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jueves, 14 de marzo de 2019

Libro tercero

Libro tercero de la historia del Rey don Iayme de Aragon, primero deste nombre, llamado el conquistador.

Capítulo primero. En el cual se prueba como el Rey acabó con triunfo la guerra de Albarracín, y por qué causas los de su consejo determinaron de casarle antes de tiempo.

La guerra de Albarracín, que acabamos de contar en el precedente libro, aunque a la opinión de algunos, (mirando lo que pasó de hecho) parece, que no paró fin alguna mengua del Rey: si consideramos el buen fin que tuvo, hallaremos que no menos sucedió en triunfo suyo, que a gloria de sus enemigos. Pues como no quedó menos victorioso el capitán, a quien voluntariamente se le rindió la ciudad, por haber conquistado los ánimos de los ciudadanos que si la tomara por fuerza de armas: así parece que el Rey con semejante suceso, no solo cubrió su padecida perdida, pero sacó de ella muy esclarecida victoria. Porque apenas mandó levantar el cerco de Albarracín, cuando le salió al camino el mismo señor de ella, a suplicarle con toda humildad le perdonase, y se entregase de su persona y ciudad, pues hasta la
juridicion della, que por fuerza de armas no pudieron alcanzar los Reyes sus predecesores, a él se daría con toda liberalidad. De manera que como siempre fue más preciado lo que se da de voluntad, que lo que se toma por fuerza, así no fuera para el Rey tan grande triunfo haber entrado con violencia en la ciudad como el haberse metido por los corazones de los señores de ella, para quedar más glorioso señor de todo. Así lo sintió Fabricio cónsul Romano cuando Pyrrho Rey de los Epirotas en la guerra que tuvo contra los Romanos, le envió sus embajadores con un muy rico presente de vasos de oro y plata, por atraerle a su devoción. Mas el cónsul después de rehusado el presente, respondió muy sin respeto a los embajadores, supiese su Rey, que los Romanos, no tanto tiraban a coger el oro, cuanto a los que le poseían. Conforme a esto nuestro Rey, con la voluntad y entrego que el señor de Albarracín le hacía de su ciudad y persona, no solo pudo más que los Reynos de Aragón y de Castilla, que viniesen sobre Albarracín, y sin hacer efecto se fueron (como arriba contamos), pero engrandeció su autoridad real, y con la humildad con que también se le entregó don Rodrigo, confirmó el poder y mando que de allí adelante tuvo sobre los dos. Con todo esto y siendo los principales señores y barones que con el Rey venían, señaladamente los que regían su persona y estados, que por sus rencillas y particulares intereses, llevaban el regimiento confuso, y que había de redundar en daño suyo, y llover sobre ellos cualquier disminución y quiebra que a la autoridad y persona real se siguiese. Demás que * feudo deshechas, ni acabadas, * que de cada día revivían las parcialidades de don Sancho y don Fernando, a los que les ellos habían * ofendido, así en haber hecho quitar al uno la gobernación general del reyno, como al otro el cargo y custodia de la persona del Rey, que no dejarían de procurar de atraerle a su opinión para mejor vengarse de ellos. Por estas y otras causas comenzaron a mirar por si, y consideraron que convenía para la confirmación del Rey y de ellos, usar de algún medio con que engrandecer la autoridad del Rey, y confirmar su obediencia y mando para con los pueblos, quedándose ellos siempre con el cargo de la persona real y gobierno del reyno. Para esto sirvieron * concordaron todos en que sería bien casarle. Porque con la autoridad y poder que con el nuevo * y afinidad se le recrescería, de * con la esperanza de suceder, se le doblaría el respeto, echando * raíces de amor y obediencia en los pueblos. Pues aunque para esto * su poca edad, no teniendo quince años cumplidos, era tan crecido de cuerpo, bien formado y proporcionado de persona, que ninguno le juzgaba por inhábil para el matrimonio. Y así los reynos, no solo se alegrarían mucho de verlo casado, pero le harían por ello grandes servicios y pagarían extraordinarios tributos como para continuar la guerra era bien menester.


Capítulo II. Como el Rey tomó por mujer a doña Leonor hermana de la Reina de Castilla, y se armó caballero, y celebró sus bodas en Tarazona.

Pues como los consejeros del Rey, don Ximen Cornel, don Guillen Cervera, y don Guillen de Moncada: gran senescal de Cataluña, y muy pariente del Rey, con don Pedro Ahones, viniesen bien en que tomase estado: todos los demás del consejo fueron del mismo parecer. Y hechas estimación y discurso de todas las doncellas de sangre y casa Real que en España, y fuera de ella se hallaban convenientes para este matrimonio, ninguna tanto cuadró a todos como doña Leonor, hija del Rey don Alonso VIII de Castilla, hermana de doña Berenguela Reyna de León y de Galicia viuda, la cual por la * muerte del Rey don Enrique su hermano, había sucedido en los Reynos de Castilla. * pues bien a todos dar la doña Leonor por mujer al Rey, si ella quisiese, fueron luego los embajadores de parte de él a la Reyna doña Berenguera (Berenguela), que estaba en la villa de Ágreda, pueblo célebre de Castilla, a los confines de Aragón y Navarra. A la cual dijeron como el Rey de Aragón deseaba casar con doña Leonor su hermana, si ella era contenta, y que siendo, como era señor de tantos Reynos y señoríos, se contentaba en lugar de dote, con las virtudes y
perficiones de su persona: y aun la dotaría en diez principales pueblos del reyno de Aragon, que son Daroca, Épila, Plna, Uncastillo, Barbastro, y Tamarit de Santisteuan, Montaluan, y Cervera. Y en el reyno de Cataluña, de las que hoy hay en los montes de Siurana y Prats. Oída la embajada, y aprobados por el consejo de Castilla los conciertos y promesas que el Rey de Aragón ofrecía, mayormente porque las cosas de Castilla con la amistad y favor de Aragón mucho más se engrandecerían, la Reyna, con voluntad de doña Leonor, prometió darla al Rey por mujer. Certificados de esto los embajadores, y hechos por ambas partes sus capítulos y obligaciones, volvieron al Rey. El cual se contentó del concierto, y luego se puso en camino, acompañado de sus principales caballeros cortesanos, y con algunos prelados, entró en Ágreda: a donde fue por la Reyna y grandes de Castilla realmente recibido: y hechos los desposorios, el Rey quiso que las bodas se celebrasen en Tarazona, ciudad principal de Aragón que está fundada a la halda del monte Moncayo, y se adelantó a concertar la boda. Partida la esposa, acompañada de la Reyna y de don Fernando su hijo, que después le sucedió en los reynos de León y de Castilla, y fue gran conquistador de tierras de moros, como adelante diremos, llegaron a Tarazona, donde el Rey y doña Leonor se velaron con grande solemnidad, y se dobló la fiesta, con el nuevo orden de Caballería que el Rey quiso celebrar por su persona. Era costumbre antigua, y muy observada entre caballeros y grandes señores, que quien quería ser armado caballero, y hacer profesión de ello, viniese muy acompañado de caballeros, y de tan principales señores como podía, al templo mayor de la ciudad donde se hallaba. Y que en el altar mayor de él pusiese una espada desnuda de donde el más honrado y principal del ayuntamiento tomaba la espada, y la ceñía al que armaba caballero. Pues como conforme a la costumbre, el Rey pusiese la espada en el altar para este efecto, y no se hallase allí otro más preminente, ni más honrado que él, tomóla él mismo y ciñiósela, y con esto quedó armado caballero. Fuera de esta fiesta no tenemos que referir otras de justas, ni torneos, ni de muy grandes cenas o mercedes que se hiciesen en estas bodas: pues ni la historia del Rey, ni otros escritores lo dicen: por ser tanta la modestia y templanza de aquellos tiempos, que se usaban, y entraban estas virtudes por las casas Reales:puesto que alabar a los Príncipes de moderados en el gasto de casa, no parece digna alabanza suya. Tampoco será cosa indigna de contar del Rey, lo que el mismo no quiso callar de si en su historia: que por la inbecilidad de su poca edad cuando se casó, confiesa que pasaron, xviij. Meses, que no se comunicó con la Reyna su mujer.


Capítulo III. De las Cortes que el Rey tuvo en Huesca, y de la entrada que hizo con la Reyna en Zaragoza.

Celebradas las bodas en Tarazona, como el Rey estuviese muy puesto en llevar adelante el buen regimiento de sus Reynos, y que por esta vía llegaría a tener pacífica posesión de ellos, luego que fue advertido por los de su consejo convenía tener cortes, las mandó convocar en la ciudad de Huesca para solos Aragoneses, a donde en presencia de los de su consejo, y de los de su casa y
palacio, que eran hombres graves y de los principales del Reyno, y tenían el cargo de la persona real, se propusieron por algunos síndicos de las ciudades y villas reales, muchas quejas y demandas contra los unos y los otros. Porque abusando de la autoridad y favor que con el Rey tenían, en su hombre habían causado algunos desafueros y violencias de las que suelen hacer los muy privados de los Príncipes, cuando empapados de su favor y estado presente, tienen poca cuenta con lo venidero, y hacen lo que se les antoja. Como sea así, que los favores han de acabarse, y que tarde o temprano las violencias y daños hechos, se han de rehacer y recompensar, o por los mismos autores de ellos, o por sus herederos, y muchas veces por los mismos príncipes y señores, debajo cuyo favor se cometieron. Y así fue singular negocio lo que el Ree hizo sobre esto, que después de bien entendido lo que pasaba, quiso por esta vez tomar por propios los daños y agravios que los suyos, y de su consejo habían causado a los pueblos, y descubiertos en particular, hizo de su tesoro la enmienda y recompensa de ellos, con mucho contento de todos. De allí pasó a Zaragoza con la Reyna: a donde por ser la primera entrada, fue recibida con grande triunfo, adornando las calles de muchos
tropheos y arcos triunfales, con otras invenciones que por diversas partes de la ciudad se pusieron. Demás de las muchas danzas, músicas, y otros diversos géneros de regocijos, cuales de la grandeza de tan insigne ciudad y cabeza de reyno, se podían esperar. Mas porque de su antigüedad y excelencias se ofrece bien que decir, por lo mucho que por su misma vale y puede, haremos en el capítulo siguiente una breve relación de sus alabanzas y raras prerrogativas.
Capítulo IIII (IV). Antigüedad y excelencias de la ciudad de Zaragoza.


Es esta ciudad metrópoli y cabeza del Reyno de Aragón, una de las más principales de España, llamada antiguamente Salduba, de la región Sedetania (como dice Plinio) aunque debajo de este nombre se hace poca mención de ella en las historias, hasta que entró en ella el Emperador Augusto César . Y hallándola que estaba a la devoción del pueblo Romano, visto su hermoso asiento sobre tan extendido llano, ribera del gran río Ebro, junto con su fertilidad de campaña, y ser de gente belicosa, la hizo colonia de Roma, y la intituló de su nombre, (como dice Estrabon) Augusta Cesarea, llamándola santa (porque esto significa Augusta ) como había de ser ella la primera de España, que había de recibir la verdadera santidad Cristiana: pues a ella vino del cielo, poco después de Augusto Cesar la Virgen sacratísima para santificarla: cuando se apareció sobre un pilar, o columna al glorioso Apóstol Santiago, con sus cinco discípulos que ya tenía convertidos a la fé de Cristo: según lo ratifica (restifica) hoy en día, entre otras memorias, el mismo pilar con la imagen lapidea que la misma Virgen allí dejó por memoria de esta aparición, la cual se ha conservado en el mismo lugar de la ciudad, del tiempo de la primitiva iglesia acá por los fieles que en ella permanecieron, y fueron tantos, que al tiempo de la gran persecución hecha por el Emperador Diocleciano, y en España ejecutada por Daciano contra los Cristianos, se halla fueron innumerables los que recibieron martirio en esta ciudad, señaladamente cuando la virgen santa Engracia con toda su gente y familia de paso padecieron allí martirio; con muy muchos otros
de la misma tierra. Cuyos cuerpos reducidos en masas santas por si mismas se vinieron del lugar del patíbulo a ponerle en los sepulcros, o pozo santo de cierto de cierto lugar de la ciudad, donde se edificó después un suntuosísimo y muy devoto monasterio de frayles Gieronymos, dedicado al nombre y honor desta gloriosa santa, y están allí su cuerpo con las demás reliquias de santos muy veneradas. Pero demás que puede por esta causa con justo título llamarse esta ciudad santa, hay otra que lo confirma. Porque de las tres ciudades que en la Europa abundan de más reliquias y cuerpos de Santos, como son Roma, Colonia Agripina en Alemana, y nuestra Zaragoza en España, es esta la que después de Roma se ha de preferir a Colonia. Porque si a esta comúnmente llaman santa por tener los cuerpos y reliquias de santa Vrsola, y de las onze mil Virgines que padecieron martirio en ella: mejor cuadrará la santidad a nuestra ciudad, así por ser más antigua en la fé de Christo, como porque tiene a santa Engracia con innumerables mártires que padecieron, y están sepultados en ella. Por cuyos méritos e intercesión se puede bien creer, se ha defendido, y conservado la fé y religión Cristiana, en esta santa ciudad de tal manera, que por ningún tiempo se halla que haya desviado, ni por alguna sombra de herejía apostatado de ella: antes ha confirmado con muchas y muy verdaderas obras de caridad su fé viva: con la fundación de tantos y tan suntuosos templos consagrados, con el mantenimiento de tantas religiones, y otras muchas obras pías, señaladamente con la sublime virtud de la hospitalidad, con que recibe los pobres de Cristo que vienen a ella de todo el mundo: en lo cual ha sido y es la lumbre y ejemplo de toda España. Y así vemos que después acá que con el valor y milagrosas visorias de sus Reyes se cobró la ciudad y reyno de los moros, ha gozado de mucha paz y tranquilidad de estado, y continuado la sucesión y descendencia de aquellos insignes ciudadanos que la ayudaron a conquistar, y con las mismas leyes, fueros, y privilegios que sus Reyes naturales la dotaron, se han valido de aquella honesta libertad que sus antepasados con su mano y sangre les adquirieron. De donde ha sido que los ciudadanos han fundado en ella como en tierra firme, y peña viva de paz, sus casas y edificios tan espléndidos y magníficos, tan alegres y bien labrados como se ve: porque también es en esto aventajada a todas las de España, y no menos enriquecida en ropa, y escogidas alhajas (
halaxas) de casa que cualquier otra. Pues se afirma, que en plata labrada, en tapicería, y casas, tampoco hay otra su par. Y aunque es muy meditarranea y alejada de la marina, no por eso deja de ser muy proveída de las cosas de mar, así por ser también su río navegable, para copiosamente traerlas: como por la buena expedición y precio que para todo género de mercadería se halla en ella, con la demás hartura y fertilidad de su campaña de pan, vino, azeyte, azafrán, y pegujares, con todo género de frutales, y de infinita caza. Y así tiene cumplimiento de todo lo importante para pasar muy dulce y abastadamente la vida. Ni se sigue que por estar lejos de la mar, y metida en el centro y medio del reyno, y por el eso libre de los incursos y rebatos marítimos y ejercicios de guerra, deja de ser su gente belicosa. Pues demás que fuera de su tierra, en cuantas guerras se ha visto la gente Aragonesa (harán testigo dello Italia, Sicilia, Cerdeña, Mallorca y África) ninguna otra le ha puesto el pie delante: Pero si de belicoso es, pelear por su patria, y morir en defensa del estado y libertades de ella: no hay para esto más fieros leones que los Aragoneses: de cuyos admirables ingenios, y costumbres, pues se hablará adelante, bastará lo dicho por agora, porque volvamos a nuestra historia.

Capítulo V. Como partió el Rey de Zaragoza y fue a tener cortes en Daroca, a donde vino el Vizconde de Cabrera a darle la obediencia.

Entrado el Rey en Zaragoza, pensaron algunos de los señores de Aragón que allí fueron congregados, señaladamente los hijos de los grandes, que por ser el Rey de tan poca edad como ellos, se deleitaría de galas y juegos, con otros ejercicios de placer: para lo cual se preciabantodos, quien más podía de llevarle a fiestas y saraos de damas y otros muchos regocijos, a los cuales aquella edad no suele decir que no, por tener muy vivos los sentidos, y tan deseosos de apacentarse
en las cosas sensuales: pero el Rey, que ya de mozo llevaba los pensamientos muy altos, y de varón
perfetos como estuviese muy rendido a la disciplina de sus ayos, en lo que tocaba a su persona, y en el gobierno del Reyno, muy puesto en obedecer lo que deliberaban los de su consejo, gustaba poco de aquellas fiestas y devaneos, y dando sentimiento de esto a los suyos, publicaron cortes para la ciudad de Daroca. De manera que acabados de asentar los negocios y diferencias de algunos señores, con esta nueva ocasión se salió de Zaragoza con mucha gracia de todos, y pasó a Daroca, principal pueblo de Aragón, llevando consigo a la Reyna. Allí pues tuvo cortes el Rey, y en ellas, fuera de asentar lo importante a la jurisdicción de los oficiales ordinarios de la tierra, no hubo cosa notable sino la venida de don Gerardo Vizconde de Cabrera, que se intitulaba conde de Urgel, y con esto era uno de los principales señores de Cataluña. El cual poco antes se había apartado del servicio del Rey (porque hubo causas para repelirlo de su presencia) mas con su venida y obediencia mereció ser bien recibido. Luego dijeron los del consejo Real que esta venida y obediencia del Vizconde era fruto nacido del casamiento del Rey, por el cual se le doblaba ya la autoridad y respeto. Traía el Vizconde propósito de concordar, y atajar las diferencias que con otros tenía sobre el condado de Urgel (de las cuales se hablará adelante) pero no quiso el Rey por entonces poner mano en ellas. Aunque le prometió iría muy presto a Cataluña, y allí conocería de ellas, y las asentaría de su mano. Despedido el Vizconde, y concluidas las cortes, dio vuelta con la reyna casi por todas las villas y pueblos de Aragón, de Zaragoza abajo hacía Teruel, y siempre hallaba que sus criados y allegados, y más los ayos que tenían el gobierno de su persona, debajo su real nombre, habían innovado y reducido a su utilidad e interesse muchas cosas, así tocantes a su
patrimonio real, como al de algunos particulares, en notable daño de ambas partes. De esto le venían cada día muy grandes quejas con diversas demandas de restitución de haciendas, y aun honras: requiriéndole fuesen prontamente restituidos y satisfechos tantos y tan notables daños. En lo cual se hubo el Rey con muy grande prudencia, liberalidad, y justicia, disimulando los daños que le tocaban, y recompensando los ajenos, con toda la honra que pudo de sus allegados: con los cuales también se hubo con algún rigor, quitándoles por ello algunos juros, o caballerías de honor que por derecho militar pretendían debérseles, y ellos excesivamente habían usurpado. Con estos tan buenos oficios y ejecuciones de equidad y justicia que el Rey usaba, iba cada día de nuevo ganando la voluntad y gracia de sus pueblos, y engrandeciendo su autoridad y opinión para con todos.

Capítulo VI. De la cuestión y rencilla que se movió entre don Nuño Sánchez, y don Guillen de Moncada Vizconde de Bearne.

En esta sazón se movió una
quistió (cuestión), para simiente y principio de muchos males, entre don Nuño hijo del Conde don Sancho, y don Guillen de Moncada, Vizconde de Bearne, por cosa harto liviana: que fue por no haber querido don Nuño prestarle un halcón que tenía muy preciado. Sobre lo cual pasaron entre si malas palabras, y se apartaron el uno del otro. Como fuese divulgada esta rencilla, y de boca en boca, como suele, mucho más de lo que había sido, encarecida (porque a las veces, las cosas vienen a gastarse, y hacerse peores, con las palabras) nacieron de aquí algunas burlas que dasaron a injurias y desabrimientos entre los valedores de cada una de las dos
parcialidades. Habiendo pues quiebra en la amistad, que antes solía haber entre ellos muy estrecha, luego se dividieron en bandos, y al Vizconde se le ofreció por valedor don Pedro Fernández de Azagra, señor de Albarracín, hombre, como está dicho en el precedente libro, belicosísimo y poderoso: y a don Nuño don Pedro Ahones ayo mayor del Rey y de su consejo, Fue la cuestión al tiempo que el Rey y la Reyna iban a tener cortes en Monzón, con deseo de ver y contemplar de nuevo la fortaleza que antes le había servido de honesta cárcel, para que con la memoria de la sujeción pasada, gozase mejor del próspero y presente estado. Fue el negocio de manera, que antes que el Rey llegase a Monzón, el Vizconde, y el señor de Aluarrazin, trajeron consigo una banda de hasta 300 caballos ligeros, y secretamente los alojaron en Valcarria lugar de los Templarios junto a Monzón, con ánimo de acometer a don Nuño cuando pasase a las cortes. El cual como entendió esto, no fue a Monzón, sino que en compañía de don Pedro Ahones, con poca gente de caballo, salió al Rey al encuentro, que iba a Monzón, haciéndole saber de la gente de caballo que el Vizconde había metido en Valcarria, para de improviso salirle al camino, por tomarle desapercibido, para mejor aprovecharse de él: que le suplicaba mirase por la honra del Conde su padre y suya, y al Vizconde que estaba más sobrado en gente y armas que en esfuerzo y valor, le hiciese retirar de allí. Lo cual no podía negársele por ser su tan propinquo deudo, y de la casa real, y sin eso tan leal y fiel vasallo como el muy bien sabía. Sintió mucho el Rey el atrevimiento del Vizconde, y con un gran espíritu y esfuerzo de más que varón, dijo a don Nuño tuviese buen ánimo, que le prometía echar al Vizconde de la tierra, si no se moderaba: y que miraría tanto por su honor, y del Conde su padre, como por el suyo propio. Y así luego que entró en Monzón mandó a los del regimiento, pusiesen gente y armas por todas las torres y puertas de la villa, y que no dejasen entrar a ninguno de los principales señores y Barones que viniesen a las cortes, sin que él lo mandase, mas de con uno, o dos criados de compañía. Como esto supo el Vizconde por sus espías, fuese de Valcarria con toda su gente muy despechado. De esta manera fue don Nuño librado de todo peligro y afrenta. Pero el Vizconde viendo que no había podido ejecutar su rabia y furia en don Nuño, fuese la vuelta de Perpiñan, y tomando de camino más gente de a caballo, con el favor de sus parientes y amigos entró por el condado de Rosellón, que don Sancho poseía, y le destruyó, y dio a saco gran parte de los lugares de él, aunque no a la villa de Perpiñan por estar muy fuerte.

Capítulo VII. Que el Rey persiguió a los llamados que no vinieron a las cortes, y fue a Terrès, y confirmó el estado de los Moncadas, y estableció el condado de Urgel al conde Guerao.

Acabadas las cortes de Monzón, luego el Rey con la gente que de Lerida, y otros pueblos de presto hizo juntar, y con la que don Nuño traía para su defensa, movió guerra a ciertos Barones comarcanos, porque convocados para las cortes, menospreciaron a los convocadores, y no quisieron venir a ellas, antes mostraron apartarle de la obediencia y servicio del Rey. Con esta ocasión comenzó a tomar fuerza de armas, y reducir a la corona real algunas villas y castillos de estos barones, hasta que llegó a Terrès, villa pequeña y cercana a Lerida y Balaguer. Es esta villa, según fama de los que por algún tiempo han residido en ella, de las más sanas de España, o por la
subtilidad y pureza del ayre y aguas, o por algún buen vapor que sale de la tierra. El cual recibido por los sentidos purga el celebro, de tal manera que a los locos furiosos, y principalmente a los endemoniados, los llevan allí, para que sanen. Y así está en refrán muy usurpado por Cataluña; en comenzar uno a enloquecer, o endemoniarse: a este llévenlo a Terrès. Allí fue donde el Rey, por estar dentro, o en los confines del condado de Urgel, dio dos grandes muestras de su cordura y bien apurado jvicio. La una que tuvo por firme y grata la donación hecha por el Rey don Pedro su padre en favor de don Guillen de Moncada, gran senescal de Cataluña, y señor de las villas de Aytona, Seros, y Sos en los confines de Aragón y Cataluña, adonde el río Segre entra en Ebro, y la ratificó de nuevo, de las cuales hecho el Condado intitulado Aytona, gozan hoy sus propios descendientes por recta linea en nombre, sangre y armas, y es una de las dos más antiguas y principales casas de Cataluña. La otra fue haber remetido desde Daroca, a este lugar, la averiguación de las diferencias que el Conde Guerao tenía con otros, sobre el condado de Urgel, para ser más enteramente informado del hecho, y por no juzgar cosa contra derecho, sin oír las dos partes. Por cuanto habían nacido estas diferencias del tiempo del Rey don Pedro, cuando hizo guerra contra el mismo Guerao, porque muerto Armengol Conde de Urgel, se entró por el Condado con ejército formado, y echando de él a Aurembiax, hija y legítima heredera de Armengol, se alzó con él. Por esta causa le persiguió el Rey don Pedro, hasta que venciéndole en batalla, le prendió, y puso en prisiones, y cobró gran parte del condado. Pero muerto el Rey, con el favor de los suyos salió Guerao de prisión, y hecha su gente de guerra, como ninguno le resistiese, fácilmente cobró todas aquellas villas y castillos que el Rey le había quitado por armas, o voluntariamente se le habían entregado: haciendo en ellas grandes estragos y crueldades, saqueando y matando a todos los que se le habían rebelado, y seguido la parcialidad del Rey. De manera que después de haber el Rey entendido muy bien todo lo pasado, determinó de dar sentencia sobre ello. Y así sentado pro tribunali, y teniendo al Conde don Sancho, y a don Fernando sus tíos, que hizo venir allí, como por asesores a sus lados, en presencia de los más principales del reyno, llegó el Conde Guerao, y confesando con mucha humildad lo que había hecho, y pidiendo perdón de sus atrevimientos pasados.
El Rey que a todo esto estuvo muy severo, con mucha voluntad y gracia le perdonó. Y puesto que sabía por relación secreta, la poca justicia y acción que Guerao tenía al condado, determinó por entonces establecerle con ciertas condiciones. La primera que todas aquellas villas y lugares del condado que poseyese, diesen de allí adelante la misma obediencia, que antiguamente acostumbraban dar a los Condes de Barcelona, a los Reyes de Aragón y de Cataluña sus sucesores. La segunda que no embargase su posesión, quedase a Aurembiax hija del Conde Armengol salvo su derecho para poner demanda del Condado ante su Real jvicio, como lo puso, según adelante se dirá.

Capítulo VIII. Como el Conde don Sancho sabido el estrago grande que el de Bearne había hecho en Rosellón, se quejó al Rey, el cual le persiguió tomándole muchas villas y castillos.

En este medio que el Rey asentaba los negocios del Condado de Urgel, llegó nueva al Conde don Sacho del estrago grande que el Vizconde de Bearne como dijimos, había hecho en el Condado de
Rossellon. De lo cual tuvo gran sentimiento el Conde, y viendo que no bastaba su poder para resistirle, recurrió al Rey, pidiéndole su favor y amparo contra el Vizconde su enemigo, suplicándole que con su prudencia y mando absoluto compusiese y averiguase sus diferencias y quejas con el Vizconde: que le certificaba como él y don Nuño estarían promptos para si en algo habían injuriado al Vizconde hazerla enmienda que les mandase. El Rey que oyó esto, puesto que estaba mal con el Conde, y con razón, por los acometimientos pasados contra su real persona, pero teniendo respeto a sus canas, y ser tan conjunto suyo en sangre, y mucho más por la fidelidad y servicios de don Nuño su hijo, prometió darles todo favor y ayuda. Considerando que| también convenía refrenar con tiempo la soberbia del Vizconde, porque siendo el más poderoso señor de Cataluña, y tan emparentado con los más principales señores del reyno, no se alzase a mayores,
y llevase más adelante su porfía. Al cual envió primero a decir, y amonestar tuviese por bien de parar, y no correr más la tierra del Conde don Sancho. Pero el Vizconde tuvo en tan poco lo que el Rey le envió a mandar, que se dio mayor prisa en acabar de tomar ciertas fortalezas del Conde que estaban en el camino de la villa de Perpiñan, a la cual fue acercar de nuevo con toda su gente. Donde saliendo a él los Perpiñaneses con gran estruendo y poco orden, siendo capitán de ellos Gisberto Barberan, para dar una vista y sobresalto a los del campo, de tal manera se defendió el Vizconde, que mató al capitán, e hizo retraer a los Perpiñaneses hacia la villa, después de haber hecho grande estrago en ellos. Entendido por el Rey todo esto, y viendo crecer cada día más el orgullo, y desacatos del Vizconde: comenzó a salir con su ejército en campaña, y a perseguirle con guerra abierta: a quien siguió luego don Ramón Folch Vizconde de Cardona con gran número de gente de a caballo a su sueldo: así por ayudar al Rey, y a don Sancho en su buena querella, como por haberlas con el de Bearne, con quien estaba mal. Partió pues el Rey de Aragón a donde poco antes vino a hacer gente, y en volviendo a Cataluña, yendo para Perpiñan, de paso tomó ciento y treinta pueblos entre villas y castillos del Vizconde, con los de sus amigos y parientes, los cuales se le rindieron parte voluntariamente, parte por fuerza de armas, y los mandó luego confiscar y aplicar al patrimonio real, hasta que llegaron a una villa principal llamada Cervellón, Ceruellon, no muy lejos de Barcelona, y aunque estaba muy bien fortificada de gente y municiones, y cercada de muro fortísimo con su barbacana, luego que los de dentro vieron asentar las máquinas y trabucos para batirla (como de hecho se batió) a los 14 días después de puesto el cerco, se rindió, dándole a partido. En esta presa y cerco de Cervellón, no se hallaron con el Rey mas del Conde don Sancho, don Fernando, y don Nuño, con hasta 400 lanzas y 1000 infantes, ni se halló el Vizconde de Cardona: porque le fue forzado en aquella sazón partirse con la mayor parte de los suyos a sus tierras por apaciguar ciertos alborotos que se habían levantado.

Capítulo IX. Como el Rey puso cerco sobre la villa de Moncada, donde se recogió el Vizconde, y que estándola batiendo, fue rogado de don Sancho alzase el cerco de ella, y lo alzó.

Tomado Cervellón, pasó el Rey a poner cerco sobre Moncada. La cual como cabeza de todo el estado del Vizconde estaba con su castillo muy fortificado de munición y gente. Porque el Vizconde para hacer del resto en su defensa, se había recogido en ella con los principales de su linaje. Llegando pues el Rey a vista de la villa envió a decir al Vizconde como quería le recibiese en su villa por huesped: a esto respondió el Vizconde, que le hospedaría a buena gana, pero que no sería obligado a guardar el derecho y cortesía de hospedaje con huésped que tanto mal hace al que le hospeda. Oída la respuesta, mandó luego el rey poner cerco sobre la villa, y aunque pensó que había de durar mucho, determinó no partirse sin tomarla. En tanto que armaban las máquinas, y ponían en orden los demás pertrechos, fue el Rey con el maestre de campo, por hallar el lugar y asiento más dispuesto para plantar las máquinas, y dar los puestos a cada uno. Después de bien reconocido todo hallaron que en un collado que sobrepujaba la fortaleza se asentaría el Real mejor que en otra partes: y como comenzasen ya las máquinas a batir la fortaleza, y tentar los asaltos, la hallaron tan fortificada, y bien provista de toda munición y gente, a causa de haberse recogido en ella toda la familia y linaje de los Moncadas con su caudillo el Vizconde, que no se les podía hacer tanto daño, que no le recibiesen mayor los de fuera. Demás que tenían el agua segura, por tener una muy bella
fuente que nacía junto al muro. Mas los del Rey confiaban que los cercados eran muchos, a quien no menos la hambre que el ejército los rendiría. Porque al encuentro de cada puerta tenía el Rey escuadrones de soldados puestos para impedir la entrada y salida de la villa, a fin no les entrase provisión. Y sin duda los tomaran por hambre, si algunos de los capitanes del ejército Real no consintieran en que los de dentro fuesen
proueydos de vituallas y las demás cosas. Porque era tanta la amistad y parentesco del Vizconde con algunos principales del campo, y con eso tanta la ira y odio de los unos y los otros con el Conde don Sancho, a cuya instancia el Rey hacía esta guerra, que no faltaba quien dijese al Rey en cara con esta guerra y cerco, y quien poco a poco sembrase tanta distensión y zizania entre los Aragoneses y Catalanes del campo, que se sintieron algunas voces de motín, claramente diciendo, ser esta guerra injusta y malamente hecha, para robar, más que para pelear. Y de cuando en cuando se atrevían a decir mal del Rey, a quien no bastaba haber tomado tantas villas y castillos al Vizconde y a sus parientes y valedores, y haberlas confiscado, sino que aun quería haber su persona para arruinarle del todo. Y porque siendo el Rey tan mozo, era cierto que en todo se regía por el consejo del Conde don Sancho y de don Pedro Ahones, comenzaron los del ejército con grande desvergüenza a blasphemar de los dos de tal manera, que temiéndose de algún gran motín ellos mesmos persuadieron al Rey que alzase el cerco, por ser la fortaleza inexpugnable, y que no estaba bien a su persona Real perder tanto tiempo en ella. Y luego se salió secretamente del campo don Pedro Ahones, fingiendo alguna excusa, porque no tuvo allí por seguras su persona, y se fue a Huesca. Todo esto sintió mucho el Rey: pero viendo que los
mesmos Condes y don Nuño, por quien la guerra se hacía lo pedían con grande instancia, tuvo por bien complacerles pues se tenían por contentos de lo hecho contra el Vizconde. Y así levantó el cerco, donde se había detenido dos meses: y despedida la gente de guerra se vino para Aragón. Mas el Vizconde libre y seguro del cerco, juntó su gente, y comenzó de nuevo a destruir con mayor crueldad que antes, las tierras del Conde y de don Nuño.

Capítulo X. De lo que el Abad don Fernando maquinó contra el Rey, y las razones con que persuadió a don Pedro Ahones le favoreciese en la empresa.


Llegó don Pedro Ahones a Huesca donde halló al Abad don Fernando que poco antes se había salido del campo muy enojado, por lo mucho que el Rey porfiaba en perseguir al Vizconde don Guillen, que tan amigo suyo era, y persona de tan gran ser y poder, que sería bastante a poner al Rey y reynos en grande riesgo, para mayor daño y trabajo del Conde don Sancho y sus valedores. Pues como el Abad entendió, que el Rey había alzado el cerco de Moncada, pero que se le quedaba con los 130 pueblos confiscados, lo que había de ser causa para renovar la guerra contra don Sancho y don Nuño: y que de hecho hacía nuevas crueldades contra los de Rosellón: concluyó que era necesario por cualquiera vía que fuese remediarlo, y por valer al Vizconde su amigo, atreverse, si menester fuese, a la persona y autoridad del Rey. Para esto se confederó mucho con don Pedro Ahones, poniéndole delante el peligro en que estaba, y
desgusto con el Vizconde. Por haber sido el que más se había señalado por la parte y bando de don Nuño, y quien más había inducido al Rey para que emprendiese esta guerra, y aconsejado, se apoderase de los lugares del Vizconde, que a la postre todo llovería sobre él. Que para remediar esto había hallado ciertos medios muy convenientes, y para bien guiarlos, tenía necesidad de su consejo e industria: ni tuviese en esto respeto al Rey pues todo había de ser para más bien del mismo, y quietud de sus reynos: ni temiese de nada, que le sacaría a salvo de todo riesgo, y aun haría que de la empresa quedase bien rico. Y cierto que el celo de don Fernando no parecía del todo malo, sino que lo revolvió con muchos desacatos, y tiranías, contra la persona Real para sus propios provechos, y sobró al celo la malicia. La cual mostró mucho mayor, en no haber probado otros remedios más benignos antes de llegar a los tan ásperos de que usó. De manera que Ahones, con el temor que le ponían las cosas del Vizconde, y también con la esperanza de poner las manos en la hacienda real, sin más examinar el modo y ejecución de los designos de don Fernando, se le ofreció para todo bien y mal: en que emplearle quisiese.


Capítulo XI. Como acordados don Fernando y Ahones en ejecutar su propósito, se fueron para el Rey, y de la engañosa plática que con él tuvo don Fernando.

Después de estar ya muy de acuerdo don Fernando y Ahones en llevar adelante su mal fin y propósito, por lo mucho que se habían de aprovechar con esta empresa, salieron los dos juntos de Huesca a recibir al Rey que volvía de Cataluña, y despedido el ejército, era ya entrado en Aragón. Pues como tuvieron por cierto que volvería a ellos el gobierno, así del reyno a don Fernando, como de la persona del Rey, a Ahones, pensaron sería bien enviar por el Vizconde se viniese secretamente para acabar con el Rey se considerase con él, y le restituyese sus tierras: donde no, ponían por obra lo que tenían pensado. Con este acuerdo escribieron al Vizconde viniese sobre su palabra con poca gente a la corte del Rey, a un pueblo junto a Zaragoza llamado Tahuste, cuya tenencia era de Ahones, y cercano a otro pueblo llamado
Alagon. A este era llegado el Rey, y también la Reyna venía entonces a verse con él, para de ahí a pocos días entrar juntos en Zaragoza. Llegado el Vizconde, no curó don Fernando de confederarle con el Rey por otros buenos y honestos medios, que bien pudiera: sino valerse de otros con que pretendían él y Ahones, mucho más aprovecharse.
Y así se concertaron en sujetar al Rey de manera, que aunque le pesase hiciese lo que ellos querían, así en restituir las tierras al Vizconde, como en otras cosas que tocaban a intereses y utilidad de ellos mismos. Para esto pensaron de encerrar al Rey, y a la Reyna dentro de Zaragoza en su palacio real, y detenerle allí con buena guarda, sin que ninguno se viese y ni pudiese ver, ni hablar con persona, hasta en tanto, que se concertase con el Vizconde. Porque con solo esto habían de justificar su empresa con el pueblo, y con los Barones y señores del reyno, a quien también parecía mal el no restituir al Vizconde sus tierras. Para esto proveyeron que dos bandas de
caballos, y cuatro compañías de infantería estuviesen por los cuarteles de la ciudad. Lo cual hecho, salió de Tahuste don Fernando acompañado de muchos principales caballeros, que vinieron a visitar al Rey, y viniendo para Alagón, de camino envió a decir al Rey, como él y los principales caballeros del Reyno venían por acompañar su real persona, y a la serenísima Reyna en la entrada de la ciudad. Como el Rey oyó la embajada, conoció que este tan nuevo cumplimiento de don Fernando, se hacía con algún fingimiento, y sospechoso fin: todavía respondió, que recibiría de buena gana su venida: con todo eso mandó a sus mayordomos don Nuño, y don Pedro Fernández de Azagra, que a ninguno de los caballeros que venían con don Fernando dejasen entrar en el pueblo, más de cuatro, o cinco de los principales, y a los demás, por no haber en el lugar aposento para todos, los alojase por las caserías de fuera, o en otros pueblos cercanos lo mejor que pudiese. Después que les fue esto mucho encargado y mandado salió el Rey a caballo fuera del pueblo a recibir a don Fernando. El cual hizo muestra de quererse apear del caballo, y no consintiéndolo el Rey, fue de todos los demás que se apearon con mucho acatamiento saludado, con los cuales también se hubo muy afablemente. Volviéndose para la villa, o por descuido de los mayordomos, o adrede hecho, sin saberlo el Rey, se entraron con don Fernando por lo menos ciento de a caballo. Luego el día siguiente por la mañana se fue don Fernando para palacio, acompañado como el día antes, y en presencia de todos, tuvo una breve, pero bien lisonjera plática con el Rey, diciendo, como ni él, ni cuantos caballeros allí estaban, cosa tanto deseaban como servirle, y emplear vidas y haciendas por el acrecentamiento de su Real corona: por ver cuan próspera y felicemente se regía todo por su mando y gobierno, y cuan dichosamente se sucedía todo cuanto en paz y en guerra emprendía. Y así para que gozase enteramente de la tranquilidad y quietud de sus reynos por sus manos adquiridas, le suplicaba tuviese por bien de entrarse en Zaragoza, acompañado de tantos, y tan principales caballeros y señores, con el triunfo que se le debía. Como el Rey oyese y entendiese la disimulada y fingida plática de don Fernando, y mirando a todas partes de la cuadra, descubriese entre tantos, y tan apretados caballeros, la persona del Vizconde medio arreboçado, que sin licencia, ni consulta suya, se había venido de Cataluña, y le osaba parecer delante: demás desto, lo que a peor señal tenía, que ni don Nuño, ni Ahones, ni otro alguno de su consejo, se le allegasen, como solían, a la oreja para advertirle sumariamente lo que había de responder a la plática, tuvo por muy cierto, lo que poco antes había sospechado, que los suyos le vendían. Pues como todos los que allí se hallaban comenzasen a murmurar de él, porque no respondía a don Fernando: respondió con alegre semblante, que iría donde quisiesen: considerando entre si sabiamente, que en cualquier estado que sus cosas viniesen, y adoquiera que la fortuna las inclinase, sería mejor hallarse dentro de la ciudad que de fuera, confiando de sus fidelísimos ciudadanos que no le faltarían.

Capítulo XIII. Que el Rey y la Reyna entraron en Zaragoza, y fueron aposentados, por don Fernando en la Suda, y en ella encerrados, y de lo que pasó sobre esto (sobresto).

Partió el Rey con la Reyna, de Alagón, con todo el acompañamiento que don Fernando
traxo, y se entró en Zaragoza, sin permitir se le hiciese recibimiento alguno, y fue aposentado en la Suda, palacio real antiguo (que agora llaman la puerta de Toledo, y es pública prisión para los delincuentes) adonde don Fernando, dada razón de su intención al Conde don Sancho, que siempre se retenía el universal gobierno del Reyno, y prometiéndole que esto sería medio para confederarle con el Vizconde de consentimiento suyo se asumió todo el cargo, y con la compañía de Ahones que tenía el de la persona del Rey, entendieron en continuar su propósito. Y a la hora llamaron a dos capitanes de la guarda del Rey, Guillen Boyno, y Pedro Sánchez Martel, a los cuales engañaron con buenas palabras, mostrando quererles descubrir un grande secreto, sobre negocio importantísimo, a fin de librar al Rey de un grandísimo peligro que su Real persona corría, a causa de cierta secreta conjuración de que se temían, y convenía tener al Rey por entonces muy encerrado y recogido con buena gente de guarda: tanto, que ni el Rey había de ver, ni ser visto de nadie más de ellos dos solos, ni le habían de perder de vista noche y día: ni tampoco comunicasen con algunos para dar razón de lo que pasaba. Y así encomendaron al uno la guarda y custodia de la persona del Rey, y al otro la guarda de palacio, y de abrir y cerrar puertas, teniendo muy gran cuenta con los que subiesen la comida y cena, porque hasta en esto corría riesgo su salud y vida. Los capitanes creyeron muy de veras todo lo que don Fernando y Ahones debajo de gran secreto les dijeron, y más el premio que por esta fidelidad y servicio les prometieron. Con esto, aquella noche después de haber cenado el Rey y la Reyna, Ahones despidió todos los criados y criadas del Rey mandándolos pasar a otro palacio que les tenía aparejado: dejó dos camareros para el Rey con dos dueñas para servir a la Reyna, con todo el aderezo (adreço) de recámara que convenía: y de presto mandaron cerrar todas las puertas y ventanas de palacio, dejando solamente algunas claraboyas (clarauoyas) altas para tener claridad (claredad), de manera que por ellas ni pudiesen ver, ni ser vistos los encerrados, ni hablar, ni escribir a nadie, sin voluntad y consentimiento de don Fernando: del cual muy a menudo recibía el Rey billetes (villetes) prometiendo librarle de la clausura, luego que mandase restituir al Vizconde y a sus parientes y amigos, las tierras que les había tomado, y le mandase pagar por los daños que con la guerra hecha le había causado xx. mil Morabatines de oro. De otra manera, ni cobraría jamás libertad, ni vería el fin de sus pretensiones. A lo cual el Rey difería de dar la respuesta, pidiendo le dejasen comunicar este negocio con algunos del consejo, y que se oyesen sus pretensiones: que le truxesen a don Atho de Foces: su antiguo (antigo) y fiel criado. Lo cual como entendiese por ciertas vías don Atho, y antes de ser llamado se ofreciese para ir al Rey, fue por don Fernando repelido, con tanta cólera, que de enojo que tomó desto don Atho se fue a Huesca, y hasta que el Rey estuvo en libertad no volvió a Zaragoza. Fue cosa grande y de gran marauilla, no haberse levantado ninguno de los señores y Barones del reyno contra don Fernando por el encerramiento del Rey, y a liberarlo (libertarlo).
Pero fue mayor el artificio y maña de don Fernando con el consejo de Ahones, en publicar y encarecer los daños y rebeliones que se habían de seguir en Cataluña no restituyendo el Rey las tierras que había tomado al Vizconde: el cual estaba allí presente, y con tantas amenazas quejaba del Rey, y justificaba su demanda, que fácilmente se persuadía la gente, y daban por bueno, lo que don Fernando hacía. Mayormente que de cada día prometían que por horas se acabaría esto con el Rey, y sería para librar a los dos Reynos de muy grandes trabajos y guerras, y pues la persona del Rey no padecía detrimento, disimulaban todos con el encerramiento, y aguardaban de cada hora el remedio. Pues como el Rey se viese perdida la libertad, y por su más propinquo deudo, y ayo, privado de la conversación y plática de los suyos: y más, que ni los ciudadanos de Zaragoza, de los cuales confiaba tenían cuenta con sus cosas, hacían movimiento alguno, mandó llamar a don Pedro Ahones, que en estos negocios se mostraba poco, y obraba mucho, siendo la segunda persona de esta conjuración, no tanto para rogarle por su libertad, cuanto por desparar en él su cólera.
El cual vino, y en entrando le recibió el Rey con alegre semblante.
Y tomándole por la mano, se retiraron a una parte del aposento, y sentados los dos el Rey con rostro severo le habló de esta manera.

Capítulo XIII. Del razonamiento que pasó el Rey con don Pedro Ahones su ayo sobre el encerramiento.

No puedo cierto, don Pedro, dejar de mucho maravillarme de vuestra gran falta de conocimiento, y poca memoria de lo que habéis siempre sido y valido. Pues
olvidando os así de las obligaciones que el Rey mi padre, y yo os tenemos por los buenos servicios que a los dos habéis hecho, como de los muchos beneficios y mercedes que de los dos habéis recibido, queráis agora cargar sobre mí tantos desacatos, para borrarlo todo. Porque no solo me habéis infamado poniéndome en esta prisión como a público delincuente, pero también sujetado al vano juicio (juyzio) que sobre ello de mí harán todos mis vasallos. Lo cual como de suyo sea negocio muy atrevido y desacatado, cierto que en vos viene a ser muy más que alevoso y feo: no tanto porque con alguna razón buena, o mala, si quiera, cuanto porque sin ninguna, os habéis preciado de perseguirme. Pues es cierto que ni por temor de que por mi parte os había de sobrevenir algún grande mal: ni por esperanza que de cualquier otro alcanzaríais (alcançariades) mayor bien, os ha forzado razón alguna para rebelaros así contra
mi persona. Porque ni en mí, que de muy niño me criaste (criastes), habéis (haueys) descubierto tan duro y cruel pecho, que podáis (podays) sospechar, tengo en siendo varón, usar con vos lo que el Emperador Nerón con su maestro Séneca: ni tampoco esperar, que la dignidad y estado a que por mi mano habéis llegado, la podáis en ningún tiempo mejor gozar, que yo reynando. Como sea verdad, que no solo habéis llegado por mi favor, a ser de mi casa el primero, y por mi liberalidad y larga mano, entre los grandes de mis reynos el más rico: pero aun entre los de mi Real consejo soys el más preminente: y que de tal manera os he dejado regir, y gobernar mis reynos a vuestro libre albedrío, que parece me habéis valido más de compañero en el reynar, que de consejero. Pues como (porque lo digamos todo) no os acordays de lo que algunos competidores vuestros con extraños modos han procurado echaros del mundo, por derribaros de este estado y gracia que de mí habéis alcanzado? entre otros, don Artal de Luna, a quien con vuestro mal trato distes tales ocasiones, que muchas veces pusiera las manos en vos, si de mí a él no le fuera a la mano. Mas como todo ello lo tengáis en poco, y a mí en menos, por lo mucho que agora estáis falto de consejo, seguís con grande afición la parcialidad y bando de don Fernando, a quien poco antes perseguíais (perseguiades) como a mi cruel enemigo: haciendo trueco y cambio de vuestro natural Rey y señor, por servir a un tirano: a efecto que en este medio que yo soy el tiranizado, os partays entre los dos los honores y caballerías, con todos los provechos del reyno: y a mí que con tanto trabajo
procurastes de asentarme en el trono real, me veáis de señor y Rey convertido en vuestro esclavo y prisionero. Sea como quisieredes, salido habéis con la vuestra, del Rey y Reyno habéis triunfado. Pero guardaos de alabaros de la victoria, porque tengo por cierto que ninguna ventaja me llevaréis en olvidaros vos tanto de las mercedes y favores que de mí habéis recibido, cuanto yo siempre me acordaré de los desacatos y afrentas que con esta prisión me habéis causado. En acabando de decir esto el Rey, porque no le venciese la justa ira para con Ahones, volvió las espaldas, y se entró en otra cuadra, cerrando tras sí la puerta, por no verle más, ni oírle. Como el viejo se vio solo, y tan convencido del Rey mozuelo, quedose como atónito y pasmado: de allí se fue para don Fernando a quien contó puntualmente lo que con el Rey había pasado. Pero aprovechó poco, porque como los dos tenían por libertad y provecho suyo la prisión del Rey, perseveraron en su dañada empresa, y por eso tanto más priessa se dieron en repartir entre si y sus amigos y allegados, los cargos honrosos y caballerías reales: no consintiendo que llegase cosa a manos del Thesorero real, porque lo cogían todo para si.


Capítulo XIIII (XIV). De las pláticas que el Rey tuvo con la Reyna sobre su salida, y de los buenos consejos que oyó de ella, y como a la postre salió por mano de don Fernando, y lo demás que hizo.

De todas estas cosas hacía sus discursos el Rey y aunque hallaba algún desvío y consuelo para
lo demás de sus desgracias, no podía tomar en paciencia, que sin haberle acometido don Fernando con algunos honestos medios, y buena plática en el negocio del Vizconde, hubiese usado con el de un tan vil y afrentoso medio, como haberle encerrado. Considerado esto, y vista la obstinación y poca enmienda (emienda) de Ahones, después de la plática que con él tuvo, conjeturó prudentísimamente, que el
interesse y provechos particulares que se repartían él y don Fernando,
los tenía ciegos, y que así cuanto más se alargase su encerramiento, tanto más crecería la avaricia de ellos, y el Rey no iría padeciendo en su gobierno. Y así imaginaba noche y día todos los modos posibles para salir de aquella prisión, y mostrarse al pueblo: tanto que había determinado de escalarse por una de las
clarauoyas abajo con la Reyna, si quería seguirle. Pero la Reyna como sabia y magnánima, confiando habría otra mejor salida para las cosas del Rey, no vino bien en ello: no temiendo tanto el peligro del escalarse, cuanto la ignominia y afrenta que de huir al Rey se le seguiría: antes varonilmente le amonestaba se encomendase a la gloriosa madre de Dios, a cuya devoción y nombre de niño se había ofrecido: porque con el mismo favor que fue por ella librado de las manos del Conde Monfort, y fortaleza de Monzón, se vería libre con mucha honra del trabajo que padecía. Viéndose el Rey alcanzado de tan santas y buenas razones de la Reyna, tuvo por bien de sosegarse y seguir su consejo. Volviendo pues don Fernando a requerir al Rey, que juntamente con la restitución de las tierras del Vizconde, se le rehiciesen los daños sin faltar nada: determinó de venir bien en ello, con el parecer de la Reyna. Y así despachó luego sus provisiones, y patentes para que todos aquellos pueblos de Cataluña se restituyesen al Vizconde y a los suyos. Maravilláronse
muchos porque antes el Vizconde, cuando volvió con su gente de Rosellón, y estando el Rey preso, no fue de presto a cobrarlos. A esto se responde, que se tiene por cierto lo intentó, pero que halló resistencia en los mesmos pueblos: así porque no les traían provisión del Rey para absolverles del juramento y homenaje que le habían dado: como porque estimaban más ser del Rey que de señor particular. Con esto comenzó el Rey de gozar de libertad, y salió del encerramiento, pasados veinte días justos que entró en él: quedándose don Fernando con la general gobernación de los reynos, por mucho que algunos señores y barones sintieron mal dello, y aunque reclamaron, no les aprovechó por lo que don Fernando con la sagacidad de Ahones se había apoderado de todo. Puesto el Rey en libertad, en el mismo punto envió a la Reyna a la ciudad de Borja, que se sentía preñada, y llegado su tiempo parió al Príncipe don Alonso, de quien adelante hablaremos, y así se partió de Zaragoza: que por la prisión que en ella tuvo, y disimulación de los ciudadanos la tenía medio aborrecida, y se
fue a Monzón, siguiéndola don Fernando con su poca vergüenza con los demás cortesanos y prelados que allí se hallaron. A donde disimulando el Rey con gran cordura lo pasado, y poniendo en plática lo que convenía tratar para el gobierno del Reyno, comenzaron unos y otros a proponer cosas, que
socolor del bien común, tiraban al suyo propio de cada uno por el buen ejemplo que don Fernando y Ahones poco antes les habían dado. De lo cual el Rey quedaba muy sentido, viéndose corto de autoridad y fuerzas, para refrenar tanta soltura, así por sus pocos años, que apenas llegaba a los xvj como por la liga que había entre los del consejo. Mas como no se determinasen en cosa cierta, ni de propósito, el Rey despidió las cortes, y porque le fue forzado, volvió a Zaragoza, a donde insistiendo mucho a los ciudadanos (quizá temiéndose por algún tiempo de la ira del Rey por la disimulación pasada) confirmo con mucha liberalidad todos sus fueros y privilegios. Y también estableció de nuevo a don Gonçaluo Ioan gran Maestre de calatrava, la concesión que el Rey don Alonso su aguelo había hecho de la villa de Alcañiz a su orden, con ciertas reservaciones de derechos y preminencias, por ser de los más principales pueblos del Reyno.


Capítulo XV. Como para concluir las cortes de Monzón el Rey se vino a la ciudad de Tortosa, cuyo asiento y cumplimientos de tierra se describen.

Partióse el Rey de Zaragoza para la ciudad de Tortosa, con fin de concluir en ella las cortes
que comenzaron poco antes en Monzón, para dar orden como poder reprimir las salidas y cabalgadas que los Moros de Valencia hacían en las fronteras de Cataluña, cautivando los Cristianos, y por el rescate destruyendo la tierra. Para esto le pareció sería esta ciudad muy al propósito, poniendo en ella una buena compañía de gente escogida, que estuviese en guarnición, con apercibimiento para salir contra los Moros luego en desmandarse, y hacer muy grande estrago y matanza en ellos, por escarmentarlos: por ser Tortosa tierra poderosa para sustentar esta y mayor guarnición de gente. Mas porque se entiendan sus cumplimientos y excelencias, brevemente describiremos su asiento y fertilidad de campaña, con las comodidades y provechos que por el río y vecindad de la mar se le siguen. Está fundada esta ciudad en los extremos de Cataluña hacia el mediodía, enfrente del reyno de Valencia, a la halda de un monte alto que la defiende de la tramontana: por estar por el poniente y medio día cercada del grande y caudaloso río Ebro, a la ribera del cual está extendida como una media luna. Tiene por el oriente el mar tan cerca, que se puede llamar marítima, así porque no dista de él más de cuatro leguas, como por ser el río tan navegable de allí a la mar, que con galeras se puede subir hasta dentro de ella, y con barcos muchas más leguas río arriba. De donde le viene ser la más proveída ciudad de la Europa, de muy excelente pescado: el cual se sube río arriba y cría en él con grandísima abundancia; porque son de las muy raras y gustosísimas especies de peces (pesces), los que en él se pescan entre otros, Lampreas, Asturiones, Sabogas, Mujoles, y Atunes, con otros géneros de pescado pequeño. De los cuales por su delicadeza y gran copia hacen mucha mercaduría los ciudadanos. Porque puestos en pan, y distribuidos por todos los tres reynos, demás de que se conservan libres de corrupción muchos días: son de tan suave gusto y delicado sustento, que muchos que pasaron con ellos regaladamente los ayunos de la cuaresma, llegados al carnal, no son parte las carnes y
volatería para que los olviden. Mas aunque dan estos peces gran hartura y ganancia a la ciudad, no por eso carece de muy buena provisión de carnes. Porque de más que sus montes abundan de muy excelente caza de venados, y toda montería, también se crían en los campos y llanuras copia de ganados mayores: con muy apacible vega llena de todo género de mieses y frutas. Por donde viene a ser esta ciudad no solo muy proveída de todo lo necesario para la vida humana, pero de su propio asiento es muy habitable y deleitosa: si la gente, que es de lo más afable de Cataluña, a la cual el Rey en su historia tanto alaba de valiente y belicosa (por ser muy diestra en el ejercicio de la ballestería), convirtiese su belicoso furor contra los Turcos y Moros, y no como suele algunas veces, contra si misma.


Capítulo XVI. Como don Fernando y Ahones burlaban del gobierno del Rey por el edicto de guerra que publicó sin consultarlo con ellos, y como fue a cercar a Peñíscola.


Acabó el Rey en Tortosa las cortes, de donde se partió luego, enfadado de la desordenada ambición y soberbia de don Fernando y Ahones, que por haberles salido tan a su salvo el acometimiento de la prisión pasada, eran en el gobierno y trato más intolerables que antes. Pues no solo se había usurpado el cargo de la general gobernación del reyno, pero cuanto el Rey, con el buen consejo de otros, mandaba hacer, se lo estorbaban, y pretendían que así como el conde don Sancho como a viejo caduco, así al Rey como a muchacho, y de poca experiencia, le habían de privar del gobierno.
De manera que por apartarse el Rey de ellos, se fue a una villa cerca de Tortosa, llamada Horta, que era de los caballeros Templarios. Los cuales con los de la orden del
Ospital, desde su niñez siempre favorecieron mucho a su Real persona, y mantuvieron su autoridad y respeto fidelísimamente. Quedáronse en Tortosa don Fernando y Ahones que no quisieron seguirle, y como el Rey se vio libre de ellos, a consejo de los mismos caballeros comendadores, y otros Barones de los dos reynos, que en no estar con él don Fernando acudieron a ofrecérsele, hizo un edicto general, por el cual mandó a todos los barones y caballeros de los dos reynos, que tenía del gages y caballerías de honor, y de sus Reyes antepasados y también a las villas y ciudades reales, que para cierto día se hallasen juntos con sus personas, armas y caballos, y la más gente que pudiesen: porque había de mover guerra a fuego y a sangre contra los moros del reyno de Valencia, para el ensalzamiento de la fé católica, y destrucción de la secta Mahomética, y por reprimir las correrías y daños que estos hacían en los reynos de Aragón y Cataluña. A este edicto, no solo no obedecieron don Fernando y Ahones, por haberse hecho sin consulta suya, pero con gran ultraje lo menospreciaron, y procuraron con algunas villas y ciudades reales dejasen de obedecerle, que ellos los librarían de la pena que por ello incurrirían. Con esto, no curando del Rey, se fueron los dos a holgarse a Zaragoza, para contemplar desde allí lo que el Rey haría sin ellos, y burlar, como decían, de sus pueriles empresas: las cuales no querían estorbar del todo, por no perder la esperanza de algún siniestro suceso en la persona del Rey, por ocasión y asidero de cosas nuevas, que por hallarse muy ricos, emprendería de buena gana. Mas el Rey, puesto que sentía mucho estos menosprecios que le refrescaban las llagas pasadas, y que no faltaba quien muy de veras le animaba para proceder contra los burladores a castigarlos: determinó como prudente, por entonces disimular con ellos, confiando que con el tiempo no le faltaría alguna ocasión para tomar la enmienda, alomenos de los atrevimientos y soberbia de Ahones, de quien se tenía por mucho más ofendido. Pues como llegasen dos compañías de infantería, con otras dos bandas de caballos ligeros: de Cataluña: y más otra tanta gente que de Aragón trajeron (truxeró) don Blasco de Alagón, y don Atho de Foces, con don Artal de Luna, el cual siempre zahería (çaheria) al Rey los favores hechos a Ahones: salió de Horta con ellos, y con los Comendadores de las dos órdenes, a hacer una entrada por los primeros pueblos del Reyno de Valencia, mientras llegaba el término de la convocación de Teruel. Pasó pues a vista de Tortosa ribera de Ebro abajo, donde recogiendo los ballesteros de ella, llegó con mediano ejército a la marina, y fue por ella adelante hasta meterse dentro del reyno de Valencia. A donde hechas sus arremetidas, talando los campos y haciendo presa en los lugares marítimos, llegó a poner campo sobre la villa de Peñíscola; a la cual los Cosmographos, por lo que se dirá de ella, llamaron Península, y esta toda ella asentada sobre un grande cabo, o promontorio que entra en la mar, y que por su grande altura servía de atalaya para mar y tierra por toda aquella frontera. Por esta causa el Rey de Valencia la tenía bien guarnecida de gente y municiones como una de las más principales plazas del Reyno, y por eso tanto más nuestro Rey la codiciaba con mucha razón. Porque su asiento de más de ser naturalmente fuerte, representa de su misma figura un grandísimo monstruo, compuesto de cosas casi contrarias entre si, sino que todas ayudan para más fortificarlo. El cual por ser raro, y que en ninguna otra parte del mundo se entiende haber otro semejante sitio de Fortaleza, por haberle visto, describiremos en el capítulo siguiente lo que se puede decir de él.

Capítulo XVII. Del extraño asiento (aßiéto) de la fortaleza de Peñíscola, y como la fortificó, y se defendió en ella Papa Benedicto Luna, todo el tiempo de su pontificado.

Tiene este promontorio, o cabo de Peñíscola (que por la punta mira al sol cuando nace, en derecho de la Isla de Mallorca) de cerco mil pasos. Y así de ancho como de largo por ser el suelo áspero y desigual, hasta 500. su asiento y cuerpo de él es un perpetuo peñasco altísimo, y que se va cuanto más sube estrechando, y por todas partes, sino por donde está la población asentada, hecho a peña tajada. Al cual cerca la mar casi del todo, que solo queda descubierto el paso con que se junta con la tierra firme, y a esta causa le llamaron en lengua Latina Península, que quiere decir casi Isla: pero este paso es tan estrecho, que las más veces en crecer las olas del mar viene a ser Isla del todo, y tal se queda agora artificiosamente hecha. La altura del promontorio es tanta, que de más de lo mucho que alegra con su espaciosísima y muy extendida vista de mar, y tierra suelen descubrirse las naves de allí a 30. millas. Hay en lo más alto una plaza tan ancha que se pudo edificar en ella una inexpugnable fortaleza, con un templo y palacio tan grandes, que pudieron aposentarse en él los que abajo diremos: quedando sola aquella parte del monte que mira a la tierra, y está algo pendiente para el asiento de la villa, con una sola puerta para entrada y salida de ella. La cual tan bien está defendida de un bravo e inexpugnable baluarte, con su puente de madera levadiza para la tierra. También el mar que rodea el promontorio por ambas partes y por delante es tan profundo que para pequeñas naves hace fondo: y sino del Levante, que a todas partes la descubre, contra los demás vientos, no solo se defiende con la altura y oposición del monte (pasándole las naves, como quien hurta el cuerpo, del un mar al otro) pero aun contra los corsarios están ellas con la fortaleza y su artillería por toda parte defendidas. Finalmente hay dos cosas que hacen el asiento de ella admirable, y como monstruoso. Una es las muchas cuevas y cavernas que hay en lo íntimo y profundo del monte, tan abiertas y penetrables al mar, que las olas salen por las bocas dellas con grandísimo ímpetu y estruendo, revueltas con infinito número de conchas (pesces que llaman Saxatiles los Latinos) y que siendo las peñas fundamentales por lo intrínseco del monte tan combatidas del continuo ímpetu del mar, no solo no se rompen, ni menguan, pero se aprietan y con la sal del agua más se fortifican. La otra es una fuente clarísima y dulcísima que con gran golpe de agua nace en lo más bajo del pueblo, entre las bocas por donde salen las olas saladas, solamente para el uso y servicio de la fortaleza y villa, pues luego a seis pasos de donde nace vuelve a hundirse en la mar. Porque se vea como naturaleza usó casi de artificio, para fortalecer, y hacer inexpugnable este lugar. Como lo conoció bien el Papa Benedicto xiij, de su nombre propio llamado Pedro de Luna aragonés de la villa de
Caspe: cuando estuvo en ella retirado. Cuya historia aunque bien divulgada por otros, todavía por lo que toca a la Fortaleza de la cual se valió él para su habitación y defensa, la referiremos aquí brevemente. En el año del Señor 1394. muerto Clemente Pontífice, que residía en Auiñon, el colegio de sus Cardenales, eligió en Pontífice a este Pedro de Luna Cardenal, que tomó nombre de Benedicto xiij. El cual teniéndose por verdadero y canónicamente elegido Pontífice (no embargante que el Rey de Francia comenzó a mostrársele contrario) se contentó con la obediencia que le daba la nación Española con la provincia de Guiayna. Mas para mejor y más seguramente poder regir su Pontificado en competencia de otros dos Pontífices que había electos, se recogió en esta fortaleza de Peñíscola, donde edificó el palacio y templo que dicho habemos, tan magníficos y suntuosos, que pudieron residir en ellos la persona del Pontífice con sus Cardenales por muchos años, y con el fortísimo sitio del lugar, defenderse de los que procuraban su deposición y anular su dignidad y persona. Y aunque los dos que concurrieron con él, por orden y decreto del concilio de Constancia renunciaron el Pontificado: pero Luna, ni por las exhortaciones y censuras del concilio, ni por la intervención de ruegos de los Reyes Cristianos, ni por la venida, e intercesión del Emperador Sigismundo, que para solo efecto de quitar tan gran scisma vino de Alemaña a Perpiñan, adonde fue Luna a verse con él, jamás pudieron acabar que renunciase como los otros. Ni hay que dudar, sino que la confianza de su fortificada Peñíscola, y seguridad que allí tenía de su persona, le hizo con tan larga vida perseverar en su pertinacia. Porque los años de su pontificado pasaron de 30, y los de su vida llegaron a noventa.

Capítulo XVIII. Como apretando el Rey el cerco de Peñíscola, temió el Rey de Valencia no pasase adelante, y procuró treguas con él, y le dio los Portazgos de Valencia y Murcia.


Volviendo al Rey, luego que acabó de reconocer el sitio e inexpugnable asiento de la villa, no quiso batirla, sino para atemorizar a los vecinos, poner el cerco y hacer arremetidas por los contornos, talando los campos, robando y quemando las caserías, y poniéndolo todo a cuchillo. De esto llegó luego la nueva a la ciudad de Valencia, y como suelen las cosas crecer con la fama, no solo se dijo que el Rey había tomado por asaltos a Peñíscola, y pasado todos a cuchillo, pero se afirmaba, que con todo su ejército venía a gran furia para la ciudad, y que estaba ya en Murviedro, a 4 leguas de ella. Con esta nueva súbita y tan espantosa Zeyt Abuzeyt Rey de Valencia con todos los principales, y pueblo se hallaron tan atajados, que del temor y espanto, se levantó tan grande grande alarido por toda la ciudad como si les entraran ya los enemigos por las puertas. Mas en haber llegado segunda nueva, y entendido que ni el Rey, ni su ejército habían pasado de Peñíscola, antes se estaban sobre ella, cobraron aliento, y luego enviaron embajadores para que hiciesen treguas con el Rey: y solo que alzase el cerco de Peñíscola, y se fuese de todo el reyno, prometiesen darle cada año el Quinto de los Portazgos de Valencia para Murcia. Pareció al Rey, y a todos los de su consejo no solo
provechoso el partido que Abuzeyt ofrecía, pero muy aventajado y honroso; por haber con sola la fama y opinión, más que con hecho de armas, acabado una apenas comenzada guerra, y con ella
tomado el corazón a los enemigos, que por tiempo había de acometer de propósito.
Y así reconocidos los poderes de los embajadores, se firmaron los capítulos y obligaciones de las treguas y portazgos. Mas aunque algunos dudan de esta salida del Rey, y del cerco que puso sobre Peñíscola, por cuanto en su historia no hace mención de ella, sino de los portazgos que le ofreció el Rey de Valencia por las treguas que se le otorgaron: con todo eso ya fuera la duda, así porque como otros escritores afirman, el Rey vino con ejército formado sobre Peñíscola, y la puso en grande aprieto, como porque el pedir treguas, y otorgar portazgos presuponen alguna grande opresión y necesidad de guerra, en que el Rey puso al de Valencia. Y no es bien que se borre en muchos
escritores lo que solo uno se olvidó. Y así parece cierto, que por alguna gran fuerza de armas le concedieron las dos cosas, y ninguna otra se halla que pudiese ser por entonces, sino, o porque el Rey alzase el cerco de Peñíscola, o porque el Rey hubiese hecho muestra de pasar adelante con su ejército contra la ciudad, ni obsta lo que el Rey de si dice, que vino a Teruel adonde había de juntarse el ejército: cuya tardanza, y falta de provisiones, causó la concesión de las treguas,
porque como sea poca la distancia de Tortosa a Peñíscola, y de allí a Teruel, así se pudo hacer lo uno y lo otro, y que el Rey hiciese un acometimiento contra Peñíscola, y que a causa de no haberle acudido el ejército que esperaba, hubiese sido forjado de otorgar las treguas en Peñíscola, y publicarlas en Teruel, donde había de ser la junta del ejército. Concuerda pues con la historia del Rey, que las treguas se concluyeron en Teruel: pero así de ellas como de los portazgos la
principal causa fue el cerco puesto sobre Peñíscola, como arriba hemos dicho. Mas porque en esta, y en otras muchas partes de su historia, el Rey hace muy honrosa memoria de Teruel y sus ciudadanos: ni se halla que emprendiese jornada alguna de guerra sin el favor y compañía de ellos, será bien que digamos algo de su antiguo origen y poderío, con el asiento y fortificación de su ciudad, y de otras cosas muy memorables de ella.



Capítulo XIX. De la origen y fundación de la ciudad y comunidad de Teruel, y de su poder, y valor de ciudadanos.

Fue siempre Teruel célebre ciudad y cabeza de los antiguos Edetanos montanos del reyno de Aragón, que hoy llaman los Serranos, y para los de Valencia está puesta al Septentrión, llamada Teruel, como se cree, por el río Turia que pasa por ella. Puesto que tiene la ciudad por armas un toro que mira a la estrella del norte, para denotar la fortaleza y norte que tuvo siempre en su gobierno. Fue conquistada y ganada de los moros en el año del Señor 1170, y 1171, por el Rey don Alonso segundo que estuvo 15 meses sobre ella, y la ganó con el favor e industria de ciertos capitanes Aragoneses, y Navarros que se señalaron mucho en la conquista, a los cuales por conservación de
la tierra, mandó quedar a poblarla, como a cabeza y guarda de toda la Serranía, que dijeron de Ydubeda, Y así por atraer gentes para habitarla, como por estar puesta en frontera, donde cada día se había de venir a las manos con los moros de Valencia, el mismo Rey les concedió gozasen de los más favorables fueros y privilegios que se hallaron en toda España, como fueron los de Sepúlveda (Sepulueda). Por donde con estas libertades, y ser la tierra fértil de pan y de ganados mayores y menores, con el rico trato de lanas y paños, y sobre todo con las continuas cabalgadas que hacían en el reyno de Valencia contra los Moros, se dieron tan buena maña que en poco tiempo levantaron su ciudad fuerte y muy bien labrada, cercándola de alto y bien torreada muro, y así en las casas como en los demás edificios públicos; es comparable con cualquier otra. Demás que de su tamaño, así en muchos grandes y muy suntuosos templos, con sus torres de campanas altísimas, y artificiosísimamente hechas de tierra cocida: como en número de sacerdotes, se halla
ser de las señaladas de España. De donde le ha venido que por verla tan bien dispuesta para ello, en estos tiempos, a suplicación de la Majestad de nuestro gran Philippo II, por concesión de nuestro muy santo padre Gregorio Papa xiij, ha sido fundada iglesia catedral y obispado en ella. Finamente como concurrieron de los más antiguos y buenos linajes de Aragón y de Navarra en su conquista.
Y así fue de su principio poblada de gente valerosa, hidalga, y belicosa. De ahí vino que todos los pueblos que están en sus contornos, que también fueron luego de Christianos, viendo el buen gobierno y prudente trato que los de Teruel tenían en la administración de su ciudad y
repub. y la razón y justicia que a todos guardaban, hicieron voluntaria amistad y comunidad con ellos, entregándoles el gobierno de todos sus pueblos, que son no menos de ciento. Con esta hermandad y junta de pueblos ayudados los de Teruel, y ampliada su jurisdicción con el favor de sus fueros y privilegios, se ejercitaron mucho en las armas, y llegaron a valer y poder tanto en las cosas de la
guerra, que de ninguna gente así de a pie como de a caballo se valió el Rey tanto para la conquista de Valencia como de la de Teruel. Confiésalo esto el mesmo Rey en su historia, y también dice de un noble ciudadano llamado Pascual Muñoz, el cual había sido antes criado del Rey don Pedro su padre, que fue tan rico, y liberal que de su hacienda y bienes, con lo que se valió de sus amigos, prestó al Rey gran suma de dinero, e hizo provisión de mantenimientos para el ejército que traía
el Rey, por espació de 20 días. De este Pascual Muñoz se halla que fue su segundo nieto aquel Gil Sánchez Muñoz Canónigo de Barcelona, que muerto Benedicto Luna, de quien arriba hablamos,
fue por el collegio de los Cardenales que allí se hallaron, electo summo Pontífice, llamado Clemente VIII, y luego después por quitar la scisma, renunció el Pontificado, y en recompensa le dio el obispado de Mallorca donde murió.


Capítulo XX. Como yendo el Rey para Zaragoza se encontró con Ahones, y de la reñida plática que tuvo con él, como le prendió, y se le fue de las manos.

Concluidas las treguas con el Rey de Valencia, mandó el Rey despedir el ejército. También
se despidió de los ciudadanos de Teruel con mucho amor, señaladamente de Pascual Muñoz por lo bien que le había hospedado y servido. De ahí determinó pasar a Zaragoza, a donde don Fernando, y Ahones se habían todo aquel tiempo entretenido, y sabido por relación de muchos, que el Rey (a quien ellos llamaban el muchacho) había varonilmente acabado la jornada de Peñíscola, y ganado el quinto de los Portazgos, y con tanta honra y ventaja suya otorgado las treguas al Rey de Valencia. Puesto que si la gente que estaba convocada llegara para el plazo a Teruel, hubiera proseguido la guerra, o sacado mejores partidos del enemigo: así mismo entendieron los servicios y ofrecimientos que los de Teruel le hicieron, y que en fin regía y gobernaba, y era muy obedecido y reverenciado sin la asistencia y consejo de ellos. Las cuales
nuevas en nada fueron alegres para los dos, antes se dolieron de oírlas: como por lo contrario se animaron mucho los Zaragozanos con ellas, pareciéndoles, aunque tarde, muy mal lo que don Fernando, y Ahones habían cometido antes contra su persona, y autoridad del Rey. Por lo cual los maldecía ya todo el pueblo, y estaba apique de apedreallos. Y vino esto a tanto, que don Fernando se hubo de salir de noche secretamente de la ciudad a ciertos lugares suyos: y Ahones, viéndose tan acosado del furor del pueblo, determinó ausentarse. Para esto juntó hasta 60 hombres de armas suyos muy bien puestos, y acompañado de don Sancho su hermano Obispo de Zaragoza, se partió con gran fausto para Teruel a verse con el Rey, por mostrarse poderoso, y como quien tal no hizo, que dicen volver a su primer cargo y mando. Acaeció que como por el mismo tiempo el Rey partiese de Teruel para Zaragoza, y llegase a Calamocha que está una jornada de él, supo cómo en aquel punto había llegado Ahones al mismo pueblo y que ya entraba por palacio. Oyéndolo el Rey, y mostrando grande alegría de ello, salió a él, y le recibió con mucha afabilidad y contentamiento. Preguntándole, después de haber visto su caballería que traía desde una ventana delante de palacio, para dónde llevaba su camino con tanta y tan bien armada gente, siendo ya acabada la guerra, y firmadas las treguas con los de Valencia, respondiole Ahones con gravedad muy entonado, que él y el Obispo su hermano con su gente de a
caballo iban derechos al reyno de Valencia para hacer alguna buena cabalgada contra los moros, por valerse de ella para rehacer los gastos que hacían en esta jornada. El Rey que oyó esto, antes de pasar la plática más adelante, le dijo, que se fuesen luego por la mañana a Burbaguena dos leguas de allí, porque tenía negocios muy importantes al estado que comunicalle, y saber su parecer sobre ellos. Como oyó esto el Obispo don Sancho, teniendo ya a su hermano por reconciliado con el Rey
y vuelto en su amor y gracia, y que todo sería como antes, despidiose del Rey, el cual se le mostró muy afable, y fuese a holgar a un lugar suyo llamado Cutanda muy cerca de allí, aunque apartado del camino Real. Llegada la hora, el Rey se puso a cenar con Ahones, y pasando con mucho regocijo hasta que fue hora de dormir, fuese Ahones a donde le aposentaron muy bien con su gente y criados. A la mañana oída misa y tomado refresco continuaron su camino para Burbáguena. En
esta jornada seguían al Rey don Blasco de Alagón, don Artal de Luna, don Atho de Foces, don Ladrón, don Assalid Gudal, y Pelegrin Bolas, principales señores, y barones del Reyno, a los
cuales mandó el Rey que no le dejasen que los
hauria bien menester, aunque no les descubrió su ánimo ni propósito de lo que determinaba hacer. Llegaron pues de mañana a Burbaguena, que era lugar de los Templarios, y se apearon en un palacio de ellos, y el Rey que solo llevaba una cota de malla con su espada ceñida, mano por mano se subió con Ahones a la sala del palacio con los suyos, quedándose en el patio toda la gente de Ahones a caballo, pensando que sería corta la plática. Apartados los dos a una ventana de la sala y sentados en los banquillos de ella, el Rey comenzó blandamente a quejarse de Ahones, y después poco a poco a embravecerse. Diciendo que por su culpa y mal ejemplo había sido causa, que ni él, ni los otros caballeros y grandes del Reyno, ni las villas y ciudades reales, siendo convocados, viniesen para Teruel a comenzar la guerra contra los de Valencia. Y así perdida tan buena ocasión como tenía para proseguirla con mucha gloria suya, le fue forzado otorgar las treguas. A las cuales, le avisaba, había de estar, y no romperlas por todo lo del mundo. Y así le rogaba mucho no pasase más adelante, ni tentase por la vida de hacer lo contrario. Sonreíale Ahones a todo lo que el Rey le decía, y rehusaba de volver atrás su empresa, diciendo que él, y el Obispo su hermano habían hecho muy grandes gastos para esta jornada, y que no tenían de donde rehacerlos, sino de las presas que harían en el Reyno de Valencia. A esto respondió el Rey ya
con cólera, que no faltaría de donde rehacer los gastos, solo que las treguas se guardasen, porque a su palabra dada no podía faltar. Pero todavía perseverando en su porfía Ahones, a quien el Rey era ya igual de cuerpo, aunque no llegaba a los xviij años, pasando ya Ahones de los lxv.
hechole mano, diciendo que se tuviese por su prisionero. Como Ahones pusiese mano a la espada por la empuñadura, de la misma le echó mano el Rey, y le impidió, que ni la pudiese sacar, ni quitarla de la cinta. Mas los caballeros del Rey que estaban al cabo de la sala viéndolos a los dos, echaron mano a las espadas, y revueltas las capas a los brazos, se pusieron a la puerta de la sala, para defender la entrada a los hombres de armas de Ahones. Los cuales como oyesen las voces de arriba, xl de ellos se apearon de sus caballos, y rompiendo por medio de los caballeros entraron en la sala, donde hallaron al Rey tan asido con Ahones que se pusieron con gran fuerza (aunque con algún acatamiento) a desasirlo: estándoselos mirando desde la puerta de la sala los caballeros del Rey, y no ayudándole, por verse desarmados, y lo poco que podían resistir a los muchos y armados de Ahones, y porque en echar mano a la espada podía peligrar la persona del Rey. De suerte que le quitaron a Ahones de las manos, llevándoselo los suyos, el cual luego subió en un caballo, y se fue bien alterado con ellos.


Capítulo XXI. Del gran ánimo y diligencia con que el Rey persiguió a Ahones, y como le alcanzó, y como de una lanzada que le dio don Sancho de Luna murió en las manos del Rey.


En ningún tiempo de su vida, antes, ni después, se vio el Rey tan encendido en cólera como cuando los soldados de Ahones se lo quitaron de las manos, y que con el favor de ellos se le iba sin poderle
alcanzar. Mas no por eso perdió su coraje, sino que para mejor seguirle, en el mismo punto bajó al patio, y subió en un caballo de un hidalgo de Alagón, el primero que vio, y con las mismas armas, que se hallaba, fue a espuela hita en seguimiento de Ahones: el cual a gran furia caminaba hacia Cutanda para el Obispo su hermano, recelándose no le tuviese el Rey por otro camino puesta alguna celada de gente para cogerle, y más por la que saldría de los lugares en favor del Rey en ver que le perseguía. Siguieron pues al Rey al salir de Burbaguena, Gudal, Pomar y Foces con solos cuatro
de caballo: tras ellos don Blasco con los demás hasta 46 caballos ligeros. Como llevase Foces la delantera, dos de los hombres de armas de Ahones que con el peso de ellas corrían poco, volvieron las lanzas para él, y le derribaron del caballo mal herido, al cual luego socorrieron don Blasco y don Artal, pasando los de Ahones adelante. Con todo eso iba el Rey con solos Gudal y Pomar de compañía en seguimiento de Ahones, a quien poco antes había descubierto desde un cerro pequeño, que iba con solos xx. caballos por la falda de un monte a gran
priessa. En este medio don Blasco y don Artal después de haber atado las llagas a don Atho, corrieron tras Ahones a rienda suelta, y como le estuviesen ya cerca, volvió los ojos, y en viéndolos pensó que con ellos venía sobre él algún gran tropel de caballos. Mas como no hubiese lugar para huir y escapar de ellos, por traer él y los suyos los caballos muy cansados, determinó recogerse a un pequeño monte que se ofrecía delante, confiando que mientras allí se haría fuerte, acudiría con gente el Obispo su hermano
y le libraría. Pero el Obispo nunca acudió, y se creyó que de temor de que no hubiese también para él su ramalazo, por lo que antes había intervenido (entrevenido) con don Fernando y Ahones en el encerramiento del Rey. De manera que subido al monte Ahones con los suyos, uno de ellos, como no le tuviese allí por seguro, se apeó para darle su caballo, por que se escapase por la otra parte del monte. Mas luego fueron a vista de él, don Blasco y Artal para los pasos. Comenzando los
de Ahones a echar cantos y tirar muchas piedras para impedirles la subida, el Rey que no estaba ocioso, subió muy aprisa por la otra parte a lo más alto del monte, y antes de ser visto, ni sentido,
le tomó (tomole) a Ahones las espaldas. Los suyos que vieron al Rey, desampararon a su señor y huyeron todos. Solo quedó un camarero suyo llamado Mezquita, que se puso tras un peñasco por ver el triste suceso de su amo. En este punto don Sacho Martínez de Luna uno de los caballeros que seguían al Rey, arremetió para Ahones, y le dio una cruel lanzada por el lado derecho por la
escotadura del perpunte, de la cual sintiéndose Ahones herido a muerte, se abrazó con el cuello del caballo, y echándose a la parte siniestra, cayó medio muerto. Mucho se ofendió el Rey de ver tan malherido a Ahones, siendo su ánimo solo de prenderle, y no matarle, y así apeándose del caballo le abrazó, y con muchas lágrimas le consoló, reptándole mansamente, y echándole la culpa de todo lo que se había seguido, que si le creyera, no le sucediera tan mal: mas que tuviese buen ánimo que no le desampararía jamás. A esta sazón llegó don Blasco, diciendo al Rey a voces, dejadnos señor despedazar este león, por vengar de una las muchas injurias que ha hecho a vuestra real persona, y como asestase ya la lanza para herir a Ahones, el Rey se puso en medio de los dos, y dijo muy
airado, teneos don Blasco, teneos, porque no heriréis a Ahones sino a mi persona.
Con todo esto, Ahones sintiéndose ya mortal, encomendó a Dios su alma, y al Rey sus cosas, y calló porque le faltó el espíritu y la palabra, a causa de la mucha sangre que le corría de la herida. Mas el
Rey apretándosela muy bien, mandó que le pusiesen a caballo, con uno que le tuviese, y le llevasen a Burbaguena, pero faltándole ya la sangre murió en el camino. Lo cual sintió el Rey en el alma;
y mandó que pasasen a Daroca que no está lejos, y acompañó su cuerpo, haciéndole enterrar en la iglesia mayor con la honra y pompa que por entonces se sufría.
Fin del libro tercero.


Libro décimo séptimo

Libro décimo séptimo.

Capítulo primero. Como no fueron parte los grandes rumores que andaban de la infinidad de los Moros para que el Rey dejase de salir contra ellos, y de lo que fue de ellos.

Mientras el Rey estaba en Valencia proveyéndose de armas y vituallas, y esperaba las compañías que había mandado hacer en Aragón y Cataluña para la guerra de Murcia: andaban de cada día divulgándose por el pueblo, grandes rumores de la innumerable muchedumbre, e infinidad de Moros que nuevamente habían pasado de África en el Andalucía, los cuales ajuntados con los que poco antes pasaron, se afirmaba que pasaban de doscientos mil hombres, y que su fin de ellos era entrarse por el Reyno de Murcia, y después ganar el de Valencia, no solo para quitarlo al Rey, y restituirlo a Zaen y a los suyos: pero aun de pasar más adelante y echar al Rey de los otros sus Reynos, y señoríos, y quedarse con todo lo de la corona. Pues como esto conformase con lo que poco antes se había entendido de África, de la conjuración que algunos Reyes de ella con los de Granada habían hecho contra el Rey de pura envidia (inuidia), por su grande valor y ventura, y que ya estaba dentro de España: no dejó esta nueva de distraer algo su Real ánimo, y ponerle en grande cuidado la empresa. Considerando como prudente, que de cuantas guerras había emprendido en su vida, ninguna se podía comparar con el riesgo y peligro de esta, ni que con más razón debiese temerla. Pues aunque en otro tiempo, como en la presa de Valencia tuvo muchos enemigos, fueron también muchos los que le favorecieron en ella. Lo que no era así en esta sazón: por no haberse hallado jamás con tan pocas fuerzas, ni con menor ejército que entonces: y este entre si dividido, para dudar con razón de salir a la pelea. Porque saliendo al encuentro a los Moros de África y Granada, y dejando atrás los de Valencia tan enemigos como los otros; cabía en razón el recelarse, que estando peleando con los delanteros, acudirían los de Valencia a tomarle en medio, para ser víctima y como sacrificio de los dos ejércitos. Mas aunque todo esto junto con los rumores, era muy digno de ponderar y temer: todavía fue tanta su magnanimidad y valor, que no por eso dejó de llevar su empresa adelante, y de salir al encuentro a sus enemigos, por no perder tan gloriosa ocasión como se le ofrecía, para que con la victoria de tanta infinidad de Moros, que la esperaba de la mano de Dios sobrepujase la gloria de todas sus victorias pasadas. Con esto se movió con mayor esfuerzo a proseguirla: tomando siempre la honra de Dios contra sus enemigos por más que propia. Y así fue cosa milagrosísima el desvanecimiento que se siguió en pocos días de esta infinidad de Morisma. Porque como vinieron sin general ni caudillo, sino como gente perdida y allegadiza, sin armas, sin tiendas, ni bagaje, y sin ningún orden ni aparato de guerra: sino a la fama de la riqueza de España: al cabo de días que anduvieron divagando por la Andalucía, sin hacer efecto alguno, mas de robar y saquear los pueblos para sustentarse: comenzaron poco a poco a volverse a África: así porque el Rey de Granada, viéndolos (como habemos dicho) tan inútiles y desarmados para la guerra no se quiso servir de ellos ni sustentarlos, ni pagarlos: como porque habían entendido que el Rey venía con gran poder por mar y tierra sobre ellos.


Capítulo II. Que el Rey partió de Valencia con su ejército la vuelta de Murcia, y redujo (reduzio) a Villena y otros lugares, a la obediencia del Rey de Castilla, y de sus hermanos.


Pues como el Rey, por los rumores del pueblo no dejase pasar adelante la conquista del Reyno de Murcia, dejó a Valencia muy fortificada con buena guarnición de gente por hacer rostro, y ser luego sobre cualquier villa o lugar que hiciese muestra de rebelión. Hecho esto envió ante si las vituallas y bagaje, y se partió con todo el ejército para Xatiua, donde tomó algunas compañías de a caballo, y dejando muy bien fortificados los dos castillos de la ciudad pasó a Biar: allí juntó su consejo de guerra y mandó llamar algunos capitanes pláticos de la tierra, proponiéndoles, si convendría ir primero a poner cerco sobre la ciudad de Murcia, porque tomada ella fácilmente se rendirían las demás tierras del Reyno: o sería mejor comenzar por los lugares y acabar en la ciudad. Todos o la mayor parte respondieron tenían por mejor, se conquistasen primero las villas y lugares del Reyno que estaban de esta parte de Villena, hacia Alicante y Orihuela por dejar las espaldas seguras: y que fuese última la ciudad. Con esto envió el Rey la mitad del ejército a la mano siniestra de la entrada del Reyno, y él tomó la diestra. Llegando a vista de Villena, envió un trompeta para que llegando a la puerta junto al muro, de su parte les dijese, como tenía entendido se habían rebelado contra don Manuel su señor hermano del Rey de Castilla: que si no volvían en si, y de nuevo se le entregaban con la tierra libremente, y sin condición alguna, les talaría los campos, y asolaría la villa. A esto respondieron, que ellos con la villa se entregarían a don Manuel con ciertas condiciones, si les prometía que don Manuel las aceptaría y pasaría por ellas. Prometiéndolo así el Rey, se entregaron a don Manuel, cuyo Alcayde y oficiales cobraron el gobierno de ella, con las condiciones que no se declaran en la historia. Siguiendo este ejemplo los de Elda se dieron al mismo: y con ellos los de Petrer, Nonpot, y Elche. De manera que en palabra del Rey todos volvieron a darse a sus señores. Entendiendo los demás del Reyno la benignidad y aseguramiento con que recibía el Rey a los que voluntariamente se le daban: se le entregó luego la gran torre llamada Calagorra, que estaba muy guarnecida de gente y armas, y muy avituallada. Esto se hizo antes que el ejército del Rey llegase a ella: porque era tanta su prudencia con la buena opinión y fama de valeroso, que atraía (atrabia) las gentes a si, y no menos con prudentes palabras que con poderosas fuerzas lo juzgaba todo. Luego envió para que estuviese en presidio y guardia de la torre al Obispo de Barcelona, por defenderla de los soldados no le talasen los campos ni los saqueasen a causa de tener fama de rica, y él se pasó a Orihuela que los antiguos llamaron Orcelis: a do llegó luego el Alcayde de Criuillen villa fortísima a decir al Rey, que no embargante, que estaba muy bien guarnecida de gente y armas, se la entregaría con sus dos fortalezas que dentro de ella había, solo que le enviase una compañía de soldados, y se la envió. De esta manera se dieron al Rey, y restituyeron a sus propios señores todas las villas y castillos del Reyno que estaban de esta parte de Villena la vuelta de Orihuela y Alicante. Y con lo que todas ellas dieron y proveyeron voluntariamente al campo de vituallas y municiones el Rey se puso a gesto de pasar más adelante en la conquista.




Capítulo III. Del aviso que al Rey dieron los Almugauares de los ochocientos jinetes, y gran acarreo de armas y vituallas que enviaban los de Granada a Murcia, y como salió a dar en ellos.


Saliendo el Rey de Orihuela para pasar con la gente de a caballo hacia la ciudad de Murcia le salieron al camino los Almugauares de a caballo de su guardia Real, a los cuales como muy pláticos y diestros en la guerra había enviado delante la vuelta de la ciudad, a reconocer la campaña, y hacer sus cabalgadas por aquellas villas y lugares que estaban entre la ciudad y Lorca también ciudad del Reyno, hacia el camino de Granada: y por entender de los cautivos que tomasen, la determinación y prevenciones que los enemigos hacían para defenderse de esta guerra. Pues como corrida la campaña de las dos ciudades, volviesen con alguna presa, dieron aviso al Rey, como no había veinte horas, cuando al anochecer habían descubierto desotra parte de Lorca, y visto pasar ochocientos jinetes, con dos mil infantes, que venían del Reyno de Granada, acompañando y en guardia de dos mil acémilas cargadas de todo género de armas y de diversas vituallas, que pasaban la vuelta de Murcia: y que serían la gente de guerra con los acemileros (azemileros) y bagaje, hasta seis mil personas a su parecer: pero que iban todos derramados sin ningún orden de guerra: y que como gente que no se temía de enemigos, ni en tal pensaba, sería fácil tomarlos de sobresalto con todo el bagaje y hacer de ellos una importantísima presa: mas esto había de ser hecho con mucha presteza saliéndoles el ejército al delante al paso que ya tenían bien reconocido y señalado dos Almugauares naturales de Lorca, que sabían muy bien las entradas y salidas de aquella tierra, y que habían tenido la lengua de los mismos del bagaje a donde iban, y lo que llevaban: de manera que se podría pelear con ellos con grande ventaja (auantage) de los nuestros. Esto era al tiempo que acababa de llegar y juntarse con el ejército del Rey, don Manuel y los caballeros del Temple, del Hospital y de Ucles, juntamente con los de don Alonso García capitán belicosísimo, al cual enviaba el Rey de Castilla para aquella jornada con una buena banda de caballos y compañías de infantería. Los cuales juntados con los del Rey hacían hasta mil y doscientos caballos, y XX mil infantes. Oyendo pues el Rey lo que los Almugauares decían de los 800 jinetes de Granada, con la demás gente y acémilas, bien instruido de todo mando que le siguiesen todos, sin decir para donde: mas de que se apercibiesen de lo necesario para partir luego por la mañana dos horas antes del día. Y así muy puestos en orden para pelear, llevando los Almugauares la vanguardia, pasaron el río Segura, para salir al camino de Lorca que va a Murcia: y al amanecer llegaron a una Aldea que estaba a la falda de un pequeño monte, no muy lejos de la ciudad donde estaban los sepulcros de los antiguos Reyes de Murcia. Allí mandó el Rey por consejo de los Almugauares hacer alto: porque era un atajo por donde habían de embocar para la ciudad los jinetes: y cuanto a lo primero prendieron toda la gente chicos y grandes del aldea, por que ninguno diese aviso de su llegada a la ciudad, ni a los jinetes. Y también quiso que el ejército reposase algún tanto, por la mala noche pasada: y llegados los bastimientos y bagaje, mandó refrescar a todos, estando los Almugauares puestos en centinela.




Capítulo IV. De la manera que el Rey ordenó su ejército para pelear, dando la vanguardia a sus hijos, y del razonamiento que les hizo para animarlos con todos los demás.


En este medio que los jinetes se iban allegando, que según el paso que traían tardarían aun tres horas, el Rey ordenó los escuadrones del ejército de esta forma. En el primer escuadrón puso a los dos Príncipes don Pedro y don Iayme sus hijos con la infantería y caballería de Aragón y Cataluña. El segundo escuadrón llevó don Manuel y don García con los maestres de caballeros de las órdenes y demás infantería de Castilla. La retaguardia tomó el Rey para su escuadrón con los Almugauares, reforzada con ciento y cincuenta hombres de armas, sin otros muchos caballos ligeros de aventureros que iban fuera del cuerpo del ejército en ala con sus lanzas y azagayas para tirar de lejos. A estos envió el Rey con el capitán Rocafull caballero nobilísimo de la ciudad de Orihuela, para descubrir el campo, y ceuar a los jinetes, y que luego trabasen la escaramuza, para desmarcharlos del bagaje y acémilas. Los cuales comenzaron assomar algo lejos por lo alto de un monte, por donde atravesaba el camino del atajo: y aunque de lejos, todavía porfiaba mucho el Maestre de Vcles que envistiesen, y cerrasen con ellos al descender del monte. Mas el Rey no lo permitió, hasta que toda la caballería de los enemigos llegase a lo llano: para que nuestros caballos diesen en los postreros y se pusiesen entre ellos y el monte, a fin de desviarlos de la gente de a pie y del bagaje: y porque los de a caballo y de a pie diesen en la infantería de ellos: pues a los jinetes él los entretendría con su caballería y Almugauares. Pero como el Rey no se temiese tanto de los enemigos que tenían delante, cuanto de los de la ciudad, sabiendo que había en ella mucha y muy escogida gente de a caballo, y se persuadía que en comenzando la batalla luego serían sobre su ejército en socorro de los jinetes: y ordenó su gente de arte, como si con los unos y con los otros hubiese de pelear juntamente: y por eso escogió para si la retaguardia. De manera que mientras los jinetes venían poco a poco reparándose por haber ya descubierto parte del ejército, y aparejándose para la batalla, salió el Rey del último escuadrón todo armado con su caballo encubertado, y dio la vuelta por el ejército que lo halló muy puesto en ordenanza: y después de haber muy bien exhortado a los capitanes y maestre de campo lo que tocaba a cada uno en su oficio, volvió la vanguardia que la regían los dos Príncipes sus hijos. A los cuales para más animar los dijo en voz alta y grave, se acordasen de qué padre eran hijos, al cual tenían presente y por capitán y compañero en la guerra, también por testigo de sus hazañas, que por ello tanto más levantasen los ojos al celestial y común padre de todos para hacerle infinitas gracias, porque de su soldadesca a su Majestad divina, no contra Cristianos, sino contra los impíos e infieles enemigos de su santísimo nombre: a quien si se encomendaban de todo corazón, les daría sin duda fuerzas para vencer, y a los enemigos para no poder resistir las quitaría. De allí vuelto a todos los soldados les mostró la presa de armas, caballos, y mil otros despojos riquísimos que vian venir delante los ojos a sus manos, que les ofrecía hacer la debida partición de todo entre ellos, si bien y animosamente peleasen. Porque no dudaba siendo ellos tan valerosos, y tan acostumbrados a vencer ejércitos de mucho mayor número, vencerían mucho mejor a este, siendo de pocos, aunque no por eso los habían de menospreciar, sino pelear como contra muchos.


Capítulo V. Como se dio la batalla contra los jinetes, y que huyeron con toda la infantería, y fue cogido el bagaje: y por qué no salieron los de Murcia en su socorro, y como el Rey se enamoró de doña Berenguera.


Hecho su razonamiento y vuelto a su puesto el Rey, dio señal de batalla, y en un punto arremetieron los de a caballo contra los jinetes que ya estaban a tiro de ballesta, y pasando adelante por los dos lados para tomarles las espaldas, y dividirlos de la infantería y bagaje, los cercaron por todas partes. Los cuales viéndose en tal estado con mucho temor, pensando eran los nuestros tres tantos de lo que parecían, hicieron un cuerpo de escuadrón todos juntos, y rompiendo por una ladera a los nuestros abrieron el camino para huir hacia donde vinieron. Lo cual visto por su gente de a pie, y que la nuestra comenzaba a embestir en ellos, siguieron a los de a caballo, desamparando las acémilas con todo el bagaje: porque pusieron toda su felicidad y victoria en salvar sus personas. Fueron de parecer el de Ucles y los Castellanos que se siguiese el alcance: mas el Rey no quiso, antes mandó tocar a recoger el campo: recelando siempre de los de la ciudad, no les acometiesen por las espaldas, o cayesen en alguna celada de más enemigos, siguiendo a los que huían: los cuales fueron a recogerse en una villa llamada Alhama que estaba cerca de una fortaleza donde había gente de guarnición del Rey de Granada, y que podían salir y dar sobre los nuestros y destrozarlos, yendo sin orden, esparcidos y puestos en saquear. También prohibió no se diesen a saco las acémilas y bagaje (vagage), sino que viniese todo a su mano. Y así luego distribuyó, y repartió entre todos, cuanto se halló de armas, tiendas, jaezes de caballos, aljubas, cueros, con otras muy ricas cosas, excepto las acémilas y vituallas, como cosas necesarias para común servicio y provisión del campo: de lo cual quedaron todos muy contentos. Asimismo estuvieron muy maravillados, no sabiendo la causa porque no salieron los de la ciudad en socorro de los jinetes, viniendo en ayuda y favor de ellos: pues no era posible que ignorasen su venida, estando la ciudad casi a la vista de donde fue la batalla y que podrían sentir de ella el estruendo de las armas y atambores. Se supo de los cautivos del campo que los de la ciudad fueron avisados de la venida de los Granadinos, y de su tan buen socorro, para que saliesen a recibirlos. Pero no osaron salir los de ella, ni los gobernadores lo permitieron: porque era fama pública, y se tenía por muy averiguado, que los dos Reyes de Aragón y de Castilla estaban con sus ejércitos armados en campaña, y venía cada uno por su parte a cercar la ciudad: que era ardid de guerra, y concierto entre los dos campos, que el de Aragón comenzase la escaramuza con los de Granada, para que saliendo los de la ciudad a socorrerles, llegase el de Castilla, y hallándola desguarnecida la entrase y se apoderase de ella. No fue del todo vana la sospecha de los de Murcia, porque por este mismo tiempo el de Castilla vino a ver al Rey, dejando su campo sobre tierras de Granada, habiendo concertado que para cierto día se habían de ver en Alcaraz, no lejos de Murcia. Y así fue que el Rey don Alonso y la Reyna doña Violante con sus hijos los príncipes de Castilla vinieron a Alcaraz: donde trajo consigo la Reyna por su dama a doña Berenguera, hija de don Alonso señor de Molina y Mesa, moza hermosísima, y de muy suave y gracioso rostro, con otras mil perfecciones (perficiones) de su persona. El Rey que la vio, se enamoró extrañamente de ella, y ofreciéndole que por tiempo se casaría con ella pues era viudo, tuvo por algunos años conversación con ella: de lo cual no hay mucho que maravillarse, porque de tan continua, tan próspera, y venturosa guerra, súbitamente concurriese el generoso y valiente Marte con la hermosa y fecunda Venus (según es natural a los hombres después del trabajo, por beneficio de la generación, inclinarse a ella) Mayormente siendo la medianera y gran solicitadora naturaleza, a quien por su interesse y gloria tocaba producir y sacar muchos Iaymes al mundo: lo que no cupo en la ventura de doña Berenguera, porque nunca concibió del Rey su enamorado. De manera que después de haber tratado los dos Reyes sobre lo hacedero en la conquista de Murcia, y el nuestro haberse del todo encargado de ella, el de Castilla con la Reyna y sus hijos volvieron a su campo: y el Rey se vino a Orihuela a poner en orden algunas cosas para la conquista. Allí vinieron los de Villena, y le dijeron que pues por su orden y mandamiento se habían dado a don Manuel, se acordase de mandarles cumplir lo que les prometiera. Entonces el Rey, de consentimiento de don Manuel, puso gente de guarnición y armas en el castillo de Villena, y con esto se moderó el mal tratamiento que don Manuel les hacía. Partiendo de allí el Rey para Nonpot y Elche, les mandó se entregasen juntamente con los de la gran torre Calagorra, a don Manuel, y volviéndose a Orihuela, celebró la fiesta de Navidad muy solemne en ella.


Capítulo VI. Que el Rey fue a poner cerco sobre Murcia, y lo que le acaeció con el Adalid reconociendo la tierra, y de las escaramuzas de los Moros, y medios que tuvo para que se le entregase la ciudad.


Partió el Rey de Orihuela para Alicante, donde reforzó el ejército con las nuevas compañías que le llegaron de Aragón y Cataluña. Luego dio vuelta para Murcia a poner cerco sobre ella, y partido de Orihuela llegaron a legua y media de la ciudad. De allí partiendo a la media noche, iba el Rey delante de todo el ejército guiado por el adalid para descubrir el sitio, por hallar el lugar más cómodo y dispuesto donde asentar el Real. Porque era costumbre (según dice la historia Real) cuando querían dar batalla los Reyes que personalmente se hallaban en ella, ponerse en la retaguardia: y para poner el cerco, ir de los delanteros, a efecto de descubrir el sitio de la tierra. Pues como llegasen antes del día a un puesto, que al adalid le pareció cómodo, y por estar muy oscuro, no discerniesen si estaban cerca, o lejos de la ciudad: en siendo de día la descubrieron, y se hallaron tan juntos a ella, que apenas había un tiro de ballesta: tanto que pacía junto a ellos el ganado de la ciudad. Reconociendo esto el Rey, dijo al adalid. Por cierto que tú muestras ser bien ignorante de la tierra que pisas, pues para señalar el cerco me has traído casi a ponerme en manos, y a poder ser cercado de mis enemigos. Pero como quisieres, echado has el dado, el puesto se ha de mantener, no hay más volver el pie atrás. Luego mandó llegar allí todo el ejército, y asentar el Real en aquel mismo puesto: fortificándolo con tanta presteza, con muy buen palenque, y haciendo sus trincheras para ir poco a poco ganando tierra y apretando a los de la ciudad, que fue cosa de grande maravilla. Se espantaron mucho los de dentro, de que tan presto, sin ser sentidos los Cristianos hubiesen puesto el cerco sobre ellos, y que con tanta presteza se hubiesen fortificado. También mandó el Rey plantar luego las máquinas y trabucos, y asentarlos hacia lo más flaco del muro que descubrir se podía: como aquel que de las conquistas y cercos pasados sabía muy bien lo que en esto convenía hacer. Andando pues los nuestros preparándose para los asaltos, los de la ciudad comenzaron a salir a escaramuzar y dar sobresaltos a los del Real, fatigándolos con gran golpe de piedras, saetas, y azagayas, que como lluvia disparaban (desperauan) en ellos. Visto por el Rey este daño, y que se continuaban muy de veras mandó a los ballesteros de Tortosa, y honderos de Mallorca, gente en este ejercicio de armas destrísima, se pusiesen a un lado, como en celada, para que en saliendo los Moros, y como tenían costumbre, en haber hecho el daño luego a espuela hita volverse a la ciudad, les atajasen, los pasos con tomarles las espaldas antes de volverse: y así enviaron con ellos una banda de caballos para que con su ímpetu y arremetida los desbaratasen, y valiesen de muro a nuestros ballesteros: porque más a su lado diesen otras mejores rociadas de piedras y saetas a los mismos. De esta manera volviendo a salir los de la ciudad fueron también castigados, y su atrevimiento tan refrenado, que de un mes entero no osaron más trabar escaramuza con los nuestros. Tampoco estuvo en este medio ocioso el ejército, armando, y allegando poco a poco las máquinas y trabucos a la muralla: ni el Rey faltó un punto a lo que como gran capitán y fino guerrero debía hacer para compelir por fuerza, o atraer con industria a los de la ciudad, a que se inclinasen a entregársele. Y así por la mucha confianza que para salir con ello tuvo, no consintió que se talasen los campos, ni destruyesen la hermosura de las huertas de ella. Y aun entendió que por esta buena obra, se le habían ya aficionado muchos ciudadanos, y que se blasonaba mucho por la ciudad su magnanimidad y cortesanía. Con esta ocasión iba algo lento en los combates, enviando secretamente a la ciudad algunos Moros Valencianos de quien se fiaba, para que tratasen con algunos amigos que tenían dentro, se le diesen a partido, representándoles su grande benignidad y Real costumbre en el recibir y hacer mercedes a los que voluntariamente se le entregaban: y por lo contrario su rigor, severidad y aspereza con los que le despreciaban. Añadía a esto, como tomaría el Rey a su cargo el beneplácito de don Alonso su yerno, para todo cuanto él quisiese hacer en el concierto y concordia del con la ciudad, por mucho que hubiese amenazado de castigar a los principales de ellos: que les habría general perdón para todos por la rebelión, y él estaría siempre de por medio para hacer bueno todo cuanto les prometería, y para que volviesen en gracia de su Rey, y se quedasen con las mismas franquezas que antes. Además de esto que libraría a su ciudad de muy cruel saco, cual se les aparejaba. Porque con la gran fama que tenía de riquísima, señaladamente en sedas, decían los soldados que no a varas, sino a lanzas habían de medir el terciopelo. Como todo esto de unos en otros llegase a las orejas de algunos principales ciudadanos, y que así hablaba y disponía el Rey de su entrego, como si del todo estuviesen sin gente y armas para defender la ciudad, o sin ningunas vituallas, para haberse dar de dar por hambre, fue mayor el temor y recelo de ser entrados que de esto se les siguió. Mayormente viendo que el campo del Rey de cada día iba creciendo, y que ellos de cada hora perdían las esperanzas de más socorro, por estar el Rey de Granada muy escocido por la pérdida del socorro pasado, y de no haber salido los de la ciudad a valerle: y también de nuevo oprimido con el campo que sobre él tenía el Rey de Castilla por ser ya vueltos en África los Moros que vinieron para valerle, como dicho habemos. Por donde atendido todo esto por los de la ciudad, tuvieron consejo entre si con asistencia del Alcayde, o gobernador viejo, y determinaron de darse con los pactos y condiciones que el Rey les ofrecía.


Capítulo VII. Como la ciudad de Murcia se entregó al Rey, y entrado en ella dividió las casas entre los Moros y Cristianos, y de como tomaron los Moros esta división, y lo que se siguió.


Hecha por los ciudadanos la determinación de entregar la ciudad, lo primero fue echar de allí al gobernador que les había puesto el Rey de Granada y sus soldados, que eran menos que los de la ciudad, ni tenían a su mano la fortaleza. Con esto enviaron a decir al Rey, que para cierto día le abrirían las puertas, y le entregarían la ciudad. Como oyó esto el Rey mandó poner en orden cincuenta hombres de armas, con otros tantos caballos ligeros, y ciento y veinte ballesteros de Tortosa, para que luego entrasen en la ciudad, quedándose él afuera a la ribera del río Segura que pasa junto a la fortaleza, hasta que siendo dentro se hubiesen apoderado de todas las torres de la cerca, principalmente de la fortaleza, y puesto en él más alto torreón de ella su estandarte Real. Entendido esto por los ciudadanos dieron lugar para que entrase toda aquella gente que señaló el Rey: los cuales después de ocupadas las torres y fortaleza, alzaron en la más alta torre de ella el estandarte Real. Pues como le vio el Rey, alzó los ojos en alto, y dio sus acostumbradas gracias al criador del cielo y de la tierra por tan señalada victoria y presa de la ciudad: y luego con la mitad del ejército a banderas desplegadas se entró en ella, y fue con grande triunfo y regocijo recibido de los ciudadanos, y llevado con muchos juegos y danzas a aposentar en el palacio Real donde se lo tenían riquísimamente adreçado y prouehido de todo lo necesario para ser muy espléndidamente hospedado (ospedado): maravillándose extrañamente los Moros de ver la majestad y bellísima presencia del Rey, tan acompañada de humildad y buena gracia con todos. El siguiente día subió el Rey a la fortaleza, y la guarneció muy bien de gente y armas. De allí dio vuelta por toda la ciudad con el gobernador viejo, y otros cinco principales Moros: y vista, determinó dividirla en dos partes. La una que tomase dentro de si la fortaleza con la mezquita mayor de obra riquísima, que estaba más cercana al alojamiento del Real de fuera: teniendo fin de hacerla consagrar para iglesia: y que esta parte de ciudad la habitasen los Cristianos. La otra mitad dejó para los Moros, con otras diez mezquitas, quedando harto espacioso y cómodo lugar para habitar a los unos y a los otros. Mas los moros comenzaron a murmurar y quejarse del Rey, porque les quitaba la Mezquita mayor y más principal de todas. Entonces se enojó el Rey de manera, y con tanta cólera, que mandó entrase todo el ejército en la ciudad, y se pusiese en talle de saquearla. Temiéndose mucho de esto los Moros, pecho por tierra se pusieron ante el Rey suplicándole los perdonase, y que tomase la Mezquita con cuanto tenían solo que se cumpliese su mandamiento, porque en todo y por todo le querían obedecer y servir para siempre.


Capítulo VIII. Como los Obispos de Barcelona y Cartagena entraron con procesión (proceßion) en la ciudad y consagraron la Mezquita mayor en yglesia, y del repartimiento que se hizo de las casas y heredades.


Apaciguado el Rey con la humilde respuesta de los ciudadanos moros, llamó al Obispo de Carthagena para que consagrase la Mezquita, dedicándola al nombre de la santísima madre de Dios, a la cual (como hemos dicho) acostumbraba siempre a dedicar todas las iglesias y templos que en las tierras conquistadas de Moros mandaba edificar. Había ya entonces muchos Cristianos viejos mezclados con los Moros, que en todo el Obispado y distrito de Carthagena vivían Cristianamente de consentimiento de los Moros, y tenían su Obispo y clérigos con sus capillas para celebrar misas y administrar sacramentos, y oír la palabra de Dios. De manera que consagrada en iglesia la Mezquita, el Rey con los Obispos de Barcelona y Carthagena, y con cuantos sacerdotes se hallaron por el distrito, con los que seguían el campo, y ejército, salieron del Real en procesión con gran pompa, y como en triunfo de la Cruz que iba delante: cantando himnos en alabanza de Cristo nuestro señor y su bendita madre. De esta manera entraron en la Ciudad, y se fueron a la Mezquita ya templo consagrado: donde por la victoria y presa de la ciudad sin derramamiento de sangre, hicieron gracias a nuestro señor, y asentaron las cosas del culto divino, y también lo de la presidencia del Obispo de Carthagena en la misma iglesia. De allí vuelto el Rey para el ejército con rostro muy alegre y suave, alabó mucho a todos los soldados por sus buenos servicios y como a participantes de todas sus victorias les hizo grandes gracias con fin de remunerarles en su lugar y caso, recibiendo con mucha humanidad a cada uno de los Capitanes, Alfereces, Sargentos, y los demás oficiales del ejército, atribuyendo a la virtud y mano de ellos, haber ganado él, no uno o dos, sino tres Reynos tan poderosos. Las hizo mayores a los barones y señores de título, pues no solo con sus personas pero con sus vasallos y haciendas le habían también valido y servido en esta y las demás conquistas, que fueron don Pedro y don Iayme sus hijos, el gran Maestre de Vlces, Arnaldo Obispo de Barcelona, con el de Cartagena, don Pedro Vicario del Maestre del Hospital. Vgo Conde de Ampurias, don Ramon de Moncada, don Blasco de Alagon, don Iaufredo Conde de Rocaberti, don Guillen de Rocafull, y Carroz señor de Rebolledo, y otros, con los cuales el Rey se detuvo algunos días en la ciudad solazándose, y como verdadero señor de ella y conquistada por su mano, repartiendo entre sus capitanes y soldados Catalanes, y los Castellanos, que vinieron con el Maestre de Vcles, y don Alonso García, las casas, campos y heredades de la ciudad y su vega, señaladamente los de los Moros que se habían rebelado y pasado a los de Granada, con aquellos que prometieron quedar en guarnición y guardia de la ciudad y Reyno, y de mantener la religión Cristiana en él, donde de entonces acá se ha firmamente conservado. También visto por los Moros de Lorca y las demás villas del Reyno que estaban a la parte de Granada, como la ciudad de Murcia con todos los pueblos del Reyno hacia Valencia estaban ya rendidos, enviaron sus embajadores al Rey diciendo, que se rindieran con las condiciones y salvedades que los otros pueblos con las cuales fueron admitidos al general perdón que les había prometido.




Capítulo IX. Como entregó el Rey la ciudad y Reyno de Murcia al de Castilla, y de la gente que dejó en guardia, con la descripción de la ciudad y su campaña.


Puesta la ciudad en defensa con la gente de guarnición que quedaba en ella, poblando la mayor parte de Cristianos, y como dicho habemos, de muchos Catalanes: envió el Rey sus embajadores a don Alonso su yerno, haciéndole saber como le había ya cobrado por buena guerra la ciudad de Murcia, con veinte y ocho villas cercadas, las que se le habían rebelado. Las cuales con todo el resto del Reyno quedaban sojuzgadas, que estaba prompto para entregárselo todo junto: que enviase su presidente, o gobernador para recibirlo. Fue cierto este hecho insigne y memorable, y aun dignísimo de ser con perpetua y gloriosa memoria de este Rey muy celebrado. Que habiéndose rebelado a su Rey una tan potentísima ciudad y Reyno como este, y con el favor y ayuda de otro más potente como el de Granada, fortificado y defendido: que después de haberlo con su propia persona y ejército conquistado y cobrado de los Moros, restituirlo tan liberalmente a don Alonso su yerno: y como si ya antes se lo hubiera prometido en dote, sin ninguna recompensa de gastos consignárselo: no sé si de Alejandro Magno se hallara otra más liberal ni más en su lugar hecha magnificencia que esta. Porque decir (lo que algunos) que por los gastos que el Rey hizo en esta empresa, se le aplicaron muchos pueblos al Reyno de Valencia, esto es improbable, pues ni en la historia del Rey, ni en los Annales de otros escritores se halla haber sido hecha en tiempo de este Rey tal aplicación, ni desmembración (dismenbracion) de lugares. Y así queda entera la liberalidad y magnificencia del Rey para con el Rey su yerno, como está dicho. Finalmente habiendo nombrado el Rey de Castilla a don Alonso García por presidente del Reyno, se le entregó con la ciudad libremente todo, dejándole diez mil soldados Cristianos del ejército de Catalanes, (como lo afirma Montaner, y que hoy día se hallan linajes de Cataluña en ella) para que habitasen y defendiesen la ciudad y Reyno, distribuyendo alguna parte de ellos en Lorca y Cartagena, y otros pueblos, así para estar en defensa, por ser vecinos al Reyno de Granada, de donde se podían esperar de cada día correrías y rebatos: como para que se introdujese en él la religión Cristiana, y poco a poco (como ya lo vemos) se extirpase la mala secta de Mahoma. Según que a todo esto les obligaba el haberlos heredado de tan buen asiento de la ciudad, con tan fértil y deleitosa campaña. Porque donde el campo se riega, no solo abunda de pan, vino, aceite y otras mieses: pero de morales para la seda: mas es tan increíble la riqueza que por ella le entra a esta ciudad y Reyno, que muchos años con sola esta mercaduría se rehacen y proveen de todo lo necesario para la vida humana. Sin eso, los montes, o secanos, de ella, como es el campo de Carthagena su vecino hacia la marina, es tan lleno de esparto y palmas, y de tan fértil pasto para ganados, que tienen en él mucha parte de su estremadura los de Aragón y de Castilla: y en donde si llueve es incomparable su fertilidad de todo género de panes. Además que con la ciudad de Cartagena, y su tan nombrado puerto, con la ciudad de Lorca y las demás villas, y grandes aldeas del, está hecho un Reyno, próspero, rico y muy bastecido de toda cosa.




Capítulo X. Que el Rey vino a Orihuela, cuyo asiento y fertilidad de vega se describe, y como pasó a Valencia y de allí a Girona y concertó las diferencias que entre ciertos barones había.


Asentadas las cosas del Reyno de Murcia con el cumplimiento que está dicho, el Rey se vino para Orihuela ciudad última del Reyno de Valencia en los confines del Reyno de Murcia, la cual está poblada de gente noble y de buenos ingenios, y no menos hecha a las armas que cualquier otra de España, según que por su historia, y privilegios raros que por su gran fidelidad y valor alcanzó de sus Reyes se entiende muy a la clara. Es su campaña muy espaciosa y fértil, a causa de ser mucha parte de ella hecha a regarse y mucho más por las grandes avenidas de su río Segura: según que sale muchas veces de madre y como otro Nilo deja sus campos regados y estercolados: de do viene a ser la más abundante de pan de todo el Reyno: tanto que está en proverbio muy divulgado, Llueva, o no llueva, trigo hay en Orihuela. Pues como fuese tiempo de invierno, el Rey se detuvo allí algunos días holgándose mucho con aquel templado aire de la tierra y belleza de su vega. Llegada la primavera partió con todo el ejército para Alicante ciudad marítima, rica y bien poblada, por la mucha contratación de mercaduría y concurso de naves que en ella hay de todas partes y ser el cargador de las lanas de España para toda Italia y Sicilia, a causa de tener un puerto anchísimo y por su artificial muelle casi de todos vientos defendido. Allí hizo el Rey alarde y reseña del ejército: y pareciéndole que estaba muy próspero y lucido, y aparejado para seguir cualquier empresa, llamó a los capitanes y su consejo de guerra: a los cuales significó como su propósito era proseguir la guerra contra Moros, señaladamente contra los de Almería, por ayudar al Rey de Castilla su yerno que la tenía con ellos. Pero a esto se opusieron los grandes y principales Barones de los Reynos que le seguían, diciendo como no venían bien en su parecer: advirtiéndole como ni parecía bien, ni era cosa segura, andar tantos meses fuera de sus propios Reynos conquistando para otros los ajenos: mayormente ofreciéndosele negocios bien importantes y difíciles, dentro de los suyos que con sola su asistencia y presencia se podían asentar: entre otros por casar a don Iayme su hijo, que ya era tiempo, y era necesario se tratase y lo acabase de su mano. Además que por algunas diferencias que había de pueblos con pueblos en el distrito de Tortosa, era por ello muy necesaria su ida. Con esto dejando su gente de guarnición en Alicante y Villena, para acudir a los de Murcia, si tal necesidad ocurriese, se vino para Valencia con parte del ejército, y paseando por la ciudad se holgó extrañamente de verla cuan engrandecida y ensanchada estaba, y cuan adornada ya de muchos y muy bien labrados edificios de casas, y templos, con su alta fuerte y bien torreada cerca. Y viendo que para el buen gobierno de ella y del Reyno sucedían también los fueros, y privilegios por él hechos y otorgados, los confirmó de nuevo y exhortó mucho a los ciudadanos y barones a la buena observancia de ellos: mas luego se partió de allí para Barcelona. Porque a la verdad era tanta su diligencia, y continuo ejercicio, que hacía, que espanta el poco reposo que en cada parte tenía. Lo cual no le venía de inquieto, sino de muy cuidadoso y celoso del buen gobierno de sus Reynos, y de posponer a esto todos sus regocijos y pasatiempos: como se mostró bien a la experiencia, pues acabo de tan trabajosa conquista y desasosiegos, que padeció en Murcia, llegado a Valencia, como si fuera un yermo, apenas se quiso detener, ni regalar en ella (que bien pudiera) sino pasar luego adelante, por asentar las diferencias de Tortosa, como las asentó, porque con su afabilidad y Real presencia todo lo allanaba. De allí pasó a Barcelona, y porque entendió había otras diferencias en la Cerdaña se llegó a Girona, cabeza de aquel Condado y concertó al Conde de Ampurias con el Barón Ponce Guerao Torrella sobre un término de tierra que confrontaba con los dos estados, y cada uno le pretendía para si.




Capítulo XI. Del casamiento del Infante don Iayme, y del desafío de don Ferriz de Liçana, y venida de los embajadores del Emperador de los Tártaros, y lo que el Rey dijo sobre las dos embajadas.


Partió el Rey de Girona y llegó a Mompeller, donde entendió que el matrimonio que había procurado por medio del Gobernador Rocafull de doña Beatriz hija de Amadeo Conde de Saboya, para don Iayme su hijo, no se había efectuado: por la muerte de doña Beatriz, o por otras causas, y por eso trató de otro que fue de doña Esclaramunda hermana del Conde de Foix. Pues como los embajadores del Rey notificasen su voluntad al Conde y a su hermana, y fuesen de ello contentos, concluyose el matrimonio, y fue traída doña Esclaramunda muy acompañada de los suyos a Barcelona, donde con mucha solemnidad y fiestas celebró sus bodas el Infante don Iayme con ella: quedándose el Rey en Mompeller por negocios del estado. Los cuales concluidos se vino a Perpiñan villa (como hemos dicho) de las más principales de España, y ahora la más fuerte de toda ella, donde le aguardaba un criado de don Ferriz de Lizana, de los más principales Barones de Aragón, con una carta muy sellada, por la cual incitado por algunos malsines desafiaba al Rey a salir en campo con él, por ciertos agravios pretendía haber recibido del. El mismo día aconteció que entró en Perpiñan un embajador de los Tártaros muy acompañado de gente extraña. El cual venía al Rey de parte su señor, en suma, para rogarle que no rehusase de emprender la conquista de la tierra santa de Jerusalén (Hierusalem), que le ayudaría para ella con gente y armas, y todo lo demás, solo que se hallase presente con su persona, y fuese el general de esta empresa. Quedó el Rey muy maravillado de la embajada del Emperador Tártaro, y mucho más de la de don Ferriz de Lizana: por ver en un mismo día y lugar concurrir dos embajadas juntas, tan diferentes entre si de razón, y propósito. La una por la cual era llamado del mayor Emperador del mundo para general de tan alta empresa: la otra por verse desafiar tan sin respeto de un vasallo suyo, y así no pudo tener la risa. Recibió pues con mucho regalo a los Tártaros, y para mejor despacharlos, concertó con Ioá Alarich caballero Perpiñanés que le había seguido en cuantas jornadas había hecho de pequeño, y era muy diestro guerrero, fuese por su Embajador con ellos al gran Cham su Emperador con fin de enterarse de la voluntad y fuerzas de los Tártaros para la empresa: y así se despidieron muy alegres por llevar consigo al Embajador del Rey, para mostrar que habían hecho algún efecto con su embajada (según que de la llegada de Alarich, y lo demás que por allá pasó, adelante se hablará largo) y vuelto el Rey al criado de don Ferriz, le respondió. Decid a vuestro amo, que hasta aquí yo solía deleitarme con la caza de águilas, o de avutardas (abutargas): pero que ahora yo me abatiré a la de palomas, o picaças. Significando la inferioridad de Lizana a respeto de la persona y grandeza Real, y como le haría huir presto. Como el Ferriz no asignó lugar ni tiempo, el Rey se partió luego para Lérida, y hecho de presto un escuadrón de gente de la villa de Tamarit, al cual mandó le siguiese, fue sobre la villa de Liçana, y otros castillos de don Ferriz, los cuales tomó y confiscó para la corona Real, por el crimen lesae maiestatis, en que había incurrido, desafiando a su Rey, ya que no se pudo haber la persona del mismo don Ferriz, que no salió a puesto alguno, sino que anduvo huyendo, y escondido por no caer en las manos de los ministros del Rey.




Capítulo XII. Como el Rey fue a Tarazona, y de la sentencia y castigo que hizo de los que hacían moneda falsa.


Confiscada y aplicada a la corona Real la tierra de don Ferriz, y él perpetuamente desterrado de todos los Reynos y señoríos de la corona, partió el Rey para la ciudad de Tarazona por asentar ciertas diferencias y pleitos que la ciudad tenía con algunos pueblos comarcanos, y sus aldeas. Lo cual concluido, fue avisado como se hallaba mucha moneda falsa que corría por toda aquella tierra con las armas de Aragón y de castilla: fueron entre otros traídos muchos morabatinos de oro falsos al Rey: los cuales reconocidos por expertos, se halló que dentro eran de cobre, y fuera dorados, y con tan sutil arte e ingenio templados, que a la vista y peso, apenas había quien los discerniese de los verdaderos. Eran entonces los morabatinos moneda de oro que pesaba cada uno medio ducado. Fue acusado de este crimen un caballero llamado Pedro Iordan señor de la villa de santa Eulalia, en los confines de Aragón y Navarra, juntamente con doña Elfa su mujer e hijos, y más los ministros de la obra. Pero muerto jordan, y huidos sus hijos, la mujer con los ministros fueron presos por el justicia de Tarazona, con todos los instrumentos de la obra. Y como fuesen convencidos del crimen ante el Rey y su consejo, fue doña Elfa condenada a muerte, y confiscada toda su hacienda con el estado de su marido e hijos: y la sentencia se ejecutó en su persona, cubierta la cabeza con un pequeño saco, y ella metida y atada dentro de otro mayor, y viva echada en el río Ebro. A la misma pena fueron condenados los ministros, con los demás cómplices del delito que después fueron presos: excepto un Sacristán y Canónigo de la iglesia de Tarazona, que también fue convencido y condenado a ser privado de todos sus beneficios, y porque era ordenado in sacris no pagó la pena con la vida, sino con cárcel perpetua.


Capítulo XIII. De la dolencia, muerte y sepultura de doña María hija del Rey, y como por el estrago que el Vizconde de Cardona hizo en el Condado de Vrgel, fue con ejército contra él.


Hecha esta sentencia y con rigor ejecutada contra los monederos, el Rey se partió para Zaragoza, donde visitó a doña María su hija doncella, que estaba enferma de una lenta calentura: pero diciendo los Médicos ser poca y no peligrosa, y que muy en breve conualesceria de ella, se partió para Valencia por la vía de Alcañiz, donde tuvo la fiesta de la Natividad del Señor, y el primero del año en Tortosa. Llegado a Valencia vino nueva de Zaragoza, como aumentándosele a doña María la dolencia había pasado de esta vida a la otra. Cuya muerte sintió el Rey en tanta manera que pensó volver a Zaragoza por hallarse en sus obsequias, o novena. Y también porque determinaba llevar su cuerpo al monasterio de Valbona, donde estaba su madre sepultada. Esto se estorbó, porque tuvo segunda nueva, como los ciudadanos de Zaragoza contra voluntad de ricos hombres y grandes del Reyno, trajeron a sepultar el cuerpo a la iglesia mayor se sant Salvador, que es la catedral de la ciudad, y hoy de los bien labrados templos de España: donde se le dio suntuosísima sepultura, y se le hicieron obsequias Reales. Sabido esto por el Rey lo tuvo por bien hecho, y no se partió de Valencia. Estando en esto recibió cartas de Barcelona del Príncipe don Pedro, con aviso de que muerto don Álvaro Conde de Cabrera, don Ramón Folch Vizconde de Cardona hijo del que favorecía tanto las cosas del Rey, y saqueó a Villena (de quien se habló antes) con otros Barones de Cataluña, habían movido guerra contra algunas villas del Condado de Urgel, señaladamente contra las que estaban en por su Real persona: con pretensión de tener derecho a ellas. Lo cual entendido por el Rey mandó luego poner en orden parte del ejército que tenía repartido por el Reyno en guarda de las fortalezas, y se vino con él a Cataluña, a defender sus villas y derecho que tenía al condado de Vrgel. Llegó pues a Cervera villa fuerte, y de las bien trazadas de Cataluña: en la cual, y las demás que se le sujetaron, habiendo sido antes tomadas por el Vizconde, puso sus guarniciones de gente y arma, sin disminuir el ejército, porque de cada día se le acrecentaba con la gente que le acudía de Aragón y de algunos pueblos de Cataluña. Esperando lo que el Vizconde y los suyos harían, fueron luego con el Rey juntos don Pedro y don Iayme sus hijos. Mas aunque el Vizconde no pasó adelante en su porfía, quiso el Rey que se entretuviese allí el Príncipe don Pedro con el ejército, y a don Iayme envió a Mompeller, para entender en ciertos negocios del estado, de los cuales no hace mención la historia, y él determinó de ir a Toledo, de muy rogado por el nuevo Arzobispo don Sancho su hijo bastardo: por las causas y razones que más adelante diremos.


Capítulo XIV. De la nueva que vino al Príncipe don Pedro como Carlos de Anjeus había vencido y muerto al Rey Manfredo su suegro, y de la manera que pasó.


Partido el Rey del campo para Toledo, anduvo un rumor por la tierra, el cual se confirmó luego por cartas que escribieron sus agentes al Príncipe don Pedro, en suma, como el Rey Manfredo su suegro, trabada batalla campal en la campaña de Benevento, no lejos de la ciudad de Nápoles, con el ejército Francés, cuyo capitán era Carlos de Anjeus hermano del Rey Luys de Francia, era muerto en ella. Fue este Carlos, a quien el Papa Urbano IV por el grande odio e indignación que tenía contra Manfredo y su padre, había llamado de Francia, viniese a Roma con buen ejército, que le daría la investidura de todos los Reynos que Manfredo tenía usurpados a la iglesia. Pues como viniese luego Carlos con ejército potentísimo, el Papa le dio en feudo perpetuo, debajo de ciertas condiciones que reconociese a la iglesia, el Reyno de Sicilia, con toda aquella tierra que está desta otra parte del Pharo de Mecina, que es todo el Reyno de Nápoles, desde la punta de la Calabria hasta Terracina la última tierra del estado de la iglesia, excepto la ciudad de Benevento, y dándole el estandarte Real de la iglesia en señal de vera posesión, le envió para que él mismo se la tomase. Hecha esta donación Carlos partió de Roma con su campo para el Reyno de Nápoles, a buscar a Manfredo. El cual como tuviese mucho antes la nueva y avisos de todo lo que pasaba entre Carlos y el Papa, ajuntando un grueso ejército, vino a grandes jornadas a los confines del Reyno para defenderlo, y se encontraron junto a Benevento, donde se dieron batalla de poder a poder, y fue el ejército de Manfredo desbaratado, y roto, y puesto en huida: del cual viéndose desamparado Manfredo, se echó en medio de sus enemigos peleando como un león, y no siendo conocido, fue cruelmente muerto por ellos. Mas como el día siguiente de la batalla volviesen los Franceses al campo a despojar los muertos, unos dicen que fue hallado y conocido el cuerpo de este Rey entre ellos: otros que un villano lo trajo sobre un rocín sin conocerle, mas de haberle parecido ser de algún gran señor y que por eso hallándole que con la rabia de la muerte se había apartado de los otros le traía al campo: donde conociendo ser él, entendieron en sepultarle con la honra que se debía a la persona Real: puesto que consultando antes con el Pontífice sobre ello, mandó que fuese totalmente privado de Ecclesiástica sepultura, por haber muerto excomulgado: diciendo que no merecía ser absuelto en muerte, quien empleó toda su vida en perseguir a la iglesia. Pasando Carlos adelante, se entró por todas las tierras que Manfredo poseía, que no halló quien le resistiese. Por esta nueva al Príncipe don Pedro y doña Gostança su mujer hicieron gran sentimiento y llantos secretos, de manera que el Príncipe, a quien ab intestato venía toda la herencia de Manfredo por la Reyna su mujer, comenzó a prepararse desde entonces, no vanamente, para cobrarlo todo, como a la verdad lo cobró, y vengó la muerte de su suegro, echando a los Franceses de todas las tierras que le tenían usurpadas, y quedándose en ellas, como su historia lo dice.




Capítulo XV. De la ida del Rey a la ciudad de Toledo para hallarse en la primera misa del Arzobispo don Sancho su hijo.


Porque entendamos las causas que movieron al Rey para dejar el ejército a don Pedro y tomar de tan buena gana el camino de Toledo, es menester contar el fin y próspero successo deste viaje. Había sido pocos días antes don Sancho hijo del Rey, a petición de don Alonso Rey de Castilla y de la Reyna doña Violante su hermana, proueydo por el sumo Pontífice del Arzobispado de Toledo, primado que se intitula de las Españas, y como se hubiese ya consagrado, escribió al Rey su padre suplicando que para su consolación, y de la Reyna su hermana, tuviese por bien de venir con los Príncipes don Pedro y don Iayme a Toledo para hallarse presentes en su primera misa Pontifical que había de celebrar en la iglesia mayor a gloria de Dios y de su bendita madre: pues también le suplicaban lo mismo el Rey y Reyna sus hermanos con toda la iglesia y ciudad por lo mucho que deseaban ver su Real persona en ella. Condescendió el Rey con la demanda del Arzobispo su hijo, holgándose mucho de tan buena ocasión como se le ofrecía, para ver y gozar de tan insigne y antigua ciudad, que lo deseaba mucho tiempo había, y también por ver a la Reyna su hija y nietos, que son el propio regalo de los abuelos (aguelos). Y así ofreció de ir allá en persona para la jornada: excusando a don Pedro y don Iayme por las causas que arriba dijimos. Partiendo pues de Cervera por la vía de Lérida y Calatayud, acompañado de algunos principales señores de Aragón, y con el aparato real de camino, entró en Castilla por el monasterio de Huerta, donde le aguardaba ya el Rey don Alonso, que le recibió magníficamente, y de allí se fueron juntos a Toledo. Mas porque llegando el Rey a una tan principal ciudad donde fue tan altamente recibido, mostró bien ella su gran poder y maravillas en el recibimiento que le hizo, no será fuera de propósito, hacer aquí especial descripción de ella, para declarar, aunque brevemente, lo que así de su asiento, fortificación, cielo y suelo: como de su grandeza, poder y magnificencia, con otras muchas excelencias suyas, cuales se descubrieron en esta entrada y recibimiento que al Rey se hizo, de presente se ofrecen.




Capítulo XVI. Del asiento, grandeza, y fortificación de la ciudad y alcázar de Toledo con otras sus maravillas.


Es esta ciudad grande, compuesta de más de diez mil casas, en las cuales habitan XX mil vecinos, rodeada toda de altos y eminentes montes, con estar ella también sobre un monte fundada, y que dista de ellos solo aquel espacio que toma su gran río Tajo que los divide de ella. Cuyo asiento por la parte del Oriente está altísimo y muy empinado, hacia lo defuera, en cuyas raíces encuentra con recio ímpetu el mismo río (que según fama y experiencia) trae arenas de oro consigo. Este de allí vuelve hacia la mano izquierda y con su rodeo ciñe casi toda la ciudad, y la hace península. Va este monte desde lo más alto, donde está fundado el alcázar (alcaçar) o fortaleza, poco a poco, aunque desigualmente, declinando, y cubriéndose todo de población y casas, hasta que llega a lo llano hacia el septentrión, a la puerta Visagra, donde se concluye y cierra el muro, que comenzando de la fortaleza por ambas partes, abraza y cerca toda la ciudad la cual se manda por cuatro puertas principales: señaladamente por la que mira al oriente a la parte del Alcázar, que va a dar a la puente que llaman de Alcántara. Es esta puente de las raras y artificiosas del mundo. Porque demás de estar hecha de cal y canto fortísima, es de solo un ojo y arco, tan grande, y tan ancho que así al río caudalosísimo profundísimo y navegable que corre por debajo, como a la infinidad de gente y carretería, que trastea por arriba, da paso cumplidísimo. De mas que a otra puerta de la ciudad más adelante sobre el mismo río, hay otra puente de dos arcos, reeedificada por los Reyes Godos, con tanta excelencia y arte, que es tenida por una de las mejores de España. Hay otra cosa más rara y de mayor admiración en nuestros tiempos hecha, junto a la primera puente, donde se ve que forzada naturaleza por el arte y el gran poder de la ciudad, hace subir de lo profundo del río y con la fuerza del mismo, el agua, por sus alcaduces con admirable ingenio quinientos y más codos (cobdos) en alto, hasta lo más eminente del monte, donde está el Alcázar, para cumplimiento de lo que se podía desear en aquel tan alto y tan bien labrado y fortificado edificio. Fue pues antiguamente este sitio y asiento de la ciudad, por estar cercada del río y rodeada de montes, tenido por fortísimo y casi inexpugnable. Puesto que para de lejos por estar descubierta a los montes circunvecinos, quedaba muy sujeta a todo género de máquinas y trabucos para la ruina de sus edificios y casas. Y así para principal remedio de esto, fue hecha la fortaleza, que por sobrepujar a los montes no solo ampara y defiende la ciudad de semejantes ofensas: pero hoy día impide, no se plante en ellos artillería alguna para batirla. Demás que como sea ciudad tan poderosa que puede por si sola hacer guerra, y formar ejército: pudo siempre muy bien defenderse, no solo con el remedio que está dicho del Alcázar, pero aun con anticiparse y salir a los enemigos al encuentro, y que podría para mayor fortificación suya, y ayuda del Alcázar, plantar por sus circunvecinos montes algunas fuertes y bien guarnecidas fortalezas para guardar la ciudad de donde puede ser ofendida.




Capítulo XVII. Del suntuoso recibimiento que al Rey se hizo en la ciudad de Toledo, y de la antigüedad, riqueza y majestad de su iglesia con lo demás que el Rey contempló en ella.


Como llegasen los dos Reyes a un pueblo grande a media jornada de Toledo, hallaron en él muchos señores y grandes de castilla que los aguardaban, de quien fueron recibidos con el debido acatamiento, haciéndoles el Rey mucha merced a todos. En llegando comieron los Reyes con mucha música y otros regocijos, y luego don Alonso con algunos grandes se partió por la posta para llegar temprano a la ciudad, y los que quedaron con el Rey los dos días que allí se detuvo le regalaron con mucha fiesta de caza y montería, de que el Rey holgó mucho y mostró bien con ellos la grande humanidad y llaneza. Como don Alonso llegase temprano a la ciudad le pareció muy bien el aparato grande que los del regimiento por su orden habían puesto a gesto para la entrada del Rey, el cual, entrados en consulta con don Alonso, determinaron hacer con mayor triunfo y suntuosidad que nunca se vio, y mayor que la que poco tiempo antes allí se hizo por el mismo don Alonso al Rey Luys santo de Francia. El cual vino a esta ciudad por visitar a don Alonso su deudo (como adelante se dirá) y ver esta ciudad y sus grandezas. Cuentan las historias Francesas y de Castilla, que fue su recibimiento en ella tan triunfante y magnífico, que de hallarse el Rey Luys muy obligado a don Alonso y a la ciudad por ello, vuelto a París les envió el brazo de sant Eugenio primer Obispo de Toledo, como por agradecimiento de la fiesta que se le hizo. Y así los del regimiento y pueblo, como la caballería y nobleza toda de Toledo visto que había mucho mayores causas y obligaciones para recibir al Rey de Aragón con mayor triunfo y regocijo que a ningún otro, no solo por ser padre de su Reyna y Arzobispo, y ser quien era, pero mucho más por la nueva obligación que su Rey y Castilla le tenía por haber, tan poco había, conquistado con su gente y hacienda la ciudad y Reyno de Murcia, y entregándole con tanta liberalidad a su Rey para incorporarle en la corona de Castilla, todos a una voz determinaron de hacer el resto, y mostrar todo su poder y valor en esta ocasión: y el estado Ecclesiástico ofreció lo mismo. De manera que a tercero día llegando el Rey a vista de la ciudad salieron fuera a recibirle bien lejos todos los del regimiento riquísimamente adornados con sus insignias y cetros (sceptros) delante y llegados se apearon y llegaron por su orden a besar las manos al Rey que en lugar de ellas dio grandes abrazos a cuantos a él llegaron. Luego asomó la caballería mucha y muy puesta en orden de jinetes con sus lanzas y adargas con sus muy ricas divisas partidos en dos escuadrones de moros y Cristianos con una muy bien concertada escaramuza entre ellos de lo cual holgó el Rey mucho y más en ver la muchedumbre y belleza de caballos que todos a una traían. Siguió a esto con más de dos mil hombres su infantería, riquísimamente deuisada con la misma invención que a los de a caballo y también con su escaramuça, que dio mucho gusto al Rey. Tras ellos salió el pueblo con sus banderas y estandartes cada oficio por si con muchos juegos e invenciones, y con los regocijados bayles y danças de infinitas donzellas con sus cabellos dorados y guirnaldas sobre sus cabezas tan compuestas y bien vestidas, sobre ser el más hermoso y bien hablado mujeriego de España que doblaron el contentamiento al Rey y a cuantos gozaron de tal vista. Llegando a la puerta de la ciudad que estaba toda cubierta y adornada de muchos trofeos y posturas de muy grandes y dessemejados gigantes armados con sus porrimazas como en guarda de ella: también había llegado la solemnísima procesión y pompa de la iglesia mayor, con el Arzobispo y los más Obispos sus suffraganeos, con dignidades, Canónigos, y Racioneros, con toda la Clerecía y religiones. Y hecha con el Rey así por la iglesia, como por los del regimiento la misma ceremonia y salva que al mismo Rey proprio hazer pudiera, fue recibido debajo del palio en el gremial del Arzobispo, donde quien podrá explicar el infinito gozo que padre e hijo sintieron de verse en aquel lugar juntos con lo que ambos representaban?
Prosiguió la procesión para la iglesia mayor pasando por las calles principales de la ciudad que estaban entoldadas de riquísima tapicería con muchos arcos triunfales ricamente adornados de diversos personajes, y sembrados por todos ellos muchos y muy elegantes versos y motes en favor del Rey, y de sus conquistas, que daban gran espíritu a las invenciones y espectáculos, los cuales eran tan admirables, y estupendos que pudo ser bien aquel día Toledo otra Roma cuando solía dar los merecidos triunfos a sus Cónsules volviendo victoriosos de la guerra, y por haber ganado alguna Provincia para el Imperio Romano: como a la verdad por la misma razón meritoriamente le dio Toledo en este día al Rey de Aragón por la conquista y victoria que poco antes había alcanzado de la ciudad y Reyno de Murcia para el imperio de Castilla. Llegados a la iglesia mayor, y hechas por el Rey su oración y gracias y nuestro señor y a su bendita madre, por haberle traido a gozar de tan deseada jornada, de allí subió al Alcázar donde fue recibido con increíble alegría de la Reyna su hija, a quien el Rey siempre quiso mucho, y así se recreó extrañamente con la vista de ella y del Príncipe y los demás Infantes sus nietos, y también de tantas y tan hermosas damas de la ciudad que estaban con la Reyna. Donde cenó y pasó aquella noche con mucho descanso y reposo. A la mañana vinieron los del regimiento con un suntuosísimo presente de mucha diversidad de cosas de montería de volatería y carnes, de confituras y otras mil gentilezas de la tierra, lo cual aceptó, y respondió a la embajada que juntamente le hicieron, con mucha alegría y suavidad de palabras. Se estuvo allí todo aquel día sin admitir más visitas, para más libremente recrearse con la Reyna, y sus nietos, y con la hermosísima y tan extensa (
estendida) vista que del Alcázar hay río arriba hacia el oriente por ser toda de muy espaciosa, bien cultivada, y fertilísima llanura. Y también con el extraño asiento de la ciudad como dicho habemos. El día siguiente volvió a la iglesia mayor, acompañado de muchos grandes con toda la caballería y nobleza: no hallándose en estos actos públicos don Alonso, porque con más libertad pudiesen todos servir y festejar a su suegro. Entrando en la iglesia fue al lugar donde están con grande veneración las infinitas reliquias de santos. Y puesto en su sitial las contempló con muy grande devoción una a una, con la capa celestial que la gloriosísima nuestra señora apareciéndose al bienaventurado sant Ilefonso Arzobispo de la misma iglesia, le dio visiblemente de sus manos como por premio y triunfo de la victoria que el santo había alcanzado de ciertos herejes que habían hablado contra la intemerada virginidad de ella. También se admiró mucho de la inestimable riqueza de vasos de plata y oro, con los demás ornamentos de brocado y seda (hoy son mucho mayores) dedicados para el culto y oficio divino, el cual se hace en ella solemnísimo cuanto se puede. Andando pues el Rey por la iglesia, mirando a una parte y a otra la extraña fábrica y anchura del templo alzó los ojos para contemplar su altura donde vio los trofeos y banderas que pendían de la sumidad del, en señal de triunfos por las victorias que los Reyes de Castilla habían alcanzado de los Moros: y no faltó quien le descubrió entre ellas la memoria y estandarte que allí dejó el Rey don Pedro su padre cuando vino con su ejército Aragonés en ayuda de los Reyes de Castilla y Navarra, y ganara aquella tan esclarecida y milagrosa victoria de CC mil Moros a las nauas de Tolosa en el Andalucía, como en el primer libro de esta historia habemos hecho mención de ello. Sin esto tuvo en mucho aquel amplísimo colegio de Prelado, Dignidades, Conónigos, y Racioneros, y los demás ministros del cultu divino, que del tiempo de los sagrados Apóstoles de Cristo acá se había continuado en aquella iglesia, y de mano en mano conservado en ella siempre la verdadera fé y religión Cristiana, sin haber sido jamás de ningunos errores inficionada. Pues ni la Arriana perfidia que con los Godos se metió en España: ni la universal pérdida de toda ella, cuando la entraron los Moros con su perversa secta, fueron parte para que los oficios divinos, por lo menos el que llaman Muçarabe del tiempo de los Godos, cesasen en su iglesia, ni que a todas las demás de España que estaban oppresas, dexasse esta de aspuecharles como cabeza y refugio de todas: así valiéndoles de oráculo con ejemplo y doctrina, como de favor y socorro para las necesidades de ellas. Demás de esto le fue notificada la increíble suma de diezmos y censos que tenía de recibo en cada un año. La cual aunque ya grande, no era comparable con la que ahora de presente goza y posee, pues entre el Prelado, Dignidades, Canónigos, Racioneros, Capellanes, con los demás oficiales y ministros de lo sagrado y con la fábrica, se reparten en cada un año dentro de la misma iglesia, el valor de seiscientos mil ducados arriba. De donde ha llegado a tan alto y tan aventajado estado, cual con muy grande lustre y policia ha siempre representado, y con razón pretendido, no solo de tener el primado de las iglesias de España, pero de no reconocer a otra que a la sacrosanta iglesia Romana superioridad alguna.
Llegado pues el día señalado, celebró el Arzobispo don Sancho su primera misa de Pontificial, con grande solemnidad y ceremonia sagrada: a la cual asistieron sus Prelados suffraganeos, con los dos Reyes, Reyna y Príncipe don Fernando, con los grandes de Castilla y los que con el Rey vinieron de Aragón. Demás del innumerable pueblo que de la ciudad y gran parte de Castilla concurrió a la fiesta. En la cual así el Rey don Alonso en mantenerla con tanto esplendor y magnificencia, como los del regimiento y pueblo de Toledo en engrandecerla y regocijarla, mostraron bien su tan sobrado valor poder y riquezas.



Capítulo XVIII. De los Tártaros que vinieron a Toledo con Alarich embajador del Rey, el cual relató su embajada, haciendo la descripción del gran poder y costumbres de los Tártaros.


A esta sazón, en medio de la gran fiesta y regocijos (por que todo sucediese en triunfo del Rey) aparecieron en Toledo nuevos trajes, y maneras de gentes, venidos de los extremos de la Scytia, junto a los Hyperboreos (como lo refiere la historia) con los embajadores del gran Cham Emperador de los Tártaros, los cuales habían aportado en Barcelona con Ioá Alarich caballero Perpiñanés, del cual poco antes dijimos, como le envió el Rey con embajada al mismo Emperador, para entender su voluntad y determinación cerca la conquista de Hierusalem. También para certificarle de su poder, y forma que tenía para favorecerle en esta jornada. Lo cual bien entendido y visto por Alarich, se volvió juntamente con los nuevos embajadores del mismo Emperador que venían al Rey para más enterarse de su voluntad, y que no hauria falta en la empresa. A estos dejó Alarich en Barcelona, y pasó a Toledo, trayendo consigo algunos criados de ellos vestidos con extraño traje a su usanza. En cuya entrada hubo grandísimo concurso de toda la ciudad por verlos, y hacer grandes maravillas de los visto: como suelen los meditarraneos maravillarse más que otros de toda cosa nueva que ven, mayormente de lo que viene allende el mar. Entrando pues Alarich en Palacio y besando al Rey las manos, fue tan bien recibido de él que le abrazó, y mostró grandísimo contentamiento de su llegada, y hallándose presentes el Rey y la Reyna de Castilla con el Príncipe don Fernando, y el Arzobispo, y grandes, con otras muchas personas de cuenta, le mandó el Rey que explicase su embajada. Lo cual plugo mucho a Alarich, y dijo de esta manera. Desde aquel día que V. Alteza me mandó partir de Perpiñan con embajada para el gran Cham Emperador de los Tártaros, y prosiguiendo mi viaje me libré con el favor divino, de tantos, y tan increíbles trabajos y peligros como los muy largos y no andados caminos traen consigo, ninguna cosa tanto he procurado como hacer mi oficio con la fidelidad y diligencia que a vuestro Real servicio debo. Y así con el mismo favor soberano, volviendo ante V. Real presencia, he llegado al deseado fin y próspero successo de mi embajada: pues también se entenderá por ella la esclarecida fama y renombre que vuestra Alteza ha sacado de ella. Llegué a los Hyperboreos montes, y extremos fines de los Scytas, que ahora llaman Tártaros. Donde en oír toda aquella gente vuestro nombre, y que iba con embajada vuestra a ellos, Cuyllan su Emperador que se intitula Rey de los Reyes y señor de los señores, con todos los suyos, dejada aparte su natural barbaria y fereza para con los extraños, me recibieron humanísimamente, y con muy grande regocijo y alegría me pusieron ante su presencia. Donde expliqué mi embajada, certificando de parte de V. Alteza la mucha voluntad y real ánimo para con ellos. Mas como prosiguiendo mi razonamiento concluí con que emprenderiades de buena gana la conquista de Hierusalem y de la tierra santa, si todo lo que sus Embajadores habían prometido dar de su parte en favor y ayuda de esta jornada se cumpliese: todos se alegraron de oír esto extrañamente: y me respondieron por el intérprete, que el gran señor cumpliría eso y mucho más, y que para más certificarme del gran poder suyo, me quedase por unos treinta días con ellos. En el cual tiempo se preciaron mucho de regalarme, y mostrarme con la guía de un bien entendido faraute, el inmenso poder con la increíble grandeza y majestad de su Emperador, además de su gran riqueza y fertilidad de campaña, pues en pan y todo género de ganados, parece que no hay más copiosa tierra en el mundo.
Hallé cierto de él, que puede muy largamente echar en campo doscientos mil hombres de a pie, y cien mil de a caballo, gente de si guerrera, pero que puede más con la muchedumbre que con el arte y destreza de pelear. Que resiste bravamente al frío, y como aquella que está hecha al rigor de la tramontana, es muy dada a trabajos: y con esto tiene muy poco de la urbanidad y policia de vida. Porque como siempre anda en guerra, no gusta tanto de encerrarse a vivir dentro de las ciudades, que también las hay entre ellos muy grandes aunque incultas: cuanto de habitar en las tiendas y pabellones por la campaña. Profesan nuestra religión Cristiana tan envuelta en errores y supersticiones, y casi sin preceptos algunos, que más presto la hacen ridícula que devota. La causa de su tan importuna demanda sobre la conquista de Hierusalem, no es tanto por celo de religión, cuanto por la emulación y envidia que tienen a la gente Turquesca: porque en sus ojos les han tomado a Hierusalem y toda la tierra de Palestina, y porque con menos número de gente habían vencido muy grandes ejércitos no solo de Armenios y Babilonios, pero de los mismos Tártaros, que se habían juntado contra ellos. Y así de muy sentidos porque los Turcos con menos gente pueden más que ellos, y son más diestros en el pelear, buscan el favor y ayuda de gentes extrañas que sean diestras en la guerra, para que ajuntándose con estos prevalezcan contra ellos. La razón empero porque el Tártaro quiere más valerse de V. Alteza, que de los otros Príncipes Cristianos, es las infelices y desastradas empresas que hasta aquí han hecho los otros en esta santa demanda, por no haber querido ajuntarse con ellos, ni seguir su consejo en el acometer los Turcos. Por eso oída la fama de las grandes proezas y hazañas de V. Alteza que va muy extendida por el mundo, y por saber la mucha destreza y arte que tenéis en el pelear, con tan ejercitada gente y soldados como mantenéis para la guerra, os ruegan y animan para la empresa de esta: y prometen de valeros con grande número de gente y armas, y de avituallar el ejército por todo el tiempo que la guerra contra los Turcos durare. Esto es sin el favor y socorro de los Armenios que desean lo mismo con fin de ayudaros: y mucho más el Emperador Paleologo vuestro deudo con todos los Griegos, los cuales por librarse de tan crueles vecinos, ayudarán con vidas y haciendas para esta guerra, solo que vos señor seáis el general y grande caudillo de ella.


Capítulo XIX. Como oída la embajada de Alarich el Rey determinó seguir la empresa de Hierusalem y de los extremos que la Reyna su hija hizo por ellos, y de muchos que se le ofrecieron para esta jornada.


Acabada por Alarich de explicar su embajada, el Rey con todos los que se hallaron presentes holgaron infinito de oírla, y alabaron mucho su trabajo y diligencia en haberla tan felizmente concluido con haber descubierto los ánimos con el poder y fuerzas de aquellas gentes para proseguir la empresa. Sobre esto dijo el Rey que se encomendaría a nuestro Señor, y suplicaría le inspirase lo que más fuese para su servicio y mayor ensalzamiento de su santo nombre. Luego dijo a la Reyna mandase hospedar y regalar mucho al Embajador, y a los Tártaros que con él vinieron. Finalmente prometió a Alarich tendría memoria de remunerar muy bien sus trabajos en volviendo a Cataluña. Después acabó de una pieza que estuvo callando y pensando sobre la embajada, mientras los demás estaban recontando las cosas maravillosas que Alarich había relatado: recordó como de un sueño, y significó al Rey y Reyna y a los demás que cabe él se hallaban: como con el favor divino determinaba de emprender esta conquista. Como oyeron esto los Rey y Reyna se alteraron grandemente, y con muchos ruegos y argumentos procuraron de apartarle de aquel pensamiento y propósito: representándole sus años y edad cansada, con tan larga y peligrosa navegación: y más el gran poder y crueldades de los Turcos, y ser los Griegos gente inconstante, que había poco que fiar en las promesas de los Tártaros, como gente bárbara y confusa, pues con su tan grande poder no se atrevían a los Turcos: que bastaría el ejemplo de tantos Reyes Cristianos que emprendieron la misma conquista, a los cuales había ido tan mal en ella.

Como respondiese el Rey satisfaciendo a todas las razones que le oponían: concluyó con que Dios omnipotente era más que todos, y que pues la empresa era suya, él la guiaría y favorecería: y así no dejaría con su favor y ayuda de llevarla adelante. Entonces el Rey don Alonso movido de muy santo celo se convirtió a loar y a probar el heroico y divino propósito del Rey: y prometió de enviar con él en ayuda de esta guerra cien caballos ligeros, y de valerle con cien mil morabatinos de oro. También el gran Maestre de Vcles ofreció seguirle con otros cien caballos. Lo mismo prometieron el vicario del Maestre del Hospital Gonçalo Pereyra, con otros muchos grandes de Castilla, cada uno conforme a su poder y estado. Celebrada pues allí con grande solemnidad la fiesta de la natividad del Señor, se despidió el Rey del Arzobispo y de la Reyna su hija y nietos, a los cuales dio su bendición, y también de los señores y grandes de Castilla con los Prelados suffraganeos que allí se hallaron: y agradeciendo mucho a los regidores y pueblo de Toledo por tan suntuosa y regocijada fiesta como le habían hecho, se partió acompañado del Arzobispo por dos jornadas y de don Alonso su yerno hasta el monasterio de Huerta, donde le salió antes a recibir: al cual no dejó el Rey de dar algunos avisos y documentos por el camino para saberse valer y bien regir con sus vasallos, y librarle de muchas malas voluntades, que por menospreciar a los grandes se había procurado, por su mala condición y tratos. Lo cual había entendido los días que en Toledo estuvo, por secreta información de religiosos, y otras personas celosas del bien público, y que todos le condenaban por muy mal acondicionado. Lo cual oyó don Alonso con harta paciencia, puesto que la enmienda fue poca, como adelante veremos. Como llegasen a medio camino, encontraron con ciertos mercaderes Moros de Granada, que traían el tributo de su Rey a don Alonso. Porque luego que el Rey acabó la conquista de Murcia, temió el de Granada que pasaría a poner campo sobre él, en favor de don Alonso. Y por eso dio prisa en concertarse con él, pagándole en cada un año sesenta mil morabatinos de tributo, los cuales como se los truxessen por entonces, los entregó todos al Rey en parte de los cien mil que le había prometido para la conquista. Llegados a los confines de los Reynos, don Alonso se volvió a Toledo, y el Rey tomó la vía de Calatayud, y de allí dio vuelta para Valencia.





Capítulo XX. Como llegado el Rey a Valencia, oyó a los Embajadores Tártaros, y a los de la Grecia, y aceptó sus ofrecimientos y prometió de seguir la empresa.


Luego que el Rey entró en Valencia llegaron de Barcelona los embajadores de Tartaria, y de la Grecia. Los cuales guiados por Alarich entraron ante el Rey a hacer su embajada, conforme a la que Alarich hizo en Toledo: y en suma era. Que el gran Emperador Cuyllan Rey de los Reyes y señor de los señores deseaba que la tierra santa de Jerusalén fuese librada de poder y mano de los Turcos, y por la honra de Cristo restituida a los Cristianos: que para este efecto ayudaría al Rey llevando esta empresa, y no solo movería por su parte cruel guerra contra los Turcos, pero que proveería la armada y campo del Rey de todas vituallas, luego que él y su gente llegasen al puerto de Ayalazo, u otro cualquier de la Asia menor al oriente, y llevase la vía de Jerusalén para la conquista. Los embajadores del Emperador Paleologo, no prometieron soldados, ni guerra aparte contra los Turcos, porque él la tenía en sus tierras, con otros a quien había quitado el Imperio (como se dirá adelante) sino panatica y todo género de vituallas para la armada del Rey: con que abreviase su venida, y siguiese el orden que en la Grecia de paso se le daría. Oídas las dos embajadas respondió el Rey, que con el favor de nuestro señor, por la cobranza y restitución de su glorioso y santo Sepulcro al pueblo y poder Cristiano, no dejaría perder una tan principal ocasión como se le ofrecía por mar y por tierra, con el favor de dos tan supremos Emperadores para tan santa y señalada conquista. Que por eso aceptaba la empresa y que dentro de muy pocos días se dispondría a entrar en ella: confiando que los dos, y cada uno por si, cumplirían muy largamente lo que por sus embajadores le prometían. Con esta respuesta y mercedes que el Rey hizo a los embajadores los despidió, y se partieron de él muy contentos.


Capítulo XXI. Como mandó el Rey publicar guerra para la tierra santa, y de las cartas de la Reyna su hija y como fue a ella, y de paso dejó por gobernador de Aragón al Príncipe don Pedro, y de la moneda jaquesa.


Partidos los Embajadores, mandó el Rey pregonar la guerra y conquista de la tierra santa por todos sus Reynos y señoríos de España, hasta en la Guiayna y comenzó a endreçar todos sus fines a este propósito. Y así muchos no solo de sus Reynos, pero de los extraños de España y fuera de ella, movidos por la santidad de la empresa con tan buen caudillo y guía de su Real persona, se determinaron a seguirle en la demanda. Para esto impuso cierto tributo, o tallon sobre la ciudad y Reyno de Valencia, por no desguarnecerla de gente de guarda, y se partió para Barcelona a hacer gente y dar prisa en poner la armada en orden, y prepararla para tan larga navegación. Mas apenas fue llegado a ella, cuando recibió cartas de Castilla de la Reyna doña Violante su hija, en que le rogaba con muchas lágrimas, por cosas que mucho importaban al bien de todos y quietud de los Reynos, quisiese en todo caso verla antes que se embarcase: que le esperaría a la raya del Reyno en el monasterio de Huerta. Maravillose mucho el Rey de tan encarecida demanda: tanto que por lo que entendió estando en Toledo de cuan mal animados estaban los grandes de Castilla contra su Rey, vino a pensar no fuese la causa del llamamiento alguna secreta machina, o rebelión que contra el mismo Rey se había descubierto, y que aguardaban su embarcación para ejecutarla más a su salvo. Fue pues contento de ir a verse con ella: también por dar una vista por Aragón y de paso dejar algunas cosas importantes al Reyno asentadas por su mano. Y así llegando a Zaragoza nombró por gobernador general de Aragón, al Príncipe don Pedro, durante su ausencia, y le renunció todo el derecho que le pertenecía al Reyno de Navarra: así por la adopción y prohijamiento que le hizo el Rey don Sancho: como por el pauto que hizo después con el Rey Theobaldo, y la Reyna doña Margarita su madre, para que se valiese de él contra el mismo Theobaldo, y principales del Reyno, los cuales así con el Rey don Sancho, como con Theobaldo intervinieron (entreuinieron) y se firmaron en los conciertos, obligándose con juramento solemne de observallos. Además de esto a los Aragoneses no se les imputó tributo alguno en ayuda de la empresa, porque ya ellos y los de Lérida con todo el Reyno por donde corría la moneda Iaquesa voluntariamente consintieron, en que pudiese el Rey batir XV mil libras de plata de aquella moneda que hacían poco menos de XV mil ducados para valerse de ellos en la jornada. Porque de aquí vengamos a estimar cuantas eran entonces las riquezas Reales, y podamos colegir como no con infinidad de dinero, sino con el buen gobierno de los Reyes y esfuerzo de los capitanes, con la modestia y disciplina de los soldados, en aquellos tiempos alcanzaban grandes victorias nuestros Reyes de sus enemigos.


Capítulo XXII. Como en llegando el Rey a Huerta, la Reyna con sus hermanos e hijos se abrazaron del Rey rogándole desistiese de la empresa y del sabio razonamiento con que los consoló y se despidió de ellos.


Llegó el Rey al monasterio de Huerta acompañado de los Principales don Pedro y don Iayme sus hijos: donde halló a la Reyna con los suyos y al Arzobispo don Sancho. Puesto el Rey en medio de todos, como si le conjuraran contra él lo cercaron, y los niños ayudados de la madre se abrazaron con el cuello del viejo aguelo, los otros se le echaron a los pies com muchas lágrimas, y la Reyna besándole las manos: todos a una con grandes sollozos y voces le suplicaron dejase de emprender una tan larga, tan peligrosa y dudosa jornada como quería hacer para dejarlos desamparados, y privados de su favor y sombra, cuya presencia no la habían de ver, ni gozar más en su vida: que era muy cruel para si y para todos, ausentándose de sus Reynos por ir a conquistar los ajenos, que mirase no fuese para más ofender, que servir a nuestro señor en ello. A los cuales mandó el Rey que se sosegasen y le oyesen. Y así abrazando a todos, con mucha dulzura les dijo. Carísimos hijos míos: Por demás es la aflicción (affliction) que a mí y a vosotros dais con vuestras lágrimas y sollozos: si pensáis con eso apartarme del propósito y determinación que tengo de entrar en esta santa demanda. Porque los servicios que a Dios nuestro señor común padre debemos se han de anteponer a todas las obligaciones que a vosotros como a hijos, por cualquier razón y causa puedo teneros: habiendo yo hecho hasta aquí cuanto he podido por vosotros: pues os dejo heredados de mucho mayores bienes y Reynos que yo heredé de mis padres vuestros aguelos, y tan bien colocados, por gracia de nuestro Señor, que ya no tengo más que desearos, ni daros. Ahora ya me llama a otra parte el mismo padre celestial. El cual no quiere que yo emprenda de hoy más otras guerras que las suyas para merecer por ellas el soberano triunfo que será servido darnos. Y siendo así, qué otras más suyas, que las que se emprendieren para cobrar el glorioso y santo sepulcro de Iesu Christo su hijo y Redentor nuestro? Qué más heroicas, ni más santas, que las que así por sacar de poder de aquellos infieles enemigos de su santo nombre la tierra santa que sus preciosísimos pies pisaron: como para restituirla a la honra y posesión de los católicos y fieles Cristianos, se llevaren adelante? Mayormente por las muchas causas y razones que yo tengo, para conocer soy más obligado a esta empresa que otros. Lo primero por mi natural inclinación y deseo, y aun casi voto hecho sobre esto desde mi niñez y principio de mi Reynado. Lo segundo por haberse comenzado tantas veces esta empresa por tantos Reyes y principales Cristianos en nuestros tiempos, excepto los Españoles, y nunca haberse acabado: si a dicha por voluntad divina, me está a mí reservado el abrir la puerta para todos. Finalmente por la ocasión mejor y más cómoda que nunca, se nos ofrece ahora, con el favor y ayuda de dos tan poderosos Emperadores vecinos a la tierra santa, que no solo nos llaman y exhortan, pero nos ayudan tan principalmente por mar y por tierra con gente y armas, con vituallas y dinero, para esta empresa. A los cuales no condescender, ni corresponder con su demanda en cosa tan santa y pía: verdaderamente sería cosa para la honra y tan celebrado nombre de España, no solo ignominiosa y fea, pero aun abominable e impía. Por donde cuanto más nuestra edad grave y cansada nos declara como se va ya madurando el tiempo de nuestra fin y muerte: tanto más nos persuade a que lo poco que nos queda de esta vida miserable y perecedera, lo empleemos en total servicio de Christo nuestro redentor que nos ha de dar la otra sempiterna. Por eso no es justo que yo rehúse este tan corto viaje de ir a morir por él, habiendo él bajado de lo alto de los cielos a la tierra a morir por mí. Como el Rey acabó su razonamiento, las lágrimas y lamentables voces de hijos y nietos se levantaron tan grandes, y con tantos alaridos, que el Rey no pudo contenerse de no llorar con ellos. Y no pudiéndoles hablar más, abrazó y besó sus nietezuelos, y dándoles su bendición, y despidiéndose de todos, volvió su camino derecho para Barcelona.


Fin del libro XVII.