Vizconde, y de todos ellos, para con su real persona. Entonces el Rey se vino a Barcelona a donde hizo publicar guerra contra el Vizconde y sus secuaces, con apellido que el Vizconde receptaba y defendía en sus propios lugares a Beltrán Canelian que había cometido un gravísimo crimen lesae magestatis, por haber muerto a Rodrigo de Castellet justicia de Aragón, sin tener cuenta con aquella poco menos que real dignidad del Reyno. Y así para mejor perseguir al Vizconde el Rey se pasó a la villa de Terraça, a donde luego fueron con él don Berenguer Almenara Vicario del Maestre del Hospital, y Mauniolio Castelauli, los cuales le rogaron que prorrogase el día del Plazo al Vizconde y los demás. Lo cual hizo el Rey de buena gana por contentarles. Pero como pasado el último término no compareciese ninguno, sino que iban alargando la venida de día en día, hasta que concertasen con don Fernán Sánchez hijo del Rey de rebelarse todos a un tiempo: entonces el Príncipe don Pedro movió guerra manifiesta contra todos los barones de Cataluña, y contra su hermano, que se había hecho cabeza y caudillo de ellos. Puesto que por entonces fue necesario disimular con ellos, por la nueva ocasión que se ofreció de la ida para Navarra, por la nueva que tuvo de la muerte de don Enrique Rey de ella.


Capítulo IX. De la muerte de don Enrique Rey de Navarra, y lo que se siguió de ella, y como fue el Príncipe don Pedro allá y de la plática que tuvo con los principales hombres de Navarra.


Tuvo el Rey nueva estando en Terraça como don Enrique Rey de Navarra era muerto y que a lo último de su vida, hizo testamento por el cual dejaba heredera del Reyno a doña Iuana única hija suya de edad de dos años la cual hubo de la hija de Roberto Conde de Artues (Artois) hermano del Rey Luys de Francia: y acabó con los Navarros la jurasen por sucesora. De manera que muerto don Enrique, como hubiese contienda entre los Navarros, los unos pedían que a doña Juana por su menor edad la encomendasen al Rey de Castilla, otros que la llevasen a Francia al Rey Felipe su tío: los más que se entregase al Rey de Aragón para que por tiempo casase con su nieto sucesor en los Reynos de la corona: y con esto se cumplirían las obligaciones del prohijamiento hechas por el Rey don Sancho, y el Reyno quedaría defendido, como hasta allí lo había sido siempre por los Aragoneses. Estando en esto la Reyna viuda, considerando que de estas contiendas se le podía seguir algún daño a su hija, determinó pasarse con ella en Francia a entretenerse con el Rey su tío. Por donde estando juntados los Navarros en la villa llamada la Puente de la Reyna, para tratar sobre el asiento y quietud de las cosas del Reyno, que estaba con la muerte del Rey, e ida de la Reyna con su hija alterado, vino el Príncipe don Pedro a Tarazona con buena parte de su ejército, y de allí envió sus embajadores a los congregados para notificarles, como venía por el Rey su padre a pedir el derecho del Reyno, que por la adopción y prohijamiento del Rey don Sancho hecho de consentimiento de todo el Reyno le pertenecía, sin otros más derechos que por los pactos y condiciones tratados entre el mismo Rey su padre y la Reyna doña Margarita mujer de Tibaldo y madre de Enrico se le había recrecido: y mucho más porque todas las veces que el Rey de Castilla hacía entradas en Navarra con fin de echar a doña Margarita y a Theobaldo del Reyno, acudiendo con su persona y ejército los defendía: en tanto que por valerles a ellos se olvidaba de su yerno el Rey de Castilla y lo echaba a punta de lanza de toda Navarra. También porque en estas defensas el Rey había gastado de su hacienda hasta sesenta mil marcos de plata: pero que ninguna otra cosa les pedía, sino que doña Juana hija del Rey Enrique casase con don Alonso su hijo y nieto del Rey que había de heredar todos sus Reynos.


Capítulo X. De la respuesta que dieron los Navarros al Príncipe don Pedro: y de la conjuración de don Sancho con otros de Aragón y Cataluña.


Oída la demanda del Príncipe don Pedro por los Navarros, habido acuerdo sobre ello, respondieron harto tibiamente, que ellos trabajarían cuanto en si fuese, casase doña Juana con don Alonso nieto del Rey. Y que si por ser ella tan niña, no podían doblar a ello la voluntad de su madre por haberse puesto debajo la potestad del Rey de Francia, a cuyo amparo madre e hija se habían recogido, procurarían casase con una sobrina del Rey Enrrico. Más adelante prometieron que por los gastos hechos en la defensa del Reyno le pagarían los sesenta mil marcos, y que más de treinta principales barones de Navarra, además de los procuradores y síndicos de las villas y ciudades reales se obligarían a cumplir lo sobredicho. Los cuales pactos y promesas fueron vanas y de ninguna fuerza, por la industria del Rey Philipo a quien luego la Reyna entregó las principales fortalezas de Navarra, y fue puesta en ellas buena guarnición de gente y armas, y también la niña sucesora antes de tiempo casada con el hijo del mismo Rey Philipo, y poco a poco vino de esta manera a apoderarse de todo el Reyno de Navarra. Sabido esto por don Pedro, le pareció disimular por entonces, y no hacer sentimiento de ello, antes agradeció mucho a los Navarros su buena voluntad y bien compuesta respuesta. Y teniendo aviso que los negocios de Cataluña se iban de cada día gastando, partió con prisa para salir al encuentro a la conjuración de don Sánchez su hermano con muchos otros contra el Rey y él, porque se conjuraron con él en Aragón casi todos los nobles, con muchos aficionados suyos que tenía en el pueblo: a quien también se allegaron los que en vida del Príncipe don Alonso le siguieron por estar todos estos mal no con el Rey, sino con don Pedro. Finalmente se rebelaron el Vizconde con la mayor parte de los Barones de los dos Reynos, a quien era muy pesado el nuevo dominio de don Pedro, y también la demasiada codicia del Rey, por enriquecerle y engrandecerle. Y porque (como todos decían) mostraba querer juntar con la corona real todas las villas, tierras, y estados de los señores y barones de los Reynos, de donde procedía el estar todos tan unidos y confederados en sus conjuraciones.




Capítulo XI. Que don Pedro fue sobre las tierras de don Sánchez y como los señores de Cataluña se apartaron del Rey, y que el Conde de Ampurias saqueó y quemó la villa de Figueres, y el Rey otorgó treguas para tratar de concierto.


No le espantaron a don Pedro las conjuraciones de Aragón y Cathaluña, y así para comenzar a dar por las cabezas determinó de ir con ejército formado a conquistar ciertas villas fuertes de don Sánchez las cuales con el ayuda y favor de don Pedro Cornel suegro de don Sánchez, que con sobrada afición seguía la parcialidad de su yerno, se pusieron en defensa. En este tiempo el Vizconde con don Vgo Conde de Ampurias, y casi todos los señores y barones de Cataluña se apartaron del servicio del Rey, y osaron conforme a la costumbre de la tierra, desafiarle. Pero al Rey, a quien no faltaba el servicio y favor de las ciudades y villas con todo el pueblo, y secreto socorro de algunos señores, además de su ejército bien fiel y formado, no se le daba mucho de ello. Con todo eso procuraba de venir a honestos partidos por excusarse de proceder con todo rigor contra ellos, como aquel que no ignoraba los inconvenientes y desatientos que de semejantes discordias suelen seguirse en los Reynos. Pero todavía perseveraron ellos en su mal propósito y dañada intención. Y como fuese mucho mayor la ira y rencor de los Catalanes contra don Pedro que contra su padre, después que el Conde de Ampurias acabó de fortificar su villa y fortaleza de Castellon junto a Ampurias y de tenerla muy bien avituallada y guarnecida de gente y armas, tomó algunas compañías de infantería y fuese para la villa de Figueres pueblo mediano de buen asiento a media jornada de Girona, el cual el Príncipe don Pedro preciaba mucho y era todo su regalo y recreación: y así para más ensancharlo y ennoblecerlo, había hecho venir gente de otras partes a vivir en él, concediéndoles muchas más libertades y franquezas que a ningún otro pueblo de Cataluña. Llegó pues el Conde con su gente y cercando el pueblo de improviso le entró y no hallando resistencia lo saqueó, y asoló la fortaleza hasta los cimientos, y no contento de eso le taló los campos. Finalmente dando lugar a la gente para que se fuese, mandó quemar todas las casas sin dejar una en toda la villa. Esto hizo el Conde con tanta celeridad y presteza, que con llegar ya el Rey a Girona, no fue a tiempo de poder defender la villa, ni para coger al Conde, porque luego con toda su gente se recogió en Castelló. Entre tanto que el Rey estaba en Girona, también Pedro Berga principal barón de Cataluña, de la manera que los otros, le envió sus cartas de desafío, y otros barones hicieron lo mismo. Porque, o lo desafiaron, o se apartaron de servirle, y así llegó Cataluña a estar toda en armas, con alborotos y confusión de toda la tierra. Lo mismo era en Aragón, y el mal iba poco a poco tomando fuerzas de cada día. Entendido esto por el Rey, se partió para Barcelona, donde el Obispo juntamente con el gran Maestre de Vcles, que allí se hallaba, viendo puesto el Reyno en tanta confusión y aparejo de perderse, se pusieron muy de propósito a entender en remediarlo, procurando de atraer a los señores y barones a nuevo trato en que todas las diferencias y pretensiones de ambas partes se dejasen al juicio y determinación de los Prelados, y de algunos barones menos apasionados para que juntamente las juzgasen con ellos. Le pareció esto al Rey bien, y dio comisión al Comendador de Montalbán, y a Vgon Mataplana Arcidiano de Vrgel, que en su nombre otorgasen treguas por tiempo de diez días al Vizconde y a Berga con sus secuaces, porque se entendiese en tratar de concierto.




Capítulo XII. Como en Aragón se rebelaron muchos de los señores y barones, y el Rey concibió ira mortal contra don Fernán Sánchez su hijo, el cual con otros enviaron a desafiar al Rey y de lo que respondió.


En tanto que en Barcelona se entendía en lo del concierto, llegaron al Rey cartas de Zaragoza con aviso que las cosas de Aragón llevaban el mismo camino que las de Cataluña: y que la tierra estaba toda en armas y parcialidades. Porque don Fernán Sánchez su hijo había juntado gente de guerra con muchos señores y barones que le hacían espaldas y favorecían su empresa. Y que su apellido ya no era por solo defender su persona de las manos de don Pedro su hermano, sino por ofenderle y perseguirle muy de veras: y que con esta querella se allegaban a él muchos que también se quejaban del Rey y le llamaban cruel y quebrantador de fueros y leyes, que no cumplía con ninguno lo que prometía. Sintió muy mucho el Rey ser notado e infamado de esto, y mucho más que su propio hijo fuese cabeza y receptador de los infamadores. Y así desde aquel punto que entendió tal, acabó de agotar de su pecho todo el amor paternal que le tenía como a hijo, y en su lugar le hinchió de muy justa ira y terrible odio y aborrecimiento. Por esto determinó de ser presto en Aragón, y convocar cortes para satisfacer en ellas con buenas razones a las quejas que de él había, antes de venir a las manos con los suyos. Pero como el término de las treguas se acabase, y se había de dar audiencia al Vizconde con los barones, fue necesario detenerse, y cometer a don Pedro las fuese a tener por él: y que se celebrasen dentro de los límites de Aragón, para que le pudiesen obligar a estar a juicio conforme a los fueros. De manera que el mismo día que se acababan las treguas otorgadas al Vizconde, despachó sus patentes y poderes para que don Pedro tuviese las cortes (la historia no dice dónde) y todas las quejas de don Fernán Sánchez y de los otros resolviese y echasen a un cabo los convocados, teniendo el Rey fin de pasar por lo que ellos ordenasen, solo que los Reynos se apaciguasen. Mas los negocios sucedieron muy al revés de lo que el Rey pensaba, porque don Fernán Sánchez con sus secuaces, se recelaban de cada día tanto de don Pedro (por lo cual tanto más determinaban perseguirle) que por esta causa se concertaron en enviar al Rey un gentil hombre Provenzal llamado Ramon Andres, para que en nombre de don Sancho, de Ferrench, Iordan, Pina, don Ximen de Vrrea, don Artal de Luna, y don Pedro Cornel principales señores de Aragón, propusiese ante él las quejas y agravios particulares que de él y de don Pedro tenían: y que en haber hecho la proposición, en nombre de todos se despidiese y apartase de su obediencia y mando. Pues como Ramon Andres despachado por todos llegase a Barcelona ante el Rey, y dada audiencia, públicamente en presencia de muchos declarase todas estas querellas, y concluyese con que si no le daba cumplida satisfacción de ellas, luego en nombre de sus principales se apartaría de él y de su obediencia y mando. Respondió el Rey muy cuerda y mansamente, que él nunca se apartaría de lo justo y razonable, puesto que podría fácilmente y con mucha razón, las quejas que de él tenían atribuirlas a cada uno de ellos. Mas como la principal de ellas era, porque él y don Pedro se encaraban contra la persona de don Fernán Sánchez al cual todos seguían, supiesen que no era sin justa causa, por la mucha culpa que don Fernán Sánchez en esto tenía. La cual había de cada día con nuevas ocasiones aumentado en tanta manera, que no solo le había incitado a muy justo y perpetuo odio contra él: pero aun a su hermano había provocado a mayor enemistad, por lo que en muchas maneras como enemigo mortal contra los dos había intentado. Por tanto les decía que en sus quejas, o estuviesen al juicio y deliberación de los Prelados y buenos hombres del Reyno, o por fuerza de armas se averiguasen todas sus diferencias: porque estaba tan aparejado para lo uno como para lo otro, y que en ninguna manera faltaría a si mismo. Como oyó esto Ramon, y no se le dio lugar para replicar, volvió a Zaragoza e hizo cumplida relación a Fernán Sánchez y a los demás, de todo lo que había pasado con el Rey.




Capítulo XIII. Como los de la parcialidad del Vizconde vinieron a pedir perdón al Rey, y que nombrase árbitros para sus diferencias, y los nombró, y como por la venida del Rey don Alonso celebró la fiesta de Navidad solemnísimamente.


En este medio que andaban las cosas del Rey y Reynos tan turbadas, el Obispo de Barcelona y el Maestre de Vcles (como arriba dijimos) procuraban por todas vías, en que antes que las cosas de Cataluña se revolviesen con las de Aragón y se doblasen los males, se concertase el Vizconde con el Rey, y se atajasen las diferencias. Y como el Rey partiese de Barcelona para Tarragona a recibir al Rey don Alonso su yerno con la Reyna su hija, que ya estaban en Villafranca de Panades a medio camino, don Ramon de Cardona, y Berenguer Puiguert con otros Barones de la parcialidad del Vizconde, vinieron al Rey a pedirle perdón con mucha humildad, y le rogaron muy de veras que nombrase jueces árbitros que juzgasen las diferencias de ambas partes. Agradó al Rey su demanda, y por que conociesen su benignidad y sana intención, y también el deseo que tenía de contentarles, les nombró por jueces árbitros al Arzobispo de Tarragona, y a los Obispos de Barcelona y Girona y al Abad de Fontfreda, con sus amigos y parientes de ellos don Ramon de Moncada, Pedro Verga, Ianfrido Rocaberti, y Pedro Cheralt, y así pasó adelante su camino. Y como le pidiesen del tiempo y lugar para juzgar de esto, respondió que en el mes de Março por quaresma, y asignó el lugar en Lérida, a donde por solo este negocio mandó convocar cortes, para que en presencia del Príncipe don Pedro se pronunciase la sentencia. De esta manera se quietaron por entonces las cosas de Cataluña: proveyendo nuestro Señor en que quando más se encendían las cosas de Aragón se apagasen y quietasen las de Cataluña, como lo merecían las buenas intenciones del Rey. El cual por la venida del Rey don Alonso y la Reyna su hija a Barcelona, celebró la fiesta de Navidad con mayor solemnidad que nunca, porque esta con la Pascua de Resurrección, y día de Santiago celebraba con muy grande regocijo y Christiandad: saliendo en público de púrpura y brocado, haciendo mercedes junto con muchas limosnas, asistiendo con mucha devoción a los oficios divinos, y convidando a comer a los Prelados y grandes del Reyno, donde quiera que se hallaba: sin eso mandaba adereçar y henchir los aparadores y mesas de riquísimas vajillas (baxillas) de oro y plata, y tener abiertas las puertas de palacio, y de sus recámaras para que entrase todo el pueblo con sus invenciones y fiestas, y todos se alegrasen y regocijasen con ver el rostro y tan graciosa presencia de su Rey y señor. El cual se comunicaba también con mucha afabilidad y humanidad con todos: por lo que entendía que no había cosa que tanto se ganase y conservase la voluntad y ánimo de los súbditos, como ver y contemplar la alegre cara y presencia de su Rey.




Capítulo XIV. Pone las causas de la venida del Rey don Alonso de Castilla, a verse con el Papa en la Guiayna.


Como el Rey y toda su corte estuviesen admirados de la repentina y tan improvisa venida de don Alonso Rey de Castilla con la Reyna su mujer, y deseasen mucho saber las causas de ella, y el Rey se las pidiese: serviría de respuesta, la breve relación que aquí haremos de lo que antes pasó para bien entenderlas. Y porque son varias y dignas de saber, no será fuera del caso el referirlas aquí con toda brevedad. Muerto el Emperador Federico, y convocados los electores del Imperio para hacer primero la elección de Rey de Romanos, viniendo a dividirse los votos en dos partes, la una que eligió a Richardo Conde de Cornubia y hermano del Rey Enrrico III de Inglaterra, procuró luego coronarle en la ciudad de Aquisgran donde se acostumbra recibir la primera corona del Imperio. La otra parte eligió a don Alonso X Rey de Castilla que también era descendiente de los duques de Sueuia. Por donde teniéndose cada uno de los elogios por verdadero Rey de Romanos, alegando sus causas y razones para ello: como a esta sazón muriese Richardo, todos los electores excepto el Rey de Bohemia volvieron a juntarse, y sin consultar, ni dar parte de lo que determinaban hacer, a don Alonso, eligieron a Rodolfo Conde de Aspurch, hombre de gran suerte y merecedor del Imperio: al cual luego coronaron en Aquisgran. Como entendió esto don Alonso, envió sus embajadores a Roma para requerir al Papa y Cardenales diesen por nula la elección de Rodolfo, y confirmasen la suya que fue primera. Y como en este medio se hubiese convocado el Concilio para Leon de Francia, por las causas al principio de este libro referidas, y el Papa Gregorio X, que le convocó viniese a él, envió nuevos embajadores para solicitar la misma causa. Entonces el Pontífice que estaba muy bien informado por las dos partes, después de haber muy bien consultado los mayores letrados de Italia y con los Cardenales y Prelados del Concilio, pronunció que la elección de Rodolfo, que últimamente se hizo de común voto de todos o de la mayor parte de los electores, no se podía anular ni invalidar, por haber sido legítima y canónicamente hecha, y por eso se había de preferir a la primera elección, como dudosa y litigiosa. Por lo cual volviéndose los embajadores de don Alonso con esta sentencia, luego el mismo Pontífice envió tras ellos por embajador a Fredulo Prior de Lunel, para que en todo caso procurase de sacar al Rey don Alonso de la pretensión del Imperio, y que apartándose de ella le ofreciese la décima parte de las rentas Eclesiásticas de Castilla por tiempo de tres años para ayuda de la guerra de Granada. Pero don Alonso no mirando que la sentencia del sumo Pontífice y de los Cardenales se había dado con tanto acuerdo y consejo, respondió harto flojamente, que tenía por buena la sentencia del Pontífice, pero que en ella no se había tenido cuenta con su honra, determinando una cosa de tanto peso con tanta facilidad y brevedad, y que sobre esto se vería muy presto con su Santedad en Mompeller, o en otro pueblo de la Proença. Con esta sola palabra que entendió el Papa de don Alonso, sin más consultar con él, aprobó con la autoridad del Concilio que para ello interpuso, la elección de Rodolfo, y la confirmó, y envió la bula áurea de esta confirmación a Alemaña al electo, y electores del Imperio. Esta tan prompta y repentina sentencia y determinación del Pontífice, sin haber sido de nuevo llamado ni oído sintió tan de veras don Alonso, y tomó tan recio, que aunque se le había pasado la ocasión por no haber acudido con tiempo para decir y alegar: determinó ir en persona a verse con el Pontífice, pareciéndole que con la presencia negociaría mejor, y que con su mucha ciencia (porque fue doctísimo en todo) espantaría al Concilio, y revocarían la sentencia dada contra él. Y así prosiguió su viaje, sin dejar bien asentadas las cosas de sus Reynos, ni apaciguados los grandes y Barones, por las diferencias que ellos entre si, y todos contra él tenían: ni tampoco dejando orden para las necesidades de la guerra, teniéndose ya por muy cierta la pasada de Abenjuceff Miramamolin Rey de Marruecos con mayor ejército que nunca se vio sobre el Andalucía (como en el siguiente libro se contará) pareciéndole que pus dexaua a don Fernando su hijo el mayor, aunque muy mozo, por general gobernador de sus Reynos quedaba todo a buen recaudo. Y con esto se puso en camino con la Reyna y don Manuel su hermano, y los demás Infantes pequeños: y así llegó de paso a verse con el Rey en Barcelona con quien pasó lo que hasta aquí se ha dicho.


Capítulo XV. De la muerte y sepultura de fray Ramon de Peñafort, y de su gran doctrina y santidad de vida.


Estando los dos Reyes en Barcelona, acaeció que el día de la Epiphania del Señor, murió fray Ramon de Peñafort tercer maestro general de la orden de santo Domingo. Este fue varón de tan grande ser, que no hubo en aquella era otro de mayor erudición y doctrina, ni de más entera santidad de vida y religión. El cual siendo de nación Catalan, y perirísimo en ambos derechos y Theologia, llegó a tanto su autoridad y favor con los sumos Pontífices de su tiempo que fue confesor del Papa Gregorio IX, también doctísimo, y fue por el hecho sumo Penitenciario. Por cuyo mandado emprendió la recopilación del libro y orden de las Decretales, que son el verdadero directorio y gobierno de la iglesia de Dios: y que no solo fue valentísimo defensor de la libertad Cristiana contra los judíos que en su tiempo la impugnaban y ponían en disputa: pero también perseguidor acérrimo de los herejes que en el mismo tiempo se levantaron por toda la Guiayna y parte de la España. De este confesaba el Rey que siguiendo su consejo y parecer, siempre le sucedieron bien sus empresas, y se libró de muchos inconvenientes y peligros, por los muchos avisos, con advertimientos y secretos que le descubría para la salud de su persona y ejército. Finalmente fue tan santo en la vida, que partido de ella para la gloria fue muy esclarecido en milagros. Tanto que a instancia de dos Concilios Tarraconenses, se pidió a los sumos Pontífices, que atentos sus milagros fuese canonizado por santo. Lo cual puesto que no se alcanzó, o por ventura se dilató para otra ocasión: es cierto que en nuestros tiempos Paulo III Pontífice en el año 1542, concedió a los frailes Dominicos de la Provincia de Aragón, viue vocis oraculo, que le venerasen con solemne ritu de santo, De suerte que se hallaron en sus obsequias Reyes y Príncipes con muchos señores de título y Prelados y pueblo infinito que concurrió a ellas.


Capítulo XVI. Que no siendo el Rey parte para estorbarlo, pasó don Alonso a verse con el Papa, y de cuan mal despachado se partió de él, y de lo que hizo vuelto a Toledo.


Hechas las obsequias de fran Ramón de Peñafort luego entendió el Rey don Alonso en despedirse del Rey para proseguir su camino a verse con el Pontífice en la Guiayna, de lo cual procuró mucho el Rey divertirle y estorbárselo, porque entendidas las causas de su empresa con las razones frívolas que alegaba para más abonarlas, todavía le parecía muy superfluo llegar a tratar más de ello con el Papa, por haber ya con todo el Concilio declarado contra él, y dada por nula su pretensión y demanda: y así quedó el Rey muy sentido de esto, y de que en tiempos de tantas revoluciones y alborotos como en Castilla había, y ser tan cierta la venida del Miramamolin con infinito ejército quedase tan desamparada. Pues como todavía insistiese el Rey en divertir a don Alonso de su viaje con muy buenas razones, poniéndole delante estos y mayores inconvenientes que se podrían seguir ausentándose de sus Reynos, y ningunas aprovechasen: porque él siempre abundaba de réplicas, y más razones por salir con la suya, le dejó ir a toda su voluntad, y envió a mandar a todos los pueblos por donde había de pasar hasta Mompeller, se le hiciese toda fiesta y recogimiento que a su propia persona, y aunque quiso detener en Barcelona a la Reyna doña Violante su hija no lo pudo acabar con él: que la quería llevar consigo hasta Leon: puesto que de paso la dejó en Perpiñan, como luego diremos. Causaron todos estos despropósitos el ingenio y terrible condición de don Alonso, que fue siempre en sus deliberaciones muy precipitado, y pertinaz en proseguirlas por hallarse más sobrado de ciencias que de consideración y asiento para el gobierno de sus Reynos. Y así no queriendo regirse por los avisos y consejos del Rey, porfió de pasar a tratar con el Papa, del cual no alcanzó cosa de cuantas le pidió, y dio mucho que decir de si a las gentes. De manera que partido de Barcelona llegó a Perpiñan donde le pareció dejar a la Reyna con sus hijos, y a don Manuel con ellos. De allí envió un embajador por notificar al Papa su llegada a la Guiayna, que le suplicaba mandase señalarle lugar y jornada donde pudiese besar el pie a su Santidad y haber audiencia para sus negocios: le fue respondido que le aguardase en la villa de Belcayre de la misma Guiayna y que en saber era llegado a ella sería luego con él. Con esto se partió luego don Alonso, y pasando por Narbona, fue allí por mandado del Papa por el Arzobispo espléndidamente aposentado. El cual acompañó con mucha gente de lustre hasta Belcayre, no lejos de Aviñón, y luego fue el Pontífice con él, a quien don Alonso besó el pie, y fue recibido de él con muy gran fiesta y alegría. Se detuvo allí don Alonso casi dos meses, sin que pudiese con sus razones doblar al Pontífice para revocar cosa de lo hecho y pronunciado cerca lo del Imperio. Y sin duda que debía don Alonso tomar aquello por pasatiempo, y gustar mucho de no tener más de un negocio, y que le sobrase ocio para entender en su ejercicio, y ordinario estudio de Astrología. Y aun es de creer que el Papa gustaría mucho de tan docta conversación pues se detuvo con él allí el tiempo que dicho habemos, hasta que le fue forzado volver al Concilio. Lo cual como entendió don Alonso, se resolvió en perdirle cuatro cosas. La primera que el Ducado de Sueuia, que por la muerte del Emperador Conrradino le pertenecía de derecho, y se lo había ocupado Rodolfo el electo competidor suyo, le fuese restituido. La segunda, que el derecho que tenía al Reyno de Navarra, que se lo había usurpado el Rey Philipo de Francia, reteniendo cabe si a doña Juana hija del Rey Enrique, y jurada Reyna, se le estableciese. La tercera, que don Enrique su hermano a quien el Rey Carlos de Sicilia tenía preso, fuese puesto en libertad. La postrera, que una gran suma de dinero que le debía el mismo Rey Carlos se la hiciese pagar. De todo lo propuesto, como de cosas que no tocaban al Pontífice, ni tenía porque poner mano en ellas, tuvo mal despacho don Alonso. De suerte que entendida con buenas razones la negativa del Pontífice, se despidió, y partió muy desabrido de él. Vuelto a Perpiñan se vino con la Reyna y sus hijos a Barcelona, donde se detuvo poco y se volvió para Castilla. Mas luego que entró en Toledo volvió a usar de las mismas insignias y sello de Emperador, o Rey de Romanos, que acostumbro después de ser electo, y con el mismo título Imperial también mandó divulgar todos los edictos, decretos, y fueros que hacía. De donde han pensado algunos, que de ahí le cupo a la ciudad y Reyno de Toledo tener por blasón y armas un Emperador con su corona y cetro Imperial, por haber sido uno de sus Reyes electo Rey de Romanos. Puesto que lo más cierto es que don Alonso VIII abuelo de este, dio estas armas a Toledo para significar que fue siempre esta ciudad el solio principal de los Reyes de España, y así fue llamada Imperial. Finalmente no contento don Alonso con esto de tratarse como Rey de Romanos, escribió a los Príncipes de Alemaña e Italia sus amigos, como determinaba de pasar adelante su demanda y derecho al Imperio, y que había de salir con ella. Como supo esto el Pontífice escribió al Arzobispo de Sevilla acabase con don Alonso dejase de gloriarse de cosas tan indignas de su autoridad y persona: y que si le complacía en esto, le concedería otra vez la décima de las rentas Ecclesiasticas de Castilla para la misma guerra de Granada por seis años. Con esta concesión cesó don Alonso entonces de proseguir su demanda y negocios del Imperio.




Capítulo XVII. Como se intimó al Rey la sentencia de Roma dada en favor de doña Teresa, y se apeló de ella, y de lo que por mandato del Papa dio a ella y a sus hijos.


Por este tiempo que ya el Rey entraba en años, pasando de los sesenta, y se hacía pesado para seguir las empresas, deseando dejar sus Reynos pacíficos, por heredar al Príncipe don Pedro, al cual amaba tanto que por él aborrecía a los demás hijos, determinó a solo él con el Infante don Iayme hijos de doña Violante, declarar por sus hijos legítimos y de legítimo matrimonio procreados, excluyendo a todos los otros y dándolos por bastardos e inhábiles para heredar. Y así se entendió luego, que por hacer esto bueno dejaría de condescender con la pretensión de doña Teresa Vidaure, de quien hemos hablado. La cual como poco antes hubiese alcanzado de la sede Apostólica sentencia en favor, con declaración que muerta doña Violante, casase el Rey con ella, tuvieron ánimo sus hijos don Iayme y don Pedro de hacerla intimar públicamente al Rey en la ciudad de Barcelona: lo cual no dejó de sentir mucho el Rey, y habido consejo sobre ello, determinó por justas y necesarias causas que concernían a la quietud y pacificación de sus Reynos, de apelarse de la sentencia, y suplicar de ella al sumo Pontífice. Por cuanto declarando por legítimos a los hijos de doña Theresa, se podía claramente seguir cruelísima discordia, y de ahí perniciosísima guerra de hermanos contra hermanos para total destrucción y pérdida de todos sus Reynos y señoríos: por haber de dar, a causa de esto, en bandos y parcialidades, y volver por cabezas a dividirse los Reynos, y apartarse de la unión y corona real. Y mucho más porque habiendo ya sido admitido y jurado Príncipe y sucesor en los Reynos don Pedro, y estar tan apoderado de ellos, había porque recelar de su valor y grandeza de ánimo, no dejaría de defender muy bien su parte, y morir, o hacer morir cualquier de sus hermanos que en su tan pacífica y confirmada posesión le tocase, y que ser esta razón, aunque universal, muy sana, y eficacísima, por evitar grandes y muy evidentes males, prevalecía a las demás en contrario, estando las cosas en los términos que estaban: y por esto se había de seguir, y tomar como de dos males el menor por mejor: pues a doña Teresa y a sus hijos les dejaba competente estado para vivir como señores. De manera que el Rey, o porque en conciencia supiese que doña Teresa no estaba tan adelante en su pretensión y derechos, como ella pensaba, interpuesta la apelación, difirió el negocio. Además que por las mismas razones le pareció no tener cuenta con el testamento que hizo antes en Mompeller, después de muerta doña Violante, por el cual declaraba ser legítimos los hijos de doña Teresa, pues a ellos y a ella por mandato del Pontífice, que también consideró los inconvenientes arriba dichos, había ya hecho donación de las baronías de Xerica en el Reyno de Valencia, y la de Ayerbe en el de Aragón, con otras villas y castillos, como en el siguiente libro se dirá. En lo demás solo contentó a doña Teresa, en que de allí delante, ni se casó más el Rey con otra mujer, puesto que se le ofrecían Princesas para ello, ni estorbó el respeto y honra que todos a doña Teresa hacían como a Reyna, y a los hijos acogió siempre en su familiaridad y jornadas de guerra.




Capítulo XVIII. Como el Vizconde y los de su parcialidad vinieron a las cortes de Lérida, y de lo que pasó en ellas, y que don Pedro fue con ejército contra don Fernán Sánchez.


Llegado el término de la cuaresma mediado Marzo, para cuando prometió el Rey a los del Vizconde que tendría cortes en Lérida para los dos Reynos, vinieron a ellas el Arzobispo de Tarragona, con los Obispos de Girona, Zaragoza, y Barcelona con muchos otros señores y barones de los dos Reynos, y los síndicos de las ciudades de Zaragoza, Calatayud, Huesca, Teruel, y Daroca. Llegó también el Rey con don Pedro a Lérida, y se aposentaron en la fortaleza de la ciudad. Los postreros de todos fueron el Vizconde de Cardona, y los Condes de Ampurias y de Pallàs, y don Fernán Sánchez, don Artal de Luna, don Pedro Cornel, y otros sus allegados. Los cuales llegando cerca de la ciudad, no quisieron entrar en ella, por no tenerse por seguros, y temerse del Rey y de don Pedro: por esto se recogieron en una aldea de Lérida llamada Corbin: ni fiaron del Rey, aunque les daba por salvo conducto su palabra. Enviaron estos sus embajadores a las cortes ya comenzadas, a Guillè Castelaulio, y a Guillen Rajadel, para que de parte y en nombre de todos requiriesen al Rey, que ante todas cosas, restituyese a don Fernán Sánchez su hijo todas las villas y castillos que don Pedro le había tomado por fuerza de armas. A lo cual satisfizo el Rey, tratándolos de alevosos y quebrantadores de fé, pues prometiendo él y humanándose a querer tratar por vía de compromiso todas las diferencias hubiesen debajo de esta fé desafiado a don Pedro, y tomadole ciertas villas suyas, las cuales tenía don Fernán Sánchez, y no se las restituía. Por donde declarando los árbitros de las Cortes, no ser legítima, ni conforme a derecho, la excepción puesta por los embajadores, y estos reclamando de la declaración, y juntamente apelando para cualquier otro juez superior, comenzaron a despedirse las cortes, y don Pedro se fue de la ciudad con buena parte del ejército, porque halló que don Fernán Sánchez rompió primero las treguas entre ellos hechas, perjudicando a sus vasallos, sin haberlas querido tener por firmes. De manera que despidiendo ya el Rey a los convocados, en nombre suyo y de don Pedro hizo avisar al Vizconde que las treguas hechas con él y los suyos de allí adelante las tuviese por deshechas. Y entendiendo muy de cierto que de don Fernán Sánchez nacía todo el daño que se le hacía, y era la causa de la rebelión del Vizconde y de los demás para no cumplir lo que le prometían, mandó a don Pedro que se metiese dentro de Aragón con el ejército, e hiciese guerra a fuego y a sangre a don Fernán Sánchez con todos sus amigos y valedores. Ordenó que Pedro Iordan de Pina con parte del ejército se pusiese en los confines de los dos Reynos, para acudir a cualquier necesidad y revuelta que de ambas partes se ofreciese: y él se quedó en Lérida, y luego envió a rogar a los concejos de las villas, y a los señores y barones que no habían entrado en la parcialidad de don Fernán Sánchez ni del Vizconde, le acudiesen con la gente a cada uno asignada para cierto día, porque determinaba hacer toda guerra contra los arriba dichos con los demás rebeldes.




Capítulo XIX. De lo que dijeron al Rey los buenos hombres de Lérida por estorbar la guerra contra don Fernán Sánchez y de los avisos que el Rey envió a don Pedro.


No faltaron algunos buenos y desapasionados hombres de Lérida, que viendo al Rey tan indignado y puesto en arruinar la persona de don Fernán Sánchez su propio hijo, movidos de un celo bueno, procuraron con vivas razones divertirle de tan cruel propósito: poniéndole al delante, que para el beneficio y conservación de los Reynos, y para que ellos tuviesen el respeto debido a los Reyes, era necesario más presto aumentar el número de los hijos, y dilatar la real estirpe y generación suya, que no disminuirla. Y que estando los hijos entre si diferentes, su propio oficio de padre era reconciliarlos y pacificarlos. Porque si el padre es el que los divide, y con tan horrible ejemplo siembra discordias entre ellos, qué harán los hermanos entre si, sino concebir común odio contra el padre? Qué hará aquella mala simiente, muerto el padre, sino producir entre los hermanos una miserable mies de cizaña? Por esto le suplicaban dejase de ser no menos cruel contra si mismo que contra sus hijos, enviándolos a ser verdugos los unos de los otros, y que la clemencia con que siempre había tratado con los extraños, usase ahora con los suyos: para que de este buen ejemplo de concordia naciese la universal paz para todos sus vasallos. Mas como el Rey tuviese el pecho muy llagado, y se le representasen de cada hora las justas causas que para perseguir a don Fernán Sánchez tenía, aprovecharon poco las buenas razones de los de Lérida: antes envió a mandar a don Pedro que lo persiguiese, y a las villas y castillos de sus amigos y valedores los saquease y asolase del todo, y a ninguno perdonase la vida: mas que llevase esta guerra con tanta celeridad y presteza, discurriendo de una en otra parte de manera que en el cerco de las villas y fortalezas no se detuviese mucho en un lugar, no pareciese que esperaba, sino que burlaba al enemigo. También le encargó que mandase luego por horas a doña María Ferrench madre de don Lope Ferrench uno de los mayores amigos de don Fernán Sánchez que se recogiese a Zaragoza, y su villa de Magallón la secuestrase en manos del Tesorero general del Reyno. También envió patentes con su sello y mano firmadas a las ciudades y villas de Aragón, mandando que a don Pedro le acudiesen con gente, armas y vituallas como a su propia persona: ni se puede encarecer con cuanto cuidado y solicitud procuraba pasase adelante esta guerra por vengarse de don Fernán Sánchez más que de todos los otros rebeldes.


Capítulo XX. Como don Pedro fue contra don Fernán Sánchez, y le cogió y mandó ahogar en el río Cinca, y del gran contento que el Rey tuvo de esta nueva, y causas para tenerla.


No se vio jamás de ningún capitán saliendo a dar batalla a los enemigos que tan animosamente exhortase a sus soldados por la victoria, cuanto el Rey y común padre animó en esta guerra al hijo contra el hijo y hermano. Puesto que había necesidad de pocas espuelas para don Pedro, que deseaba tintarse en la sangre de don Fernán Sánchez: y así fue que saliendo a visitar ciertos castillos suyos don Fernán Sánchez para poner en ellos gente de guarnición y armas, por defenderlos de don Pedro, teniendo nueva que venía con ejército formado contra sus tierras, y fuese avisado don Pedro de esta salida, y que venía al castillo de Antillon hacia el término de Monzón, hizo una emboscada de cien caballos ligeros por donde había de pasar don Fernán Sánchez: el cual de paso dio en mano de ellos, y se escapó a uña de caballo, metiéndose en otro castillo suyo llamado de Pomar: adonde llegó luego don Pedro con su gente y puso cerco sobre él, tomando todas las entradas y salidas: para luego ese otro día dar asalto y cogerle allí. Y así desconfiado don Fernán Sánchez de poderse defender (según lo cuenta Asclot) no habiendo lugar para escaparse: determinó por no venir a manos de don Pedro, salirse del castillo disfrazado. Y pa esto dijo a su escudero, ven acá, ármate con mis armas, y lleva mi divisa y caballo, y échate por medio del ejército como que huyes, y defiéndete cuanto pudieres, hasta que yo vestido como pastor pase por medio de ellos, y los burle. El escudero hizo lo que su señor le mandó, y en asomar fue luego cogido por los de don Pedro, y visto no ser él, fue compelido por tormentos a descubrir do quedaba su señor, del cual dijo le seguía a pie en hábito de pastor. Luego fueron en seguimiento de él, y descubierto fue preso y traido a don Pedro: el cual no le quiso ver: sino que preciando más de incurrir en fama de cruel, que no de piadoso con un tan impío y público enemigo suyo y de su común padre, de presto mandó cubrirle el rostro, y meterle dentro de un saco y echarle en el río Cinca, aguardando hasta que fuese ahogado. Sabido esto luego se rindieron todas sus villas y castillos a don Pedro. Pues como llegase la nueva de esta infeliz muerte al Rey, no se pudiera creer, si él mismo no lo relatara en su historia, como no solo no se dolió de ella, pero que se holgó y regocijó tanto, que con la grande ira que le tenía quedó naturaleza vencida, y el amor paternal con la impiedad y rebelión del hijo contra el Padre, del todo sobrepujado del odio su contrario. Quedó un hijo de don Fernán Sánchez y de doña Aldonça de Vrrea pequeño, llamado don Felipe Fernández, que después cobró todas las villas y lugares con toda la demás hacienda que fue del padre, del cual descienden la Ilustre familia de los Castros, que tomaron la denominación de la casa de Castro que hoy poseen en Aragón.

Capítulo XXI. Que sabida la muerte de don Fernán Sánchez el Vizconde y los suyos desafiaron al Rey, el cual fue sobre ellos, y los sojuzgó, y perdonó, y cómo juraron al Príncipe don Alonso nieto del Rey.


Venido el Rey, ya cortada una de las dos cabezas de la rebelión, se dio grande prisa por cortar la otra que era el Vizconde con el Conde de Ampurias. Estos fueron los que viendo lo sucedido en don Fernán Sánchez, de nuevo desafiaron al Rey públicamente. El cual tomando parte del ejército de don Pedro que le quedaba en Aragón, con la gente que el Infante don Iayme había hecho en el condado de Lampurdan y se entretenían en el cerco puesto sobre la Rocha villa muy fuerte del Conde de Ampurias, fue a juntarse con él, y comenzó a talar los campos y saquear las tierras del Condado. De donde fue a Perpiñan por más armas: y al tiempo que salía de él para dar sobre el Condado, le llegaron las compañías de infantería que había mandado hacer en Barcelona. Con estas puso cerco sobre la villa de Calbuz, a la cual mandó dar asalto, y aunque con algún daño de los suyos, a la postre fue tomada, y no solo saqueada pero también asolada del todo: por corresponder a lo que el Conde hizo en Figueras. De ahí a poco llegando de Barcelona el otro tercio del ejército con las galeras, puso cerco por mar sobre la fortaleza de Roda, que hoy llaman Rosas, puerto famosísimo que estaba muy fortificado de gente, y por estarse el Conde a la mira de lo que el Rey haría, se había retirado en otra villa suya llamada Castellón, que tenía muy bien proueyda de gente y armas para semejantes necesidades: a donde también se retiraron el Vizconde y Berga. Como fue de esto avisado el Rey, mandó alzar el cerco de Rosas, y marchar con todo el ejército para Castelló. Lo cual entendido por el Conde y Vizconde viendo cuan a las veras tomaba el Rey esta guerra, y que no pararía hasta cogerlos, por ejecutar su ira en ellos mejor que contra don Fernán Sánchez: tuvieron su acuerdo y determinaron de no provocarle a mayor ira contra si mismos. Pues había llegado a tal extremo que a su propio hijo no había perdonado: y siendo la culpa igual, la pena y castigo contra ellos como extraños sería doblada. Por donde de común parecer se vinieron todos a Rosas muy pacíficos antes que el Rey levantase el cerco. Y como tuviesen muy conocida su natural benignidad y Clemencia para con los que voluntariamente, y con humildad se le rendían, mayormente cuando se hacía libremente y sin condición alguna, se atrevieron a entrar en forma de paz por la tienda del Rey, y se le echaron a los pies, entregándosele a toda merced suya. Solo le rogaron que mandase convocar cortes en Lérida para Catalanes y Aragoneses, y se tratase de asentar de una todas cuantas diferencias había entre ellos, y que lo determinado por las Cortes fuese sentencia definitiva, sin más réplica, ni facultad de apelar de ella. Esto pareció bien al Rey, y las mandó luego publicar para la fiesta de todos Santos siguiente. Admirable magnanimidad con invencible paciencia de Rey: pues ni por mucho que los grandes y barones sus vasallos, con palabras falsas le burlaron, ni por lo que tomando armas contra él, y revolviéndole sus Reynos le ofendieron: ni por haberle obligado a poner su persona en trabajo y peligro de guerra para perseguirlos: no por eso quiso, cuando muy bien pudo, prenderlos y castigarlos: sino que preció más hacerles guerra con la razón y derecho, y con esto sojuzgarlos: de arte que los trajo poco a poco a su voluntad. Porque llegado el plazo de las cortes, hallando en ellas congregados al Vizconde y conde con algunos Prelados de Cataluña, y algunos señores y Barones con los Síndicos de las ciudades y villas Reales de los dos Reynos, y también con los de Valencia que seguían con el ejército al Rey, vinieron a tratar de sus diferencias: y puesto que no se concertaron del todo en el asiento de ellas: pero en proponer el Rey que don Alonso su nieto hijo del Príncipe don Pedro fuese declarado por sucesor en los Reynos y señoríos del Rey (fuera lo asignado al infante don Iayme) le aceptaron y juraron todos sin discrepar ninguno con mucho aplauso y contentamiento.


Fin del libro XIX.



Libro décimo quinto

Libro décimo quinto.

Capítulo primero. De lo mucho que el Rey sintió la muerte del Rey don Fernando de Castilla, y murmurando de esto los suyos, las vivas razones que dio para abonar su sentimiento.

Al tiempo que acabada la guerra y conquista del Reyno de Valencia el Rey se retiraba a la ciudad para entender en la ampliación y ornato de ella: le llegó nueva, como el Rey de castilla don Fernando el III, su consuegro, después de haber gloriosamente conquistado de los Moros e incorporado en sus Reynos la mayor parte de la Andalucía, habiendo adolecido de una recia calentura, era muerto de ella como un santo dentro de la ciudad de Sevilla. Sintió el Rey tan gravemente esta nueva, que luego se retiró a lo íntimo de palacio, y por algunos días no fue visto en público, pasándolos con mucho sentimiento y tristeza, por haber perdido, como él decía, un tan principal consuegro de quien tan buenas obras había recibido y a quien por sus maravillosas hazañas de valeroso y pío, había tenido santa envidia de continuo (cótino). Maravilláronse mucho de esto los criados y domésticos del Rey, señaladamente los capitanes que fueron y vinieron con él del Reyno de Murcia, y se habían hallado en la defensa de los extremos del Reyno de Valencia contra el Príncipe don Alonso hijo del muerto, para reprimir las entradas y daños que hacía en ellos. Y así murmuraban mucho del Rey porque se dolía tanto de la muerte de quien tan poco bien le hizo, o permitió que se le hiciese mal. Mayormente porque mientras durò la guerra y conquista de Valencia, con ser contra Moros, no solo no ayudó al Rey con gente y armas: pero se creyó que supo del secreto favor y socorro que el mismo don Alonso su hijo envió a los Moros de Xatiua, al tiempo que tenía el Rey puesto cerco sobre ellos: porque no era posible que ignorase el padre los acometimientos que el hijo hacía. Y así concluían su murmuración con decir, que quien pudiendo no vedaba, mandaba. Estas palabras fueron recitadas al Rey por los mismos de palacio, y por esto mandó luego llamar algunos de los que sobre esto más largo hablaron: a los cuales dio mano por ello, y les habló de esta manera. No puedo dejar de maravillarme mucho de vuestro poco saber y falta de discurso: pues del amor y amistad grande que yo he siempre tenido con el buen Rey don Fernando mi consuegro, juzgáis tan iniquamente, y tan al revés de lo que entre los dos ha pasado. Porque habiéndole yo amado como a mi propio hermano, y él a mí valido con su favor y armas en cuantas guerras he movido contra Moros, pensáis vosotros que mientras vivió me fue contrario. Mas porque descubráis como de lejos vuestro error con la lumbre de la razón, quiero yo ser ahora el fanal de ella: para que consideréis de este buen Rey, como las guerras y conquistas que llevó tan adelante en la Andalucía contra los Moros que estaban apoderados de ella, todas ellas me valieron y ayudaron grandemente para poder yo alcanzar las victorias y triunfos que gané de los Moros de Mallorca y Valencia. Porque mientras él entendió en ganar por fuerza de armas los dos tan poderosos reynos de Córdoba y Sevilla, y de tal manera perseguir a los de Granada con todo su poder, que los hizo arrinconar en su Reyno: no fue en esto gran parte para que la infinidad de enemigos Moros que habían de dar sobre nosotros, la entretuviese, y nos defendiese de ellos? No os parece que en ocuparlos, y divertirlos de acá, se ha habido con nosotros, de la manera que nosotros para con él? Pues con hacer guerra contra los de Mallorca y Valencia los entretuvimos de suerte, que ni por mar, ni por tierra pudieron valer, ni socorrer contra él a los del Andalucía? Porque quién duda de ellos, que si los dos no los ocupáramos allá y acá, que por su bien común, convirtieran sus odios particulares contra cualquier de nosotros: y que juntadas sus fuerzas debilitaran las nuestras, y del todo las postraran? Para que veáis claramente, como vino de la mano de Dios, que en un mismo tiempo juntamente emprendiésemos nuestras conquistas: él la de Córdoba (Cordoua) y Sevilla (Seuilla) y yo la de Mallorca y Valencia: no solo para echar de ellas la perversa secta de Mahoma, pero mucho más por introducir en ellas nuestra verdadera fé y religión Cristiana. Y pluguiese a Dios que mi yerno don Alonso su hijo y sucesor, heredase aquella buena intención y ánimo, aquella misma afición y diligencia que en perseguir los Moros su tan buen padre tuvo. Porque no dudo, que los dos juntos en voluntad y armas, seríamos parte para echarlos, y no dejar Moro en toda España. Por eso, habiéndonos Dios juntado a los dos en edad y costumbres, en una voluntad, y buenas intenciones, y con igual aparejo de armas encaminado nuestros ejércitos contra sus infieles enemigos, para que alcanzásemos tantas victorias de ellos: no queráis vosotros juzgar que habemos tenido formada enemistad entre los dos: antes: pensad de mí que he sido siempre envidioso imitador de su fama y gloria: y de él tened tal fé y crédito, que por las causas ya dichas, ha sido participante, y como autor de todos mis triunfos y victorias. Con esto os persuadiréis y creeréis muy de veras, que en mi vida he sentido cosa tanto como su muerte. Como los suyos oyeron al Rey estas palabras, concluidas con mucha pasión y sollozos, no solo se maravillaron muy mucho de su Cristianísimo razonamiento: pero considerando su grande equidad y modestia que guardaba en todas sus acciones, quedaron como pasmados de ver, que con tan gentil y cortesana plática, quisiese sus propias victorias y triunfos atribuirlos al rey don Fernando: habiéndole sido por si, o por los suyos, realmente contrario, y por tal tenido. Mas no contento con esto, mandó hacerle las obsequias con tanta pompa, trofeos, música, y alabanzas, como las hiciera por el propio Rey don Pedro su padre.


Capítulo II. Como el Rey envió a consolar al Príncipe don Alonso, y de la poca estima que hizo de los embajadores, y que tentó hacer divorcio con doña Violante, enviando a pedir la hija del Rey de Noruega por mujer, y otras cosas.

Hechas las obsequias del Rey don Fernando, envió el Rey sus embajadas a don Alonso su yerno, heredero universal y sucesor en los Reynos de Castilla y de León, y en los conquistados de la Andalucía: para consolarle por la muerte de tan buen padre y hermano como habían los dos perdido: prometiéndole de su parte todo el poder y fuerzas para valerle como a propio hijo en cuanto se le ofreciese: exhortándole mucho a que no dejase de proseguir la guerra tan prósperamente comenzada por su padre: porque en ser contra Moros no dejaría de hallarse siempre a su lado. Mas don Alonso aunque valeroso y belicoso, como fuese mozo vario y mudable, y de haberse dado tanto a los estudios y variedad de ciencias (como adelante diremos) no muy amigo de lo que convenía para el buen gobierno del Reyno, sino muy desapegado de negocios, tomó esta embajada muy al revés de lo que debiera: mostrando al parecer que se holgaba de los buenos advertimientos del Rey su suegro, siendo en lo demás muy corto de respuesta: diciendo que le hacía muchas gracias por tan buenos ofrecimientos como le hacía: y que en su lugar y caso haría la recompensa. Vueltos los embajadores, no quedó el Rey tan descontento de la corta respuesta de don Alonso, cuanto de lo que entendió del, que en verse heredado de tantos Reynos, luego se hizo con grande suntuosidad y pompa coronar Rey en Sevilla, intitulándose don Alonso el Christianísimo, y no se curó más de continuar la guerra contra los de Granada, que la pudiera muy bien acabar con el favor y ayuda del Rey su suegro, por hallarse entonces desocupado de la guerra de Valencia: antes por gozar del ocio de las letras, luego entendió en hacer treguas con el de Granada (no quedando ya otro Rey Moro en España) sin consultarlo primero con el Rey: y esto todo por el rencor que le tenía, de no haberle querido dar a Xatiua, y que vino a tanto, que tentó de repudiar a doña Violante su mujer, y so color de estéril, hacer divorcio con ella. Y así llegó el negocio a término que con gran diligencia envió sus embajadores al Rey de Noruega, pidiéndole por mujer a su hija la infanta Christina. Por esta causa se cree que en este tiempo comenzó a renovarse la guerra entre los dos Reyes en los confines de los Reynos de Valencia y Murcia con ejércitos formados de ambas partes, enviando al Rey un buen escuadrón de gente de a caballo y de a pie, para solo defender los términos del Reyno: donde por las entradas y cabalgadas que habían hecho en él los Castellanos, entraron e hicieron otras tantas en el Reyno de Murcia los del Rey. Pero como se pusiesen de por medio algunos Prelados y señores de Aragón y de Castilla, vinieron a parar los unos y los otros en este concierto y concordia. Que los daños, presas, y robos que los del un Reyno habían hecho en el otro se recompensasen, y que los términos y límites de la conquista, según las antiguas divisiones, de nuevo se amojonasen: y los derechos que cada uno sobre ellos tenían, se renovasen. Determinado esto, y hechas las revistas de los términos, y dejadas las guarniciones por los lugares convenientes a entrambas partes, cesó por entonces la guerra pública entre ellos, pero no el secreto odio y rencor que el de Castilla al Rey tenía.

Capítulo III. Como vino la hija del Rey de Noruega, y por hallarse preñada doña Violante, cesó el divorcio, y como casaron a la infanta con don Felippe hermano de don Alonso.

Por este tiempo que se hicieron las treguas, vino la Infanta Christina hija del Rey de Noruega, muy acompañada de los suyos para efectuar el casamiento prometido con el Rey don Alonso. Pero fue en vano su esperanza y venida, porque a ese tiempo se sirvió Dios que doña Violante la Reyna se hiciese preñada, y con esto se apartó don Alonso de hacer divorcio con ella. El cual hallándose muy confuso sobre lo que haría de doña Christina, no se dijese que había burlado de ella y de su padre, y de tan principales personas que de tan lejos habían venido con ella, determinó decir lo que pasaba. Como con la nueva preñez de la Reyna doña Violante cesaba la esterilidad que había de dar por causa para el divorcio: que se contentase de tomar en su lugar por marido a don Felippe su hermano segundo, Abad que entonces era de Valladolit, y electo Arzobispo de Sevilla, aunque sin ningunos órdenes. Comunicado esto con ella y con sus criados y compañía, a ninguno dio gusto el cambio, antes se sintieron tanto de ello, que dieron muy grandes voces, quejándose de la burla hecha a la Infanta su señora hija de un tan principal Rey, sobre la Real palabra de don Alonso, y con esto hinchieron todo el palacio de gritos, quejas, lloros, y lamentaciones conforme a su bárbara costumbre y meneos, y fueron tantos los extremos que sobre esto hicieron, que se hubieron de poner los Prelados y grandes del Reyno muy de propósito en quietarlos, prometiéndoles de parte del Rey, que daría un grande Principado y estado a don Felippe su hermano: y luego de presente le haría Adelantado de Galicia, y más que muriendo el Rey sin hijos, sin duda ninguna vendrían a heredar los hijos de doña Cristina todos los Reynos y estados de Castilla. Se apaciguaron con esta promesa la Infanta y los suyos: y hechas sus capitulaciones, casó Cristina con don Felipe, y se celebraron sus bodas en el palacio del Rey con toda la solemnidad y grandeza que por el mismo Rey se hiciera. De lo cual los criados con la demás gente que acompañaron a la Infanta quedaron muy contentos, y con las mercedes y joyas que el Rey les repartió se volvieron muy alegres y satisfechos a Noruega. Puesto que después con la mala condición y poca fé de don Alonso, ni a don Felipe se le dio el gobierno de Galicia, ni a la Infanta Cristina la honra y acatamiento Real que se le debía, ni aun lo necesario para su Real sustento. De donde nacieron grandes discordias entre don Felipe y el Rey, y se apartó de él, y se pasó al Rey de Navarra contrario del Rey su hermano, como se dirá más adelante.


Capítulo IV. De la muerte de Tibaldo Rey de Navarra, y que el Rey visitó a la Reyna viuda, y de los conciertos que hicieron, y como vino el Rey de Castilla sobre Navarra, y la defendió el Rey.

Estando el Rey en el camino de Valencia para Zaragoza, le dieron nueva que Tibaldo sobrino del Rey don Sancho, de quien hablamos antes que reinaba en Navarra, era muerto en Pamplona, ciudad principal y cabeza de aquel Reyno: dejando dos hijos pequeños Theobaldo y Enrrico con su madre la Reyna Margarita tutora (tudora) de ellos y gobernadora general del Reyno. Certificado de esta nueva el Rey, juntó algunos señores de título de Aragón, y con poca gente de a caballo se fue para Tudela a visitar a la Reyna, que estaba allí muy triste y desconsolada con sus dos hijos. La cual se consoló mucho con su venida, por estar ya muy determinada de poner a si y a sus hijos con todo el Reyno debajo su Real protección y tutela, para poderse defender del continuo adversario que tenían en el Rey de Castilla. Esto lo emprendió el Rey de muy buena gana. Y luego con la asistencia de don Alonso su hijo, y del Obispo de Tarazona, y muchos otros señores de Aragón y de Navarra, y de los Síndicos de las ciudades y villas Reales, el Rey, y la Reyna viuda hicieron entre si estos conciertos. Que Theobaldo heredero del Reyno tomase por mujer a doña Constanza (Gostáça), o a doña Sancha hijas del Rey, luego que fuesen de edad para casarse. Que el Rey diese todo su favor y ayuda a Theobaldo, y a la Reyna su madre contra el Rey de Castilla que siempre los perseguía por haber para si el Reyno de Navarra. Estos conciertos, no solo ellos, pero los prelados y señores de los Reynos con el mismo Príncipe don Alonso juntos, se obligaron con juramento solemne de guardarlos. Como el Rey con la Reyna viuda, y los conciertos que habían hecho, persuadiéndose que todo era por hacerle tiro, y en su menosprecio, mandó por toda Castilla pregonar guerra contra Navarra, y con grande ejército llegó a la frontera de ella, con ánimo de entrarse por toda ella como por su tierra, no solo para alzarse con el Reyno, pero aun para echar a la Reyna y a sus hijos fuera. Lo que sin duda pudiera muy bien hacer, si nuestro Rey no se lo impidiera, que luego le salió al encuentro con otro ejército no menos poderoso que el suyo. Porque temiéndose de esto, luego que partió de Zaragoza para Navarra, dejó secreto orden a las ciudades de Iaca, Huesca, y Zaragoza, pusiesen en orden su gente para cuando tuviesen segundo aviso. Y así se metieron muy en breve dentro de Navarra, y tras ellas, todas las demás villas de Aragón acudieron a defenderla. Quedaron los Castellanos tan maravillados de tan prompto y bien armado socorro, que hicieron treguas con el Rey, y se Vieron.


Capítulo V. Que el Príncipe don Alonso fue con el Rey a Barcelona, y aprobó las divisiones de tierras hechas a sus hermanos: y como volvió el de Castilla sobre Navarra, y el Rey volvió a defenderla.

Defendida Navarra y hechas treguas con el de Castilla, el Rey y el Príncipe don Alonso su hijo (que por entonces mostraban estar muy concordes) se fueron juntos a Barcelona, a donde congregados en palacio los Prelados y señores más principales del Reyno, con los Príncipes don Pedro y don Iayme, fue así que don Alonso en presencia de todos pública y solemnemente aprobó, sin excepción alguna, las donaciones y asignaciones hechas por el Rey, así del Principado de Cataluña, como del Reyno de Valencia, en favor de don Pedro y don Iayme sus hermanos, besando las manos al Rey, y abrazando con mucho amor a sus dos hermanos. Y con esto pareció haberse restituido en total gracia de ellos, y del Rey su padre. También tuvo por rato y grato lo que el Rey había decretado en la división de Lérida y su distrito, del Reyno de Aragón, que poco antes había sido dismembrada de Cataluña por las causas arriba dichas. Además de esto soltó a todos los señores y ciudades de Cataluña la fé que le había dado de guardar los primeros términos. Mas se obligó con juramento de tener por rato y firme todo lo prometido conforme a la costumbre y uso antiquísima del Reyno, que se hacía, atando el Rey muy fuerte los dedos pulgares al Príncipe. El cual con este solemne pacto y rito prendó su fé y palabra para siempre. Halláronse presentes a esto, y fueron testigos, los Prelados arriba dichos, y entre otros señores, Vgo Conde de Rosas, y don Ramon Folch Vizconde de Cardona, con otros nueve caballeros principales de Cataluña. Hecho esto, como entendiese el Rey que los Castellanos viéndole ausente con mayor ejército que antes movían guerra de nuevo contra Navarra, sin tener cuenta con los conciertos hechos, hizo su camino para allá, y habló con el Rey Theobaldo en la villa de Montagudo, donde renovaron su confederación y amistad contra qualesquier enemigos de los dos, o de cada uno dellos, y se dieron el uno al otro ciertas fortalezas en rehenes. De estos pactos y consideraciones el Rey no quiso excluir a otri que a Carlos de Anges Conde de la Provenza hermano del Rey de Francia, por lo que tocaba al Conde Berenguer su primo, que estaba excluido del Condado por rebelión de sus vasallos y el Carlos se le había entrado en el estado. Este mismo fue después Rey de Sicilia (como adelante diremos) y tuvo grandes guerras con el Príncipe don Pedro sobre el mismo Reyno, según en su historia se dice. Theobaldo eximió solamente al Rey de Francia y a sus hermanos. Los cuales conciertos algunos señores de Aragón que con el Rey se hallaron, y los principales de Navarra (Nauerra) prometieron guardar en cuanto les sería posible (ppssible). Y como los dos Reyes estuviesen muy determinados de salir contra los Castellanos, se siguió por buenos medios que firmaron treguas de nuevo con ellos, y con esto Navarra estuvo algunos años libre de guerra. Y el Rey se volvió al Reyno de Valencia.


Capítulo VI. Como se rebelaron los Moros de Valencia con el capitán Alazarch, del cual se cuenta la gran privanza que tuvo con el Rey, y de la traición que urdió.

Con la larga ausencia que el Rey hizo del Reyno de Valencia, andando metido en las cosas de Aragón y Cataluña, los Moros de Valencia que se le habían sujetado con condiciones que pudiesen vivir a su modo, y quedarse en la secta de Mahoma, no contentos con esto, como les fuese natural la infidelidad, descubrieron su malicia. Y viendo al Rey envuelto en guerras fuera de sus tierras, secretamente comenzaron a tomar armas y se alzaron contra él. Para esto tomaron por su caudillo y capitán a un Moro dicho Alazarch que tenía fama de muy valiente y diestro guerrero entre ellos, al cual poco antes el Rey había perpetuamente desterrado del Reyno, y se había pasado a los de Granada. De donde le hicieron venir, y llegado, se rebeló la mayor parte de la región de allende el Xucar contra el Rey. Era este Alazarch nacido de padre Africano y madre Granadina en los confines del Reyno de Murcia y criado allí mismo. Y aunque de color moreno, y rostro feroz, pero de buena y agraciada disposición, y muy diestro en las armas. Era en hacienda de mediano estado muy afable, porque no solo entendía y sabía muy bien la lengua Castellana como la propia Arauiga, pero era muy elocuente en las dos, y también muy astuto y disimulado: porque en la conquista del Reyno se juntó con el Rey, al cual con la familiaridad de la lengua prometió todo buen servicio y fidelidad: y fue creído: por haber muchas veces descubierto al Rey los secretos y desinos de los Moros, y por esto comunicaba también el Rey los suyos con él. Llegó a tanto la familiaridad, que el Rey muchas veces le persuadía se hiciese Cristiano que le haría grandes mercedes, a lo cual respondía el Moro sonriéndose, yo bien me haría Cristiano, si me diesen por mujer a la hermana de Carroz señor de Rebolledo. Era esta la más hermosa dama que en aquel tiempo se hallaba. Con esta privanza y conversación del Rey era tenido en mucho de toda la morisma: y entendiendo muy bien nuestros tratos y modo de pelear, y regir un campo, se había engreído mucho: y así imaginaba de cada día como haría un buen salto contra los Cristianos: como a la verdad lo hizo tan alto cuanto se podía, si le sucediera a su propósito. Porque faltó muy poco, por fiarse mucho el Rey del, de caer una vez en sus manos, y de los Moros. Y fue cuando los años antes andaba el Rey conquistando el val de Bayrén, yendo muy deseoso de tomar el castillo de Reguart, el cual estaba muy fuerte y enriscado, y abastecido de gente y armas, y le impedía el paso para entrar en lo más hondo del valle. Mas Alazarch que entendió este gran deseo del Rey, se vino para él, y prometió dar el castillo en sus manos, con que él mismo en persona viniese a la media noche con pocos a entrar en él, por no ser sentido de otros castillos cercanos al de Reguart, también porque así lo tenía concertado con el Alcayde de que era muy aficionado a su persona Real. El Rey creyéndole, se holgó mucho de esto, confiado de su larga familiaridad y amistad. Pues como llegase la hora, el Rey salió con los XXV de a caballo, enviando delante otros tantos escuderos hacia el castillo. Luego que Alazarch sintió venir gente, pensando que el Rey sería con los delanteros, salió de la celada que tenía puesta junto al castillo en tres partes, con trescientos Moros: y con grandes alaridos, y estruendo de trompetas y atambores, arremetió para los escuderos, y tomándoles en medio sin matar ninguno, mientras buscaban entre ellos con gran contento al Rey, que venía más atrás y se escapó de ellos, tuvo lugar para retirarse a los suyos que le seguían de lejos con todo el cuerpo de guardia. Con esto quedó Alazarch burlado con muchas pérdidas acuestas, de la familiaridad y favores del Rey, y de la opinión de los Moros, y también de la tierra, porque tuvo necesidad de salirse de ella a más que de paso. Y así fue, que el día siguiente, considerando él mismo, que el Rey no desearía tanto tomar el castillo cuanto a él para hacerle pedazos por la traición usada, desamparó el castillo con toda su gente y se fue al Reyno de Murcia: y el Rey se entró luego en él y puso gente de guarnición. Desde entonces Alazarch se ausentó del todo de Valencia, y se entretuvo con los de Murcia y de Granda. Por eso fue luego condenado a muerte por el crimen Lesae Magistatis, o a destierro perpetuo de todos los Reynos de la corona de Aragón, y confiscados todos sus bienes. De manera que siendo como decíamos, Alazarch llamado para caudillo de los rebeldes, vino al Reyno, y tomó ciertas villas y castillos que estaban por los Cristianos en el val de Gallinera, no lejos del de Bayrén, donde tenía el Rey algunas guarniciones de gente de guardia. Pues como todo esto llegase a noticia del Rey, que por entonces residía en Calatayud, recogió su gente ordinaria de guerra, e hizo alguna más, y con ejército formado se vino para Burriana. Donde entendió como Alazarch había venido con muchos Moros a la villa de Penaguila, pueblo fuerte y de extraño sitio en las montañas de la Contestania, y que a medio día a escala vista había tentado de dar asalto a la fortaleza, o castillo de ella: pero que había sido valerosamente rebatido de los que estaban en guarnición dentro.

Capítulo XII. De la llegada del Rey a Valencia, y que entendida más en particular la rebelión de los Moros, determinó echarlos del Reyno a todos, y de las personas que mandó convocar para tratar de ello.

Entendiendo el Rey más por extenso el atrevido acometimiento del Capitán Alazarch sobre el castillo de Penaguila, partiose con gran presteza de Burriana, y llegó a Valencia. Donde informándose mejor de la conjuración de los Moros, y de los primeros que la comenzaron, y eran más culpados en ella: halló que dessotra parte de Xucar, casi todas las villas y castillos de aquella región, (excepto Xatiua y Alzira con algunas villas de las montañas, que ya eran de Cristianos) se habían rebelado muy a la descubierta: y tomado por su general y Caudillo a Alazarch, como está dicho, y que desta parte de Xucar algunos pueblos secretamente favorecían a los rebeldes, y aun ellos habían intentado de hacer lo mismo. Por esta tan manifiesta infidelidad, y poca seguridad que de los Moros se esperaba para con los Cristianos, y que mientras hubiese Moros en el Reyno, siempre habría (auria) rebelión y sobresaltos, por ser ellos casi infinitos, y los Cristianos pocos: propuso en su ánimo de echarlos a todos del Reyno: para que su tan pretendido fin de introducir en él la fé y religión de Cristo pudiese venir a efecto. Lo cual determinó de consultar primero con el Prelado y otros. Para esto mandó convocar los grandes y Barones del Reyno, y a todos los demás que en esto podían pretender interés, o perjuicio alguno. A don Andrés de Albalate Obispo de Valencia con los del estamento Ecclesiástico: a don Pedro Fernández de Azagra, don Pedro Cornel, don Guillem de Mócada, don Artal de Luna, don Rodrigo Liçana, don Ximeno de Vrrea (este fue hijo de aquel valerosísimo Ximeno, que se halló en las conquistas de Mallorca, y Burriana, y tuvo en ellas los más principales cargos de la guerra, y con su fama y memorables hechos acrecentó y ennobleció mucho la ínclita y esclarecida familia de los Vrreas, y a quien fue hecha merced después del Condado de Aranda en Aragón, del cual gozan hoy sus descendientes, y sucesores) y a otros principales señores, y Barones de Aragón y Cataluña, que estaban ya heredados de lugares y vasallos en el Reyno: Y también a los Iusticias y Iurados con los demás principales de la ciudad, que representaban el estamento Real. Para que habiendo de ser su proposición y demanda muy poco menos importante y ardua, que si de nuevo se hubiese de conquistar el Reyno, y que por haberse de atravesar el interés (interesse) de muchos, había de ser muy impugnada, y contradicha, no faltasen ninguno de los tres estamentos, para que le ayudasen a esforzar lo bueno, y que por el interés particular no se perdiese el bien universal de todos. Iuntados pues en la iglesia mayor, y oída con mucha devoción la Missa del Espíritu santo, que celebró el Prelado con gran solemnidad, encomendándose todos a nuestro Señor para que les inspirase el consejo recto y deliberación santa de su mano, sentados por su orden, y el Rey en su trono más alto, les habló de esta manera.


Capítulo VIII. Del grave razonamiento que el Rey hizo y los convocados, significando su determinación y causas, para echar todos los Moros del Reyno.

Prelado, Grandes, y Barones prudentísimos, a vosotros que habéis sido compañeros y participantes en todas nuestras empresas y guerras, damos por testigos de los grandes trabajos y fatigas que habemos padecido en la conquista de esta ciudad y Reyno, y de los que hoy en día padecemos por llevarla adelante: no tanto por sojuzgar las villas y lugares con las personas de los Moros: cuanto por ganar para Cristo nuestro Redemptor, y su religión Cristiana, las almas de todos ellos. Lo cual puesto que dentro la misma ciudad y por sus arrabales lo habemos medianamente acabado, porponiéndoles que, o se hiciesen Cristianos, o se saliesen de la ciudad y sus contornos: y con esto, junto con la solicitud del Prelado en instruirlos en la fé nuestra, se han convertido algunos: no ha sido posible acabar lo mismo en los otros lugares del Reyno: ni aun cuando estábamos sobre ellos con las armas en las manos: sino que para atraerles a que a buenas se nos entregasen, fue necesario permitirles se quedasen en su secta. Porque a compelirles la dejasen antes de entregarse, era muy cierto que se determinaran a morir por ella, para más alargarnos la conquista, y hacemos la victoria más dudosa y sangrienta. Mas aunque el perder nuestras vidas en tal demanda fuera ganarlas, para más consagrarlas a Dios, y a la eternidad: pero las almas de ellos, que por ventura pudieran salvarse, matarlas juntamente con los cuerpos, nos parecía cosa horrible, y muy contraria a nuestra religión. Y así po esto pareció mejor el disimular entonces con ellos, y encomendar este negocio a Dios, como cosa suya: esperando, si con el tiempo y buen tratamiento nuestro, poco a poco arrostrarían a su conversión. Pero que siendo acabada la conquista, y echada la guerra fuera, con tanta ventaja de ellos, quedándose en sus villas y lugares, con sus casas y posesiones, y lo que más es, en su secta, con mayor libertad, y más tolerable yugo de lo que jamás tuvieron que no contentos de esto, se nos hayan (ayan) rebelado, y tan desvergonzadamente tomado armas contra nosotros: verdaderamente que han descubierto del todo su natural infidelidad y pérfida malicia, claramente señalando, que ni a Dios, ni a nos serán en ningún tiempo fieles, y que siempre viviremos entre ellos con recelo, como en medio de nuestros capitales enemigos. Demás de lo que con su conversación y trato se puede de su infidelidad y abominable modo de vivir, apegar algo a los Cristianos, en gran ofensa de nuestro Señor: según que el Padre santo de Roma por sus patentes letras Apostólicas nos ha advertido muy bien de ello, y de nuevo animado a llevar adelante nuestro propósito. Por donde, para que arranquemos de raíz una tan perniciosa cizaña (zizania), y que nuestra mies Cristiana limpia de tan mala yerba crezca mejor para el cielo, nos determinamos en lo siguiente. Que puesta, cuanto a lo primero, buena gente de guarnición en las dos fortalezas de Xatiua, y bien guardado el paso de Alzira, y fortificados para defensa de la ciudad los Castillos de Murviedro, Almenara, Enesa, y Chiva, echemos del Reyno esta infiel canalla de Moros, y en lugar de ellos le poblemos de Cristianos de los dos Reynos, para habitar y cultivar la tierra que dejarán ellos: pues ella es tal, y la fama de su gran fertilidad tan divulgada por todas partes, que no habrá persona que no trueque de buena gana su tierra natural por la de Valencia. Y así os rogamos a todos muy encarecidamente tengáis por buena y acepta esta nuestra determinación. Pues demás del gran servicio que haremos a nuestro Señor en quitar de medio de nosotros sus enemigos, y blasfemos, para mayor puridad y conservación de nuestra fé y religión: en lo demás estad de buen ánimo, y tened por muy cierto, que no serán tantos los daños, cuanto mucho mayores los beneficios y provechos (puechos) que para la buena cultura de la tierra y seguridad del Reyno, se seguirá con echar tan infiel y perversa gente de entre (détre) nosotros.


Capítulo IX. De la aprobación que el Prelado, Ecclesiásticos, y braço Real hizieron de la proposición del Rey, y de la contradicción de los Señores de vasallos, con las razones de ambas partes, y como se publicó el edicto.

Como acabó el Rey su razonamiento con la demanda propuesta, luego el Prelado en nombre suyo, y de todo el estado Ecclesiástico respondió, que tenía por muy santa y como inspirada del Espíritusancto la proposición y determinación hecha por su Real alteza, por los grandes bienes espirituales junto con los temporales que de ella se seguirían, y que no embargante qualesquiere daños y pérdida (pdida) de intereses que de esto se le podía seguir, la aprobaba, y se suscribía en ella, de común voto suyo, y de todo el estamento Ecclesiástico. Oído esto, quiso el Rey antes que los Grandes y Barones profiriesen el suyo, certificarse del parecer de los del brazo Real y Ciudadanos. Los cuales por mano de los jurados y consejeros se firmaron en el mismo parecer y voto del Prelado. Luego se volvió el Rey a los del brazo militar, que eran los señores y Barones en quien había repartido las rentas y vasallajes de Moros, para que declarasen el suyo. Los cuales en oír que se habían de echar los Moros del Reyno, comenzaron a murmurar y alborotarse tanto sobre ello, que en suma declararon, eran de contrario parecer: pues aunque las razones que el Rey daba pa echar los Moros en lo espiritual eran concluyentes: pero que para el beneficio de la tierra, eran muy perjudiciales, diciendo que los Cristianos que vendrían a poblar sus tierras dejadas por los Moros, no serían tan hábiles como se requiere para cultivarlas, y ni el provecho y renta de ellas sería tanto como solía, para poder cumplir con el feudo y obligación con que se las había dado, de seguir a sus propias costas la guerra. Y sobre esto hacían grandes extremos, mezclados con algunas amenazas. Mas como el Rey tenía ya al Prelado con todas las órdenes y estamento Ecclesiástico, juntamente con la ciudad y brazo Real, de su parte, determinó de llevar adelante su propósito, y mandó publicar el edicto de destierro contra la morisma del Reyno. Y así para más sanear su conciencia, hizo publicar la bulla, o rescripto del Pontífice Innocencio IV, que mucho antes le había enviado: por el cual le exhortaba en grande manera echase los Moros del Reyno, por lo mucho que convenía apartar a los católicos del continuo concurso y conversación de los infieles (según que en el libro de los Índices de los Annales de Geronymo Surita Latinos, está este rescripto, o bulla largamente contenida). De manera que estando el Rey muy firme en su deliberación, mandó poner nueva guarnición de gente en las fortalezas y castillos arriba dichos, y distribuir el ejército por la ciudad y villas por donde habían de pasar los Moros. A los cuales se mandaba so pena de la vida que dentro de un mes saliesen del Reyno con todas sus ahinas las que llevar pudiesen, y no parasen en todo él. Con este edicto, no se puede creer cuan grande alboroto y mudanza de cosas se siguieron por todo el Reyno, pensando que había de nacer de aquí la total ruina y pérdida del. Por parecer a algunos, que con la ida de los Moros, siendo como eran infinitos, el Reyno se despoblaría del todo, y ni Aragón, ni Cataluña juntos bastarían a henchir el vacío de ellos, y que por esto padecería la cultura: y la tierra, aunque de si es fértil, se convertiría en bosque, y de ahí como yerma sería desamparada: para que los mismos Moros que la conocían, con el favor de los de África volviesen a cobrarla. Sin eso porfiaba que no se esperaba otro de echar tan grande infinidad de Moros juntos, sino que llegados a los Reynos de Murcia y Granada para do se encaminaban, con el favor de ellos revolverían sobre el Reyno, y que hallándolo vacío, lo oprimirían en un día todo. Por lo contrario otros tenían por más cierto, que en sabiendo que los Moros eran idos, vendrían como lluvia gentes de toda España a poblarle, señaladamente de las montañas y lugares ásperos de Aragón y Cataluña: viendo que por una sola mies, y miserable cosecha de pá, que para todo el año dejarían, cogerían en el Reyno tantos y tan varios géneros de frutos dentro del mismo año, y donde no habían de pelear más con la tierra dura que sacude y escupe los arados (las rejas) y azadones (açadones) como la suya: sino con la fertilísima y benigna, que no rehúsa imperio, ni sujeción alguna del labrador. Lo cual averiguaban con manifiesto ejemplo de lo que pasaba en la vega y huertas de la ciudad. Pues se hallaba que en el arte de cultivar la tierra, en ninguna cosa excedían los Moros a los Cristianos. Porque luego que la ciudad fue tomada, y emprendida la vega de ella por los Cristianos, se halló que ningún campo del Reyno cultivado por los Moros igualaba con el de los Cristianos. Además que los Moros por darse mucho a la cogida de granos menudos, de que suelen mantenerse no tenían cuenta con el trigo, ni en criar ganado de ovejas, ni vino, ni tocino, que son los cuatro más principales alimentos de la vida, ni curaban del provecho grande, que de los cueros y lanas que sale de esto para el vestido del hombre se siguen: lo que no se puede suplir con sola la crianza de cabrío que los Moros usaban, por ser esta carne desabrida para muchos, y el cuero de ella deslanado. Finalmente concluían que los señores y Barones no solo aventajarían sus rentas y estados con mejores y más ricas granjerías: pero aun mejorarían en calidad de vasallos, y que siendo todos Cristianos, gozaría el Reyno de mucha paz y tranquilidad, y en ocasión de guerra mucho mejor se defendería. Con estas y otras razones se iba por el vulgo ventilando, si era justa, o no, la salida de los Moros, y no dejaba de haber muchos indiferentes, y otros que decían se echasen, pero no todos, ni de una juntos: y esto parecía mejor a los más. Pero aunque de todo esto era sabedor (sabidor) el Rey, y a todos escuchaba, siempre perseveraba en su propósito, y el término del edicto corría.

Capítulo X. Como don Pedro de Portugal fue el que más contravino al edicto, y como el Rey le ablandó, y de las crueldades que los Moros rebeldes hicieron en las tierras del Rey, sin tocar en las de los señores y Barones.

Publicado el edicto por todas las villas y lugares principales de los Moros, hubo secretas congregaciones entre los señores y Barones del Reyno, con fin de hallar modos tales con que poder contravenir a él, sin dar disgusto al Rey, sino por vía de ruegos, o de buenas razones, acompañadas de buena justicia. Pero quien las hizo públicas, y más que todos se sintió del edicto, fue don Pedro de Portugal, que como tan conjunto pariente, y allegado al Rey, osaba contradecirle muy a la clara. El cual vuelto de Mallorca, habiendo renunciado el Reyno (como dicho habemos) y tomado la recompensa en tierras de Moros dentro el Reyno de Valencia, y que a la sazón se hallaba en Murviedro una de ellas: vino a Valencia: donde comenzó a bravear y hablar muy largo contra el edicto, abusando de la paciencia del Rey, la cual nunca fue vencida. Pues como los Señores y Barones le vieron tan puesto en impugnar el edicto, y que el Rey, no podía dejar de tenerle muy grande respeto, por ser su tan allegado deudo, osaron con el amparo suyo emprender muy de propósito la causa, y defensa de los Moros, y así rogado de ellos don Pedro ofreció muy de buena gana de tomar este negocio por propio, por lo mucho que también a él le tocaba. Porque esperaba gozar muy presto de cuatro principales pueblos del Reyno, Murviedro, Almenara, Segorbe, Castellón de la Plana, que fueron los que se le consignaron en recompensa de las Islas de Mallorca y Menorca. Puesto que aun estaban como secuestrados en manos de los Jueces, por el concierto que arriba en el precedente libro notamos, pero se trataba ya como a señor de ellos. Y así por esto, como por ser la gente de estos pueblos la más belicosa del Reyno, don Pedro los animaba mucho más a no obedecer el edicto, y de aquí muchos del Reyno teniéndole por caudillo, así los Moros como los Cristianos de parte de los señores y Barones, se habían ya puesto en armas. Esto le llegó al Rey mucho al alma, y le dio muy grande molestia y pesadumbre: y vio claramente que si don Pedro no desistía de la demanda, él no saldría con la empresa. Y así, mandado llamar, y venido ante él, se le quejó mucho, diciendo que adrede en cuantas cosas emprendía para el beneficio y buen gobierno de sus Reynos se preciaba de contradecirle. Pues habiendo emprendido ahora cosa tan necesaria para la pública tranquilidad y quietud de los Reynos, la quería impedir por sus particulares intereses: que le rogaba por el beneficio común, y buenas obras que le debía, se apartase de tan mala querella: y si tenía alguna cosa contra él, por la cual pretendiese enmienda, se lo dijese, y se cometiese al arbitrio de los Prelados, y grandes, que pasaría sin falta por lo que ellos juzgarían. Fue contento de esto don Pedro, y nombrados Jueces por ambas partes, y oídas sus pretensiones: determinaron dos cosas. Lo primero, que pagase el Rey a don Pedro luego cierta cantidad de dinero. Lo segundo, que en tanto que durase la guerra movida por los Moros, fuese obligado el Rey a su costa, fortalecer, y poner gente de guarnición, a elección de don Pedro, en las cuatro villas suyas nombradas. Como esta sentencia contentase a las dos partes, y se quietasen los ánimos de entrambos, el Rey se valió de don Pedro, y él se le ofreció de buena gana para la ejecución del edicto. Pero como poco antes, con el favor del mismo don Pedro, se hubiesen muchos de los Moros demasiadamente animado para impugnar el edicto, movieron crudelísima guerra en las villas y lugares, que estaban por el Rey, sin tocar en las de los señores y Barones, por haber echado fama que contra el voto y opinión de ellos, y no más de por solo quererlo el Rey, se había determinado el echarlos fuera del Reyno. De donde se siguió, que los Capitanes del Rey, que estaban en los presidios, por querer contentar a los Señores, o por el descuido, e insolencia que de las victorias pasadas les quedaba, se descuidaron de tal manera, que los Moros les tomaron hasta doce villas y fortalezas de las que estaban por el Rey, y en los soldados de guardia ejecutaron bárbaras crueldades.

Capítulo X. Como no embargante la rebelión, pasó el edicto adelante, y de lo que ofrecían los Moros por que les asegurasen la salida, y del infinito número de ellos, y como fueron rescatados en el Reyno de Murcia.

Por mucho que Alazarch, hecho de simple soldado Capitán de LX mil Moros, maquinó, y se esforzó a impedir el edicto, y que los Moros quedasen en el Reyno, no pudo en esto resistir a la magnanimidad y poderío del Rey, o por mejor decir, a la voluntad de nuestro señor Dios, que parece milagrosamente mostró en esto su omnipotencia: porque con todo el favor y ayuda que los Moros tenían en el ejército de Alazarch, se siguió, que siendo tan inmenso, y casi infinito el número de la gente que determinaba salir del Reyno (pues realmente con las mujeres y niños pasaban de cien mil) fue tanto el miedo y vileza de ánimo que les comprendió con el edicto, que en el mismo día que se cumplía el término, y habían de salir, los principales de ellos hablaran a don Ximen Pérez de Arenos camarero mayor del Rey, y como temblando le dijeron, que darían al Rey la mitad de todos sus bienes y haciendas, por solo que les diese salvo conducto, y gente de guardia con que pudiesen seguramente, y sin lesión alguna salir del Reyno. Como supo esto el Rey rió mucho de ello, y no permitió que se les tomase nada, antes dio licencia en confirmación del edicto, para que se llevasen de sus haciendas cuanto quisiesen y pudiesen llevar: y envió con ellos mucha gente de guerra que los acompañase hasta ser fuera del Reyno, y pusiese en el de Murcia, por donde ellos deseaban pasar a Granada. Fue tan innumerable la gente que salió, que refiere el Rey en su historia, que de los delanteros a los postreros, con ir bien juntos, cubrían XV mil pasos de camino: y fue fama, que fuera de la guerra de Vbeda, en ningún otro tiempo se había visto en España tan grande número de Moros juntos. Por eso con mucha razón tan grande empresa como esta de echar los Moros, quedó reputada por una de las más insignes hazañas que el Rey hizo en su vida. Porque no solo mostró su incomparable valor y fuerzas para echarlos a pesar del grande ejército de rebeldes que estaban puestos en defenderlos: pero aun fue mucho más la necesidad que tuvo de echarse el escudo a las espaldas para recibir en él los encuentros de amenazas, quejas, y maldiciones que los señores y Barones le echaban por la pérdida de tantos vasallos. Pues como los Moros fuesen guiados hasta Villena primer pueblo del reyno de Murcia, don Federique hermano del Rey de Castilla fue luego con ellos, y les compelió a que pagasen un besante por cabeza, y pasando de allí, parte de ellos se quedaron en los Reynos de Murcia, y de Granada, parte se repartieron en el campo de Cartagena, llamado Esparthario que en Arauigo llaman Manxa, parte se pasaron con sus mujeres e hijos en África, y algunos se volvieron al Reyno juntándose con los rebeldes.


Capítulo XI. Que los Moros rebelados se hicieron fuertes en las montañas, con su Capitán Alazarch, al cual favoreció el Rey de Castilla, y de lo que sobre esto pasó.

Por mucho que se procuró de echar todos los Moros del Reyno, y que fueron como está dicho innumerables, los que salieron, todavía quedaron tantos, que se pudo formar ejército de ellos, y subieron a las montañas de la Contestania a ponerse debajo la compañía de Alazarch, con el cual se rehicieron, y tuvieron muchas escaramuzas con los Cristianos y ejército del Rey, y se entretuvieron tres años: así por la astucia de su Capitán, como porque don Federique y don Manuel hermanos del Rey de Castilla que vivían en Villena secretamente le favorecían y daban ánimo para entretener la guerra: consintiendo en ello el mismo Rey, pues sin tener cuenta con las treguas les ayudaba, disimulando, como quien hace por todos, a fin de tener en pie un perpetuo enemigo contra el Rey su suegro. Llegó a tanto su desconocimiento, que envió sus embajadores a Valencia, a rogar al Rey otorgase treguas por un año a Alazarch. Las cuales otorgó el Rey por solo contentar a su yerno, puesto que sabía muy bien el mal ánimo con que las pedía. De donde comenzó el capitán Moro a tenerse en mucho, y a ensoberbecerse con el favor de los Castellanos, amenazando que había de poner las banderas y armas del Rey de Castilla su señor por todas las villas y castillos por él ganados. Todo esto sabía el Rey, y disimulaba, recociendo su cólera para emplearla contra Alazarch, luego que fuesen acabadas las treguas. Por esto determinó, con enemigo vanaglorioso y artero, tratar artificiosamente. Y así habló con un Moro familiar suyo grande amigo de Alazarch, le indujese a vender el trigo y panes que le sobraban, porque a la sazón valían a bien alto precio, y haría muy gran suma de dinero: pues no tenía por entonces guerra, ni la tendría después, porque estaba en mano del Rey de Castilla su señor alcanzarle, no solo más treguas, pero aun perpetua paz del Rey de Aragón, siempre que la quisiese. Entretanto el Rey dio cargo a don Ramón de Cardona, y a don Guillé Angresola con otros principales capitanes de Aragón y Cataluña que para la Pascua siguiente de la Resurrección del Señor, que era el término de las treguas, estuviesen muy a punto con el ejército de los dos Reynos puesto en Valencia. El Moro hizo su oficio, y creyéndole Alazarch vendió todo su trigo, y como se vio tan rico de dinero, y descansado con las treguas, deseando gozar de la ociosidad sin ningún cuidado de guerra, se descuidó tanto, que apenas se acordó de confirmar las treguas con el Rey, ni de escribir al de Castilla le hubiese la prórroga (porrogació) de ellas, hasta medio mes antes que se cumpliese el año. Y así el de Castilla envió su embajador, rogando al Rey tuviese por bien de renovar, y alargar las treguas hechas con Alazarch para otro año. Respondió el Rey, que se maravillaba mucho del Rey su yerno, fuese tan amigo y favorecedor de un su vasallo traidor y enemigo, que tantas veces había acometido de quitarle la vida, y alzado se le con tantas villas y castillos, y que dentro de su propio Reyno de Valencia se lo quisiese defender y amparar, para que no pudiese como señor castigar a su esclavo. Con esta respuesta, sin ninguna otra resolución despidió a los Embajadores, y se volvieron a Castilla.


Capítulo XII. Como el Rey persiguió a Alazarch, y cobró todo lo que había tomado, y se le huyó, y el Rey acomodó sus parientes del, y de la embajada que envió al de Castilla.

Venida la Pascua de Resurrección, y celebrada en Valencia por el Rey, se partió la última fiesta para Xatiua con solos cincuenta de a caballo, donde tomando muchos más, subió a la montaña, y llegó a la insigne villa de Cocentayna, que ya estaba medio poblada de Cristianos. Porque a causa de haber salido tanta infinidad de Moros, había quedado el Reyno como desierto, señaladamente las villas de las montañas: pues aunque los Alcaydes y oficiales Reales con otros muchos que las poblaban eran Cristianos: pero se quedaban muchos Moros en ellas, de los cuales echados todos por el edicto, mandó el Rey que así para poblarlas, como para que estuviesen en guarnición y guardia del Reyno, se estableciesen las casas y campos a los que quisiesen venir a habitarlas. Y por esta causa muchos soldados viejos fueron en ella, y en las otras villas heredados, y se quedaron para defenderlas, con los demás que vinieron de muchas partes a vivir en ellas. Lo cual se hizo en muy breve tiempo: y las fortalecieron de muro y barbacana: como fueron Alcoy, Penaguila, Ontiñena, y la Ollería, que nombra la historia, con las demás que de entonces acá se han fundado, y aumentado, que son muchas y grandes, y aunque algunas dellas son muy ásperas, pero las vemos muy ricas y abundantes de panes y ganados con otras cosas. Holgose pues el Rey mucho en Cocentayna viendo su buen asiento tan aparejado para ser de los principales pueblos de las montañas, como lo es en nuestros tiempos, hecha Condado que le posee la ilustre y antigua familia de los Corellas. Allí pues tuvo nueva como la gente que mandó hacer en Aragón y Cataluña era llegada, y se había juntado en Valencia, de lo cual se alegró mucho. Y luego saliendo de Cocentayna dio vuelta por la marina, y tomó de paso las fortalezas de Planes, Castell, y Pego. El siguiente día, oída Missa, se fue para la villa de Alcalá, a donde Alazarch de ordinario residía. Pero el buen capitán como de ninguna cosa menos curase que de pelear (porque luego que vendió el trigo despidió el ejército) saliose de Alcalá con muy poca gente, y pasando por el val de Gallinera, de un lugar en otro iba huyendo del Rey que le perseguía. Por donde cobrado por el Rey parte del valle, con Alcalá y su fortaleza, acabò de cobrar los xvi castillos que Alazarch le había tomado: no hallando en ellos resistencia alguna. Entendiendo pues el moro que el Rey no cesaría de perseguirlo hasta que le tuviese en su poder, y quitase la vida: procuró con buenos medios hacer concierto con él, prometiendo que para siempre se apartaría del Reyno, solo que el Rey perdonase a los de su casa y familia, y que no echase a sus parientes del Reyno. Como Alazarch lo cumplió y se fue, así el Rey usó de toda liberalidad con su sobrino hijo de hermano, a quien hizo merced por su vida del Castillo y villa de Polope a la marina, que está cerca del Promontorio Yfachs, o cabo de Calpe, al medio día. Hecho esto, y desterrado del Reyno un tan porfiado y mañoso enemigo, cesaron también con él las disimuladas astucias del Rey de Castilla: al cual envió el Rey sus embajadores, como para dar razón de la guerra que entonces acababa, y que le dijesen como él se había dado estos días a la caza, y dentro de ocho días había cazado xvi castillos. Con este dicho quiso el Rey aludir a otro semejante que pocos días antes Alazarch había dicho en presencia, y con muy grande gusto del Rey de Castilla, cuando preguntado Alazarch, si era dado a caza de fieras, no cierto, dijo él, sino de hombres, si ya no queréis que sea vuestro cazador de los castillos del Rey de Aragón. Lo cual fue muy reído, y celebrado por el Rey de Castilla, y los suyos.


Capítulo XIII. Por qué causa dio el Rey la gobernación de Aragón y Valencia al Príncipe don Alonso, y de la venida del señor de Albarracín, y don Diego López de Haro, y del acogimiento y mercedes que a los dos hizo.

Por este tiempo don Alonso Príncipe de Aragón, que aun no estaba libre de la encendida codicia de reinar, atizado y conmovido por la persuasión de malsines, de cada día sembraba nuevas quejas contra el Rey, por el descontento que tenía de la donación, o asignación que de consentimiento suyo hizo a don Pedro su hermano del Reyno de Cataluña, y también del Reyno de Valencia, y de Mallorca a su otro hermano don Iayme, declarándolos por verdaderos sucesores en ellos: lo cual cedía en muy grande perjuicio suyo, por ser estos Reynos de la conquista de Aragón, y debidos a él como a primogénito y Príncipe de Aragón, y que este derecho no le podía renunciar él, si bien en Barcelona, por contentar al Rey su padre, hubiese hecho muestra de renunciarle: esto lo hablaban los Aragoneses a boca llena. Lo cual llegando a oídos del Rey lo sintió muy mucho. Mas por librarse de tan importunas y pesadas quejas, a consejo de los suyos, dio la gobernación de los dos Reynos de Aragón y Valencia a don Alonso. Esta gobernación de Reynos, puesto que por los fueros antiguos de Aragón se debía al Príncipe primogénito del Rey, a ninguno fue en algún tiempo dada hasta don Alonso, y con darle este cargo pararon un poco tiempo sus quejas. A esta sazón llegó don Aluaro Perez Azagra, que por la muerte de don Pero Fernádez su padre había sucedido en la señoría de Albarracín, para ofrecerse con su persona y estado al Rey: del cual fue muy bien recibido, y acordándose de la gran amistad que tuvo con su padre, y de tan buenos servicios como en todas sus empresas le hizo, no pudo sin mucho sentimiento celebrar su memoria y nombre, diciendo mil bienes de él. Y así para más testificar la gran voluntad y afición que le tuvo, consintió que pasasen en don Álvaro, y se continuasen las mismas mercedes que el padre tuvo y poseyó de la casa Real, que fueron cincuenta Caballerías, y otros gajes. Entendió de ahí a poco el Rey, que los Castellanos de nuevo asomaban con mano armada en los confines de Murcia y Valencia, y conociendo sus mañas, partió luego la vuelta de Biar con el ejército que se hallaba, y les presentó batalla. En esta villa el Príncipe don Alonso prometió en presencia de muchos al Rey, que por ningún tiempo tendría tratos con el Rey de Castilla, ni se confederaría con él en ninguna manera. Los Castellanos que vieron al Rey tan en orden para resistirles, se volvieron luego, deshecho su ejército, para Castilla, y el Rey también tomó la vuelta pa Zaragoza, donde pasados pocos días después de llegado, se partió para Estella villa muy principal del Reyno de Navarra: a donde llegó también don Diego López de Haro señor de Vizcaya: el cual apartándose del Rey de Castilla por ciertas ocasiones, se vino para el Rey a ofrecerle su servicio con todo su poder y estado, del cual fue muy bien recibido, y prestado su fé y homenaje, también le hizo mercedes, mandándole asignar cincuenta caballerías. De esto fueron testigos los Prelados y Grandes de los reynos de Aragón y Cataluña que allí se hallaron, con la más gente hidalga que don Diego trajo consigo de Vizcaya, que también se aplicaron con sus gajes al servicio del Rey. No era cosa nueva para los Señores de Vizcaya, siempre que por algunas desgracias se salían de Castilla, hallar principal acogimiento y mercedes en los Reyes de Aragón, como lo halló don Diego padre de este mismo don Diego Señor de Vizcaya, siendo mozo, cuando después de haber ido en servicio del Rey don Alonso VIII de Castilla a la guerra contra los Moros en aquella gran batalla de Vbeda a las Navas de Tolosa, (de la cual hablamos en el primer libro) acaeció que después de vueltos a Castilla, don Diego fue desterrado de ella por el mismo Rey, y pasó su destierro en Aragón en servicio del Rey don Pedro padre de nuestro Rey.


Capítulo XIV. Como el Rey fue muy inquietado del de Castilla, y de los grandes que se apartaron del, y fueron a vivir en Aragón con el Rey, y de los nuevos conciertos que los dos Reyes hicieron en Soria.

Dice pues la historia, que como en este medio las treguas hechas entre el Rey y el de Castilla se acabasen, y por la poca constancia del de Castilla determinase el Rey, que de una vez se averiguasen por fuerza de armas las diferencias entre ellos, y se pusiese muy de propósito en salir con ello: quiso Dios que con la buena diligencia y medio de los Prelados y personas religiosas de ambos Reynos se atajó la cólera de los dos Reyes: señaladamente con la destreza de Bernad Vidal Besalù, caballero Catalán, que procuró se viesen los dos entre Ágreda y Tarragona, adonde fue concordado entre ellos, que el Reyno de Navarra, que era la simiente de estas discordias, viniese a la tutela y amparo del Rey de Aragón. Pero con la inconstancia de don Alonso luego fueron renovadas las diferencias y vueltos a la antigua distensión: aunque no se vino a las manos. Además de esto, cuando poco antes el Rey estuvo en Estella, don Enrique hermano de don Alonso de Castilla, y don López Díaz de Haro señor de Vizcaya, hijo de don Diego, que ya era muerto, vinieron al Rey de Aragón por apartarse del mal trato del de Castilla, y fueron de él muy bien recibidos, mayormente don Enrique, tratándole como a persona Real, y ofreciéndosele muy de veras, hasta que se remediasen las diferencias que con el Rey su hermano tenía. También se ofreció al de Haro,y tuvo en mucho la venida del mozo: el cual por imitar a su padre, seguía muy de corazón, y de hecho el bando de Aragón, y venía a servir al Rey con otros xx hidalgos vasallos suyos de los más principales de Vizcaya, también sus parientes. Los cuales dieron su fé al Rey por el don Lope mozo, y por su parte prometieron que no volvería a la obediencia del Rey de Castilla, hasta que las diferencias de los dos Reyes suegro y yerno fuesen acabadas, y defenecidas por sentencia de don Sancho Salzedo, y don Lope Velasco, a los cuales como a personas muy principales, y mayores letrados de aquella era, fue remitida la causa. Después llegaron a Zaragoza dos principales señores de Castilla que se pasaron al Rey, llamados don Ramiro Rodríguez, y se le ofrecieron por vasallos, y porque fueron despojados de todos sus bienes y haciendas por don Alonso, el Rey les hizo mercedes de campos y posesiones, y de cien caballerías. Venían de cada día de Castilla y Navarra tantas personas de cuenta, que a la fama de la liberalidad del Rey, se pasaban y se le avasallaban, que por mantenerlos casi consumía su patrimonio Real. A los cuales recibía tan de buena gana, no tanto por hacer tiro a don Alonso, cuanto porque no se pasasen a Reyes extraños, mayormente al de Granada, para de allí maquinar la ruina de don Alonso con la de toda España. Además que fue la justicia de este Rey tan mezclada con la liberalidad, que en sabiendo que poseía algo injustamente, luego lo restituía a su verdadero dueño liberalísimamente, por muy incorporado que ya estuviese en la corona Real. Porque en aquella sazón dio a don Guillem de Moncada hijo de don Ramón, y a su sobrino hijo de hermano, en feudo la villa de Fraga a la ribera de Cinca, en recompensa de ciertos censos, y campos que junto a Lérida los suyos habían poseído, y con el tiempo y guerras los habían perdido, y entrado en la corona Real: con condición que faltando legítimos herederos, volviese Fraga a ser del patrimonio Real, como por tiempo volvió. Finalmente procurándolo don Alonso, que por entonces llevaba mayores designos en su pensamiento, y creía llegar a ser Emperador de Alemaña (por haber sido nombrado Rey de Romanos por la mitad de los Electores del Imperio) fue él mismo en persona a verse con el Rey en la villa de Soria, cabeza (como dijeron algunos) de los Celtíberos. Allí se renovaron los conciertos y confederaciones antiguas, hechas entre los Reyes de Aragón y de Castilla, y prometió don Alonso que entregaría ciertas fortalezas en rehenes de la confederación hecha. Y de esta manera asentadas las diferencias entre ellos, pasaron mucho tiempo sin guerras.


Capítulo XV. Que murió la Reyna de Navarra, y fue el Rey a pacificar los movimientos de ella, y también a verse con el Rey Luys de Francia, y de los matrimonios que hicieron, y otras cosas.

Por este tiempo murió doña Margarita mujer que fue de Tibaldo Rey de Navarra, y madre de don Theobaldo, fue sepultada en el monasterio de Claraval de Navarra. La cual mientras vivió y Theobaldo fue menor de edad, rigió el Reyno con mucha prudencia y tranquilidad. Pero después de muerta comenzaron a levantarse muchos alborotos en el Reyno. Los cuales se apaciguaron hechas treguas con don Iaufredo de Beamont Senescal de Navarra. El cual pro intercesión del Rey que se halló en Navarra, se concordó del todo con Theobaldo nuevo Rey de ella: y con la misma sombra y favor del Rey poseyó a Navarra muy pacíficamente. Esto hecho el Rey se vino para Valencia, donde recibió cartas del Rey de Francia (este fue el Rey Luys el santo, de quien hablaremos más largo) que le rogaba se hallase dentro de un mes en la Guiayna, que le aguardaría en la villa de Carbolio cerca de Mompeller, para tratar negocios importantes al beneficio común de los Reynos, y para dar asiento a otras cosas que a la vista entendería. Respondió el Rey, que sería con él dentro del plazo. De estas idas tantas a Francia señaladamente para la Guiayna recibía el Rey poco fastidio, por la ocasión que juntamente se le ofrecía de visitar a Mompeller, por ser su propia patria, donde extrañamente se recreaba. Y así partió luego para allá: dejando a don Ximen de Foces nobilísimo caballero Aragonés, hijo de don Atho, por gobernador del Reyno de Valencia: porque don Alonso su hijo no hacía lo que debía en el gobierno. Puesto ya en camino, le vino al encuentro don Pedro Alonso, hijo bastardo de don Pedro de Portugal, que era comendador de Alcañiz, adonde confirmada la donación hecha en su favor de ciertos campos y heredades, pasó adelante, hasta que llegó a Mompeller. Y como entendió que el de Francia era llegado a Carbolio luego se fue para él, y abrazándose los dos con mucha alegría, antes que tratasen del asiento de las diferencias que se ofrecían, concordaron en que doña Ysabel hija menor del Rey casase con don Felippe Príncipe de Francia que llaman ahora Delphin: precediendo la gracia y dispensación Apostólica por el parentesco de consanguinidad que entre ellos había. Y en razón de dote y arras se había de asignar a la Infanta, según el antiguo uso y costumbre de Francia, la cuarta parte del Reyno del esposo: entregándose las villas y castillos incluidos en la dicha parte. Concluido el matrimonio, los dos se concordaron, y se remitieron el uno al otro, todos los derechos y pretensiones que ellos y sus predecesores tuvieron de los estados que ahora se dirá. Porque el de Francia había puesto en demanda los señoríos de Barcelona, Besalù, Vrgel, Rossellon, Ampurias, Cerdaña, Confluent, Girona, Osona, con sus villas y castillos. Y el Rey de Aragón por el de Carcassona, Carcasses, Roda, y Rodes, Lauraco, y Lauragues: Y por Beses y su vizcondado. Leocata, Albiges, Ruent, y por el Condado de Foix, Cahors, Narbona, y su Ducado, Mintrua, y el Mintrués, Fenolleda, tierra de Salto, Perapertusa, y por el Condado de Aimillá, y Vizcondado de Crodon, Gaualdan, Nimes, y Solòs, y sant Gil, con todos sus derechos. Hizo también entonces el Rey donación a Margarita Reyna de Francia, del derecho que le pertenecía en los Condados de la Proença, y Folcalquier, y en todo el Marquesado que también llaman de la Proença, y en el señorío de las ciudades de Arles, Auiñon y Marsella, que fueron del Conde don Ramon Berenguer que fue echado de su estado por los mismos Proençales sus vasallos, con ayuda de los Condes de Tolosa, y se apoderó después del estado, Carlos de Anjous hermano del Rey Luys, que casó con Beatriz la menor de las hijas del Conde de la Provenza y se quedó con él: con grande contradicción y descontento de la Reyna Margarita que fue hija mayor del Conde de la Provenza. Esta donación hizo el Rey en favor de la Reyna Margarita por excluir a Carlos, pero valió poco: porque fue muy favorecido y mantenido por los Reyes hermano y sobrino. Y no solo dejó aquel estado pacífico a sus sucesores, pero quedó muy formada enemistad por esto, y por lo que se siguió de Sicilia, con la casa de Aragón


Capítulo XVI. Donde se cuenta en breve la vida y muerte del SantoRey Luys de Francia, y como fue canonizado.

Esta concordia que entre si hicieron los dos Reyes, con la cual remataron todas las diferencias y pretensiones que hasta allí tuvieron sus Reyes antepasados, y las que sus descendientes podían tener en algún tiempo, pareció cosa del Espíritu santo, por ser tan manifiesta obra de paz, y para quietar de raíz toda mala ocasión que de distensión y guerra se podía mover entre dos tan principales Reynos vecinos, en donde resplandeció siempre y se mantuvo la fé y religión Cristiana también como en todos los demás Reinos de la Cristiandad. Señaladamente en la feliz era de estos Reyes: pues en un mismo tiempo gozó la República Cristiana de tres los mejores que jamás tuvo: uno en Francia que fue este Luys sancto, otro en Aragón valentísimo, que fue nuestro don Jaime, otro en Castilla don Fernando III, valerosísimo, del cual al principio de este libro hablamos, y a quien este título de santo le quedó después de muerto hasta hoy. Pero como entre los tres, la verdadera opinión de santo, y de vida religiosísima, la alcanzó el Rey Luis por la aprobación que la universal Iglesia con el supremo pastor y Pontífice hizo de su santidad y vida, y le canonizó por santo: será justo que para la edificación y ejemplo de todos, brevemente contemos la vida, y señalados hechos suyos: junto con lo admirable que antes de su nacimiento acaeció en el casamiento de sus padres. Lo cual por hallarse curiosamente escrito en las historias Francesa y Castellana, tocaremos con brevedad lo que más hace a nuestro propósito. Como el Rey de Francia llamado Philipo II, quisiese casar a su hijo Luis Príncipe y sucesor del Reyno, que fue Luis VIII, envió tres embajadores al Rey don Alonso VIII de Castilla, con poderes bastantísimos para tratar y concluir matrimonio de su hija la mayor con el Príncipe de Francia. El Rey los recibió muy bien, y fue contento de la embajada: y aunque los embajadores pedían la hija mayor, mandó venir ante ellos las dos Infantas sus hijas muy apuestas, sobre ser de si hermosísimas. Las cuales vistas por ellos se pagaron mucho de ellas, y pidiendo los nombres de ellas, fueles dicho que la mayor se llamaba doña Urraca (Vrraca), y la menor doña Blanca. Como en oír Urraca se ofendiesen mucho del nombre, dijeron que les contentaba más doña Blanca. Y así no embargante el orden que traían, capitularon con ella, y fue llevada con muy grandísimo acompañamiento de Castilla a la ciudad de París, donde se hicieron las bodas de ambos. Y finalmente nació el Príncipe Luis con mucha alegría de todos. Al cual la Reyna doña Blanca su madre quiso criar a sus pechos con su propia leche, y afirma la historia que fue esta Reyna tan santa y temerosa de Dios, que todas las veces que le había de dar leche, lo bendecía antes, y le decía estas palabras. Hijo ruego a Dios que antes te vea muerto, que caído en pecado mortal. Fueron estas palabras como prenuncias de su santidad. Porque se refiere en la misma historia, que no le vieron jamás pecar mortalmente. Y así se entiende que desde que comenzó a reinar, fue Rey pacífico, pío, y religioso, tan temeroso de Dios y apartado de hacer guerra contra Cristianos, que jamás la emprendió sino contra Moros, por ser tan enemigos de nuestra santa fé católica. Y que por sacar de poder de infieles la tierra santa de Jerusalén, pasó la mar con grandísimo ejército, y llegado a ella en el primer encuentro desbarató y venció un muy grande ejército de Moros: y la ganara sin duda, sino que para probar su paciencia Cristiana, permitió nuestro Señor la grandísima pestilencia que se siguió en su ejército, donde murieron tantos, que revolviendo los infieles sobre él fue vencido de ellos, y (como su historia lo refiere) fue presa su Real persona con la de su hermano Carlos de Anjous, (de quien arriba dijimos). Mas concertándose con ellos, y rescatándose los dos con grandísima suma de dinero que le enviaron de Francia (como Dios guiase sus cosas) le dejaron ir libre con todo el ejército que le quedó. Y pasando por la Asia menor, por la ciudad y puerto de Acon, que era de Moros, se detuvo en ella algunos días, para reparar su armada para el pasaje y con su buen ejemplo de vida, y exhortaciones por medio de buenos intérpretes convirtió a la fé Cristiana a los principales, y de ahí a toda la ciudad. También reparó y favoreció con su dinero de paso, algunas ciudades marítimas de Cristianos Griegos que estaban perdidas y arruinadas por las entradas que hacían en ellas los Turcos corsarios, adonde le llegó nueva de la muerte de la Reyna su madre, que en su ausencia regía y gobernaba sus Reynos. Y por esto le fue forzado volver a Francia. Llegado a ella y siendo muy bien recibido, luego se ocupó en asentar las cosas generales del Reyno, y en las particulares guardar su justicia y razón a cada uno, ejercitando su persona en los oficios espirituales, y de caridad para con los pobres, visitando y proveyendo los Espitales, para edificar con su gran ejemplo de humildad y vida santa a los de su Reyno, y con la fama de estas virtudes a los otros Reyes de la Cristiandad. En lo cual se entretuvo, hasta que se ofreció nueva ocasión de guerra contra Moros, y pasó en África contra los de Túnez, adonde habiendo llegado con grande ejército, y puesto su Real a vista de ellos, encendiose tan gran pestilencia en el ejército, que fue herido de ella, y sin poderse remediar murió luego. Por esto el ejército habiendo perdido tan principal caudillo, volvió a embarcarse, y trayendo su cuerpo con grande veneración, con la misma fue llevado hasta la ciudad de París: a donde fue muy llorado, y solemnísimamente sepultado. Y como de cada día se descubriesen muy grandes milagros sobre su sepultura, constando de ello al sumo Pontífice Bonifacio VIII, fue canonizado por santo. A este imitó nuestro Rey don Jaime en perseguir los Moros continuamente, y persiguiera mucho más, si no fuera impedido por sus émulos, y guerras domésticas que siempre le distrajeron y estorbaron muchas buenas empresas que contra infieles hiciera.

Capítulo XVII. De las distensiones que se renovaron por el Príncipe don Alonso contra el Rey, y del odio que de allí adelante le tuvo, y de lo que don Artal de Alagón pasó (paßó) con el Príncipe.

Asentados los negocios y diferencias entre los dos Reyes por ellos y sus sucesores, de despidieron con mucho amor, y el Rey vuelto a Mompeller, tuvo nueva de Aragón, como el Príncipe don Alonso volvía a sus revueltas antiguas, con el favor de muchos señores y barones del Reyno, que tomaban por propia la injuria que pretendían le había el Rey hecho, privándole de la herencia y universal sucesión de todos sus Reynos que de derecho le pervenían: y mucho más por haber separado no solo a Cataluña de la Corona Real, pero aun a Valencia, con las Islas de Mallorca y Menorca, que siendo de la conquista de Aragón, las dio a don Jaime menor de los hermanos. Con estos apellidos comenzaron a despertarse nuevos alborotos entre algunos principales del Reyno, y también entre algunos señores de título de Cataluña. Para resistir a esta nueva conjuración que se levantaba, determinó el Rey ocurrir a ella, y por contentar a los Aragoneses, juntar el Reino de Valencia con el de Aragón, y hacer de los dos señor a don Alonso. Pero esto como el Rey lo hizo muy contra su voluntad y forzado: así de ahí adelante don Alonso quedó muy excluido y privado de su amor y gracia, y ni le quiso ver más, ni comunicarse con él, ni tratar cosa que no fuese como de extraño. Porque concediéndosele a don Alonso en el término de Huesca la villa de Luna, y enviando un Gobernador para tomar posesión, y presidir en ella: don Artal de Alagón, uno de los principales del Reyno, que tenía la villa, y pretendía que el Rey le había hecho merced de ella por vía de feudo, echó al Gobernador, que ya se había entregado de ella, muy ignominiosamente, sin tener respeto alguno a la patente del Rey, ni a la de don Alonso, por más que fuese general Gobernador del Reyno. Por lo cual envió luego don Alonso un embajador al Rey a Mompeller, para dar queja de la injuria y menosprecio de don Artal. Oída la embajada, respondió el Rey a ella con mucha flema, diciendo que de buena gana castigaría a don Artal por el desacato, y tendría cuenta con todo lo que le convenía, y le dio cartas para don Alonso: en las cuales respondía a sus quejas contra Artal, oscura y dudosamente, ni bien se dejaba entender: mas de que no innovase cosa alguna, que volvería presto a Zaragoza, y castigaría a don Artal: pero ni volvió luego, ni tampoco proveyó, ni mandó a don Artal entregase la villa a don Alonso.


Capítulo XVIII. Que estando el Rey en Mompeller entendió de la rebelión de los de Turín contra su señor el Conde Bonifacio, y de lo que hicieron contra él los de Aste, y como por lo que el Rey les envió a amenazar lo libraron.

En este medio que el Rey se detenía en Mompeller, oyó decir que los de la ciudad de Turín en el Piamonte, a la ribera del Po, mayor río de Italia, rebelándose contra Bonifacio su señor Conde de Saboya le pusieron en prisión: y que sabiendo esto los de Arte del mismo Condado, ciudad potente, con arte y maña que tuvieron le sacaron de las cárceles de Turín, y lo pusieron en las de su ciudad con buena guardia, y luego fueron los deudos y criados de Bonifacio a pedirle. Mas entendiendo de ellos que no lo librarían sin rehenes, o muy grande suma de dinero, les llevaron a los hijos del Conde, con otros principales hombres del Condado, que los de Aste habían señalado. Los cuales venidos y retenidos, antes que pusiesen en libertad a Bonifacio, no contentos con esto, tomaron por fuerza de armas algunas villas y Castillos del estado que estaban sin defensa: y después de bien fortificadas, y puesta su guarnición de gente, pusieron en libertad a Bonifacio, y a los principales: reteniéndose los hijos. Mas Bonifacio de tan quebrantado de los hierros (yerros) y trabajos que había padecido en las dos prisiones, murió luego. Por donde los de Aste viendo el Condado de Saboya como desamparado, y sin señor, movieron guerra de nuevo contra todo el estado. Como esto contasen al Rey ciertos Capitanes que de Italia pasaran a España, se encendió en tanta cólera contra los de Aste, que a la hora envió un embajador para que denunciase a toda la ciudad guerra cruel, y los desafiase de su parte, si dentro de un mes no libraban de las cárceles, y ponían en toda la libertad a los hijos de Bonifacio, restituyéndoles todas las tierras que les habían tomado. Con estas amenazas del Rey, los de Aste quedaron tan amedrentados y confusos, viendo sus pocas fuerzas para resistir a las del Rey, y por otra parte lo mucho que les convenía quedarse con las tierras que se habían usurpado del Condado, que ni sabían qué responder, ni cómo despedir al embajador. Como esto supo Pedro de Saboya tío de Bonifacio, valiéndose de tan buena ocasión, con la sombra y nombre de él movía guerra contra los de Aste, diciendo que la hacía por orden y mandado del Rey, y pasándola adelante, llegó a ponerlos en tanto aprieto, que no tuvieron fuerzas ni ánimo para defenderse, y así cobró a despecho de ellos las villas y Castillos que habían tomado, y libró los hijos de Bonifacio, y sin eso hizo muchos robos y presas en la campaña de ellos. Conociendo los de Saboya que todo este buen suceso, se debía al nombre y buen favor del Rey con el fiero que mandó hacer a los de Arte, le enviaron sus embajadores a dar las gracias por la merced y amparo que les había hecho, lo cual en su tiempo reconocerían. Pues como el Rey entendió que la guerra había succedido a toda satisfacción de los Saboyanos, y lo que había aprovechado haber interpuesto su nombre y autoridad en esto holgose mucho del buen succeso, por haber en aquella guerra acabado con sola su fama, cuanto pudiera con la persona, y armas.


Capítulo XIX. Como el Rey vuelto para Aragón, concertó de paso a don Artal de Luna, con el señor de Albarracín, y ayudó al Rey de Castilla, y del Príncipe don Alonso como se casó y murió.

Partió el Rey con mucha prisa de Mompeller para Aragón, y entrando en él, le salieron al encuentro don Artal de Luna, y el señor de Albarracín para que averiguase y asentase ciertas diferencias que entre ambos (entràbos) tenían sobre el Castillo y villa de Codes, en la comarca de Albarracín. Y entendiendo que don Artal había muchos años que poseía el Castillo y villa pacíficamente, y sin habérsele puesto demanda, se la aplicó para siempre. Llegando a Zaragoza halló que le aguardaban los embajadores del Rey de Castilla para pedirle, que por cuanto le había ya movido guerra el Rey de Granada, diese lugar para que los nobles, e hidalgos de Aragón fuesen a ayudarle en ella, pues así lo habían poco antes asentado en la consulta que tuvieron en Soria. Condescendió a ello el Rey, exceptuando los hidalgos que no tenían de él tierras, ni caballerías: porque se había capitulado así. Recelando el Rey con justa causa, que según las cosas de Aragón andaban turbadas con los movimientos del Príncipe don Alonso, no tentase el de Castilla con la inteligencia de los nobles de Aragón que llevaría consigo, hacer alguna secreta liga contra él, so color de favorecer al Príncipe su primo: con todo eso permitió que los Caballeros de Aragón que eran vasallos de señores de título, o los acompañaban, tomando gajes de ellos, pudiesen ir a servir en aquella guerra al Rey de Castilla. De la cual también exceptuaba al Miramamolin de Marruecos, y al Rey de Túnez: con los cuales había hecho treguas, por el mucho trato y negociación que los mercaderes de Cataluña y Valencia tenían en los Reynos de ellos. En este tiempo el Príncipe don Alonso daba mucho que decir de si y de sus cosas a todo el mundo, viéndole tan desgraciado y corto de ventura a respecto de la del padre y hermanos. Pues siendo ya de edad cumplida para casar, que pasaba de los xxxii años: y jurado Príncipe de tan insigne Reyno como el de Aragón, no se le ofreció casamiento alguno: siendo así que al Rey su padre, con no tener aun doce años cumplidos, se le ofreció tan principal con doña Leonor de Castilla madre del mismo Príncipe. Le vino todo esto por estar de él muy olvidado el Rey, y en su desgracia: como se podía muy bien entender del antiguo odio que doña Violante su madrastra le tuvo, y de la envidia y rencor de los hermanos. Lo cual todo junto le deslustró de manera que ningún Rey se aventuró a darle su hija por mujer, pues el Rey no la pedía, mayormente por ser muy notorias a todos las diferencias que entre él y el Rey su padre y hermanos había: hasta que de importunado consintió se tratase de casarlo con doña Gostança de Moncada, hija mayor del Vizconde de Bearne hijo de aquel ínclito y valeroso Vizconde don Guillen, que murió en la guerra y conquista de Mallorca, como en el libro vi se ha contado. De manera que hechos los capítulos matrimoniales, doña Gostança fue traída de Bearne muy acompañada de la familia y linaje de los Moncadas, a la ciudad de Calatayud: donde las bodas, que en muy breve se hicieron, quiso la desgracia que muy más en breve se deshiciesen. Porque apenas se cumplieron los días de la fiesta y bodas, cuando el Príncipe de muy descontento y quebrantado de espíritu por verse en tanta desgracia de su padre, y aborrecimiento de sus hermanos, que se excusaron todos de hallarse en sus bodas, adoleció de tan cruel enfermedad, sin poderse hallar remedio alguno de los Médicos que secándole la tristeza, con muy grande dolor y lágrimas de muchos pasó de esta vida, sin dejar hijos, ni aun hacer testamento. Al cual se le hicieron allí mismo sus obsequias Reales con toda la pompa y solemnidad que a Príncipe jurado de debía: y fue sepultado en el monasterio de Veruela de la orden de Cistels, en tierra de Calatayud. De donde poco después fueron trasladados sus huesos a la ciudad de Valencia, y puestos en un sepulcro muy bien labrado dentro de la iglesia mayor en la capilla de sant Iayme, donde está fundada la cofradía de los Caualleros, y nobles de Valencia, por el mismo Rey don Iayme. Fue don Alonso Príncipe harto modesto, provechoso y de buen conocimiento: si las persecuciones de los suyos, y malos consejos de algunos no le pervirtieran para perder, y nunca cobrar la gracia de su padre.
Fin del libro XV