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jueves, 14 de marzo de 2019

Libro tercero

Libro tercero de la historia del Rey don Iayme de Aragon, primero deste nombre, llamado el conquistador.

Capítulo primero. En el cual se prueba como el Rey acabó con triunfo la guerra de Albarracín, y por qué causas los de su consejo determinaron de casarle antes de tiempo.

La guerra de Albarracín, que acabamos de contar en el precedente libro, aunque a la opinión de algunos, (mirando lo que pasó de hecho) parece, que no paró fin alguna mengua del Rey: si consideramos el buen fin que tuvo, hallaremos que no menos sucedió en triunfo suyo, que a gloria de sus enemigos. Pues como no quedó menos victorioso el capitán, a quien voluntariamente se le rindió la ciudad, por haber conquistado los ánimos de los ciudadanos que si la tomara por fuerza de armas: así parece que el Rey con semejante suceso, no solo cubrió su padecida perdida, pero sacó de ella muy esclarecida victoria. Porque apenas mandó levantar el cerco de Albarracín, cuando le salió al camino el mismo señor de ella, a suplicarle con toda humildad le perdonase, y se entregase de su persona y ciudad, pues hasta la
juridicion della, que por fuerza de armas no pudieron alcanzar los Reyes sus predecesores, a él se daría con toda liberalidad. De manera que como siempre fue más preciado lo que se da de voluntad, que lo que se toma por fuerza, así no fuera para el Rey tan grande triunfo haber entrado con violencia en la ciudad como el haberse metido por los corazones de los señores de ella, para quedar más glorioso señor de todo. Así lo sintió Fabricio cónsul Romano cuando Pyrrho Rey de los Epirotas en la guerra que tuvo contra los Romanos, le envió sus embajadores con un muy rico presente de vasos de oro y plata, por atraerle a su devoción. Mas el cónsul después de rehusado el presente, respondió muy sin respeto a los embajadores, supiese su Rey, que los Romanos, no tanto tiraban a coger el oro, cuanto a los que le poseían. Conforme a esto nuestro Rey, con la voluntad y entrego que el señor de Albarracín le hacía de su ciudad y persona, no solo pudo más que los Reynos de Aragón y de Castilla, que viniesen sobre Albarracín, y sin hacer efecto se fueron (como arriba contamos), pero engrandeció su autoridad real, y con la humildad con que también se le entregó don Rodrigo, confirmó el poder y mando que de allí adelante tuvo sobre los dos. Con todo esto y siendo los principales señores y barones que con el Rey venían, señaladamente los que regían su persona y estados, que por sus rencillas y particulares intereses, llevaban el regimiento confuso, y que había de redundar en daño suyo, y llover sobre ellos cualquier disminución y quiebra que a la autoridad y persona real se siguiese. Demás que * feudo deshechas, ni acabadas, * que de cada día revivían las parcialidades de don Sancho y don Fernando, a los que les ellos habían * ofendido, así en haber hecho quitar al uno la gobernación general del reyno, como al otro el cargo y custodia de la persona del Rey, que no dejarían de procurar de atraerle a su opinión para mejor vengarse de ellos. Por estas y otras causas comenzaron a mirar por si, y consideraron que convenía para la confirmación del Rey y de ellos, usar de algún medio con que engrandecer la autoridad del Rey, y confirmar su obediencia y mando para con los pueblos, quedándose ellos siempre con el cargo de la persona real y gobierno del reyno. Para esto sirvieron * concordaron todos en que sería bien casarle. Porque con la autoridad y poder que con el nuevo * y afinidad se le recrescería, de * con la esperanza de suceder, se le doblaría el respeto, echando * raíces de amor y obediencia en los pueblos. Pues aunque para esto * su poca edad, no teniendo quince años cumplidos, era tan crecido de cuerpo, bien formado y proporcionado de persona, que ninguno le juzgaba por inhábil para el matrimonio. Y así los reynos, no solo se alegrarían mucho de verlo casado, pero le harían por ello grandes servicios y pagarían extraordinarios tributos como para continuar la guerra era bien menester.


Capítulo II. Como el Rey tomó por mujer a doña Leonor hermana de la Reina de Castilla, y se armó caballero, y celebró sus bodas en Tarazona.

Pues como los consejeros del Rey, don Ximen Cornel, don Guillen Cervera, y don Guillen de Moncada: gran senescal de Cataluña, y muy pariente del Rey, con don Pedro Ahones, viniesen bien en que tomase estado: todos los demás del consejo fueron del mismo parecer. Y hechas estimación y discurso de todas las doncellas de sangre y casa Real que en España, y fuera de ella se hallaban convenientes para este matrimonio, ninguna tanto cuadró a todos como doña Leonor, hija del Rey don Alonso VIII de Castilla, hermana de doña Berenguela Reyna de León y de Galicia viuda, la cual por la * muerte del Rey don Enrique su hermano, había sucedido en los Reynos de Castilla. * pues bien a todos dar la doña Leonor por mujer al Rey, si ella quisiese, fueron luego los embajadores de parte de él a la Reyna doña Berenguera (Berenguela), que estaba en la villa de Ágreda, pueblo célebre de Castilla, a los confines de Aragón y Navarra. A la cual dijeron como el Rey de Aragón deseaba casar con doña Leonor su hermana, si ella era contenta, y que siendo, como era señor de tantos Reynos y señoríos, se contentaba en lugar de dote, con las virtudes y
perficiones de su persona: y aun la dotaría en diez principales pueblos del reyno de Aragon, que son Daroca, Épila, Plna, Uncastillo, Barbastro, y Tamarit de Santisteuan, Montaluan, y Cervera. Y en el reyno de Cataluña, de las que hoy hay en los montes de Siurana y Prats. Oída la embajada, y aprobados por el consejo de Castilla los conciertos y promesas que el Rey de Aragón ofrecía, mayormente porque las cosas de Castilla con la amistad y favor de Aragón mucho más se engrandecerían, la Reyna, con voluntad de doña Leonor, prometió darla al Rey por mujer. Certificados de esto los embajadores, y hechos por ambas partes sus capítulos y obligaciones, volvieron al Rey. El cual se contentó del concierto, y luego se puso en camino, acompañado de sus principales caballeros cortesanos, y con algunos prelados, entró en Ágreda: a donde fue por la Reyna y grandes de Castilla realmente recibido: y hechos los desposorios, el Rey quiso que las bodas se celebrasen en Tarazona, ciudad principal de Aragón que está fundada a la halda del monte Moncayo, y se adelantó a concertar la boda. Partida la esposa, acompañada de la Reyna y de don Fernando su hijo, que después le sucedió en los reynos de León y de Castilla, y fue gran conquistador de tierras de moros, como adelante diremos, llegaron a Tarazona, donde el Rey y doña Leonor se velaron con grande solemnidad, y se dobló la fiesta, con el nuevo orden de Caballería que el Rey quiso celebrar por su persona. Era costumbre antigua, y muy observada entre caballeros y grandes señores, que quien quería ser armado caballero, y hacer profesión de ello, viniese muy acompañado de caballeros, y de tan principales señores como podía, al templo mayor de la ciudad donde se hallaba. Y que en el altar mayor de él pusiese una espada desnuda de donde el más honrado y principal del ayuntamiento tomaba la espada, y la ceñía al que armaba caballero. Pues como conforme a la costumbre, el Rey pusiese la espada en el altar para este efecto, y no se hallase allí otro más preminente, ni más honrado que él, tomóla él mismo y ciñiósela, y con esto quedó armado caballero. Fuera de esta fiesta no tenemos que referir otras de justas, ni torneos, ni de muy grandes cenas o mercedes que se hiciesen en estas bodas: pues ni la historia del Rey, ni otros escritores lo dicen: por ser tanta la modestia y templanza de aquellos tiempos, que se usaban, y entraban estas virtudes por las casas Reales:puesto que alabar a los Príncipes de moderados en el gasto de casa, no parece digna alabanza suya. Tampoco será cosa indigna de contar del Rey, lo que el mismo no quiso callar de si en su historia: que por la inbecilidad de su poca edad cuando se casó, confiesa que pasaron, xviij. Meses, que no se comunicó con la Reyna su mujer.


Capítulo III. De las Cortes que el Rey tuvo en Huesca, y de la entrada que hizo con la Reyna en Zaragoza.

Celebradas las bodas en Tarazona, como el Rey estuviese muy puesto en llevar adelante el buen regimiento de sus Reynos, y que por esta vía llegaría a tener pacífica posesión de ellos, luego que fue advertido por los de su consejo convenía tener cortes, las mandó convocar en la ciudad de Huesca para solos Aragoneses, a donde en presencia de los de su consejo, y de los de su casa y
palacio, que eran hombres graves y de los principales del Reyno, y tenían el cargo de la persona real, se propusieron por algunos síndicos de las ciudades y villas reales, muchas quejas y demandas contra los unos y los otros. Porque abusando de la autoridad y favor que con el Rey tenían, en su hombre habían causado algunos desafueros y violencias de las que suelen hacer los muy privados de los Príncipes, cuando empapados de su favor y estado presente, tienen poca cuenta con lo venidero, y hacen lo que se les antoja. Como sea así, que los favores han de acabarse, y que tarde o temprano las violencias y daños hechos, se han de rehacer y recompensar, o por los mismos autores de ellos, o por sus herederos, y muchas veces por los mismos príncipes y señores, debajo cuyo favor se cometieron. Y así fue singular negocio lo que el Ree hizo sobre esto, que después de bien entendido lo que pasaba, quiso por esta vez tomar por propios los daños y agravios que los suyos, y de su consejo habían causado a los pueblos, y descubiertos en particular, hizo de su tesoro la enmienda y recompensa de ellos, con mucho contento de todos. De allí pasó a Zaragoza con la Reyna: a donde por ser la primera entrada, fue recibida con grande triunfo, adornando las calles de muchos
tropheos y arcos triunfales, con otras invenciones que por diversas partes de la ciudad se pusieron. Demás de las muchas danzas, músicas, y otros diversos géneros de regocijos, cuales de la grandeza de tan insigne ciudad y cabeza de reyno, se podían esperar. Mas porque de su antigüedad y excelencias se ofrece bien que decir, por lo mucho que por su misma vale y puede, haremos en el capítulo siguiente una breve relación de sus alabanzas y raras prerrogativas.
Capítulo IIII (IV). Antigüedad y excelencias de la ciudad de Zaragoza.


Es esta ciudad metrópoli y cabeza del Reyno de Aragón, una de las más principales de España, llamada antiguamente Salduba, de la región Sedetania (como dice Plinio) aunque debajo de este nombre se hace poca mención de ella en las historias, hasta que entró en ella el Emperador Augusto César . Y hallándola que estaba a la devoción del pueblo Romano, visto su hermoso asiento sobre tan extendido llano, ribera del gran río Ebro, junto con su fertilidad de campaña, y ser de gente belicosa, la hizo colonia de Roma, y la intituló de su nombre, (como dice Estrabon) Augusta Cesarea, llamándola santa (porque esto significa Augusta ) como había de ser ella la primera de España, que había de recibir la verdadera santidad Cristiana: pues a ella vino del cielo, poco después de Augusto Cesar la Virgen sacratísima para santificarla: cuando se apareció sobre un pilar, o columna al glorioso Apóstol Santiago, con sus cinco discípulos que ya tenía convertidos a la fé de Cristo: según lo ratifica (restifica) hoy en día, entre otras memorias, el mismo pilar con la imagen lapidea que la misma Virgen allí dejó por memoria de esta aparición, la cual se ha conservado en el mismo lugar de la ciudad, del tiempo de la primitiva iglesia acá por los fieles que en ella permanecieron, y fueron tantos, que al tiempo de la gran persecución hecha por el Emperador Diocleciano, y en España ejecutada por Daciano contra los Cristianos, se halla fueron innumerables los que recibieron martirio en esta ciudad, señaladamente cuando la virgen santa Engracia con toda su gente y familia de paso padecieron allí martirio; con muy muchos otros
de la misma tierra. Cuyos cuerpos reducidos en masas santas por si mismas se vinieron del lugar del patíbulo a ponerle en los sepulcros, o pozo santo de cierto de cierto lugar de la ciudad, donde se edificó después un suntuosísimo y muy devoto monasterio de frayles Gieronymos, dedicado al nombre y honor desta gloriosa santa, y están allí su cuerpo con las demás reliquias de santos muy veneradas. Pero demás que puede por esta causa con justo título llamarse esta ciudad santa, hay otra que lo confirma. Porque de las tres ciudades que en la Europa abundan de más reliquias y cuerpos de Santos, como son Roma, Colonia Agripina en Alemana, y nuestra Zaragoza en España, es esta la que después de Roma se ha de preferir a Colonia. Porque si a esta comúnmente llaman santa por tener los cuerpos y reliquias de santa Vrsola, y de las onze mil Virgines que padecieron martirio en ella: mejor cuadrará la santidad a nuestra ciudad, así por ser más antigua en la fé de Christo, como porque tiene a santa Engracia con innumerables mártires que padecieron, y están sepultados en ella. Por cuyos méritos e intercesión se puede bien creer, se ha defendido, y conservado la fé y religión Cristiana, en esta santa ciudad de tal manera, que por ningún tiempo se halla que haya desviado, ni por alguna sombra de herejía apostatado de ella: antes ha confirmado con muchas y muy verdaderas obras de caridad su fé viva: con la fundación de tantos y tan suntuosos templos consagrados, con el mantenimiento de tantas religiones, y otras muchas obras pías, señaladamente con la sublime virtud de la hospitalidad, con que recibe los pobres de Cristo que vienen a ella de todo el mundo: en lo cual ha sido y es la lumbre y ejemplo de toda España. Y así vemos que después acá que con el valor y milagrosas visorias de sus Reyes se cobró la ciudad y reyno de los moros, ha gozado de mucha paz y tranquilidad de estado, y continuado la sucesión y descendencia de aquellos insignes ciudadanos que la ayudaron a conquistar, y con las mismas leyes, fueros, y privilegios que sus Reyes naturales la dotaron, se han valido de aquella honesta libertad que sus antepasados con su mano y sangre les adquirieron. De donde ha sido que los ciudadanos han fundado en ella como en tierra firme, y peña viva de paz, sus casas y edificios tan espléndidos y magníficos, tan alegres y bien labrados como se ve: porque también es en esto aventajada a todas las de España, y no menos enriquecida en ropa, y escogidas alhajas (
halaxas) de casa que cualquier otra. Pues se afirma, que en plata labrada, en tapicería, y casas, tampoco hay otra su par. Y aunque es muy meditarranea y alejada de la marina, no por eso deja de ser muy proveída de las cosas de mar, así por ser también su río navegable, para copiosamente traerlas: como por la buena expedición y precio que para todo género de mercadería se halla en ella, con la demás hartura y fertilidad de su campaña de pan, vino, azeyte, azafrán, y pegujares, con todo género de frutales, y de infinita caza. Y así tiene cumplimiento de todo lo importante para pasar muy dulce y abastadamente la vida. Ni se sigue que por estar lejos de la mar, y metida en el centro y medio del reyno, y por el eso libre de los incursos y rebatos marítimos y ejercicios de guerra, deja de ser su gente belicosa. Pues demás que fuera de su tierra, en cuantas guerras se ha visto la gente Aragonesa (harán testigo dello Italia, Sicilia, Cerdeña, Mallorca y África) ninguna otra le ha puesto el pie delante: Pero si de belicoso es, pelear por su patria, y morir en defensa del estado y libertades de ella: no hay para esto más fieros leones que los Aragoneses: de cuyos admirables ingenios, y costumbres, pues se hablará adelante, bastará lo dicho por agora, porque volvamos a nuestra historia.

Capítulo V. Como partió el Rey de Zaragoza y fue a tener cortes en Daroca, a donde vino el Vizconde de Cabrera a darle la obediencia.

Entrado el Rey en Zaragoza, pensaron algunos de los señores de Aragón que allí fueron congregados, señaladamente los hijos de los grandes, que por ser el Rey de tan poca edad como ellos, se deleitaría de galas y juegos, con otros ejercicios de placer: para lo cual se preciabantodos, quien más podía de llevarle a fiestas y saraos de damas y otros muchos regocijos, a los cuales aquella edad no suele decir que no, por tener muy vivos los sentidos, y tan deseosos de apacentarse
en las cosas sensuales: pero el Rey, que ya de mozo llevaba los pensamientos muy altos, y de varón
perfetos como estuviese muy rendido a la disciplina de sus ayos, en lo que tocaba a su persona, y en el gobierno del Reyno, muy puesto en obedecer lo que deliberaban los de su consejo, gustaba poco de aquellas fiestas y devaneos, y dando sentimiento de esto a los suyos, publicaron cortes para la ciudad de Daroca. De manera que acabados de asentar los negocios y diferencias de algunos señores, con esta nueva ocasión se salió de Zaragoza con mucha gracia de todos, y pasó a Daroca, principal pueblo de Aragón, llevando consigo a la Reyna. Allí pues tuvo cortes el Rey, y en ellas, fuera de asentar lo importante a la jurisdicción de los oficiales ordinarios de la tierra, no hubo cosa notable sino la venida de don Gerardo Vizconde de Cabrera, que se intitulaba conde de Urgel, y con esto era uno de los principales señores de Cataluña. El cual poco antes se había apartado del servicio del Rey (porque hubo causas para repelirlo de su presencia) mas con su venida y obediencia mereció ser bien recibido. Luego dijeron los del consejo Real que esta venida y obediencia del Vizconde era fruto nacido del casamiento del Rey, por el cual se le doblaba ya la autoridad y respeto. Traía el Vizconde propósito de concordar, y atajar las diferencias que con otros tenía sobre el condado de Urgel (de las cuales se hablará adelante) pero no quiso el Rey por entonces poner mano en ellas. Aunque le prometió iría muy presto a Cataluña, y allí conocería de ellas, y las asentaría de su mano. Despedido el Vizconde, y concluidas las cortes, dio vuelta con la reyna casi por todas las villas y pueblos de Aragón, de Zaragoza abajo hacía Teruel, y siempre hallaba que sus criados y allegados, y más los ayos que tenían el gobierno de su persona, debajo su real nombre, habían innovado y reducido a su utilidad e interesse muchas cosas, así tocantes a su
patrimonio real, como al de algunos particulares, en notable daño de ambas partes. De esto le venían cada día muy grandes quejas con diversas demandas de restitución de haciendas, y aun honras: requiriéndole fuesen prontamente restituidos y satisfechos tantos y tan notables daños. En lo cual se hubo el Rey con muy grande prudencia, liberalidad, y justicia, disimulando los daños que le tocaban, y recompensando los ajenos, con toda la honra que pudo de sus allegados: con los cuales también se hubo con algún rigor, quitándoles por ello algunos juros, o caballerías de honor que por derecho militar pretendían debérseles, y ellos excesivamente habían usurpado. Con estos tan buenos oficios y ejecuciones de equidad y justicia que el Rey usaba, iba cada día de nuevo ganando la voluntad y gracia de sus pueblos, y engrandeciendo su autoridad y opinión para con todos.

Capítulo VI. De la cuestión y rencilla que se movió entre don Nuño Sánchez, y don Guillen de Moncada Vizconde de Bearne.

En esta sazón se movió una
quistió (cuestión), para simiente y principio de muchos males, entre don Nuño hijo del Conde don Sancho, y don Guillen de Moncada, Vizconde de Bearne, por cosa harto liviana: que fue por no haber querido don Nuño prestarle un halcón que tenía muy preciado. Sobre lo cual pasaron entre si malas palabras, y se apartaron el uno del otro. Como fuese divulgada esta rencilla, y de boca en boca, como suele, mucho más de lo que había sido, encarecida (porque a las veces, las cosas vienen a gastarse, y hacerse peores, con las palabras) nacieron de aquí algunas burlas que dasaron a injurias y desabrimientos entre los valedores de cada una de las dos
parcialidades. Habiendo pues quiebra en la amistad, que antes solía haber entre ellos muy estrecha, luego se dividieron en bandos, y al Vizconde se le ofreció por valedor don Pedro Fernández de Azagra, señor de Albarracín, hombre, como está dicho en el precedente libro, belicosísimo y poderoso: y a don Nuño don Pedro Ahones ayo mayor del Rey y de su consejo, Fue la cuestión al tiempo que el Rey y la Reyna iban a tener cortes en Monzón, con deseo de ver y contemplar de nuevo la fortaleza que antes le había servido de honesta cárcel, para que con la memoria de la sujeción pasada, gozase mejor del próspero y presente estado. Fue el negocio de manera, que antes que el Rey llegase a Monzón, el Vizconde, y el señor de Aluarrazin, trajeron consigo una banda de hasta 300 caballos ligeros, y secretamente los alojaron en Valcarria lugar de los Templarios junto a Monzón, con ánimo de acometer a don Nuño cuando pasase a las cortes. El cual como entendió esto, no fue a Monzón, sino que en compañía de don Pedro Ahones, con poca gente de caballo, salió al Rey al encuentro, que iba a Monzón, haciéndole saber de la gente de caballo que el Vizconde había metido en Valcarria, para de improviso salirle al camino, por tomarle desapercibido, para mejor aprovecharse de él: que le suplicaba mirase por la honra del Conde su padre y suya, y al Vizconde que estaba más sobrado en gente y armas que en esfuerzo y valor, le hiciese retirar de allí. Lo cual no podía negársele por ser su tan propinquo deudo, y de la casa real, y sin eso tan leal y fiel vasallo como el muy bien sabía. Sintió mucho el Rey el atrevimiento del Vizconde, y con un gran espíritu y esfuerzo de más que varón, dijo a don Nuño tuviese buen ánimo, que le prometía echar al Vizconde de la tierra, si no se moderaba: y que miraría tanto por su honor, y del Conde su padre, como por el suyo propio. Y así luego que entró en Monzón mandó a los del regimiento, pusiesen gente y armas por todas las torres y puertas de la villa, y que no dejasen entrar a ninguno de los principales señores y Barones que viniesen a las cortes, sin que él lo mandase, mas de con uno, o dos criados de compañía. Como esto supo el Vizconde por sus espías, fuese de Valcarria con toda su gente muy despechado. De esta manera fue don Nuño librado de todo peligro y afrenta. Pero el Vizconde viendo que no había podido ejecutar su rabia y furia en don Nuño, fuese la vuelta de Perpiñan, y tomando de camino más gente de a caballo, con el favor de sus parientes y amigos entró por el condado de Rosellón, que don Sancho poseía, y le destruyó, y dio a saco gran parte de los lugares de él, aunque no a la villa de Perpiñan por estar muy fuerte.

Capítulo VII. Que el Rey persiguió a los llamados que no vinieron a las cortes, y fue a Terrès, y confirmó el estado de los Moncadas, y estableció el condado de Urgel al conde Guerao.

Acabadas las cortes de Monzón, luego el Rey con la gente que de Lerida, y otros pueblos de presto hizo juntar, y con la que don Nuño traía para su defensa, movió guerra a ciertos Barones comarcanos, porque convocados para las cortes, menospreciaron a los convocadores, y no quisieron venir a ellas, antes mostraron apartarle de la obediencia y servicio del Rey. Con esta ocasión comenzó a tomar fuerza de armas, y reducir a la corona real algunas villas y castillos de estos barones, hasta que llegó a Terrès, villa pequeña y cercana a Lerida y Balaguer. Es esta villa, según fama de los que por algún tiempo han residido en ella, de las más sanas de España, o por la
subtilidad y pureza del ayre y aguas, o por algún buen vapor que sale de la tierra. El cual recibido por los sentidos purga el celebro, de tal manera que a los locos furiosos, y principalmente a los endemoniados, los llevan allí, para que sanen. Y así está en refrán muy usurpado por Cataluña; en comenzar uno a enloquecer, o endemoniarse: a este llévenlo a Terrès. Allí fue donde el Rey, por estar dentro, o en los confines del condado de Urgel, dio dos grandes muestras de su cordura y bien apurado jvicio. La una que tuvo por firme y grata la donación hecha por el Rey don Pedro su padre en favor de don Guillen de Moncada, gran senescal de Cataluña, y señor de las villas de Aytona, Seros, y Sos en los confines de Aragón y Cataluña, adonde el río Segre entra en Ebro, y la ratificó de nuevo, de las cuales hecho el Condado intitulado Aytona, gozan hoy sus propios descendientes por recta linea en nombre, sangre y armas, y es una de las dos más antiguas y principales casas de Cataluña. La otra fue haber remetido desde Daroca, a este lugar, la averiguación de las diferencias que el Conde Guerao tenía con otros, sobre el condado de Urgel, para ser más enteramente informado del hecho, y por no juzgar cosa contra derecho, sin oír las dos partes. Por cuanto habían nacido estas diferencias del tiempo del Rey don Pedro, cuando hizo guerra contra el mismo Guerao, porque muerto Armengol Conde de Urgel, se entró por el Condado con ejército formado, y echando de él a Aurembiax, hija y legítima heredera de Armengol, se alzó con él. Por esta causa le persiguió el Rey don Pedro, hasta que venciéndole en batalla, le prendió, y puso en prisiones, y cobró gran parte del condado. Pero muerto el Rey, con el favor de los suyos salió Guerao de prisión, y hecha su gente de guerra, como ninguno le resistiese, fácilmente cobró todas aquellas villas y castillos que el Rey le había quitado por armas, o voluntariamente se le habían entregado: haciendo en ellas grandes estragos y crueldades, saqueando y matando a todos los que se le habían rebelado, y seguido la parcialidad del Rey. De manera que después de haber el Rey entendido muy bien todo lo pasado, determinó de dar sentencia sobre ello. Y así sentado pro tribunali, y teniendo al Conde don Sancho, y a don Fernando sus tíos, que hizo venir allí, como por asesores a sus lados, en presencia de los más principales del reyno, llegó el Conde Guerao, y confesando con mucha humildad lo que había hecho, y pidiendo perdón de sus atrevimientos pasados.
El Rey que a todo esto estuvo muy severo, con mucha voluntad y gracia le perdonó. Y puesto que sabía por relación secreta, la poca justicia y acción que Guerao tenía al condado, determinó por entonces establecerle con ciertas condiciones. La primera que todas aquellas villas y lugares del condado que poseyese, diesen de allí adelante la misma obediencia, que antiguamente acostumbraban dar a los Condes de Barcelona, a los Reyes de Aragón y de Cataluña sus sucesores. La segunda que no embargase su posesión, quedase a Aurembiax hija del Conde Armengol salvo su derecho para poner demanda del Condado ante su Real jvicio, como lo puso, según adelante se dirá.

Capítulo VIII. Como el Conde don Sancho sabido el estrago grande que el de Bearne había hecho en Rosellón, se quejó al Rey, el cual le persiguió tomándole muchas villas y castillos.

En este medio que el Rey asentaba los negocios del Condado de Urgel, llegó nueva al Conde don Sacho del estrago grande que el Vizconde de Bearne como dijimos, había hecho en el Condado de
Rossellon. De lo cual tuvo gran sentimiento el Conde, y viendo que no bastaba su poder para resistirle, recurrió al Rey, pidiéndole su favor y amparo contra el Vizconde su enemigo, suplicándole que con su prudencia y mando absoluto compusiese y averiguase sus diferencias y quejas con el Vizconde: que le certificaba como él y don Nuño estarían promptos para si en algo habían injuriado al Vizconde hazerla enmienda que les mandase. El Rey que oyó esto, puesto que estaba mal con el Conde, y con razón, por los acometimientos pasados contra su real persona, pero teniendo respeto a sus canas, y ser tan conjunto suyo en sangre, y mucho más por la fidelidad y servicios de don Nuño su hijo, prometió darles todo favor y ayuda. Considerando que| también convenía refrenar con tiempo la soberbia del Vizconde, porque siendo el más poderoso señor de Cataluña, y tan emparentado con los más principales señores del reyno, no se alzase a mayores,
y llevase más adelante su porfía. Al cual envió primero a decir, y amonestar tuviese por bien de parar, y no correr más la tierra del Conde don Sancho. Pero el Vizconde tuvo en tan poco lo que el Rey le envió a mandar, que se dio mayor prisa en acabar de tomar ciertas fortalezas del Conde que estaban en el camino de la villa de Perpiñan, a la cual fue acercar de nuevo con toda su gente. Donde saliendo a él los Perpiñaneses con gran estruendo y poco orden, siendo capitán de ellos Gisberto Barberan, para dar una vista y sobresalto a los del campo, de tal manera se defendió el Vizconde, que mató al capitán, e hizo retraer a los Perpiñaneses hacia la villa, después de haber hecho grande estrago en ellos. Entendido por el Rey todo esto, y viendo crecer cada día más el orgullo, y desacatos del Vizconde: comenzó a salir con su ejército en campaña, y a perseguirle con guerra abierta: a quien siguió luego don Ramón Folch Vizconde de Cardona con gran número de gente de a caballo a su sueldo: así por ayudar al Rey, y a don Sancho en su buena querella, como por haberlas con el de Bearne, con quien estaba mal. Partió pues el Rey de Aragón a donde poco antes vino a hacer gente, y en volviendo a Cataluña, yendo para Perpiñan, de paso tomó ciento y treinta pueblos entre villas y castillos del Vizconde, con los de sus amigos y parientes, los cuales se le rindieron parte voluntariamente, parte por fuerza de armas, y los mandó luego confiscar y aplicar al patrimonio real, hasta que llegaron a una villa principal llamada Cervellón, Ceruellon, no muy lejos de Barcelona, y aunque estaba muy bien fortificada de gente y municiones, y cercada de muro fortísimo con su barbacana, luego que los de dentro vieron asentar las máquinas y trabucos para batirla (como de hecho se batió) a los 14 días después de puesto el cerco, se rindió, dándole a partido. En esta presa y cerco de Cervellón, no se hallaron con el Rey mas del Conde don Sancho, don Fernando, y don Nuño, con hasta 400 lanzas y 1000 infantes, ni se halló el Vizconde de Cardona: porque le fue forzado en aquella sazón partirse con la mayor parte de los suyos a sus tierras por apaciguar ciertos alborotos que se habían levantado.

Capítulo IX. Como el Rey puso cerco sobre la villa de Moncada, donde se recogió el Vizconde, y que estándola batiendo, fue rogado de don Sancho alzase el cerco de ella, y lo alzó.

Tomado Cervellón, pasó el Rey a poner cerco sobre Moncada. La cual como cabeza de todo el estado del Vizconde estaba con su castillo muy fortificado de munición y gente. Porque el Vizconde para hacer del resto en su defensa, se había recogido en ella con los principales de su linaje. Llegando pues el Rey a vista de la villa envió a decir al Vizconde como quería le recibiese en su villa por huesped: a esto respondió el Vizconde, que le hospedaría a buena gana, pero que no sería obligado a guardar el derecho y cortesía de hospedaje con huésped que tanto mal hace al que le hospeda. Oída la respuesta, mandó luego el rey poner cerco sobre la villa, y aunque pensó que había de durar mucho, determinó no partirse sin tomarla. En tanto que armaban las máquinas, y ponían en orden los demás pertrechos, fue el Rey con el maestre de campo, por hallar el lugar y asiento más dispuesto para plantar las máquinas, y dar los puestos a cada uno. Después de bien reconocido todo hallaron que en un collado que sobrepujaba la fortaleza se asentaría el Real mejor que en otra partes: y como comenzasen ya las máquinas a batir la fortaleza, y tentar los asaltos, la hallaron tan fortificada, y bien provista de toda munición y gente, a causa de haberse recogido en ella toda la familia y linaje de los Moncadas con su caudillo el Vizconde, que no se les podía hacer tanto daño, que no le recibiesen mayor los de fuera. Demás que tenían el agua segura, por tener una muy bella
fuente que nacía junto al muro. Mas los del Rey confiaban que los cercados eran muchos, a quien no menos la hambre que el ejército los rendiría. Porque al encuentro de cada puerta tenía el Rey escuadrones de soldados puestos para impedir la entrada y salida de la villa, a fin no les entrase provisión. Y sin duda los tomaran por hambre, si algunos de los capitanes del ejército Real no consintieran en que los de dentro fuesen
proueydos de vituallas y las demás cosas. Porque era tanta la amistad y parentesco del Vizconde con algunos principales del campo, y con eso tanta la ira y odio de los unos y los otros con el Conde don Sancho, a cuya instancia el Rey hacía esta guerra, que no faltaba quien dijese al Rey en cara con esta guerra y cerco, y quien poco a poco sembrase tanta distensión y zizania entre los Aragoneses y Catalanes del campo, que se sintieron algunas voces de motín, claramente diciendo, ser esta guerra injusta y malamente hecha, para robar, más que para pelear. Y de cuando en cuando se atrevían a decir mal del Rey, a quien no bastaba haber tomado tantas villas y castillos al Vizconde y a sus parientes y valedores, y haberlas confiscado, sino que aun quería haber su persona para arruinarle del todo. Y porque siendo el Rey tan mozo, era cierto que en todo se regía por el consejo del Conde don Sancho y de don Pedro Ahones, comenzaron los del ejército con grande desvergüenza a blasphemar de los dos de tal manera, que temiéndose de algún gran motín ellos mesmos persuadieron al Rey que alzase el cerco, por ser la fortaleza inexpugnable, y que no estaba bien a su persona Real perder tanto tiempo en ella. Y luego se salió secretamente del campo don Pedro Ahones, fingiendo alguna excusa, porque no tuvo allí por seguras su persona, y se fue a Huesca. Todo esto sintió mucho el Rey: pero viendo que los
mesmos Condes y don Nuño, por quien la guerra se hacía lo pedían con grande instancia, tuvo por bien complacerles pues se tenían por contentos de lo hecho contra el Vizconde. Y así levantó el cerco, donde se había detenido dos meses: y despedida la gente de guerra se vino para Aragón. Mas el Vizconde libre y seguro del cerco, juntó su gente, y comenzó de nuevo a destruir con mayor crueldad que antes, las tierras del Conde y de don Nuño.

Capítulo X. De lo que el Abad don Fernando maquinó contra el Rey, y las razones con que persuadió a don Pedro Ahones le favoreciese en la empresa.


Llegó don Pedro Ahones a Huesca donde halló al Abad don Fernando que poco antes se había salido del campo muy enojado, por lo mucho que el Rey porfiaba en perseguir al Vizconde don Guillen, que tan amigo suyo era, y persona de tan gran ser y poder, que sería bastante a poner al Rey y reynos en grande riesgo, para mayor daño y trabajo del Conde don Sancho y sus valedores. Pues como el Abad entendió, que el Rey había alzado el cerco de Moncada, pero que se le quedaba con los 130 pueblos confiscados, lo que había de ser causa para renovar la guerra contra don Sancho y don Nuño: y que de hecho hacía nuevas crueldades contra los de Rosellón: concluyó que era necesario por cualquiera vía que fuese remediarlo, y por valer al Vizconde su amigo, atreverse, si menester fuese, a la persona y autoridad del Rey. Para esto se confederó mucho con don Pedro Ahones, poniéndole delante el peligro en que estaba, y
desgusto con el Vizconde. Por haber sido el que más se había señalado por la parte y bando de don Nuño, y quien más había inducido al Rey para que emprendiese esta guerra, y aconsejado, se apoderase de los lugares del Vizconde, que a la postre todo llovería sobre él. Que para remediar esto había hallado ciertos medios muy convenientes, y para bien guiarlos, tenía necesidad de su consejo e industria: ni tuviese en esto respeto al Rey pues todo había de ser para más bien del mismo, y quietud de sus reynos: ni temiese de nada, que le sacaría a salvo de todo riesgo, y aun haría que de la empresa quedase bien rico. Y cierto que el celo de don Fernando no parecía del todo malo, sino que lo revolvió con muchos desacatos, y tiranías, contra la persona Real para sus propios provechos, y sobró al celo la malicia. La cual mostró mucho mayor, en no haber probado otros remedios más benignos antes de llegar a los tan ásperos de que usó. De manera que Ahones, con el temor que le ponían las cosas del Vizconde, y también con la esperanza de poner las manos en la hacienda real, sin más examinar el modo y ejecución de los designos de don Fernando, se le ofreció para todo bien y mal: en que emplearle quisiese.


Capítulo XI. Como acordados don Fernando y Ahones en ejecutar su propósito, se fueron para el Rey, y de la engañosa plática que con él tuvo don Fernando.

Después de estar ya muy de acuerdo don Fernando y Ahones en llevar adelante su mal fin y propósito, por lo mucho que se habían de aprovechar con esta empresa, salieron los dos juntos de Huesca a recibir al Rey que volvía de Cataluña, y despedido el ejército, era ya entrado en Aragón. Pues como tuvieron por cierto que volvería a ellos el gobierno, así del reyno a don Fernando, como de la persona del Rey, a Ahones, pensaron sería bien enviar por el Vizconde se viniese secretamente para acabar con el Rey se considerase con él, y le restituyese sus tierras: donde no, ponían por obra lo que tenían pensado. Con este acuerdo escribieron al Vizconde viniese sobre su palabra con poca gente a la corte del Rey, a un pueblo junto a Zaragoza llamado Tahuste, cuya tenencia era de Ahones, y cercano a otro pueblo llamado
Alagon. A este era llegado el Rey, y también la Reyna venía entonces a verse con él, para de ahí a pocos días entrar juntos en Zaragoza. Llegado el Vizconde, no curó don Fernando de confederarle con el Rey por otros buenos y honestos medios, que bien pudiera: sino valerse de otros con que pretendían él y Ahones, mucho más aprovecharse.
Y así se concertaron en sujetar al Rey de manera, que aunque le pesase hiciese lo que ellos querían, así en restituir las tierras al Vizconde, como en otras cosas que tocaban a intereses y utilidad de ellos mismos. Para esto pensaron de encerrar al Rey, y a la Reyna dentro de Zaragoza en su palacio real, y detenerle allí con buena guarda, sin que ninguno se viese y ni pudiese ver, ni hablar con persona, hasta en tanto, que se concertase con el Vizconde. Porque con solo esto habían de justificar su empresa con el pueblo, y con los Barones y señores del reyno, a quien también parecía mal el no restituir al Vizconde sus tierras. Para esto proveyeron que dos bandas de
caballos, y cuatro compañías de infantería estuviesen por los cuarteles de la ciudad. Lo cual hecho, salió de Tahuste don Fernando acompañado de muchos principales caballeros, que vinieron a visitar al Rey, y viniendo para Alagón, de camino envió a decir al Rey, como él y los principales caballeros del Reyno venían por acompañar su real persona, y a la serenísima Reyna en la entrada de la ciudad. Como el Rey oyó la embajada, conoció que este tan nuevo cumplimiento de don Fernando, se hacía con algún fingimiento, y sospechoso fin: todavía respondió, que recibiría de buena gana su venida: con todo eso mandó a sus mayordomos don Nuño, y don Pedro Fernández de Azagra, que a ninguno de los caballeros que venían con don Fernando dejasen entrar en el pueblo, más de cuatro, o cinco de los principales, y a los demás, por no haber en el lugar aposento para todos, los alojase por las caserías de fuera, o en otros pueblos cercanos lo mejor que pudiese. Después que les fue esto mucho encargado y mandado salió el Rey a caballo fuera del pueblo a recibir a don Fernando. El cual hizo muestra de quererse apear del caballo, y no consintiéndolo el Rey, fue de todos los demás que se apearon con mucho acatamiento saludado, con los cuales también se hubo muy afablemente. Volviéndose para la villa, o por descuido de los mayordomos, o adrede hecho, sin saberlo el Rey, se entraron con don Fernando por lo menos ciento de a caballo. Luego el día siguiente por la mañana se fue don Fernando para palacio, acompañado como el día antes, y en presencia de todos, tuvo una breve, pero bien lisonjera plática con el Rey, diciendo, como ni él, ni cuantos caballeros allí estaban, cosa tanto deseaban como servirle, y emplear vidas y haciendas por el acrecentamiento de su Real corona: por ver cuan próspera y felicemente se regía todo por su mando y gobierno, y cuan dichosamente se sucedía todo cuanto en paz y en guerra emprendía. Y así para que gozase enteramente de la tranquilidad y quietud de sus reynos por sus manos adquiridas, le suplicaba tuviese por bien de entrarse en Zaragoza, acompañado de tantos, y tan principales caballeros y señores, con el triunfo que se le debía. Como el Rey oyese y entendiese la disimulada y fingida plática de don Fernando, y mirando a todas partes de la cuadra, descubriese entre tantos, y tan apretados caballeros, la persona del Vizconde medio arreboçado, que sin licencia, ni consulta suya, se había venido de Cataluña, y le osaba parecer delante: demás desto, lo que a peor señal tenía, que ni don Nuño, ni Ahones, ni otro alguno de su consejo, se le allegasen, como solían, a la oreja para advertirle sumariamente lo que había de responder a la plática, tuvo por muy cierto, lo que poco antes había sospechado, que los suyos le vendían. Pues como todos los que allí se hallaban comenzasen a murmurar de él, porque no respondía a don Fernando: respondió con alegre semblante, que iría donde quisiesen: considerando entre si sabiamente, que en cualquier estado que sus cosas viniesen, y adoquiera que la fortuna las inclinase, sería mejor hallarse dentro de la ciudad que de fuera, confiando de sus fidelísimos ciudadanos que no le faltarían.

Capítulo XIII. Que el Rey y la Reyna entraron en Zaragoza, y fueron aposentados, por don Fernando en la Suda, y en ella encerrados, y de lo que pasó sobre esto (sobresto).

Partió el Rey con la Reyna, de Alagón, con todo el acompañamiento que don Fernando
traxo, y se entró en Zaragoza, sin permitir se le hiciese recibimiento alguno, y fue aposentado en la Suda, palacio real antiguo (que agora llaman la puerta de Toledo, y es pública prisión para los delincuentes) adonde don Fernando, dada razón de su intención al Conde don Sancho, que siempre se retenía el universal gobierno del Reyno, y prometiéndole que esto sería medio para confederarle con el Vizconde de consentimiento suyo se asumió todo el cargo, y con la compañía de Ahones que tenía el de la persona del Rey, entendieron en continuar su propósito. Y a la hora llamaron a dos capitanes de la guarda del Rey, Guillen Boyno, y Pedro Sánchez Martel, a los cuales engañaron con buenas palabras, mostrando quererles descubrir un grande secreto, sobre negocio importantísimo, a fin de librar al Rey de un grandísimo peligro que su Real persona corría, a causa de cierta secreta conjuración de que se temían, y convenía tener al Rey por entonces muy encerrado y recogido con buena gente de guarda: tanto, que ni el Rey había de ver, ni ser visto de nadie más de ellos dos solos, ni le habían de perder de vista noche y día: ni tampoco comunicasen con algunos para dar razón de lo que pasaba. Y así encomendaron al uno la guarda y custodia de la persona del Rey, y al otro la guarda de palacio, y de abrir y cerrar puertas, teniendo muy gran cuenta con los que subiesen la comida y cena, porque hasta en esto corría riesgo su salud y vida. Los capitanes creyeron muy de veras todo lo que don Fernando y Ahones debajo de gran secreto les dijeron, y más el premio que por esta fidelidad y servicio les prometieron. Con esto, aquella noche después de haber cenado el Rey y la Reyna, Ahones despidió todos los criados y criadas del Rey mandándolos pasar a otro palacio que les tenía aparejado: dejó dos camareros para el Rey con dos dueñas para servir a la Reyna, con todo el aderezo (adreço) de recámara que convenía: y de presto mandaron cerrar todas las puertas y ventanas de palacio, dejando solamente algunas claraboyas (clarauoyas) altas para tener claridad (claredad), de manera que por ellas ni pudiesen ver, ni ser vistos los encerrados, ni hablar, ni escribir a nadie, sin voluntad y consentimiento de don Fernando: del cual muy a menudo recibía el Rey billetes (villetes) prometiendo librarle de la clausura, luego que mandase restituir al Vizconde y a sus parientes y amigos, las tierras que les había tomado, y le mandase pagar por los daños que con la guerra hecha le había causado xx. mil Morabatines de oro. De otra manera, ni cobraría jamás libertad, ni vería el fin de sus pretensiones. A lo cual el Rey difería de dar la respuesta, pidiendo le dejasen comunicar este negocio con algunos del consejo, y que se oyesen sus pretensiones: que le truxesen a don Atho de Foces: su antiguo (antigo) y fiel criado. Lo cual como entendiese por ciertas vías don Atho, y antes de ser llamado se ofreciese para ir al Rey, fue por don Fernando repelido, con tanta cólera, que de enojo que tomó desto don Atho se fue a Huesca, y hasta que el Rey estuvo en libertad no volvió a Zaragoza. Fue cosa grande y de gran marauilla, no haberse levantado ninguno de los señores y Barones del reyno contra don Fernando por el encerramiento del Rey, y a liberarlo (libertarlo).
Pero fue mayor el artificio y maña de don Fernando con el consejo de Ahones, en publicar y encarecer los daños y rebeliones que se habían de seguir en Cataluña no restituyendo el Rey las tierras que había tomado al Vizconde: el cual estaba allí presente, y con tantas amenazas quejaba del Rey, y justificaba su demanda, que fácilmente se persuadía la gente, y daban por bueno, lo que don Fernando hacía. Mayormente que de cada día prometían que por horas se acabaría esto con el Rey, y sería para librar a los dos Reynos de muy grandes trabajos y guerras, y pues la persona del Rey no padecía detrimento, disimulaban todos con el encerramiento, y aguardaban de cada hora el remedio. Pues como el Rey se viese perdida la libertad, y por su más propinquo deudo, y ayo, privado de la conversación y plática de los suyos: y más, que ni los ciudadanos de Zaragoza, de los cuales confiaba tenían cuenta con sus cosas, hacían movimiento alguno, mandó llamar a don Pedro Ahones, que en estos negocios se mostraba poco, y obraba mucho, siendo la segunda persona de esta conjuración, no tanto para rogarle por su libertad, cuanto por desparar en él su cólera.
El cual vino, y en entrando le recibió el Rey con alegre semblante.
Y tomándole por la mano, se retiraron a una parte del aposento, y sentados los dos el Rey con rostro severo le habló de esta manera.

Capítulo XIII. Del razonamiento que pasó el Rey con don Pedro Ahones su ayo sobre el encerramiento.

No puedo cierto, don Pedro, dejar de mucho maravillarme de vuestra gran falta de conocimiento, y poca memoria de lo que habéis siempre sido y valido. Pues
olvidando os así de las obligaciones que el Rey mi padre, y yo os tenemos por los buenos servicios que a los dos habéis hecho, como de los muchos beneficios y mercedes que de los dos habéis recibido, queráis agora cargar sobre mí tantos desacatos, para borrarlo todo. Porque no solo me habéis infamado poniéndome en esta prisión como a público delincuente, pero también sujetado al vano juicio (juyzio) que sobre ello de mí harán todos mis vasallos. Lo cual como de suyo sea negocio muy atrevido y desacatado, cierto que en vos viene a ser muy más que alevoso y feo: no tanto porque con alguna razón buena, o mala, si quiera, cuanto porque sin ninguna, os habéis preciado de perseguirme. Pues es cierto que ni por temor de que por mi parte os había de sobrevenir algún grande mal: ni por esperanza que de cualquier otro alcanzaríais (alcançariades) mayor bien, os ha forzado razón alguna para rebelaros así contra
mi persona. Porque ni en mí, que de muy niño me criaste (criastes), habéis (haueys) descubierto tan duro y cruel pecho, que podáis (podays) sospechar, tengo en siendo varón, usar con vos lo que el Emperador Nerón con su maestro Séneca: ni tampoco esperar, que la dignidad y estado a que por mi mano habéis llegado, la podáis en ningún tiempo mejor gozar, que yo reynando. Como sea verdad, que no solo habéis llegado por mi favor, a ser de mi casa el primero, y por mi liberalidad y larga mano, entre los grandes de mis reynos el más rico: pero aun entre los de mi Real consejo soys el más preminente: y que de tal manera os he dejado regir, y gobernar mis reynos a vuestro libre albedrío, que parece me habéis valido más de compañero en el reynar, que de consejero. Pues como (porque lo digamos todo) no os acordays de lo que algunos competidores vuestros con extraños modos han procurado echaros del mundo, por derribaros de este estado y gracia que de mí habéis alcanzado? entre otros, don Artal de Luna, a quien con vuestro mal trato distes tales ocasiones, que muchas veces pusiera las manos en vos, si de mí a él no le fuera a la mano. Mas como todo ello lo tengáis en poco, y a mí en menos, por lo mucho que agora estáis falto de consejo, seguís con grande afición la parcialidad y bando de don Fernando, a quien poco antes perseguíais (perseguiades) como a mi cruel enemigo: haciendo trueco y cambio de vuestro natural Rey y señor, por servir a un tirano: a efecto que en este medio que yo soy el tiranizado, os partays entre los dos los honores y caballerías, con todos los provechos del reyno: y a mí que con tanto trabajo
procurastes de asentarme en el trono real, me veáis de señor y Rey convertido en vuestro esclavo y prisionero. Sea como quisieredes, salido habéis con la vuestra, del Rey y Reyno habéis triunfado. Pero guardaos de alabaros de la victoria, porque tengo por cierto que ninguna ventaja me llevaréis en olvidaros vos tanto de las mercedes y favores que de mí habéis recibido, cuanto yo siempre me acordaré de los desacatos y afrentas que con esta prisión me habéis causado. En acabando de decir esto el Rey, porque no le venciese la justa ira para con Ahones, volvió las espaldas, y se entró en otra cuadra, cerrando tras sí la puerta, por no verle más, ni oírle. Como el viejo se vio solo, y tan convencido del Rey mozuelo, quedose como atónito y pasmado: de allí se fue para don Fernando a quien contó puntualmente lo que con el Rey había pasado. Pero aprovechó poco, porque como los dos tenían por libertad y provecho suyo la prisión del Rey, perseveraron en su dañada empresa, y por eso tanto más priessa se dieron en repartir entre si y sus amigos y allegados, los cargos honrosos y caballerías reales: no consintiendo que llegase cosa a manos del Thesorero real, porque lo cogían todo para si.


Capítulo XIIII (XIV). De las pláticas que el Rey tuvo con la Reyna sobre su salida, y de los buenos consejos que oyó de ella, y como a la postre salió por mano de don Fernando, y lo demás que hizo.

De todas estas cosas hacía sus discursos el Rey y aunque hallaba algún desvío y consuelo para
lo demás de sus desgracias, no podía tomar en paciencia, que sin haberle acometido don Fernando con algunos honestos medios, y buena plática en el negocio del Vizconde, hubiese usado con el de un tan vil y afrentoso medio, como haberle encerrado. Considerado esto, y vista la obstinación y poca enmienda (emienda) de Ahones, después de la plática que con él tuvo, conjeturó prudentísimamente, que el
interesse y provechos particulares que se repartían él y don Fernando,
los tenía ciegos, y que así cuanto más se alargase su encerramiento, tanto más crecería la avaricia de ellos, y el Rey no iría padeciendo en su gobierno. Y así imaginaba noche y día todos los modos posibles para salir de aquella prisión, y mostrarse al pueblo: tanto que había determinado de escalarse por una de las
clarauoyas abajo con la Reyna, si quería seguirle. Pero la Reyna como sabia y magnánima, confiando habría otra mejor salida para las cosas del Rey, no vino bien en ello: no temiendo tanto el peligro del escalarse, cuanto la ignominia y afrenta que de huir al Rey se le seguiría: antes varonilmente le amonestaba se encomendase a la gloriosa madre de Dios, a cuya devoción y nombre de niño se había ofrecido: porque con el mismo favor que fue por ella librado de las manos del Conde Monfort, y fortaleza de Monzón, se vería libre con mucha honra del trabajo que padecía. Viéndose el Rey alcanzado de tan santas y buenas razones de la Reyna, tuvo por bien de sosegarse y seguir su consejo. Volviendo pues don Fernando a requerir al Rey, que juntamente con la restitución de las tierras del Vizconde, se le rehiciesen los daños sin faltar nada: determinó de venir bien en ello, con el parecer de la Reyna. Y así despachó luego sus provisiones, y patentes para que todos aquellos pueblos de Cataluña se restituyesen al Vizconde y a los suyos. Maravilláronse
muchos porque antes el Vizconde, cuando volvió con su gente de Rosellón, y estando el Rey preso, no fue de presto a cobrarlos. A esto se responde, que se tiene por cierto lo intentó, pero que halló resistencia en los mesmos pueblos: así porque no les traían provisión del Rey para absolverles del juramento y homenaje que le habían dado: como porque estimaban más ser del Rey que de señor particular. Con esto comenzó el Rey de gozar de libertad, y salió del encerramiento, pasados veinte días justos que entró en él: quedándose don Fernando con la general gobernación de los reynos, por mucho que algunos señores y barones sintieron mal dello, y aunque reclamaron, no les aprovechó por lo que don Fernando con la sagacidad de Ahones se había apoderado de todo. Puesto el Rey en libertad, en el mismo punto envió a la Reyna a la ciudad de Borja, que se sentía preñada, y llegado su tiempo parió al Príncipe don Alonso, de quien adelante hablaremos, y así se partió de Zaragoza: que por la prisión que en ella tuvo, y disimulación de los ciudadanos la tenía medio aborrecida, y se
fue a Monzón, siguiéndola don Fernando con su poca vergüenza con los demás cortesanos y prelados que allí se hallaron. A donde disimulando el Rey con gran cordura lo pasado, y poniendo en plática lo que convenía tratar para el gobierno del Reyno, comenzaron unos y otros a proponer cosas, que
socolor del bien común, tiraban al suyo propio de cada uno por el buen ejemplo que don Fernando y Ahones poco antes les habían dado. De lo cual el Rey quedaba muy sentido, viéndose corto de autoridad y fuerzas, para refrenar tanta soltura, así por sus pocos años, que apenas llegaba a los xvj como por la liga que había entre los del consejo. Mas como no se determinasen en cosa cierta, ni de propósito, el Rey despidió las cortes, y porque le fue forzado, volvió a Zaragoza, a donde insistiendo mucho a los ciudadanos (quizá temiéndose por algún tiempo de la ira del Rey por la disimulación pasada) confirmo con mucha liberalidad todos sus fueros y privilegios. Y también estableció de nuevo a don Gonçaluo Ioan gran Maestre de calatrava, la concesión que el Rey don Alonso su aguelo había hecho de la villa de Alcañiz a su orden, con ciertas reservaciones de derechos y preminencias, por ser de los más principales pueblos del Reyno.


Capítulo XV. Como para concluir las cortes de Monzón el Rey se vino a la ciudad de Tortosa, cuyo asiento y cumplimientos de tierra se describen.

Partióse el Rey de Zaragoza para la ciudad de Tortosa, con fin de concluir en ella las cortes
que comenzaron poco antes en Monzón, para dar orden como poder reprimir las salidas y cabalgadas que los Moros de Valencia hacían en las fronteras de Cataluña, cautivando los Cristianos, y por el rescate destruyendo la tierra. Para esto le pareció sería esta ciudad muy al propósito, poniendo en ella una buena compañía de gente escogida, que estuviese en guarnición, con apercibimiento para salir contra los Moros luego en desmandarse, y hacer muy grande estrago y matanza en ellos, por escarmentarlos: por ser Tortosa tierra poderosa para sustentar esta y mayor guarnición de gente. Mas porque se entiendan sus cumplimientos y excelencias, brevemente describiremos su asiento y fertilidad de campaña, con las comodidades y provechos que por el río y vecindad de la mar se le siguen. Está fundada esta ciudad en los extremos de Cataluña hacia el mediodía, enfrente del reyno de Valencia, a la halda de un monte alto que la defiende de la tramontana: por estar por el poniente y medio día cercada del grande y caudaloso río Ebro, a la ribera del cual está extendida como una media luna. Tiene por el oriente el mar tan cerca, que se puede llamar marítima, así porque no dista de él más de cuatro leguas, como por ser el río tan navegable de allí a la mar, que con galeras se puede subir hasta dentro de ella, y con barcos muchas más leguas río arriba. De donde le viene ser la más proveída ciudad de la Europa, de muy excelente pescado: el cual se sube río arriba y cría en él con grandísima abundancia; porque son de las muy raras y gustosísimas especies de peces (pesces), los que en él se pescan entre otros, Lampreas, Asturiones, Sabogas, Mujoles, y Atunes, con otros géneros de pescado pequeño. De los cuales por su delicadeza y gran copia hacen mucha mercaduría los ciudadanos. Porque puestos en pan, y distribuidos por todos los tres reynos, demás de que se conservan libres de corrupción muchos días: son de tan suave gusto y delicado sustento, que muchos que pasaron con ellos regaladamente los ayunos de la cuaresma, llegados al carnal, no son parte las carnes y
volatería para que los olviden. Mas aunque dan estos peces gran hartura y ganancia a la ciudad, no por eso carece de muy buena provisión de carnes. Porque de más que sus montes abundan de muy excelente caza de venados, y toda montería, también se crían en los campos y llanuras copia de ganados mayores: con muy apacible vega llena de todo género de mieses y frutas. Por donde viene a ser esta ciudad no solo muy proveída de todo lo necesario para la vida humana, pero de su propio asiento es muy habitable y deleitosa: si la gente, que es de lo más afable de Cataluña, a la cual el Rey en su historia tanto alaba de valiente y belicosa (por ser muy diestra en el ejercicio de la ballestería), convirtiese su belicoso furor contra los Turcos y Moros, y no como suele algunas veces, contra si misma.


Capítulo XVI. Como don Fernando y Ahones burlaban del gobierno del Rey por el edicto de guerra que publicó sin consultarlo con ellos, y como fue a cercar a Peñíscola.


Acabó el Rey en Tortosa las cortes, de donde se partió luego, enfadado de la desordenada ambición y soberbia de don Fernando y Ahones, que por haberles salido tan a su salvo el acometimiento de la prisión pasada, eran en el gobierno y trato más intolerables que antes. Pues no solo se había usurpado el cargo de la general gobernación del reyno, pero cuanto el Rey, con el buen consejo de otros, mandaba hacer, se lo estorbaban, y pretendían que así como el conde don Sancho como a viejo caduco, así al Rey como a muchacho, y de poca experiencia, le habían de privar del gobierno.
De manera que por apartarse el Rey de ellos, se fue a una villa cerca de Tortosa, llamada Horta, que era de los caballeros Templarios. Los cuales con los de la orden del
Ospital, desde su niñez siempre favorecieron mucho a su Real persona, y mantuvieron su autoridad y respeto fidelísimamente. Quedáronse en Tortosa don Fernando y Ahones que no quisieron seguirle, y como el Rey se vio libre de ellos, a consejo de los mismos caballeros comendadores, y otros Barones de los dos reynos, que en no estar con él don Fernando acudieron a ofrecérsele, hizo un edicto general, por el cual mandó a todos los barones y caballeros de los dos reynos, que tenía del gages y caballerías de honor, y de sus Reyes antepasados y también a las villas y ciudades reales, que para cierto día se hallasen juntos con sus personas, armas y caballos, y la más gente que pudiesen: porque había de mover guerra a fuego y a sangre contra los moros del reyno de Valencia, para el ensalzamiento de la fé católica, y destrucción de la secta Mahomética, y por reprimir las correrías y daños que estos hacían en los reynos de Aragón y Cataluña. A este edicto, no solo no obedecieron don Fernando y Ahones, por haberse hecho sin consulta suya, pero con gran ultraje lo menospreciaron, y procuraron con algunas villas y ciudades reales dejasen de obedecerle, que ellos los librarían de la pena que por ello incurrirían. Con esto, no curando del Rey, se fueron los dos a holgarse a Zaragoza, para contemplar desde allí lo que el Rey haría sin ellos, y burlar, como decían, de sus pueriles empresas: las cuales no querían estorbar del todo, por no perder la esperanza de algún siniestro suceso en la persona del Rey, por ocasión y asidero de cosas nuevas, que por hallarse muy ricos, emprendería de buena gana. Mas el Rey, puesto que sentía mucho estos menosprecios que le refrescaban las llagas pasadas, y que no faltaba quien muy de veras le animaba para proceder contra los burladores a castigarlos: determinó como prudente, por entonces disimular con ellos, confiando que con el tiempo no le faltaría alguna ocasión para tomar la enmienda, alomenos de los atrevimientos y soberbia de Ahones, de quien se tenía por mucho más ofendido. Pues como llegasen dos compañías de infantería, con otras dos bandas de caballos ligeros: de Cataluña: y más otra tanta gente que de Aragón trajeron (truxeró) don Blasco de Alagón, y don Atho de Foces, con don Artal de Luna, el cual siempre zahería (çaheria) al Rey los favores hechos a Ahones: salió de Horta con ellos, y con los Comendadores de las dos órdenes, a hacer una entrada por los primeros pueblos del Reyno de Valencia, mientras llegaba el término de la convocación de Teruel. Pasó pues a vista de Tortosa ribera de Ebro abajo, donde recogiendo los ballesteros de ella, llegó con mediano ejército a la marina, y fue por ella adelante hasta meterse dentro del reyno de Valencia. A donde hechas sus arremetidas, talando los campos y haciendo presa en los lugares marítimos, llegó a poner campo sobre la villa de Peñíscola; a la cual los Cosmographos, por lo que se dirá de ella, llamaron Península, y esta toda ella asentada sobre un grande cabo, o promontorio que entra en la mar, y que por su grande altura servía de atalaya para mar y tierra por toda aquella frontera. Por esta causa el Rey de Valencia la tenía bien guarnecida de gente y municiones como una de las más principales plazas del Reyno, y por eso tanto más nuestro Rey la codiciaba con mucha razón. Porque su asiento de más de ser naturalmente fuerte, representa de su misma figura un grandísimo monstruo, compuesto de cosas casi contrarias entre si, sino que todas ayudan para más fortificarlo. El cual por ser raro, y que en ninguna otra parte del mundo se entiende haber otro semejante sitio de Fortaleza, por haberle visto, describiremos en el capítulo siguiente lo que se puede decir de él.

Capítulo XVII. Del extraño asiento (aßiéto) de la fortaleza de Peñíscola, y como la fortificó, y se defendió en ella Papa Benedicto Luna, todo el tiempo de su pontificado.

Tiene este promontorio, o cabo de Peñíscola (que por la punta mira al sol cuando nace, en derecho de la Isla de Mallorca) de cerco mil pasos. Y así de ancho como de largo por ser el suelo áspero y desigual, hasta 500. su asiento y cuerpo de él es un perpetuo peñasco altísimo, y que se va cuanto más sube estrechando, y por todas partes, sino por donde está la población asentada, hecho a peña tajada. Al cual cerca la mar casi del todo, que solo queda descubierto el paso con que se junta con la tierra firme, y a esta causa le llamaron en lengua Latina Península, que quiere decir casi Isla: pero este paso es tan estrecho, que las más veces en crecer las olas del mar viene a ser Isla del todo, y tal se queda agora artificiosamente hecha. La altura del promontorio es tanta, que de más de lo mucho que alegra con su espaciosísima y muy extendida vista de mar, y tierra suelen descubrirse las naves de allí a 30. millas. Hay en lo más alto una plaza tan ancha que se pudo edificar en ella una inexpugnable fortaleza, con un templo y palacio tan grandes, que pudieron aposentarse en él los que abajo diremos: quedando sola aquella parte del monte que mira a la tierra, y está algo pendiente para el asiento de la villa, con una sola puerta para entrada y salida de ella. La cual tan bien está defendida de un bravo e inexpugnable baluarte, con su puente de madera levadiza para la tierra. También el mar que rodea el promontorio por ambas partes y por delante es tan profundo que para pequeñas naves hace fondo: y sino del Levante, que a todas partes la descubre, contra los demás vientos, no solo se defiende con la altura y oposición del monte (pasándole las naves, como quien hurta el cuerpo, del un mar al otro) pero aun contra los corsarios están ellas con la fortaleza y su artillería por toda parte defendidas. Finalmente hay dos cosas que hacen el asiento de ella admirable, y como monstruoso. Una es las muchas cuevas y cavernas que hay en lo íntimo y profundo del monte, tan abiertas y penetrables al mar, que las olas salen por las bocas dellas con grandísimo ímpetu y estruendo, revueltas con infinito número de conchas (pesces que llaman Saxatiles los Latinos) y que siendo las peñas fundamentales por lo intrínseco del monte tan combatidas del continuo ímpetu del mar, no solo no se rompen, ni menguan, pero se aprietan y con la sal del agua más se fortifican. La otra es una fuente clarísima y dulcísima que con gran golpe de agua nace en lo más bajo del pueblo, entre las bocas por donde salen las olas saladas, solamente para el uso y servicio de la fortaleza y villa, pues luego a seis pasos de donde nace vuelve a hundirse en la mar. Porque se vea como naturaleza usó casi de artificio, para fortalecer, y hacer inexpugnable este lugar. Como lo conoció bien el Papa Benedicto xiij, de su nombre propio llamado Pedro de Luna aragonés de la villa de
Caspe: cuando estuvo en ella retirado. Cuya historia aunque bien divulgada por otros, todavía por lo que toca a la Fortaleza de la cual se valió él para su habitación y defensa, la referiremos aquí brevemente. En el año del Señor 1394. muerto Clemente Pontífice, que residía en Auiñon, el colegio de sus Cardenales, eligió en Pontífice a este Pedro de Luna Cardenal, que tomó nombre de Benedicto xiij. El cual teniéndose por verdadero y canónicamente elegido Pontífice (no embargante que el Rey de Francia comenzó a mostrársele contrario) se contentó con la obediencia que le daba la nación Española con la provincia de Guiayna. Mas para mejor y más seguramente poder regir su Pontificado en competencia de otros dos Pontífices que había electos, se recogió en esta fortaleza de Peñíscola, donde edificó el palacio y templo que dicho habemos, tan magníficos y suntuosos, que pudieron residir en ellos la persona del Pontífice con sus Cardenales por muchos años, y con el fortísimo sitio del lugar, defenderse de los que procuraban su deposición y anular su dignidad y persona. Y aunque los dos que concurrieron con él, por orden y decreto del concilio de Constancia renunciaron el Pontificado: pero Luna, ni por las exhortaciones y censuras del concilio, ni por la intervención de ruegos de los Reyes Cristianos, ni por la venida, e intercesión del Emperador Sigismundo, que para solo efecto de quitar tan gran scisma vino de Alemaña a Perpiñan, adonde fue Luna a verse con él, jamás pudieron acabar que renunciase como los otros. Ni hay que dudar, sino que la confianza de su fortificada Peñíscola, y seguridad que allí tenía de su persona, le hizo con tan larga vida perseverar en su pertinacia. Porque los años de su pontificado pasaron de 30, y los de su vida llegaron a noventa.

Capítulo XVIII. Como apretando el Rey el cerco de Peñíscola, temió el Rey de Valencia no pasase adelante, y procuró treguas con él, y le dio los Portazgos de Valencia y Murcia.


Volviendo al Rey, luego que acabó de reconocer el sitio e inexpugnable asiento de la villa, no quiso batirla, sino para atemorizar a los vecinos, poner el cerco y hacer arremetidas por los contornos, talando los campos, robando y quemando las caserías, y poniéndolo todo a cuchillo. De esto llegó luego la nueva a la ciudad de Valencia, y como suelen las cosas crecer con la fama, no solo se dijo que el Rey había tomado por asaltos a Peñíscola, y pasado todos a cuchillo, pero se afirmaba, que con todo su ejército venía a gran furia para la ciudad, y que estaba ya en Murviedro, a 4 leguas de ella. Con esta nueva súbita y tan espantosa Zeyt Abuzeyt Rey de Valencia con todos los principales, y pueblo se hallaron tan atajados, que del temor y espanto, se levantó tan grande grande alarido por toda la ciudad como si les entraran ya los enemigos por las puertas. Mas en haber llegado segunda nueva, y entendido que ni el Rey, ni su ejército habían pasado de Peñíscola, antes se estaban sobre ella, cobraron aliento, y luego enviaron embajadores para que hiciesen treguas con el Rey: y solo que alzase el cerco de Peñíscola, y se fuese de todo el reyno, prometiesen darle cada año el Quinto de los Portazgos de Valencia para Murcia. Pareció al Rey, y a todos los de su consejo no solo
provechoso el partido que Abuzeyt ofrecía, pero muy aventajado y honroso; por haber con sola la fama y opinión, más que con hecho de armas, acabado una apenas comenzada guerra, y con ella
tomado el corazón a los enemigos, que por tiempo había de acometer de propósito.
Y así reconocidos los poderes de los embajadores, se firmaron los capítulos y obligaciones de las treguas y portazgos. Mas aunque algunos dudan de esta salida del Rey, y del cerco que puso sobre Peñíscola, por cuanto en su historia no hace mención de ella, sino de los portazgos que le ofreció el Rey de Valencia por las treguas que se le otorgaron: con todo eso ya fuera la duda, así porque como otros escritores afirman, el Rey vino con ejército formado sobre Peñíscola, y la puso en grande aprieto, como porque el pedir treguas, y otorgar portazgos presuponen alguna grande opresión y necesidad de guerra, en que el Rey puso al de Valencia. Y no es bien que se borre en muchos
escritores lo que solo uno se olvidó. Y así parece cierto, que por alguna gran fuerza de armas le concedieron las dos cosas, y ninguna otra se halla que pudiese ser por entonces, sino, o porque el Rey alzase el cerco de Peñíscola, o porque el Rey hubiese hecho muestra de pasar adelante con su ejército contra la ciudad, ni obsta lo que el Rey de si dice, que vino a Teruel adonde había de juntarse el ejército: cuya tardanza, y falta de provisiones, causó la concesión de las treguas,
porque como sea poca la distancia de Tortosa a Peñíscola, y de allí a Teruel, así se pudo hacer lo uno y lo otro, y que el Rey hiciese un acometimiento contra Peñíscola, y que a causa de no haberle acudido el ejército que esperaba, hubiese sido forjado de otorgar las treguas en Peñíscola, y publicarlas en Teruel, donde había de ser la junta del ejército. Concuerda pues con la historia del Rey, que las treguas se concluyeron en Teruel: pero así de ellas como de los portazgos la
principal causa fue el cerco puesto sobre Peñíscola, como arriba hemos dicho. Mas porque en esta, y en otras muchas partes de su historia, el Rey hace muy honrosa memoria de Teruel y sus ciudadanos: ni se halla que emprendiese jornada alguna de guerra sin el favor y compañía de ellos, será bien que digamos algo de su antiguo origen y poderío, con el asiento y fortificación de su ciudad, y de otras cosas muy memorables de ella.



Capítulo XIX. De la origen y fundación de la ciudad y comunidad de Teruel, y de su poder, y valor de ciudadanos.

Fue siempre Teruel célebre ciudad y cabeza de los antiguos Edetanos montanos del reyno de Aragón, que hoy llaman los Serranos, y para los de Valencia está puesta al Septentrión, llamada Teruel, como se cree, por el río Turia que pasa por ella. Puesto que tiene la ciudad por armas un toro que mira a la estrella del norte, para denotar la fortaleza y norte que tuvo siempre en su gobierno. Fue conquistada y ganada de los moros en el año del Señor 1170, y 1171, por el Rey don Alonso segundo que estuvo 15 meses sobre ella, y la ganó con el favor e industria de ciertos capitanes Aragoneses, y Navarros que se señalaron mucho en la conquista, a los cuales por conservación de
la tierra, mandó quedar a poblarla, como a cabeza y guarda de toda la Serranía, que dijeron de Ydubeda, Y así por atraer gentes para habitarla, como por estar puesta en frontera, donde cada día se había de venir a las manos con los moros de Valencia, el mismo Rey les concedió gozasen de los más favorables fueros y privilegios que se hallaron en toda España, como fueron los de Sepúlveda (Sepulueda). Por donde con estas libertades, y ser la tierra fértil de pan y de ganados mayores y menores, con el rico trato de lanas y paños, y sobre todo con las continuas cabalgadas que hacían en el reyno de Valencia contra los Moros, se dieron tan buena maña que en poco tiempo levantaron su ciudad fuerte y muy bien labrada, cercándola de alto y bien torreada muro, y así en las casas como en los demás edificios públicos; es comparable con cualquier otra. Demás que de su tamaño, así en muchos grandes y muy suntuosos templos, con sus torres de campanas altísimas, y artificiosísimamente hechas de tierra cocida: como en número de sacerdotes, se halla
ser de las señaladas de España. De donde le ha venido que por verla tan bien dispuesta para ello, en estos tiempos, a suplicación de la Majestad de nuestro gran Philippo II, por concesión de nuestro muy santo padre Gregorio Papa xiij, ha sido fundada iglesia catedral y obispado en ella. Finamente como concurrieron de los más antiguos y buenos linajes de Aragón y de Navarra en su conquista.
Y así fue de su principio poblada de gente valerosa, hidalga, y belicosa. De ahí vino que todos los pueblos que están en sus contornos, que también fueron luego de Christianos, viendo el buen gobierno y prudente trato que los de Teruel tenían en la administración de su ciudad y
repub. y la razón y justicia que a todos guardaban, hicieron voluntaria amistad y comunidad con ellos, entregándoles el gobierno de todos sus pueblos, que son no menos de ciento. Con esta hermandad y junta de pueblos ayudados los de Teruel, y ampliada su jurisdicción con el favor de sus fueros y privilegios, se ejercitaron mucho en las armas, y llegaron a valer y poder tanto en las cosas de la
guerra, que de ninguna gente así de a pie como de a caballo se valió el Rey tanto para la conquista de Valencia como de la de Teruel. Confiésalo esto el mesmo Rey en su historia, y también dice de un noble ciudadano llamado Pascual Muñoz, el cual había sido antes criado del Rey don Pedro su padre, que fue tan rico, y liberal que de su hacienda y bienes, con lo que se valió de sus amigos, prestó al Rey gran suma de dinero, e hizo provisión de mantenimientos para el ejército que traía
el Rey, por espació de 20 días. De este Pascual Muñoz se halla que fue su segundo nieto aquel Gil Sánchez Muñoz Canónigo de Barcelona, que muerto Benedicto Luna, de quien arriba hablamos,
fue por el collegio de los Cardenales que allí se hallaron, electo summo Pontífice, llamado Clemente VIII, y luego después por quitar la scisma, renunció el Pontificado, y en recompensa le dio el obispado de Mallorca donde murió.


Capítulo XX. Como yendo el Rey para Zaragoza se encontró con Ahones, y de la reñida plática que tuvo con él, como le prendió, y se le fue de las manos.

Concluidas las treguas con el Rey de Valencia, mandó el Rey despedir el ejército. También
se despidió de los ciudadanos de Teruel con mucho amor, señaladamente de Pascual Muñoz por lo bien que le había hospedado y servido. De ahí determinó pasar a Zaragoza, a donde don Fernando, y Ahones se habían todo aquel tiempo entretenido, y sabido por relación de muchos, que el Rey (a quien ellos llamaban el muchacho) había varonilmente acabado la jornada de Peñíscola, y ganado el quinto de los Portazgos, y con tanta honra y ventaja suya otorgado las treguas al Rey de Valencia. Puesto que si la gente que estaba convocada llegara para el plazo a Teruel, hubiera proseguido la guerra, o sacado mejores partidos del enemigo: así mismo entendieron los servicios y ofrecimientos que los de Teruel le hicieron, y que en fin regía y gobernaba, y era muy obedecido y reverenciado sin la asistencia y consejo de ellos. Las cuales
nuevas en nada fueron alegres para los dos, antes se dolieron de oírlas: como por lo contrario se animaron mucho los Zaragozanos con ellas, pareciéndoles, aunque tarde, muy mal lo que don Fernando, y Ahones habían cometido antes contra su persona, y autoridad del Rey. Por lo cual los maldecía ya todo el pueblo, y estaba apique de apedreallos. Y vino esto a tanto, que don Fernando se hubo de salir de noche secretamente de la ciudad a ciertos lugares suyos: y Ahones, viéndose tan acosado del furor del pueblo, determinó ausentarse. Para esto juntó hasta 60 hombres de armas suyos muy bien puestos, y acompañado de don Sancho su hermano Obispo de Zaragoza, se partió con gran fausto para Teruel a verse con el Rey, por mostrarse poderoso, y como quien tal no hizo, que dicen volver a su primer cargo y mando. Acaeció que como por el mismo tiempo el Rey partiese de Teruel para Zaragoza, y llegase a Calamocha que está una jornada de él, supo cómo en aquel punto había llegado Ahones al mismo pueblo y que ya entraba por palacio. Oyéndolo el Rey, y mostrando grande alegría de ello, salió a él, y le recibió con mucha afabilidad y contentamiento. Preguntándole, después de haber visto su caballería que traía desde una ventana delante de palacio, para dónde llevaba su camino con tanta y tan bien armada gente, siendo ya acabada la guerra, y firmadas las treguas con los de Valencia, respondiole Ahones con gravedad muy entonado, que él y el Obispo su hermano con su gente de a
caballo iban derechos al reyno de Valencia para hacer alguna buena cabalgada contra los moros, por valerse de ella para rehacer los gastos que hacían en esta jornada. El Rey que oyó esto, antes de pasar la plática más adelante, le dijo, que se fuesen luego por la mañana a Burbaguena dos leguas de allí, porque tenía negocios muy importantes al estado que comunicalle, y saber su parecer sobre ellos. Como oyó esto el Obispo don Sancho, teniendo ya a su hermano por reconciliado con el Rey
y vuelto en su amor y gracia, y que todo sería como antes, despidiose del Rey, el cual se le mostró muy afable, y fuese a holgar a un lugar suyo llamado Cutanda muy cerca de allí, aunque apartado del camino Real. Llegada la hora, el Rey se puso a cenar con Ahones, y pasando con mucho regocijo hasta que fue hora de dormir, fuese Ahones a donde le aposentaron muy bien con su gente y criados. A la mañana oída misa y tomado refresco continuaron su camino para Burbáguena. En
esta jornada seguían al Rey don Blasco de Alagón, don Artal de Luna, don Atho de Foces, don Ladrón, don Assalid Gudal, y Pelegrin Bolas, principales señores, y barones del Reyno, a los
cuales mandó el Rey que no le dejasen que los
hauria bien menester, aunque no les descubrió su ánimo ni propósito de lo que determinaba hacer. Llegaron pues de mañana a Burbaguena, que era lugar de los Templarios, y se apearon en un palacio de ellos, y el Rey que solo llevaba una cota de malla con su espada ceñida, mano por mano se subió con Ahones a la sala del palacio con los suyos, quedándose en el patio toda la gente de Ahones a caballo, pensando que sería corta la plática. Apartados los dos a una ventana de la sala y sentados en los banquillos de ella, el Rey comenzó blandamente a quejarse de Ahones, y después poco a poco a embravecerse. Diciendo que por su culpa y mal ejemplo había sido causa, que ni él, ni los otros caballeros y grandes del Reyno, ni las villas y ciudades reales, siendo convocados, viniesen para Teruel a comenzar la guerra contra los de Valencia. Y así perdida tan buena ocasión como tenía para proseguirla con mucha gloria suya, le fue forzado otorgar las treguas. A las cuales, le avisaba, había de estar, y no romperlas por todo lo del mundo. Y así le rogaba mucho no pasase más adelante, ni tentase por la vida de hacer lo contrario. Sonreíale Ahones a todo lo que el Rey le decía, y rehusaba de volver atrás su empresa, diciendo que él, y el Obispo su hermano habían hecho muy grandes gastos para esta jornada, y que no tenían de donde rehacerlos, sino de las presas que harían en el Reyno de Valencia. A esto respondió el Rey ya
con cólera, que no faltaría de donde rehacer los gastos, solo que las treguas se guardasen, porque a su palabra dada no podía faltar. Pero todavía perseverando en su porfía Ahones, a quien el Rey era ya igual de cuerpo, aunque no llegaba a los xviij años, pasando ya Ahones de los lxv.
hechole mano, diciendo que se tuviese por su prisionero. Como Ahones pusiese mano a la espada por la empuñadura, de la misma le echó mano el Rey, y le impidió, que ni la pudiese sacar, ni quitarla de la cinta. Mas los caballeros del Rey que estaban al cabo de la sala viéndolos a los dos, echaron mano a las espadas, y revueltas las capas a los brazos, se pusieron a la puerta de la sala, para defender la entrada a los hombres de armas de Ahones. Los cuales como oyesen las voces de arriba, xl de ellos se apearon de sus caballos, y rompiendo por medio de los caballeros entraron en la sala, donde hallaron al Rey tan asido con Ahones que se pusieron con gran fuerza (aunque con algún acatamiento) a desasirlo: estándoselos mirando desde la puerta de la sala los caballeros del Rey, y no ayudándole, por verse desarmados, y lo poco que podían resistir a los muchos y armados de Ahones, y porque en echar mano a la espada podía peligrar la persona del Rey. De suerte que le quitaron a Ahones de las manos, llevándoselo los suyos, el cual luego subió en un caballo, y se fue bien alterado con ellos.


Capítulo XXI. Del gran ánimo y diligencia con que el Rey persiguió a Ahones, y como le alcanzó, y como de una lanzada que le dio don Sancho de Luna murió en las manos del Rey.


En ningún tiempo de su vida, antes, ni después, se vio el Rey tan encendido en cólera como cuando los soldados de Ahones se lo quitaron de las manos, y que con el favor de ellos se le iba sin poderle
alcanzar. Mas no por eso perdió su coraje, sino que para mejor seguirle, en el mismo punto bajó al patio, y subió en un caballo de un hidalgo de Alagón, el primero que vio, y con las mismas armas, que se hallaba, fue a espuela hita en seguimiento de Ahones: el cual a gran furia caminaba hacia Cutanda para el Obispo su hermano, recelándose no le tuviese el Rey por otro camino puesta alguna celada de gente para cogerle, y más por la que saldría de los lugares en favor del Rey en ver que le perseguía. Siguieron pues al Rey al salir de Burbaguena, Gudal, Pomar y Foces con solos cuatro
de caballo: tras ellos don Blasco con los demás hasta 46 caballos ligeros. Como llevase Foces la delantera, dos de los hombres de armas de Ahones que con el peso de ellas corrían poco, volvieron las lanzas para él, y le derribaron del caballo mal herido, al cual luego socorrieron don Blasco y don Artal, pasando los de Ahones adelante. Con todo eso iba el Rey con solos Gudal y Pomar de compañía en seguimiento de Ahones, a quien poco antes había descubierto desde un cerro pequeño, que iba con solos xx. caballos por la falda de un monte a gran
priessa. En este medio don Blasco y don Artal después de haber atado las llagas a don Atho, corrieron tras Ahones a rienda suelta, y como le estuviesen ya cerca, volvió los ojos, y en viéndolos pensó que con ellos venía sobre él algún gran tropel de caballos. Mas como no hubiese lugar para huir y escapar de ellos, por traer él y los suyos los caballos muy cansados, determinó recogerse a un pequeño monte que se ofrecía delante, confiando que mientras allí se haría fuerte, acudiría con gente el Obispo su hermano
y le libraría. Pero el Obispo nunca acudió, y se creyó que de temor de que no hubiese también para él su ramalazo, por lo que antes había intervenido (entrevenido) con don Fernando y Ahones en el encerramiento del Rey. De manera que subido al monte Ahones con los suyos, uno de ellos, como no le tuviese allí por seguro, se apeó para darle su caballo, por que se escapase por la otra parte del monte. Mas luego fueron a vista de él, don Blasco y Artal para los pasos. Comenzando los
de Ahones a echar cantos y tirar muchas piedras para impedirles la subida, el Rey que no estaba ocioso, subió muy aprisa por la otra parte a lo más alto del monte, y antes de ser visto, ni sentido,
le tomó (tomole) a Ahones las espaldas. Los suyos que vieron al Rey, desampararon a su señor y huyeron todos. Solo quedó un camarero suyo llamado Mezquita, que se puso tras un peñasco por ver el triste suceso de su amo. En este punto don Sacho Martínez de Luna uno de los caballeros que seguían al Rey, arremetió para Ahones, y le dio una cruel lanzada por el lado derecho por la
escotadura del perpunte, de la cual sintiéndose Ahones herido a muerte, se abrazó con el cuello del caballo, y echándose a la parte siniestra, cayó medio muerto. Mucho se ofendió el Rey de ver tan malherido a Ahones, siendo su ánimo solo de prenderle, y no matarle, y así apeándose del caballo le abrazó, y con muchas lágrimas le consoló, reptándole mansamente, y echándole la culpa de todo lo que se había seguido, que si le creyera, no le sucediera tan mal: mas que tuviese buen ánimo que no le desampararía jamás. A esta sazón llegó don Blasco, diciendo al Rey a voces, dejadnos señor despedazar este león, por vengar de una las muchas injurias que ha hecho a vuestra real persona, y como asestase ya la lanza para herir a Ahones, el Rey se puso en medio de los dos, y dijo muy
airado, teneos don Blasco, teneos, porque no heriréis a Ahones sino a mi persona.
Con todo esto, Ahones sintiéndose ya mortal, encomendó a Dios su alma, y al Rey sus cosas, y calló porque le faltó el espíritu y la palabra, a causa de la mucha sangre que le corría de la herida. Mas el
Rey apretándosela muy bien, mandó que le pusiesen a caballo, con uno que le tuviese, y le llevasen a Burbaguena, pero faltándole ya la sangre murió en el camino. Lo cual sintió el Rey en el alma;
y mandó que pasasen a Daroca que no está lejos, y acompañó su cuerpo, haciéndole enterrar en la iglesia mayor con la honra y pompa que por entonces se sufría.
Fin del libro tercero.


Libro segundo

LIBRO SEGUNDO DE LA HISTORIA DEL REY DON IAYME DE ARAGÓN, PRIMERO DE ESTE NOMBRE, LLAMADO EL CONQUISTADOR 

Capítulo I. Que muerto el Rey, los de su ejército determinaron alzar por Rey a su hijo el Infante don Iayme, y lo que hicieron por sacarle de manos del Conde Monfort.

Muerto el Rey los principales de su ejército, vueltos al Real, entregaron su cuerpo a los caballeros de sant Iuan del Hospital, a cuya orden había hecho muchas mercedes, y dado villas y castillos, para que con toda pompa y ceremonias reales le sepultasen, como lo hicieron, llevándole sobre sus hombros al monasterio de Xixena, a donde su madre la Reyna doña Sancha, después de haber hecho profesión de religiosa, poco antes había muerto. Y en fin le sepultaron en un magnífico y bien labrado sepulcro, haciéndole sus obsequias reales, y acostumbrada novena, con grande suntuosidad y llantos. Pues como por haber muerto el Rey sin hacer testamento, quedasen las cosas de los Reynos confusas, y muy turbadas, a causa de no haber sucesor nombrado, don Nuño Sánchez primo hermano del Rey, e hijo del Conde don Sancho, y don Guillen de Moncada, y don Guillen de Cardona (a los cuales no quiso aguardar el Rey, y llegaron ya muerto él al ejército) con otros principales de los dos reynos, se juntaron, y determinaron, que por los movimientos que por faltar el Rey se podían seguir en los pueblos, y por evitar bandos y divisiones entre los Reynos, se diese con toda presteza la sucesión, y declarase Rey el Infante don Iayme, hijo único del muerto, antes que saliesen de través otros que le pusiesen en cuentos el reyno, con el obstáculo de la legitimidad.
Pues aunque la separación, o divorcio, que el Rey había hecho con la Reina su mujer madre de Don Jaime: con la sentencia del Pontífice había sido dado por mal hecho, y declarado por legítimo el matrimonio entre los dos: pero todavía, como el Rey no había obedecido la sentencia, quedaban muchos dudosos, y aun fáciles para creer lo contrario. Demás de esto les movió para hacer esta diligencia, ver que no habiendo el Rey nombrado sucesor, don Sancho padre de don Nuño y hermano menor del Rey don Alonso padre de don Pedro, intitulándose Conde de Rosellón, pretendía la sucesión de los reynos, por haber sido llamado a ella en el testamento del Príncipe don Ramón su padre, faltando don Alonso su hermano, y también don Fernando hermano de don Pedro, el cual con la esperanza de reinar estaba determinado de renunciar el hábito de monje que había tomado. Y con esto cada uno por si comenzaban a maquinar (machinar) secretamente, y llevar adelante su intento. Para esto tenían ya ganadas las voluntades de algunos ricos hombres de Aragón. Y por esta causa don Nuño y don Guillen con todos los demás se conformaron en lo determinado, y juntaron más compañías de soldados: pues los demás del estado de Mompeller, y del principado de Cataluña, venían en ello, para formar campo contra el Conde Monfort, que siempre estaba con su ejército entero. Lo cual hacían no tanto para vengar la muerte del Rey, cuanto por haber a su mano el Infante don Jaime, al cual el Conde, por orden del Rey y mandamiento del Pontífice, como está dicho, había tomado a su cargo para criarlo. Fue cosa memorable la que hizo don Nuño, que siendo hijo del Conde don Sancho, a quien, si saliera con el Reyno, había de suceder, no quiso seguir la parcialidad de su padre, sino guardar toda fidelidad al verdadero sucesor Don Jaime. Pues como el Conde Monfort sintió todo esto, con el orgullo de la victoria pasada, juntó mayor ejército, a fin de defenderse del real, y alzarse con don Jaime, para con la persona de él sacar muy buenos partidos de los reynos.


Capítulo II. Que por sacar a don Jaime de las manos del Conde, se hizo embajada al Pontífice, y de su respuesta.

Como los del campo real vieron que el Conde se ponía de veras en defensa, acrecentando su ejército cada día, no quisieron poner en ejecución lo que habían determinado contra él, sino entretenerle hasta ver, si enviando embajadores a Roma al Pontífice, alcanzarían con su favor que el Conde les entregase al Príncipe don Jaime, y así concordaron en hacer embajada, la cual emprendieron don Guillen Cervera, y don Pedro Ahones, capitanes valerosos, juntamente con don Guillen Monredon vicario del maestre del Temple en los dos reynos de Aragón y Cataluña, con poderes bastantísimos y particular orden, para que si el Conde rehusase de entregar al Infante, mandándoselo el Pontífice, le denunciasen de nuevo la guerra a fuego y sangre, en nombre de los dos reynos: y que don Pedro Ahones uno de los embajadores, le enviase a desafiar de persona a persona, retándole de traidor y fementido, por no restituir a don Jaime a los suyos. Los que más procuraron y solicitaron esta embajada (según dice la historia) fueron don Español Obispo de Albarracín (Aluarrazin), y don Pedro Azagra señor de la misma ciudad, para que juntamente, con dar calor a la restitución del Príncipe don Iayme, fuesen a la mano a don Sancho y don Fernando, por las diligencias que cada uno de ellos hacía por si. Y aun escriben algunos, que el mismo Obispo fue en persona por este negocio a Roma. Puestos en Camino los embajadores, al cabo (acabo) de muchos días llegaron a Roma con grande acompañamiento de gente y criados, y muy cubiertos de luto hicieron su entrada: donde como se acostumbra con los embajadores fueron con grande honra recibidos del pueblo Romano, que se acordaba muy bien de la liberalidad que con él hizo el Rey muerto, el día de su coronación. Lo primero que los embajadores hicieron, fue ir a besar las manos a su señora y Reyna doña María, con la reverencia y acatamiento que como súbditos y vasallos debían. Y declarando la causa de su embajada, contáronle del Rey su marido cosas de grande lástima: y del Príncipe su hijo de mucha prosperidad, pues quedaba vivo y sano: en lo demás, las grandes diferencias y distensiones en que los reynos andaban, divididos en parcialidades, y para perderse del todo, si el Conde Monfort no les restituía al Príncipe su Señor para alzarle por Rey. Oído esto por la Reyna que tan hecha estaba a oír, y ver trabajos y calamidades de los suyos, dio gracias a nuestro Señor por todo, dejándolo a su divina disposición y voluntad: y suplicó al Pontífice mandase luego dar audiencia a los embajadores. Los cuales muy cubiertos de luto, y con semblante triste y lloroso llegaron a besar al pie a su Santidad y dada facultad para declarar su embajada, el vicario del temple Monredon que era hombre elocuente, y ya de antes conocido del Pontífice, dijo de esta manera. Beatísimo Padre, contar agora muy en particular a vuestra Santidad la triste y lamentable muerte del valerosísimo e invictísimo Rey nuestro, y crueldad con él usada, ni lo sufre nuestros sollozos y lágrimas: ni es bien, a quien tiene ya entendida y muy de veras sentida tan miserable muerte, renovar su dolor con repetirla. Basta que brevemente se entienda, como aquel Conde Simón Monfort, a quien vuestra Santidad, por intercesión y ruegos del mismo Rey hizo tantas mercedes, como todos sabemos, y fue tan amado suyo, que le encomendó su único hijo nuestro Príncipe don Jaime: el mismo convertido de muy amigo y privado en enemigo cruelísimo, salió al campo con ejército formado, y no solo osó acometer al ejército real, pero con desenfrenado furor mató al mismo Rey nuestro, de quien poco antes Vuestra Santidad, había coronado de corona Real, y con esas sacrosantas manos consagrado por Rey. Por cuya muerte súbita, y de otros principales señores que con él murieron, quedan las cosas de la corona de Aragón tan confusas, y tan
divisos entre si los reynos, que si con brevedad no se atajan tantos inconvenientes, sin duda vendrán (vernan) a total perdición y ruina. Ansí por la gran parcialidad que por si hacen don Sancho tío del Rey, y don Fernando el hermano, que pretenden la sucesión: como por los principales capitanes de los reynos, que con el poder del ejército real, y con la mayor parte de los pueblos, les contradicen. Los cuales para más quietud de todos, piden al Príncipe don Jaime por Rey, porque lo tienen por legítimo Señor y verdadero sucesor ab intestato. Pues la separación y divorcio que el Rey hizo con la Reyna nuestra señora, que la otra parcialidad alega para anular el matrimonio, y legítima sucesión del Príncipe, ya por sentencia dada por vuestra Santidad fue condenada, y dado el matrimonio y sucesión por buenos. Y así la suma de nuestra embajada es, suplicar a vuestra Santidad mande al Conde Monfort restituya luego al Príncipe don Jaime a los generales del ejército real, para jurarle por Rey, antes que el mismo Conde, temiéndose que los nuestros le han de perseguir, más por vengar la muerte del Rey, que por cobrar al Príncipe, se junte con don Sancho, y don Fernando, para arruinar al dicho Príncipe: pues sabemos está el Conde tan obligado a esta Santa Sede Apostólica que no dudamos hará luego lo que por vuestra Santidad le fuere mandado: donde no, la resolución de los del ejército es, no solo hacerle cruel guerra en todos sus estados, pero tenemos expresa comisión, para que capitán don Pedro Ahones nuestro colega, que aquí está presente, le desafíe, y repte de rebelde y fementido. Mas porque consideramos, que llegar a estos términos rigurosos, sería dar en mayores inconvenientes, para total perdición de los reynos, y mayor daño de nuestro Príncipe, suplicamos a vuestra Santidad por la obligación en que Iesu Christo le ha puesto en su lugar para mantener en todo amor y concordia su pueblo Christiano, mande se nos restituya en paz el Príncipe: para que por tan gran beneficio y merced, los reynos y todos quedemos obligados no solo a rogar a nuestro Señor por la vida y continua felicidad de vuestra Santidad, pero aun para mejor conservarnos en la firme y perpetua obediencia que a esta santa Sede debemos.
Acabada de explicar con lágrimas la embajada, el sumo Pontífice consoló benignamente a los embajadores, encareciendo, lo mucho que había sentido la primera nueva que tuvo de la muerte del Rey, Príncipe tan valeroso y esforzado, pues hallándose tan perseguido de sus enemigos, y no siendo socorrido de los suyos en la batalla, quiso más hacer rostro, y morir, que con mengua de su honra volver las espaldas, puesto que no dejara de atribuirle alguna culpa: y dar por causa de sus infortunios y males, el haberse apartado y hecho divorcio con la Reyna doña María: y no menos por no haber obedecido su sentencia. Mas que no por eso dejaría de hacer toda honra al muerto, a quien si fuera viudo, por ventura no la hiciera. Y que tendría muy especial cuidado en hacer restituir al ejército y Reynos a don Iayme su Príncipe para jurarle por Rey. Demás desto alabó mucho a los grandes y capitanes del ejército Real, por la fiel obediencia y afición con que pedían a su Príncipe. Y para esto les mandaba reuniesen buen ánimo, y perseverasen en su fidelidad, porque no dejaría de darles todo favor y ayuda con gente y dineros hasta que le pusiesen en posesión de todos los reynos y señoríos de su padre. Finalmente, después de haber tenido en mucho la obediencia dada por los reynos a la sede Apostólica, y alabado a los embajadores por el trabajo y paciencia de tan largo y fatigoso camino, mandoles se detuviesen algún tiempo en Roma, hasta que les diese su bendición, y respuesta.

Capítulo III. Que por el Concilio provincial que tuvo el legado en Mompeller, fue investido el Condado de Tolosa al Conde Monfort, y entregó al Príncipe don Iayme al Legado.

En este medio que fue la rota y muerte del Rey, Bernardo Cardenal Benaventano, era venido legado de la sede Apostólica a la provincia de Guiayna, por remediar tantos movimientos y aparatos de armas que en ella se hacían, para total destrucción de la provincia: los cuales nacían de la guerra que poco antes había hecho el Conde Monfort, general del ejército de la iglesia, contra los herejes y
fautores de la herejía que se levantó en la ciudad de Albi de la misma provincia, según que en el precedente libro se ha dicho. Para esto convocó el Legado concilio provincial en la ciudad de Mompeller, en el cual se congregaron los Arzobispos de Narbona, Aux, Arles, Ebrun, y de Acs, con xxviij. Obispos, y otros muchos Abades, y Priores de toda la provincia. Por los cuales fue condenada la herejía de Albi, y determinado que la ciudad de Tolosa fuese adjudicada a la iglesia con todo el condado, por haber sido la condenación hecha contra el Conde en este concilio poco después confirmada por el concilio Lateranense. Y así, por la buena diligencia que el Conde Monfort había usado en proseguir la guerra contra los de Albi, el concilio provincial le concedía la conquista y aprehensión de Tolosa, la cual con el condado prometían darle en perpetuo feudo, haciendo decreto sobre ello, con tal que la santa sede Apostólica, y sumo Pontífice lo aprobasen, y confirmasen. Por lo cual partió luego para Roma el Arzobispo de Ebrun, enviado por el legado y concilio: y como llegó allá, y entendió el Papa lo que contenía el decreto, luego lo aprobó y confirmó, con tal pacto y condición que el concilio mandase al Conde, ante toda cosa, que pusiese en libertad al Príncipe don Iayme hijo del Rey don Pedro a quien tenía en su poder, y lo entregase a los generales del ejército real de Aragón y Cataluña, para que le alzasen por Rey. Como esto lo prometiese cumplir, y diese por hecho el Arzobispo, el Pontífice mandó llamar a los embajadores del ejército, y certificándoles como el Conde Monfort restituiría al Príncipe, les dio su bendición y mandó se volviesen con el Arzobispo. El cual llegado a Mompeller, como propusiese ante el concilio la confirmación del decreto, con la condición impuesta (apuesta) por el Pontífice, el Conde la aceptó. Luego el Cardenal Legado, concluido el concilio, se partió con el Conde para la ciudad de Carcassona, donde hacía (había) ya dos años que tenía muy bien guardado, en compañía de muy buenos ayos y maestros al Príncipe don Iayme: al cual holgó en extremo ver el Legado, por lo que el niño, con muy evidentes muestras y señales de valor, descubría lo que había de ser. Y luego acompañado de la gente de guarda del Conde se pasaron a la ciudad de Narbona, a donde ya eran llegados muchos señores principales de Cataluña con los síndicos de las ciudades y villas Reales, quien el Legado después de haberles tomado juramento de homenaje y fidelidad por el Príncipe, que tenía poco más de seis años, se les entregó. Estaba entonces en compañía del Príncipe su primo hermano don Ramón Berenguer, hijo y heredero universal del Conde don Alonso de la Provenza, y de aquella mujer de Marsella con quien se casó por amores, según en el precedente libro está dicho, y muerto el Conde y la madre, como don Ramón quedase pubillo, los gobernadores del condado le enviaron a Carcassona donde estaba el Príncipe don Iayme su primo, para que se criase con él, y le trajesen (truxesen) a Cataluña, por lo mucho que los dos, siendo casi de un mismo tiempo y edad, y criados juntos, entre si se amaban. De manera que habiendo entrado el Príncipe con el Legado en Cataluña, y andado por las villas y ciudades con mucha alegría y aplauso de todos: despachando de paso, con la autoridad y consejo del mesmo Legado muchos negocios que tenían necesidad de asiento, llegaron a Barcelona, ciudad grande y antigua, cabeza del Principado de Cataluña, tierra
bien abastecida de todas cosas, y con los cumplimientos que adelante se contarán de ella: en la cual fue recibido con muy grande magnificencia de los ciudadanos. Y porque luego acudieron muchos negocios de todo el Principado, señaladamente de algunos pueblos de la montaña que se habían alzado con algunas libertades contra la corona Real, fue necesario parar allí un poco tiempo, y con el consejo del Legado volver muchas cosas a su lugar y asiento.

Capítulo IIII (IV). De las Cortes que se comenzaron en Lérida, donde fue el Príncipe jurado por Rey, y por su tierna edad encomendado al Comendador Monredon en la fortaleza de Monzón.

Pareció al Legado y grandes de los Reynos que por haber venido y venir de cada día, de las últimas partes de Aragón muchas gentes con deseo de ver al Príncipe, que por mayor comodidad de los dos reynos, se convocasen cortes generales en Lérida, por ser ciudad de las más antiguas y principales de Cataluña puesta en los confines de Aragón a la ribera del río Segre, y muy abastada de todas cosas, señaladamente de pan, por estar junto al campo de Urgel que es de los fertilísimos del mundo. Llega después el plazo de las cortes, el Príncipe con el Legado entraron en Lérida; donde fueron del pueblo principalmente recibidos. Lo primero que por orden de las corres se hizo fue deshacer los Sellos del predecesor (como lo acostumbran los que comienzan a reynar) y usar de los que ya a la entrada de Cataluña de nuevo se hicieron. Comenzaron a tenerse las cortes con la asistencia del Legado, y de don Aspargo Arzobispo de Tarragona, cercano (
propinquo) pariente del Príncipe, y del antiquísimo linaje de la Barcha, con los demás Prelados y grandes de los dos reynos por su orden, y con los síndicos de las ciudades y villas reales, cuyos poderes bastantísimos se leyeron.
Solo faltaron don Sancho, y don Fernando, porque toda su esperanza de poder reynar ponían en las distensiones y discordias que ellos habían sembrado, pensando nacerían de las cortes ocasiones para más engrandecer su parcialidad. Pero el señor del mundo que lo rige todo, proveyó en que no hubiese cortes que con más unión y conformidad se celebraren que aquellas, para todo beneficio del Príncipe. Y así acabo el Legado con todos, que sin dificultad jurasen al Príncipe por Rey, y que la obediencia y juramento de homenaje se diese en voz alta, alzando muchas veces las manos diestras, mientras el juramento se leyese, como lo hicieron: teniendo todo aquel tiempo el Arzobispo don Aspargo al Príncipe en sus brazos para que lo viesen todos: y se hizo ley que el juramento de homenaje de allí adelante se prestase a los Reyes, con aquellos usos y ceremonias, siempre que tomasen la posesión de sus reynos.
De ay, considerando la tierna edad del Rey, ser inhábil para regir, determinose con la buena industria del Legado, que para mayor guarda y seguridad de la persona y vida del Rey, fuese encomendado a algún hombre grave y de confianza, que le tuviese en guarda por algún tiempo, y le criase e instituyese con la disciplina y buena educación a tan alto Príncipe se requería, en tanto que las cosas del reyno se asentaban para lo cual no se halló otra persona más conveniente, que don Guillen Monredon caballero Catalán natural de Osona, y vicario del gran Maestre del Hospital en los reynos de la corona de Aragón. El cual poco antes (como está dicho) había hecho con los demás la embajada al sumo Pontífice, y era persona de muy gran valor y confianza, de mucha experiencia y destreza en armas. Demás de ser hombre de letras, para que mejor pudiese instruir al Rey en cosas de paz y guerra, con las demás reales virtudes, sobre todo para encaminarlo en los ejercicios de la milicia, por estar en aquellos tiempos todo el ser y fuerza de los Reyes puestos en la tutela y amparo de las armas, de las cuales el Rey tanto se valió. Fueron los que más pretendieron este cargo, don Sancho y don Fernando, como más propinquos parientes del Rey, y con grande instancia procuraron haberlo para si, pero no se les concedió, por la contradicción que el Legado y principales de los Reynos les hicieron. Por esta causa se confirmaron en la elección hecha de la persona de Monredon (Monredó), a quien el Legado encargó mucho guardase sobre todo la persona del Rey de las acechanzas (asechanças) de don Sancho, y don Fernando: porque de verse excluidos de su pretensión armaban, contra la persona Real muy a la descubierta. Y así hecho el juramento por Monredon, le fue luego entregado el Rey para tenerlo en la fortaleza y castillo de Monzón (Monçó) que era muy fuerte y capaz, con buena guarnición de gente de guarda. Encerrose juntamente con él su primo don Ramón que era de edad de nueve años, entrando el Rey entonces en los ocho. Con todo esto se determinó, que durante el tiempo que el Rey estuviese en guarda, por su poca edad, el Conde don Sancho por su autoridad y años, fuese gobernador general de los dos reinos.


Capítulo V. Que la reina doña María murió en Roma, y del testamento que hizo, y cuan encomendado dejó al Príncipe su hijo al Pontífice, el cual le tomó debajo su amparo.


Por este tiempo la Reyna doña María que dejamos en Roma, cansada de tantos trabajos, que padeció con las persecuciones del Rey su marido y de sus hermanos, aunque con su buena justicia y razón (como está dicho) al fin triunfó de todos, adoleció de una muy grave dolencia, de que murió: acabando sus días santísimamente, en tiempo de Honorio III Pontífice, al cual encomendó mucho a su hijo el Príncipe don Iayme, rogándole lo recibiese debajo su protección, y de la santa sede Apostólica: por cuyo consejo hizo testamento, y dejó al Príncipe su hijo heredero universal, con la señoría de Mompeller y su estado. Con tal que si moría fin hacer testamento, sustituya con iguales partes a Matilda y a Petronia hijas suyas, y del Conde de Comenge, sin hacer mención alguna de los hermanos bastardos. Lo cual, así como por su gran bondad y santidad de vida, fue siempre por los Pontífices muy estimada en vida y tratada como Reyna, así también después de muerta, se le hicieron las exequias y honras reales con aquella suntuosidad que a Reyna y madre de tan principal Rey se debían. Fue su cuerpo sepultado en el Vaticano, en la iglesia de sant Pedro, al lado del Sepulcro de santa Petronila, como la historia del Rey lo afirma. Hecho esto, el sumo Pontífice por cumplir la voluntad de la Reyna, tomó debajo su protección y de la sede Apostólica, al Príncipe don Iayme y a sus Reynos de Aragón y Cataluña, con el Principado de Mompeller, y los demás reynos y señoríos que en lo porvenir se recreciesen a la corona de Aragón, Sobre ello escribió al mismo Bernardo Cardenal Legado, de quien hemos hablado, mandando que a don Iayme, a quien por ruegos de la Reyna su madre había tomado debajo su protección, y de la sede Apostólica, y a todos sus reynos y señoríos, le defendiese y favoreciese en toda ocasión. Y así el legado nombró por principales consejeros del Rey niño, y como tutores, para siempre, que saliese de la fortaleza de Monzón, a don Aspargo Arzobispo, a don Ximeno Cornel, a don Guillen Cervera, y a don Pedro Ahones, hombres principales los dos reynos, y de gran gobierno. Con esto el Legado, dejando por acá muy gran fama de sabio y prudentísimo, se volvió a Roma.

Capítulo VI. Como andaban los reinos en perdición por el mal gobierno, y que se otorgó el tributo del bouage, y trató de sacar al Rey del castillo, de donde se salió antes el Conde don Ramón.


Como el Rey estuviese en poder de Monredó en la fortaleza de Monzón, se seguían cada día grandes novedades y divisiones en los dos reynos, por la inquietud de don Sancho, y don Fernando, que nunca perdían sus intentos de reinar, y por su respecto todo era parcialidades, y bandos entre la gente vulgar, la cual con esta ocasión vivía muy disoluta. Demás que las
alcaualas y rentas reales habían venido tan al bajo, y era tan poco el tesoro del Rey, que apenas había para mantener su persona y guarda. Causábanle esto don Sancho y don Fernando, que el uno como gobernador, y el otro como tan propinquo del Rey, se aprovechaban de las rentas reales, sin haber quien les fuese a la mano. También tuvo principio este daño de los desmadrados (demasrados) y excesivos gastos que el Rey don Pedro hizo con sus jornadas y empresas hasta empeñar el patrimonio Real: en tanto que por la mayor parte las rentas reales estaban consignadas a los Iudios y mercaderes, cuyos logros las consumían. Por manera que aun no había para pagar los estipendios y salarios a los oficiales reales, ni a los gobernadores y ministros de la justicia: y por esto defraudados de sus salarios, tomaban dádivas y presentes, y comenzaban a hacerse cohechos, poniendo en venta la justicia y judicaturas. Lo cual considerado por los prelados, y principales hombres de Cataluña, junto con los grandes escándalos y rebeliones que de esto se podían seguir, determinaron de advertir de ello a los pueblos, y que no había otro remedio para tantos males, sino conceder al Rey el tributo del Bouage, que (como está dicho) era un tanto que se pagaba por cada junta de Bueyes, y cada cabeza de ganado mayor y menor, y por los bienes muebles cierta suma, la cual se fue variando conforme a los tiempos. Este tributo había sido tres veces concedido al Rey don Pedro. La primera para los gastos de la guerra que hizo en compañía del Rey de Castilla contra los moros del reyno de Toledo, cuando se cobró Cuenca; la segunda cuando se ganó la batalla de Vbeda contra doscientos mil moros; la tercera para ayuda del dote de tres hermanas que el Rey casó. Mas viose manifiestamente que todas aquellas necesidades pasadas no igualaban con la presente; que se había de emplear en sacar de extrema necesidad la persona del Rey, por cuyo encerramiento padecía el Reyno todo mal gobierno. Entendido esto por los pueblos de Cataluña, no contradijeron a la demanda, sino que con grande diligencia reunieron (colligieron) el tributo y lo pagaron: así por sacar al Rey de necesidad, como por atajar la rebelión y tiranía que ya se entreoía. Porque el mismo don Sancho, cuyo ánimo siempre fue de acumular gran thesoro para sacar al niño Rey de la vida; tomaba por principal medio de su designo, traer al reyno a toda necesidad y estrechura de dinero. Pues con el largo encerramiento del Rey, y la mucha autoridad y crédito que con el cargo de gobernador había ganado: además de las mercedes que a unos y a otros había hecho por granjear a muchos: también porque don Fernando tiraba a lo mismo: llegó el negocio a tanto, que la mayor parte de los principales del Reyno de Aragón ya eran casi de un acuerdo con ellos. Aunque con todo eso no saltaron otras personas principales del mismo reyno, temerosas de Dios, y de muy gran valor y estado, que tomaron por propria la querella del Rey, y se pusieron a defender su persona y derechos. Porque confiados del buen socorro de dinero que al Rey se había hecho con el servicio del Bouage para su mantenimiento y refuerzo de guardia, se pusieron en armas, con público apellido de servir al Rey. Señaladamente don Pedro Cornel, y don Valles Antillon Aragoneses, mozos de grande valor y prendas, por ser en linaje y armas muy ennoblecidos. A los cuales como don Ximen Cornel pariente de ellos, hombre anciano y muy aventajado en consejo y estado, viese también intencionados y determinados al servicio del Rey, de nuevo los exhortó y confirmó en su buen propósito, para que animosamente saliesen a la defensa del Rey y Reyno, contra la soberbia y tiranía que ya se les entraba por casa. Porque de los efectos, y modos de gobernar de don Sancho, y del trato de don Fernando, fácilmente se podía conjeturar, como por cualquier de ellos que llegase a reinar, le había de seguir una intolerable y cruel tiranía para todos: que por eso convenía mucho que el Rey saliese de su fortaleza, antes que alguna de las parcialidades se adelantase a sacarle de allí, para privarle del reyno, y de la vida, lo cual ya secretamente maquinaba la de don Sancho. Y que sin duda, salido el Rey afuera a vista de los pueblos, y teniendo a ellos dos a su lado, las parcialidades se desharían y desaparecerían, como suele deshacerse la niebla con la presencia del Sol. Y sería de esta salida lo mismo que poco antes había sido del Conde don Ramón, el cual saliéndose de la misma fortaleza para ir a la Provenza, que toda estaba en armas, y medio rebelada contra él, luego que entró en ella, y le vieron los suyos, se apaciguó toda, y cesó el motín. Mas porque sin quebrar el hilo de la historia, digamos lo que cerca de esto pasó. Fue así, que por ese tiempo estando alterada la Provenza, un principal caballero de ella escribió al Conde don Ramón, cómo las cosas de su condado andaban tan revueltas y alborotadas, que si no se daba prisa a venir a remediarlas con su presencia, llegarían a total ruina. Por tanto le encargaba que en recibiendo sus cartas se saliese de la fortaleza, y siguiendo al mensajero, se fuese derecho para Tarragona, donde hallaría ya en el puerto de Salou un bajel (vaxel) bien armado, que le pondría (pornia) muy en breve en Marsella. Con esta nueva se alegró mucho el Conde, porque le sabía mal tan larga clausura, y mostró las cartas al Rey, pidiéndole parecer y consejo sobre su ida. El Rey que no tenía menos deseo que él de salirse, comenzole mucho a animar y a consejar que tentase la salida, pues por el beneficio y reparo de su estado y república, tenía obligación de aventurar su persona y vida. Y aunque sentía mucho quedar sin su compañía, lo tomaría en paciencia, porque asegurase sus cosas. De manera que siguiendo el parecer del Rey, don Ramón, mudado de hábito, dos meses antes que el Rey se saliese de la fortaleza, de noche, sin ser visto de las guardas, y puestos él y Pedro Auger su maestro en sendos caballos, se fueron guiados por el Provenzal que trajo (truxo) las cartas, y sabía muy bien los pasos de la tierra . Caminando pues toda la noche, al alba, pasaron por Lérida, y de ahí la noche siguiente llegaron al puerto de Tarragona, donde hallaron la galera que les aguardaba. Embarcados en ella con próspero viento, a remo y a vela, por horas llegaron al puerto de Marsella: y con la nueva que luego se divulgó de su llegada, la tierra se quietó, y quedó don Ramón pacífico posesor de todo el Condado.
Capítulo VII. Como los de la parte del Rey le sacaron de la fortaleza, y a pesar de la gente de don
Sancho, pasó a Huesca, y de allí a Zaragoza, y se apoderó del Reyno.

Fue grande la alteración que el Conde don Sancho recibió cuando supo de la salida del Conde don Ramón, porque entendió que el Rey haría luego lo mismo, y así a mucha prisa hizo un buen escuadrón de gente de a caballo, y lo puso casi a la vista de Monzón. En este medio don Ximen Cornel, con los dichos don Pedro, y Valles Antillon, que fueron los que más se señalaban contra
don Sancho por parte del Rey, ayudados por la mayor parte de los que seguían el bando de don Fernando, que enfadados de la soberbia de los que seguían a don Sancho, poco a poco se iban allegando a la parte del Rey: todos juntos con el Arzobispo de Tarragona, y don Guillen Obispo de Tarazona, don Pedro Azagra señor de Albarracín, y don Guillé de Mócada, prometieron amparar
al Rey, y fueron de propósito a hablar a Monredon a Monzón: al cual significaron los grandes daños y trabajos que de cada día padecían los reynos por el mal gobierno que tenían, a causa que el Conde don Sancho se lo usurpaba todo, y no atendía fino a engrandecerse y formar ejército, a efecto de matar al Rey y alzarse con todo. Y como este mal no se podía atajar por otro mejor medio, que con manifestar la persona del Rey a los pueblos, convenía en todo caso sacarle de la fortaleza: pues tenía a punto muy gran golpe de gente de a caballo con sus personas, que bastaban no solo para muy bien defenderle, mas aun para pasarle por medio de sus enemigos, hasta ponerle
en salvo en Huesca y Zaragoza: a donde los pueblos cansados del yugo y mal gobierno de don Sancho, viendo al Rey, fácilmente convertirían a su devoción y obediencia. Oído esto por Monredon, y referido al Rey, respondió con grande ánimo, que estaba muy aparejado para seguir todo aquello que por los principales de su bando le sería ordenado. Con esto fue luego sacado de la fortaleza, donde había estado encerrado treinta meses continuos, con haber pasado toda su niñez sin ningún regalo, antes con trabajos y paciencia. Como entendió el Conde don Sancho que con el favor de algunos principales de los dos reynos, y del bando de don Fernando, que por hacerle tiro, se había juntado con ellos, habían sacado al Rey de la fortaleza y le defendían, se determinó clara y descubiertamente mostrarse enemigo formado de él y perseguirlo. Y así movido de cólera, en presencia de los que con él se hallaban, dijo del Rey, y de los que le seguían con palabras orgullosas y de mucha confianza. Entiendo que el Rey se ha salido de la fortaleza a mi despecho, y con el favor de los de su bando, quiere pasar a Cinca, y entrar en Aragón: doy mi palabra, de cubrir de escarlata toda la tierra que él y los que con él vinieren hollaran de acá de Cinca. Señalando la gran carnicería y derramamiento de sangre que había de hacer de todos. No faltó quien estas palabras relató ante el Rey y los suyos, al tiempo que salía de Monzón, y quería pasar la puente: y más, que el Conde le aguardaba con gente y mano armada en Selga pueblo junto a Monzón. De esto tomó el Rey tanta cólera, no siendo de diez años cumplidos, aunque harto mayor de cuerpo de lo que la edad requería, que en la hora saltó del caballo, y tomó de un caballero una cota de malla ligera, y con tanta presteza y ánimo se preparó para la pelea, que a todos puso espanto: y sin más consulta, mandó pasasen adelante, y él subido en su caballo se puso de los primeros, para encontrar con los enemigos. Mas el Conde, o movido de Dios, o refrenado por la reverencia real, súbitamente se apartó de su mal propósito, y quitó su gente del paso, dejando ir al Rey con su compañía fin ningún estorbo. De suerte que pasando el Rey por la villa de Beruegal, llegó a Huesca principal ciudad del Reyno como adelante diremos: a donde fue recibido con grandísima alegría y contento de todo el pueblo, admirados de su tan hermoso aspecto y formada proporción de cuerpo, debajo tan tierna edad. Detúvose poco allí, y porque así convenía, pasó a Zaragoza, donde le aguardaban ya de concierto los Prelados de las iglesias, y ricos hombres, con otros muchos caualleros del Reyno, y síndicos de algunas ciudades que secretamente seguían el bando del Rey: pero las más se tenían al
de don Sancho. Y como es aquella ciudad cabeza de todo el reyno, grande y llana, y bien provista (proueyda) de toda cosa por lo cual mereció el nombre de harta, además de ser muy adornada de suntuosos y bien labrados edificios entre todas las de España (como adelante diremos) mostró bien su grandeza y poder en la nueva entrada del Rey: la cual se hizo muy espléndidamente, con juegos y espectáculos conformes a la edad del Rey, para que gustase de ellos.


Capítulo VIII. Que el rey se hizo luego a los negocios del gobierno, y como repartía el tiempo y de la recompensa que se dio a don Sancho y don Fernando, y de la facultad para batir la moneda jaquesa (Iaquesa).

Andaban las cosas de Aragón por este tiempo, en lo que tocaba al gobierno muy estragadas: porque el Conde don Sancho con la autoridad del cargo, y fin de reinar, lo había todo perturbado: y ni para el provecho del Rey ni para el gobierno del reyno había cosa en su lugar. Por eso fue avisado el Rey que ante todas cosas entendiese a reformar, y restituir la autoridad y poder real en su ser antiguo, arrancando poco a poco las malas raíces que las parcialidades habían echado de rebelión y bandos por todo el Reyno. Y así con el buen consejo de los prelados y consejeros que el legado dio al Rey, se aplicaba muy de veras a los negocios del asiento y pacificación del reino. Porque con la buena institución y orden de vivir que de Monredon había tomado en el repartir del tiempo, parte en ejercicio de armas, parte en el estudio de letras, parte en informarle y saber las cosas que en sus reinos pasaba, salió hábil para toda cosa. Con esto, informado de los bandos y diferencias que entre algunos barones y caballeros del reyno había, no paró hasta que con el consejo de los Prelados los apaciguó y redujo a su devoción y obediencia. Y así de entonces comenzó a tomar a su cargo, no solo el gobierno de la Repub. Mediante buenos ministros, pero las cosas de la guerra: por entender gustaba mucho los pueblos de su gobierno, y bien reguladas intenciones. Asentadas las cosas de Aragón, determinó ir a Cataluña, y pasando por la villa de Alcañiz, llegó a Tarragona ciudad antiquísima, marítima, donde determinadas algunas diferencias, dio vuelta para Lérida, por dar salida a las pretensiones y demandas de don Sancho, y don Fernando, para lo cual había mandado convocar cortes para Aragón y Cataluña. A las cuales vinieron los dos, cada uno por si muy acompañado de los de su bando. El uno por ser confirmado en el cargo de general gobernador, durante la menor edad del Rey, y los dos por pedir recompensa del derecho que pretendían tener a los reinos. A los cuales después de oídas, y vistas sus demandas se respondió, que renunciando primeramente el Conde a la gobernación general en manos del Rey, y también cediendo libremente a todo y cualquier derecho que pretendiese tener a los reinos, en favor del mismo Rey, se le diesen y entregasen por vía de merced, y en honor, según fuero de Aragón, en el término de Zaragoza y Huesca, el Castillo y villas de Alfamét, Almodeuar, Almuniét, Pertusa, Lagunarrota. Que todo el provecho de ellas apenas llegaría a 800.ducados de renta
cada un año. Mas le asignaron quinientos ducados perpetuos sobre las rentas reales de Barcelona, y Villafranca, que todo no llegaba a 1500. ducados de renta, y no replicó más sobre ello. Porque se entienda la rica pobreza de aquellos tiempos: pues bastó esta recompensa, para hacer que don Sancho cediese todos sus derechos y acciones que tenía a los reinos de la corona de Aragón: siendo así que muriendo el Rey sin hijos, lo heredaba todo. También don Fernando por su hábito Eclesiástico fue nombrado Abad del monasterio de Montearagón, en el territorio de Huesca: y para que se tratase más decentemente, como quien era, se aplicaron muchos lugares comarcanos quedando hecho collegio de Canónigos, reglares de la orden de S. Agustín, de los más principales y bien dotados de Aragón. Con esto acabó en ellos su demanda, y a actió a los Reynos de Aragón y Cataluña, aunque su apetito de reinar, como adelante veremos, fue siempre creciendo. Finalmente se concluyó en estas cortes, se batiese moneda de nuevo, y que la moneda jaquesa que había primero batido el Rey don Pedro, la confirmase el Rey, y diese por buena: y que se obligase a hacerla siempre valer debajo de una ley y peso. 

Montearagón
Castillo de Montearagón



Capítulo VIIII (IX). De la Religión y orden de nuestra Señora de la Merced para la redención de cautiuos Christianos.

Concluidas las cortes, el Rey volvió a Barcelona, adonde entendió en fundar e instituir la religión y orden de nuestra Señora de la Merced, cuyo apellido tiene hoy en día, y su regla es debajo la de S.
Augustin, con cargo y obligación de rescatar cautivos Cristianos de manos y poder de los infieles moros: no solo aquellos que por la mar fuesen cautivados por los corsarios, pero también los que por tierra eran salteados y presos por los moros del reyno de Valencia, con las ordinarias entradas y cabalgadas que hacían en los reinos de Aragón y Cataluña sus vecinos. Y esto, porque los cristianos presos atemorizados con los tormentos y miserable servidumbre que padecían, no renegasen la fé cristiana. El primer convento y casa de esta religión fue fundada en la ciudad de Barcelona, donde quiso estuviese la cabeza y asiento de la religión por ser marítima y puesta a la lengua del agua, para más presto saber de los que eran cautivos, y aparejar el rescate de ellos. De allí se extendió luego por los dos Reinos, y mandó el rey edificar muchos conventos y casas, y dotarlas de posesiones y rentas, con que las casas y religiosos se sustentasen suficientemente, y de lo que sobrase, con lo que se recogiese de limosnas (que se cogerían muchas) se hiciese la redención. Y más que de los mismos religiosos cada año se eligiesen algunos que llamasen Redentores, con fin que habido salvoconducto de los moros, pasasen a Berbería en la África, donde los más pobres y necesitados cautivos fuesen primero redimidos. Y porque más pía y cristianamente mirasen por ellos: además de los tres votos de castidad, pobreza y obediencia, que votan como las otras religiones, a esta se le añadió el cuarto de seguridad o fianza, es a saber, que si andando redimiendo, faltase el dinero para algún cautivo muy necesitado, de quien se podía creer, que no saliendo luego, renegaría la fé, este fuese el primero que se redimiese, y se pusiese en salvo: y si para este faltase el dinero, quedase el frayle redentor en rehenes por él hasta que por los de la religión fuese proueydo del dinero. Dióseles a estos religiosos el hábito con el escudo de las divisas reales, que fueron las armas antiguas de los Condes de Barcelona, una Cruz de plata en campo roxo, que también es la insignia que trae la iglesia catedral de Barcelona. El hábito fue conforme a las otras órdenes, de Cogulla por saco de penitencia, vestiduras blancas, así para hacer limpia y cándida vida, como para que en lo que tocase al trato de la redención usasen de puridad, y llevasen su conciencia limpia de toda ambición y avaricia. Fue esta religión intitulada de la Merced (la cual voz en lengua Española no significa, como en la Latina, premio o precio, o paga de jornal, sino lo mismo que especial don, o gracia) porque así como el extremo de las miserias es la cautividad y servidumbre, señaladamente la que se pasa enatahona y con hierros: así a este tal como esclavo aherrojado, y privado de la libertad de cuerpo y espíritu, por estar entre infieles, no se le puede dar mayor don y merced que redimir su persona, y restituirle su libertad de espíritu, que es como salvar cuerpo y alma todo junto. De esta libertad careció en alguna manera el Rey en su tierna edad, estando como preso, por más de cuarenta meses, no sin muy evidente peligro de su vida, así en Carcassona en poder del Conde Monfort, del cual se podía creer, que pensaría no pocas veces en matarlo, porque salido de su poder, no procurase de vengar la muerte del Rey su padre con perseguir al matador: como también en la fortaleza de Monzón en poder de Móredon, cercado de la mala voluntad y ánimo de don Sancho, y don Fernando, sus tíos, que por reinar ellos le maquinaron muchas veces la muerte. Y por librarse de tantos peligros se había encomendado a la gloriosísima madre de Dios, y realmente votado siempre que fuese restituyendo en su libertad, fundaría esta orden para redimir cautivos, no menos necesitaría en la yglesia de Dios, que la contemplación, como de la acción que en esta vida son necesarios. Tiene fé por cierto que un insigne varón natural de Francia llamado Pedro Nolasco, muy conocido del Rey cuando niño, le indujo a fundar esta religión, y dio la traza para ello, y fue el primero que tomó el hábito de ella por manos de Fray Raymundo Peñafort de la orden de Predicadores: porque también esta orden, con la de los menores, pocos años antes fueron instituidas. Mas por haber sido las dos tan favorecidas del Rey hablaremos de ellas en el capítulo siguiente.

Capítulo X. Que por el mismo tiempo se fundaron las religiones de Sant Francisco y Sant Domingo, en Italia, y como el Rey las introdujo en sus reinos y les edificó conventos.

Algunos años antes que se instituyese la orden de la Merced, por gracia de nuestro señor, se instituyeron y fundaron otras dos compañías y órdenes de religiosos, llamadas la una de frayles Menores, la otra de Predicadores, con el apellido de sus patriarcas y fundadores, Domingo de España, y Francisco de Italia, ambos varones santísimos, y grandes imitadores de los sagrados Apóstoles y discípulos de Cristo nuestro señor. Fueron las dos órdenes con sus reglas, por los sumos Pontífices no solo aprobadas y confirmadas, pero aun canonizados por santos los autores y fundadores de ellas. Estas se instituyeron en tiempo que el pueblo Cristiano, ya que no era perseguido de tan crueles y con condenadas herejías, como por nuestros pecados lo está en estos tiempos, se hallaba tan cubierto, y rodeado de tantas y tan malas yerbas de superstición, avaricia, soberbia, y disolución de vida, que parecía andaba la verdadera religión cristiana tan deslustrada, y el vivir de la gente tan suelto, que causaba muy grande lástima y escándalo a los buenos. Por esta causa la bondad y providencia divina, que siempre acude a las mayores necesidades, y como sumo médico sana las dolencias más incurables de su pueblo Cristiano, envió por celestial don al mundo, dos santos varones, como dos esclarecidas lumbreras, para que con su resplandor no solo alumbrasen al pueblo ciego, pero aun con su divino calor consumiesen sus pestilenciales humores de avaricia y soberbia, y de ignorancia y glotonería: porque de esto anduvieron por entonces las almas muy enfermas e inficionadas. Y así los dos movidos por el espíritu santo, repartieron entre si el reparo del mundo de esta manera. Que el excelente y modesto doctor sant Domingo, tomó a su cargo sanar con la medicina de su regla y orden, la ignorancia y glotonería: la primera, que es madre de todos los errores, con el estudio y continua lección (licion) y predicación del santo Evangelio: la segunda, que siempre mueve la carne contra el espíritu, con la perpetua abstinencia, e instituto de no comer carne. Por otra parte S. Francisco se aplicó todo a la cura de las dos obras no menos pestilenciales dolencias soberbia y avaricia. A la primera, porque no habiendo cosa más odiosa a Dios, ni contra quien con más furia parece que desenvaina la espada de furia (fuyra), que contra los soberbios: acudió con su ejemplo de grande humildad è inocencia de vida: la otra, que es la raíz de todos los males, sano con menospreciar por Dios, y dar de mano a todas las riquezas, y herencias del mundo. A estas dos religiones sobrevino la que el Rey fundó de nuestra señora de la Merced (como hemos dicho), para medicina y preservación de las almas, contra la más cruel y más desesperada enfermedad que haber puede en un alma Cristiana, como es renegar la fé santa de Christo en la cautividad de infieles. Por donde merece esta religión con muy justo título, y loor de este tan pío y católico Rey, ser contada entre las otras cosas por muy igual a todas, pues tiene la misma aprobación y confirmación apostólica, y con su cuarto voto remedia y socorre a lo más contrario de la salvación humana. Fue pues para el Rey muy gran triunfo que esta religión acertase a salir en un mismo tiempo, y concurrir con las dos primeras de santo Domingo, y sant Francisco: de las cuales fue tan devoto, que a sus primeros generales venidos de Italia a sus reynos, les hizo tan gran recogimiento, que luego por su mandato, no solo en las dos principales ciudades de Barcelona y Zaragoza, pero en los demás pueblos grandes de la corona de Aragón, se les edificaran conventos y casas suntuosísimas, y de ahí discurrieron por toda España, adonde han fructificado tanto para la iglesia de Dios, que por haber perseverado con la misma religión, ejemplo de vida, y católica doctrina que comenzaron, son de las muy aventajadas religiones de todas.


Capítulo XI. Que por los alborotos que se levantaron en los reynos de Sobrarbe y Ribagorza, llamó el Rey a cortes en Huesca, y pasó a ellos, y los apaciguó con su presencia.

Apenas eran pasados seis meses después de concluidas las cortes de Lérida, cuando fue luego necesario convocar otras en la ciudad de Huesca que está cercana a dos reynos antiguos de Aragón, los primeros que por los Cristianos fueron conquistados de los moros, y se llaman Sobrarbe y Ribagorça, con el val de Aspe. Los cuales como están muy conjuntos a Francia y provincia de Guiayna, metidos en lugares muy ásperos y barrancosos, así conforme a ellos se crían allí los hombres agrestes y fieros contra sus enemigos, por estar en la frontera de Franceses, y que de las diferencias que suele haber entre los Reyes, vienen también los vasallos a tenerlas entre si muy grandes. Lo que es argumento de mayor fidelidad para con sus Reyes. Fueron estos reynos poco antes de la muerte del Rey don Pedro empeñados por el mismo a don Pedro Ahones, ayo del Rey, por cierta suma de dinero que le prestó, reservándose la jurisdicción criminal hasta que de las rentas de ellos fuese pagada la deuda. Y como deseaste volver al Rey y sobre esto, a causa de las dos parcialidades del Conde don Sancho, y don Fernando, estuviesen entre si divisos y alborotados, apasionándose hasta perder la vida, por quien no conocía: tomose por el pidiente que el Rey mismo en persona fuese a apaciguarlos, pues según costumbre de apasionados, era cierto que todos juntos se habían de holgar más de ver el Reyno en poder de un tercero, que en una de las dos parcialidades. Y así partió el Rey para ellos acompañado del Obispo de Huesca, con otros principales, sin don Pedro Ahones, por no estar con él bien los pueblos: y mandó convocar los síndicos de cada villa, en un pueblo comarcano a los dos reynos. Los cuales ajuntados como vieron el rostro de su Rey, y su graciosa y apacible presencia, y más su afabilidad, se le aficionaron todos de manera que sellaron los alborotos desde aquel punto, y para lo demás, oídas sus pretensiones y agravios, con el parecer del Prelado y los de su consejo lo asentó el Rey, y allanó todos de suerte que dejó a todos muy contentos. De esta manera comenzó el Rey sabia y prudentemente a proseguir en su Reynado, tomando por fundamento la justicial, con la cual vino y pudo domar estas fieras de la montaña. Porque así como está en razón que el médico vaya a ver al enfermo para mejor sanarle: de la misma manera conviene do quiere que estuviere turbada y como enferma la Rep. vaya luego al Rey en persona a curarla, para que con su autorizada presencia, quite el odio y rencilla que por alguna falta de justicia queda entre los ciudadanos, y refrene los súbitos movimientos de sus pueblos, antes que de poco vengan a más. Porque acudir la los principios, y remediar con tiempo los malos, no es menos oficio de buen Rey, que de experto y diligente médico. Pues teniendo los Reyes cortes muy a menudo, su autoridad y majestad Real mucho más se estima y engrandece, y puede con su presencia y afabilidad de tal manera conquistar los ánimos de sus súbditos y vasallos, que llegue a gozar de la principal prerrogativa de príncipes, que es no ser menos amados que temidos.


Capítulo XII. De la primera guerra que emprendió el Rey, y fue contra don Rodrigo de Liçana, y como le tomó sus tierras, y libró a don Lope de Alberu, a quien don Rodrigo tenía preso.

Luego que el Rey acabó de concertar y asentar las diferencias que había en los dos reynos de Sobrarbe y Ribagorza ya que descendía de la montaña para Zaragoza, se le ofreció nueva ocasión, para que a los diez años de su edad comenzase a gustar los trabajos de la guerra. Y fue la primera que emprendió por su persona contra un Barón principal del reyno llamado don Rodrigo de Lizana. La ocasión de esta guerra, fue sobre una diferencia que tuvo este con otro Barón llamado don Lope de Alberu, sobre haber sido este muy ultrajado de don Rodrigo. El cual de hecho, sin llamarle a jvicio ni desafiarle como era uso y costumbre entre caballeros, fue con mano armada improvisamente sobre don Lope, y le prendió, y le puso con cadena en su fortaleza de la misma villa de Lizana, y le tomó la villa y fortaleza de Alberu, dando a saco las casas de Moros y Christianos, en muy grande desacato del Rey, y de su corte. El cual como lo entendió por la queja que sobre ello dio don Peregrin Atrosillo, que era yerno de don Lope, y don Gil Atrosillo su hermano,
mandó ayuntar consejo de los principales caballeros que le seguían, y fue común voto de todos, se hiciese rigurosa guerra contra don Rodrigo, y todo su estado, hasta que sacase de prisión a don Lope, y mandase hacerle cumplida recompensa de todos los daños a él causados. Con esta resolución mandó el Rey hacer gente, siguiendo en todo el consejo de sus fidelísimos capitanes, que le quedaron del ejército de su padre. A los cuales pareció entre otras cosas, que era necesario para tomar esta guerra de propósito enviar por un muy grande instrumento de guerra, como Trabuco, que estaba en Huesca, al cual llama el Rey en su historia Foneuol, vocablo Catalán Limosin, que quiere decir honda, o ballestera para tirar piedras muy gruesas: semejante al que antiguamente en tiempo de los Romanos, (como lo refiere Tito livio) usó el cónsul Marco Regulo en África , yendo en la guerra contra los Carthagineses donde para matar una grandísima y desemejada serpiente que estaba cerca de donde asentara su Real, la cual no solo cogía los hombres y vivos se los tragaba, pero aun con solo el huelgo, o aliento los inficionaua y se morían: usó pues de este instrumento y machina, encarándola de lejos hacia donde la fiera estaba, y más se descubría. Y fueron tantas y tan gruesas las piedras que le echaron, que la mataron y enterraron con ellas, llegando ya el Rey con su trabuco y ejército ante la villa de Alberu, la cual aunque la había dejado don Rodrigo con gente de guarnición, como se vio cercar por el Rey tan de propósito, y asentar la machina grande para batirla de hecho, sin más esperar, a tercero día se entregó al Rey, dándose a toda merced, y así fue aceptada, ni se permitió darla a saco. De donde tomadas solamente las provisiones necesarias para el campo, pasó a poner cerco sobre Lizana, hallándose con no más de 250 caballos y 700 infantes. Con estos la cercó por todas partes, por ser pueblo pequeño, puesto que muy fortalecido de muro y armas, y de gente belicosa, así de la villa como de sus aldeas, que se había recogido en ella para defenderla. Era su Alcayde y gobernador Pero Gómez mayordomo de don Rodrigo, hombre harto animoso y criado en guerra, y que la defendió cuanto algún otro pudiera. Pero andando el combate
por todas partes, mayormente por donde el trabuco disparaba, el cual (como el mismo Rey dice) de día echaba mil piedras, y de noche quinientas: al fin se hizo con un tan grande portillo en el muro, que fue luego a porfía por los soldados tentada la entrada: andando el mismo Rey armado entre ellos animando, y metiéndose en medio de los peligros, con harto mayor fervor de lo que su tierna edad requería. Y pues como acudiese tanta gente de la villa a defender el portillo y dejasen las otras partes del muro desiertas, pudieron los del Rey con menos resistencia escalar el muro: y poniéndose en delantera el capitán Pero Garcés con muchos que le siguieron, entró en la villa y con buen golpe de gente llegó a donde el capitán Gómez estaba en lo alto del muro, defendiendo valerosamente el portillo, y con un bote de lanza le derribó de lo alto, y prendió vivo. Con esto los del Rey comenzaron a apellidar Victoria Victoria, y creyendo los de dentro que la villa era entrada por los enemigos, desampararon el portillo, y entrando los nuestros fue la villa saqueada, y muertos todos los que hicieron resistencia. Mandó luego el Rey que fuesen a combatir la fortaleza, la cual muy pronto se dio, y don Lope fue librado de la prisión y cadenas, y entrando el Rey se le echó a sus pies, besándoselos por tan gran merced y socorro, y buscando a don Rodrigo no le hallaron.

Capítulo XIII. Que don Rodrigo se fue a poner en manos del Señor de Albarracín, el cual le recogió para defenderle, y que fue el Rey con el ejército sobre ellos.


Como don Rodrigo, que no estaba lejos del campo en lugar secreto, entendió que su villa con la fortaleza era tomada y saqueada; y también puesto en libertad don Lope, se le aparejaba total destrucción y pérdida de su estado, determinó ausentarse, y salvar su persona, con el favor y amparo del Señor de Albarracín, que se llamaba don Pedro Fernández de Azagra, confiando no menos de su buena fé que de la fortaleza y defensa de su inexpugnable ciudad. Era entonces don Pedro uno de los más principales y poderosos señores del Reyno, y muy valiente guerrero. Porque no muchos años antes, confiando del asiento y puesto naturalmente fuerte de su ciudad, la defendió de los dos campos formados del Rey don Pedro de Aragón, y del Rey don Alonso de Castilla, que vinieron sobre ella: por la contienda que había sobre la jurisdicción de Albarracín, pretendiéndola cada uno para si, y moviéndole sobre ello guerra los dos. Pues como no pudiesen los Reyes sojuzgar a don Pedro, hicieron concierto entre si, y decretaron, que la jurisdicción a ninguno de los dos perteneciese, ni más la prendiese sino que fuese del todo exenta. Mas como no es seguro, no allegarse a una de las dos partes quien tiene en las dos enemigos, determinó el señor de Albarracín, muerto el Rey don Pedro de Aragón, ser de la parte de don Iayme su hijo, que estaba entonces en poder del Conde Monfort, y para que la embajada que se hizo al Papa sobre la libertad * se abreviase, como tenemos arriba dicho, don Pedro y don Español obispo de Albarracín fueron los que más se señalaron en procurarla.
Por esta causa, habiendo mostrado en esto don Pedro lo mucho que se amaba al Rey, dio tanto más que decir de si a todos, maravillándose de él por haber recogido a don Rodrigo, hombre facineroso, rebelde, y tan enemigo del Rey. Bien que no falta quien excuse en esto a don Pedro con la antigua costumbre de los señores y Barones de aquel tiempo, y nuestro, en cuanto a recoger y amparar a los más incorregibles y facinerosos, solo por ser sus amigos: a los cuales no solo sustentaban y mantienen con muy grande liberalidad en sus tierras, pero contra toda razón y justicia se precian de defenderlos. Dicen acaecer esto, porque el tal amigo malhechor y facineroso, haga otro tanto por ellos, y los recoja, y en semejante ocasión y necesidad les defienda, para que con la confianza de tan mala costumbre y guarida, no solo reyne en los dos la ocasión y licencia de pecar, pero aun tengan por gran virtud el defender al pecador: siendo por divina y humana ley determinado (determininado), que ni el pecar por el amigo excusa de pecado. Sabido pues por el Rey que don Rodrigo se había recogido en Albarracín, sintió mucho que don Pedro, profesando tanto su amistad, defendiese a su enemigo contra él. Y por esto tanto mejor se determinó de ir a Albarracín contra los dos: por el buen ánimo que los suyos le daban para pasar esta guerra adelante. Puesto que como el Rey fuese de tan poca edad, andaba entre sus ayos y principales del consejo muy viva la ambición y codicia de mandar, y atraer la voluntad del Rey a sus provechos e intereses. Y aun comenzaban algunos grandes y señores de título a querérsele igualar en el mando, y tenerle en poco. Lo cual entendía el Rey muy bien, porque no faltaba quien se lo representase, y aconsejase lo mejor. Y así determinó con tan justa ocasión hacer guerra a don Pedro, para que en cabeza de este, que era de los más principales del reyno, escarmentasen los demás de su calidad y estado. Para esto mandó hacer gente en Zaragoza, Lérida, y Calatayud, y Daroca, ciudades del reyno, llevando consigo por principales consejeros y capitanes del ejército, a don Ximen Cornel, don Guillen Cervera, Pedro Cornel, Vallès Antillon, don Pedro y don Pelegrin Ahoneses hermanos, y a Guillen de Pueyo. Hizo pues alarde, o muestra de la gente que por entonces se hallaba, que fueron hasta 150 caballos y 800 infantes. Con estos determinó de ir a poner cerco sobre Albarracín, a donde habían de acudir la otra gente que mandaba hacer por las ciudades arriba dichas.


Capítulo XIIII (XIV). Como el Rey puso cerco sobre Albarracín, cuyo asiento se describe, y como fue maltratado su ejército, y alzó el cerco, y don Pedro y don Rodrigo se le humillaron y quedaron mucho en su gracia.

Con tan pequeño ejército como hemos dicho, partió el Rey de Lizana, y llevando delante las máquinas y trabucos, fue a poner cerco sobre la ciudad de Aluarrazin, en lo alto de un monte, de donde solamente se descubría una torre que hoy llama del Andador, que estaba en lo más alto de la ciudad, puesta como en atalaya, porque la población estaba tan hundida, que no había forma de poderla descubrir ni batir, y esta era la mayor fuerza y defensa (defensión) que tenía . Y así pareció que las máquinas y trabucos se armasen y encarasen contra la torre, y se tomasen: porque señoreaba de allí gran parte de la ciudad: puesto que también había en esto gran dificultad, por estar la torre muy fortalecida para semejante batería, y muy guarnecida de gente y armas. Mas porque se entienda el asiento y postura de esta ciudad, y como conforman los hechos con la fama de inexpugnable la retrataremos aquí brevemente. Es Albarracín una pequeña ciudad, puesta en los confines de la Edetania y Celtiberia, ganada de los Moros poco antes que lo fue Teruel su vecina, que no distan seis leguas la una de la otra, lo cual se averigua por un proverbio antiguo, que dice de las dos,
Tener Teruel que Albarracín es fuerte, significando que no desmayasen los de Teruel, pues tenían recurso, como en su alcázar, a la ciudad de Albarracín. La cual está fundada a la descendiente de un monte alto, en medio de la cuesta que da en un valle profundísimo, porque a los lados y por delante está cercada de altísimos montes que a peña tajada, a mañera de muro, la ciñen: tan conjuntos que solo la divide de ellos un muy estrecho y profundo valle, por el cual pasa el río Turia vulgarmente dicho por nombre morisco Guadalaviar, que significa Aguas blancas, que rodea la ciudad y la divide de los montes que la cercan, tan altos y tan conjuntos entre si, que apenas le dejan ver mas que el cielo, ni tener otra salida de la que el río hace entre ellos. De manera que ni ella puede ser vista, ni los de dentro ver otro que aquellas grandísimas peñas, tan eminentes, que como se dice, de la peña de los Centauros, parece que les viene a dar encima. Y así uno contemplando la extrañeza y terribilidad del lugar. dijo que le parecía cueva de Tigres, como lo fue cierto de más que
tygres en fuerzas y valor, pues poco antes se había defendido, y echado de su cerco, a los Leones de Castilla, y a los Sabuesos de Aragón, según poco ha dijimos. Viéndose pues don Pedro cercado del campo del Rey, determinó como quiera defenderse de él, y amparar su amigo. Para lo cual había hecho convocación y junta de amigos: y de los más escogidos de Aragón, Castilla, y Navarra, había juntado una compañía de mil y quinientos caballos ligeros, metidos ya dentro la ciudad, y alojados en la pequeña vega que estaba en lo más hondo del valle, con mucha munición de guerra y de vituallas para muchos meses. Pues como por sus espías tuviese noticia de la poca y mal compuesta gente del campo del Rey, y también supiese de la división que había entre los de su consejo, ya no pensaba en como defendería su ciudad, sino, como saldría a dar sobre las tiendas del Rey y pondría fuego a sus máquinas. Esto lo podía hacer muy a su salvo, por los muchos parientes y amigos que tenía en el campo del Rey, que secretamente le favorecían, y daban avisos, no solo de los designos del Rey, y aparato de las máquinas para combatir, pero de la hora y punto del combate: y aun a vista del mismo Rey los enemigos entraban y salían de la ciudad, sin ningún recelo, mostrando cuan poco caso hacía del ejército. Pues como el Rey, visto lo que pasaba, tuviese por sospechosos los de su consejo, y se fiase poco de ellos, fuera de don Pedro y Pelegrin Ahoneses, y don Guillen de Pueyo que siempre los halló fidelísimos a solos estos encomendó la guarda de su persona, y de las máquinas y munición del campo. Lo cual tomaron tan a mal los otros caballeros y capitanes, que comenzaron a descuidarse, y a quedarse cada uno en su cuartel. Como fuese luego avisado de esto don Pedro, salió de noche de la ciudad a la segunda guarda, con una banda de 150 caballos, y dio de improviso sobre las guardas de las máquinas, y como huyesen todos, y las desamparasen, solos don Pelegrin y don Guillen resistieron con gran esfuerzo y valor
al ímpetu de los enemigos. Mas como fuesen rodeados de tantos, y de tan pocos de los suyos defendidos, no pudiendo más, murieron como buenos y leales caballeros en la defensa de su Rey.
Y luego don Pedro, puesto fuego a las máquinas y trabucos, sin pasar más adelante, ni perder uno de los suyos, se volvió con mucho a la ciudad, quedando el campo del Rey esparcido y atemorizado, viendo que ninguno de los capitanes se movió, ni mandó tocar el arma para ponerse en defensa de la persona del Rey, salvó don Pedro Ahones, como lo dice la historia. Lo cual bien considerado por el Rey, y por el mismo Ahones su ayo, pues a los demás se les daba muy poco de verlo en trabajo, también porque el socorro de las ciudades no llegaba, no faltando algunos amigos de don Rodrigo que lo entretenían, determinó alzar el cerco y partirse de allí. Don Pedro que supo esto, pesándole mucho de lo hecho, y afrentándose de la poca fé y mengua de los allegados del Rey, o porque se temiese de su indignación para en lo venidero, deliberó de salirle al camino con don Rodrigo, acompañados de algunos de a caballo, aunque sin armas, y habida licencia llegaron al mismo Rey, al cual apeados de sus caballos fueron a besar las manos, suplicando les perdonase lo hecho, y restituyese en su gracia, porque muy de veras se le entregaban por sus verdaderos y fieles vasallos: y que para certificarse de esto, entrase y se apoderase de la ciudad y estado, que todo era suyo. Al Rey pareció también, y le fue tan acepta la humilde plática, y largo ofrecimiento de don Pedro, que le abrazó y recibió con muy real ánimo en su amor: teniéndole por esto en mucho mayor estima que antes, por haber juntamente tenido experiencia así de su valor y poder en armas, como de su liberal y generoso ánimo: y esto por lo que prudentemente pensó de poderse valer por tiempo de su amistad y fuerzas, para con ellas refrenar la insolencia de algunos grandes del reino. Finalmente por su respeto perdonó a don Rodrigo: y de los dos se valió mucho para todas sus empresas y conquistas, como adelante veremos.

Fin del libro segundo.

Leer el tercer libro