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jueves, 14 de marzo de 2019

Libro décimo sexto

Libro décimo sexto.

Capítulo primero. Como hechas las obsequias (exequias) de don Alonso, trató el Rey de casar al Príncipe don Pedro, y como Manfredo Rey de Sicilia le ofreció su hija con muy grande dote.

Lápida sepulcral, infante Don Alfonso, Alonso, Monasterio de Veruela, hijo primogénito de Jaime I de Aragón, el conquistador

(imagen en la wiki Lancastermerrin88

Muerto don Alonso, y con su muerte apagada la envidia y cruel odio de los que mal le querían, don Pedro y don Iayme sus hermanos mostraron tener gran sentimiento de ella: y determinaron de convertir en honras, y muy suntuosa sepultura las injurias y desdenes que le hicieron en vida: para que la falta en que cayeron no hallándose presentes en las tristes y mal logradas bodas de su hermano, la supliesen celebrando sus obsequias con fingidas lamentaciones y tristezas. De las cuales como de cruel peste quedaron tan infectados (inficionados) y heridos: que con aquel mismo fuego de envidia y odio con que antes persiguieron al hermano muerto, luego en el mismo punto comenzaron ellos a arder entre si mismos. Esto se echó de ver en ellos muy a la clara: pues acaeció, que con su desenfrenada codicia de reinar, en tanta manera se encruelecieron el uno contra el otro, que si la paternal autoridad y potestad Real juntas no se pusieran de por medio, o quedara el padre en un día cruelmente privado de sus hijos: o con las distensiones y desacatos de ellos, pechara bien el odio que tuvo antes contra solo el muerto. De manera que hechas sus honras y obsequias con grande pompa y majestad Real en la iglesia mayor de la ciudad de Valencia, adonde poco después (como dijimos) fueron trasladados sus huesos: habiendo ya cobrado el Rey la universal potestad y regimiento de todos sus Reynos: partió luego con los dos hijos para Barcelona, y en llegando atendió con mucha diligencia en buscar mujer para el Príncipe don Pedro: sin dilatar tanto su casamiento como el de don Alonso. Mas entre algunos que se ofrecieron, y se llegó a tratar de ellos, fue el de doña Gostança hija única del Rey Manfredo de Sicilia, hijo del Emperador Federico, de quien hablamos arriba en el libro XI, porque este, aunque bastardo, muerto el Emperador su padre intitulándose Príncipe de Taranto (Taráto), como se hallase con grueso ejército en Italia, sojuzgó la Calabria con la Puglia (Pulla): y teniendo fin de pasar adelante su empresa, le fue dado título de Rey por Alejandro Papa IV, y con esto pasó el Pharo, y ocupó el Reyno de Sicilia. De lo cual se sintieron mucho los pontífices sucesores, y así fue de ellos muy perseguido, como adelante diremos. Deseando pues Manfredo emparentar con el Rey de Aragón, para con tan buen lado valerse, y hacer rostro a sus enemigos, luego que supo la muerte del Príncipe don Alonso de Aragón, y que don Pedro su hermano quedaba heredero universal de los Reynos de la Corona de Aragón, envió sus embajadores de Sicilia a Barcelona, Giroldo Posta, Mayor Egnaciense, y Iayme Mostacio, principales Barones de su Reyno, y hombres prudentísimos, para contratar matrimonio de doña Gostança su hija, única, y heredera de todos sus Reynos y señoríos, la cual hubo de su mujer doña Beatriz hija del Conde Amadeo de Saboya, con don Pedro Príncipe de Aragón y Cataluña: prometiendo dar en dote con ella cincuenta mil onzas de oro moneda de Sicilia, que importan poco menos de ciento y treinta mil ducados, con la esperanza del Reyno. Además de las muchas y muy excelentes virtudes Reales de doña Gostança, de que estaba muy enriquecida y dotada: como lo afirmaban también algunos mercaderes de Barcelona que la vieron en Sicilia, y tal era la pública voz y fama de ella. Oída la embajada, al Rey y a todos los de su Corte plugo mucho el matrimonio, con el ofrecimiento de tan grande dote, cual no se dio a Rey de Aragón: y más por el parentesco por ser nieta de Emperador, junto con la esperanza de heredar el Reyno de Sicilia. Porque por esta vía, no solo ganaría el más rico granero de la Europa para mantener sus Reynos: pero también porque con esto se le abría a él y a sus sucesores una grande puerta para la entrada de Italia por Sicilia. Por donde de común voto y parecer de todos los de su consejo, concluyó con los Embajadores el matrimonio, y envió por la Esposa a don Fernán Sánchez su hijo bastardo, (de quien adelante se hablará largo) juntamente con Guillen Torrella barón principal de Aragón, para que por mano de ellos se hiciesen las capitulaciones matrimoniales en Sicilia, y trajesen a doña Gostança con el acompañamiento y grandeza Real que convenía.

Capítulo II. Como el Papa Urbano IV procuró estorbar este matrimonio dando grandes causas para ello, y no embargante eso se efectuó.

Luego que don Fernán Sánchez, y Guillen Torrella partieron de Barcelona con largos poderes del Rey, y del Príncipe don Pedro para concluir el matrimonio en Sicilia: fue avisado el Papa Vrbano IIII como habían pasado por la playa Romana dos galeras del Rey de Aragón muy puestas en orden, que iban la vuelta de Sicilia. Pensó luego el Papa el negocio que llevaban, y lo sintió en el alma, por estar tan indignado contra Manfredo por las causas arriba dichas, y haber decernido contra él todas las censuras y excomuniones Ecclesiásticas que se podían: y también invocado el favor y auxilio de todos los Príncipes Cristianos, a fin de formar un gloriosísimo ejército para perseguirlo, y echarlo de todas las tierras y estado de la iglesia que tenía usurpados. Lo cual como supiese el Rey, y de ver la voluntad del Papa tan contraria a este negocio, se hallase por ello muy confuso y dudoso, doliéndose mucho perder un tan rico y provechoso matrimonio para si y para el Príncipe: además del alto parentesco de Manfredo: determinó de enviar sobre ello embajadores al sumo Pontífice, entre otros, a fray Raymundo de Peñafort de la orden de los Predicadores, persona de mucha santidad y letras (como adelante mostraremos) para que con buenas razones y humildes ruegos acabase con el Pontífice tuviese por bien de volver en su gracia y gremio de la iglesia al Rey Manfredo: pues se le humillaba y reconocía sus errores pasados, y tan de corazón y buen ánimo le pedía perdón y misericordia. Aprovechó todo esto tan poco para mitigar al Pontífice, antes se endureció en tanta manera, que con mayor fervor procuró apartar al Rey de la amistad y parentesco de Manfredo Príncipe que nombraba él, de Taranto, impío y crudelísimo perseguidor de la iglesia, como lo fue el Emperador su padre: diciendo que mirase que se hallarían otros Príncipes católicos Cristianos, los cuales de muy buena gana darían sus hijas en virtud y dote iguales a la de Manfredo por mujeres al Príncipe su hijo. Pero ni los ruegos del Rey para con el Pontífice, ni sus exhortaciones para con el Rey, aprovecharon nada: antes se creyó fue orden y providencia del cielo que este matrimonio pasase adelante: así por el acrecentamiento de Reynos y señoríos, que mediante él, por tiempo se añadirían a la corona de Aragón: como por la buena paz y tranquilidad perpetua que los Reynos de Nápoles y Sicilia unidos a la misma corona habían de gozar, como de ella gozan hoy día con la buena amistad y protección de España.


Capítulo II. / Duplicidad de capítulo /
De lo que don Álvaro Cabrera hizo contra el condado de Urgel, y tierra de Barbastro, y del remedio que el Rey puso en ello, y de cierta protesta (
protestacion) que el Príncipe don Pedro hizo.

Volviendo el Rey de Barcelona para Zaragoza, pasando por la villa de Berbegal (Beruegal) cerca de Cinca, entendió que don Álvaro Cabrera hijo de Pontio, y nieto de don Guerao que fue Conde de Vrgel, con el favor y ayuda de los amigos de su padre y abuelo, había tomado por fuerza de armas las villas y castillos del estado de Ribagorza, que estaba por el Rey, y hecho correrías fuera de los términos y límites de su tierra y señorío: y sin eso mucho daño en las aldeas y campaña de la ciudad de Barbastro, cuyo campo es fertilísimo que abunda de pan, vino, aceite, azafrán, con gran cría de mulas y rocines, de ganados, y todo género de caza. La cual en nuestros tiempos ha sido hecha en cabeza del obispado. Convocados pues todos los pueblos comarcanos, señaladamente los que habían sido maltratados de don Álvaro, en la ciudad para quejarse de él, sabido por el Rey su atrevimiento, dio luego orden a Martín Pérez Artaxona Iusticia de Aragón persiguiese con mediano ejército a los desmandados que llevaban la voz de Don Álvaro, y les hiciese todo el daño que pudiese, y también a los pueblos del mismo: porque estaba determinado de sacar del mundo a don Álvaro si no se retiraba, y apartaba de hacer los daños que solía. En este medio el Príncipe don Pedro abusando del mucho amor que el Rey su padre le tenía, con el cual pudo echar de los Reynos a don Alonso su hermano ya muerto: ardiendo pues con la codicia del reinar y queriéndolo todo para si, procuraba casi por la misma vía echar a don Iayme su hermano de la herencia que le había el Rey por su parte y legítima asignado, que eran los Reynos que él había conquistado por su persona con lo demás que se dice arriba. De lo cual se siguió mayor odio, y rencor entre los dos hermanos. Puesto que don Pedro por entonces lo disimulaba temiendo que si declaraba su mala voluntad y odio contra su hermano, incurriría en el de su padre, y que sentido de esto haría nuevo testamento, con alguna nueva donación en favor de su hermano, que fuese en su perjuicio: y le forzase a jurarla y loarla para obligarle a pasar por ella. Por excusar esto ajuntó secretamente algunas personas principales de sus más intrínsecos amigos y fieles, que fueron fray Ramón de Peñafort, el maestro Berenguer de Torres Arcediano de Barcelona, don Ximeno de Foces, Guillé Torrella, Esteuan y Ioan Gil Tarin ciudadanos antiguos de Zaragoza: ante los cuales protestó, que si acaso él ratificaba con su juramento algún testamento, o donación nuevamente hecha por su padre, en favor de cualquier persona, o personas, lo haría forzado, por evitar la indignación de su padre: porque si le resistía, no hiciese con la cólera alguna novedad en daño suyo y detrimento de los Reynos: acordándose de lo que don Alonso su hermano padeció en vida por semejantes contrastes.


Capítulo III. De los bandos que se levantaron en Aragón por la dicordia de los dos hermanos, y como fue llevada la Infanta doña Isabel a casar con el Príncipe de Francia, y traída doña Constanza a casar con don Pedro.

En aquel mismo tiempo que andaban los dos hermanos en estas discordias, nacidas de la desenfrenada codicia de Reinar, y por ocasión de ellas, se levantaron, no solo entre los grandes y barones, pero entre la gente vulgar y pueblos de Aragón crueles bandos y parcialidades: unos apellidando don Pedro, otros don Iayme, otros al Rey, tan desatinadamente y con tanta licencia y desvergüenza, tomando armas unos contra otros, que comenzaron luego por las montañas de Aragón hacia los Pirineos, a saltear por los caminos, y dentro en los pueblos hacerse muy grandes insultos unos contra otros: y de tal manera ocuparon los barrancos y malos pasos de los caminos, que ya no se podía ir de un lugar a otro, sino muchos juntos armados y acuadrillados. Por esta causa todas las ciudades y villas de las montañas de Aragón hicieron entre si liga que llamaron Unión, de la cual salieron ciertas leyes más duras, y de más cruel ejecución que nunca hicieron los antiguos, pero conformes al tiempo y disoluciones que corrían. Porque era necesario quemar y cortar lo que con medicinas y leyes blandas no se podía curar: para que como con fuego se atajase y reprimiese tan desapoderada libertad de robar, y de saltear y matar. Con esta unión, y exasperación de penas y castigos, se alivió en pocos días esta peste. Porque tomaron muy grande número de aquellos salteadores y sediciosos, los cuales todos por el beneficio de la común paz y seguridad de la Repub fueron con varios y atrocísimos géneros de tormentos y muertes punidos y justiciados: y quedó el Reyno quietado.
Por este tiempo la Infanta doña Isabel hija segunda del Rey fue llevada a la Guiayna a la ciudad de Claramunt en Aluernia, adonde celebró sus bodas solemnísimamente con el Príncipe don Felipe de Francia, y se cumplieron por ambas partes los capítulos y obligaciones ordenadas por los dos Reyes sus padres en la villa de Carbolio, como dicho habemos. No mucho después llegó de Sicilia doña Constanza hija del Rey Manfredo (
Mófredo), también a la Guiayna, y desembarcó junto a Mompeller, acompañada de Bonifacio Anglano Conde de Montalbán (Mótaluá) tío de Manfredo: con otros muchos señores de Sicilia, y del Reyno de Nápoles, y don Fernán Sánchez, y el Barón Torrella que fueron por ella: y fue por la ciudad y pueblo de Mompeller altísimamente recibida. Y luego don Iayme su cuñado le aseguró el dote, en nombre del Rey su padre, sobre el Condado de Rossellon y de Cerdaña, Conflent y Vallespir, con los Condados de Besalù y Prulé, y más las villas de Caldès y Lagostera. De las cuales tierras el Rey había hecho donación antes a don Iayme: pero él fue contento, con reservarle la posesión, tenerlas obligadas al dote. Concluídos y jurados que fueron los capítulos matrimoniales, en llegando de Barcelona el Príncipe don Pedro se celebraron las bodas de él y de doña Constanza con tal fiesta y regocijo cual jamás se vio en aquella ciudad: porque se hallaron en ella todos los Duques, Condes, y señores de toda la Guiayna, con los que de Aragón y Cataluña vinieron, que las solemnizaron con muchas justas y torneos, y otros grandes regocijos.


Capítulo IV. De las nuevas divisiones que el Rey hizo de sus Reynos y señoríos para heredar a don Iayme, y como quedaba siempre descontento don Pedro.

Acabada la fiesta, el Rey con toda la corte se partió para Barcelona: donde por hacer fiesta a doña Constanza la ciudad le hizo un suntuoso recibimiento con muchos juegos y danzas como lo suele y acostumbra muy bien hacer esta ciudad en semejantes fiestas Reales, y con esto ganar la voluntad y afición de las Reynas en sus primeras entradas. Andando pues el Rey holgándose por Barcelona acabó allí de entender la insaciable codicia que de reinar y alzarse con todo, tenía el Príncipe don Pedro. Y pareciéndole que quitaría de raíz la mala simiente de diferencias y discordias entre los dos hermanos si de voluntad de ellos hiciese nueva división de los Reynos. Por esto en presencia de los Obispos de Barcelona y de Vich, con otros de Cataluña, y de algunos principales del Reyno de Aragón, con los síndicos de las villas y Ciudades Reales, partió entre ellos los estados de esta manera. Dio al Príncipe don Pedro el Reyno de Aragón, y condado de Barcelona desde el río Cinca hasta el promontorio que hacen los montes Pirineos en nuestro mar, al cual vulgarmente llaman Cabdecreus, hasta los montes y collados de Perellò y Panizàs. Diole asimismo el Reyno de Valencia, y a Biar y la Muela, según la división y límites que señalaron con el Rey de Castilla. Mas del río de Vldecona, o la Cenia, como van los mojones del Reyno de Aragón hasta el río de Aluentosa. Al infante don Iayme hizo donación del Reyno de Mallorca y Menorca con la parte que entonces tenía en Ibiza y con lo que en ella más adquiriese: y la ciudad y señoría de Mompeller, y el condado de Rossellon, Colliure y Conflente: y el condado de Cerdaña, que es todo lo que se incluye desde Pincen hasta la puente de la Corba, y todo el valle de Ribas, con la baylia que se extiende de la parte de Bargadá hasta Rocasauza, y todo el señorío de Vallespir hasta el collado Dares, como parte la sierra a Cataluña hasta el coll de Panizàs, y de aquel monte hasta el collado de Perellò, y Capdecreus. Con condición que en los condados de Rossellon y Cerdaña, Colliure, Conflente, y Vallespir, corriese siempre la moneda de Barcelona que decían de Ternò: y se juzgase según el uso y costumbre de Cataluña. Sustituyó el un hermano al otro en caso que no tuviese hijos varones. Declarando que si la tierra de Rossellon, Colliure, Conflente, Cerdaña y Vallespir, viniesen a personas extrañas, lo tuviesen en reconocimiento de feudo por el Príncipe don Pedro y sus herederos sucesores en el Condado de Barcelona. Y si don Pedro viniese contra esta ordinación, y moviese guerra al Infante su hermano, perdiese el derecho del feudo concedido al don Pedro en los pueblos de Rossellon, Conflent, Cerdaña, Colliure, y Vallespir, en caso que por matrimonio, o por otra vía fuesen devueltos en personas extrañas. De esta manera (como está dicho, y referido en los Anales de Geronymo Surita) se hizo esta postrera partición de los Reynos y señoríos de la corona de Aragón entre los dos hermanos. Puesto que el Príncipe don Pedro siempre mostró quedar agraviado, pretendiendo que la parte dada a su hermano era excesiva: pues le desmembraba tan gran porción del patrimonio Real. Fue de si tan elevado y magnánimo este gran Príncipe, que tuvo por caso de menos valer no suceder a su padre en todo y por todo. Finalmente quiso el Rey por esta partición de Reynos y señoríos, que el hijo menor y sus herederos se contentasen del uso y señorío de aquellas tierras que les cabía por la partición, con tal que reconociesen superioridad al hermano mayor y a sus descendientes.


Capítulo V. De las diferencias que se movieron sobre los amojonamientos de Castilla con Aragón y Valencia: y de la pretensión del Rey con el Senescal de Cataluña.

Por este tiempo se levantaron otras diferencias sobre los límites de Castilla y Reynos de Aragón y Valencia, y hubo sobre ello cuestiones, además de las correrías y daños que se hicieron en las fronteras los vecinos unos contra otros. Por esto fue necesario concordarse los Reyes, y mandar amojonar de nuevo sus tierras. Para este efecto se nombraron tres jueces de cada parte que señalasen los términos y mojones de cada Reyno. Fueron de Castilla, Pascual Obispo de Jaén (Iahen), Gil Garcés Aza, y Gonçalvo Rodríguez Atiença. De los nuestros fueron Andrés de Albalate Obispo de Valencia, Sancho Calatayud, y Bernaldo Vidal Besalù, los cuales después de haber hecho su división y amojonamientos: en cuanto a los daños hechos por las diferencias de los pueblos determinaron, que hecha la estimación, los Reyes pagasen su parte y porción a cada pueblo. Mas porque esto era algo largo y difícil de cobrar, y que en la averiguación de cuentas se había de perder mucho tiempo, y que para con los Reyes no se admiten todas, determinaron los mismos pueblos, y se concordaron entre si, de rehacerse los daños unos a otros, o perdonárselos. Poco después de concluido esto acaeció que viniendo el Rey a Lérida de paso para Barcelona halló por cierta diferencia que hubo entre dos caballeros Catalanes llamados Poncio Peralta, y Bernaldo Mauleon, se habían desafiado el uno al otro para salir en campo, y los halló a punto de combatirse. Y aunque de derecho común tocaba al Rey presidir en el campo, como aquel que lo daba y era señor del: mas por fuero antiguo del Reyno, presidió don Pedro de Moncada como gran Senescal de Cataluña. De esto mostró el Rey estar sentido, pretendiendo que los derechos y privilegios de la dignidad de Senescal ya no estaban en uso y costumbre, quiso el Rey que sobre ello se nombrasen jueces para averiguarlo, a don Ximen Pérez de Arenos, Thomas Sentcliment, Guillen Sazala, y Arnaldo Boscan, hombres en guerra y letras bien ejercitados. Los cuales dieron por sentencia, que al Senescal como a suprema dignidad del Reyno se debía semejante cargo de presidir: y que su derecho ni por falta de uso ni por abuso se podía perder. Antes declararon que si por algo lo había perdido, se le restituyese. De este desafío, cual de los dos venció, ni por qué causa, o querella se movió, ni qué suceso tuvo, no se entiende de la historia del Rey, ni lo he hallado en otras. De allí pasó a Barcelona, y deseando ya tener casado a don Iayme su hijo, escribió a don Guillen de Rocafull gobernador de Mompeller fuese al condado de Saboya y tratase con el Conde don Pedro casamiento de don Iayme con doña Beatriz hija del Conde Amadeo su hermano. Pero como no se concluyó este matrimonio, si fue por muerte de de doña Beatriz, o por otras causas, la historia no habla más de ello.


Capítulo VI. De la embajada que el Sultán (Soldan) de Babilonia envió al Rey, el cual le despachó otros embajadores, y de lo que pasaron con él en Alejandría del Egipto.

No porque la historia del Rey deja de hablar de esta y otras muchas hazañas del mismo, será bien pasar por alto lo que un escritor antiguo (de quien hace mención Surita en sus Annales) que recopiló la vida y hechos del Rey, para encarecer lo mucho que fue tenido y amado de los Reyes así fieles como paganos, cuenta por cosa memorable lo que pasó entre él, y el Sultán de Babilonia, que por este tiempo residía en Egipto en la ciudad de Alexandria: a donde con el gran concurso que ordinariamente había de mercaderes Catalanes, a causa de la especiería, que entonces venía toda por la vía de oriente a la Europa, llegó la fama de las hazañas del Rey y de su grande opinión de valiente y belicoso. Lo cual oído por el Sultán vino a aficionársele en tanta manera, que por trabar amistad con él, envió sus embajadores a visitarle a Barcelona: y llegados a ella fueron por el Rey muy bien recibidos, al cual por su embajada declararon la grande afición que el Sultán su señor le había tomado, por la buena fama que de sus heroicos hechos ante él se había divulgado, y de cuan aparejado estaba para hacer buena su voluntad y afición, en cuanto valer de él se quisiese. Los oyó el Rey con mucho amor, y mandó aposentar y regalar sus personas con real cumplimiento, haciéndoles mostrar la ciudad con sus aparatos de guerra por mar y por tierra. Y después de haberles hecho mercedes, y proveído sus navíos de las cosas más preciadas de la tierra los despidió, diciendo, que también enviaría muy presto sus embajadores a visitar al Sultán en reconocimiento del favor que le había hecho enviándole a visitar primero. Con esto se partieron los embajadores, y luego formó otra embajada el Rey para el Sultán con Ramón Ricardo, y Bernaldo Porter caballeros Catalanes hombres prudentes, y de mucha experiencia, que ya antes habían hecho la misma navegación, yendo con algunas galeras en corso. Estos provistos de las cosas más delicadas de España para presentar al Sultán, y puestos en dos naves veleras llegaron al puerto de la ciudad de Alejandría donde a la sazón estaba el Sultán. Del cual, sabiendo que eran los embajadores del Rey de Aragón, fueron principalmente recibidos y aposentados en su palacio. Y como a la entrada de ellos descubrió el Sultán el estandarte del Rey que llevaba Bernaldo Porter, luego por más honrarlo mandó ponerlo junto a su Real solio. Presentadas sus letras de creencia con los regalos que le traían, explicó Porter su embajada, la cual en todo correspondía a la del Sultán con el Rey (como dijimos) y la oyó con grande contentamiento. Y luego (como lo afirma el mismo escritor) rogó a Porter, que conforme a la ceremonia y costumbre de los Reyes de España armase caballero a su hijo el Príncipe de Babilonia, que lo estimaría en tanto como si su mismo Rey lo armase. Como oyó esto, Porter, se le echó a los pies reputándose por indigno de tan alto oficio y prerrogativa. Mas pues tan determinadamente se lo mandaba, obedecería. Y hecho grande aparato en una iglesia pequeña de los Cristianos que vivían en la ciudad, dos sacerdotes que traían los embajadores muy diestros en la ceremonia eclesiástica, con los demás de la tierra y gente Cristiana, celebraron su misa con mucha solemnidad y bien concertada ceremonia, con grande admiración y contentamiento del Sultán y principales de su corte que se hallaron presentes a la fiesta. Dicha la misa fue puesta la espada desnuda por el embajador sobre el altar, y puesto el Príncipe de rodillas ante el mismo altar, tomó Porter la espada y vuelto al Príncipe se la ciñó (ciñio) con muy agraciada ceremonia, y después se arrodilló Porter ante él y le besó las manos con muy grande humildad y acatamiento, desparando la música y estruendo de trompetas y tabales, y otros instrumentos de añafiles y dulzainas (dulçaynas) de que usaban los Moros. Acabado esto, y vueltos a palacio con mucha fiesta y regocijo: quiso el Sultán ser enteramente informado de la vida y hechos del Rey de Aragón. Y como Porter pudiese dar en ello mejor razón que otro, por haber seguido al Rey en todas sus jornadas de paz y guerra, con los buenos farautes e intérpretes que el Sultán tenía, le hizo muy cumplida relación de todas las hazañas del Rey, desde su nacimiento hasta el punto que le dejó en Barcelona. Lo cual oído quedó el Sultán con todos los de su corte, extrañamente maravillados, y de nuevo muy más aficionados al Rey. Hecha esta relación los embajadores se despidieron del Sultán, el cual les hizo particulares mercedes y dio joyas riquísimas, y para el Rey mandó proveer las naves de mucha especiería con muchas aves y extraños animales de las Indias orientales, y ofreciéndose muy mucho de valer y servir al Rey con todo su poder en paz y en guerra siempre que necesario fuese contra sus enemigos: los embajadores se partieron de él con mucha gracia suya, y puestos en mar llegaron con muy próspera navegación en Barcelona: donde hallaron al Rey, y le contaron su felice viaje que de ida y de vuelta tuvieron, y de la gracia y magnificencia con que fueron recibidos del Sultán, con las demás cosas maravillosas que arriba dicho habemos, señaladamente de la información tan cumplida que mandó se le hiciese de su esclarecida vida y hechos, y de la atención y admiración grandísima con que los oyó y magnificò. Finalmente las mercedes y favores que a la despedida les hizo: que todas fueron particularidades para el Rey muy gustosas de oír. El cual alabó mucho a los embajadores por su trabajo, diligencia e industria con que se trataron y acabaron tan honoríficamente su embajada, prometiendo tendría cuenta en recompensar tan insignes servicios. Y también dando infinitas gracias a nuestro señor por haberle dado un tan buen amigo en aquellas partes, de quien pudiese valerse para la jornada de Jerusalén, si fuese servido de que en algún tiempo la emprendiese.


Capítulo VII. Del Maestre de Calatrava que vino al Rey por socorro contra los infinitos Moros que pasaban de África a la Andalucía, y que convocó cortes para que le ayudasen en esta jornada.

Pues como al Rey no se le permitiese estar un punto ocioso en toda la vida, sin algún ejercicio de guerra: acaeció que en acabar de oír los embajadores que volvieron del Sultán, llegó a él don fray Pedro Iuanés maestre de la orden y caballería de Calatrava, enviado por el Rey de Castilla, y le dijo como habían pasado infinitos Moros de África en la Andalucía, que ajuntados con los del Reyno de Granada y de Murcia moverían mayor guerra que jamás se vio a toda España: que le suplicaba en nombre del Rey y de la Reyna su hija se apiadase de ellos, y de sus hijos nietos suyos, y que en tan extremada necesidad no les faltase con su amparo y socorro. Oído esto por el Rey no dejó de compadecerse mucho del Rey y Reyna de Castilla, y porque se determinó de favorecerles, respondió al maestre que pues él sabía la tierra por donde andaban los Moros, y el número de ellos poco más o menos, y también era tan aventajado y experto en la guerra le dijese su parecer cerca lo que debía hacer y preparar para resistir a tanta morisma. A esto respondió el Maestre, que le parecía debía su Real alteza ajuntar su ejército, y por la vía de Valencia llegar a acometer a los del Reyno de Murcia, los cuales con la venida de los de África se habían rebelado contra el Rey don Alonso su señor, y dado al Rey de Granada, que aprovecharía esto mucho para divertir tanta morisma. Además de esto, convenía mandar poner en orden la armada por mar, así para impedir el paso a los de África que cada día llovían sobre el Andalucía: como para desanimar a los que habían pasado, y para les tomar el paso a la vuelta, que sería asegurar esto la victoria contra todos ellos. Diole también una carta de la Reyna su hija, en que le rogaba lo mismo, porque la memoria de los disgustos que su marido había dado siempre al Rey, no le causasen alguna tibieza en el socorrerles. A todo respondió el Rey pareciéndole bien lo que el maestre en lo del socorro había apuntado: Que en ningún tiempo faltaría a los suyos, y mucho menos en ocasión de tanta necesidad y trabajo: que juntaría mayor ejército que nunca por mar y por tierra, y que por mejor socorrerles ofrecía de ir en persona en esta jornada, que hiciesen lo que a ellos tocaba, que él por su parte no faltaría a lo que debía.


Capítulo VIII. De qué manera entró el Rey de Castilla a señorear el Reyno de Murcia y por qué causas se le rebeló.

Dice la historia general de Castilla que cuando don Hernando el III Rey de Castilla y León hubo ganado de los moros la ciudad de Córdoba, y las villas del obispado de Iaen, después de la muerte de Abenjuceff Rey de Granada, fue alzado por Rey en Arjona un Moro llamado Mahomet Aben Alamir, al cual el Rey don Hernando ayudó a ganar el Reyno de Granada y la ciudad de Almería. Entonces según la misma historia afirma, no queriendo los Moros del Reyno de Murcia reconocer por Rey a Mahomet, eligieron por señor de aquel Reyno a Boatriz. Pero después, conociendo que no serían poderosos para defenderse del Rey de Granada estando sujeto al Rey de Castilla, y favoreciéndole, deliberaron de enviar sus embajadores al Infante don Alonso, ofreciendo que le darían la ciudad de Murcia, y le entregarían todos los castillos que hay en aquel Reyno desde Alicante hasta Lorca y Chinchilla. Con esta ocasión el Infante don Alonso por mandato del Rey su padre fue para el Reyno de Murcia, y le entregaron la ciudad, y fueron puestas todas las fortalezas en poder de los Cristinanos, no embargante que Murcia y todas las villas y lugares quedaron pobladas de los Moros. Fue con tal pacto y condición, que el Rey de Castilla y el Infante su hijo hubiesen (vuiesen) la mitad de las rentas, y la otra mitad Abé Alborque, que en aquella sazón era Rey de Murcia, y que fuese su vasallo de don Alonso. Sucedió que ya muerto el Rey don Hernando, estando el Rey don Alonso en Castilla muy alejado de aquella frontera, los Moros del Reyno de Murcia tuvieron trato con el Rey de Granada, que en un día se alzarían todos contra el Rey don Alonso, porque el Rey de Granada con todo su poder le hiciese la más cruel guerra que pudiese. Sabido esto por el Rey de Granada, y que tenía ya de su parte al Reyno de Murcia, como poco antes desaviniéndose con el Rey de Castilla, tuviese hecho concierto con los moros de África, acabó con ellos que pasasen gran número de gente a España, con esperanza que tornarían a cobrar no solamente lo que habían perdido en la Andalucía, pero el Reyno de Valencia. Y así para este efecto pasaban cada día escondidamente gentes de Abeuça Rey de Marruecos. También los Moros que estaban en Sevilla (dice la misma historia) y en otras villas y lugares del Andalucía debajo del vasallaje del Rey de Castilla, gente siempre infiel, y entonces sin miedo, por el socorro de los de África, trataron para cierto día rebelarse todos, y matar los Cristianos, y apoderarse de los lugares y castillos fuertes que pudiesen, y aun tentaron de prender al Rey y a la Reyna que entonces estaban en Sevilla. Pero aunque no les sucedió el trato, no por eso dejaron los Moros del Reyno de Murcia de declarar su rebelión, y cobraron la ciudad, y los más castillos que estaban por el Rey de Castilla. Y el Rey de Granada con este suceso comenzó la guerra contra el Rey de Castilla, por lugares de la Andalucía, y estuvo en punto de perderse en breves días todo lo que el Rey don Hernando en mucho tiempo había conquistado.


Capítulo IX. Como mandó el Rey convocar cortes en Barcelona para que le ayudasen a la guerra contra los Moros de África y del Andalucía.

Partido el maestre de Calatrava con tan buen despacho, mandó luego el Rey convocar cortes para Barcelona, y entretanto aprestar el armada por mar, y hacer gente por tierra proveyéndose de todas partes de vituallas y dinero para tan importante jornada. Llegados ya todos los convocados del Reyno, y comenzadas las cortes, dioles el Rey muy cumplida razón de las nuevas que tenía de Castilla, y de la extrema necesidad en que estaba toda el Andalucía por la infinidad de Moros de a caballo, y de a pie que por llamamiento del Rey de Granada habían pasado a ella, porque juntados con los de Murcia y Granada bastaban para emprender de nuevo toda España. Y que si no les salían al encuentro por tierra, y también por mar les atajaban el paso, se meterían tan adentro por toda ella, que llegarían a tomarlos dentro de sus casas allí donde estaban. Que para prevenir tantos males rogaba a todos le favoreciesen en esta empresa que tomaba sobre sus hombros, por la general defensa de ellos y de toda España: mayormente por atravesarse el peligro de la Reyna de Castilla doña Violante su hija y de sus nietos, a los cuales no podía faltar hasta emplear su propia vida por redimirla de todos ellos, pues ya el Rey don Alonso de Castilla había comenzado la guerra contra el Rey de Granada, por quien los Moros de África pasaban al Andalucía, y que pues él daría sobre los de Murcia, tenía, con el favor de nuestro señor, por acabada la empresa. Que pues los gastos para un a tan importante guerra como esta habían de ser excesivos, y tan bien empleados, le sirviesen con el Bouage: el cual para tan terribles e inopinadas necesidades hasta aquí nunca se lo habían negado: mayormente que determinaba él mismo en persona hallarse en esta guerra, por el beneficio común y defensión de la religión Cristiana, hasta morir por ella.

Capítulo IX. Que después de haber los Catalanes concedido el Bouage, disentió a ello el Vizconde de Cardona, y de lo mucho que el Rey lo sintió, y al fin consintió el Vizconde.

Acabado por el Rey su razonamiento, como los de las cortes entendieron lo que pasaba de la venida de los Moros, y le evidente necesidad y trabajo en que estaba puesta toda España: y más que siendo tantos los enemigos, venidos de allende, y juntados con los de Granada se extenderían por todas partes, y que no perdonarían a Valencia ni a Cataluña: considerando todo esto, y también que sería mucho mejor hacer guerra a los enemigos de lejos, que no esperar a echarlos de casa, condescendieron todos con el Rey en su justa demanda. Y no solo le concedieron el Bouage: pero aun prometieron de ponerle la armada en orden y de proveérsela de todo lo necesario: ofreciéndole sin esto de valerle en esto y en todo lo demás que conviniese a su servicio. Estando el Rey muy contento y satisfecho de la liberalidad con que se le ofrecían a valerle en esta empresa, queriendo hacerles gracias por todo, y cerrar el acto de la promesa para concluir las cortes: don Ramon Folch Vizconde de Cardona que asistía en ellas se opuso, diciendo que disentía en todo lo concedido al Rey, si primero no desagraviaba a ciertos pueblos, mandando recompensarles los daños y menoscabos así causados por él, como de vasallos contra vasallos, que a la sazón se hallaban por rehacer. Y que hasta ser esto hecho y cumplido no consentía en lo decretado por las cortes. El Rey que oyó esto, viendo que en el tiempo que más trabajados y perdidos andaban los Reynos, se anteponían los daños particulares al universal provecho de todos, se sintió tanto de ello, que como de cosa muy desmesurada y contra toda razón, perdió la paciencia: y sin más aguardar la ceremonia acostumbrada, se levantó del solio Real, determinado de despedir del todo las cortes, e irse de la ciudad dejándolo todo confuso: y que cada uno se defendiese como pudiese. Mas como todos conociesen la misma razón que el Rey, se le echaron a pies suplicándole se detuviese, que se remediaría todo,y vueltos al Vizconde acabaron con él que desistiese de su oposición y dessentimiento. Por donde el Rey se aquietó, y la concesión del tributo se ratificó de nuevo por el Vizconde con los demás votos de los estamentos y brazos del Reyno: y se concluyeron las cortes con mucho contentamiento y satisfacción del Rey y de todos, y les hizo muchas gracias por ello.
Capítulo X. Como el Rey nombró por general del armada a su hijo don Pedro Fernández, y que Laudano judío anticipó todo el tributo del Bouage, y de las cortes que se convocaron en Zaragoza.

Concedido el Bouage al Rey, y puesta la armada en orden, nombró por general de ella a don Pedro Fernández su hijo, mozo gallardo y belicoso que lo hubo en una dueña llamada doña Berenguera hija de don Alonso señor de Molina, de la cual se hablará en el libro siguiente. Fue este don Pedro a quien el Rey dio la villa y señoría de Híjar (Yxar) en Aragón, de la cual tomaron apellido él y sus sucesores hasta en nuestros tiempos, como adelante diremos. Pues como la venida de los Moros fuese cierta, y que repartidos por los Reynos de Granada y Murcia, se aparejaban para mover cruel guerra contra Cristianos, comenzando ya a tomar algunas villas y castillos en el Reyno de Córdoba: se halló el Rey algo atajado por no haber aun cobrado, ni era posible, el servicio del Bouage, sobrando la necesidad de poner en orden la armada con los demás aparatos de guerra. Para lo cual se ofreció pronto pagador, y que anticiparía todo el Bouage, un judío llamado Laudano de los más ricos de España, que entonces era Thesorero del Rey, y ofreció de prestarle todo el dinero que necesario fuese, así para sacar la armada con las municiones y bastimentos necesarios, como para pagar el ejército, y poner de presto la guarnición de gente en los lugares fuertes del Reyno de Valencia fronteros a al de Murcia, y que se contentó con sola la consignación que el Rey le hizo del bouage, con las demás rentas Reales de Cataluña de aquel año para pagarse de lo anticipado. Hecho esto el Rey se vino para Zaragoza, donde mandó hacer gente con diligencia para esta guerra, y nombró algunos principales Aragoneses por capitanes, a fin que acudiesen luego con la gente hecha a juntarse con la de Cataluña en Valencia: todo para favorecer al Rey de Castilla su yerno. Pues como para los mismos gastos hubiese de imponerse tallon a los Aragoneses, llegado a Zaragoza mandó convocar cortes generales para todo el Reyno en ella. A donde se juntaron todos los señores de título, y Barones del Reyno, con los síndicos de las ciudades y villas Reales, juntamente con los magistrados y oficiales Reales de la misma ciudad. Se congregaron en el monasterio y casa insigne de frailes Dominicos. Allí pues sentado el Rey en lugar alto y patente para todos les declaró su propósito con las palabras siguientes.

Capítulo XI. Del largo razonamiento que el Rey hizo a los Aragoneses pidiendo le favoreciesen para los gastos de la guerra, como lo habían hecho los Catalanes.

Yo creo, que no ignoráis todos cuantos aquí os halláis congregados, como desde mi tierna edad he empleado toda la vida en perpetua guerra con las armas en las manos, y que me ha cabido en suerte que ningún tiempo se me haya pasado en ocio, ni regalo: sino que por el bien común, y la salud y ampliación de mis reynos, he puesto siempre mi persona a todo riesgo y peligro. Pues como sabéis los primeros y postreros años de mi mocedad no solo los empleé en defenderme de las persecuciones de los míos, y en apaciguar y quitar todas las distensiones de mis Reynos: pero también ocupé la edad siguiente en las conquistas de Mallorca y Valencia. Y que así en esto, como en las cosas del gobierno, ni en paz ni en guerra, he faltado jamás a lo que debo a la Real y debida virtud de mis antepasados: antes creo haber no poco acrecentado el nombre y estado de ellos. Pues a los dos Reynos que en muchos siglos ganaron y me dejaron por herencia, yo he añadido otros dos, Mallorca y Valencia, que por mi mano y las vuestras he conquistado. De manera que para la conservación y fortificación de ellos, no queda sino juntar el tercero que es el de Murcia. Porque sin este, ni el de Valencia se puede bien defender, ni sin los dos mantener el de Mallorca. El cual perdido, no solo Cataluña perdería el Imperio y poder absoluto que tiene sobre la mar para toda comodidad de su navegación y mercadurías: pero también Aragón volvería a estar sujeto a las correrías y cabalgadas que sobre si tenía antes de los Moros de Valencia. Lo cual bien considerado por los Catalanes vuestros hermanos y compañeros en las conquistas, como hombres de buen discurso y prudentes, se han mucho acomodado, y preciado en favorecer nuestra empresa: teniendo respeto a que de tan continuo uso de pasar los Moros de África en el Andalucía, y juntarse con los de Granada y Murcia, se puede recrecer, así para los Reynos comarcanos de Valencia y Aragón, como para toda España, una común y general destrucción como la antigua pasada. Y así pareciéndoles que les está mejor la guerra de lejos que esperarla en sus casas, no solo se han ofrecido a servirnos con sus personas y vidas en esta jornada: pero como sabéis nos han concedido con mucha liberalidad el servicio del Bouage. Y cierto que no hallamos por qué este Reyno, que no menos está sujeto a los trabajos de esta guerra contra Moros que Cataluña, no nos deba ayudar con semejante servicio para esta empresa: pues no se ha de emplear en otros usos que contra Moros, y en librar a mi hija y nietos de tan manifiesto peligro y destrucción (destruycion) de sus Reynos, como se les apareja. Y es justo, que pues se trata de guerra y armas que han de valer para la común defensa de todos, que donde se alargan tanto en valernos los Catalanes con el servicio ya dicho, que los Aragoneses, debajo cuyo nombre y apellido se han conquistado estos Reynos, y sois siempre los protectores de ellos, os alarguéis y mucho más en favorecernos.

Capítulo XII. De lo que un fraile dijo en acabando el Rey su plática, y como los ricos hombres sintieron mal de la demanda, y se apartaron del Rey pidiéndole cierta recompensa de daños.

En acabando de hablar el Rey, súbitamente apareció enfrente de él en otro púlpito, un religioso de la orden de los Menores, el cual movido de si mismo sin haber dado parte a nadie de su propósito, comenzó a exhortar con grande fervor a todos para seguir con sus personas y haciendas al Rey en esta guerra. Y después con muchas razones y ejemplos abonó la demanda del Rey: añadió que un religioso de su orden había tenido revelación del cielo, y que un Ángel le había dicho, que el Rey de Aragón había de restaurar a toda España, y librarla de la persecución y peligro en que los infieles la habían puesto. Como esto oyeron los ricos hombres se maravillaron mucho de esta novedad del fraile, y como de fingido sueño burlaron de ella, y tanto más se endurecieron cerca la demanda del Rey, abominando el nombre de Bouage, lo que nunca en Aragón se había nombrado, y por eso estaban muy sentidos todos los de las cortes, quisiese introducir nuevas maneras de vejar al pueblo, y desaforar los ricos hombres y caballeros, con alegar lo que le era concedido en Cataluña, que era tres doblada tierra, y que todo cargaría sobre el pueblo. Sabiendo el Rey esto, mandó llamar ocho más principales de ellos, los que mostraban estar más sentidos y escandalizados de la demanda: siendo el caudillo, y el que más se señalaba entre todos, su propio hijo Fernán Sánchez, que extrañamente se preciaba de contradecirle. Fue este el que ya antes en vida de don Alonso su hermano, se había mostrado por él muy parcial contra el Rey su padre: y así abrazó esta nueva ocasión para hacer lo mismo, con apellido que defendía y peleaba por la libertad de su patria, y con esto desenfrenadamente se desbocaba contra el Rey. De manera que para impedir el Bouage, con el cual (como él decía) su padre quería de los Aragoneses hacer bueyes para mejor cargarlos, se hizo caudillo del contrabando del Rey: juntándose con él don Ximen de Vrrea, y don Bernaldo Guillen Dentensa con los otros llamados. Los cuales fueron ante el Rey, y le oyeron, pero nunca pudieron ser convencidos de él, por muchas y muy santas razones que les propuso. Pues ni por la necesidad urgente de la guerra, ni por el ejemplo de los Catalanes, ni por la fé y palabra que les daba sobre su corona Real que restituiría en todo y por todo la rata parte en que los ricos hombres y barones contribuirían en el servicio: y más, que haría fuero y ley expresa, que en ningún tiempo pudiese ser demandado, ni impuesto semejante tributo en Aragón: todo esto no bastó para atraerles a la voluntad del Rey: antes se endurecieron de manera que tomaron esto por ocasión para hacer nuevas demandas y formar quejas contra él. Por donde no solo le negaron lo que pedía: pero aun algunas cosas que el Rey debajo de buen gobierno había mandado hacer en beneficio del Reyno, querían que las revocase, diciendo que habían resultado en daño y perjuicio de los ricos hombres, y sobre ello pusieron sus demandas. Para esto enviaron a Calatayud, donde el Rey se había pasado de Zaragoza, a don Bernaldo Guillé Dentensa y a don Artal de Luna, y a don Ferriz de Liçana, (los tres más familiares y privados que el Rey solía tener) los cuales con seguro que les fue dado, en presencia de todo el pueblo dieron por escrito los agravios que pretendían haber recibido y recibían de cada día de su Alteza. Estos fueron muchos, y los principales tocaban en general a la libertad del Reyno, y en particular a los intereses y provecho de los ricos hombres y caballeros. Y porque a lo general y particular de sus demandas dio el Rey su respuesta y descargo: allanándose en algunos cabos, y en otros cargándoles a ellos mucho la mano, y que ni por eso hubo en ellos enmienda, quedándose las cosas como antes (según Surita en sus Annales copiosamente lo refiere) no haura por qué detenernos aquí, ni hacer mención en particular de todo esto. Mas de que siendo los que se tenían por muy agraviados, con los arriba nombrados, don Guillen de Pueyo nieto del que murió en el cerco de Albarracín en servicio del Rey, y don Atho de Foces hijo de don Ximeno, y don Blasco de Alagón nieto de don Blasco el de Morella, ninguno pretendía más serlo, ni quien más ásperamente se querellase del Rey, que don Fernán Sánchez su hijo: haciéndose (como dicho habemos) caudillo de los querellantes. Esto le llegó al Rey tanto al alma, y formó en si tan cruel odio contra Fernán Sánchez, cuanto después se vio por la ejecución del. Pues como por mucho que el Rey mostrase voluntad de querer a buenas y con quietud satisfacer a todas estas demandas, era tanta la turbación y cólera con que trataban estos negocios los querellantes, pretendiendo salir con todo, sin querer escuchar los medios que el Rey daba para llegar a concierto, que no se pudo tomar resolución alguna con ellos por entonces.

Capítulo XIII. Que los Barones y ricos hombres hicieron liga entre si, y se apartaron del Rey, el cual fue con gente sobre las tierras de ellos, y como comprometieron sus diferencias en los Obispos.

Pues como los señores y Barones perseverasen en su pertinacia y reyerta de no querer escuchar las demandas del Rey sin que primero satisficiese a las de ellos, y de ver esta distensión entre las cabezas anduviese varia y libre la gente popular para seguir a quien quisiese, llegaron las cosas del Reyno a tanta turbación, que luego se descubrieron muchos que tomaron por propia la querella y tesón de los señores y Barones contra el Rey, y muchos por lo contrario la del Rey contra los Barones. Puesto que por el apellido de libertad prevalecía esta parte contra la Real, y esta sola voz de libertad se sentía en boca del pueblo. Con esto se animaron tanto los señores a defender (como ellos decían) los fueros y libertades del Reyno, siendo siempre el principal de ellos Ferrán Sánchez, que sin más aguardar ni escuchar los nuevos partidos que el Rey les movía, comenzó él con su suegro Urrea, y los demás del bando a salirse de Zaragoza para juntarse en Alagón: donde se confederaron e hicieron liga entre si. Y así acabaron de turbarse las cosas del todo. Con esto se concluyeron las cortes muy fuera del orden acostumbrado, y como los Barones y pueblo se pusieron en armas, también el Rey se salió de Calatayud y partió para Barbastro con sus criados y gente de guardia, y algunos de a caballo que salieron tras él, y otros que por el camino se le iban allegando. Como llegase a Barbastro, luego con seguro, fueron ante él los mismos, temiéndose de lo que después avino, pero no se concluyó con su venida ningún asiento, y quedaron las cosas en mayor rompimiento. De allí pasó el Rey a Monzón, donde formó de presto un buen escuadrón de gente de a caballo con los de la tierra y otra gente de a pie que le acudieron de Cataluña. Porque no faltaron algunos señores y barones de Aragón que le siguieron, con los concejos de Tamarit y Almenara. De suerte que salió con toda esta gente en campaña, y dio sobre algunas villas y castillos de los ricos hombres que se le rebelaron: entre otras tomó las tierras de don Pero Maça, y de don Fernán Sánchez su hijo, publicando guerra a fuego y a sangre contra todas las tierras de rebeldes. Como oyeron esto los señores y barones, dejaron las armas y enviaron nueva embajada al Rey, suplicándole fuese servido que estas diferencias no se llevasen por fuerza de armas, sino que se averiguasen por vía de justicia: que pondrían aquel hecho en juicio de prelados (perlados). Esto hicieron porque conocían la condición del Rey a quien ninguna cosa era tanta parte para hacer dejar las armas de las manos como el requirirle lo remitiese todo a justicia. Y así se comprometió por ambas partes en poder y juicio de los Obispos de Zaragoza y Huesca, y se obligaron de estar a lo que se determinase por ellos, así en lo de las diferencias ya dichas, como sobre la pena en que habían incurrido por haberse unido y tratado contra la autoridad del Rey: y que también juzgasen si se les habían de restituir los lugares que tenían en honor. A todo esto vino el Rey bien y se obligó de estar a la determinación de los mismos jueces. Y con esto de parte de los ricos hombres se dio tregua al Rey hasta que volviese de la guerra de los Moros del Reyno de Murcia y quince días más, y se ofrecieron a servirle en ella.

Capítulo XIV. De las cortes que el Rey tuvo en Exea de los caballeros y de los estatutos que mandó publicar en ellas, y como se pregonó la guerra contra Murcia, y la gente que llevó de Zaragoza.

Teniendo el Rey nuevas cada día de los capitanes que estaban en guarnición en la frontera del Reyno de Murcia, como la guerra de los Moros que pasaron de África iba lenta, sin pasar hacia lo de Murcia, a causa de no haber entre ellos caudillo, ni general de la guerra: y también por no haber sido bien recibidos del Rey de Granada, por ser gente inútil y canalla y que solo se entretenían, sin señalar jornada alguna: determinó entre tanto asentar la concordia tratada de palabra con los nobles y ricos hombres: y para que constase por acto público, mandó convocar a cortes para Ejea de los Caballeros, dicha así, por los muchos caballeros que en tiempos pasados cansados de llevar las armas a cuestas, y de seguir la guerra, se habían retirado a vivir allí, por ver aquella villa, por su comodidad y fertilidad de campo, de las principales del Reyno. A donde ajuntados los convocados, mandó el Rey escribir y sacar en limpio las leyes y fueros que en las precedentes cortes se habían establecido, y quiso que se publicasen y firmasen de nuevo. Las cuales en suma fueron, que ni el Rey, ni sus sucesores diesen caballerías de honor, ni oficios de la guerra sino a parientes de los ricos hombres, naturales del Reyno, y en ninguna manera a extranjeros. Que ningún señor Barón, ni noble pagase bouage, que en Aragón corresponde a herbaje. Que las diferencias que se ofreciesen entre el Rey y los nobles, se juzgasen y averiguasen por el justicia de Aragón, aconsejándose con los señores y nobles que no fuesen interesados en las tales diferencias, y que también juzgase sobre las que se le ofreciesen entre los mismos señores y nobles. Que el Rey no diese oficios de honores, ni de la guerra a sus hijos de legítimo matrimonio procreados, si no fuese de generales o supremos capitanes del ejército. Estos son los fueros y capítulos que se publicaron en estas cortes. Lo cual hecho, recibió el Rey en aquel mismo punto cartas del Rey de Castilla su yerno, en que le decía cómo había movido guerra de nuevo contra el Rey de Granada por haber dado favor y ayuda a los de Murcia, para que se le rebelasen, y echasen a sus gobernadores de ella. Por eso le suplicaba se diese toda la prisa posible en venir a tiempo para dar contra ellos y para recuperarle aquel Reyno, el cual solía antes (como dicho habemos) por no sujetarse a la señoría y mando del Rey de Granada, estar debajo el amparo de los Reyes de Castilla: y pagarles su tributo y parias, y poner los gobernadores para el regimiento de la tierra. Entendido esto por el Rey, concluyó las cortes, y a la hora mandó publicar la guerra de propósito contra el Reyno de Murcia: pues para ella le había concedido ya el sumo Pontífice Clemente IV la bula de la santa Cruzada con muchas indulgencias para los que siguiesen esta guerra contra Moros. Y así fue grande el concurso de soldados que de toda España acudieron a ella. Fueron los predicadores de esta indulgencia apostólica el Arzobispo de Tarragona, y el Obispo de Valencia, que como espirituales caudillos de esta guerra contra infieles se hallaron en ella. De manera que vuelto el Rey a Zaragoza, mandó hacer hasta dos mil caballos, y fueron los principales capitanes nombrados para esta guerra sus dos hijos, el Príncipe don Pedro, y el Infante don Iayme, el Vizconde de Cardona, y don Ramón de Moncada. Los demás señores de Aragón de encolerizados contra el Rey por lo pasado, y por el estrago hecho en sus tierras, se fueron a ellas y no siguieron la persona del Rey por entonces, sino don Blasco de Alagón que nunca le faltó, como el mismo Rey lo escribe. Puesto que fueron después poco a poco en su seguimiento casi todos teniendo por muy afrentoso faltar a su Rey en tal jornada.



Capítulo XV. Como pasando (passando) el Rey por Teruel pidió a la ciudad le ayudase con algunas vituallas para esta guerra, y del grande y suntuoso presente que le dieron puesto en Valencia.

Partiendo el Rey de Zaragoza para Valencia con la gente de a caballo hecha, y la que iba haciendo de camino: llegó a vista de Teruel, y como creciendo cada día de gente, le faltasen las vituallas entró en la ciudad, donde fue suntuosamente recibido, y luego mandó convocar los principales de ella. A los cuales manifestó la causa de su venida, y empresa, y como había sido forzado de emprender esta guerra contra los Moros de Murcia, no solo por cobrar aquel Reyno para don Alonso su yerno al cual se había rebelado: pero también por impedir que los de Granada con cuyo favor y ayuda se habían rebelado los de Murcia, no se juntasen con ellos, y diesen sobre el Reyno de Valencia: y de ahí pasasen a Aragón y Cataluña sus vecinos. Y como por esto le apretase el tiempo, y más el cuidado de sustentar el ejército, les rogaba mucho le acudiesen con lo que se hallasen a mano para occurrir a tanta necesidad: que se les recompensaría luego con las rentas reales que para ello les consignaría. Oída la demanda por los del regimiento, hecho su acatamiento, se retiraron a una parte de la sala, y consultando con los principales hidalgos de la tierra, fue resuelto entre ellos, que al Rey se le hiciese tan grande servicio como la ciudad y comunidad pudiesen, y mayor que a ningún otro de sus antepasados jamás se hubiese hecho por ella: determinados en esto, uno de los más principales hidalgos de la ciudad llamado (como dice la historia Real) Gil Sánchez Muñoz hijo de aquel Pasqual, de quien se habló arriba en el libro tercero, respondió por todos. Serenísimo Rey y señor nuestro, como la obligación que al servicio de vuestra Alteza tenemos, sea mayor que a ningún otro de sus Reyes antepasados (antipassados), por los muchos favores y mercedes que a los de esta ciudad y comunidad ha siempre hecho en servirse y valerse de nuestras personas y armas en cuantas jornadas y empresas de guerra hasta aquí se han ofrecido contra moros: y que de hoy más las esperamos mayores, para lo demás que se ofreciere: somos contentos de emplear también agora nuestras haciendas en su Real servicio, y ayudar a vuestra Alteza en proveer su ejército para esta empresa de Murcia, con lo siguiente. Que daremos luego de presente puesto en Valencia con nuestras recuas y a costa nuestra. Cuatro mil cahíces de pan: los tres mil en harina, y los mil en grano: con otros dos mil cahíces de cebada. Más veinte mil carneros, y dos mil vacas: y si menester fuere serviremos con más. También por agora albergaremos a vuestra Alteza y a todo su ejército lo mejor que podremos. Maravillado el Rey de tan magnífico y rico presente con tanta liberalidad ofrecido por los de Teruel: acordándose de la recién injuria y cortedad de los de Zaragoza, volviose a los suyos y sonriendo les dijo:
Por ventura diera más Zaragoza por fuerza, que Teruel ha dado de grado?
Haciendo pues el Rey muchas gracias a la ciudad, y estimando su servicio y socorro tan principal, en tiempo de tanta necesidad, en lo que era razón, ofreció de hacerles por ello muy larga recompensa: y a petición de ellos les dejó dos alguaciles (
alguaziles) para que en nombre suyo fuesen por las aldeas, y lugares de la comunidad a recoger el presente. Dicen algunos escritores (aunque la historia del Rey lo calla) que mandó el Rey consignarles la recompensa sobre las rentas Reales de la ciudad. Pues como partido el Rey de allí llegase a Valencia, y luego acudiesen los de Teruel con su presente, recibiolos con grande contentamiento: quedando toda la Corte, y más los Síndicos de las ciudades y villas Reales de los tres Reynos que la seguían muy maravillados de ver tan magnífico presente. Mandó pues el Rey (como algunos dicen) proveer de mucho arroz, azúcar, y pasas (passas), a los de Teruel, porque no se volviesen con las manos vacías.


Fin del libro décimo sexto.





Libro undécimo

Libro undécimo

Capítulo primero. Del gran cuidado que el Rey tenía de la fortaleza de Enesa, y como tuvo nueva de la muerte de don Guillen Dentensa, y de los extremos que por ella hizo.

Por este tiempo andaba el Rey muy cuidadoso de la fortaleza de Enesa, que tan a despecho de la ciudad había dejado hecha, y como cosa que tanto le importaba para llevar adelante su empresa, ponía todo su estudio y pensamiento en conservarla: entendiendo en proveerla por mar y por tierra de gente, armas y vituallas. Porque sabía muy bien que después de aquella memorable victoria de Don Guillen, había quedado Zaen tan afrentado y sentido, que como herido de mortal rabia pensaba volver otra vez con mayor ejército, para asolar la nueva fortaleza, y tomar venganza de lo pasado: según se veía por la gente que para esto hacía, sin la que esperaba de allende de cada día. Demás que se recelaba de los otros Reyes Moros de España, no fuesen en ayuda del mismo Zaen contra los Cristianos, por ser esta guerra contra la común libertad de ellos. Considerando pues estas, y otras causas, que para darse mayor prisa, a abreviar esta empresa tenía, mandó convocar cortes para el reyno de Aragón en Zaragoza: para donde se partió, en llegar el plazo, de Tortosa a fin de representar a los principales y barones, y a las ciudades y villas Reales, la necesidad grande que se ofrecía para llevar adelante, y no desistir desta guerra. Puesto que antes de comenzar las cortes pareció a los del consejo se publicase el edicto para todos los grandes y barones, que habían tomado de los Reyes en feudo villas, castillos, y heredades, y los que tenían caballerías de honor por merced de los Reyes: mandándoles que para la pascua de Resurrection, se hallasen juntos en la fortaleza de Enesa. Entrando pues el Rey en Zaragoza, luego fueron con él don Fernando su tío, y los del Real consejo don Blasco de Alagón, don Ximeno de Vrrea, don Rodrigo Liçana, don Pedro Cornel, que para esto fue llamado de Burriana, García Romeu, y don Fernando de Azagra señor de Albarracín hijo de don Pedro, y otros Barones del Reyno, con los síndicos de las ciudades y villas Reales. Los cuales se congregaron y entraron en Zaragoza con grande aparato, pensando que las cortes habían de durar mucho tiempo: pero apenas pasaron ocho días, después de comenzadas, cuando llegó nueva de Enesa, como el capitán don Bernaldo Guillen, quebrantado de tantos trabajos y cuidados que en la defensa de Enesa había padecido, adoleció de tan recias calenturas, que murió dentro de pocos días. Con esta nueva se entristeció tanto el Rey, como si realmente fuera su propio padre el muerto. Porque en este grado tenía a don Guillen, y así se lamentaba muchas veces diciendo a voces, que en un mismo día había perdido su más amado pariente, y el más excelente y señalado capitán de toda la Europa. Por lo cual tanto más se dolía de su propia desgracia, por no quedarle ningún otro igual a él en armas, ni en fidelidad y valor, así para encomendarle la defensa de la fortaleza de Enesa, como para llevar adelante la conquista de Valencia.


Capítulo II. Que los del consejo fueron a consolar al Rey por la muerte de don Guillen, y de lo que don Fernando le dijo por que desamparase a Enesa, y de lo que le respondió el Rey.

Como don Fernando y los del consejo entendieron el sentimiento grande y extremos que el Rey hacía por la muerte de don Guillen, determinaron de ir a palacio para consolarle muy de veras: pues con la nueva del muerto quedaba ya extinta la envidia que le tenían, y (como es propio de envidiosos) convertida en compasión y lástima. Llegados ante el Rey, con muestras de muy grande sentimiento y dolor de la nueva: comenzaron de alabar muy mucho al muerto, encumbrando sus heroicos y esclarecidos hechos hasta las nubes, y que por ellos, y ser quien era, se le debían obsequias Reales. Y que pues a tan heroicas y Cristianas obras, y tan dedicadas al ensalzamiento de la fé y religión católica, como don Guillen había hecho en su vida, no podía dejar de corresponder la eterna y celestial gloria: se consolase su Majestad Real, y mitigase su dolor y tristeza que sentía de la nueva. También comenzaron a tratar de quien le había de suceder en el cargo, si la guerra había de pasar adelante. Y sobre esto don Fernando que siempre se preció poco de hacer cosa buena, fue de parecer con los demás del consejo, y así lo explicó. Que la fortaleza de Enesa se debía desamparar, y retirar de allí al ejército. Porque habiendo perdido a un tan gran capitán, tan valeroso y diestro en vencer y ser temido de los Moros, como don Guillen, se podía muy bien creer, que se atreverían los Moros a venir de nuevo con mayor ejército que antes para asolar la fortaleza, y hacer pedazos a los que hallarían en guarda de ella. También por escusar tantos, y tan excesivos gastos como se hacían en sustentarla, que ya no quedaba cosa por empeñar del patrimonio Real. Principalmente por quitar la ocasión de poner en peligro la persona Real, pues se veían los peligros en que tan arrojadamente se ponía de cada día con los Moros, para caer en mano dellos, y poner en confusión a todos sus Reynos. Pues como todos aprobasen el voto y parecer de don Fernando, y deseando que el Rey pasase por ello, mostrasen no querer oír réplica: encendiose el buen Rey en tanta cólera, que revolviendo los ojos airados sobre todos ellos, y dando muy grandes señales de su magnanimidad y valor, mostró quererles decir lástimas: pero se moderó, y respondió con mucho asiento. Que nunca Dios quisiese, que su empresa buena: y para tan buenos fines comenzada: de la cual, aunque con mayores ocasiones, ni se apartó antes, ni quiso dejar de proseguirla: que agora con tan prósperos successos la dexasse: y que la fortaleza, que con el ayuda de las ciudades había edificado, y con la sangre de los suyos tan gloriosamente defendido, la desamparase para perpetua ignominia suya y de su ejército. Mayormente por haberla dedicado, después de hecha, para defensa y guarda del Templo, que a honor y gloria de la virgen y madre nuestra señora de la Merced allí se edificaba. Sin esto que lo mucho que lo movía para haberla de conservar era, no solo la oportunidad del lugar tan cercano a la ciudad, pero la reputación y opinión del, por haber allí los suyos con tanta gloria y fama roto y postrado las fuerzas y ejército del Rey de Valencia, delante de sus propios ojos, y también mostrado cuanto mayores son las de los Cristianos, pues tan pocos vencieron a tantos. Demás que para ir de cada día oprimiendo al enemigo, y arrinconando la ciudad, así talándole su cultivado campo, como haciendo en él tales y tan buenas presas, que podía muy bien el ejército mantenerse dellas, y con esto excusar los excesivos gastos de antes: ningún otro lugar había en el Reyno más acomodado que aquel. Y así concluyó su respuesta: que por lo mucho que tocaba a su honra, y reputación de su ejército: no solo cumplía sustentar la fortaleza, y emplear todo su poder en conservar lo que hasta allí se había ganado del Reyno: pero que era necesario sacar nuevas fuerzas para pasar adelante, hasta tomar la ciudad, y salir con toda la empresa.


Capítulo III. Del riesgo que aquel día pasó la empresa de Valencia, y que los Reyes no se han de remitir en todo al parecer de otros sin dar el suyo, y de como el Rey vino a Enesa.

Acabada de dar por el Rey su respuesta, y solución a las razones de don Fernando, ninguno fue más osado de replicar, ni contradecirle así de temor por verle tan airado contra ellos como por la mucha razón que le sobraba en cuanto decía. Con todo esto se vio aquel día, la empresa de Valencia en un tombo de dado, que dicen, y en tan grande riesgo, que llegó a punto de ser desamparada, y perdido todo lo ganado. Porque se vio en cuan poco tuvieron la honra y cosas del Rey sus consejeros. Cuya flojedad y determinación o por sus particulares intereses, o por que les parecía aquello lo mejor, sino fueran vencidas con la incomparable constancia y magnanimidad del Rey, no solo hubieran causado el no pasar adelante esta guerra: pero aun si se estuviera al voto y parecer dellos, se hubieran desamparado las plazas ya ganadas, y retirado de todo el Reyno el ejército. Por donde es grande lástima y mancilla de los Reynos, ver a los Reyes y Príncipes en las cosas muy graves del gobierno, remitirse en todo y por todo al voto y parecer de otros, sin decir ni de liberar cosa por el suyo propio. Siendo así que los Reyes, con el cetro (sceptro) que reciben de la mano de Dios por quien reinan, se les comunica algo de lo divino para bien regir. Y que en siendo Reyes pueden discurrir más que otros, y casi adivinar lo venidero. Pues no debalde dijo a este propósito Salomón, que el corazón de los Reyes está en la mano de Dios: de cuyo favor viene, que tenga cada reino su particular ángel tutelar por custodio, y es cierto que este acompaña al Rey y endereza a buenos fines su regimiento. Y así debe el Rey, oídos los pareceres de todos, proponer el suyo, y hacer él la deliberación, aunque sea contra el parecer de muchos. Porque este mismo instinto y modo de deliberar sus cosas, siguió este gran Rey: cuyas empresas y jornadas, puesto que por los de su consejo eran reprobadas, y condenadas, y muchas veces reídas: vemos que por encomendarlas siempre a Dios, puestas por su parecer en ejecución, todas le sucedieron tan felizmente, que para siempre serán admiradas. De manera que con solo Fernán Pérez Pina Aragonés, y Bernaldo Besalú Catalán, barones valerosos y bien ejercitados en guerra, que aprobaron su parecer entre los del consejo, determinó partirse para Valencia, derecho al castillo de Enesa, con don Ximeno de Vrrea , y cincuenta caballeros. Puesto que sin ser llamados, don Fernando con los de su voto le siguieron todos. Llegando a Enesa entró luego en el templo de nuestra Señora, que aun no estaba acabado, y dadas gracias a ella porque le había tenido de su mano, para no dejarse convencer de los suyos, fue a visitar el sepulcro donde estaba depositado el cuerpo de don Guillen, y lloró muy tiernamente sobre él, y mandó mudarle a otra parte del Templo, donde estuviese más honrosamente, a causa de que por la fama de su gloriosa victoria y hechos contra Moros, era muy visitado y casi venerado como santo, hasta que le llevaron al monasterio y Abadía de Escarpe de frayles Bernardos en Cataluña, no lejos de Lerida, a donde por su testamento se mandaba llevar a sepultar.


Capítulo IV. De las mercedes que el Rey hizo al hijo y parientes de don Guillen, y de los capitanes que nombró por guarda de la fortaleza, y del juramento que hizo de no partirse de ella.

El día siguiente después que el Rey llegó a Enesa, hizo venir ante si a don Bernaldo Entensa hijo de don Guillen, mozo de XI años, a quien siempre llevaba en su servicio, y le amaba como a su padre, y por más honrarle le armó caballero de su mano, con toda la solemnidad y ceremonia que usara con su hijo propio: y quiso que sucediese en todas las tierras, villas y lugares de su padre, con las demás mercedes, y caballerías de honor que a parte le había dado. También a don Berenguer Dentensa propinco deudo de don Guillen, por ser tan buen capitán, y haber sido compañero de don Guillen en aquella memorable batalla contra Zaen, nombró por general del ejército, y alcayde de la fortaleza dándole por conjunto a don Guillen Aguilon, con las compañías de los caballeros del Ospital, y del Temple, y de los Comendadores de Vcles y Calatrava, que ya de antes estuvieron allí en guarnición. A los cuales dejó provisión de armas y vituallas para muchos días, con lo demás necesario para sustentar el ejército. Y esto hasta la primavera: cuando volviera sin falta con mucha más gente, para poner el cerco sobre la ciudad. Mas luego que se sonó por el campo, que el Rey se iba, y que no volvería tan presto, comenzaron la mayor parte de los soldados que quedaban en guarnición a murmurar de la ida, y señalar que se partiría de allí cuantos quedaban. Porque cuarenta caballeros se conjuraron, y claramente dijeron y un fray Pedro de la orden de sant Domingo, que para decir misa y confesar a los soldados seguía el campo: que si el Rey y los grandes se iban, ellos harían lo mismo, y desampararían la fortaleza: desto fray Pedro dio luego aviso al Rey. El cual lo sintió en el alma, pensando entre si, que desamparada Enesa era del todo perdida la empresa, y que en la hora los Moros de Burriana con toda su comarca, y las demás tierras que había conquistado en el Reyno hasta los límites de Tortosa, se alzarían y cobrarían todo lo conquistado, con mucho daño, y mayor ignominia suya. Y como entendiese que también sería en vano, pensar que con buenas palabras, o con amenazas se refrenarían los soldados (según es intolerable la insolencia y atrevimiento de ellos, cuando se amotinan todos) mandó convocar toda la gente así de a pie como de a caballo en el templo de nuestra Señora, donde poniendo en presencia de todos la mano sobre la Ara consagrada del altar, juró que no desampararía, ni se apartaría Enesa en ninguna manera, y que si no era para mayor beneficio y favor del ejército, no se alargaría hacia Aragón más de hasta Teruel: ni hacia Cataluña pasaría el río de Vldecona, hasta que hubiese tomado por fuerza de armas, o como mejor pudiese, la ciudad de Valencia. Mas porque no pensasen del, que esto lo decía fingidamente, y con fin de cumplirlo, luego entendió en que la Reyna doña Violante con la princesa su hija del mismo nombre, viniesen a residir dentro del Reyno. Con este juramento tan solemne que el Rey hizo, se aquietó todo el ejército, y de ahí adelante se le mostró muy obediente y fiel. Pocos días después desto el Rey fue a Peñíscola por visitar aquella fortaleza. De donde envió al Abad don Fernando a Tortosa, para que acompañase a la Reyna, y Princesa, y las trajese por la vía de Peñíscola, donde se holgó mucho la Reyna, por ver aquel tan extraño asiento de fortaleza, como se ha dicho antes en el libro tercero: de allí pasaron a Burriana, donde quiso el Rey que quedasen: pareciéndole que el buen asiento y alegría de tan llana y fértil campaña les daría contento. Pero la Reyna sobornada por las palabras de don Fernando, procuraba de divertir al Rey de la empresa de Valencia, alegando las dificultades que le habían enseñado: mas aprovechó poco, porque como el Rey entendió la frasi de don Fernando, claramente le respondió que se dejase de porfiar en aquella demanda, que no mudaría de propósito: y así dejándola en Burriana se volvió a Enesa al Puig de santa María, porque así se nombró de allí adelante el monte de Enesa.


Capítulo V. Como Zaen acometió al Rey de partido con ciertas condiciones, que no se aceptaron, y que hubo dello murmuración en el campo, y como Almenara se rindió al Rey.

Por este tiempo acordándose Zaen de la infelice batalla del Puig de Enesa, por haber sido tan ignominiosamente roto y vencido en ella de tan pequeño ejército de Cristianos, estando su Rey ausente: y más viendo que de cada día iba de aumento el ejército dellos: y que estaba el mismo Rey tan puesto en llevar adelante la empresa contra él, que por salir con ella, ni se apartaba ya del Reyno, ni hacía casi del de Navarra que por la muerte del Rey don Sancho le pertenecía: comenzó a temerle muy de veras: y por esto quiso ver si por vía de concierto podría dar fin a esta guerra solo que librase a su ciudad de trabajo, porque del resto del Reyno se curaba poco, a causa de ser Rey nuevo, y que mucha parte del aun no le había dado la obediencia. Y así determinó de ofrecer al Rey partidos y aceptar del qualesquier condiciones que le pidiese. Para esto envió secretamente un Moro noble muy gran privado suyo al campo de los Cristianos, a tratar con el capitán Fernán Díaz hidalgo principal de Teruel, como está dicho, y continuo del Rey, que era muy su conocido y amigo antiguo, sobre negocios de paz, diciéndole como se quejaba mucho de su Rey, porque sin tener causa justa le perseguía y quería despojar de su Reyno, sabiendo cuan bien se lo defendería: pero porque saliese con honra de su empresa, le dijese se contentase con el partido que le ofrecía, como quien partía con él a medias su Reyno. Que le entregaría todos los castillos del Reyno que estaban entre los términos de Teruel y Tortosa, con los de la ribera del río Guadalaviar hasta junto a la ciudad: y más que a sus propias costas le edificaría una bellísima casa como fortaleza en la Saydia, el más alegre arrabal de Valencia, donde pudiese poner su gente de guarnición, y solazarse en ella, con la entrada y salida de la ciudad libre para su persona y criados siempre que quisiese: postreramente que le pagaría X mil besantes cada un año de tributo, solo que quitase todas las guarniciones y gente de guerra que tenía por el Reyno, y se retirase a los suyos. Oídas las condiciones y partidos que Fernán Díaz representó al Rey de parte de Zaen, y vista la impertinencia dellos, luego se entendió, que no las señalaba con fin de cumplirlas, sino para alargar el tiempo de día en día con buenas palabras, hasta que poco a poco llegasen los socorros que de África y de Granada esperaba. Pero el Rey en cosa no vino bien de cuantos partidos Zaen ofrecía, por ser muy impertinentes, y mal regulados. Y así mandó se le diese por respuesta, que él no venía a quitarle el Reyno, sino a sacarlo de las manos del tirano, para restituirlo a Zeyt Abuzeyt su verdadero Rey. No pareció bien a muchos de los señores y capitanes, que no daban en las intenciones de Zaen, la respuesta que el Rey le mandó dar: mostrando como los Reyes sus antepasados, nunca desdeñaban semejantes partidos de paz: y que era recia cosa quererlo llevar todo por punta de lanza. A los cuales por entonces no quiso replicar el Rey: mas de asomarles, que quien podía lo más, no debía contentarse con lo menos, y mal compartido. Entre tanto que esto se trataba en Enesa, acaeció que un Moro que era Alcayde del castillo de Almenara, juntamente con otro principal de la villa, que estaban mal con Zaen, y eran del bando de Abuzeyt, secretamente trataban con el Rey, de entregarle la villa con el castillo, que está en un monte muy levantado e inhiesto sobre ella. Y como estos dos hubiesen ya atraído a su opinión a otros del pueblo que también querían mal a Zaen, fueron a verse con el Rey a Burriana, donde venía muchas veces de Enesa, y otras partes, a verse con la Reyna, y le prometieron para cierto día le entregarían la villa de Almenara con su castillo. Enviando pues el Rey su gente de armas delante para el plazo concertado, luego les fue entregada la villa. De allí como quisiesen subir a tomar la posesión del castillo, en compañía de los de la villa, los del castillo, pensando que venían a tomarlo antes que se diese la villa, comenzaron a tirar muy buenas canteras. Pero como el sota Alcayde supo que con los Cristianos venían mezclados los de la villa, y que el mismo Rey andaba con ellos, luego se le entregó con algunas condiciones que aceptó el Rey. Con las mismas se dieron luego los castillos del Val de Vxò, con la villa de Nules, y el castillo de Alfandech. Los cuales por estar cercanos a Burriana cayeron debajo de la guarnición y gobierno de ella, y con esto el Rey pasó al Puig de Enesa.

Capítulo VI. Que ganados todos los lugares entorno a la ciudad, determinó el Rey poner cerco sobre ella, y como hecha reseña de la gente, confiaba mucho en los Almugauares.

Pasada ya la pascua de Resurrección, como los nuestros volviesen a hacer robos y cabalgadas por el campo de la ciudad, los castillos de Betera, Paterna, y Bulla, se entregaron al Rey con los mismos partidos que poco después (como veremos) los de Silla. De manera que habiendo ya tomado el Rey todos los castillos y torres alrededor de la ciudad, y siendo ya señor de la campaña, determinó poner cerco sobre ella, y cerrarle todas las entradas y salidas. Mostró en esto el Rey su incomparable valor y magnanimidad, teniendo en tan poco, como se vio al enemigo, pues con tan pequeño ejército, que apenas bastaba para tomar una pequeña villa, se atrevió a cercar una tan grande ciudad, fortalecida de tan alto y ancho muro, y tan llena de gente y armas, demás de estar bien avituallada, a causa de haberse recogido en ella muchos principales del Reyno, que seguían la parcialidad de Zaen, con lo mejor de sus haciendas y vituallas, no siendo el ejército Cristiano que salió de Enesa para ello, de trescientos y setenta caballos arriba: y estos contando los que traía don Hugo Folcalquier Vicario del Maestre del Ospital, y un comendador de Alcañiz y otro de su orden con XXV y más don Rodrigo Lizana con XXX, don Guillen Aguilon con XV de los escogidos y probados en la batalla de Enesa. Don Ximen Pérez Tarazona capitán de caballos con ciento y treinta, y los de la guardia del Rey que llamaban los Almugauares: en los cuales estaba la mayor fuerza del ejército, y en quien el Rey mucho confiaba, que eran hasta ciento y cincuenta. De suerte que toda la gente de a caballo llegaba a los trescientos setenta ya dichos, y los de a pie a solos mil soldados, como lo refiere el Rey en su historia. Y con ser tan pocos, no por eso dejó de poner el cerco, confiando del favor de Cristo y su bendita madre, y de la buena querella que por su santo nombre llevaba: también de las compañías de infantería y de caballos que de cada día esperaba de los dos Reynos, con otras de los extraños, que sabiase aparejaban, para venir a hallarse en esta jornada, así de la Guiayna, y de toda Francia, como de Italia e Inglaterra, que llegaron a tiempo de entrar en el cerco. Mas porque de cuantos en su ejército había, de ningunos confiaba tanto como de la compañía de los Almugauares, según arriba señalamos, de los cuales en la historia del Rey se hace mención, y que eran tenidos por los más valientes y fieles, hablaremos un poco de la origen y costumbres dellos, y de su extraño modo de pelear, con tan diferente vestido y trato, en el capítulo siguiente.


Capítulo VII. De la origen y costumbres con el diferente modo de vestir y pelear de los Almugauares.

Los soldados de la guarda del Rey, de quien más se fiaba, y siempre traía consigo, eran los que en Arauigo llamaban Almugauares, nombre impuesto por los Moros, a los soldados del Rey de Aragón que significa, del polvo, como hombres salidos del polvo de la tierra, o de la labranza, para soldados: o por mejor decir, que como en la guerra fuesen estos los más fuertes y valientes de todos, hollaban sus enemigos, y como es manera de decir en arábigo, los reducían en polvo. Estos no eran todos soldados viejos como algunos historiadores creyeron: porque también había bisoños entre ellos: antes eran soldados de a pie robustísimos que los escogían de pueblos montañeses como gente dispuesta, nervosa y membruda, nacidos y criados en el campo, y hechos a los trabajos del. De donde trasladados a la guerra se hacían en invierno y en verano a dormir en tierra y al sereno, igualmente padeciendo frío, calor y hambre. Y de su trato eran gente cruel y fiera, y que de grosera, no solo hablaban poco, pero ni se comunicaba, ni se juntaba para hacer camarada con otros, que con los de su jaez y condición. De aquí era que do estaban recogidos, salían como fieras sueltas a pelear muy alegres y determinados. Llevaban un mismo vestido de invierno y de verano, que lo vestían sobre la camisa, y le ceñían con una cuerda de esparto bien apretada. Y todo él así jubón como las calzas, greuas, y çapatos hasta el bonete era hecho de pieles gruesas de animales: juntamente con su zurroncillo (çurrózillo) que apenas cabía el pan y vino para mantenimiento de un día: no llevaban otras armas que ofensivas, como lanza, espada y puñal, y los más una porrimaça, con las cuales salían a pelear, y osaban esperar y hacer rostro, no solo a los escuadrones de a pie, pero aun a los de a caballo. Porque firmando en tierra el cuento de la lanza, y refirmándola con el pie derecho, encaraban la punta a los pechos del caballo, el cual con su mismo ímpetu y arremetida se la metía por los pechos, y se quedaba en hastado. Y el peón con la destreza de hurtar el cuerpo, se libraba así de la lanza del caballero como del encuentro del caballo. De suerte que su principal ejercicio y destreza en el pelear era, mezclarse con la caballería, y matar los caballos para en cayendo el caballero, ser sobre él, y degollarle, y robarle: y en caso que muerto el caballero quedase el caballo vivo a sus manos, su premio era cogerlo y pasar de soldado de a pie, a hombre de a caballo: pues también había de ellos, como habemos dicho, compañías de a caballo, como de a pie: y que en el uno y otro ejercicio eran diestrísimos, y sobre todo fidelísimos al Rey. Según lo afirma el historiador Montaner en la historia que escribe del gran Rey don Pedro hijo del Rey, donde hablando de las guerras que tuvo con los Franceses en Sicilia, y se sirvió mucho de los Almugauares, refiere como solían decir los hombres de armas de Francia, que tenían en muy poco a los hombres darmas de España, pero que a los Almugauares temían en grande manera.


Capítulo VIII. Como partió el Rey con el ejército a poner cerco sobre la ciudad, y pasó por el Grao el cual se describe, y que llegó a Ruçafa, donde salió Zaen a escaramuzar, y por qué causa no se le dio lugar para ello.

Determinado ya el Rey de partir para poner cerco sobre la ciudad, mandó hacer muestra general del ejército, y hallándole muy en orden y bien armado, el día siguiente por la mañana después de oída misa con mucha devoción, y encomendado su empresa muy de corazón y alma a nuestro señor y su bendita madre partió de Enesa con todo el ejército, muy alegre por la nueva que tuvo en aquel punto, como la Reyna doña Violante había parido al Príncipe don Pedro en Burriana, aunque otros dicen en Barcelona, do quiera que fuese, no por eso dejó de proseguir el Rey personalmente su empresa. Y dejando en Enesa su guarnición de gente para la guarda de ella, que fueron los cien caballos de Teruel, con una compañía de infantería, y a don Berenguer dentensa por general dellos, mandó que marchase el campo por la marina adelante hasta llegar al Grao en el paraje, y a media legua de la ciudad. El cual es un pueblo pequeño junto a la mar, a donde tiene su ataraçanal, y contratación marítima la ciudad: aunque las naves y bajeles grandes que allí se aportan, tienen poca seguridad, por ser toda aquella marina playa bien peligrosa, y de poco fondo, y muy desigual, y así hacen fondo muy adentro en la mar: que por eso llaman Grao a este pueblo, porque su playa está debajo el agua llena de montones, o bancos de arena, que como gradas van a dar en el profundo, y sobreviniendo tormenta, las naves si no se recogen con tiempo en otros puertos, o se echan a la mar dan al través, y se encallan en estas gradas. Hazense estos montones de la mucha arena que el río Guadalaviar que allí junto entra en mar de ordinario trae con sus grandes avenidas, y en tanta manera va cegando toda aquella ribera, que hoy viven los que vieron batir las olas del mar junto a las paredes del Grao, y agora le ven un gran tiro de ballesta alejado de ellas. La misma malicia de de playa hay a las bocas de Júcar, y de allí adelante hasta el cabo Martín junto a Denia, que por otro nombre llaman el cabo de la herradura, hacia el mediodía, dicho así, porque volviendo de allí atrás por la costa adelante al otro cabo que llaman de Orpesa al septentrión, que distan entre si por linea recta XV leguas y por tierra XXV, hace un grande seno y entrada la mar a manera de herradura, cuyo medio viene en frente del Grao: dentro del cual seno y espacio hay muy poco hondo, y aquel desigual, por las causas arriba dichas, de las crecientes arenosas de los ríos que en ella entran. Pasando pues el ejército el río Guadalaviar, mandó el Rey asentar el Real en unos casales, a poco menos de media legua de la ciudad. Donde hizo plantar las tiendas, con fin de aguardar allí la demás gente que esperaba, hasta tener el ejército más lleno para poner el cerco. Luego el mismo día vieron salir de la ciudad un gran tropel de gente de a caballo a vista del ejército, poniéndose muy en orden para pelear. Pero mandó el Rey que ninguno se moviese de su puesto, hasta hecha señal por el maestre de campo, por no venir a las manos con el enemigo antes de tener la tierra conocida y los pasos de ella: lo cual entendido por los moros, se volvieron a la ciudad. El día siguiente por la mañana, los Almogávares no embargante el mandamiento del Rey, pareciéndoles se le hacía mayor servicio en no perder alguna buena ocasión, se salieron de su puesto, sin que el Rey lo supiese, y se fueron para Ruzafa, arrabal muy poblado que está poco menos de quinientos pasos de la ciudad, con fin de saquearlo. Como lo supo el Rey, mandó que todo el campo se pusiese en armas, y se allegase al arrabal, temiéndose que en ser descubiertos del muro los Almugauares, se podrían ver en muy grande aprieto, y pagar bien su atrevimiento, si no les acudiese socorro. Y fue así que en el punto que fueron descubiertos del muro, Zaen salió a dar en ellos, con cuatrocientos caballeros, y X mil infantes. De estos hasta número de 40, se echaron por unos campos habares (hauares) adentro, que estaban regados, a coger habas: por ventura para dar ocasión a que se trabase (trauase) alguna escaramuza. Como los vio don Ramon Abellán (Auellan) Comendador de Aliaga en la tierra de Aragón de los del Hospital, y también Lope de Luesia Aragonés, procuraban a toda porfía que se arremetiese contra los cuarenta desmandados, y se tomasen vivos para saber dellos la intención y designios de Zaen, y el número de gente que tenía. Pero no quiso el Rey consentir en ello: porque el ejército aun no tenía su asiento fortificado, ni hecho sus palenques y fuerte do recogerse con el bagaje, para ponerse en defensa, en caso que el enemigo prevaleciese. También porque recelaba que los Moros yendo descalzos, adrede habían regado los campos para poder mejor pelear que los nuestros calzados por el agua, demás que la salida de la escaramuza sería difícil y peligrosa, a causa de las muchas acequias que atravesaban por diversas partes, y para los que no sabían los pasos de la tierra, sería poner así a los de a pie como a los de a caballo en muy gran enredo y trabajo. En esto se pasó todo el día, estándose los dos ejércitos mirando el uno al otro a un tiro de ballesta, sin darse más ocasión, ni señal para pelear: antes Zaen en hacerse noche recogió su gente, y se metió en la ciudad. También el Rey con todo el ejército se retiró a Ruzafa, que ya estaba hecha un fortificado Real, cercado de una buena empalizada, y al embocadero de cada calle su enmaderamiento de tablas con sus cestones. Diose la guarda de aquella noche con el nombre a cincuenta de a caballo de los más escogidos. También por la mañana se consultó sobre el auituallamiento, y provisión del campo. Pero hubo poco que pensar sobre ello, porque los mismos Moros de Ruzafa, y de los otros arrabales, y alquerías, que llaman, de la huerta y vega, traían todas las provisiones y vituallas que tenían a vender a muy barato precio, por no esperar a que los soldados se las tomasen por fuerza, y les diesen a saco las casas. Además de esto que de Enesa y Burriana llegaba por mar de cada día, de donde también proveían de armas y aparejos para las machinas y trabucos que se armaban para el cerco. Mas el día siguiente, ni otros cinco después, Zaen ni su gente no parecieron, ni salieron a escaramuzar. Desto se maravillaban mucho: porque como Zaen fuese animoso y ejercitado en guerra, y llevase a los nuestros por entonces aventaja en gente, parecía que con grande mengua suya rehusaba de salir a pelear: según que en otras ocasiones, como dijimos en el precedente libro, que se le habían ofrecido para pelear muy a su salvo, también había rehusado lo mismo, y dejamos para este lugar el declarar la causa dello. La cual fue no por negligencia, ni cobardía suya, sino de puro recelo y temor que de los suyos tenía, a causa que como fuese tirano, y hubiese echado del Reyno a Abuzeyt Rey bueno, había agraviado a muchos, y así tenía no pocos enemigos dentro de la ciudad, señaladamente los que seguían la parcialidad de Abuzeyt que eran de los principales de la tierra. Porque estos aunque callaban y disimulaban, todavía estaban con ánimo de hacer salto contra Zaen, siempre que alguna buena ocasión se les ofreciese. Por eso temía Zaen de salir a las escaramuzas, porque si le llevaban de vencida los Cristianos, no le hiciesen pedazos los suyos, o le entregasen vivo al Rey enemigo. Y así procuraba Zaen secretamente, como dijimos, de entregar por concierto la ciudad, sino que se le daba poco oído, por ofrecer partidos impertinentes, y también porque le animaban mucho los de su parcialidad y bando a que se entretuviese, confiados de los socorros que adelante diremos.


Capítulo IX. De los Prelados, señores, y Barones, y de las ciudades y villas, con la diversidad de naciones, que acudieron al cerco de Valencia, y del modo como eran alojados en el campo.

En este medio acudían los Obispos y Prelados de los dos Reynos, cada uno con la gente, o dinero que podía como fueron el de Zaragoza, Tarazona, y Huesca de Aragón, el Arzobispo de Tarragona, y obispo de Barcelona, Girona, Lerida, y Tortosa de Cataluña. También los señores y Barones de los dos Reynos arriba nombrados con la gente de a caballo, y de a pie, conforme a la posibilidad de cada uno. No faltó gente de castilla, señaladamente los comendadores de las órdenes de Vcles y Calatrava, los que pudieron, por llevarse los demás el Rey don Fernando de Castilla para la guerra que hacía por este tiempo contra los Moros del Andalucía, y les ganó a Córdoba y Sevilla. Asimismo se juntaron con estos los comendadores mayores de las mismas órdenes del Reyno de Aragón, el de Montalbán, y el de Alcañiz, trayendo todos muy escogida caballería, y otra gente consigo. Demás destos llegaron las compañías de infantería hechas por las ciudades de Teruel, Daroca, Tarazona, Borja, Calatayud, Zaragoza, Huesca, Lerida, Tortosa, y Barcelona: cada una por si, con el mayor poder y aparato que podía. Tras estos llegó el Arzobispo de Narbona llamado Pedro Aymillo, de los más nobles y más poderosos caballeros de la Guiayna. Porque sin el Arzobispado, era señor de muchos pueblos, como se le pareció, pues trajo a su sueldo para esta guerra cuarenta caballos ligeros, y seiscientos infantes. Cuya venida fue al Rey gratísima, porque trajo más gente que ningún otro grande de sus reynos. Finalmente acudieron otros muchos caballeros de Francia, Inglaterra, y de Italia, que movidos por la fama del Rey, y de su católica y tan santa empresa, venían muy de buena gana a favorecerle con sus personas y gente. Según que en las historias de los Ingleses se halla, que Enrico tercero Rey dellos envió gran número de soldados para esta conquista. Y lo mismo se halla de los Franceses, por orden del Rey Luis el santo, que para contra Moros nunca faltaba. Por donde aumentando de cada día el ejército, determinó de no quedar más en el arrabal, sino llegar de hecho a poner cerco sobre la ciudad. Con esto los Moros acabaron de encerrarse para padecer los miserables trabajos que pasan por los cercados. Pues como venían las compañías de las ciudades, así se guardaba el orden con ellos en lo de los alojamientos, es a saber, los que más tarde llegaban, su alojamiento era más cercano a la ciudad. Porque las compañías y gente de Barcelona, que vinieron por mar con muy grande y suntuosísimo aparato de gente, armas, y machinas, y llegaron últimos, fueron alojados más propinquos a la ciudad, a manera de penitencia por la tardanza. Venían todos tan ganosos de servir al Rey, y de ganar honra en esta jornada, que ninguna diferencia, ni distensión se movió sobre los alojamientos: lo que en todas las guerras y asientos de Reales suele ser negocio bien debatido y reñido.


Capítulo X. De la consulta que hubo por cual parte del muro acometerían la ciudad, la cual se describe, y de las razones del Arzobispo de Narbona y de las del Rey sobre ello.

Estando ya repartido el ejército, y asentado el cerco sobre la ciudad a medio tiro de ballesta, con las máquinas y trabucos armados y puestos en orden para batirla: moviose plática por vía de consulta delante del Rey por los principales Capitanes del ejército a quien mandó congregar a consejo: para entender, por cual parte del muro sería mejor comenzar a batir la ciudad. Porque por ser muy grande y bien entendido el asiento y rodeo de ella, no se podía cercar del todo, ni dar juntamente los asaltos por diversas partes: si sería mejor reconocer las más flacas, y acometer por ellas. Estaba la ciudad puesta en llano, casi en forma redonda, y tenía en circuytu poco menos de media legua. La cual entre otras se mandaba por cuatro puertas principales. La primera se decía de la Boatella puesta entre mediodía y poniente. La otra siguiendo a la mano izquierda, que decimos de Baldiña, hacia el Septentrión. La tercera al levante debajo una muy alta y ancha torre, que hoy en día de llama del Temple. La cuarta hacia el mediodía llamada de la Xerea. Entre esta y la de la Boatella, había muy grande espacio y distancia, y en el medio un cantón, o punta de muro muy salida que encierra la área y patio donde está hoy fundada la insigne Academia y célebre Universidad de Valencia, de la cual se hablará en el libro siguiente. Extendíase esta punta, o salida hacia la mar en aquella parte donde estaba alojada la mayor fuerza y cuerpo del Real y ejército: y que por la mucha distancia que había de la una puerta a la otra, sin ninguna, o muy pocas torres en medio, era aquella parte del muro desierta, y con menos gente guardada que las otras. De manera que oída la relación que del asiento y postura de la ciudad se hizo, el Arzobispo de Narbona, que como dijimos, era muy experto en guerra, porque en su mocedad la había seguido mucho con los Reyes de Francia: preguntado de su parecer, dijo, Que las machinas y asaltos sería mejor encararlos a la puerta de la Boatella, que a otra parte del muro: porque sería más fácil a los combatientes dar sobre las puertas de madera, y romperlas, y quemarlas para facilitar la entrada, que no quebrantar el muro de dura piedra, estando en parte a donde antes de ser vistos, ni sentidos los enemigos podían salir de la ciudad, para dar sobre el Real improvisadamente, y muy a su salvo recogerse. Por que con dejar buena guarda los de dentro en aquella parte del muro por hacer rostro, y resistir a la batería: podía salir todo el resto del ejército de Zaen por las cuatro puertas, y tomar el campo del Rey por las espaldas, y confundirlo todo. Como el Arzobispo hubo dicho, y a todos pareciese también, que ya casi se conformaban con su voto: el Rey fue de contraria opinión: y la esforzó con harto más eficaces razones que las del Arzobispo. Mostrando como con mayor comodidad, y más a su salvo del ejército, se podía batir aquella parte del muro, que no la puerta de Boatella. Lo primero, por estar aquella parte angular guarnecida de poca gente, y menos puesta en defensa, y también muy apartada de las dos puertas:por donde no se podían hacer ningunas súbitas salidas de gente de la ciudad contra el ejército y machinas, que no fuesen mucho antes descubiertos por los centinelas, para poderles ir al encuentro. Lo segundo porque aquella parte de muro no tenía torres salidas para fuera, y por eso no podían los de dentro sino de derecho en derecho, y no por los lados, ni de través, dar con las saetas, ni otras cualquiera armas en los del ejército: sino que con la salida de la esquina era forzado que los que estaban en defensa, se dividiesen unos de otros, y que ni hubiese lugar para ser muchos de cada parte, ni que viesen los unos el peligro de los otros, ni se pudiesen valer: y así habría menos resistencia al batir del muro. Lo último que estando el ejército en aquella parte más propinco a la mar, era cierto que defendería mejor las vituallas con lo demás que se le trajese por mar, sin que los enemigos lo pudiesen saltear, ni aprovecharse de ello. Finalmente para mejor impedir que el socorro de allende que esperaban los enemigos, no se juntase con la ciudad, sin ser antes descubierto y destoruada su desembarcación, y con esto acabó su dicho.


Capítulo XI. Como prevaleciendo la opinión del Rey se batió la ciudad por la parte que señaló, y se llegó hasta agujerear el muro, y como se tomó el pueblo de Silla a partido.

Oídas por los del consejo de guerra las razones de ambas partes, hallaron que en todo prevalecía las del Rey, y con esto fueron de parecer que la batería y asalto se diese contra la esquina del muro. Lo cual se puso luego en ejecución con muy grande diligencia y porfía de los soldados: fortificando cuanto a lo primero el Real con buena empalizada y cestones para defenderse de las repentinas salidas y arremetidas que podían hacer los Moros contra él. Y con esto llevando siempre adelante las trincheras y ganando tierra, comenzaron a asestar las máquinas y sus tiros de grandes piedras la parte de la esquina: juntamente con las pequeñas que llaman mantas, y en Latín testudines: cuyo uso fue en la presa de la ciudad de Mallorca muy acertado. Podían muy bien las máquinas grandes: aunque de lejos, asestar sus tiros de piedras contra el muro, y más a dentro sobre las casas de la ciudad haciendo notable daño en ellas: pero para las mantas era muy dificultoso el allegarlas, a causa de las dos grandes acequias, o valles de inmundicias de la ciudad que concurrían junto al muro, el uno que venía de hacia la Boatella, y el otro de hacia la puerta de la Xerea que servían de foso, y se juntaban delante la punta del muro, y no había más de una puente pequeña sobre la junta de las dos acequias, por donde era imposible pasar las mantas, por cuanto al pasar se encaraban así bien los del muro a dar sobre ellos con piedras y saetas, que atemorizaban y causaban muy gran daño en los que ayudaban a llevarlas. A esto acudió el Rey con su buen ingenio en disponer por detrás de las mantas, y por los lados, buenos ballesteros que se encarasen con mucha atención contra los que de lo alto del muro disparaban, para que uno a uno diesen en los que se asomasen. De manera que con ser pocos los del muro, por su estrechura, con la buena maña y encaramiento de los ballesteros, los hicieron menos: y así cesando la resistencia, pasaron las mantas por la puente adelante; y luego con la industria de unos soldados de Lerida, que en esto eran diestrísimos, y en la presa de Mallorca, y en la de Ibiza (como se ha dicho) fueron siempre los primeros en los asaltos y roturas del muro: allegaron con las mantas a tocar con él. El cual fue luego con picos, y con sal y vinagre en tres partes agujereado, hasta que pudo haber entrada para un cuerpo de soldado por cada agujero. Esto fue hecho con tanta presteza, por complacer al Rey, que de lejos a voces los animaba: que visto el servicio dellos, y en cuan poco tenían la vida solo le contentasen, prometió de remunerarlas harto bien, como lo cumplió después muy aventajadamente. Entretanto que esto pasaba, y los de la ciudad, sintiendo el daño del muro, acudían a fortificarlo: Don Pedro Fernández de Azagra, y don Ximeno de Vrrea con su gente de a caballo, y cuatro compañías de infantería, con dos máquinas pedreras, se fueron a Silla, mediano pueblo, a dos leguas de la ciudad a la parte de medio día: y llegados asentaron con grande presteza las máquinas, y batieron el muro con algunos asaltos que por las partes más flacas del comenzaron a dar los soldados. Pero los de dentro confiados de que Zaen les enviaría luego socorro, se defendieron valerosamente ocho días enteros. Pasados estos, y no llegando el socorro, se entregaron con estas condiciones. Que no fuesen saqueados, ni echados del pueblo: que pagarían los gastos del cerco, y darían perpetuamente tributo al Rey: al cual y no a otro, se darían. Luego despacharon los Capitanes para el Rey, avisando del entrego y condiciones. El cual holgó mucho dello, y envió a decir a los de Silla, con la patente firmada de su mano, que se contentaba de los conciertos: que se diesen, que los recibía debajo su amparo y protección, y así se dieron.


Capítulo XII. Como la armada de Túnez llegó a la playa de Valencia, y de las prevenciones que el Rey hizo contra ella, y lo que hicieron los del campo en burla de los de la ciudad.

Volviendo al combate de la ciudad, con el cual llegaron las mantas tan junto (como está dicho) al muro, que se pudo agujerear, luego los de dentro acudieron con gran presteza a cerrar lo agujereado con tierra, piedras, tablas, y vigas de punta, y atravesadas de manera, que con el concurso de toda la ciudad a remediar el daño, se rehizo, y reparó aquella parte de muro tan fortificadamente, que de allí adelante estuvo más en defensa que lo demás. Con todo esto la artillería de las máquinas y trabucos iba siempre haciendo nuevos daños por otras partes del muro, por divertir a los de dentro. Y pues el Rey tenía ya las espaldas seguras con tan grande ejército, y sabía las necesidades, y hambre que en la ciudad comenzaban a sentirse, creyendo que de si misma se rendiría presto, no la combatía con toda la prisa y furia que podía. Estando en esto, aconteció que arribó a la playa la armada de Túnez con doce galeras Reales, y otras seis fustas, que llaman Zabras, enviadas por el Rey de Túnez en socorro de Valencia. Las cuales a prima noche echaron áncoras en frente del Grao, para dar ánimo a Zaen y a los suyos, y para acobardar a los nuestros. Desto fue luego avisado el Rey a la media noche: y sin decir nada tomó cincuenta de a caballo, con doscientos Infantes, y se fue la vuelta de la marina: donde dejado los de a pie escondidos dentro de unas matas, se puso con los de a caballo detrás de unas chozas de pescadores no lejos de la marina, teniendo sus espías junto al agua: para que en saltando algunos de la armada en tierra, fuese luego sobre ellos, por prender algunos, y entender dellos que tanta sería la gente que venía en la armada. Juntamente despachó de allí dos de a caballo por la costa adelante, para avisar a los de Burriana, Peñíscola, Tortosa y Tarragona, de la venida de la armada de Túnez, y que estuviesen a punto con las galeras para correr por la costa a defender los lugares marítimos. De manera que los de Túnez dieron noticia de su venida a la media noche con grandes lanternas y Fanales, con muchas llameradas, y grande estruendo de atambores y trompetas, para ser sentidos de los de la ciudad. Los cuales descubiertas las lumbres, y oída la música, conociendo ser la armada y gente de Túnez, y teniendo por cierto que por ellos serían socorridos y librados del cerco, respondieron con la misma salva, y estruendo de trompetas y añafiles, notificando como daban señales de obediencia al Rey de Túnez como a su verdadero señor, y libertador de la patria. Lo cual visto por el Rey, envió a mandar al ejército que hiciesen otro tanto en el campo, y con mayor alegría y estruendo. Y que llevasen toda la noche lumbres haciendo hogueras entorno de la ciudad, en tanto que se detuviese la armada en el mismo puesto, para que entendiesen los cercados, que los del campo no ignoraban la venida de la armada, y socorro de Túnez, y que no desmayaban por ello. Dice se que la siguiente noche, se hicieron en el Real ciertos instrumentillos de fuego, que vulgarmente llaman cohetes. Los cuales dado fuego y echados en alto caían como rayos, y reventaban como truenos dentro la ciudad. Destos echaban tantos en el campo, que se dice, que los Moros viendo aquellos como monstruos de fuego, se atemorizaban, y los tuvieron por ma agüero. De aquí quedó en la ciudad, lo que después de tomada ella se ha continuado hasta nuestros tiempos en cada un año, hacer gran fiesta la víspera del glorioso mártir sant Dionis, con el estruendo de trompetas y atambores, y el jugar de cohetes y otros fuegos, tomando ocasión de aquella noche, que apareció la armada de Túnez, y fiesta que en la ciudad, y en el campo de los Cristianos se hizo a causa de ella. De suerte que la esperanza que la ciudad tuvo de ser descercada con el socorro de los de Túnez, con la buena diligencia del Rey que les impidió la desembarcación, se deshizo, y con la arrebatada partida de la armada desvaneció del todo. Porque a dos días que estuvieron surgidos en la playa, como ninguno de la ciudad vino a ellos, se fueron costeando la vuelta de Peñíscola: donde como desembarcasen algunos a hacer agua en la fuente de la villa, pensando que aun estaba por los Moros, fueron luego sobre ellos Fernán Pérez Pina y Fernando Ahones Gobernadores de ella con la gente de guardia, y a buenas lanzadas los echaron de la tierra. Pasando más adelante al puerto de los Alfaques saltaron en tierra. Mas los de Tortosa que ya estaban avisados salieron a ellos, y viniendo a las manos mataron xvij de ellos, y a los demás hicieron embarcar a más que de paso. Pues como vieron los del armada el ruyn efecto de su navegación, mudaron de propósito, y se volvieron a Túnez.

Capítulo XIII. Como idos los de Túnez proveyeron los de Tortosa el campo de vituallas, y que los Moros volvieron a las escaramuzas, y ganaron una los Aragoneses y Catalanes, y perdieron otra los Narboneses.

Partida la armada de Túnez, y quedando el mar seguro, luego los de Tortosa proveyeron por mar al campo de pan, y otras vituallas: con las cuales y de la misma tierra había tanta hartura en él, que para según era grande, fue cosa bien de maravillar. Porque creció de manera que llegó a mil caballos, y 60 mil infantes. Pues como anduviese noche y día la batería de las máquinas y trabucos con grande furia haciendo su oficio contra la muralla y casas por la misma parte del ángulo, los de la ciudad por divertir a los nuestros de tan continuo batirla, volvieron a las escaramuzas, y así comenzaron muchos a salir fuera por la puerta de la Boatella, donde había muy grandes aparatos dentro para su defensa. Haciendo pues los Moros sus arremetidas contra las máquinas, con sus alcancías y granadas de fuego para quemarlas, y acudiendo al mismo tiempo los del muro a disparar sobre los nuestros: fue tanto el debate de ambas partes, que a la manta que antes sirvió para agujerear el muro, y de nuevo volvía para hacer lo mismo, hecha pedazos la hicieron retirar, con muchos heridos de los que en ella iban. Esto pudieron hacer los del muro muy a su salvo, porque con la repentina venida de los Moros a escaramuzar se divertio el campo del combate, de tal manera que dejaron de tirar a los del muro por dar sobre los Moros, ya cuando ellos se iban con buen orden retirando, y por aquella vez los nuestros no los siguieron. Acaeció de ahí a dos días, que ciento de a caballo de los nuestros arremetieron juntos contra un gran tropel de caballos que salieron de la ciudad a dar sobre el Real, y haciéndolos retirar por la puerta de la Xerea a dentro, que no estaba con mucha guarda, se entraron mezclados con los Moros: y matando xv de ellos, se volvieron sin faltar ninguno al Real, que fue cosa harto señalada, y bien alabada por el Rey. Al cabo de tres días pretendieron hacer lo mismo los cuarenta caballos del Arzobispo de Narbona, con algunos otros de la Guiayna, no sabiendo el engañoso arte de pelear de los Moros jinetes. Los cuales tenían por costumbre de arremeter con grande alarido contra sus enemigos, y luego como quien vuelve las espaldas fingían huir, para con este ardid atraerlos a que se desmandasen, y sin orden se arrojasen sobre ellos: a dos fines, o de traerlos hasta dar en alguna celada, o abriéndose en dos alas, revolver a cerrar con ellos, y tomarlos en medio. Saliendo pues desta manera los Moros con grande ímpetu, los Narboneses que los estaban aguardando, sin dar parte al Rey arremetieron para ellos, los cuales les volvieron las espaldas retirándose como quien huye hasta llevarlos junto al muro de la puerta de la Boatella, de donde como estaba de concierto, llovieron tantas saetas y piedras sobre ellos, que casi ninguno dejó de ser herido, y algunos murieron: mas sobreviniendo la noche se retruxeró: quedando los Moros muy ufanos desta victoria. Luego se fue el Rey a ver al Arzobispo, para consolarle, y para tener gran cuenta con la cura de sus heridos.


Capítulo XIV. Que por allegarse el Rey mucho al muro, fue herido en la frente, y como sano volvió presto a las escaramuzas.

Continuando los Moros sus repentinas salidas, pensaron algunos del campo en cogerlos, y así se pusieron en celada detrás de unas caserías que estaban en frente de la puerta de la Boatella, aunque algo apartadas, para en salir luego dar sobre ellos, y seguirlos hasta meterse dentro de la ciudad con ellos. Pues como el Rey, no sin causa se recelase de esta determinación de los suyos: los cuales de confiados que les había de suceder tan bien como a los primeros, se disponían a lo mismo, se puso con muy buen cuerpo de guarda cerca del muro, armado de todas armas, con su yelmo en la cabeza, para impedirles la entrada: donde estando tan fijo, que no eran parte las saetas espesas que disparaban sobre él para removerle de su puesto, acaeció que alzando por descuido la visera del yelmo le dieron con una saeta en lo alto de la frente, por la más extraña manera que jamás se vio en cabeza armada, y aunque no encarnó mucho la herida, pero como saliese sangre, y le diese sobre los ojos, fuele necesario recogerse a su tienda a curarse de ella, y detenerse algunos días sin salir a fuera, a causa de la hinchazón que se le hizo en el rostro, tanto que se le atapó un ojo: de lo cual se siguió grande alteración y sobresalto por todo el ejército, y los Moros, que luego lo supieron, tomaron dello muy grande orgullo. Mas no permitió nuestro Señor que se lograsen mucho dello: porque con el favor divino, y la buena cura de los cirujanos (cirugianos) y médicos, a los cinco días se halló sano, y deshecha la hinchazón sin ningún otro accidente. Con esto no pudo acabar consigo de no salir luego en público, para dar con su presencia ánimo a los suyos, y quitarlo a los enemigos: los cuales ya estaban muy ufanos, y se tenían por descercados, pensando que la cura duraría mucho, y que faltando la presencia Real, ninguna cosa buena haría por si el ejército, y así con las escaramuzas lo confundirían todo. En lo cual no se engañaban del todo. Porque cierto era el Rey como una grande alma, que informaba, y daba casi el ser a todo su ejército. Demás de su universal gobierno que llevaba, al cual siempre estaba intento, y junto con eso, era tan comunicable y afable con los soldados, que tenía especial cuenta con todos. Mayormente con los valientes, y señalados, que a estos llamaba hermanos, y se entremetía en los ejercicios militares y a todo peligro con ellos. Y es cierto lo que de él se escribe, que le acaeció no pocas veces, a un súbito rebato, y tocar al arma a la media noche, levantarse con gran presteza de la cama, y echada una cota de malla sobre la camisa, con su tan preciada espada, que llamaban Tisona, que se la enviaron de Monzón (como él dice) arremeter para los enemigos, y de ahí los suyos viéndole acudir de los primeros, pelear como leones.


Capítulo XV. Como don Pedro Cornel y don Ximen de Vrrea dieron asalto a una torre de la ciudad y fueron maltratados, y el Rey dio otro a la misma, y la quemó.

Andando en estas escaramuzas y asaltos los del campo con los de la ciudad, dos principales capitanes del ejército llamados don Pedro Cornel, y don Ximeno de Vrrea, deseosos de señalarse en esta jornada, se juntaron sin dar parte al Rey, ni a los otros Capitanes, y con solas sus compañías emprendieron de combatir la puerta de la Boatella, pues los Moros habían ya de tal manera fortalecido el agujero del muro, que no se podía por aquella parte ganar tierra con ellos. De suerte que a cabo de tres días que lo pensaron, y aparejaron lo necesario para el efecto, secretamente se levantaron antes del día, y arremetieron con sus máquinas portátiles, como vayuenes arietinos (de los cuales se ha hablado antes) a encontrar con la misma puerta. Pero la hallaron tan firme, a causa de estar de parte de dentro muy fortificada, que no hicieron en ella misma: antes fueron muy mal tratados por los Moros que guardaban la torre, que estaba al lado de la puerta: de la cual echaron gran copia de saetas y piedras, que no les dejaban continuar el combate: hasta tanto que súbitamente fue abierta, y salió un gran tropell de gente de a caballo bien armada, y dio tan descargadamente sobre los nuestros, que les fue bien necesario el retirarse con muy gran daño a cuestas. Esto fue hecho tan de rebato, y tan sin avisar a nadie, que cuando acudió el campo en socorro dellos, ya los Moros se había metido dentro la ciudad, y cerrado la puerta. Lo cual sintió el Rey mucho, no tanto por el daño hecho a los Capitanes y gente de ellos (que esto decía lo habían muy bien merecido) cuanto por haberse así arrojado temerariamente, sin su licencia: y luego mandó publicar el asalto de la misma torre para el día siguiente. Venida la mañana, mandó juntar doscientos caballos, con cuatro compañías de Infantería, y una de las principales máquinas, para que todos juntos a una concurriesen en la batería, sin querer tener en cuenta con la puerta, sino con la torre, dejando apercibido el campo, para en caso que saliesen los Moros a dar sobre ellos por aquella, o por otra puerta, acudiesen, y procurasen de revolverse con ellos, y entrarse juntos en la ciudad, que él haría lo mismo. Más proveyó de una banda de ballesteros que no atendiesen a otro, que a encarar y dar en los que asomasen por las almenas de la torre. Con esto comenzó la máquina a disparar sobre ella: pero la hallaron tan fuerte, y bien apercibida de armas, que bastaban pocos para muy bien defenderla. Porque con solos diez hombres de guarda se defendía a muy grande daño de los de fuera. Los cuales con esto se ensoberbecían tanto, que no solo burlaban de los nuestros: pero teniéndose por muy seguros, cerraron las puertas de la torre por dentro, sin acoger a ninguno de los suyos a que les ayudasen, por repartirse entre si solos la gloria de la defensa, y aun a los de nuestro campo los exhortaban, a que se diesen a merced del Rey, que por ser tan valientes y buenos soldados les haría mercedes; contra estos disparaban más de propósito, y hacían mayor daño en ellos. Viendo esto el Rey, mandó traer fuego de alquitrán, y echar muchas granadas del sobre la torre, y también meterlas por las bocas de las troneras bajas. La cual como estuviese dentro enmaderada, prendió el fuego tan presto, y turbó el grande humo a las guardas de tal manera, que no tuvieron tino para abrir la puerta a los suyos, para que entrasen a socorrerles: sino que el fuego y humo los ahogó, y consumió: y la torre con el gran ímpetu del fuego, a vista del ejército y ciudad ardió, y en un punto se hundieron las obras muertas de ella, con tanta presteza, que no dio lugar a ningún socorro. Por donde los de la ciudad viendo su perdición cierta, hallándose desamparados de todo favor y ayuda: y más que las vituallas y mantenimientos les iban faltando, determinaron rendirse, y para persuadir esto a Zaen, acordó el pueblo de enviárselo a decir con buenas razones, por algunos principales de la ciudad: de tal manera, que en caso que no viniese bien en ello, le forzasen, y aun hiciesen ademán de poner en él las manos: que sería luego todo el pueblo con ellos.


Capítulo XVI. De los embajadores que el Papa y ciudades de Italia enviaron para rogar al Rey fuese a librarlos del Emperador Federico, y como determinó de ir, y la causa porque se estorbó la ida.

Por este tiempo, como la fama del Rey, y gloria de sus memorables hechos volase por el mundo, y fuese celebrado su nombre con título del mejor y más belicoso Capitán de la Europa, y con esto tan pío y católico, que todas sus guerras y empresas eran para más ensalzar la fé católica y religión Cristiana, determinaron el sumo Pontífice Gregorio IX, y ciudades de Italia, de invocar su favor y ayuda contra el impío y cruel Emperador Federico: el cual perseguía con inicua y cruel guerra, no solo a las ciudades de Cremona, Mantua, y Pauia: pero aun las había contra la Sede Apostólica, y amenazaba a toda Italia, la había de poner debajo de su cruel yugo. Pues como llegasen los Embajadores, y entrados ante el Rey notificasen lo dicho: añadieron, que Federico no solo era impío y digno de ser descomulgado, por haber conjurado y tomado armas contra su madre la santa sede Apostólica, y sacerdotes de Cristo: pero aun porque como cruel e inhumano, había puesto las manos en Enrico su propio hijo primogénito, y primo hermano de su Real Alteza, intitulado ya Rey de Romanos: y que lo había metido en cárceles, y privado de la vida y Reyno, por solo que favorecía las cosas del Pontífice. También las ciudades de Milan, Boloña, y Plazencia de las principales de Italia, a quien nuevamente amenazaba Federico, enviaron sus cartas al Rey con las del Pontífice, echándosele a pies, y suplicando, se apiadase de ellas, y tomase a cargo su defensa con la de toda Italia, y del Imperio Romano, porque removiendo del a un tan intolerable tirano, le servirían como a su verdadero Emperador y señor, con gente y armas. Ofreciendo para los gastos de esta empresa luego de presente darle CL mil libras Imperiales. Y para cada año prometían de acudirle con los derechos y rentas ordinarias que pagaban a los Emperadores en la Lombardía de los Alpes a dentro: y que le tomarían por su perpetuo patrón y general Gobernador de todos ellos. Finalmente toda Italia le daría título y renombre de común padre, y libertador de la patria, y sin eso la Sede Apostólica le honraría con el título de Católico defensor de la Iglesia. Oídos por el Rey con toda su Corte los Embajadores, dijo que daría presto la respuesta a su demanda. Y en este medio mandoles hospedar muy espléndida y suntuosamente, y que entretanto que deliberaba la respuesta, los llevasen por todo el Real, para que viesen el asiento y grande aparato del. También mandó juntar el consejo Real y de guerra, donde se hallaron el Rey y la Reyna, y el Arzobispo de Narbona, juntamente con los Obispos de Zaragoza, Huesca, Vich, Albarracín, y los Vicarios de los Maestres del Temple y Hospital, y otros señores de Aragón, y Cataluña, y más los capitanes del ejército. A los cuales brevemente propuso, como se le ofrecía la empresa, y socorro de Italia, y de la Sede Apostólica, al tiempo que tenía la de Valencia en los términos que veían. Por lo cual pedía le diesen consejo sobre cual de las dos proseguiría. Porque si a la una le obligaba el propio interés de su casa y Reynos: a la otra le compelía la defensa de la casa de Dios, que era la Sede Apostólica en la tierra, junto con el universal reparo de toda Italia: que lo mirasen bien, porque sin más réplica seguiría lo que determinasen. Mucho se maravillaron todos de tan alta proposición, mayormente por lo que ya se había divulgado la gran necesidad y estrechura en que estaba toda Italia, y con el encarecimiento que el sumo Pontífice y ciudades pedían el favor del Rey contra el Emperador Federico. Y así como de negocio muy arduo, difícil y dudoso, y en tiempo que parecía no había porque dejar de las manos la empresa que tenía, por cuantas se podían ofrecer en el mundo: estuvieron todos muy suspensos, sin saber a cual parte decantarse. Pero después que se oyeron diversas razones por ambas partes: fue cosa de grande admiración, y como milagro de Dios, la resolución que todos sin discrepar ninguno tomaron en el consejo, y fue: Que el Rey en ninguna manera volviese el rostro a la fortuna: pues se le ofrecía muy favorable y honrosísima para emplearse en cosas tan graves, y de tan memorable empresa, porque ser llamado en tal tiempo para dos tan importantísimos negocios, como socorrer a la Sede Apostólica, y poner en libertad a Italia, sin duda que parecía ocasión que venía por orden y disposición divina, no solo para con su propia mano y armas ganar el título de católico: mas aun para que venciendo al Emperador tirano mereciese el nombre de Augusto, y quedarse con el Imperio. Que no se tuviese cuenta con la empresa de Valencia: pues la tenía en tales términos que apretándola de nuevo, muy brevemente, y casi por horas saldría con ella. Y así con el duplicado título que llevaría de conquistador de dos Reynos, y señor de cuatro, acrecentaría mucho su opinión para llevar el renombre de libertador de Italia. Como esta determinación cuadrase mucho con la magnanimidad del Rey, llegó a términos el negocio, que en el mismo Real capitularon los Embajadores con el Rey, y se hicieron los conciertos siguientes. Que el Rey se obligaba de pasar en Italia con mil caballos ligeros, y con todo el aparato de guerra necesario. Que sustentaría guerra hasta la muerte contra el Emperador Federico, y ciudades que le seguían en las provincias de la Lombardía, Trevisana, y la Romania: siempre que el sumo Pontífice y ciudades de Milan, Boloña, y Plazencia cumpliesen lo prometido, como arriba está dicho. Firmadas las capitulaciones de ambas partes, los Embajadores que habían visto las grandezas del Rey, y cuan corta era la fama del, en respecto de su gran poder y magnificencia, demás de las mercedes y dones que del recibieron: se volvieron muy alegres y contentos por tan cumplido despacho como llevaban a las ciudades. Mas no mucho después, o por la astucia de Federico, que temiéndose de la venida del Rey, volvió fingidamente en gracia del Pontífice: o que por esta misma causa, aliviadas las ciudades de la guerra de Federico, no curasen de solicitar más al Rey, o porque no fue voluntad de Dios, que por emprender guerra ajena, dejase de proseguir la que estaba en casa, paró esta empresa: y así pues cesó la ocasión de Italia, volvió de propósito a ponerse en acabar la de Valencia.


Capítulo XVIII. Del secreto trato que Zaen tuvo con el Rey, y como vino Abuamat a concluir el partido, y de la graciosa justa de dos caballeros Moros con dos Cristianos.
Dixose arriba en el capítulo XV como viendo los de la ciudad su perdición, y por haber el ejército de los Cristianos crecido mucho, y puesto la ciudad en tanto aprieto, habían determinado de hacer embajada a Zaen, como la hicieron, rogándole viniese bien en que se tratase de partido con los Cristianos, por las causas arriba relatadas. Y así oída por Zaen la embajada, mostró tener gran sentimiento de lo que el pueblo le decía. Con todo esto les dijo que pensaría en ello, y les daría muy presto la respuesta. Como viese Zaen la razón que el pueblo pedía, y que a no contentarle se podía ver en algún aprieto de rebelión y motín, dio por respuesta, que pues la voluntad de todos era entregarse a los Cristianos, determinaba complacerles: que confiasen del asentaría lo del entrego de arte que aunque supiese quedar sin Reyno, sacaría algún buen partido para todos. Porque entendía que el Rey Cristiano estaba tan deseoso de ganar la ciudad, y con eso era tan piadoso, que por solo entrar en ella sin derramamiento de sangre, les otorgaría cuantos partidos le pidiesen, que por lo menos les aseguraba las vidas con parte de las haciendas. Quietose mucho el pueblo con la buena respuesta de Zaé. El cual envió luego a Halialbatan Moro nobilísimo deudo suyo, con cartas al Rey para declararle en nombre y palabra suya, y de su hijo el mayorazgo, las condiciones con que se le entregaría la ciudad, si le prometía de las aceptar y cumplir. Oyó el Rey de buena gana a Halialbatan: y vistos los partidos y conciertos que Zaen pedía, ser harto honestos y resolutos, no le pareció por entonces comunicarlos con persona del ejército, sino que en la hora despachó al mismo embajador, respondiendo secretamente, que los aprobaba todos sin excepción alguna. Sospechose luego en el campo que se trataba de concierto con Zaen, y que sería de paz: porque apenas fue llegado el embajador a la ciudad, cuando vieron salir de ella a Abuhamat sobrino hijo de hermana de Zaen, de los principales señores del Reyno: el cual enviando por salvo conduto para venir a hablar con el Rey, se lo otorgó, y por su mandado salieron a recibirle don Nuño, y don Ramon Berenguer de Ager, de los más ancianos y principales del ejército: al cual tomaron en medio, y viniendo juntos, salieron tras ellos dos caballeros Moros con sus caballos enjaezados, y con las lanzas y adargas, muy gallarda y hermosamente puestos. Los cuales, porque no se creyese de los de la ciudad que por estar cercados, y en aprieto, habían perdido nada de su orgullo y brío de pelear, en pasando el río arremetieron juntos hasta llegar a las tiendas del Rey, antes que llegase Abuhamat, y sin apearse desafiaron a dos otros caballeros Cristianos a correr sendas lanzas. Como se adreçassen luego muchos para salir a ellos: don Ximen Pérez Taraçona de la casa del Rey, le suplicó diese a él y a otro su compañero licencia para salir en campo contra los dos Moros. Lo cual quiso estorbarle el Rey, poniéndole delante algunas culpas y pecados, que solo el peso y gravedad dellos le echarían de la silla, y perdería el renombre que tenía de valiente. Como don Ximen Pérez replicase con mayor importunidad, permitiole el Rey la salida. De manera que corriendo las lanzas bajas, el encuentro del Moro fue demanera que don Ximen Pérez voló de la silla y cayó en tierra. Al otro Moro salió don Pedro Clariana, caballero generoso de Cataluña, y comenzando a correr el uno contra el otro, acaeció que el Moro, de miedo, o porque quiera, antes de encontrar volvió las riendas al caballo para la ciudad con tanta velocidad, que por mucho que apretó Clariana por alcanzarle hasta pasar el río, no pudo llegar con él, porque se entró en la ciudad. Desto rieron tanto todos los del ejército, que no hubo lugar para reír la caída de don Ximen Pérez. Luego Abuhamat que había parado por ver el successo del desafío, tomó a su lado al caballero Ximen Pérez, y acompañados de los mismos don Nuño y don Ramón llegaron a la casa que llaman el Real donde los Reyes Moros solían tener su ordinaria habitación y morada, a tiro de ballesta de la ciudad. Pues aunque el Rey tenía también su tienda Real parada en el campo, y estaba allí de ordinario: pero se había por entonces retrahido en la casa del Real, por dar audiencia y tratar con los embajadores más en secreto. Y así llegó Abuhamat y fue recibido del Rey con mucho honor: y dejados a fuera los Prelados con todos los del consejo: el Rey solo con la Reyna, y Abuhamat, y el faraute se encerraron para concluir los capítulos y conciertos del entrego. Y aunque se ofrecían algunas dificultades para bien concluir, pero con el largo poder y secreta comisión que Abuhamat traía para no volver sin cerrar el partido a toda voluntad del Rey, fue finalmente concluido como lo quiso y lo demandó Zaen: y el Rey de parecer de la Reyna que también dio su voto en ello (como la historia dice) firmó el concierto. El cual en suma fue, que entregando Zaen la ciudad con todos los lugares y pueblos que estaban a su devoción, se le permitiese salir de ella con toda la gente de paz y guerra hombres y mujeres, y más toda la ropa y ajuar que llevar pudiesen. Que fuesen acompañados de la guarda del Rey hasta ser puestos en las villas de Cullera y Denia, quedando sola Denia libre para su morada y perpetua habitación de Zaen. Que tornasen cinco días de término para vaciar la ciudad. Con esto despidió el Rey a Abuhamat. El cual vuelto a la ciudad como publicase el concierto, fue por Zaen y por el pueblo con mucho contento de todos aceptado.


Capítulo XVIII. Que sabidas las capitulaciones del entrego hubo en el ejército grandes murmuraciones y quejas del Rey porque se les quitaba el saco de la ciudad y de la satisfacción que el Rey dio sobre ello.

Luego que Abuhamat fue vuelto a la ciudad, mandó el Rey convocar todos los Prelados y grandes con los principales capitanes del ejército en una sala del Real: a los cuales notificó los conciertos y condiciones con que Zaen le entregaba la ciudad y Reyno, y que las había aceptado por evitar los grandes inconvenientes que entendía se habían de seguir llevando el negocio por vía de asalto, y fuerza de armas: y porque redundaba en mayor honor suyo, y salud del ejército echar los enemigos de la ciudad y Reyno, sin derramar sangre, pues quedaba absoluto señor de todo: que les rogaba tuviesen por bueno el concierto hecho, y se aparejasen para entrar a gozar de tan principal ciudad, y ser heredados de la habitación y tierras de ella. Como oyeron esto los capitanes del ejército, vueltos a don Nuño, y a Azagra, Vrrea, y Cornel que eran los caudillos del campo, comenzaron todos a murmurar del Rey y de sus conciertos, y con la mudanza del rostro mostraron cuan mal sentían de ellos: antes se salieron muchos de la sala, y por aquel día, ni se aceptó, ni se respondió al Rey cosa a derechas: sintiéndose mucho los mismos caudillos, así del poco caso que el Rey había hecho de ellos, no habiéndoles dado parte, ni consultado con ellos lo que trataba con Zaen antes de concluir el concierto: como por quedar el ejército defraudado del premio que esperaba por sus largos trabajos de la guerra, con el rico saco y robo de la ciudad. De manera que pasando la queja adelante hablaban muy rotamente del Rey diciendo, que no se hubo así en la presa de Mallorca: pues no habiendo estado el campo sobre la Isla y ciudad más de XIV meses, libremente permitió a los soldados dar a saco la ciudad, de donde volvieron muy ricos a sus tierras: y que en la conquista de Valencia, que duraba ya por cinco años, donde habían padecido tan continuos trabajos, y con tantos peligros ganado ya la mitad del Reyno, y traido la ciudad a términos de entregarse: que les privase del saco de ella, siendo tan rica y bastante para hacerlos bienaventurados, que esto era cosa muy dura, y para tentar la paciencia de los soldados: porque esta era hacienda dellos, y no era de buen capitán quitar a los amigos por dar a los enemigos. Y así como cosa inhumana, y muy ajena de la antigua costumbre y magnanimidad del Rey, se la condenaban por inicua y alevosa. No falta alguno de los autores que escribieron esta historia que sumariamente significa, como toda esta queja de los grandes, y pesadumbre de palabras de los soldados llegaron a los oídos del Rey. El cual envió luego por don Nuño y los demás principales capitanes del día antes, a los cuales congregados en la misma sala, habló de esta manera. No puedo, capitanes míos, dejar de mucho maravillarme de vuestro mal regulado sentimiento, y demasiada soltura de palabras, pues sin discurrir, ni pasar por todo, queréis posponer el bien universal de la guerra, a los particulares intereses y provechos de cada uno: pretendiendo que la conquista de Mallorca y la ocasión tan sobrada que hubo para dar a saco su ciudad, se ha de comparar con la empresa de Valencia, y que valen las mismas razones para la una que para la otra, siendo entre si muy contrarias y diferentísimas. Pues dado que la guerra de Valencia haya durado cinco años y algo más, y la de Mallorca no más de catorce meses, fue esta tan costosa, tan peligrosa y sangrienta, habiéndose perdido en ella, como sabéis, y muerto a mano de los Moros el Vizconde de Bearne, y don Ramón de Moncada, con otros muchos de su linaje: que fue muy justo por la sangre y muerte de estos, se tomase cumplida venganza de los matadores. Y también porque las antiguas injurias y robos que Retabohihe Rey de la Isla y sus corsarios habían hecho contra los mercaderes Catalanes y toda la costa de Cataluña, se recompensasen con darle a saco la ciudad. Lo cual con la conquista de Valencia no tiene semejanza alguna. Pues en ella apenas habéis visto, que ni uno solo de los grandes, ni capitanes que me han seguido en esta jornada haya muerto a manos de los Moros, ni que se ofrezca ocasión alguna de venganza. Antes en todas las escaramuzas que con vosotros han tenido siempre han llevado lo peor, y que solo yo, y don Guillen Dentensa mi tío habemos sido los descalabrados. Demás que en la batalla del Puig de Enesa, con el favor divino, los pocos nuestros no solo vencieron a los muchos dellos, pero aun en el alcance tuvieron riquísima presa y despojos. De manera que si juntáis todo esto con las continuas cabalgadas y presas hechas por los soldados en la campaña y arrabales de Valencia, verdaderamente hallaréis que se igualan, y aun exceden al más rico despojo y saco que podía esperarse de ella. Sin esto creéis vosotros, que el asalto y saco que pensauades dar a la ciudad, había de ser mucho a vuestro salvo, hallándose treinta mil combatientes en ella, que habían de pelear como desesperados por su ley, y por su patria, a vista de sus hijos y mujeres? Podía ser esto sin mucho derramamiento de sangre de Cristianos? Pensáis que esta ciudad es como las otras que con solo entrarlas son ya vencidas? Sabed que tiene dentro de si otra no menor defensa que la del muro: pues con abrir los albañares, o madres, que dicen, por las calles, no solo refrenaran el ímpetu de los de a caballo, pero a los de a pie pondrían en mayor aprieto, echándolos cada vecino desde su puerta a bote de lanza en los albañares, y las mujeres desde sus ventanas hundiéndolos a pedradas: para que de esta gran matanza, y corrupción de cuerpos como de esto sucedería, otro no se siguiese, que una cruel pestilencia, cual fue la de Mallorca. Pues si me decís, que bastará para los Moros asegurarles la vida, y que se vayan desnudos: como esto no se pueda acabar con ellos: o lo atribuyáis (atributeys) a su generoso ánimo, que más presto quieren quedar sin vida que sin alguna hacienda: o se la concederéis, por hacer buena mi liberalidad y clemencia. Porque enviarlos desnudos sin ningún refrigerio, sería condenarlos en vida a una tan vil muerte como nace de la demasiada pobreza. Suplirá pues la falta del saco, para los principales de mi consejo, y corte, los señoríos y tierras que por todo el reyno os he de repartir: para los ministros y oficiales del ejército, desde el decurió, o caporal, hasta el capitán, y para los aventureros que han seguido la guerra a sus costas, las heredades y campos que entre ellos he de distribuir: y para los demás soldados, las casas y patios que en tan insigne ciudad por mi mano han de tener y poseer. Demás de la triunfante entrada que para gloria de Dios, haremos en ella todos.


Capítulo XIX. De las muchas donaciones que el Rey hizo de campos y heredades para cumplir, tomada la ciudad, y de la figura del Murciélago que sacó por devisa en su estandarte.

Como fue divulgada por todo el ejército la cumplida satisfacción que el Rey había dado de si a las quejas que había del, por no haber permitido se diese a saco la ciudad: con las buenas esperanzas que había dado de los tres repartimientos: don Nuño con los demás grandes, y los capitanes, con toda la soldadesca, quedaron tan contentos y satisfechos de su promesa, que de nuevo vinieron todos a ofrecerle para morir en su servicio. Puesto que hubo algunos capitanes tan desmesurados, señaladamente de los aventureros, que le pidieron les diese firmado de su mano y con su Real sello, las mercedes y repartición de campos y heredades que les había de caber, tomada la ciudad, conforme a los servicios de cada uno, lo cual les concedió, y dio firmado de su mano liberalísimamente. Pero estas donaciones anticipadas fueron tantas, que realmente vinieran a imposibilitar la repartición, si no fuera por la buena salida que el Rey dio a tan intrincado negocio como en el siguiente libro diremos. Pues para que a todos fuese notorio lo que con Zaen se había capitulado sobre el entrego, fue concertado, se se enviase el estandarte del Rey a la ciudad, para que en señal de rendimiento, lo alzasen en lo más alto de la torre que está sobre la puerta del Temple. Descubriose aquel día una nueva insignia que sacó el Rey por devisa, la cual mandó asentar en la punta de su estandarte Real, que fue un murciélago de plata fina hermosamente labrado. El cual dio mucho que imaginar, y maravillar a todos hasta entender la cifra, o enigma del. Mas aunque de la causa y propósito desta devisa no hallamos nada escrito en la historia del Rey, ni de otros sino cosas muy confusas y cortamente tocadas: brevemente notaremos aquí lo que de la intención y fines del Rey, cerca deste blasón habemos conjeturado. Porque confiriendo las condiciones y naturaleza del murciélago con los más insignes hechos del Rey, parece que tuvo muy gran razón de tomar este animal, entre todos para su devisa. Por ser esta ave hecha a manera de dragón con alas, o como le llaman en lengua Limosina, Ratpenat, que significa ratón con alas, y que es ciego de día, pues hasta el sol puesto no sale de su nido, y vuela (como dice Plinio) con dos alas como de pergamino, y pare hijos de dos en dos, y les da leche con las tetas que tiene: mas los abraza y lleva por el aire do quiere: y que tiene los dientes salidos para que volando por el aire se coma los mosquitos que encuentra. Son sus manos como garfios para asir reciamente, y retener lo asido con ellas, y aunque es su aspecto horrible, pero acaba su cuerpo en una muy lisa y buena anca, o cola, de la cual se ase otro Murciélago, y deste otro, y después otro y otros, y se ve que de uno quedan muchos colgados. Desta manera el Rey, estando muy fundado en el cerco de Valencia, parecía que volaba de noche a modo de murciélago, cuando secretamente, sin que lo supiesen los suyos, trató con Zaen del rendimiento de la ciudad, y que fue antes concluido entre los dos, que sabido ni divulgado. De mas que como el murciélago no tiene alas sino muy duras y graves para volar muy recio, así el Rey en sus negocios y ejecución de empresas, aunque fue prompto, nunca fue súbito, ni liviano, antes se mostró siempre grave, constante, y sagaz en el discurrir. Tuvo dos hijos don Pedro y don Iayme, los cuales llevaba siempre consigo en paz y en guerra, para que con su buen ejemplo de hechos y fama, como de buena leche los criase. Así mismo con las armas como con los dientes se comía los crueles mosquitos que son los Moros atormentadores de los Cristianos, a los cuales terriblemente perseguía. Tuvo junto con esto las manos corvas y asideras para coger y retener lo cogido: porque los Reynos que una vez conquistó, maravillosamente retuvo, y para siempre conservó: y ni de lo que él ganó por sus manos, ni de lo que le dejaron sus antepasados perdió palmo de tierra: Demás de eso, como fuese para sus amigos de suaves costumbres, y de amable rostro, para sus enemigos los Moros fue siempre dragón espantable, tanto que viéndole, u oyendo su nombre, temblaban todos ellos. Finalmente a modo de murciélago, que acaba en una luengua suave, y muy tratable cola, concluyó el Rey sus hechos y vida, en una muy larga e inmortal memoria de glorioso nombre y fama: la cual no dejó áspera, ni desigual con altos y bajos, sino cual fue toda su vida igual y en nada asimismo desemejante. De la cual se asieron todos sus sucesores y descendientes Reyes y principales para valerse de su ejemplo y hechos, y llegar a ser tales con imitarle (imitalle).


Capítulo XX. Como el estandarte del Rey se alzó en la torre del Temple en señal de entrego, y de lo que el Rey hizo cuando le vio, y como se fueron los Moros, y entró con triunfo en la ciudad.

Salió el Rey el día siguiente en amaneciendo del Real, que está enfrente de la misma torre del Temple, y armado de todas armas sobre un caballo blanco, se puso en medio del campo junto al río, donde estaba ya todo el ejército puestos sus escuadrones muy en orden, como para entrar en batalla. Y como pusiese los ojos con todo su pensamiento en la torre, los de la ciudad levantaron el estandarte Real sobre ella, en señal de rendimiento. Lo cual visto por el Rey luego se apeó del caballo, e hincando las rodillas en el suelo, inclinó la cabeza y besó la tierra, y volviendo los ojos hacia el oriente dio inmensas gracias al gran Dios y señor de las batallas, derramando algunas lágrimas de gozo, por tan soberano beneficio y merced, como le había hecho en concederle esta tan pacífica y no sangrienta victoria: las mismas se hicieron por todo el ejército, con la salva y gran estruendo de trompetas y atabales con mucha grita y alaridos de alegría y regocijo. Luego mandó hacer pregón público notificando a todos los de la ciudad que quisiesen salir de ella, se les daba cinco días de término, con facultad de poder traer consigo sus armas y caballos, y las demás alhajas que pudiesen llevar a cuestas, y que dentro de XV días se recogiesen en Cullera, y Denia con Zaen su Rey. Mas se les otorgaron treguas por tiempo de ocho años, dentro del cual término ninguna guerra les había de mover el Rey, antes defenderlos en caso que otros se la moviesen: y se obligó de guardar todos estos conciertos con juramento solemne: e hizo que los Prelados y grandes de los dos Reynos juntamente con las ciudades y villas Reales jurasen lo mismo. También se obligó Zaen de entregarle todas las villas y castillos que desta parte de Xucar estaban por reducirse, como arriba se ha dicho: y no se obligó a entregar las de la otra parte del mismo Río, porque como era Rey nuevo, y mal quisto, no se había extendido sobre ellas su mando, ni estaban por él. Para firmar todas estas capitulaciones y conciertos, y apartarse del gran tumulto del ejército, se retiró el Rey por aquellos cinco días a Ruzafa, y allá fue Zaen para esto a verse con él, del cual fue muy bien recibido, y se concluyó toda cosa. De manera que antes que se cumpliesen los cinco días, como ya los Moros estuviesen en orden para salirse con toda su familia hombres y mujeres con sus halaxas: mandó el Rey se juntase toda la caballería y se pusiese en hilera, por todo aquel espacio de Valencia a Ruzafa, y también más adelante hasta la marina, por donde va el camino para Cullera, porque pasasen pacíficamente, hallándose presente el mismo Rey que los encaminaba. El cual estaba tan puesto en guardarlos, y mirar por ellos, no se les hiciese sobra por la gente de guerra, que desmandándose algunos soldados contra las mujeres y niños, arremetió para ellos, y los hirió mortalmente. El número de los que salieron de la ciudad (como lo refiere su Real historia) fue hasta cincuenta mil, con los cuales envió parte de la caballería, que los acompañase hasta dentro Cullera. De donde se fueron muchos a los Reynos de Murcia, y Granada, y los más se esparcieron por el Reyno, por los montes y valles haciendo sus chozas: y por la ocasión de muchas fuentes que en él hay, comenzaron a edificar y hacer lugares. Siendo pues ya todos partidos, el día mismo, aunque bien tarde, entró el Rey en la ciudad con su merecido triunfo, acompañado de los Prelados y grandes, y de todo el ejército. Esto fue por el mes de Setiembre, víspera de la fiesta del glorioso sant Miguel, año de nuestra redépció M.CC.XXXVIII (1238). Según que por los actos de la concordia hecha entre el Rey y Zaen, y por testimonio de muchos escritores desta historia, se confirma. Puesto que en la del Rey, y de Marsilio autor grave, se halla que la entrada fue el año siguiente. Lo cual puede ser error de los transcribientes, o diversa computación de los años, porque en la misma historia del Rey se lee que en el año siguiente después de la presa de la ciudad, que dice fue MCCXXXIX el Rey fue a Mompeller, y en el mismo año a 4 de Iulio vio aquel tan grande y memorable Eclypsi del Sol que describe él mismo, del cual se hablará en el libro XIII.

Fin del libro undécimo.