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jueves, 14 de marzo de 2019

Libro tercero

Libro tercero de la historia del Rey don Iayme de Aragon, primero deste nombre, llamado el conquistador.

Capítulo primero. En el cual se prueba como el Rey acabó con triunfo la guerra de Albarracín, y por qué causas los de su consejo determinaron de casarle antes de tiempo.

La guerra de Albarracín, que acabamos de contar en el precedente libro, aunque a la opinión de algunos, (mirando lo que pasó de hecho) parece, que no paró fin alguna mengua del Rey: si consideramos el buen fin que tuvo, hallaremos que no menos sucedió en triunfo suyo, que a gloria de sus enemigos. Pues como no quedó menos victorioso el capitán, a quien voluntariamente se le rindió la ciudad, por haber conquistado los ánimos de los ciudadanos que si la tomara por fuerza de armas: así parece que el Rey con semejante suceso, no solo cubrió su padecida perdida, pero sacó de ella muy esclarecida victoria. Porque apenas mandó levantar el cerco de Albarracín, cuando le salió al camino el mismo señor de ella, a suplicarle con toda humildad le perdonase, y se entregase de su persona y ciudad, pues hasta la
juridicion della, que por fuerza de armas no pudieron alcanzar los Reyes sus predecesores, a él se daría con toda liberalidad. De manera que como siempre fue más preciado lo que se da de voluntad, que lo que se toma por fuerza, así no fuera para el Rey tan grande triunfo haber entrado con violencia en la ciudad como el haberse metido por los corazones de los señores de ella, para quedar más glorioso señor de todo. Así lo sintió Fabricio cónsul Romano cuando Pyrrho Rey de los Epirotas en la guerra que tuvo contra los Romanos, le envió sus embajadores con un muy rico presente de vasos de oro y plata, por atraerle a su devoción. Mas el cónsul después de rehusado el presente, respondió muy sin respeto a los embajadores, supiese su Rey, que los Romanos, no tanto tiraban a coger el oro, cuanto a los que le poseían. Conforme a esto nuestro Rey, con la voluntad y entrego que el señor de Albarracín le hacía de su ciudad y persona, no solo pudo más que los Reynos de Aragón y de Castilla, que viniesen sobre Albarracín, y sin hacer efecto se fueron (como arriba contamos), pero engrandeció su autoridad real, y con la humildad con que también se le entregó don Rodrigo, confirmó el poder y mando que de allí adelante tuvo sobre los dos. Con todo esto y siendo los principales señores y barones que con el Rey venían, señaladamente los que regían su persona y estados, que por sus rencillas y particulares intereses, llevaban el regimiento confuso, y que había de redundar en daño suyo, y llover sobre ellos cualquier disminución y quiebra que a la autoridad y persona real se siguiese. Demás que * feudo deshechas, ni acabadas, * que de cada día revivían las parcialidades de don Sancho y don Fernando, a los que les ellos habían * ofendido, así en haber hecho quitar al uno la gobernación general del reyno, como al otro el cargo y custodia de la persona del Rey, que no dejarían de procurar de atraerle a su opinión para mejor vengarse de ellos. Por estas y otras causas comenzaron a mirar por si, y consideraron que convenía para la confirmación del Rey y de ellos, usar de algún medio con que engrandecer la autoridad del Rey, y confirmar su obediencia y mando para con los pueblos, quedándose ellos siempre con el cargo de la persona real y gobierno del reyno. Para esto sirvieron * concordaron todos en que sería bien casarle. Porque con la autoridad y poder que con el nuevo * y afinidad se le recrescería, de * con la esperanza de suceder, se le doblaría el respeto, echando * raíces de amor y obediencia en los pueblos. Pues aunque para esto * su poca edad, no teniendo quince años cumplidos, era tan crecido de cuerpo, bien formado y proporcionado de persona, que ninguno le juzgaba por inhábil para el matrimonio. Y así los reynos, no solo se alegrarían mucho de verlo casado, pero le harían por ello grandes servicios y pagarían extraordinarios tributos como para continuar la guerra era bien menester.


Capítulo II. Como el Rey tomó por mujer a doña Leonor hermana de la Reina de Castilla, y se armó caballero, y celebró sus bodas en Tarazona.

Pues como los consejeros del Rey, don Ximen Cornel, don Guillen Cervera, y don Guillen de Moncada: gran senescal de Cataluña, y muy pariente del Rey, con don Pedro Ahones, viniesen bien en que tomase estado: todos los demás del consejo fueron del mismo parecer. Y hechas estimación y discurso de todas las doncellas de sangre y casa Real que en España, y fuera de ella se hallaban convenientes para este matrimonio, ninguna tanto cuadró a todos como doña Leonor, hija del Rey don Alonso VIII de Castilla, hermana de doña Berenguela Reyna de León y de Galicia viuda, la cual por la * muerte del Rey don Enrique su hermano, había sucedido en los Reynos de Castilla. * pues bien a todos dar la doña Leonor por mujer al Rey, si ella quisiese, fueron luego los embajadores de parte de él a la Reyna doña Berenguera (Berenguela), que estaba en la villa de Ágreda, pueblo célebre de Castilla, a los confines de Aragón y Navarra. A la cual dijeron como el Rey de Aragón deseaba casar con doña Leonor su hermana, si ella era contenta, y que siendo, como era señor de tantos Reynos y señoríos, se contentaba en lugar de dote, con las virtudes y
perficiones de su persona: y aun la dotaría en diez principales pueblos del reyno de Aragon, que son Daroca, Épila, Plna, Uncastillo, Barbastro, y Tamarit de Santisteuan, Montaluan, y Cervera. Y en el reyno de Cataluña, de las que hoy hay en los montes de Siurana y Prats. Oída la embajada, y aprobados por el consejo de Castilla los conciertos y promesas que el Rey de Aragón ofrecía, mayormente porque las cosas de Castilla con la amistad y favor de Aragón mucho más se engrandecerían, la Reyna, con voluntad de doña Leonor, prometió darla al Rey por mujer. Certificados de esto los embajadores, y hechos por ambas partes sus capítulos y obligaciones, volvieron al Rey. El cual se contentó del concierto, y luego se puso en camino, acompañado de sus principales caballeros cortesanos, y con algunos prelados, entró en Ágreda: a donde fue por la Reyna y grandes de Castilla realmente recibido: y hechos los desposorios, el Rey quiso que las bodas se celebrasen en Tarazona, ciudad principal de Aragón que está fundada a la halda del monte Moncayo, y se adelantó a concertar la boda. Partida la esposa, acompañada de la Reyna y de don Fernando su hijo, que después le sucedió en los reynos de León y de Castilla, y fue gran conquistador de tierras de moros, como adelante diremos, llegaron a Tarazona, donde el Rey y doña Leonor se velaron con grande solemnidad, y se dobló la fiesta, con el nuevo orden de Caballería que el Rey quiso celebrar por su persona. Era costumbre antigua, y muy observada entre caballeros y grandes señores, que quien quería ser armado caballero, y hacer profesión de ello, viniese muy acompañado de caballeros, y de tan principales señores como podía, al templo mayor de la ciudad donde se hallaba. Y que en el altar mayor de él pusiese una espada desnuda de donde el más honrado y principal del ayuntamiento tomaba la espada, y la ceñía al que armaba caballero. Pues como conforme a la costumbre, el Rey pusiese la espada en el altar para este efecto, y no se hallase allí otro más preminente, ni más honrado que él, tomóla él mismo y ciñiósela, y con esto quedó armado caballero. Fuera de esta fiesta no tenemos que referir otras de justas, ni torneos, ni de muy grandes cenas o mercedes que se hiciesen en estas bodas: pues ni la historia del Rey, ni otros escritores lo dicen: por ser tanta la modestia y templanza de aquellos tiempos, que se usaban, y entraban estas virtudes por las casas Reales:puesto que alabar a los Príncipes de moderados en el gasto de casa, no parece digna alabanza suya. Tampoco será cosa indigna de contar del Rey, lo que el mismo no quiso callar de si en su historia: que por la inbecilidad de su poca edad cuando se casó, confiesa que pasaron, xviij. Meses, que no se comunicó con la Reyna su mujer.


Capítulo III. De las Cortes que el Rey tuvo en Huesca, y de la entrada que hizo con la Reyna en Zaragoza.

Celebradas las bodas en Tarazona, como el Rey estuviese muy puesto en llevar adelante el buen regimiento de sus Reynos, y que por esta vía llegaría a tener pacífica posesión de ellos, luego que fue advertido por los de su consejo convenía tener cortes, las mandó convocar en la ciudad de Huesca para solos Aragoneses, a donde en presencia de los de su consejo, y de los de su casa y
palacio, que eran hombres graves y de los principales del Reyno, y tenían el cargo de la persona real, se propusieron por algunos síndicos de las ciudades y villas reales, muchas quejas y demandas contra los unos y los otros. Porque abusando de la autoridad y favor que con el Rey tenían, en su hombre habían causado algunos desafueros y violencias de las que suelen hacer los muy privados de los Príncipes, cuando empapados de su favor y estado presente, tienen poca cuenta con lo venidero, y hacen lo que se les antoja. Como sea así, que los favores han de acabarse, y que tarde o temprano las violencias y daños hechos, se han de rehacer y recompensar, o por los mismos autores de ellos, o por sus herederos, y muchas veces por los mismos príncipes y señores, debajo cuyo favor se cometieron. Y así fue singular negocio lo que el Ree hizo sobre esto, que después de bien entendido lo que pasaba, quiso por esta vez tomar por propios los daños y agravios que los suyos, y de su consejo habían causado a los pueblos, y descubiertos en particular, hizo de su tesoro la enmienda y recompensa de ellos, con mucho contento de todos. De allí pasó a Zaragoza con la Reyna: a donde por ser la primera entrada, fue recibida con grande triunfo, adornando las calles de muchos
tropheos y arcos triunfales, con otras invenciones que por diversas partes de la ciudad se pusieron. Demás de las muchas danzas, músicas, y otros diversos géneros de regocijos, cuales de la grandeza de tan insigne ciudad y cabeza de reyno, se podían esperar. Mas porque de su antigüedad y excelencias se ofrece bien que decir, por lo mucho que por su misma vale y puede, haremos en el capítulo siguiente una breve relación de sus alabanzas y raras prerrogativas.
Capítulo IIII (IV). Antigüedad y excelencias de la ciudad de Zaragoza.


Es esta ciudad metrópoli y cabeza del Reyno de Aragón, una de las más principales de España, llamada antiguamente Salduba, de la región Sedetania (como dice Plinio) aunque debajo de este nombre se hace poca mención de ella en las historias, hasta que entró en ella el Emperador Augusto César . Y hallándola que estaba a la devoción del pueblo Romano, visto su hermoso asiento sobre tan extendido llano, ribera del gran río Ebro, junto con su fertilidad de campaña, y ser de gente belicosa, la hizo colonia de Roma, y la intituló de su nombre, (como dice Estrabon) Augusta Cesarea, llamándola santa (porque esto significa Augusta ) como había de ser ella la primera de España, que había de recibir la verdadera santidad Cristiana: pues a ella vino del cielo, poco después de Augusto Cesar la Virgen sacratísima para santificarla: cuando se apareció sobre un pilar, o columna al glorioso Apóstol Santiago, con sus cinco discípulos que ya tenía convertidos a la fé de Cristo: según lo ratifica (restifica) hoy en día, entre otras memorias, el mismo pilar con la imagen lapidea que la misma Virgen allí dejó por memoria de esta aparición, la cual se ha conservado en el mismo lugar de la ciudad, del tiempo de la primitiva iglesia acá por los fieles que en ella permanecieron, y fueron tantos, que al tiempo de la gran persecución hecha por el Emperador Diocleciano, y en España ejecutada por Daciano contra los Cristianos, se halla fueron innumerables los que recibieron martirio en esta ciudad, señaladamente cuando la virgen santa Engracia con toda su gente y familia de paso padecieron allí martirio; con muy muchos otros
de la misma tierra. Cuyos cuerpos reducidos en masas santas por si mismas se vinieron del lugar del patíbulo a ponerle en los sepulcros, o pozo santo de cierto de cierto lugar de la ciudad, donde se edificó después un suntuosísimo y muy devoto monasterio de frayles Gieronymos, dedicado al nombre y honor desta gloriosa santa, y están allí su cuerpo con las demás reliquias de santos muy veneradas. Pero demás que puede por esta causa con justo título llamarse esta ciudad santa, hay otra que lo confirma. Porque de las tres ciudades que en la Europa abundan de más reliquias y cuerpos de Santos, como son Roma, Colonia Agripina en Alemana, y nuestra Zaragoza en España, es esta la que después de Roma se ha de preferir a Colonia. Porque si a esta comúnmente llaman santa por tener los cuerpos y reliquias de santa Vrsola, y de las onze mil Virgines que padecieron martirio en ella: mejor cuadrará la santidad a nuestra ciudad, así por ser más antigua en la fé de Christo, como porque tiene a santa Engracia con innumerables mártires que padecieron, y están sepultados en ella. Por cuyos méritos e intercesión se puede bien creer, se ha defendido, y conservado la fé y religión Cristiana, en esta santa ciudad de tal manera, que por ningún tiempo se halla que haya desviado, ni por alguna sombra de herejía apostatado de ella: antes ha confirmado con muchas y muy verdaderas obras de caridad su fé viva: con la fundación de tantos y tan suntuosos templos consagrados, con el mantenimiento de tantas religiones, y otras muchas obras pías, señaladamente con la sublime virtud de la hospitalidad, con que recibe los pobres de Cristo que vienen a ella de todo el mundo: en lo cual ha sido y es la lumbre y ejemplo de toda España. Y así vemos que después acá que con el valor y milagrosas visorias de sus Reyes se cobró la ciudad y reyno de los moros, ha gozado de mucha paz y tranquilidad de estado, y continuado la sucesión y descendencia de aquellos insignes ciudadanos que la ayudaron a conquistar, y con las mismas leyes, fueros, y privilegios que sus Reyes naturales la dotaron, se han valido de aquella honesta libertad que sus antepasados con su mano y sangre les adquirieron. De donde ha sido que los ciudadanos han fundado en ella como en tierra firme, y peña viva de paz, sus casas y edificios tan espléndidos y magníficos, tan alegres y bien labrados como se ve: porque también es en esto aventajada a todas las de España, y no menos enriquecida en ropa, y escogidas alhajas (
halaxas) de casa que cualquier otra. Pues se afirma, que en plata labrada, en tapicería, y casas, tampoco hay otra su par. Y aunque es muy meditarranea y alejada de la marina, no por eso deja de ser muy proveída de las cosas de mar, así por ser también su río navegable, para copiosamente traerlas: como por la buena expedición y precio que para todo género de mercadería se halla en ella, con la demás hartura y fertilidad de su campaña de pan, vino, azeyte, azafrán, y pegujares, con todo género de frutales, y de infinita caza. Y así tiene cumplimiento de todo lo importante para pasar muy dulce y abastadamente la vida. Ni se sigue que por estar lejos de la mar, y metida en el centro y medio del reyno, y por el eso libre de los incursos y rebatos marítimos y ejercicios de guerra, deja de ser su gente belicosa. Pues demás que fuera de su tierra, en cuantas guerras se ha visto la gente Aragonesa (harán testigo dello Italia, Sicilia, Cerdeña, Mallorca y África) ninguna otra le ha puesto el pie delante: Pero si de belicoso es, pelear por su patria, y morir en defensa del estado y libertades de ella: no hay para esto más fieros leones que los Aragoneses: de cuyos admirables ingenios, y costumbres, pues se hablará adelante, bastará lo dicho por agora, porque volvamos a nuestra historia.

Capítulo V. Como partió el Rey de Zaragoza y fue a tener cortes en Daroca, a donde vino el Vizconde de Cabrera a darle la obediencia.

Entrado el Rey en Zaragoza, pensaron algunos de los señores de Aragón que allí fueron congregados, señaladamente los hijos de los grandes, que por ser el Rey de tan poca edad como ellos, se deleitaría de galas y juegos, con otros ejercicios de placer: para lo cual se preciabantodos, quien más podía de llevarle a fiestas y saraos de damas y otros muchos regocijos, a los cuales aquella edad no suele decir que no, por tener muy vivos los sentidos, y tan deseosos de apacentarse
en las cosas sensuales: pero el Rey, que ya de mozo llevaba los pensamientos muy altos, y de varón
perfetos como estuviese muy rendido a la disciplina de sus ayos, en lo que tocaba a su persona, y en el gobierno del Reyno, muy puesto en obedecer lo que deliberaban los de su consejo, gustaba poco de aquellas fiestas y devaneos, y dando sentimiento de esto a los suyos, publicaron cortes para la ciudad de Daroca. De manera que acabados de asentar los negocios y diferencias de algunos señores, con esta nueva ocasión se salió de Zaragoza con mucha gracia de todos, y pasó a Daroca, principal pueblo de Aragón, llevando consigo a la Reyna. Allí pues tuvo cortes el Rey, y en ellas, fuera de asentar lo importante a la jurisdicción de los oficiales ordinarios de la tierra, no hubo cosa notable sino la venida de don Gerardo Vizconde de Cabrera, que se intitulaba conde de Urgel, y con esto era uno de los principales señores de Cataluña. El cual poco antes se había apartado del servicio del Rey (porque hubo causas para repelirlo de su presencia) mas con su venida y obediencia mereció ser bien recibido. Luego dijeron los del consejo Real que esta venida y obediencia del Vizconde era fruto nacido del casamiento del Rey, por el cual se le doblaba ya la autoridad y respeto. Traía el Vizconde propósito de concordar, y atajar las diferencias que con otros tenía sobre el condado de Urgel (de las cuales se hablará adelante) pero no quiso el Rey por entonces poner mano en ellas. Aunque le prometió iría muy presto a Cataluña, y allí conocería de ellas, y las asentaría de su mano. Despedido el Vizconde, y concluidas las cortes, dio vuelta con la reyna casi por todas las villas y pueblos de Aragón, de Zaragoza abajo hacía Teruel, y siempre hallaba que sus criados y allegados, y más los ayos que tenían el gobierno de su persona, debajo su real nombre, habían innovado y reducido a su utilidad e interesse muchas cosas, así tocantes a su
patrimonio real, como al de algunos particulares, en notable daño de ambas partes. De esto le venían cada día muy grandes quejas con diversas demandas de restitución de haciendas, y aun honras: requiriéndole fuesen prontamente restituidos y satisfechos tantos y tan notables daños. En lo cual se hubo el Rey con muy grande prudencia, liberalidad, y justicia, disimulando los daños que le tocaban, y recompensando los ajenos, con toda la honra que pudo de sus allegados: con los cuales también se hubo con algún rigor, quitándoles por ello algunos juros, o caballerías de honor que por derecho militar pretendían debérseles, y ellos excesivamente habían usurpado. Con estos tan buenos oficios y ejecuciones de equidad y justicia que el Rey usaba, iba cada día de nuevo ganando la voluntad y gracia de sus pueblos, y engrandeciendo su autoridad y opinión para con todos.

Capítulo VI. De la cuestión y rencilla que se movió entre don Nuño Sánchez, y don Guillen de Moncada Vizconde de Bearne.

En esta sazón se movió una
quistió (cuestión), para simiente y principio de muchos males, entre don Nuño hijo del Conde don Sancho, y don Guillen de Moncada, Vizconde de Bearne, por cosa harto liviana: que fue por no haber querido don Nuño prestarle un halcón que tenía muy preciado. Sobre lo cual pasaron entre si malas palabras, y se apartaron el uno del otro. Como fuese divulgada esta rencilla, y de boca en boca, como suele, mucho más de lo que había sido, encarecida (porque a las veces, las cosas vienen a gastarse, y hacerse peores, con las palabras) nacieron de aquí algunas burlas que dasaron a injurias y desabrimientos entre los valedores de cada una de las dos
parcialidades. Habiendo pues quiebra en la amistad, que antes solía haber entre ellos muy estrecha, luego se dividieron en bandos, y al Vizconde se le ofreció por valedor don Pedro Fernández de Azagra, señor de Albarracín, hombre, como está dicho en el precedente libro, belicosísimo y poderoso: y a don Nuño don Pedro Ahones ayo mayor del Rey y de su consejo, Fue la cuestión al tiempo que el Rey y la Reyna iban a tener cortes en Monzón, con deseo de ver y contemplar de nuevo la fortaleza que antes le había servido de honesta cárcel, para que con la memoria de la sujeción pasada, gozase mejor del próspero y presente estado. Fue el negocio de manera, que antes que el Rey llegase a Monzón, el Vizconde, y el señor de Aluarrazin, trajeron consigo una banda de hasta 300 caballos ligeros, y secretamente los alojaron en Valcarria lugar de los Templarios junto a Monzón, con ánimo de acometer a don Nuño cuando pasase a las cortes. El cual como entendió esto, no fue a Monzón, sino que en compañía de don Pedro Ahones, con poca gente de caballo, salió al Rey al encuentro, que iba a Monzón, haciéndole saber de la gente de caballo que el Vizconde había metido en Valcarria, para de improviso salirle al camino, por tomarle desapercibido, para mejor aprovecharse de él: que le suplicaba mirase por la honra del Conde su padre y suya, y al Vizconde que estaba más sobrado en gente y armas que en esfuerzo y valor, le hiciese retirar de allí. Lo cual no podía negársele por ser su tan propinquo deudo, y de la casa real, y sin eso tan leal y fiel vasallo como el muy bien sabía. Sintió mucho el Rey el atrevimiento del Vizconde, y con un gran espíritu y esfuerzo de más que varón, dijo a don Nuño tuviese buen ánimo, que le prometía echar al Vizconde de la tierra, si no se moderaba: y que miraría tanto por su honor, y del Conde su padre, como por el suyo propio. Y así luego que entró en Monzón mandó a los del regimiento, pusiesen gente y armas por todas las torres y puertas de la villa, y que no dejasen entrar a ninguno de los principales señores y Barones que viniesen a las cortes, sin que él lo mandase, mas de con uno, o dos criados de compañía. Como esto supo el Vizconde por sus espías, fuese de Valcarria con toda su gente muy despechado. De esta manera fue don Nuño librado de todo peligro y afrenta. Pero el Vizconde viendo que no había podido ejecutar su rabia y furia en don Nuño, fuese la vuelta de Perpiñan, y tomando de camino más gente de a caballo, con el favor de sus parientes y amigos entró por el condado de Rosellón, que don Sancho poseía, y le destruyó, y dio a saco gran parte de los lugares de él, aunque no a la villa de Perpiñan por estar muy fuerte.

Capítulo VII. Que el Rey persiguió a los llamados que no vinieron a las cortes, y fue a Terrès, y confirmó el estado de los Moncadas, y estableció el condado de Urgel al conde Guerao.

Acabadas las cortes de Monzón, luego el Rey con la gente que de Lerida, y otros pueblos de presto hizo juntar, y con la que don Nuño traía para su defensa, movió guerra a ciertos Barones comarcanos, porque convocados para las cortes, menospreciaron a los convocadores, y no quisieron venir a ellas, antes mostraron apartarle de la obediencia y servicio del Rey. Con esta ocasión comenzó a tomar fuerza de armas, y reducir a la corona real algunas villas y castillos de estos barones, hasta que llegó a Terrès, villa pequeña y cercana a Lerida y Balaguer. Es esta villa, según fama de los que por algún tiempo han residido en ella, de las más sanas de España, o por la
subtilidad y pureza del ayre y aguas, o por algún buen vapor que sale de la tierra. El cual recibido por los sentidos purga el celebro, de tal manera que a los locos furiosos, y principalmente a los endemoniados, los llevan allí, para que sanen. Y así está en refrán muy usurpado por Cataluña; en comenzar uno a enloquecer, o endemoniarse: a este llévenlo a Terrès. Allí fue donde el Rey, por estar dentro, o en los confines del condado de Urgel, dio dos grandes muestras de su cordura y bien apurado jvicio. La una que tuvo por firme y grata la donación hecha por el Rey don Pedro su padre en favor de don Guillen de Moncada, gran senescal de Cataluña, y señor de las villas de Aytona, Seros, y Sos en los confines de Aragón y Cataluña, adonde el río Segre entra en Ebro, y la ratificó de nuevo, de las cuales hecho el Condado intitulado Aytona, gozan hoy sus propios descendientes por recta linea en nombre, sangre y armas, y es una de las dos más antiguas y principales casas de Cataluña. La otra fue haber remetido desde Daroca, a este lugar, la averiguación de las diferencias que el Conde Guerao tenía con otros, sobre el condado de Urgel, para ser más enteramente informado del hecho, y por no juzgar cosa contra derecho, sin oír las dos partes. Por cuanto habían nacido estas diferencias del tiempo del Rey don Pedro, cuando hizo guerra contra el mismo Guerao, porque muerto Armengol Conde de Urgel, se entró por el Condado con ejército formado, y echando de él a Aurembiax, hija y legítima heredera de Armengol, se alzó con él. Por esta causa le persiguió el Rey don Pedro, hasta que venciéndole en batalla, le prendió, y puso en prisiones, y cobró gran parte del condado. Pero muerto el Rey, con el favor de los suyos salió Guerao de prisión, y hecha su gente de guerra, como ninguno le resistiese, fácilmente cobró todas aquellas villas y castillos que el Rey le había quitado por armas, o voluntariamente se le habían entregado: haciendo en ellas grandes estragos y crueldades, saqueando y matando a todos los que se le habían rebelado, y seguido la parcialidad del Rey. De manera que después de haber el Rey entendido muy bien todo lo pasado, determinó de dar sentencia sobre ello. Y así sentado pro tribunali, y teniendo al Conde don Sancho, y a don Fernando sus tíos, que hizo venir allí, como por asesores a sus lados, en presencia de los más principales del reyno, llegó el Conde Guerao, y confesando con mucha humildad lo que había hecho, y pidiendo perdón de sus atrevimientos pasados.
El Rey que a todo esto estuvo muy severo, con mucha voluntad y gracia le perdonó. Y puesto que sabía por relación secreta, la poca justicia y acción que Guerao tenía al condado, determinó por entonces establecerle con ciertas condiciones. La primera que todas aquellas villas y lugares del condado que poseyese, diesen de allí adelante la misma obediencia, que antiguamente acostumbraban dar a los Condes de Barcelona, a los Reyes de Aragón y de Cataluña sus sucesores. La segunda que no embargase su posesión, quedase a Aurembiax hija del Conde Armengol salvo su derecho para poner demanda del Condado ante su Real jvicio, como lo puso, según adelante se dirá.

Capítulo VIII. Como el Conde don Sancho sabido el estrago grande que el de Bearne había hecho en Rosellón, se quejó al Rey, el cual le persiguió tomándole muchas villas y castillos.

En este medio que el Rey asentaba los negocios del Condado de Urgel, llegó nueva al Conde don Sacho del estrago grande que el Vizconde de Bearne como dijimos, había hecho en el Condado de
Rossellon. De lo cual tuvo gran sentimiento el Conde, y viendo que no bastaba su poder para resistirle, recurrió al Rey, pidiéndole su favor y amparo contra el Vizconde su enemigo, suplicándole que con su prudencia y mando absoluto compusiese y averiguase sus diferencias y quejas con el Vizconde: que le certificaba como él y don Nuño estarían promptos para si en algo habían injuriado al Vizconde hazerla enmienda que les mandase. El Rey que oyó esto, puesto que estaba mal con el Conde, y con razón, por los acometimientos pasados contra su real persona, pero teniendo respeto a sus canas, y ser tan conjunto suyo en sangre, y mucho más por la fidelidad y servicios de don Nuño su hijo, prometió darles todo favor y ayuda. Considerando que| también convenía refrenar con tiempo la soberbia del Vizconde, porque siendo el más poderoso señor de Cataluña, y tan emparentado con los más principales señores del reyno, no se alzase a mayores,
y llevase más adelante su porfía. Al cual envió primero a decir, y amonestar tuviese por bien de parar, y no correr más la tierra del Conde don Sancho. Pero el Vizconde tuvo en tan poco lo que el Rey le envió a mandar, que se dio mayor prisa en acabar de tomar ciertas fortalezas del Conde que estaban en el camino de la villa de Perpiñan, a la cual fue acercar de nuevo con toda su gente. Donde saliendo a él los Perpiñaneses con gran estruendo y poco orden, siendo capitán de ellos Gisberto Barberan, para dar una vista y sobresalto a los del campo, de tal manera se defendió el Vizconde, que mató al capitán, e hizo retraer a los Perpiñaneses hacia la villa, después de haber hecho grande estrago en ellos. Entendido por el Rey todo esto, y viendo crecer cada día más el orgullo, y desacatos del Vizconde: comenzó a salir con su ejército en campaña, y a perseguirle con guerra abierta: a quien siguió luego don Ramón Folch Vizconde de Cardona con gran número de gente de a caballo a su sueldo: así por ayudar al Rey, y a don Sancho en su buena querella, como por haberlas con el de Bearne, con quien estaba mal. Partió pues el Rey de Aragón a donde poco antes vino a hacer gente, y en volviendo a Cataluña, yendo para Perpiñan, de paso tomó ciento y treinta pueblos entre villas y castillos del Vizconde, con los de sus amigos y parientes, los cuales se le rindieron parte voluntariamente, parte por fuerza de armas, y los mandó luego confiscar y aplicar al patrimonio real, hasta que llegaron a una villa principal llamada Cervellón, Ceruellon, no muy lejos de Barcelona, y aunque estaba muy bien fortificada de gente y municiones, y cercada de muro fortísimo con su barbacana, luego que los de dentro vieron asentar las máquinas y trabucos para batirla (como de hecho se batió) a los 14 días después de puesto el cerco, se rindió, dándole a partido. En esta presa y cerco de Cervellón, no se hallaron con el Rey mas del Conde don Sancho, don Fernando, y don Nuño, con hasta 400 lanzas y 1000 infantes, ni se halló el Vizconde de Cardona: porque le fue forzado en aquella sazón partirse con la mayor parte de los suyos a sus tierras por apaciguar ciertos alborotos que se habían levantado.

Capítulo IX. Como el Rey puso cerco sobre la villa de Moncada, donde se recogió el Vizconde, y que estándola batiendo, fue rogado de don Sancho alzase el cerco de ella, y lo alzó.

Tomado Cervellón, pasó el Rey a poner cerco sobre Moncada. La cual como cabeza de todo el estado del Vizconde estaba con su castillo muy fortificado de munición y gente. Porque el Vizconde para hacer del resto en su defensa, se había recogido en ella con los principales de su linaje. Llegando pues el Rey a vista de la villa envió a decir al Vizconde como quería le recibiese en su villa por huesped: a esto respondió el Vizconde, que le hospedaría a buena gana, pero que no sería obligado a guardar el derecho y cortesía de hospedaje con huésped que tanto mal hace al que le hospeda. Oída la respuesta, mandó luego el rey poner cerco sobre la villa, y aunque pensó que había de durar mucho, determinó no partirse sin tomarla. En tanto que armaban las máquinas, y ponían en orden los demás pertrechos, fue el Rey con el maestre de campo, por hallar el lugar y asiento más dispuesto para plantar las máquinas, y dar los puestos a cada uno. Después de bien reconocido todo hallaron que en un collado que sobrepujaba la fortaleza se asentaría el Real mejor que en otra partes: y como comenzasen ya las máquinas a batir la fortaleza, y tentar los asaltos, la hallaron tan fortificada, y bien provista de toda munición y gente, a causa de haberse recogido en ella toda la familia y linaje de los Moncadas con su caudillo el Vizconde, que no se les podía hacer tanto daño, que no le recibiesen mayor los de fuera. Demás que tenían el agua segura, por tener una muy bella
fuente que nacía junto al muro. Mas los del Rey confiaban que los cercados eran muchos, a quien no menos la hambre que el ejército los rendiría. Porque al encuentro de cada puerta tenía el Rey escuadrones de soldados puestos para impedir la entrada y salida de la villa, a fin no les entrase provisión. Y sin duda los tomaran por hambre, si algunos de los capitanes del ejército Real no consintieran en que los de dentro fuesen
proueydos de vituallas y las demás cosas. Porque era tanta la amistad y parentesco del Vizconde con algunos principales del campo, y con eso tanta la ira y odio de los unos y los otros con el Conde don Sancho, a cuya instancia el Rey hacía esta guerra, que no faltaba quien dijese al Rey en cara con esta guerra y cerco, y quien poco a poco sembrase tanta distensión y zizania entre los Aragoneses y Catalanes del campo, que se sintieron algunas voces de motín, claramente diciendo, ser esta guerra injusta y malamente hecha, para robar, más que para pelear. Y de cuando en cuando se atrevían a decir mal del Rey, a quien no bastaba haber tomado tantas villas y castillos al Vizconde y a sus parientes y valedores, y haberlas confiscado, sino que aun quería haber su persona para arruinarle del todo. Y porque siendo el Rey tan mozo, era cierto que en todo se regía por el consejo del Conde don Sancho y de don Pedro Ahones, comenzaron los del ejército con grande desvergüenza a blasphemar de los dos de tal manera, que temiéndose de algún gran motín ellos mesmos persuadieron al Rey que alzase el cerco, por ser la fortaleza inexpugnable, y que no estaba bien a su persona Real perder tanto tiempo en ella. Y luego se salió secretamente del campo don Pedro Ahones, fingiendo alguna excusa, porque no tuvo allí por seguras su persona, y se fue a Huesca. Todo esto sintió mucho el Rey: pero viendo que los
mesmos Condes y don Nuño, por quien la guerra se hacía lo pedían con grande instancia, tuvo por bien complacerles pues se tenían por contentos de lo hecho contra el Vizconde. Y así levantó el cerco, donde se había detenido dos meses: y despedida la gente de guerra se vino para Aragón. Mas el Vizconde libre y seguro del cerco, juntó su gente, y comenzó de nuevo a destruir con mayor crueldad que antes, las tierras del Conde y de don Nuño.

Capítulo X. De lo que el Abad don Fernando maquinó contra el Rey, y las razones con que persuadió a don Pedro Ahones le favoreciese en la empresa.


Llegó don Pedro Ahones a Huesca donde halló al Abad don Fernando que poco antes se había salido del campo muy enojado, por lo mucho que el Rey porfiaba en perseguir al Vizconde don Guillen, que tan amigo suyo era, y persona de tan gran ser y poder, que sería bastante a poner al Rey y reynos en grande riesgo, para mayor daño y trabajo del Conde don Sancho y sus valedores. Pues como el Abad entendió, que el Rey había alzado el cerco de Moncada, pero que se le quedaba con los 130 pueblos confiscados, lo que había de ser causa para renovar la guerra contra don Sancho y don Nuño: y que de hecho hacía nuevas crueldades contra los de Rosellón: concluyó que era necesario por cualquiera vía que fuese remediarlo, y por valer al Vizconde su amigo, atreverse, si menester fuese, a la persona y autoridad del Rey. Para esto se confederó mucho con don Pedro Ahones, poniéndole delante el peligro en que estaba, y
desgusto con el Vizconde. Por haber sido el que más se había señalado por la parte y bando de don Nuño, y quien más había inducido al Rey para que emprendiese esta guerra, y aconsejado, se apoderase de los lugares del Vizconde, que a la postre todo llovería sobre él. Que para remediar esto había hallado ciertos medios muy convenientes, y para bien guiarlos, tenía necesidad de su consejo e industria: ni tuviese en esto respeto al Rey pues todo había de ser para más bien del mismo, y quietud de sus reynos: ni temiese de nada, que le sacaría a salvo de todo riesgo, y aun haría que de la empresa quedase bien rico. Y cierto que el celo de don Fernando no parecía del todo malo, sino que lo revolvió con muchos desacatos, y tiranías, contra la persona Real para sus propios provechos, y sobró al celo la malicia. La cual mostró mucho mayor, en no haber probado otros remedios más benignos antes de llegar a los tan ásperos de que usó. De manera que Ahones, con el temor que le ponían las cosas del Vizconde, y también con la esperanza de poner las manos en la hacienda real, sin más examinar el modo y ejecución de los designos de don Fernando, se le ofreció para todo bien y mal: en que emplearle quisiese.


Capítulo XI. Como acordados don Fernando y Ahones en ejecutar su propósito, se fueron para el Rey, y de la engañosa plática que con él tuvo don Fernando.

Después de estar ya muy de acuerdo don Fernando y Ahones en llevar adelante su mal fin y propósito, por lo mucho que se habían de aprovechar con esta empresa, salieron los dos juntos de Huesca a recibir al Rey que volvía de Cataluña, y despedido el ejército, era ya entrado en Aragón. Pues como tuvieron por cierto que volvería a ellos el gobierno, así del reyno a don Fernando, como de la persona del Rey, a Ahones, pensaron sería bien enviar por el Vizconde se viniese secretamente para acabar con el Rey se considerase con él, y le restituyese sus tierras: donde no, ponían por obra lo que tenían pensado. Con este acuerdo escribieron al Vizconde viniese sobre su palabra con poca gente a la corte del Rey, a un pueblo junto a Zaragoza llamado Tahuste, cuya tenencia era de Ahones, y cercano a otro pueblo llamado
Alagon. A este era llegado el Rey, y también la Reyna venía entonces a verse con él, para de ahí a pocos días entrar juntos en Zaragoza. Llegado el Vizconde, no curó don Fernando de confederarle con el Rey por otros buenos y honestos medios, que bien pudiera: sino valerse de otros con que pretendían él y Ahones, mucho más aprovecharse.
Y así se concertaron en sujetar al Rey de manera, que aunque le pesase hiciese lo que ellos querían, así en restituir las tierras al Vizconde, como en otras cosas que tocaban a intereses y utilidad de ellos mismos. Para esto pensaron de encerrar al Rey, y a la Reyna dentro de Zaragoza en su palacio real, y detenerle allí con buena guarda, sin que ninguno se viese y ni pudiese ver, ni hablar con persona, hasta en tanto, que se concertase con el Vizconde. Porque con solo esto habían de justificar su empresa con el pueblo, y con los Barones y señores del reyno, a quien también parecía mal el no restituir al Vizconde sus tierras. Para esto proveyeron que dos bandas de
caballos, y cuatro compañías de infantería estuviesen por los cuarteles de la ciudad. Lo cual hecho, salió de Tahuste don Fernando acompañado de muchos principales caballeros, que vinieron a visitar al Rey, y viniendo para Alagón, de camino envió a decir al Rey, como él y los principales caballeros del Reyno venían por acompañar su real persona, y a la serenísima Reyna en la entrada de la ciudad. Como el Rey oyó la embajada, conoció que este tan nuevo cumplimiento de don Fernando, se hacía con algún fingimiento, y sospechoso fin: todavía respondió, que recibiría de buena gana su venida: con todo eso mandó a sus mayordomos don Nuño, y don Pedro Fernández de Azagra, que a ninguno de los caballeros que venían con don Fernando dejasen entrar en el pueblo, más de cuatro, o cinco de los principales, y a los demás, por no haber en el lugar aposento para todos, los alojase por las caserías de fuera, o en otros pueblos cercanos lo mejor que pudiese. Después que les fue esto mucho encargado y mandado salió el Rey a caballo fuera del pueblo a recibir a don Fernando. El cual hizo muestra de quererse apear del caballo, y no consintiéndolo el Rey, fue de todos los demás que se apearon con mucho acatamiento saludado, con los cuales también se hubo muy afablemente. Volviéndose para la villa, o por descuido de los mayordomos, o adrede hecho, sin saberlo el Rey, se entraron con don Fernando por lo menos ciento de a caballo. Luego el día siguiente por la mañana se fue don Fernando para palacio, acompañado como el día antes, y en presencia de todos, tuvo una breve, pero bien lisonjera plática con el Rey, diciendo, como ni él, ni cuantos caballeros allí estaban, cosa tanto deseaban como servirle, y emplear vidas y haciendas por el acrecentamiento de su Real corona: por ver cuan próspera y felicemente se regía todo por su mando y gobierno, y cuan dichosamente se sucedía todo cuanto en paz y en guerra emprendía. Y así para que gozase enteramente de la tranquilidad y quietud de sus reynos por sus manos adquiridas, le suplicaba tuviese por bien de entrarse en Zaragoza, acompañado de tantos, y tan principales caballeros y señores, con el triunfo que se le debía. Como el Rey oyese y entendiese la disimulada y fingida plática de don Fernando, y mirando a todas partes de la cuadra, descubriese entre tantos, y tan apretados caballeros, la persona del Vizconde medio arreboçado, que sin licencia, ni consulta suya, se había venido de Cataluña, y le osaba parecer delante: demás desto, lo que a peor señal tenía, que ni don Nuño, ni Ahones, ni otro alguno de su consejo, se le allegasen, como solían, a la oreja para advertirle sumariamente lo que había de responder a la plática, tuvo por muy cierto, lo que poco antes había sospechado, que los suyos le vendían. Pues como todos los que allí se hallaban comenzasen a murmurar de él, porque no respondía a don Fernando: respondió con alegre semblante, que iría donde quisiesen: considerando entre si sabiamente, que en cualquier estado que sus cosas viniesen, y adoquiera que la fortuna las inclinase, sería mejor hallarse dentro de la ciudad que de fuera, confiando de sus fidelísimos ciudadanos que no le faltarían.

Capítulo XIII. Que el Rey y la Reyna entraron en Zaragoza, y fueron aposentados, por don Fernando en la Suda, y en ella encerrados, y de lo que pasó sobre esto (sobresto).

Partió el Rey con la Reyna, de Alagón, con todo el acompañamiento que don Fernando
traxo, y se entró en Zaragoza, sin permitir se le hiciese recibimiento alguno, y fue aposentado en la Suda, palacio real antiguo (que agora llaman la puerta de Toledo, y es pública prisión para los delincuentes) adonde don Fernando, dada razón de su intención al Conde don Sancho, que siempre se retenía el universal gobierno del Reyno, y prometiéndole que esto sería medio para confederarle con el Vizconde de consentimiento suyo se asumió todo el cargo, y con la compañía de Ahones que tenía el de la persona del Rey, entendieron en continuar su propósito. Y a la hora llamaron a dos capitanes de la guarda del Rey, Guillen Boyno, y Pedro Sánchez Martel, a los cuales engañaron con buenas palabras, mostrando quererles descubrir un grande secreto, sobre negocio importantísimo, a fin de librar al Rey de un grandísimo peligro que su Real persona corría, a causa de cierta secreta conjuración de que se temían, y convenía tener al Rey por entonces muy encerrado y recogido con buena gente de guarda: tanto, que ni el Rey había de ver, ni ser visto de nadie más de ellos dos solos, ni le habían de perder de vista noche y día: ni tampoco comunicasen con algunos para dar razón de lo que pasaba. Y así encomendaron al uno la guarda y custodia de la persona del Rey, y al otro la guarda de palacio, y de abrir y cerrar puertas, teniendo muy gran cuenta con los que subiesen la comida y cena, porque hasta en esto corría riesgo su salud y vida. Los capitanes creyeron muy de veras todo lo que don Fernando y Ahones debajo de gran secreto les dijeron, y más el premio que por esta fidelidad y servicio les prometieron. Con esto, aquella noche después de haber cenado el Rey y la Reyna, Ahones despidió todos los criados y criadas del Rey mandándolos pasar a otro palacio que les tenía aparejado: dejó dos camareros para el Rey con dos dueñas para servir a la Reyna, con todo el aderezo (adreço) de recámara que convenía: y de presto mandaron cerrar todas las puertas y ventanas de palacio, dejando solamente algunas claraboyas (clarauoyas) altas para tener claridad (claredad), de manera que por ellas ni pudiesen ver, ni ser vistos los encerrados, ni hablar, ni escribir a nadie, sin voluntad y consentimiento de don Fernando: del cual muy a menudo recibía el Rey billetes (villetes) prometiendo librarle de la clausura, luego que mandase restituir al Vizconde y a sus parientes y amigos, las tierras que les había tomado, y le mandase pagar por los daños que con la guerra hecha le había causado xx. mil Morabatines de oro. De otra manera, ni cobraría jamás libertad, ni vería el fin de sus pretensiones. A lo cual el Rey difería de dar la respuesta, pidiendo le dejasen comunicar este negocio con algunos del consejo, y que se oyesen sus pretensiones: que le truxesen a don Atho de Foces: su antiguo (antigo) y fiel criado. Lo cual como entendiese por ciertas vías don Atho, y antes de ser llamado se ofreciese para ir al Rey, fue por don Fernando repelido, con tanta cólera, que de enojo que tomó desto don Atho se fue a Huesca, y hasta que el Rey estuvo en libertad no volvió a Zaragoza. Fue cosa grande y de gran marauilla, no haberse levantado ninguno de los señores y Barones del reyno contra don Fernando por el encerramiento del Rey, y a liberarlo (libertarlo).
Pero fue mayor el artificio y maña de don Fernando con el consejo de Ahones, en publicar y encarecer los daños y rebeliones que se habían de seguir en Cataluña no restituyendo el Rey las tierras que había tomado al Vizconde: el cual estaba allí presente, y con tantas amenazas quejaba del Rey, y justificaba su demanda, que fácilmente se persuadía la gente, y daban por bueno, lo que don Fernando hacía. Mayormente que de cada día prometían que por horas se acabaría esto con el Rey, y sería para librar a los dos Reynos de muy grandes trabajos y guerras, y pues la persona del Rey no padecía detrimento, disimulaban todos con el encerramiento, y aguardaban de cada hora el remedio. Pues como el Rey se viese perdida la libertad, y por su más propinquo deudo, y ayo, privado de la conversación y plática de los suyos: y más, que ni los ciudadanos de Zaragoza, de los cuales confiaba tenían cuenta con sus cosas, hacían movimiento alguno, mandó llamar a don Pedro Ahones, que en estos negocios se mostraba poco, y obraba mucho, siendo la segunda persona de esta conjuración, no tanto para rogarle por su libertad, cuanto por desparar en él su cólera.
El cual vino, y en entrando le recibió el Rey con alegre semblante.
Y tomándole por la mano, se retiraron a una parte del aposento, y sentados los dos el Rey con rostro severo le habló de esta manera.

Capítulo XIII. Del razonamiento que pasó el Rey con don Pedro Ahones su ayo sobre el encerramiento.

No puedo cierto, don Pedro, dejar de mucho maravillarme de vuestra gran falta de conocimiento, y poca memoria de lo que habéis siempre sido y valido. Pues
olvidando os así de las obligaciones que el Rey mi padre, y yo os tenemos por los buenos servicios que a los dos habéis hecho, como de los muchos beneficios y mercedes que de los dos habéis recibido, queráis agora cargar sobre mí tantos desacatos, para borrarlo todo. Porque no solo me habéis infamado poniéndome en esta prisión como a público delincuente, pero también sujetado al vano juicio (juyzio) que sobre ello de mí harán todos mis vasallos. Lo cual como de suyo sea negocio muy atrevido y desacatado, cierto que en vos viene a ser muy más que alevoso y feo: no tanto porque con alguna razón buena, o mala, si quiera, cuanto porque sin ninguna, os habéis preciado de perseguirme. Pues es cierto que ni por temor de que por mi parte os había de sobrevenir algún grande mal: ni por esperanza que de cualquier otro alcanzaríais (alcançariades) mayor bien, os ha forzado razón alguna para rebelaros así contra
mi persona. Porque ni en mí, que de muy niño me criaste (criastes), habéis (haueys) descubierto tan duro y cruel pecho, que podáis (podays) sospechar, tengo en siendo varón, usar con vos lo que el Emperador Nerón con su maestro Séneca: ni tampoco esperar, que la dignidad y estado a que por mi mano habéis llegado, la podáis en ningún tiempo mejor gozar, que yo reynando. Como sea verdad, que no solo habéis llegado por mi favor, a ser de mi casa el primero, y por mi liberalidad y larga mano, entre los grandes de mis reynos el más rico: pero aun entre los de mi Real consejo soys el más preminente: y que de tal manera os he dejado regir, y gobernar mis reynos a vuestro libre albedrío, que parece me habéis valido más de compañero en el reynar, que de consejero. Pues como (porque lo digamos todo) no os acordays de lo que algunos competidores vuestros con extraños modos han procurado echaros del mundo, por derribaros de este estado y gracia que de mí habéis alcanzado? entre otros, don Artal de Luna, a quien con vuestro mal trato distes tales ocasiones, que muchas veces pusiera las manos en vos, si de mí a él no le fuera a la mano. Mas como todo ello lo tengáis en poco, y a mí en menos, por lo mucho que agora estáis falto de consejo, seguís con grande afición la parcialidad y bando de don Fernando, a quien poco antes perseguíais (perseguiades) como a mi cruel enemigo: haciendo trueco y cambio de vuestro natural Rey y señor, por servir a un tirano: a efecto que en este medio que yo soy el tiranizado, os partays entre los dos los honores y caballerías, con todos los provechos del reyno: y a mí que con tanto trabajo
procurastes de asentarme en el trono real, me veáis de señor y Rey convertido en vuestro esclavo y prisionero. Sea como quisieredes, salido habéis con la vuestra, del Rey y Reyno habéis triunfado. Pero guardaos de alabaros de la victoria, porque tengo por cierto que ninguna ventaja me llevaréis en olvidaros vos tanto de las mercedes y favores que de mí habéis recibido, cuanto yo siempre me acordaré de los desacatos y afrentas que con esta prisión me habéis causado. En acabando de decir esto el Rey, porque no le venciese la justa ira para con Ahones, volvió las espaldas, y se entró en otra cuadra, cerrando tras sí la puerta, por no verle más, ni oírle. Como el viejo se vio solo, y tan convencido del Rey mozuelo, quedose como atónito y pasmado: de allí se fue para don Fernando a quien contó puntualmente lo que con el Rey había pasado. Pero aprovechó poco, porque como los dos tenían por libertad y provecho suyo la prisión del Rey, perseveraron en su dañada empresa, y por eso tanto más priessa se dieron en repartir entre si y sus amigos y allegados, los cargos honrosos y caballerías reales: no consintiendo que llegase cosa a manos del Thesorero real, porque lo cogían todo para si.


Capítulo XIIII (XIV). De las pláticas que el Rey tuvo con la Reyna sobre su salida, y de los buenos consejos que oyó de ella, y como a la postre salió por mano de don Fernando, y lo demás que hizo.

De todas estas cosas hacía sus discursos el Rey y aunque hallaba algún desvío y consuelo para
lo demás de sus desgracias, no podía tomar en paciencia, que sin haberle acometido don Fernando con algunos honestos medios, y buena plática en el negocio del Vizconde, hubiese usado con el de un tan vil y afrentoso medio, como haberle encerrado. Considerado esto, y vista la obstinación y poca enmienda (emienda) de Ahones, después de la plática que con él tuvo, conjeturó prudentísimamente, que el
interesse y provechos particulares que se repartían él y don Fernando,
los tenía ciegos, y que así cuanto más se alargase su encerramiento, tanto más crecería la avaricia de ellos, y el Rey no iría padeciendo en su gobierno. Y así imaginaba noche y día todos los modos posibles para salir de aquella prisión, y mostrarse al pueblo: tanto que había determinado de escalarse por una de las
clarauoyas abajo con la Reyna, si quería seguirle. Pero la Reyna como sabia y magnánima, confiando habría otra mejor salida para las cosas del Rey, no vino bien en ello: no temiendo tanto el peligro del escalarse, cuanto la ignominia y afrenta que de huir al Rey se le seguiría: antes varonilmente le amonestaba se encomendase a la gloriosa madre de Dios, a cuya devoción y nombre de niño se había ofrecido: porque con el mismo favor que fue por ella librado de las manos del Conde Monfort, y fortaleza de Monzón, se vería libre con mucha honra del trabajo que padecía. Viéndose el Rey alcanzado de tan santas y buenas razones de la Reyna, tuvo por bien de sosegarse y seguir su consejo. Volviendo pues don Fernando a requerir al Rey, que juntamente con la restitución de las tierras del Vizconde, se le rehiciesen los daños sin faltar nada: determinó de venir bien en ello, con el parecer de la Reyna. Y así despachó luego sus provisiones, y patentes para que todos aquellos pueblos de Cataluña se restituyesen al Vizconde y a los suyos. Maravilláronse
muchos porque antes el Vizconde, cuando volvió con su gente de Rosellón, y estando el Rey preso, no fue de presto a cobrarlos. A esto se responde, que se tiene por cierto lo intentó, pero que halló resistencia en los mesmos pueblos: así porque no les traían provisión del Rey para absolverles del juramento y homenaje que le habían dado: como porque estimaban más ser del Rey que de señor particular. Con esto comenzó el Rey de gozar de libertad, y salió del encerramiento, pasados veinte días justos que entró en él: quedándose don Fernando con la general gobernación de los reynos, por mucho que algunos señores y barones sintieron mal dello, y aunque reclamaron, no les aprovechó por lo que don Fernando con la sagacidad de Ahones se había apoderado de todo. Puesto el Rey en libertad, en el mismo punto envió a la Reyna a la ciudad de Borja, que se sentía preñada, y llegado su tiempo parió al Príncipe don Alonso, de quien adelante hablaremos, y así se partió de Zaragoza: que por la prisión que en ella tuvo, y disimulación de los ciudadanos la tenía medio aborrecida, y se
fue a Monzón, siguiéndola don Fernando con su poca vergüenza con los demás cortesanos y prelados que allí se hallaron. A donde disimulando el Rey con gran cordura lo pasado, y poniendo en plática lo que convenía tratar para el gobierno del Reyno, comenzaron unos y otros a proponer cosas, que
socolor del bien común, tiraban al suyo propio de cada uno por el buen ejemplo que don Fernando y Ahones poco antes les habían dado. De lo cual el Rey quedaba muy sentido, viéndose corto de autoridad y fuerzas, para refrenar tanta soltura, así por sus pocos años, que apenas llegaba a los xvj como por la liga que había entre los del consejo. Mas como no se determinasen en cosa cierta, ni de propósito, el Rey despidió las cortes, y porque le fue forzado, volvió a Zaragoza, a donde insistiendo mucho a los ciudadanos (quizá temiéndose por algún tiempo de la ira del Rey por la disimulación pasada) confirmo con mucha liberalidad todos sus fueros y privilegios. Y también estableció de nuevo a don Gonçaluo Ioan gran Maestre de calatrava, la concesión que el Rey don Alonso su aguelo había hecho de la villa de Alcañiz a su orden, con ciertas reservaciones de derechos y preminencias, por ser de los más principales pueblos del Reyno.


Capítulo XV. Como para concluir las cortes de Monzón el Rey se vino a la ciudad de Tortosa, cuyo asiento y cumplimientos de tierra se describen.

Partióse el Rey de Zaragoza para la ciudad de Tortosa, con fin de concluir en ella las cortes
que comenzaron poco antes en Monzón, para dar orden como poder reprimir las salidas y cabalgadas que los Moros de Valencia hacían en las fronteras de Cataluña, cautivando los Cristianos, y por el rescate destruyendo la tierra. Para esto le pareció sería esta ciudad muy al propósito, poniendo en ella una buena compañía de gente escogida, que estuviese en guarnición, con apercibimiento para salir contra los Moros luego en desmandarse, y hacer muy grande estrago y matanza en ellos, por escarmentarlos: por ser Tortosa tierra poderosa para sustentar esta y mayor guarnición de gente. Mas porque se entiendan sus cumplimientos y excelencias, brevemente describiremos su asiento y fertilidad de campaña, con las comodidades y provechos que por el río y vecindad de la mar se le siguen. Está fundada esta ciudad en los extremos de Cataluña hacia el mediodía, enfrente del reyno de Valencia, a la halda de un monte alto que la defiende de la tramontana: por estar por el poniente y medio día cercada del grande y caudaloso río Ebro, a la ribera del cual está extendida como una media luna. Tiene por el oriente el mar tan cerca, que se puede llamar marítima, así porque no dista de él más de cuatro leguas, como por ser el río tan navegable de allí a la mar, que con galeras se puede subir hasta dentro de ella, y con barcos muchas más leguas río arriba. De donde le viene ser la más proveída ciudad de la Europa, de muy excelente pescado: el cual se sube río arriba y cría en él con grandísima abundancia; porque son de las muy raras y gustosísimas especies de peces (pesces), los que en él se pescan entre otros, Lampreas, Asturiones, Sabogas, Mujoles, y Atunes, con otros géneros de pescado pequeño. De los cuales por su delicadeza y gran copia hacen mucha mercaduría los ciudadanos. Porque puestos en pan, y distribuidos por todos los tres reynos, demás de que se conservan libres de corrupción muchos días: son de tan suave gusto y delicado sustento, que muchos que pasaron con ellos regaladamente los ayunos de la cuaresma, llegados al carnal, no son parte las carnes y
volatería para que los olviden. Mas aunque dan estos peces gran hartura y ganancia a la ciudad, no por eso carece de muy buena provisión de carnes. Porque de más que sus montes abundan de muy excelente caza de venados, y toda montería, también se crían en los campos y llanuras copia de ganados mayores: con muy apacible vega llena de todo género de mieses y frutas. Por donde viene a ser esta ciudad no solo muy proveída de todo lo necesario para la vida humana, pero de su propio asiento es muy habitable y deleitosa: si la gente, que es de lo más afable de Cataluña, a la cual el Rey en su historia tanto alaba de valiente y belicosa (por ser muy diestra en el ejercicio de la ballestería), convirtiese su belicoso furor contra los Turcos y Moros, y no como suele algunas veces, contra si misma.


Capítulo XVI. Como don Fernando y Ahones burlaban del gobierno del Rey por el edicto de guerra que publicó sin consultarlo con ellos, y como fue a cercar a Peñíscola.


Acabó el Rey en Tortosa las cortes, de donde se partió luego, enfadado de la desordenada ambición y soberbia de don Fernando y Ahones, que por haberles salido tan a su salvo el acometimiento de la prisión pasada, eran en el gobierno y trato más intolerables que antes. Pues no solo se había usurpado el cargo de la general gobernación del reyno, pero cuanto el Rey, con el buen consejo de otros, mandaba hacer, se lo estorbaban, y pretendían que así como el conde don Sancho como a viejo caduco, así al Rey como a muchacho, y de poca experiencia, le habían de privar del gobierno.
De manera que por apartarse el Rey de ellos, se fue a una villa cerca de Tortosa, llamada Horta, que era de los caballeros Templarios. Los cuales con los de la orden del
Ospital, desde su niñez siempre favorecieron mucho a su Real persona, y mantuvieron su autoridad y respeto fidelísimamente. Quedáronse en Tortosa don Fernando y Ahones que no quisieron seguirle, y como el Rey se vio libre de ellos, a consejo de los mismos caballeros comendadores, y otros Barones de los dos reynos, que en no estar con él don Fernando acudieron a ofrecérsele, hizo un edicto general, por el cual mandó a todos los barones y caballeros de los dos reynos, que tenía del gages y caballerías de honor, y de sus Reyes antepasados y también a las villas y ciudades reales, que para cierto día se hallasen juntos con sus personas, armas y caballos, y la más gente que pudiesen: porque había de mover guerra a fuego y a sangre contra los moros del reyno de Valencia, para el ensalzamiento de la fé católica, y destrucción de la secta Mahomética, y por reprimir las correrías y daños que estos hacían en los reynos de Aragón y Cataluña. A este edicto, no solo no obedecieron don Fernando y Ahones, por haberse hecho sin consulta suya, pero con gran ultraje lo menospreciaron, y procuraron con algunas villas y ciudades reales dejasen de obedecerle, que ellos los librarían de la pena que por ello incurrirían. Con esto, no curando del Rey, se fueron los dos a holgarse a Zaragoza, para contemplar desde allí lo que el Rey haría sin ellos, y burlar, como decían, de sus pueriles empresas: las cuales no querían estorbar del todo, por no perder la esperanza de algún siniestro suceso en la persona del Rey, por ocasión y asidero de cosas nuevas, que por hallarse muy ricos, emprendería de buena gana. Mas el Rey, puesto que sentía mucho estos menosprecios que le refrescaban las llagas pasadas, y que no faltaba quien muy de veras le animaba para proceder contra los burladores a castigarlos: determinó como prudente, por entonces disimular con ellos, confiando que con el tiempo no le faltaría alguna ocasión para tomar la enmienda, alomenos de los atrevimientos y soberbia de Ahones, de quien se tenía por mucho más ofendido. Pues como llegasen dos compañías de infantería, con otras dos bandas de caballos ligeros: de Cataluña: y más otra tanta gente que de Aragón trajeron (truxeró) don Blasco de Alagón, y don Atho de Foces, con don Artal de Luna, el cual siempre zahería (çaheria) al Rey los favores hechos a Ahones: salió de Horta con ellos, y con los Comendadores de las dos órdenes, a hacer una entrada por los primeros pueblos del Reyno de Valencia, mientras llegaba el término de la convocación de Teruel. Pasó pues a vista de Tortosa ribera de Ebro abajo, donde recogiendo los ballesteros de ella, llegó con mediano ejército a la marina, y fue por ella adelante hasta meterse dentro del reyno de Valencia. A donde hechas sus arremetidas, talando los campos y haciendo presa en los lugares marítimos, llegó a poner campo sobre la villa de Peñíscola; a la cual los Cosmographos, por lo que se dirá de ella, llamaron Península, y esta toda ella asentada sobre un grande cabo, o promontorio que entra en la mar, y que por su grande altura servía de atalaya para mar y tierra por toda aquella frontera. Por esta causa el Rey de Valencia la tenía bien guarnecida de gente y municiones como una de las más principales plazas del Reyno, y por eso tanto más nuestro Rey la codiciaba con mucha razón. Porque su asiento de más de ser naturalmente fuerte, representa de su misma figura un grandísimo monstruo, compuesto de cosas casi contrarias entre si, sino que todas ayudan para más fortificarlo. El cual por ser raro, y que en ninguna otra parte del mundo se entiende haber otro semejante sitio de Fortaleza, por haberle visto, describiremos en el capítulo siguiente lo que se puede decir de él.

Capítulo XVII. Del extraño asiento (aßiéto) de la fortaleza de Peñíscola, y como la fortificó, y se defendió en ella Papa Benedicto Luna, todo el tiempo de su pontificado.

Tiene este promontorio, o cabo de Peñíscola (que por la punta mira al sol cuando nace, en derecho de la Isla de Mallorca) de cerco mil pasos. Y así de ancho como de largo por ser el suelo áspero y desigual, hasta 500. su asiento y cuerpo de él es un perpetuo peñasco altísimo, y que se va cuanto más sube estrechando, y por todas partes, sino por donde está la población asentada, hecho a peña tajada. Al cual cerca la mar casi del todo, que solo queda descubierto el paso con que se junta con la tierra firme, y a esta causa le llamaron en lengua Latina Península, que quiere decir casi Isla: pero este paso es tan estrecho, que las más veces en crecer las olas del mar viene a ser Isla del todo, y tal se queda agora artificiosamente hecha. La altura del promontorio es tanta, que de más de lo mucho que alegra con su espaciosísima y muy extendida vista de mar, y tierra suelen descubrirse las naves de allí a 30. millas. Hay en lo más alto una plaza tan ancha que se pudo edificar en ella una inexpugnable fortaleza, con un templo y palacio tan grandes, que pudieron aposentarse en él los que abajo diremos: quedando sola aquella parte del monte que mira a la tierra, y está algo pendiente para el asiento de la villa, con una sola puerta para entrada y salida de ella. La cual tan bien está defendida de un bravo e inexpugnable baluarte, con su puente de madera levadiza para la tierra. También el mar que rodea el promontorio por ambas partes y por delante es tan profundo que para pequeñas naves hace fondo: y sino del Levante, que a todas partes la descubre, contra los demás vientos, no solo se defiende con la altura y oposición del monte (pasándole las naves, como quien hurta el cuerpo, del un mar al otro) pero aun contra los corsarios están ellas con la fortaleza y su artillería por toda parte defendidas. Finalmente hay dos cosas que hacen el asiento de ella admirable, y como monstruoso. Una es las muchas cuevas y cavernas que hay en lo íntimo y profundo del monte, tan abiertas y penetrables al mar, que las olas salen por las bocas dellas con grandísimo ímpetu y estruendo, revueltas con infinito número de conchas (pesces que llaman Saxatiles los Latinos) y que siendo las peñas fundamentales por lo intrínseco del monte tan combatidas del continuo ímpetu del mar, no solo no se rompen, ni menguan, pero se aprietan y con la sal del agua más se fortifican. La otra es una fuente clarísima y dulcísima que con gran golpe de agua nace en lo más bajo del pueblo, entre las bocas por donde salen las olas saladas, solamente para el uso y servicio de la fortaleza y villa, pues luego a seis pasos de donde nace vuelve a hundirse en la mar. Porque se vea como naturaleza usó casi de artificio, para fortalecer, y hacer inexpugnable este lugar. Como lo conoció bien el Papa Benedicto xiij, de su nombre propio llamado Pedro de Luna aragonés de la villa de
Caspe: cuando estuvo en ella retirado. Cuya historia aunque bien divulgada por otros, todavía por lo que toca a la Fortaleza de la cual se valió él para su habitación y defensa, la referiremos aquí brevemente. En el año del Señor 1394. muerto Clemente Pontífice, que residía en Auiñon, el colegio de sus Cardenales, eligió en Pontífice a este Pedro de Luna Cardenal, que tomó nombre de Benedicto xiij. El cual teniéndose por verdadero y canónicamente elegido Pontífice (no embargante que el Rey de Francia comenzó a mostrársele contrario) se contentó con la obediencia que le daba la nación Española con la provincia de Guiayna. Mas para mejor y más seguramente poder regir su Pontificado en competencia de otros dos Pontífices que había electos, se recogió en esta fortaleza de Peñíscola, donde edificó el palacio y templo que dicho habemos, tan magníficos y suntuosos, que pudieron residir en ellos la persona del Pontífice con sus Cardenales por muchos años, y con el fortísimo sitio del lugar, defenderse de los que procuraban su deposición y anular su dignidad y persona. Y aunque los dos que concurrieron con él, por orden y decreto del concilio de Constancia renunciaron el Pontificado: pero Luna, ni por las exhortaciones y censuras del concilio, ni por la intervención de ruegos de los Reyes Cristianos, ni por la venida, e intercesión del Emperador Sigismundo, que para solo efecto de quitar tan gran scisma vino de Alemaña a Perpiñan, adonde fue Luna a verse con él, jamás pudieron acabar que renunciase como los otros. Ni hay que dudar, sino que la confianza de su fortificada Peñíscola, y seguridad que allí tenía de su persona, le hizo con tan larga vida perseverar en su pertinacia. Porque los años de su pontificado pasaron de 30, y los de su vida llegaron a noventa.

Capítulo XVIII. Como apretando el Rey el cerco de Peñíscola, temió el Rey de Valencia no pasase adelante, y procuró treguas con él, y le dio los Portazgos de Valencia y Murcia.


Volviendo al Rey, luego que acabó de reconocer el sitio e inexpugnable asiento de la villa, no quiso batirla, sino para atemorizar a los vecinos, poner el cerco y hacer arremetidas por los contornos, talando los campos, robando y quemando las caserías, y poniéndolo todo a cuchillo. De esto llegó luego la nueva a la ciudad de Valencia, y como suelen las cosas crecer con la fama, no solo se dijo que el Rey había tomado por asaltos a Peñíscola, y pasado todos a cuchillo, pero se afirmaba, que con todo su ejército venía a gran furia para la ciudad, y que estaba ya en Murviedro, a 4 leguas de ella. Con esta nueva súbita y tan espantosa Zeyt Abuzeyt Rey de Valencia con todos los principales, y pueblo se hallaron tan atajados, que del temor y espanto, se levantó tan grande grande alarido por toda la ciudad como si les entraran ya los enemigos por las puertas. Mas en haber llegado segunda nueva, y entendido que ni el Rey, ni su ejército habían pasado de Peñíscola, antes se estaban sobre ella, cobraron aliento, y luego enviaron embajadores para que hiciesen treguas con el Rey: y solo que alzase el cerco de Peñíscola, y se fuese de todo el reyno, prometiesen darle cada año el Quinto de los Portazgos de Valencia para Murcia. Pareció al Rey, y a todos los de su consejo no solo
provechoso el partido que Abuzeyt ofrecía, pero muy aventajado y honroso; por haber con sola la fama y opinión, más que con hecho de armas, acabado una apenas comenzada guerra, y con ella
tomado el corazón a los enemigos, que por tiempo había de acometer de propósito.
Y así reconocidos los poderes de los embajadores, se firmaron los capítulos y obligaciones de las treguas y portazgos. Mas aunque algunos dudan de esta salida del Rey, y del cerco que puso sobre Peñíscola, por cuanto en su historia no hace mención de ella, sino de los portazgos que le ofreció el Rey de Valencia por las treguas que se le otorgaron: con todo eso ya fuera la duda, así porque como otros escritores afirman, el Rey vino con ejército formado sobre Peñíscola, y la puso en grande aprieto, como porque el pedir treguas, y otorgar portazgos presuponen alguna grande opresión y necesidad de guerra, en que el Rey puso al de Valencia. Y no es bien que se borre en muchos
escritores lo que solo uno se olvidó. Y así parece cierto, que por alguna gran fuerza de armas le concedieron las dos cosas, y ninguna otra se halla que pudiese ser por entonces, sino, o porque el Rey alzase el cerco de Peñíscola, o porque el Rey hubiese hecho muestra de pasar adelante con su ejército contra la ciudad, ni obsta lo que el Rey de si dice, que vino a Teruel adonde había de juntarse el ejército: cuya tardanza, y falta de provisiones, causó la concesión de las treguas,
porque como sea poca la distancia de Tortosa a Peñíscola, y de allí a Teruel, así se pudo hacer lo uno y lo otro, y que el Rey hiciese un acometimiento contra Peñíscola, y que a causa de no haberle acudido el ejército que esperaba, hubiese sido forjado de otorgar las treguas en Peñíscola, y publicarlas en Teruel, donde había de ser la junta del ejército. Concuerda pues con la historia del Rey, que las treguas se concluyeron en Teruel: pero así de ellas como de los portazgos la
principal causa fue el cerco puesto sobre Peñíscola, como arriba hemos dicho. Mas porque en esta, y en otras muchas partes de su historia, el Rey hace muy honrosa memoria de Teruel y sus ciudadanos: ni se halla que emprendiese jornada alguna de guerra sin el favor y compañía de ellos, será bien que digamos algo de su antiguo origen y poderío, con el asiento y fortificación de su ciudad, y de otras cosas muy memorables de ella.



Capítulo XIX. De la origen y fundación de la ciudad y comunidad de Teruel, y de su poder, y valor de ciudadanos.

Fue siempre Teruel célebre ciudad y cabeza de los antiguos Edetanos montanos del reyno de Aragón, que hoy llaman los Serranos, y para los de Valencia está puesta al Septentrión, llamada Teruel, como se cree, por el río Turia que pasa por ella. Puesto que tiene la ciudad por armas un toro que mira a la estrella del norte, para denotar la fortaleza y norte que tuvo siempre en su gobierno. Fue conquistada y ganada de los moros en el año del Señor 1170, y 1171, por el Rey don Alonso segundo que estuvo 15 meses sobre ella, y la ganó con el favor e industria de ciertos capitanes Aragoneses, y Navarros que se señalaron mucho en la conquista, a los cuales por conservación de
la tierra, mandó quedar a poblarla, como a cabeza y guarda de toda la Serranía, que dijeron de Ydubeda, Y así por atraer gentes para habitarla, como por estar puesta en frontera, donde cada día se había de venir a las manos con los moros de Valencia, el mismo Rey les concedió gozasen de los más favorables fueros y privilegios que se hallaron en toda España, como fueron los de Sepúlveda (Sepulueda). Por donde con estas libertades, y ser la tierra fértil de pan y de ganados mayores y menores, con el rico trato de lanas y paños, y sobre todo con las continuas cabalgadas que hacían en el reyno de Valencia contra los Moros, se dieron tan buena maña que en poco tiempo levantaron su ciudad fuerte y muy bien labrada, cercándola de alto y bien torreada muro, y así en las casas como en los demás edificios públicos; es comparable con cualquier otra. Demás que de su tamaño, así en muchos grandes y muy suntuosos templos, con sus torres de campanas altísimas, y artificiosísimamente hechas de tierra cocida: como en número de sacerdotes, se halla
ser de las señaladas de España. De donde le ha venido que por verla tan bien dispuesta para ello, en estos tiempos, a suplicación de la Majestad de nuestro gran Philippo II, por concesión de nuestro muy santo padre Gregorio Papa xiij, ha sido fundada iglesia catedral y obispado en ella. Finamente como concurrieron de los más antiguos y buenos linajes de Aragón y de Navarra en su conquista.
Y así fue de su principio poblada de gente valerosa, hidalga, y belicosa. De ahí vino que todos los pueblos que están en sus contornos, que también fueron luego de Christianos, viendo el buen gobierno y prudente trato que los de Teruel tenían en la administración de su ciudad y
repub. y la razón y justicia que a todos guardaban, hicieron voluntaria amistad y comunidad con ellos, entregándoles el gobierno de todos sus pueblos, que son no menos de ciento. Con esta hermandad y junta de pueblos ayudados los de Teruel, y ampliada su jurisdicción con el favor de sus fueros y privilegios, se ejercitaron mucho en las armas, y llegaron a valer y poder tanto en las cosas de la
guerra, que de ninguna gente así de a pie como de a caballo se valió el Rey tanto para la conquista de Valencia como de la de Teruel. Confiésalo esto el mesmo Rey en su historia, y también dice de un noble ciudadano llamado Pascual Muñoz, el cual había sido antes criado del Rey don Pedro su padre, que fue tan rico, y liberal que de su hacienda y bienes, con lo que se valió de sus amigos, prestó al Rey gran suma de dinero, e hizo provisión de mantenimientos para el ejército que traía
el Rey, por espació de 20 días. De este Pascual Muñoz se halla que fue su segundo nieto aquel Gil Sánchez Muñoz Canónigo de Barcelona, que muerto Benedicto Luna, de quien arriba hablamos,
fue por el collegio de los Cardenales que allí se hallaron, electo summo Pontífice, llamado Clemente VIII, y luego después por quitar la scisma, renunció el Pontificado, y en recompensa le dio el obispado de Mallorca donde murió.


Capítulo XX. Como yendo el Rey para Zaragoza se encontró con Ahones, y de la reñida plática que tuvo con él, como le prendió, y se le fue de las manos.

Concluidas las treguas con el Rey de Valencia, mandó el Rey despedir el ejército. También
se despidió de los ciudadanos de Teruel con mucho amor, señaladamente de Pascual Muñoz por lo bien que le había hospedado y servido. De ahí determinó pasar a Zaragoza, a donde don Fernando, y Ahones se habían todo aquel tiempo entretenido, y sabido por relación de muchos, que el Rey (a quien ellos llamaban el muchacho) había varonilmente acabado la jornada de Peñíscola, y ganado el quinto de los Portazgos, y con tanta honra y ventaja suya otorgado las treguas al Rey de Valencia. Puesto que si la gente que estaba convocada llegara para el plazo a Teruel, hubiera proseguido la guerra, o sacado mejores partidos del enemigo: así mismo entendieron los servicios y ofrecimientos que los de Teruel le hicieron, y que en fin regía y gobernaba, y era muy obedecido y reverenciado sin la asistencia y consejo de ellos. Las cuales
nuevas en nada fueron alegres para los dos, antes se dolieron de oírlas: como por lo contrario se animaron mucho los Zaragozanos con ellas, pareciéndoles, aunque tarde, muy mal lo que don Fernando, y Ahones habían cometido antes contra su persona, y autoridad del Rey. Por lo cual los maldecía ya todo el pueblo, y estaba apique de apedreallos. Y vino esto a tanto, que don Fernando se hubo de salir de noche secretamente de la ciudad a ciertos lugares suyos: y Ahones, viéndose tan acosado del furor del pueblo, determinó ausentarse. Para esto juntó hasta 60 hombres de armas suyos muy bien puestos, y acompañado de don Sancho su hermano Obispo de Zaragoza, se partió con gran fausto para Teruel a verse con el Rey, por mostrarse poderoso, y como quien tal no hizo, que dicen volver a su primer cargo y mando. Acaeció que como por el mismo tiempo el Rey partiese de Teruel para Zaragoza, y llegase a Calamocha que está una jornada de él, supo cómo en aquel punto había llegado Ahones al mismo pueblo y que ya entraba por palacio. Oyéndolo el Rey, y mostrando grande alegría de ello, salió a él, y le recibió con mucha afabilidad y contentamiento. Preguntándole, después de haber visto su caballería que traía desde una ventana delante de palacio, para dónde llevaba su camino con tanta y tan bien armada gente, siendo ya acabada la guerra, y firmadas las treguas con los de Valencia, respondiole Ahones con gravedad muy entonado, que él y el Obispo su hermano con su gente de a
caballo iban derechos al reyno de Valencia para hacer alguna buena cabalgada contra los moros, por valerse de ella para rehacer los gastos que hacían en esta jornada. El Rey que oyó esto, antes de pasar la plática más adelante, le dijo, que se fuesen luego por la mañana a Burbaguena dos leguas de allí, porque tenía negocios muy importantes al estado que comunicalle, y saber su parecer sobre ellos. Como oyó esto el Obispo don Sancho, teniendo ya a su hermano por reconciliado con el Rey
y vuelto en su amor y gracia, y que todo sería como antes, despidiose del Rey, el cual se le mostró muy afable, y fuese a holgar a un lugar suyo llamado Cutanda muy cerca de allí, aunque apartado del camino Real. Llegada la hora, el Rey se puso a cenar con Ahones, y pasando con mucho regocijo hasta que fue hora de dormir, fuese Ahones a donde le aposentaron muy bien con su gente y criados. A la mañana oída misa y tomado refresco continuaron su camino para Burbáguena. En
esta jornada seguían al Rey don Blasco de Alagón, don Artal de Luna, don Atho de Foces, don Ladrón, don Assalid Gudal, y Pelegrin Bolas, principales señores, y barones del Reyno, a los
cuales mandó el Rey que no le dejasen que los
hauria bien menester, aunque no les descubrió su ánimo ni propósito de lo que determinaba hacer. Llegaron pues de mañana a Burbaguena, que era lugar de los Templarios, y se apearon en un palacio de ellos, y el Rey que solo llevaba una cota de malla con su espada ceñida, mano por mano se subió con Ahones a la sala del palacio con los suyos, quedándose en el patio toda la gente de Ahones a caballo, pensando que sería corta la plática. Apartados los dos a una ventana de la sala y sentados en los banquillos de ella, el Rey comenzó blandamente a quejarse de Ahones, y después poco a poco a embravecerse. Diciendo que por su culpa y mal ejemplo había sido causa, que ni él, ni los otros caballeros y grandes del Reyno, ni las villas y ciudades reales, siendo convocados, viniesen para Teruel a comenzar la guerra contra los de Valencia. Y así perdida tan buena ocasión como tenía para proseguirla con mucha gloria suya, le fue forzado otorgar las treguas. A las cuales, le avisaba, había de estar, y no romperlas por todo lo del mundo. Y así le rogaba mucho no pasase más adelante, ni tentase por la vida de hacer lo contrario. Sonreíale Ahones a todo lo que el Rey le decía, y rehusaba de volver atrás su empresa, diciendo que él, y el Obispo su hermano habían hecho muy grandes gastos para esta jornada, y que no tenían de donde rehacerlos, sino de las presas que harían en el Reyno de Valencia. A esto respondió el Rey ya
con cólera, que no faltaría de donde rehacer los gastos, solo que las treguas se guardasen, porque a su palabra dada no podía faltar. Pero todavía perseverando en su porfía Ahones, a quien el Rey era ya igual de cuerpo, aunque no llegaba a los xviij años, pasando ya Ahones de los lxv.
hechole mano, diciendo que se tuviese por su prisionero. Como Ahones pusiese mano a la espada por la empuñadura, de la misma le echó mano el Rey, y le impidió, que ni la pudiese sacar, ni quitarla de la cinta. Mas los caballeros del Rey que estaban al cabo de la sala viéndolos a los dos, echaron mano a las espadas, y revueltas las capas a los brazos, se pusieron a la puerta de la sala, para defender la entrada a los hombres de armas de Ahones. Los cuales como oyesen las voces de arriba, xl de ellos se apearon de sus caballos, y rompiendo por medio de los caballeros entraron en la sala, donde hallaron al Rey tan asido con Ahones que se pusieron con gran fuerza (aunque con algún acatamiento) a desasirlo: estándoselos mirando desde la puerta de la sala los caballeros del Rey, y no ayudándole, por verse desarmados, y lo poco que podían resistir a los muchos y armados de Ahones, y porque en echar mano a la espada podía peligrar la persona del Rey. De suerte que le quitaron a Ahones de las manos, llevándoselo los suyos, el cual luego subió en un caballo, y se fue bien alterado con ellos.


Capítulo XXI. Del gran ánimo y diligencia con que el Rey persiguió a Ahones, y como le alcanzó, y como de una lanzada que le dio don Sancho de Luna murió en las manos del Rey.


En ningún tiempo de su vida, antes, ni después, se vio el Rey tan encendido en cólera como cuando los soldados de Ahones se lo quitaron de las manos, y que con el favor de ellos se le iba sin poderle
alcanzar. Mas no por eso perdió su coraje, sino que para mejor seguirle, en el mismo punto bajó al patio, y subió en un caballo de un hidalgo de Alagón, el primero que vio, y con las mismas armas, que se hallaba, fue a espuela hita en seguimiento de Ahones: el cual a gran furia caminaba hacia Cutanda para el Obispo su hermano, recelándose no le tuviese el Rey por otro camino puesta alguna celada de gente para cogerle, y más por la que saldría de los lugares en favor del Rey en ver que le perseguía. Siguieron pues al Rey al salir de Burbaguena, Gudal, Pomar y Foces con solos cuatro
de caballo: tras ellos don Blasco con los demás hasta 46 caballos ligeros. Como llevase Foces la delantera, dos de los hombres de armas de Ahones que con el peso de ellas corrían poco, volvieron las lanzas para él, y le derribaron del caballo mal herido, al cual luego socorrieron don Blasco y don Artal, pasando los de Ahones adelante. Con todo eso iba el Rey con solos Gudal y Pomar de compañía en seguimiento de Ahones, a quien poco antes había descubierto desde un cerro pequeño, que iba con solos xx. caballos por la falda de un monte a gran
priessa. En este medio don Blasco y don Artal después de haber atado las llagas a don Atho, corrieron tras Ahones a rienda suelta, y como le estuviesen ya cerca, volvió los ojos, y en viéndolos pensó que con ellos venía sobre él algún gran tropel de caballos. Mas como no hubiese lugar para huir y escapar de ellos, por traer él y los suyos los caballos muy cansados, determinó recogerse a un pequeño monte que se ofrecía delante, confiando que mientras allí se haría fuerte, acudiría con gente el Obispo su hermano
y le libraría. Pero el Obispo nunca acudió, y se creyó que de temor de que no hubiese también para él su ramalazo, por lo que antes había intervenido (entrevenido) con don Fernando y Ahones en el encerramiento del Rey. De manera que subido al monte Ahones con los suyos, uno de ellos, como no le tuviese allí por seguro, se apeó para darle su caballo, por que se escapase por la otra parte del monte. Mas luego fueron a vista de él, don Blasco y Artal para los pasos. Comenzando los
de Ahones a echar cantos y tirar muchas piedras para impedirles la subida, el Rey que no estaba ocioso, subió muy aprisa por la otra parte a lo más alto del monte, y antes de ser visto, ni sentido,
le tomó (tomole) a Ahones las espaldas. Los suyos que vieron al Rey, desampararon a su señor y huyeron todos. Solo quedó un camarero suyo llamado Mezquita, que se puso tras un peñasco por ver el triste suceso de su amo. En este punto don Sacho Martínez de Luna uno de los caballeros que seguían al Rey, arremetió para Ahones, y le dio una cruel lanzada por el lado derecho por la
escotadura del perpunte, de la cual sintiéndose Ahones herido a muerte, se abrazó con el cuello del caballo, y echándose a la parte siniestra, cayó medio muerto. Mucho se ofendió el Rey de ver tan malherido a Ahones, siendo su ánimo solo de prenderle, y no matarle, y así apeándose del caballo le abrazó, y con muchas lágrimas le consoló, reptándole mansamente, y echándole la culpa de todo lo que se había seguido, que si le creyera, no le sucediera tan mal: mas que tuviese buen ánimo que no le desampararía jamás. A esta sazón llegó don Blasco, diciendo al Rey a voces, dejadnos señor despedazar este león, por vengar de una las muchas injurias que ha hecho a vuestra real persona, y como asestase ya la lanza para herir a Ahones, el Rey se puso en medio de los dos, y dijo muy
airado, teneos don Blasco, teneos, porque no heriréis a Ahones sino a mi persona.
Con todo esto, Ahones sintiéndose ya mortal, encomendó a Dios su alma, y al Rey sus cosas, y calló porque le faltó el espíritu y la palabra, a causa de la mucha sangre que le corría de la herida. Mas el
Rey apretándosela muy bien, mandó que le pusiesen a caballo, con uno que le tuviese, y le llevasen a Burbaguena, pero faltándole ya la sangre murió en el camino. Lo cual sintió el Rey en el alma;
y mandó que pasasen a Daroca que no está lejos, y acompañó su cuerpo, haciéndole enterrar en la iglesia mayor con la honra y pompa que por entonces se sufría.
Fin del libro tercero.


Libro undécimo

Libro undécimo

Capítulo primero. Del gran cuidado que el Rey tenía de la fortaleza de Enesa, y como tuvo nueva de la muerte de don Guillen Dentensa, y de los extremos que por ella hizo.

Por este tiempo andaba el Rey muy cuidadoso de la fortaleza de Enesa, que tan a despecho de la ciudad había dejado hecha, y como cosa que tanto le importaba para llevar adelante su empresa, ponía todo su estudio y pensamiento en conservarla: entendiendo en proveerla por mar y por tierra de gente, armas y vituallas. Porque sabía muy bien que después de aquella memorable victoria de Don Guillen, había quedado Zaen tan afrentado y sentido, que como herido de mortal rabia pensaba volver otra vez con mayor ejército, para asolar la nueva fortaleza, y tomar venganza de lo pasado: según se veía por la gente que para esto hacía, sin la que esperaba de allende de cada día. Demás que se recelaba de los otros Reyes Moros de España, no fuesen en ayuda del mismo Zaen contra los Cristianos, por ser esta guerra contra la común libertad de ellos. Considerando pues estas, y otras causas, que para darse mayor prisa, a abreviar esta empresa tenía, mandó convocar cortes para el reyno de Aragón en Zaragoza: para donde se partió, en llegar el plazo, de Tortosa a fin de representar a los principales y barones, y a las ciudades y villas Reales, la necesidad grande que se ofrecía para llevar adelante, y no desistir desta guerra. Puesto que antes de comenzar las cortes pareció a los del consejo se publicase el edicto para todos los grandes y barones, que habían tomado de los Reyes en feudo villas, castillos, y heredades, y los que tenían caballerías de honor por merced de los Reyes: mandándoles que para la pascua de Resurrection, se hallasen juntos en la fortaleza de Enesa. Entrando pues el Rey en Zaragoza, luego fueron con él don Fernando su tío, y los del Real consejo don Blasco de Alagón, don Ximeno de Vrrea, don Rodrigo Liçana, don Pedro Cornel, que para esto fue llamado de Burriana, García Romeu, y don Fernando de Azagra señor de Albarracín hijo de don Pedro, y otros Barones del Reyno, con los síndicos de las ciudades y villas Reales. Los cuales se congregaron y entraron en Zaragoza con grande aparato, pensando que las cortes habían de durar mucho tiempo: pero apenas pasaron ocho días, después de comenzadas, cuando llegó nueva de Enesa, como el capitán don Bernaldo Guillen, quebrantado de tantos trabajos y cuidados que en la defensa de Enesa había padecido, adoleció de tan recias calenturas, que murió dentro de pocos días. Con esta nueva se entristeció tanto el Rey, como si realmente fuera su propio padre el muerto. Porque en este grado tenía a don Guillen, y así se lamentaba muchas veces diciendo a voces, que en un mismo día había perdido su más amado pariente, y el más excelente y señalado capitán de toda la Europa. Por lo cual tanto más se dolía de su propia desgracia, por no quedarle ningún otro igual a él en armas, ni en fidelidad y valor, así para encomendarle la defensa de la fortaleza de Enesa, como para llevar adelante la conquista de Valencia.


Capítulo II. Que los del consejo fueron a consolar al Rey por la muerte de don Guillen, y de lo que don Fernando le dijo por que desamparase a Enesa, y de lo que le respondió el Rey.

Como don Fernando y los del consejo entendieron el sentimiento grande y extremos que el Rey hacía por la muerte de don Guillen, determinaron de ir a palacio para consolarle muy de veras: pues con la nueva del muerto quedaba ya extinta la envidia que le tenían, y (como es propio de envidiosos) convertida en compasión y lástima. Llegados ante el Rey, con muestras de muy grande sentimiento y dolor de la nueva: comenzaron de alabar muy mucho al muerto, encumbrando sus heroicos y esclarecidos hechos hasta las nubes, y que por ellos, y ser quien era, se le debían obsequias Reales. Y que pues a tan heroicas y Cristianas obras, y tan dedicadas al ensalzamiento de la fé y religión católica, como don Guillen había hecho en su vida, no podía dejar de corresponder la eterna y celestial gloria: se consolase su Majestad Real, y mitigase su dolor y tristeza que sentía de la nueva. También comenzaron a tratar de quien le había de suceder en el cargo, si la guerra había de pasar adelante. Y sobre esto don Fernando que siempre se preció poco de hacer cosa buena, fue de parecer con los demás del consejo, y así lo explicó. Que la fortaleza de Enesa se debía desamparar, y retirar de allí al ejército. Porque habiendo perdido a un tan gran capitán, tan valeroso y diestro en vencer y ser temido de los Moros, como don Guillen, se podía muy bien creer, que se atreverían los Moros a venir de nuevo con mayor ejército que antes para asolar la fortaleza, y hacer pedazos a los que hallarían en guarda de ella. También por escusar tantos, y tan excesivos gastos como se hacían en sustentarla, que ya no quedaba cosa por empeñar del patrimonio Real. Principalmente por quitar la ocasión de poner en peligro la persona Real, pues se veían los peligros en que tan arrojadamente se ponía de cada día con los Moros, para caer en mano dellos, y poner en confusión a todos sus Reynos. Pues como todos aprobasen el voto y parecer de don Fernando, y deseando que el Rey pasase por ello, mostrasen no querer oír réplica: encendiose el buen Rey en tanta cólera, que revolviendo los ojos airados sobre todos ellos, y dando muy grandes señales de su magnanimidad y valor, mostró quererles decir lástimas: pero se moderó, y respondió con mucho asiento. Que nunca Dios quisiese, que su empresa buena: y para tan buenos fines comenzada: de la cual, aunque con mayores ocasiones, ni se apartó antes, ni quiso dejar de proseguirla: que agora con tan prósperos successos la dexasse: y que la fortaleza, que con el ayuda de las ciudades había edificado, y con la sangre de los suyos tan gloriosamente defendido, la desamparase para perpetua ignominia suya y de su ejército. Mayormente por haberla dedicado, después de hecha, para defensa y guarda del Templo, que a honor y gloria de la virgen y madre nuestra señora de la Merced allí se edificaba. Sin esto que lo mucho que lo movía para haberla de conservar era, no solo la oportunidad del lugar tan cercano a la ciudad, pero la reputación y opinión del, por haber allí los suyos con tanta gloria y fama roto y postrado las fuerzas y ejército del Rey de Valencia, delante de sus propios ojos, y también mostrado cuanto mayores son las de los Cristianos, pues tan pocos vencieron a tantos. Demás que para ir de cada día oprimiendo al enemigo, y arrinconando la ciudad, así talándole su cultivado campo, como haciendo en él tales y tan buenas presas, que podía muy bien el ejército mantenerse dellas, y con esto excusar los excesivos gastos de antes: ningún otro lugar había en el Reyno más acomodado que aquel. Y así concluyó su respuesta: que por lo mucho que tocaba a su honra, y reputación de su ejército: no solo cumplía sustentar la fortaleza, y emplear todo su poder en conservar lo que hasta allí se había ganado del Reyno: pero que era necesario sacar nuevas fuerzas para pasar adelante, hasta tomar la ciudad, y salir con toda la empresa.


Capítulo III. Del riesgo que aquel día pasó la empresa de Valencia, y que los Reyes no se han de remitir en todo al parecer de otros sin dar el suyo, y de como el Rey vino a Enesa.

Acabada de dar por el Rey su respuesta, y solución a las razones de don Fernando, ninguno fue más osado de replicar, ni contradecirle así de temor por verle tan airado contra ellos como por la mucha razón que le sobraba en cuanto decía. Con todo esto se vio aquel día, la empresa de Valencia en un tombo de dado, que dicen, y en tan grande riesgo, que llegó a punto de ser desamparada, y perdido todo lo ganado. Porque se vio en cuan poco tuvieron la honra y cosas del Rey sus consejeros. Cuya flojedad y determinación o por sus particulares intereses, o por que les parecía aquello lo mejor, sino fueran vencidas con la incomparable constancia y magnanimidad del Rey, no solo hubieran causado el no pasar adelante esta guerra: pero aun si se estuviera al voto y parecer dellos, se hubieran desamparado las plazas ya ganadas, y retirado de todo el Reyno el ejército. Por donde es grande lástima y mancilla de los Reynos, ver a los Reyes y Príncipes en las cosas muy graves del gobierno, remitirse en todo y por todo al voto y parecer de otros, sin decir ni de liberar cosa por el suyo propio. Siendo así que los Reyes, con el cetro (sceptro) que reciben de la mano de Dios por quien reinan, se les comunica algo de lo divino para bien regir. Y que en siendo Reyes pueden discurrir más que otros, y casi adivinar lo venidero. Pues no debalde dijo a este propósito Salomón, que el corazón de los Reyes está en la mano de Dios: de cuyo favor viene, que tenga cada reino su particular ángel tutelar por custodio, y es cierto que este acompaña al Rey y endereza a buenos fines su regimiento. Y así debe el Rey, oídos los pareceres de todos, proponer el suyo, y hacer él la deliberación, aunque sea contra el parecer de muchos. Porque este mismo instinto y modo de deliberar sus cosas, siguió este gran Rey: cuyas empresas y jornadas, puesto que por los de su consejo eran reprobadas, y condenadas, y muchas veces reídas: vemos que por encomendarlas siempre a Dios, puestas por su parecer en ejecución, todas le sucedieron tan felizmente, que para siempre serán admiradas. De manera que con solo Fernán Pérez Pina Aragonés, y Bernaldo Besalú Catalán, barones valerosos y bien ejercitados en guerra, que aprobaron su parecer entre los del consejo, determinó partirse para Valencia, derecho al castillo de Enesa, con don Ximeno de Vrrea , y cincuenta caballeros. Puesto que sin ser llamados, don Fernando con los de su voto le siguieron todos. Llegando a Enesa entró luego en el templo de nuestra Señora, que aun no estaba acabado, y dadas gracias a ella porque le había tenido de su mano, para no dejarse convencer de los suyos, fue a visitar el sepulcro donde estaba depositado el cuerpo de don Guillen, y lloró muy tiernamente sobre él, y mandó mudarle a otra parte del Templo, donde estuviese más honrosamente, a causa de que por la fama de su gloriosa victoria y hechos contra Moros, era muy visitado y casi venerado como santo, hasta que le llevaron al monasterio y Abadía de Escarpe de frayles Bernardos en Cataluña, no lejos de Lerida, a donde por su testamento se mandaba llevar a sepultar.


Capítulo IV. De las mercedes que el Rey hizo al hijo y parientes de don Guillen, y de los capitanes que nombró por guarda de la fortaleza, y del juramento que hizo de no partirse de ella.

El día siguiente después que el Rey llegó a Enesa, hizo venir ante si a don Bernaldo Entensa hijo de don Guillen, mozo de XI años, a quien siempre llevaba en su servicio, y le amaba como a su padre, y por más honrarle le armó caballero de su mano, con toda la solemnidad y ceremonia que usara con su hijo propio: y quiso que sucediese en todas las tierras, villas y lugares de su padre, con las demás mercedes, y caballerías de honor que a parte le había dado. También a don Berenguer Dentensa propinco deudo de don Guillen, por ser tan buen capitán, y haber sido compañero de don Guillen en aquella memorable batalla contra Zaen, nombró por general del ejército, y alcayde de la fortaleza dándole por conjunto a don Guillen Aguilon, con las compañías de los caballeros del Ospital, y del Temple, y de los Comendadores de Vcles y Calatrava, que ya de antes estuvieron allí en guarnición. A los cuales dejó provisión de armas y vituallas para muchos días, con lo demás necesario para sustentar el ejército. Y esto hasta la primavera: cuando volviera sin falta con mucha más gente, para poner el cerco sobre la ciudad. Mas luego que se sonó por el campo, que el Rey se iba, y que no volvería tan presto, comenzaron la mayor parte de los soldados que quedaban en guarnición a murmurar de la ida, y señalar que se partiría de allí cuantos quedaban. Porque cuarenta caballeros se conjuraron, y claramente dijeron y un fray Pedro de la orden de sant Domingo, que para decir misa y confesar a los soldados seguía el campo: que si el Rey y los grandes se iban, ellos harían lo mismo, y desampararían la fortaleza: desto fray Pedro dio luego aviso al Rey. El cual lo sintió en el alma, pensando entre si, que desamparada Enesa era del todo perdida la empresa, y que en la hora los Moros de Burriana con toda su comarca, y las demás tierras que había conquistado en el Reyno hasta los límites de Tortosa, se alzarían y cobrarían todo lo conquistado, con mucho daño, y mayor ignominia suya. Y como entendiese que también sería en vano, pensar que con buenas palabras, o con amenazas se refrenarían los soldados (según es intolerable la insolencia y atrevimiento de ellos, cuando se amotinan todos) mandó convocar toda la gente así de a pie como de a caballo en el templo de nuestra Señora, donde poniendo en presencia de todos la mano sobre la Ara consagrada del altar, juró que no desampararía, ni se apartaría Enesa en ninguna manera, y que si no era para mayor beneficio y favor del ejército, no se alargaría hacia Aragón más de hasta Teruel: ni hacia Cataluña pasaría el río de Vldecona, hasta que hubiese tomado por fuerza de armas, o como mejor pudiese, la ciudad de Valencia. Mas porque no pensasen del, que esto lo decía fingidamente, y con fin de cumplirlo, luego entendió en que la Reyna doña Violante con la princesa su hija del mismo nombre, viniesen a residir dentro del Reyno. Con este juramento tan solemne que el Rey hizo, se aquietó todo el ejército, y de ahí adelante se le mostró muy obediente y fiel. Pocos días después desto el Rey fue a Peñíscola por visitar aquella fortaleza. De donde envió al Abad don Fernando a Tortosa, para que acompañase a la Reyna, y Princesa, y las trajese por la vía de Peñíscola, donde se holgó mucho la Reyna, por ver aquel tan extraño asiento de fortaleza, como se ha dicho antes en el libro tercero: de allí pasaron a Burriana, donde quiso el Rey que quedasen: pareciéndole que el buen asiento y alegría de tan llana y fértil campaña les daría contento. Pero la Reyna sobornada por las palabras de don Fernando, procuraba de divertir al Rey de la empresa de Valencia, alegando las dificultades que le habían enseñado: mas aprovechó poco, porque como el Rey entendió la frasi de don Fernando, claramente le respondió que se dejase de porfiar en aquella demanda, que no mudaría de propósito: y así dejándola en Burriana se volvió a Enesa al Puig de santa María, porque así se nombró de allí adelante el monte de Enesa.


Capítulo V. Como Zaen acometió al Rey de partido con ciertas condiciones, que no se aceptaron, y que hubo dello murmuración en el campo, y como Almenara se rindió al Rey.

Por este tiempo acordándose Zaen de la infelice batalla del Puig de Enesa, por haber sido tan ignominiosamente roto y vencido en ella de tan pequeño ejército de Cristianos, estando su Rey ausente: y más viendo que de cada día iba de aumento el ejército dellos: y que estaba el mismo Rey tan puesto en llevar adelante la empresa contra él, que por salir con ella, ni se apartaba ya del Reyno, ni hacía casi del de Navarra que por la muerte del Rey don Sancho le pertenecía: comenzó a temerle muy de veras: y por esto quiso ver si por vía de concierto podría dar fin a esta guerra solo que librase a su ciudad de trabajo, porque del resto del Reyno se curaba poco, a causa de ser Rey nuevo, y que mucha parte del aun no le había dado la obediencia. Y así determinó de ofrecer al Rey partidos y aceptar del qualesquier condiciones que le pidiese. Para esto envió secretamente un Moro noble muy gran privado suyo al campo de los Cristianos, a tratar con el capitán Fernán Díaz hidalgo principal de Teruel, como está dicho, y continuo del Rey, que era muy su conocido y amigo antiguo, sobre negocios de paz, diciéndole como se quejaba mucho de su Rey, porque sin tener causa justa le perseguía y quería despojar de su Reyno, sabiendo cuan bien se lo defendería: pero porque saliese con honra de su empresa, le dijese se contentase con el partido que le ofrecía, como quien partía con él a medias su Reyno. Que le entregaría todos los castillos del Reyno que estaban entre los términos de Teruel y Tortosa, con los de la ribera del río Guadalaviar hasta junto a la ciudad: y más que a sus propias costas le edificaría una bellísima casa como fortaleza en la Saydia, el más alegre arrabal de Valencia, donde pudiese poner su gente de guarnición, y solazarse en ella, con la entrada y salida de la ciudad libre para su persona y criados siempre que quisiese: postreramente que le pagaría X mil besantes cada un año de tributo, solo que quitase todas las guarniciones y gente de guerra que tenía por el Reyno, y se retirase a los suyos. Oídas las condiciones y partidos que Fernán Díaz representó al Rey de parte de Zaen, y vista la impertinencia dellos, luego se entendió, que no las señalaba con fin de cumplirlas, sino para alargar el tiempo de día en día con buenas palabras, hasta que poco a poco llegasen los socorros que de África y de Granada esperaba. Pero el Rey en cosa no vino bien de cuantos partidos Zaen ofrecía, por ser muy impertinentes, y mal regulados. Y así mandó se le diese por respuesta, que él no venía a quitarle el Reyno, sino a sacarlo de las manos del tirano, para restituirlo a Zeyt Abuzeyt su verdadero Rey. No pareció bien a muchos de los señores y capitanes, que no daban en las intenciones de Zaen, la respuesta que el Rey le mandó dar: mostrando como los Reyes sus antepasados, nunca desdeñaban semejantes partidos de paz: y que era recia cosa quererlo llevar todo por punta de lanza. A los cuales por entonces no quiso replicar el Rey: mas de asomarles, que quien podía lo más, no debía contentarse con lo menos, y mal compartido. Entre tanto que esto se trataba en Enesa, acaeció que un Moro que era Alcayde del castillo de Almenara, juntamente con otro principal de la villa, que estaban mal con Zaen, y eran del bando de Abuzeyt, secretamente trataban con el Rey, de entregarle la villa con el castillo, que está en un monte muy levantado e inhiesto sobre ella. Y como estos dos hubiesen ya atraído a su opinión a otros del pueblo que también querían mal a Zaen, fueron a verse con el Rey a Burriana, donde venía muchas veces de Enesa, y otras partes, a verse con la Reyna, y le prometieron para cierto día le entregarían la villa de Almenara con su castillo. Enviando pues el Rey su gente de armas delante para el plazo concertado, luego les fue entregada la villa. De allí como quisiesen subir a tomar la posesión del castillo, en compañía de los de la villa, los del castillo, pensando que venían a tomarlo antes que se diese la villa, comenzaron a tirar muy buenas canteras. Pero como el sota Alcayde supo que con los Cristianos venían mezclados los de la villa, y que el mismo Rey andaba con ellos, luego se le entregó con algunas condiciones que aceptó el Rey. Con las mismas se dieron luego los castillos del Val de Vxò, con la villa de Nules, y el castillo de Alfandech. Los cuales por estar cercanos a Burriana cayeron debajo de la guarnición y gobierno de ella, y con esto el Rey pasó al Puig de Enesa.

Capítulo VI. Que ganados todos los lugares entorno a la ciudad, determinó el Rey poner cerco sobre ella, y como hecha reseña de la gente, confiaba mucho en los Almugauares.

Pasada ya la pascua de Resurrección, como los nuestros volviesen a hacer robos y cabalgadas por el campo de la ciudad, los castillos de Betera, Paterna, y Bulla, se entregaron al Rey con los mismos partidos que poco después (como veremos) los de Silla. De manera que habiendo ya tomado el Rey todos los castillos y torres alrededor de la ciudad, y siendo ya señor de la campaña, determinó poner cerco sobre ella, y cerrarle todas las entradas y salidas. Mostró en esto el Rey su incomparable valor y magnanimidad, teniendo en tan poco, como se vio al enemigo, pues con tan pequeño ejército, que apenas bastaba para tomar una pequeña villa, se atrevió a cercar una tan grande ciudad, fortalecida de tan alto y ancho muro, y tan llena de gente y armas, demás de estar bien avituallada, a causa de haberse recogido en ella muchos principales del Reyno, que seguían la parcialidad de Zaen, con lo mejor de sus haciendas y vituallas, no siendo el ejército Cristiano que salió de Enesa para ello, de trescientos y setenta caballos arriba: y estos contando los que traía don Hugo Folcalquier Vicario del Maestre del Ospital, y un comendador de Alcañiz y otro de su orden con XXV y más don Rodrigo Lizana con XXX, don Guillen Aguilon con XV de los escogidos y probados en la batalla de Enesa. Don Ximen Pérez Tarazona capitán de caballos con ciento y treinta, y los de la guardia del Rey que llamaban los Almugauares: en los cuales estaba la mayor fuerza del ejército, y en quien el Rey mucho confiaba, que eran hasta ciento y cincuenta. De suerte que toda la gente de a caballo llegaba a los trescientos setenta ya dichos, y los de a pie a solos mil soldados, como lo refiere el Rey en su historia. Y con ser tan pocos, no por eso dejó de poner el cerco, confiando del favor de Cristo y su bendita madre, y de la buena querella que por su santo nombre llevaba: también de las compañías de infantería y de caballos que de cada día esperaba de los dos Reynos, con otras de los extraños, que sabiase aparejaban, para venir a hallarse en esta jornada, así de la Guiayna, y de toda Francia, como de Italia e Inglaterra, que llegaron a tiempo de entrar en el cerco. Mas porque de cuantos en su ejército había, de ningunos confiaba tanto como de la compañía de los Almugauares, según arriba señalamos, de los cuales en la historia del Rey se hace mención, y que eran tenidos por los más valientes y fieles, hablaremos un poco de la origen y costumbres dellos, y de su extraño modo de pelear, con tan diferente vestido y trato, en el capítulo siguiente.


Capítulo VII. De la origen y costumbres con el diferente modo de vestir y pelear de los Almugauares.

Los soldados de la guarda del Rey, de quien más se fiaba, y siempre traía consigo, eran los que en Arauigo llamaban Almugauares, nombre impuesto por los Moros, a los soldados del Rey de Aragón que significa, del polvo, como hombres salidos del polvo de la tierra, o de la labranza, para soldados: o por mejor decir, que como en la guerra fuesen estos los más fuertes y valientes de todos, hollaban sus enemigos, y como es manera de decir en arábigo, los reducían en polvo. Estos no eran todos soldados viejos como algunos historiadores creyeron: porque también había bisoños entre ellos: antes eran soldados de a pie robustísimos que los escogían de pueblos montañeses como gente dispuesta, nervosa y membruda, nacidos y criados en el campo, y hechos a los trabajos del. De donde trasladados a la guerra se hacían en invierno y en verano a dormir en tierra y al sereno, igualmente padeciendo frío, calor y hambre. Y de su trato eran gente cruel y fiera, y que de grosera, no solo hablaban poco, pero ni se comunicaba, ni se juntaba para hacer camarada con otros, que con los de su jaez y condición. De aquí era que do estaban recogidos, salían como fieras sueltas a pelear muy alegres y determinados. Llevaban un mismo vestido de invierno y de verano, que lo vestían sobre la camisa, y le ceñían con una cuerda de esparto bien apretada. Y todo él así jubón como las calzas, greuas, y çapatos hasta el bonete era hecho de pieles gruesas de animales: juntamente con su zurroncillo (çurrózillo) que apenas cabía el pan y vino para mantenimiento de un día: no llevaban otras armas que ofensivas, como lanza, espada y puñal, y los más una porrimaça, con las cuales salían a pelear, y osaban esperar y hacer rostro, no solo a los escuadrones de a pie, pero aun a los de a caballo. Porque firmando en tierra el cuento de la lanza, y refirmándola con el pie derecho, encaraban la punta a los pechos del caballo, el cual con su mismo ímpetu y arremetida se la metía por los pechos, y se quedaba en hastado. Y el peón con la destreza de hurtar el cuerpo, se libraba así de la lanza del caballero como del encuentro del caballo. De suerte que su principal ejercicio y destreza en el pelear era, mezclarse con la caballería, y matar los caballos para en cayendo el caballero, ser sobre él, y degollarle, y robarle: y en caso que muerto el caballero quedase el caballo vivo a sus manos, su premio era cogerlo y pasar de soldado de a pie, a hombre de a caballo: pues también había de ellos, como habemos dicho, compañías de a caballo, como de a pie: y que en el uno y otro ejercicio eran diestrísimos, y sobre todo fidelísimos al Rey. Según lo afirma el historiador Montaner en la historia que escribe del gran Rey don Pedro hijo del Rey, donde hablando de las guerras que tuvo con los Franceses en Sicilia, y se sirvió mucho de los Almugauares, refiere como solían decir los hombres de armas de Francia, que tenían en muy poco a los hombres darmas de España, pero que a los Almugauares temían en grande manera.


Capítulo VIII. Como partió el Rey con el ejército a poner cerco sobre la ciudad, y pasó por el Grao el cual se describe, y que llegó a Ruçafa, donde salió Zaen a escaramuzar, y por qué causa no se le dio lugar para ello.

Determinado ya el Rey de partir para poner cerco sobre la ciudad, mandó hacer muestra general del ejército, y hallándole muy en orden y bien armado, el día siguiente por la mañana después de oída misa con mucha devoción, y encomendado su empresa muy de corazón y alma a nuestro señor y su bendita madre partió de Enesa con todo el ejército, muy alegre por la nueva que tuvo en aquel punto, como la Reyna doña Violante había parido al Príncipe don Pedro en Burriana, aunque otros dicen en Barcelona, do quiera que fuese, no por eso dejó de proseguir el Rey personalmente su empresa. Y dejando en Enesa su guarnición de gente para la guarda de ella, que fueron los cien caballos de Teruel, con una compañía de infantería, y a don Berenguer dentensa por general dellos, mandó que marchase el campo por la marina adelante hasta llegar al Grao en el paraje, y a media legua de la ciudad. El cual es un pueblo pequeño junto a la mar, a donde tiene su ataraçanal, y contratación marítima la ciudad: aunque las naves y bajeles grandes que allí se aportan, tienen poca seguridad, por ser toda aquella marina playa bien peligrosa, y de poco fondo, y muy desigual, y así hacen fondo muy adentro en la mar: que por eso llaman Grao a este pueblo, porque su playa está debajo el agua llena de montones, o bancos de arena, que como gradas van a dar en el profundo, y sobreviniendo tormenta, las naves si no se recogen con tiempo en otros puertos, o se echan a la mar dan al través, y se encallan en estas gradas. Hazense estos montones de la mucha arena que el río Guadalaviar que allí junto entra en mar de ordinario trae con sus grandes avenidas, y en tanta manera va cegando toda aquella ribera, que hoy viven los que vieron batir las olas del mar junto a las paredes del Grao, y agora le ven un gran tiro de ballesta alejado de ellas. La misma malicia de de playa hay a las bocas de Júcar, y de allí adelante hasta el cabo Martín junto a Denia, que por otro nombre llaman el cabo de la herradura, hacia el mediodía, dicho así, porque volviendo de allí atrás por la costa adelante al otro cabo que llaman de Orpesa al septentrión, que distan entre si por linea recta XV leguas y por tierra XXV, hace un grande seno y entrada la mar a manera de herradura, cuyo medio viene en frente del Grao: dentro del cual seno y espacio hay muy poco hondo, y aquel desigual, por las causas arriba dichas, de las crecientes arenosas de los ríos que en ella entran. Pasando pues el ejército el río Guadalaviar, mandó el Rey asentar el Real en unos casales, a poco menos de media legua de la ciudad. Donde hizo plantar las tiendas, con fin de aguardar allí la demás gente que esperaba, hasta tener el ejército más lleno para poner el cerco. Luego el mismo día vieron salir de la ciudad un gran tropel de gente de a caballo a vista del ejército, poniéndose muy en orden para pelear. Pero mandó el Rey que ninguno se moviese de su puesto, hasta hecha señal por el maestre de campo, por no venir a las manos con el enemigo antes de tener la tierra conocida y los pasos de ella: lo cual entendido por los moros, se volvieron a la ciudad. El día siguiente por la mañana, los Almogávares no embargante el mandamiento del Rey, pareciéndoles se le hacía mayor servicio en no perder alguna buena ocasión, se salieron de su puesto, sin que el Rey lo supiese, y se fueron para Ruzafa, arrabal muy poblado que está poco menos de quinientos pasos de la ciudad, con fin de saquearlo. Como lo supo el Rey, mandó que todo el campo se pusiese en armas, y se allegase al arrabal, temiéndose que en ser descubiertos del muro los Almugauares, se podrían ver en muy grande aprieto, y pagar bien su atrevimiento, si no les acudiese socorro. Y fue así que en el punto que fueron descubiertos del muro, Zaen salió a dar en ellos, con cuatrocientos caballeros, y X mil infantes. De estos hasta número de 40, se echaron por unos campos habares (hauares) adentro, que estaban regados, a coger habas: por ventura para dar ocasión a que se trabase (trauase) alguna escaramuza. Como los vio don Ramon Abellán (Auellan) Comendador de Aliaga en la tierra de Aragón de los del Hospital, y también Lope de Luesia Aragonés, procuraban a toda porfía que se arremetiese contra los cuarenta desmandados, y se tomasen vivos para saber dellos la intención y designios de Zaen, y el número de gente que tenía. Pero no quiso el Rey consentir en ello: porque el ejército aun no tenía su asiento fortificado, ni hecho sus palenques y fuerte do recogerse con el bagaje, para ponerse en defensa, en caso que el enemigo prevaleciese. También porque recelaba que los Moros yendo descalzos, adrede habían regado los campos para poder mejor pelear que los nuestros calzados por el agua, demás que la salida de la escaramuza sería difícil y peligrosa, a causa de las muchas acequias que atravesaban por diversas partes, y para los que no sabían los pasos de la tierra, sería poner así a los de a pie como a los de a caballo en muy gran enredo y trabajo. En esto se pasó todo el día, estándose los dos ejércitos mirando el uno al otro a un tiro de ballesta, sin darse más ocasión, ni señal para pelear: antes Zaen en hacerse noche recogió su gente, y se metió en la ciudad. También el Rey con todo el ejército se retiró a Ruzafa, que ya estaba hecha un fortificado Real, cercado de una buena empalizada, y al embocadero de cada calle su enmaderamiento de tablas con sus cestones. Diose la guarda de aquella noche con el nombre a cincuenta de a caballo de los más escogidos. También por la mañana se consultó sobre el auituallamiento, y provisión del campo. Pero hubo poco que pensar sobre ello, porque los mismos Moros de Ruzafa, y de los otros arrabales, y alquerías, que llaman, de la huerta y vega, traían todas las provisiones y vituallas que tenían a vender a muy barato precio, por no esperar a que los soldados se las tomasen por fuerza, y les diesen a saco las casas. Además de esto que de Enesa y Burriana llegaba por mar de cada día, de donde también proveían de armas y aparejos para las machinas y trabucos que se armaban para el cerco. Mas el día siguiente, ni otros cinco después, Zaen ni su gente no parecieron, ni salieron a escaramuzar. Desto se maravillaban mucho: porque como Zaen fuese animoso y ejercitado en guerra, y llevase a los nuestros por entonces aventaja en gente, parecía que con grande mengua suya rehusaba de salir a pelear: según que en otras ocasiones, como dijimos en el precedente libro, que se le habían ofrecido para pelear muy a su salvo, también había rehusado lo mismo, y dejamos para este lugar el declarar la causa dello. La cual fue no por negligencia, ni cobardía suya, sino de puro recelo y temor que de los suyos tenía, a causa que como fuese tirano, y hubiese echado del Reyno a Abuzeyt Rey bueno, había agraviado a muchos, y así tenía no pocos enemigos dentro de la ciudad, señaladamente los que seguían la parcialidad de Abuzeyt que eran de los principales de la tierra. Porque estos aunque callaban y disimulaban, todavía estaban con ánimo de hacer salto contra Zaen, siempre que alguna buena ocasión se les ofreciese. Por eso temía Zaen de salir a las escaramuzas, porque si le llevaban de vencida los Cristianos, no le hiciesen pedazos los suyos, o le entregasen vivo al Rey enemigo. Y así procuraba Zaen secretamente, como dijimos, de entregar por concierto la ciudad, sino que se le daba poco oído, por ofrecer partidos impertinentes, y también porque le animaban mucho los de su parcialidad y bando a que se entretuviese, confiados de los socorros que adelante diremos.


Capítulo IX. De los Prelados, señores, y Barones, y de las ciudades y villas, con la diversidad de naciones, que acudieron al cerco de Valencia, y del modo como eran alojados en el campo.

En este medio acudían los Obispos y Prelados de los dos Reynos, cada uno con la gente, o dinero que podía como fueron el de Zaragoza, Tarazona, y Huesca de Aragón, el Arzobispo de Tarragona, y obispo de Barcelona, Girona, Lerida, y Tortosa de Cataluña. También los señores y Barones de los dos Reynos arriba nombrados con la gente de a caballo, y de a pie, conforme a la posibilidad de cada uno. No faltó gente de castilla, señaladamente los comendadores de las órdenes de Vcles y Calatrava, los que pudieron, por llevarse los demás el Rey don Fernando de Castilla para la guerra que hacía por este tiempo contra los Moros del Andalucía, y les ganó a Córdoba y Sevilla. Asimismo se juntaron con estos los comendadores mayores de las mismas órdenes del Reyno de Aragón, el de Montalbán, y el de Alcañiz, trayendo todos muy escogida caballería, y otra gente consigo. Demás destos llegaron las compañías de infantería hechas por las ciudades de Teruel, Daroca, Tarazona, Borja, Calatayud, Zaragoza, Huesca, Lerida, Tortosa, y Barcelona: cada una por si, con el mayor poder y aparato que podía. Tras estos llegó el Arzobispo de Narbona llamado Pedro Aymillo, de los más nobles y más poderosos caballeros de la Guiayna. Porque sin el Arzobispado, era señor de muchos pueblos, como se le pareció, pues trajo a su sueldo para esta guerra cuarenta caballos ligeros, y seiscientos infantes. Cuya venida fue al Rey gratísima, porque trajo más gente que ningún otro grande de sus reynos. Finalmente acudieron otros muchos caballeros de Francia, Inglaterra, y de Italia, que movidos por la fama del Rey, y de su católica y tan santa empresa, venían muy de buena gana a favorecerle con sus personas y gente. Según que en las historias de los Ingleses se halla, que Enrico tercero Rey dellos envió gran número de soldados para esta conquista. Y lo mismo se halla de los Franceses, por orden del Rey Luis el santo, que para contra Moros nunca faltaba. Por donde aumentando de cada día el ejército, determinó de no quedar más en el arrabal, sino llegar de hecho a poner cerco sobre la ciudad. Con esto los Moros acabaron de encerrarse para padecer los miserables trabajos que pasan por los cercados. Pues como venían las compañías de las ciudades, así se guardaba el orden con ellos en lo de los alojamientos, es a saber, los que más tarde llegaban, su alojamiento era más cercano a la ciudad. Porque las compañías y gente de Barcelona, que vinieron por mar con muy grande y suntuosísimo aparato de gente, armas, y machinas, y llegaron últimos, fueron alojados más propinquos a la ciudad, a manera de penitencia por la tardanza. Venían todos tan ganosos de servir al Rey, y de ganar honra en esta jornada, que ninguna diferencia, ni distensión se movió sobre los alojamientos: lo que en todas las guerras y asientos de Reales suele ser negocio bien debatido y reñido.


Capítulo X. De la consulta que hubo por cual parte del muro acometerían la ciudad, la cual se describe, y de las razones del Arzobispo de Narbona y de las del Rey sobre ello.

Estando ya repartido el ejército, y asentado el cerco sobre la ciudad a medio tiro de ballesta, con las máquinas y trabucos armados y puestos en orden para batirla: moviose plática por vía de consulta delante del Rey por los principales Capitanes del ejército a quien mandó congregar a consejo: para entender, por cual parte del muro sería mejor comenzar a batir la ciudad. Porque por ser muy grande y bien entendido el asiento y rodeo de ella, no se podía cercar del todo, ni dar juntamente los asaltos por diversas partes: si sería mejor reconocer las más flacas, y acometer por ellas. Estaba la ciudad puesta en llano, casi en forma redonda, y tenía en circuytu poco menos de media legua. La cual entre otras se mandaba por cuatro puertas principales. La primera se decía de la Boatella puesta entre mediodía y poniente. La otra siguiendo a la mano izquierda, que decimos de Baldiña, hacia el Septentrión. La tercera al levante debajo una muy alta y ancha torre, que hoy en día de llama del Temple. La cuarta hacia el mediodía llamada de la Xerea. Entre esta y la de la Boatella, había muy grande espacio y distancia, y en el medio un cantón, o punta de muro muy salida que encierra la área y patio donde está hoy fundada la insigne Academia y célebre Universidad de Valencia, de la cual se hablará en el libro siguiente. Extendíase esta punta, o salida hacia la mar en aquella parte donde estaba alojada la mayor fuerza y cuerpo del Real y ejército: y que por la mucha distancia que había de la una puerta a la otra, sin ninguna, o muy pocas torres en medio, era aquella parte del muro desierta, y con menos gente guardada que las otras. De manera que oída la relación que del asiento y postura de la ciudad se hizo, el Arzobispo de Narbona, que como dijimos, era muy experto en guerra, porque en su mocedad la había seguido mucho con los Reyes de Francia: preguntado de su parecer, dijo, Que las machinas y asaltos sería mejor encararlos a la puerta de la Boatella, que a otra parte del muro: porque sería más fácil a los combatientes dar sobre las puertas de madera, y romperlas, y quemarlas para facilitar la entrada, que no quebrantar el muro de dura piedra, estando en parte a donde antes de ser vistos, ni sentidos los enemigos podían salir de la ciudad, para dar sobre el Real improvisadamente, y muy a su salvo recogerse. Por que con dejar buena guarda los de dentro en aquella parte del muro por hacer rostro, y resistir a la batería: podía salir todo el resto del ejército de Zaen por las cuatro puertas, y tomar el campo del Rey por las espaldas, y confundirlo todo. Como el Arzobispo hubo dicho, y a todos pareciese también, que ya casi se conformaban con su voto: el Rey fue de contraria opinión: y la esforzó con harto más eficaces razones que las del Arzobispo. Mostrando como con mayor comodidad, y más a su salvo del ejército, se podía batir aquella parte del muro, que no la puerta de Boatella. Lo primero, por estar aquella parte angular guarnecida de poca gente, y menos puesta en defensa, y también muy apartada de las dos puertas:por donde no se podían hacer ningunas súbitas salidas de gente de la ciudad contra el ejército y machinas, que no fuesen mucho antes descubiertos por los centinelas, para poderles ir al encuentro. Lo segundo porque aquella parte de muro no tenía torres salidas para fuera, y por eso no podían los de dentro sino de derecho en derecho, y no por los lados, ni de través, dar con las saetas, ni otras cualquiera armas en los del ejército: sino que con la salida de la esquina era forzado que los que estaban en defensa, se dividiesen unos de otros, y que ni hubiese lugar para ser muchos de cada parte, ni que viesen los unos el peligro de los otros, ni se pudiesen valer: y así habría menos resistencia al batir del muro. Lo último que estando el ejército en aquella parte más propinco a la mar, era cierto que defendería mejor las vituallas con lo demás que se le trajese por mar, sin que los enemigos lo pudiesen saltear, ni aprovecharse de ello. Finalmente para mejor impedir que el socorro de allende que esperaban los enemigos, no se juntase con la ciudad, sin ser antes descubierto y destoruada su desembarcación, y con esto acabó su dicho.


Capítulo XI. Como prevaleciendo la opinión del Rey se batió la ciudad por la parte que señaló, y se llegó hasta agujerear el muro, y como se tomó el pueblo de Silla a partido.

Oídas por los del consejo de guerra las razones de ambas partes, hallaron que en todo prevalecía las del Rey, y con esto fueron de parecer que la batería y asalto se diese contra la esquina del muro. Lo cual se puso luego en ejecución con muy grande diligencia y porfía de los soldados: fortificando cuanto a lo primero el Real con buena empalizada y cestones para defenderse de las repentinas salidas y arremetidas que podían hacer los Moros contra él. Y con esto llevando siempre adelante las trincheras y ganando tierra, comenzaron a asestar las máquinas y sus tiros de grandes piedras la parte de la esquina: juntamente con las pequeñas que llaman mantas, y en Latín testudines: cuyo uso fue en la presa de la ciudad de Mallorca muy acertado. Podían muy bien las máquinas grandes: aunque de lejos, asestar sus tiros de piedras contra el muro, y más a dentro sobre las casas de la ciudad haciendo notable daño en ellas: pero para las mantas era muy dificultoso el allegarlas, a causa de las dos grandes acequias, o valles de inmundicias de la ciudad que concurrían junto al muro, el uno que venía de hacia la Boatella, y el otro de hacia la puerta de la Xerea que servían de foso, y se juntaban delante la punta del muro, y no había más de una puente pequeña sobre la junta de las dos acequias, por donde era imposible pasar las mantas, por cuanto al pasar se encaraban así bien los del muro a dar sobre ellos con piedras y saetas, que atemorizaban y causaban muy gran daño en los que ayudaban a llevarlas. A esto acudió el Rey con su buen ingenio en disponer por detrás de las mantas, y por los lados, buenos ballesteros que se encarasen con mucha atención contra los que de lo alto del muro disparaban, para que uno a uno diesen en los que se asomasen. De manera que con ser pocos los del muro, por su estrechura, con la buena maña y encaramiento de los ballesteros, los hicieron menos: y así cesando la resistencia, pasaron las mantas por la puente adelante; y luego con la industria de unos soldados de Lerida, que en esto eran diestrísimos, y en la presa de Mallorca, y en la de Ibiza (como se ha dicho) fueron siempre los primeros en los asaltos y roturas del muro: allegaron con las mantas a tocar con él. El cual fue luego con picos, y con sal y vinagre en tres partes agujereado, hasta que pudo haber entrada para un cuerpo de soldado por cada agujero. Esto fue hecho con tanta presteza, por complacer al Rey, que de lejos a voces los animaba: que visto el servicio dellos, y en cuan poco tenían la vida solo le contentasen, prometió de remunerarlas harto bien, como lo cumplió después muy aventajadamente. Entretanto que esto pasaba, y los de la ciudad, sintiendo el daño del muro, acudían a fortificarlo: Don Pedro Fernández de Azagra, y don Ximeno de Vrrea con su gente de a caballo, y cuatro compañías de infantería, con dos máquinas pedreras, se fueron a Silla, mediano pueblo, a dos leguas de la ciudad a la parte de medio día: y llegados asentaron con grande presteza las máquinas, y batieron el muro con algunos asaltos que por las partes más flacas del comenzaron a dar los soldados. Pero los de dentro confiados de que Zaen les enviaría luego socorro, se defendieron valerosamente ocho días enteros. Pasados estos, y no llegando el socorro, se entregaron con estas condiciones. Que no fuesen saqueados, ni echados del pueblo: que pagarían los gastos del cerco, y darían perpetuamente tributo al Rey: al cual y no a otro, se darían. Luego despacharon los Capitanes para el Rey, avisando del entrego y condiciones. El cual holgó mucho dello, y envió a decir a los de Silla, con la patente firmada de su mano, que se contentaba de los conciertos: que se diesen, que los recibía debajo su amparo y protección, y así se dieron.


Capítulo XII. Como la armada de Túnez llegó a la playa de Valencia, y de las prevenciones que el Rey hizo contra ella, y lo que hicieron los del campo en burla de los de la ciudad.

Volviendo al combate de la ciudad, con el cual llegaron las mantas tan junto (como está dicho) al muro, que se pudo agujerear, luego los de dentro acudieron con gran presteza a cerrar lo agujereado con tierra, piedras, tablas, y vigas de punta, y atravesadas de manera, que con el concurso de toda la ciudad a remediar el daño, se rehizo, y reparó aquella parte de muro tan fortificadamente, que de allí adelante estuvo más en defensa que lo demás. Con todo esto la artillería de las máquinas y trabucos iba siempre haciendo nuevos daños por otras partes del muro, por divertir a los de dentro. Y pues el Rey tenía ya las espaldas seguras con tan grande ejército, y sabía las necesidades, y hambre que en la ciudad comenzaban a sentirse, creyendo que de si misma se rendiría presto, no la combatía con toda la prisa y furia que podía. Estando en esto, aconteció que arribó a la playa la armada de Túnez con doce galeras Reales, y otras seis fustas, que llaman Zabras, enviadas por el Rey de Túnez en socorro de Valencia. Las cuales a prima noche echaron áncoras en frente del Grao, para dar ánimo a Zaen y a los suyos, y para acobardar a los nuestros. Desto fue luego avisado el Rey a la media noche: y sin decir nada tomó cincuenta de a caballo, con doscientos Infantes, y se fue la vuelta de la marina: donde dejado los de a pie escondidos dentro de unas matas, se puso con los de a caballo detrás de unas chozas de pescadores no lejos de la marina, teniendo sus espías junto al agua: para que en saltando algunos de la armada en tierra, fuese luego sobre ellos, por prender algunos, y entender dellos que tanta sería la gente que venía en la armada. Juntamente despachó de allí dos de a caballo por la costa adelante, para avisar a los de Burriana, Peñíscola, Tortosa y Tarragona, de la venida de la armada de Túnez, y que estuviesen a punto con las galeras para correr por la costa a defender los lugares marítimos. De manera que los de Túnez dieron noticia de su venida a la media noche con grandes lanternas y Fanales, con muchas llameradas, y grande estruendo de atambores y trompetas, para ser sentidos de los de la ciudad. Los cuales descubiertas las lumbres, y oída la música, conociendo ser la armada y gente de Túnez, y teniendo por cierto que por ellos serían socorridos y librados del cerco, respondieron con la misma salva, y estruendo de trompetas y añafiles, notificando como daban señales de obediencia al Rey de Túnez como a su verdadero señor, y libertador de la patria. Lo cual visto por el Rey, envió a mandar al ejército que hiciesen otro tanto en el campo, y con mayor alegría y estruendo. Y que llevasen toda la noche lumbres haciendo hogueras entorno de la ciudad, en tanto que se detuviese la armada en el mismo puesto, para que entendiesen los cercados, que los del campo no ignoraban la venida de la armada, y socorro de Túnez, y que no desmayaban por ello. Dice se que la siguiente noche, se hicieron en el Real ciertos instrumentillos de fuego, que vulgarmente llaman cohetes. Los cuales dado fuego y echados en alto caían como rayos, y reventaban como truenos dentro la ciudad. Destos echaban tantos en el campo, que se dice, que los Moros viendo aquellos como monstruos de fuego, se atemorizaban, y los tuvieron por ma agüero. De aquí quedó en la ciudad, lo que después de tomada ella se ha continuado hasta nuestros tiempos en cada un año, hacer gran fiesta la víspera del glorioso mártir sant Dionis, con el estruendo de trompetas y atambores, y el jugar de cohetes y otros fuegos, tomando ocasión de aquella noche, que apareció la armada de Túnez, y fiesta que en la ciudad, y en el campo de los Cristianos se hizo a causa de ella. De suerte que la esperanza que la ciudad tuvo de ser descercada con el socorro de los de Túnez, con la buena diligencia del Rey que les impidió la desembarcación, se deshizo, y con la arrebatada partida de la armada desvaneció del todo. Porque a dos días que estuvieron surgidos en la playa, como ninguno de la ciudad vino a ellos, se fueron costeando la vuelta de Peñíscola: donde como desembarcasen algunos a hacer agua en la fuente de la villa, pensando que aun estaba por los Moros, fueron luego sobre ellos Fernán Pérez Pina y Fernando Ahones Gobernadores de ella con la gente de guardia, y a buenas lanzadas los echaron de la tierra. Pasando más adelante al puerto de los Alfaques saltaron en tierra. Mas los de Tortosa que ya estaban avisados salieron a ellos, y viniendo a las manos mataron xvij de ellos, y a los demás hicieron embarcar a más que de paso. Pues como vieron los del armada el ruyn efecto de su navegación, mudaron de propósito, y se volvieron a Túnez.

Capítulo XIII. Como idos los de Túnez proveyeron los de Tortosa el campo de vituallas, y que los Moros volvieron a las escaramuzas, y ganaron una los Aragoneses y Catalanes, y perdieron otra los Narboneses.

Partida la armada de Túnez, y quedando el mar seguro, luego los de Tortosa proveyeron por mar al campo de pan, y otras vituallas: con las cuales y de la misma tierra había tanta hartura en él, que para según era grande, fue cosa bien de maravillar. Porque creció de manera que llegó a mil caballos, y 60 mil infantes. Pues como anduviese noche y día la batería de las máquinas y trabucos con grande furia haciendo su oficio contra la muralla y casas por la misma parte del ángulo, los de la ciudad por divertir a los nuestros de tan continuo batirla, volvieron a las escaramuzas, y así comenzaron muchos a salir fuera por la puerta de la Boatella, donde había muy grandes aparatos dentro para su defensa. Haciendo pues los Moros sus arremetidas contra las máquinas, con sus alcancías y granadas de fuego para quemarlas, y acudiendo al mismo tiempo los del muro a disparar sobre los nuestros: fue tanto el debate de ambas partes, que a la manta que antes sirvió para agujerear el muro, y de nuevo volvía para hacer lo mismo, hecha pedazos la hicieron retirar, con muchos heridos de los que en ella iban. Esto pudieron hacer los del muro muy a su salvo, porque con la repentina venida de los Moros a escaramuzar se divertio el campo del combate, de tal manera que dejaron de tirar a los del muro por dar sobre los Moros, ya cuando ellos se iban con buen orden retirando, y por aquella vez los nuestros no los siguieron. Acaeció de ahí a dos días, que ciento de a caballo de los nuestros arremetieron juntos contra un gran tropel de caballos que salieron de la ciudad a dar sobre el Real, y haciéndolos retirar por la puerta de la Xerea a dentro, que no estaba con mucha guarda, se entraron mezclados con los Moros: y matando xv de ellos, se volvieron sin faltar ninguno al Real, que fue cosa harto señalada, y bien alabada por el Rey. Al cabo de tres días pretendieron hacer lo mismo los cuarenta caballos del Arzobispo de Narbona, con algunos otros de la Guiayna, no sabiendo el engañoso arte de pelear de los Moros jinetes. Los cuales tenían por costumbre de arremeter con grande alarido contra sus enemigos, y luego como quien vuelve las espaldas fingían huir, para con este ardid atraerlos a que se desmandasen, y sin orden se arrojasen sobre ellos: a dos fines, o de traerlos hasta dar en alguna celada, o abriéndose en dos alas, revolver a cerrar con ellos, y tomarlos en medio. Saliendo pues desta manera los Moros con grande ímpetu, los Narboneses que los estaban aguardando, sin dar parte al Rey arremetieron para ellos, los cuales les volvieron las espaldas retirándose como quien huye hasta llevarlos junto al muro de la puerta de la Boatella, de donde como estaba de concierto, llovieron tantas saetas y piedras sobre ellos, que casi ninguno dejó de ser herido, y algunos murieron: mas sobreviniendo la noche se retruxeró: quedando los Moros muy ufanos desta victoria. Luego se fue el Rey a ver al Arzobispo, para consolarle, y para tener gran cuenta con la cura de sus heridos.


Capítulo XIV. Que por allegarse el Rey mucho al muro, fue herido en la frente, y como sano volvió presto a las escaramuzas.

Continuando los Moros sus repentinas salidas, pensaron algunos del campo en cogerlos, y así se pusieron en celada detrás de unas caserías que estaban en frente de la puerta de la Boatella, aunque algo apartadas, para en salir luego dar sobre ellos, y seguirlos hasta meterse dentro de la ciudad con ellos. Pues como el Rey, no sin causa se recelase de esta determinación de los suyos: los cuales de confiados que les había de suceder tan bien como a los primeros, se disponían a lo mismo, se puso con muy buen cuerpo de guarda cerca del muro, armado de todas armas, con su yelmo en la cabeza, para impedirles la entrada: donde estando tan fijo, que no eran parte las saetas espesas que disparaban sobre él para removerle de su puesto, acaeció que alzando por descuido la visera del yelmo le dieron con una saeta en lo alto de la frente, por la más extraña manera que jamás se vio en cabeza armada, y aunque no encarnó mucho la herida, pero como saliese sangre, y le diese sobre los ojos, fuele necesario recogerse a su tienda a curarse de ella, y detenerse algunos días sin salir a fuera, a causa de la hinchazón que se le hizo en el rostro, tanto que se le atapó un ojo: de lo cual se siguió grande alteración y sobresalto por todo el ejército, y los Moros, que luego lo supieron, tomaron dello muy grande orgullo. Mas no permitió nuestro Señor que se lograsen mucho dello: porque con el favor divino, y la buena cura de los cirujanos (cirugianos) y médicos, a los cinco días se halló sano, y deshecha la hinchazón sin ningún otro accidente. Con esto no pudo acabar consigo de no salir luego en público, para dar con su presencia ánimo a los suyos, y quitarlo a los enemigos: los cuales ya estaban muy ufanos, y se tenían por descercados, pensando que la cura duraría mucho, y que faltando la presencia Real, ninguna cosa buena haría por si el ejército, y así con las escaramuzas lo confundirían todo. En lo cual no se engañaban del todo. Porque cierto era el Rey como una grande alma, que informaba, y daba casi el ser a todo su ejército. Demás de su universal gobierno que llevaba, al cual siempre estaba intento, y junto con eso, era tan comunicable y afable con los soldados, que tenía especial cuenta con todos. Mayormente con los valientes, y señalados, que a estos llamaba hermanos, y se entremetía en los ejercicios militares y a todo peligro con ellos. Y es cierto lo que de él se escribe, que le acaeció no pocas veces, a un súbito rebato, y tocar al arma a la media noche, levantarse con gran presteza de la cama, y echada una cota de malla sobre la camisa, con su tan preciada espada, que llamaban Tisona, que se la enviaron de Monzón (como él dice) arremeter para los enemigos, y de ahí los suyos viéndole acudir de los primeros, pelear como leones.


Capítulo XV. Como don Pedro Cornel y don Ximen de Vrrea dieron asalto a una torre de la ciudad y fueron maltratados, y el Rey dio otro a la misma, y la quemó.

Andando en estas escaramuzas y asaltos los del campo con los de la ciudad, dos principales capitanes del ejército llamados don Pedro Cornel, y don Ximeno de Vrrea, deseosos de señalarse en esta jornada, se juntaron sin dar parte al Rey, ni a los otros Capitanes, y con solas sus compañías emprendieron de combatir la puerta de la Boatella, pues los Moros habían ya de tal manera fortalecido el agujero del muro, que no se podía por aquella parte ganar tierra con ellos. De suerte que a cabo de tres días que lo pensaron, y aparejaron lo necesario para el efecto, secretamente se levantaron antes del día, y arremetieron con sus máquinas portátiles, como vayuenes arietinos (de los cuales se ha hablado antes) a encontrar con la misma puerta. Pero la hallaron tan firme, a causa de estar de parte de dentro muy fortificada, que no hicieron en ella misma: antes fueron muy mal tratados por los Moros que guardaban la torre, que estaba al lado de la puerta: de la cual echaron gran copia de saetas y piedras, que no les dejaban continuar el combate: hasta tanto que súbitamente fue abierta, y salió un gran tropell de gente de a caballo bien armada, y dio tan descargadamente sobre los nuestros, que les fue bien necesario el retirarse con muy gran daño a cuestas. Esto fue hecho tan de rebato, y tan sin avisar a nadie, que cuando acudió el campo en socorro dellos, ya los Moros se había metido dentro la ciudad, y cerrado la puerta. Lo cual sintió el Rey mucho, no tanto por el daño hecho a los Capitanes y gente de ellos (que esto decía lo habían muy bien merecido) cuanto por haberse así arrojado temerariamente, sin su licencia: y luego mandó publicar el asalto de la misma torre para el día siguiente. Venida la mañana, mandó juntar doscientos caballos, con cuatro compañías de Infantería, y una de las principales máquinas, para que todos juntos a una concurriesen en la batería, sin querer tener en cuenta con la puerta, sino con la torre, dejando apercibido el campo, para en caso que saliesen los Moros a dar sobre ellos por aquella, o por otra puerta, acudiesen, y procurasen de revolverse con ellos, y entrarse juntos en la ciudad, que él haría lo mismo. Más proveyó de una banda de ballesteros que no atendiesen a otro, que a encarar y dar en los que asomasen por las almenas de la torre. Con esto comenzó la máquina a disparar sobre ella: pero la hallaron tan fuerte, y bien apercibida de armas, que bastaban pocos para muy bien defenderla. Porque con solos diez hombres de guarda se defendía a muy grande daño de los de fuera. Los cuales con esto se ensoberbecían tanto, que no solo burlaban de los nuestros: pero teniéndose por muy seguros, cerraron las puertas de la torre por dentro, sin acoger a ninguno de los suyos a que les ayudasen, por repartirse entre si solos la gloria de la defensa, y aun a los de nuestro campo los exhortaban, a que se diesen a merced del Rey, que por ser tan valientes y buenos soldados les haría mercedes; contra estos disparaban más de propósito, y hacían mayor daño en ellos. Viendo esto el Rey, mandó traer fuego de alquitrán, y echar muchas granadas del sobre la torre, y también meterlas por las bocas de las troneras bajas. La cual como estuviese dentro enmaderada, prendió el fuego tan presto, y turbó el grande humo a las guardas de tal manera, que no tuvieron tino para abrir la puerta a los suyos, para que entrasen a socorrerles: sino que el fuego y humo los ahogó, y consumió: y la torre con el gran ímpetu del fuego, a vista del ejército y ciudad ardió, y en un punto se hundieron las obras muertas de ella, con tanta presteza, que no dio lugar a ningún socorro. Por donde los de la ciudad viendo su perdición cierta, hallándose desamparados de todo favor y ayuda: y más que las vituallas y mantenimientos les iban faltando, determinaron rendirse, y para persuadir esto a Zaen, acordó el pueblo de enviárselo a decir con buenas razones, por algunos principales de la ciudad: de tal manera, que en caso que no viniese bien en ello, le forzasen, y aun hiciesen ademán de poner en él las manos: que sería luego todo el pueblo con ellos.


Capítulo XVI. De los embajadores que el Papa y ciudades de Italia enviaron para rogar al Rey fuese a librarlos del Emperador Federico, y como determinó de ir, y la causa porque se estorbó la ida.

Por este tiempo, como la fama del Rey, y gloria de sus memorables hechos volase por el mundo, y fuese celebrado su nombre con título del mejor y más belicoso Capitán de la Europa, y con esto tan pío y católico, que todas sus guerras y empresas eran para más ensalzar la fé católica y religión Cristiana, determinaron el sumo Pontífice Gregorio IX, y ciudades de Italia, de invocar su favor y ayuda contra el impío y cruel Emperador Federico: el cual perseguía con inicua y cruel guerra, no solo a las ciudades de Cremona, Mantua, y Pauia: pero aun las había contra la Sede Apostólica, y amenazaba a toda Italia, la había de poner debajo de su cruel yugo. Pues como llegasen los Embajadores, y entrados ante el Rey notificasen lo dicho: añadieron, que Federico no solo era impío y digno de ser descomulgado, por haber conjurado y tomado armas contra su madre la santa sede Apostólica, y sacerdotes de Cristo: pero aun porque como cruel e inhumano, había puesto las manos en Enrico su propio hijo primogénito, y primo hermano de su Real Alteza, intitulado ya Rey de Romanos: y que lo había metido en cárceles, y privado de la vida y Reyno, por solo que favorecía las cosas del Pontífice. También las ciudades de Milan, Boloña, y Plazencia de las principales de Italia, a quien nuevamente amenazaba Federico, enviaron sus cartas al Rey con las del Pontífice, echándosele a pies, y suplicando, se apiadase de ellas, y tomase a cargo su defensa con la de toda Italia, y del Imperio Romano, porque removiendo del a un tan intolerable tirano, le servirían como a su verdadero Emperador y señor, con gente y armas. Ofreciendo para los gastos de esta empresa luego de presente darle CL mil libras Imperiales. Y para cada año prometían de acudirle con los derechos y rentas ordinarias que pagaban a los Emperadores en la Lombardía de los Alpes a dentro: y que le tomarían por su perpetuo patrón y general Gobernador de todos ellos. Finalmente toda Italia le daría título y renombre de común padre, y libertador de la patria, y sin eso la Sede Apostólica le honraría con el título de Católico defensor de la Iglesia. Oídos por el Rey con toda su Corte los Embajadores, dijo que daría presto la respuesta a su demanda. Y en este medio mandoles hospedar muy espléndida y suntuosamente, y que entretanto que deliberaba la respuesta, los llevasen por todo el Real, para que viesen el asiento y grande aparato del. También mandó juntar el consejo Real y de guerra, donde se hallaron el Rey y la Reyna, y el Arzobispo de Narbona, juntamente con los Obispos de Zaragoza, Huesca, Vich, Albarracín, y los Vicarios de los Maestres del Temple y Hospital, y otros señores de Aragón, y Cataluña, y más los capitanes del ejército. A los cuales brevemente propuso, como se le ofrecía la empresa, y socorro de Italia, y de la Sede Apostólica, al tiempo que tenía la de Valencia en los términos que veían. Por lo cual pedía le diesen consejo sobre cual de las dos proseguiría. Porque si a la una le obligaba el propio interés de su casa y Reynos: a la otra le compelía la defensa de la casa de Dios, que era la Sede Apostólica en la tierra, junto con el universal reparo de toda Italia: que lo mirasen bien, porque sin más réplica seguiría lo que determinasen. Mucho se maravillaron todos de tan alta proposición, mayormente por lo que ya se había divulgado la gran necesidad y estrechura en que estaba toda Italia, y con el encarecimiento que el sumo Pontífice y ciudades pedían el favor del Rey contra el Emperador Federico. Y así como de negocio muy arduo, difícil y dudoso, y en tiempo que parecía no había porque dejar de las manos la empresa que tenía, por cuantas se podían ofrecer en el mundo: estuvieron todos muy suspensos, sin saber a cual parte decantarse. Pero después que se oyeron diversas razones por ambas partes: fue cosa de grande admiración, y como milagro de Dios, la resolución que todos sin discrepar ninguno tomaron en el consejo, y fue: Que el Rey en ninguna manera volviese el rostro a la fortuna: pues se le ofrecía muy favorable y honrosísima para emplearse en cosas tan graves, y de tan memorable empresa, porque ser llamado en tal tiempo para dos tan importantísimos negocios, como socorrer a la Sede Apostólica, y poner en libertad a Italia, sin duda que parecía ocasión que venía por orden y disposición divina, no solo para con su propia mano y armas ganar el título de católico: mas aun para que venciendo al Emperador tirano mereciese el nombre de Augusto, y quedarse con el Imperio. Que no se tuviese cuenta con la empresa de Valencia: pues la tenía en tales términos que apretándola de nuevo, muy brevemente, y casi por horas saldría con ella. Y así con el duplicado título que llevaría de conquistador de dos Reynos, y señor de cuatro, acrecentaría mucho su opinión para llevar el renombre de libertador de Italia. Como esta determinación cuadrase mucho con la magnanimidad del Rey, llegó a términos el negocio, que en el mismo Real capitularon los Embajadores con el Rey, y se hicieron los conciertos siguientes. Que el Rey se obligaba de pasar en Italia con mil caballos ligeros, y con todo el aparato de guerra necesario. Que sustentaría guerra hasta la muerte contra el Emperador Federico, y ciudades que le seguían en las provincias de la Lombardía, Trevisana, y la Romania: siempre que el sumo Pontífice y ciudades de Milan, Boloña, y Plazencia cumpliesen lo prometido, como arriba está dicho. Firmadas las capitulaciones de ambas partes, los Embajadores que habían visto las grandezas del Rey, y cuan corta era la fama del, en respecto de su gran poder y magnificencia, demás de las mercedes y dones que del recibieron: se volvieron muy alegres y contentos por tan cumplido despacho como llevaban a las ciudades. Mas no mucho después, o por la astucia de Federico, que temiéndose de la venida del Rey, volvió fingidamente en gracia del Pontífice: o que por esta misma causa, aliviadas las ciudades de la guerra de Federico, no curasen de solicitar más al Rey, o porque no fue voluntad de Dios, que por emprender guerra ajena, dejase de proseguir la que estaba en casa, paró esta empresa: y así pues cesó la ocasión de Italia, volvió de propósito a ponerse en acabar la de Valencia.


Capítulo XVIII. Del secreto trato que Zaen tuvo con el Rey, y como vino Abuamat a concluir el partido, y de la graciosa justa de dos caballeros Moros con dos Cristianos.
Dixose arriba en el capítulo XV como viendo los de la ciudad su perdición, y por haber el ejército de los Cristianos crecido mucho, y puesto la ciudad en tanto aprieto, habían determinado de hacer embajada a Zaen, como la hicieron, rogándole viniese bien en que se tratase de partido con los Cristianos, por las causas arriba relatadas. Y así oída por Zaen la embajada, mostró tener gran sentimiento de lo que el pueblo le decía. Con todo esto les dijo que pensaría en ello, y les daría muy presto la respuesta. Como viese Zaen la razón que el pueblo pedía, y que a no contentarle se podía ver en algún aprieto de rebelión y motín, dio por respuesta, que pues la voluntad de todos era entregarse a los Cristianos, determinaba complacerles: que confiasen del asentaría lo del entrego de arte que aunque supiese quedar sin Reyno, sacaría algún buen partido para todos. Porque entendía que el Rey Cristiano estaba tan deseoso de ganar la ciudad, y con eso era tan piadoso, que por solo entrar en ella sin derramamiento de sangre, les otorgaría cuantos partidos le pidiesen, que por lo menos les aseguraba las vidas con parte de las haciendas. Quietose mucho el pueblo con la buena respuesta de Zaé. El cual envió luego a Halialbatan Moro nobilísimo deudo suyo, con cartas al Rey para declararle en nombre y palabra suya, y de su hijo el mayorazgo, las condiciones con que se le entregaría la ciudad, si le prometía de las aceptar y cumplir. Oyó el Rey de buena gana a Halialbatan: y vistos los partidos y conciertos que Zaen pedía, ser harto honestos y resolutos, no le pareció por entonces comunicarlos con persona del ejército, sino que en la hora despachó al mismo embajador, respondiendo secretamente, que los aprobaba todos sin excepción alguna. Sospechose luego en el campo que se trataba de concierto con Zaen, y que sería de paz: porque apenas fue llegado el embajador a la ciudad, cuando vieron salir de ella a Abuhamat sobrino hijo de hermana de Zaen, de los principales señores del Reyno: el cual enviando por salvo conduto para venir a hablar con el Rey, se lo otorgó, y por su mandado salieron a recibirle don Nuño, y don Ramon Berenguer de Ager, de los más ancianos y principales del ejército: al cual tomaron en medio, y viniendo juntos, salieron tras ellos dos caballeros Moros con sus caballos enjaezados, y con las lanzas y adargas, muy gallarda y hermosamente puestos. Los cuales, porque no se creyese de los de la ciudad que por estar cercados, y en aprieto, habían perdido nada de su orgullo y brío de pelear, en pasando el río arremetieron juntos hasta llegar a las tiendas del Rey, antes que llegase Abuhamat, y sin apearse desafiaron a dos otros caballeros Cristianos a correr sendas lanzas. Como se adreçassen luego muchos para salir a ellos: don Ximen Pérez Taraçona de la casa del Rey, le suplicó diese a él y a otro su compañero licencia para salir en campo contra los dos Moros. Lo cual quiso estorbarle el Rey, poniéndole delante algunas culpas y pecados, que solo el peso y gravedad dellos le echarían de la silla, y perdería el renombre que tenía de valiente. Como don Ximen Pérez replicase con mayor importunidad, permitiole el Rey la salida. De manera que corriendo las lanzas bajas, el encuentro del Moro fue demanera que don Ximen Pérez voló de la silla y cayó en tierra. Al otro Moro salió don Pedro Clariana, caballero generoso de Cataluña, y comenzando a correr el uno contra el otro, acaeció que el Moro, de miedo, o porque quiera, antes de encontrar volvió las riendas al caballo para la ciudad con tanta velocidad, que por mucho que apretó Clariana por alcanzarle hasta pasar el río, no pudo llegar con él, porque se entró en la ciudad. Desto rieron tanto todos los del ejército, que no hubo lugar para reír la caída de don Ximen Pérez. Luego Abuhamat que había parado por ver el successo del desafío, tomó a su lado al caballero Ximen Pérez, y acompañados de los mismos don Nuño y don Ramón llegaron a la casa que llaman el Real donde los Reyes Moros solían tener su ordinaria habitación y morada, a tiro de ballesta de la ciudad. Pues aunque el Rey tenía también su tienda Real parada en el campo, y estaba allí de ordinario: pero se había por entonces retrahido en la casa del Real, por dar audiencia y tratar con los embajadores más en secreto. Y así llegó Abuhamat y fue recibido del Rey con mucho honor: y dejados a fuera los Prelados con todos los del consejo: el Rey solo con la Reyna, y Abuhamat, y el faraute se encerraron para concluir los capítulos y conciertos del entrego. Y aunque se ofrecían algunas dificultades para bien concluir, pero con el largo poder y secreta comisión que Abuhamat traía para no volver sin cerrar el partido a toda voluntad del Rey, fue finalmente concluido como lo quiso y lo demandó Zaen: y el Rey de parecer de la Reyna que también dio su voto en ello (como la historia dice) firmó el concierto. El cual en suma fue, que entregando Zaen la ciudad con todos los lugares y pueblos que estaban a su devoción, se le permitiese salir de ella con toda la gente de paz y guerra hombres y mujeres, y más toda la ropa y ajuar que llevar pudiesen. Que fuesen acompañados de la guarda del Rey hasta ser puestos en las villas de Cullera y Denia, quedando sola Denia libre para su morada y perpetua habitación de Zaen. Que tornasen cinco días de término para vaciar la ciudad. Con esto despidió el Rey a Abuhamat. El cual vuelto a la ciudad como publicase el concierto, fue por Zaen y por el pueblo con mucho contento de todos aceptado.


Capítulo XVIII. Que sabidas las capitulaciones del entrego hubo en el ejército grandes murmuraciones y quejas del Rey porque se les quitaba el saco de la ciudad y de la satisfacción que el Rey dio sobre ello.

Luego que Abuhamat fue vuelto a la ciudad, mandó el Rey convocar todos los Prelados y grandes con los principales capitanes del ejército en una sala del Real: a los cuales notificó los conciertos y condiciones con que Zaen le entregaba la ciudad y Reyno, y que las había aceptado por evitar los grandes inconvenientes que entendía se habían de seguir llevando el negocio por vía de asalto, y fuerza de armas: y porque redundaba en mayor honor suyo, y salud del ejército echar los enemigos de la ciudad y Reyno, sin derramar sangre, pues quedaba absoluto señor de todo: que les rogaba tuviesen por bueno el concierto hecho, y se aparejasen para entrar a gozar de tan principal ciudad, y ser heredados de la habitación y tierras de ella. Como oyeron esto los capitanes del ejército, vueltos a don Nuño, y a Azagra, Vrrea, y Cornel que eran los caudillos del campo, comenzaron todos a murmurar del Rey y de sus conciertos, y con la mudanza del rostro mostraron cuan mal sentían de ellos: antes se salieron muchos de la sala, y por aquel día, ni se aceptó, ni se respondió al Rey cosa a derechas: sintiéndose mucho los mismos caudillos, así del poco caso que el Rey había hecho de ellos, no habiéndoles dado parte, ni consultado con ellos lo que trataba con Zaen antes de concluir el concierto: como por quedar el ejército defraudado del premio que esperaba por sus largos trabajos de la guerra, con el rico saco y robo de la ciudad. De manera que pasando la queja adelante hablaban muy rotamente del Rey diciendo, que no se hubo así en la presa de Mallorca: pues no habiendo estado el campo sobre la Isla y ciudad más de XIV meses, libremente permitió a los soldados dar a saco la ciudad, de donde volvieron muy ricos a sus tierras: y que en la conquista de Valencia, que duraba ya por cinco años, donde habían padecido tan continuos trabajos, y con tantos peligros ganado ya la mitad del Reyno, y traido la ciudad a términos de entregarse: que les privase del saco de ella, siendo tan rica y bastante para hacerlos bienaventurados, que esto era cosa muy dura, y para tentar la paciencia de los soldados: porque esta era hacienda dellos, y no era de buen capitán quitar a los amigos por dar a los enemigos. Y así como cosa inhumana, y muy ajena de la antigua costumbre y magnanimidad del Rey, se la condenaban por inicua y alevosa. No falta alguno de los autores que escribieron esta historia que sumariamente significa, como toda esta queja de los grandes, y pesadumbre de palabras de los soldados llegaron a los oídos del Rey. El cual envió luego por don Nuño y los demás principales capitanes del día antes, a los cuales congregados en la misma sala, habló de esta manera. No puedo, capitanes míos, dejar de mucho maravillarme de vuestro mal regulado sentimiento, y demasiada soltura de palabras, pues sin discurrir, ni pasar por todo, queréis posponer el bien universal de la guerra, a los particulares intereses y provechos de cada uno: pretendiendo que la conquista de Mallorca y la ocasión tan sobrada que hubo para dar a saco su ciudad, se ha de comparar con la empresa de Valencia, y que valen las mismas razones para la una que para la otra, siendo entre si muy contrarias y diferentísimas. Pues dado que la guerra de Valencia haya durado cinco años y algo más, y la de Mallorca no más de catorce meses, fue esta tan costosa, tan peligrosa y sangrienta, habiéndose perdido en ella, como sabéis, y muerto a mano de los Moros el Vizconde de Bearne, y don Ramón de Moncada, con otros muchos de su linaje: que fue muy justo por la sangre y muerte de estos, se tomase cumplida venganza de los matadores. Y también porque las antiguas injurias y robos que Retabohihe Rey de la Isla y sus corsarios habían hecho contra los mercaderes Catalanes y toda la costa de Cataluña, se recompensasen con darle a saco la ciudad. Lo cual con la conquista de Valencia no tiene semejanza alguna. Pues en ella apenas habéis visto, que ni uno solo de los grandes, ni capitanes que me han seguido en esta jornada haya muerto a manos de los Moros, ni que se ofrezca ocasión alguna de venganza. Antes en todas las escaramuzas que con vosotros han tenido siempre han llevado lo peor, y que solo yo, y don Guillen Dentensa mi tío habemos sido los descalabrados. Demás que en la batalla del Puig de Enesa, con el favor divino, los pocos nuestros no solo vencieron a los muchos dellos, pero aun en el alcance tuvieron riquísima presa y despojos. De manera que si juntáis todo esto con las continuas cabalgadas y presas hechas por los soldados en la campaña y arrabales de Valencia, verdaderamente hallaréis que se igualan, y aun exceden al más rico despojo y saco que podía esperarse de ella. Sin esto creéis vosotros, que el asalto y saco que pensauades dar a la ciudad, había de ser mucho a vuestro salvo, hallándose treinta mil combatientes en ella, que habían de pelear como desesperados por su ley, y por su patria, a vista de sus hijos y mujeres? Podía ser esto sin mucho derramamiento de sangre de Cristianos? Pensáis que esta ciudad es como las otras que con solo entrarlas son ya vencidas? Sabed que tiene dentro de si otra no menor defensa que la del muro: pues con abrir los albañares, o madres, que dicen, por las calles, no solo refrenaran el ímpetu de los de a caballo, pero a los de a pie pondrían en mayor aprieto, echándolos cada vecino desde su puerta a bote de lanza en los albañares, y las mujeres desde sus ventanas hundiéndolos a pedradas: para que de esta gran matanza, y corrupción de cuerpos como de esto sucedería, otro no se siguiese, que una cruel pestilencia, cual fue la de Mallorca. Pues si me decís, que bastará para los Moros asegurarles la vida, y que se vayan desnudos: como esto no se pueda acabar con ellos: o lo atribuyáis (atributeys) a su generoso ánimo, que más presto quieren quedar sin vida que sin alguna hacienda: o se la concederéis, por hacer buena mi liberalidad y clemencia. Porque enviarlos desnudos sin ningún refrigerio, sería condenarlos en vida a una tan vil muerte como nace de la demasiada pobreza. Suplirá pues la falta del saco, para los principales de mi consejo, y corte, los señoríos y tierras que por todo el reyno os he de repartir: para los ministros y oficiales del ejército, desde el decurió, o caporal, hasta el capitán, y para los aventureros que han seguido la guerra a sus costas, las heredades y campos que entre ellos he de distribuir: y para los demás soldados, las casas y patios que en tan insigne ciudad por mi mano han de tener y poseer. Demás de la triunfante entrada que para gloria de Dios, haremos en ella todos.


Capítulo XIX. De las muchas donaciones que el Rey hizo de campos y heredades para cumplir, tomada la ciudad, y de la figura del Murciélago que sacó por devisa en su estandarte.

Como fue divulgada por todo el ejército la cumplida satisfacción que el Rey había dado de si a las quejas que había del, por no haber permitido se diese a saco la ciudad: con las buenas esperanzas que había dado de los tres repartimientos: don Nuño con los demás grandes, y los capitanes, con toda la soldadesca, quedaron tan contentos y satisfechos de su promesa, que de nuevo vinieron todos a ofrecerle para morir en su servicio. Puesto que hubo algunos capitanes tan desmesurados, señaladamente de los aventureros, que le pidieron les diese firmado de su mano y con su Real sello, las mercedes y repartición de campos y heredades que les había de caber, tomada la ciudad, conforme a los servicios de cada uno, lo cual les concedió, y dio firmado de su mano liberalísimamente. Pero estas donaciones anticipadas fueron tantas, que realmente vinieran a imposibilitar la repartición, si no fuera por la buena salida que el Rey dio a tan intrincado negocio como en el siguiente libro diremos. Pues para que a todos fuese notorio lo que con Zaen se había capitulado sobre el entrego, fue concertado, se se enviase el estandarte del Rey a la ciudad, para que en señal de rendimiento, lo alzasen en lo más alto de la torre que está sobre la puerta del Temple. Descubriose aquel día una nueva insignia que sacó el Rey por devisa, la cual mandó asentar en la punta de su estandarte Real, que fue un murciélago de plata fina hermosamente labrado. El cual dio mucho que imaginar, y maravillar a todos hasta entender la cifra, o enigma del. Mas aunque de la causa y propósito desta devisa no hallamos nada escrito en la historia del Rey, ni de otros sino cosas muy confusas y cortamente tocadas: brevemente notaremos aquí lo que de la intención y fines del Rey, cerca deste blasón habemos conjeturado. Porque confiriendo las condiciones y naturaleza del murciélago con los más insignes hechos del Rey, parece que tuvo muy gran razón de tomar este animal, entre todos para su devisa. Por ser esta ave hecha a manera de dragón con alas, o como le llaman en lengua Limosina, Ratpenat, que significa ratón con alas, y que es ciego de día, pues hasta el sol puesto no sale de su nido, y vuela (como dice Plinio) con dos alas como de pergamino, y pare hijos de dos en dos, y les da leche con las tetas que tiene: mas los abraza y lleva por el aire do quiere: y que tiene los dientes salidos para que volando por el aire se coma los mosquitos que encuentra. Son sus manos como garfios para asir reciamente, y retener lo asido con ellas, y aunque es su aspecto horrible, pero acaba su cuerpo en una muy lisa y buena anca, o cola, de la cual se ase otro Murciélago, y deste otro, y después otro y otros, y se ve que de uno quedan muchos colgados. Desta manera el Rey, estando muy fundado en el cerco de Valencia, parecía que volaba de noche a modo de murciélago, cuando secretamente, sin que lo supiesen los suyos, trató con Zaen del rendimiento de la ciudad, y que fue antes concluido entre los dos, que sabido ni divulgado. De mas que como el murciélago no tiene alas sino muy duras y graves para volar muy recio, así el Rey en sus negocios y ejecución de empresas, aunque fue prompto, nunca fue súbito, ni liviano, antes se mostró siempre grave, constante, y sagaz en el discurrir. Tuvo dos hijos don Pedro y don Iayme, los cuales llevaba siempre consigo en paz y en guerra, para que con su buen ejemplo de hechos y fama, como de buena leche los criase. Así mismo con las armas como con los dientes se comía los crueles mosquitos que son los Moros atormentadores de los Cristianos, a los cuales terriblemente perseguía. Tuvo junto con esto las manos corvas y asideras para coger y retener lo cogido: porque los Reynos que una vez conquistó, maravillosamente retuvo, y para siempre conservó: y ni de lo que él ganó por sus manos, ni de lo que le dejaron sus antepasados perdió palmo de tierra: Demás de eso, como fuese para sus amigos de suaves costumbres, y de amable rostro, para sus enemigos los Moros fue siempre dragón espantable, tanto que viéndole, u oyendo su nombre, temblaban todos ellos. Finalmente a modo de murciélago, que acaba en una luengua suave, y muy tratable cola, concluyó el Rey sus hechos y vida, en una muy larga e inmortal memoria de glorioso nombre y fama: la cual no dejó áspera, ni desigual con altos y bajos, sino cual fue toda su vida igual y en nada asimismo desemejante. De la cual se asieron todos sus sucesores y descendientes Reyes y principales para valerse de su ejemplo y hechos, y llegar a ser tales con imitarle (imitalle).


Capítulo XX. Como el estandarte del Rey se alzó en la torre del Temple en señal de entrego, y de lo que el Rey hizo cuando le vio, y como se fueron los Moros, y entró con triunfo en la ciudad.

Salió el Rey el día siguiente en amaneciendo del Real, que está enfrente de la misma torre del Temple, y armado de todas armas sobre un caballo blanco, se puso en medio del campo junto al río, donde estaba ya todo el ejército puestos sus escuadrones muy en orden, como para entrar en batalla. Y como pusiese los ojos con todo su pensamiento en la torre, los de la ciudad levantaron el estandarte Real sobre ella, en señal de rendimiento. Lo cual visto por el Rey luego se apeó del caballo, e hincando las rodillas en el suelo, inclinó la cabeza y besó la tierra, y volviendo los ojos hacia el oriente dio inmensas gracias al gran Dios y señor de las batallas, derramando algunas lágrimas de gozo, por tan soberano beneficio y merced, como le había hecho en concederle esta tan pacífica y no sangrienta victoria: las mismas se hicieron por todo el ejército, con la salva y gran estruendo de trompetas y atabales con mucha grita y alaridos de alegría y regocijo. Luego mandó hacer pregón público notificando a todos los de la ciudad que quisiesen salir de ella, se les daba cinco días de término, con facultad de poder traer consigo sus armas y caballos, y las demás alhajas que pudiesen llevar a cuestas, y que dentro de XV días se recogiesen en Cullera, y Denia con Zaen su Rey. Mas se les otorgaron treguas por tiempo de ocho años, dentro del cual término ninguna guerra les había de mover el Rey, antes defenderlos en caso que otros se la moviesen: y se obligó de guardar todos estos conciertos con juramento solemne: e hizo que los Prelados y grandes de los dos Reynos juntamente con las ciudades y villas Reales jurasen lo mismo. También se obligó Zaen de entregarle todas las villas y castillos que desta parte de Xucar estaban por reducirse, como arriba se ha dicho: y no se obligó a entregar las de la otra parte del mismo Río, porque como era Rey nuevo, y mal quisto, no se había extendido sobre ellas su mando, ni estaban por él. Para firmar todas estas capitulaciones y conciertos, y apartarse del gran tumulto del ejército, se retiró el Rey por aquellos cinco días a Ruzafa, y allá fue Zaen para esto a verse con él, del cual fue muy bien recibido, y se concluyó toda cosa. De manera que antes que se cumpliesen los cinco días, como ya los Moros estuviesen en orden para salirse con toda su familia hombres y mujeres con sus halaxas: mandó el Rey se juntase toda la caballería y se pusiese en hilera, por todo aquel espacio de Valencia a Ruzafa, y también más adelante hasta la marina, por donde va el camino para Cullera, porque pasasen pacíficamente, hallándose presente el mismo Rey que los encaminaba. El cual estaba tan puesto en guardarlos, y mirar por ellos, no se les hiciese sobra por la gente de guerra, que desmandándose algunos soldados contra las mujeres y niños, arremetió para ellos, y los hirió mortalmente. El número de los que salieron de la ciudad (como lo refiere su Real historia) fue hasta cincuenta mil, con los cuales envió parte de la caballería, que los acompañase hasta dentro Cullera. De donde se fueron muchos a los Reynos de Murcia, y Granada, y los más se esparcieron por el Reyno, por los montes y valles haciendo sus chozas: y por la ocasión de muchas fuentes que en él hay, comenzaron a edificar y hacer lugares. Siendo pues ya todos partidos, el día mismo, aunque bien tarde, entró el Rey en la ciudad con su merecido triunfo, acompañado de los Prelados y grandes, y de todo el ejército. Esto fue por el mes de Setiembre, víspera de la fiesta del glorioso sant Miguel, año de nuestra redépció M.CC.XXXVIII (1238). Según que por los actos de la concordia hecha entre el Rey y Zaen, y por testimonio de muchos escritores desta historia, se confirma. Puesto que en la del Rey, y de Marsilio autor grave, se halla que la entrada fue el año siguiente. Lo cual puede ser error de los transcribientes, o diversa computación de los años, porque en la misma historia del Rey se lee que en el año siguiente después de la presa de la ciudad, que dice fue MCCXXXIX el Rey fue a Mompeller, y en el mismo año a 4 de Iulio vio aquel tan grande y memorable Eclypsi del Sol que describe él mismo, del cual se hablará en el libro XIII.

Fin del libro undécimo.