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jueves, 14 de marzo de 2019

Libro sexto

LIBRO SEXTO

Capítulo primero. De la armada y gente que llevó el Rey a la conquista de Mallorca, y del orden con que salió del puerto de Salou.

Acabada ya de ajuntar (
iuntar) la flota de toda suerte de navíos, después de muy bien proveída de todas las municiones y vituallas convenientes, estando la mayor parte de ella surgida en el puerto de Salou, y la demás en la playa de Cambrils a dos leguas del puerto hacia el mediodía: mandó el Rey reconocerla, y aprestarla de nuevo, haciendo juntamente muestra general de la gente y ejército que le seguía. Hallábanse en la armada xxv naves gruesas, y xij galeras reales. Los demás eran baxeles de toda suerte, con muchos bergantines (vergantines) y fragatas, para atalayar, descubrir, y navegar a remo y a vela para todo servicio de la armada: con otros navíos bajos de bordo que llaman Taridas, para llevar caballos y otros animales, y lo demás del bagaje (vagage), bastimentos y xarcias de la armada: que todos juntos hacían número de CL sin los demás barcos y bateles para servicio de las naves y galeras, que no tenían número. De la gente de guerra que iba en la armada, aunque ni en la historia del Rey, ni de otros se refiere cuanta era, pero por lo que se colige de los que aportaron en la Isla, se halla que el número de la infantería sería hasta XV mil, y los de a caballo MD demás de los aventureros que de Génova, de Marsella, y de toda la Provença vinieron en una grande Carraca de Narbona, con otras gentes de los contornos de la Guiayna. Los cuales juntos llegaban a XX mil infantes, y más la caballería ya dicha. Fue nombrado por general de la armada don Ramón de Plegamans, caballero principal de Barcelona, hombre bien diestro en las armas, y sobre todo muy experto y cursado en el arte de navegar. Los principales señores y barones que siguieron al Rey, y que mucho le valieron en esta jornada (según cuenta Desclot (Asclot) antiguo escritor de esta historia, y otros) fueron el Obispo de Barcelona, Don Guillé Ramon de Moncada barón principalísimo de Cataluña, con otros muchos de su linaje, gente muy esclarecida, como adelante diremos. Don Nuño Sánchez Conde de Rosellón, de Conflent, y Cerdaña, y con él muchos otros Barones del Lampurdan, gente de lustre y bien armada. Sobre todos quien más se señaló fue el Vizconde de Bearne don Guillén de Moncada, con cccc hombres de armas escogidísimos a su sueldo, con otros de su casa y linaje de Moncada que le siguieron. Finalmente de Aragón fueron muchos caballeros y Barones con otra gente vulgar. Porque entendiendo que también eran acogidos con los Catalanes en el repartimiento de la presa, y despojos de la conquista, siguieron al Rey de muy buena gana: mayormente por ser jornada contra Moros. Puesta ya la armada en orden, como llegó el día aplazado para la partida, oyeron todos muy devotamente la misa y sacrificio santo en la iglesia mayor de Tarragona, a donde hecha por cada uno su confesión sacramental, el Rey, y los señores, con los Barones, y capitanes del ejército, recibieron el santísimo sacramento del altar, por manos del Obispo de Barcelona. Para todos los demás soldados se armó una capilla junto al puerto, a donde oyeron misa, y proveídos confesores, se les ministró el Sacramento de la penitencia, y el del altar recibieron muy devotamente antes de embarcarse. Hecho esto, y dado refresco a todo el ejército, mandó el Rey tocar a recoger y a embarcarse. Y como la ropa y bagaje estaba ya embarcado fueron lo muy presto las personas, por lo mucho que todos deseaban hallarse ya en esta jornada. Pues para que con buen orden comenzase la navegación hecha señal por el general de la mar, salió la armada del puerto (como refiere el Rey) desta manera. La nave de Nicolás Bonet de Barcelona que era la más ligera de todas, y más bien armada, en la cual venía el Vizconde de Bearne, iba por capitán, llevándola a vanguarda. Otra que era de un caballero llamado Carroz (de quien se hablará después) que también venía muy en orden, iba postrera en retaguarda, tomando las galeras reales en medio para que a toda necesidad acudiesen a las naves que iban adelante y atrás. Comenzando el tiempo blando con viento próspero, aunque no muy reforzado, fue tanta la codicia de navegar, que sin más esperar, luego por la mañana al amanecer se hicieron a la vela, puesto que lentamente, por aguardar al Rey que se quedó en el puerto en una muy buena galera de Mompeller, por aguardar mil soldados que de los pueblos mediterráneos venían, para embarcarlos en ciertos barcones ligeros que había mandado quedar para de presto pasarlos a las naves. Y luego siguieron al Rey todos los demás navíos que estaban derramados por las playas a una mano y a otra del puerto, y navegando a remo y a vela juntaron luego con las naves, adonde fueron metidos, y comenzaron todos a navegar juntos.

Capítulo II. De la gran tormenta que pasó la armada, y del provecho que suelen sacar de ella los navegantes, y como llegaron a vista de la Isla de Mallorca.


Como navegasen ya todos con mucha alegría y con mayor esperanza de acabar bien su viaje, tomasen la derrota de la Isla de Mallorca, la cual a tercero día casi la descubrieron, súbitamente se levantó un viento que llaman Lebeche, que de ordinario suele soplar en aquel paso, y con la oposición de Griego Levante, causó tan grande torbellino en la mar, que vino el ciel a
escurecerse del todo, y a levantarse las olas tan altas combatiendo unas con otras, que fue forzado dividirse la flota, y de tal manera comenzó a esparcirse, que si no fuera por no desamparar al Rey; en un punto se desapareciera toda. Pero a causa de seguir todos la capitana que no quería torcer su viaje, vinieron a padecer las demás tan gran trabajo de la tormenta, que demás de los encuentros que se daban unas con otras, aun era mayor el trabajo que la gente padecía, con los desmayos, y mal de mar que atormentaba a los navegantes nuevos. Porque fatigados de aquel hediondo, y no acostumbrado aire de mar, que rosciado por las olas, se les entraba por la boca y narices, les daban (como siempre suele) tan grandes vómitos (gomitos) y vahídos (vagidos) que se caían medio muertos. Mas el temor de la representada muerte era lo que más les confundía. Por donde comenzaron muchos a desconfiar de la vida y pasaje, tomando por mal agüero, de que estando todos tan conformes con Dios, y siguiendo una empresa tan pía y Christiana, y para mayor engrandecimiento de la fé Christiana, se les oponía una tan horrenda tempestad y fortuna tan súbita. Por esto trataban muy de veras de quedarse en tierra, donde quiera que la mar los echase: señaladamente pedían esto los soldados mediterráneos, que jamás entraron en mar, ni sabían que cosa era tormenta. Porque espantados del gran estruendo y levantamiento de las olas, encontrándose con tan horrible furia unas con otras, les parecían serpientes bravísimas que se querían tragar las naves con ellos. Y así temiendo que esto vendría en efecto, se encomendaban muy de corazón
y a voces, a Dios omnipotente, y a nuestra Señora, haciendo mil votos y promesas, y por lo mucho que la conciencia de sus culpas y mala vida pasada les atormentaba, se confesaban unos con otros, y podía tanto el temor de dar en el profundo, que lo que no confesaran en tierra con todos los tormentos del mundo, allí voluntariamente y a voces lo descubrían: sacrificando a Dios con tan contrito y humillado espíritu, cuanto fuera de allí nunca hicieron en toda la vida tan de veras. Para que se vea cuan sagrado y saludable fruto de verdadera religión puede coger los Christianos de la tempestad y tormenta del mar: y cuan hecha es toda ella, no menos para la salud del cuerpo que para la del alma. Pues con el vómito a que provoca, no solo purga el cuerpo de toda cólera y malos humores: pero aun con el grande temor que causa su espantable trago, desarraiga del alma todo mal afecto de pecar, y con las lágrimas y amargo arrepentimiento de haber pecado, lava con la corriente de firmes y buenos propósitos todo lo hasta allí maculado.
De manera que sana cada uno mucho mejor sus enfermedades de cuerpo y alma en la mar que en la tierra. Y así es contra toda razón pensar que la tormenta del mar sea triste, e infelice
aguero para los navegantes Christianos, en sus comenzados viajes y empresas: antes se ha de tener por venturoso pronóstico, pues habiendo pasado por ella, y purgado (como está dicho) sus males de cuerpo y alma, quedan más aceptos a Dios, y para proseguir su navegación y empresa, más sanos y bien dispuestos. Perseverando pues la tempestad y contrariedad de vientos, el patrón y piloto de la galera del Rey eran de parecer, que diesen lugar al tiempo, y se volviesen a tierra. Por ser cierto que a la entrada del invierno cualquier tormenta de mar dura mucho, y es muy peligrosa, aunque la tranquilidad y bonanza en medio del, suele ser más firme y constante. Mas el Rey en ninguna manera tenía por bien el volver a desembarcar, considerando sabiamente, que los soldados vueltos a tierra con él fastidio de la mar, y memoria de la borrasca y tormenta pasada, luego se meterían por la tierra a dentro, y huyendo se desaparecerían. Y así mandó que pasasen adelante, y confiasen en nuestra Señora que era la guía de su viaje, que les daría muy en breve la bonanza. Con esto, como quien arrima las espuelas al caballo dio prisa a su galera. La cual apretó con los remos de manera, que pudo alcanzar la nave capitana del Vizconde, y aun pasarle delante: y él se quedó por guía y capitán de toda la armada. Pero costole harto, y lo pechó bien su generoso atrevimiento: porque creció tanto la tormenta, que se vio su galera en aquel punto en el mayor y más riguroso peligro que otro bajel del armada. Tanto que sobre este paso dice la historia general de Mallorca, que el Rey hizo voto a nuestra Señora, de dar para el edificio y fábrica de la iglesia mayor de la ciudad, la decena parte, o diezmo de lo que se conquistaría en la Isla, y lo cumplió. De donde se ha hecho con este don allí un edificio y templo de los mayores del mundo. Quiso pues nuestra Señora que a tercero día que comenzó la tormenta, ya tarde al ponerse el Sol, aflojó, y se descubrió el cielo, y casi a un mismo punto toda la Isla, que la tenía la armada junto a si, sin verla: porque muy claramente se descubrieron los puertos de Pollença, Sollar, y Almarauich (como el Rey dice) los cuales distintamente fueron conocidos por los marineros prácticos (platicos). Mas por ser tarde, y quedar algunas reliquias de la tormenta, y que no era cordura entrar a escuras en tierra y puertos de enemigos, se entretuvieron toda la noche costeando hasta la mañana, cuando el sol salido se determinó la entrada de la Isla, y pues estamos a vista de ella, bien será hacer una general descripción de su asiento y postura.

Capítulo III. Del asiento y postura de la Isla de Mallorca, y como tomó el Rey puerto en Santa Ponza.

Está la Isla de Mallorca en forma cuadrada a cuatro ángulos, aunque por los dos lados, con los senos y entradas que la mar hace de ambas partes, viene a estrecharse de manera que parece quedar en forma de una y
unque. Y así responden los cuatro principales ángulos, o cabos de toda ella, a las cuatro partes principales del cielo. El primero es el puerto de la Palomera que mira al poniente, y tiene delante una pequeña Isla que llaman la Dragonera, no porque engendre Dragones, sino porque bien considerada su traza y asiento tiene figura de Dragón. El otro ángulo, pasando hacia la mano derecha, que tira al Septentrión, es el cabo de Formentor.
De aquí vuelve hacia el Oriente al tercer ángulo que es el cabo de la Piedra. Puesto que esta ladera no va seguida porque se va allí estrechando la Isla por los dos senos de mar, que dijimos, donde estaban los puertos del Alcudia, y Pollença, que ennoblecen mucho la Isla. El cuarto ángulo es, volviendo de oriente a medio día
porfino o porsino, el cabo que dicen de las salinas. Al cual se oponen dos Islas pequeñas llamadas Cabrera, y la Conillera, por haber en esta gran infinidad de conejos. Entre este cabo y el primero de la Palomera, casi a medio camino, se rompe la tierra con un gran seno de mar que se mete hacia lo meditarraneo dela Isla, y responde por derecho al otro seno del Alcudia, que dijimos, y así queda ella estrechada por el medio. Es la mitad de la Isla hacia el poniente y Septentrión, muy áspera y montañosa (montuosa), pero muy fértil para ganados y olivos, que sin cultura alguna nacen, y fructifican entre las peñas admirablemente, y que, como adelante se dirá, tiene abundancia de pan y vino. La otra mitad es llana, y se extiende en mucho espacio y anchura de campos, y está muy poblada de muchas y grandes villas con sus aldeas y lugares, cuyos campos, que naturalmente son fértiles, mejorados con la buena cultura y labranza de la gente, han llegado a ser de los más fructuosos y abundantes del mundo. Es finalmente toda la Isla llena de puertos y calas, para todo refugio de navíos grandes y pequeños, a cuya causa está torreada toda la costa de ella, como adelante mostraremos. Pues como las naves con toda la armada luego por la mañana volviesen las proas al puerto de Pollença, que mira al levante, con fin de tomarle: súbitamente se levantó el viento Prohençal con furia, el cual de nuevo les impidió que no abordasen a la Isla: alomenos como fuese contrario para tomar aquel puerto, fue necesario pasar al de la Palomera. Este puerto, como dijimos, mira al poniente, y está a XX millas de la ciudad. Pues como llegasen a ponerse en frente de él, la galera del Rey primero que todas se entró por él a velas tendidas, y tras ella toda la armada. De manera que el Rey puso el pie en la Isla (porque realmente llegó con un batel a tocar la tierra y volverse a su Galera) un Viernes que se contaba el primer día de Setiembre. A donde por haber llegado toda la armada a salvamento sin perderse un solo barquillo con tan gran tormenta, hizo infinitas gracias a nuestro señor y a su gloriosa madre, y las mismas solemnemente continuó por todo el ejército el Obispo de Barcelona con su clemencia. El día siguiente, don Nuño, sin más reposar, y don Ramón de Moncada, con sendas galeras, dieron la vuelta hacia mediodía, costeando por la marina y descubriendo los puertos, por ver en cual dellos desembarcaría la gente más al seguro. Pero ninguno se halló más a propósito que el de Santa Ponza, el cual por estar cercado de grandes montes y algo solitario, no estaba tan defendido de la gente de tierra como los otros: con esto determinaron de dar allí fondo: porque al de la palomera había acudido ya mucha y muy armada morisma por tierra, y era bastante para impedir la desembarcación. En este medio como fuese día de fiesta y domingo, por mandado del Rey se estuvieron todos surgidos en el puerto, a las raíces de un monte muy alto que se llama Pantaleu, que está a peñatajada dentro del mar enfrente de la Dragonera. Y así entendieron todos en descansar aquel día del gran trabajo y tormenta pasada.


Capítulo IV. De los avisos que dio el Rey un moro de la Isla que se echó a nado por hablarle, y como desembarcó el ejército a pesar de los Moros, y de la matanza que se hizo en ellos.

Estando el Rey en el puerto fue avisado de todo lo que los Moros hacían en la ciudad, y de los aparejos que para defender la Isla entendían hacer, y más del número de la gente que había de guerra y otras cosas, por un Moro nombrado Hali, que desde la Palomera se había echado en la mar, y a nado había llegado junto a la galera real, pidiendo a grandes voces le recogiesen para hablar con el Rey. Por cuyo mandado fue luego traido en un esquife a su galera, y como hablase bien la lengua catalana, entendiose del, como de la otra parte de los montes, había gran tropel de Moros, que serían hasta X. mil para impedir el desembarcar a los Christianos. Demás desto puestos los ojos en la persona del Rey, le dijo. Dígote señor Rey que puedes estar de buen ánimo:
porque sin duda la Isla ha de venir a tus manos que así lo ha pronosticado mi madre que es la más sabia mujer en el arte
mágica de cuantas hay en la Isla. Y más digo que dentro della se hallan XXXVII. mil Moros de pelea, y V. mil jinetes. Por eso te aviso que tomes puerto cuanto más presto pudieres, y eches tu ejército en tierra: porque la victoria toda consiste en la diligencia y presteza
de acometer esta gente, antes que venga el socorro de Túnez, que lo esperan, y te la quiten de las manos. Holgose mucho el Rey con tan buenos avisos del Moro, y haciéndole mercedes le mandó quedar en su servicio. El Moro se quedó, y sirvió al Rey fidelísimamente de espía y (traductor o intérprete
faraute en toda la conquista. Luego aquella noche a la segunda vela el Rey se allegó a tierra con las doce galeras y con las barcas y esquifes comenzaron a desembarcar los soldados, y echar los caballos y bagaje en tierra. Mas como fuesen descubiertos de los Moros que andaban por los montes, en un punto bajaron (abaxaron) V. mil de ellos, y con grande alarido, como acostumbran, arremetieron para los nuestros alanceándoles, por estorbarles el desembarcar. Pero fue tanta la diligencia de los nuestros en volver las proas de las galeras y naves hacia los moros, y en tirar lanzas, azconas, azagayas, saetas, y piedras con trabucos armados sobre las entenas, que los hicieron retirar, y hubo lugar para desembarcar sin mucho daño. El primero de todos que tomó tierra, fue Bernaldo Ruy de mago Alférez valentísimo, porque en saltar en tierra desplegó su bandera, y echó señal, le siguieron todos, haciendo rostro al ímpetu de los Moros, hasta que acabaron de desembarcar los caballos con todo el bagaje, y con las máquinas y trabucos. Luego con los de a caballo que los echó delante, pasó el mesmo con DC. infantes, y dieron con tanto ánimo en los Moros, que los hicieron huir: y matando algunos de ellos, volvió el Alférez al campo con toda
la gente, y para más seguridad se recogieron ya tarde en las galeras, con alguna presa y despojos que de los Moros hicieron. Al cual recibió el rey con mucha alegría, y alabó con encarecimiento su gran valor y esfuerzo, por haber dado tan próspero principio a la empresa, y con tan victoriosa escaramuza, tomado el ánimo a los enemigos. A este Alférez (que después se llamó Bernaldo Argentona, y señalan algunos que fue Catalán) por sus valerosos hechos y buena dicha en la guerra, acabada la conquista, el Rey le hizo donación de la villa y tierras de Santa Ponza, para él y a los suyos. A la misma sazón don Nuño, don Ramón de Moncada, el Vicario del Temple, y Gilabert Cruylles, Barón de Cataluña con CL. caballeros saltaron en tierra en el puerto de santa Ponça, y metiéndose por la Isla a dentro encontraron con un escuadrón de hasta VI. mil Moros. Los cuales se los estaban mirando de lejos, sin moverse ni llegar a estorbarles el desembarcar, ni el ir para ellos: maravillándose don Ramón de la torpeza dellos, porque siendo tantos dejaban de acometer a tan pocos. Pues como llegado muy junto a ellos, y ni se moviesen de su puesto, ni se pusiesen en orden de pelear, hecha señal a los suyos, y diciendo a voces. Son pocos, y no vezados a pelear, arremetió para ellos; con tan bravo ímpetu que no pudiéndole resistir los Moros huyeron todos: pero siguiendo el alcance los Christianos, fue tan grande la matanza que en ellos hicieron, que se halló (según el Rey afirma en su historia) haber muerto de ellos hasta M.D. Volviendo pues don Ramón con los demás, con tan felice victoria al puerto hallaron al Rey que acababa de tomarlo con toda la armada en el de santa Ponza, y saliendo en tierra, como entendió admirable escaramuza y victoria que contra los Moros tuvieron, se espantó de oírla. Y aunque alabó grandemente el valor y fuerza de todos ellos, por tan bien acabada empresa en lo intrínseco de su pecho le dolió mucho por no haberse hallado personalmente en ella, siendo de las primeras que en la Isla se hicieron.


Capítulo V. Como el Rey se metió por la Isla a dentro con veinte caballeros, y de los Moros que mataron, y extraña batalla que tuvo con uno de ellos.

Viendo el Rey la gallardía que don Nuño y don Ramón con los demás tenían, y el gusto con que contaban sus proezas y victoria pasada, no pudo más detenerse, sino que luego al día siguiente, entretanto que estos caballeros reposaban, y se rehacían del trabajo pasado, quiso también él ir a probar su ventura, y salir con algún memorable hecho. Para esto tomó consigo XX caballeros Aragoneses, y muy de mañana, después de haber oído misa y almorzado, dejando mandado que ninguna otra persona los siguiese, mas de un platico de la Isla que los guiase, se metió por ella a dentro. Y para más certificarse de la victoria pasada, siguieron la misma senda por donde vinieron los vencedores. Pues como no muy lejos descubriesen un gran golpe de gente que serían hasta CCCC moros que estaban en el recuesto de un monte, el Rey se fue para ellos. Los cuales entendiendo que eran descubiertos, temiéndose no viniese más gente atrás, o se quedase puesta en celada, comenzaron a apartarse a otro monte más alto. Visto por el Rey que se retiraban, como si viera una buena caza de venados, puso piernas al caballo diciendo a los suyos. Ea hermanos daos prisa no se nos vayan aquellos venados que han de servir para pasto y mantenimiento de nuestras honras, y arremetiendo y dando todos sobre los que huían a furia, en el alcance mataron hasta LXXX de ellos, los demás se escaparon. Mas porque del huir, y poca resistencia de los Moros Mallorquines, no se puedan todos a una notar de cobardes, o inhábiles para pelear: contaremos una señalada hazaña de un valentísimo Moro Mallorquín (digna de poner en memoria) que en este mismo trance aconteció al Rey, con harto evidente peligro de su persona. El cual como luego después de haber muerto los LXXX Moros, y ahuyentados los demás, se retirase ya de vuelta para el campo, y pasando los otros caballeros adelante, se quedase con solos tres, para ir parlando por el camino, al pasar de un barranco, le salió al delante un moro de a pie armado de lanza y adarga, con un morrión Zaragozano. Al cual mandando el Rey a voces que se rindiese, comenzó el Moro con bravo semblante a blandear la lanza contra él, y los demás, que en el mismo punto fueron sobre él. Pues como uno de ellos llamado Ioan de Lobera Aragonés, llegase más cerca, revolvió el moro sobre él, y con una punta de lanza le atravesó el caballo y con él cayó luego el caballero en tierra. Mas levantándose con gran presteza Lobera con la espada en la mano para defenderse del moro, que ya estaba sobre él con su alfanje, acudieron los tres y maltrataron al moro. Pero como ni al Rey, ni a los otros se quisiese rendir, cargaron de tal manera sobre él que le hicieron pedazos, y cortada la cabeza, la llevó Lobera en la punta de la lanza. Con esto se volvieron muy contentos ya tarde para el ejército, y como fueron descubiertos salieron todos con grandísima alegría y regocijo a recibir al Rey, entendiendo sus dos grandes victorias hechas en tan pocas horas. Y aunque quedaron extrañamente maravillados de la primera que hubo de los moros siendo tantos, y los suyos tan pocos, pero tuvieron en mucho más la brava resistencia que se halló en solo aquel Moro, cuya cabeza y rostro feroz mostraba bien la gran valentía y fuerzas de su persona. Y así confesando todos que con estas victorias había igualado el Rey la del día antes de los caballeros, mucho más se regocijaron. También concluyeron que no por el buen suceso de estas dos victorias debían descuidarse en lo por venir, ni tener en poco los Moros Mallorquines. Antes conjeturaron de la valentía y fuerzas de aquel solo Moro, y del huir de los muchos juntos, que los Mallorquines debían ser como los toros, los cuales tomados juntos son mansos, mas cada uno por si muy bravo.


Capítulo VI. Como por la demasiada prisa que el Rey se daba por llegar a la ciudad, iba desbaratado el ejército, y padecía hambre, y fue proveído por el general de la mar.

Con estas dos tan prósperas victorias, que alcanzaron el Rey, y don Nuño con los demás en la Isla, cobró el Rey nuevos alientos, y con el ardor de la mocedad, determinaba no andar por montes y valles, ni asentar el real sobre fortaleza alguna de la Isla, sino dar con todo él sobre la ciudad principal, porque como oyese que el Rey Retabohihe había salido de ella, y que andaba por los montes hurtando el cuerpo a los nuestros, y excusando la batalla, codiciaba mucho verse con él en campaña para acometerle. Pues era cierto que vencido o desbaratado Retabohihe, y con esto debilitadas las fuerzas de la ciudad, tenía por muy fácil tomarla, y apoderarse de toda la Isla. Con esta demasiada codicia del Rey y poca cuenta del gobierno, andaba el ejército, todo sin ningún orden ni asiento: no parando horas en un mismo puesto, ni lugar cierto, por seguir los movimientos del Rey, que parecía iba siempre a caza de victorias, como de venados. Y tan puesto en esto, que ningún cuidado tenía de proveer, ni bastecer el campo de vituallas. Y así comenzaron a sentir hambre, y a desfallecer en los soldados el ardor y deseo de pelear, con que se entró en la Isla: hasta que siendo avisado dello el general de la armada don Plegamans, al cual como se dio cargo de proveedor de la tierra, luego proveyó el ejército
abastadamente de las vituallas que sobraron en la mar: hasta tanto que los villanos y labradores de la Isla, por redimir la tala y destrucción de sus campos, acudieron al Real con mucho pan y carnes, y otras provisiones en abundancia. En este medio salieron de las naves que estaban surgidas en el puerto de Porraças al mediodía, hacia la ciudad CCC caballeros y entendieron por los adalides y centinelas del campo, como habían descubierto muchos, y muy formados escuadrones de Moros, que sería al anochecer, y eran de gente de a caballo y de a pie, bien puesta en orden, al paso por donde había de embocar el Rey la gente para la ciudad. Al cual luego dio aviso desto don Ladrón caballero Aragonés nobilísimo, capitán de caballos. El Rey que entendió esto, llamó a don Nuño, y al Vizconde de Bearne, con los otros Barones y capitanes del ejército, para decirles que se pusiesen a punto para el día siguiente. Porque deste primer encuentro y batalla campal, se había de seguir el remate de toda la conquista. Y envió a decir a don Ladrón que se estuviese quedo en su alojamiento por hacer rostro a los de la Isla, si de hacia la Palomera y por aquellos extremos se congregase alguna gente a tomar en descuido a los del campo: hasta que se le diese nuevo orden. Con esto mandó el Rey asentar el Real y tiendas de propósito, más adelante de la Porraça camino de Portopí junto a la mar, con mucha gente de guarda, que estuviesen toda la noche en centinela. Hecho esto se fue cada uno a su alojamiento a reposar: determinados de dar luego por la mañana la batalla a los Moros: más por contentar al Rey que extrañamente lo deseaba, que por sobrar razón para ello.

Capítulo VII. De la discordia de don Nuño y del Vizconde, y del escuadrón de los aguadores, y como peleando el Vizconde contra los Moros fue muerto con don Ramón y otros de su linaje.

Venida la mañana acudieron todos los capitanes y señores a la tienda del Rey, al cual hallaron ya levantado de la cama y armado. Lo primero que hicieron fue oír misa muy devotamente, y después de haber dado refresco y sustento a sus personas, y a los soldados lo mismo, entraron en consulta, si convenía ir a combatir la ciudad: porque con esto parece que sacarían a los enemigos de los montes a la campaña rasa, donde hallándose el ejército todo junto mucho mejor se defendería: o sería mejor irlos a buscar y acometerlos. Mas aunque la opinión del Rey señalaba se siguiese la vía de la ciudad, los más fueron de contrario parecer. Porque sería doblar las fuerzas al enemigo, ir a meterse entre él y la ciudad: pues en comenzar la escaramuza con los de fuera, saldrían los de la ciudad a tomarlos en medio para honrarse de ellos. Y así se determinó que fuese la mayor parte del ejército a buscar los enemigos a unos pequeños montes por donde andaban detrás del cabo de Portopi: y que el Rey con su cuerpo de guarda, y más gente, marchase por junto a Portopi a ponerse en el camino de la ciudad para impedir el paso a los Moros, porque no pudiesen ser socorridos de ella. Andando los capitanes ocupados en esta ordenanza, y partimiento, y el Rey con su gente ido a meterse en su puesto, siguiose muy gran cuestión (
quistió) y diferencia entre el Vizconde y don Ramón con don Nuño, sobre quien llevaría la vanguardia, pidiendo cada uno ser de los primeros. Pasó esto tan adelante, y la porfía fue tan reñida, que dio ocasión a que los aguadores y leñadores del campo, con otros esclavos de los señores y Barones, de presto hechos legión, sin orden, ni caudillo, se juntasen para ir a dar sobre el real de los enemigos. El Rey que los vio ir tan descarriados, y derechos a perderse, puesto en una yegua, y acompañado de solo un caballero Catalán llamado Rocafort, arremetió para ellos, y saliéndoles al delante, los detuvo, mandándoles que volviesen atrás, que cuando menester fuese él los emplearía, alabándoles su buen ánimo y gana de pelear. Como el Vizconde, don Ramón, y conde de Ampurias vieron esto, sin más esperar a don Nuño, se salieron con buena parte del ejército, y los más escogidos de su casa y parentesco a pelear a tropel. Porque vieron las tiendas y Real de los Moros asentado, sobre una montañuela rasa, sin ninguna empalizada, ni en nada fortificado, y que parecía muy poca gente en guarda del. Y así arremetieron con poco orden, sin pensar que tenían los enemigos tan cerca, los cuales salieron dessotra parte del monte donde estaban en celada, y con grandes alaridos dieron sobre el Vizconde y los demás, y se trabó una bien sangrienta escaramuza de ambas partes. Mas como el Conde de Ampurias con los caballeros del Temple y cuerpo del ejército arremetiesen al Real y tiendas de los moros, a efecto de dividir su gran ejército que pasaban de XX mil, halláronlas ya bien fortalecidas de gente, porque sobraba para ambas partes. En este medio que se detenía de acometerles, pensando que con entretenerlos en guarda del Real, serían menos los que andaban en la pelea del Vizconde y don Ramón: fue así, que con haber cargado tantos Moros sobre ella, los Cristianos se dieron tan buena maña, que tres veces hicieron retraer y volver las espaldas a los Moros. Pero como fuesen tantos y peleasen delante su Rey, y también que los cansados iban a hacer muestra ante las tiendas, y de allí tomado su refresco, iban otros tantos a la pelea, otras tantas veces se rehicieron, y volvieron sobre los nuestros, que comenzaban ya a retirarse. Demás que por ser tantos los Moros, y estar tan extendido su campo, los nuestros se habían esparcido a fin de no dejarse cercar de todas partes, y con esto no podían valerse los unos a los otros. Desto fue avisado el Conde de Ampurias, pero no quiso moverse de aquel puesto, de muy persuadido que hacía más bien a los que peleaban con entretenerles tanta gente que no fuesen sobrellos, recibiendo en esto muy grande engaño. Porque demás que sobraban Moros para pelear, también acudían muchos de ellos de la ciudad que venían por sus secretas vías, y sin que lo impidiesen el Rey, ni don Nuño, que estaba al paso, se juntaban con su ejército, y crecía por horas. Por donde el escuadrón de los Cristianos que peleaba en el lado derecho, comenzó a aflojar. Lo cual entendido por el Vizconde y don Ramón, acudieron luego a la parte flaca, y con el socorro volvieron los nuestros a entretenerse. Mas como sobreviniese tanta morisma, que eran seis Moros por cada Cristiano, y a los cansados de ellos sucediesen siempre otros de refresco, y a los nuestros que de cada hora perdían, ningún socorriese, comenzaron a turbarse, y a dividirse unos de otros. Y así cargando tantos Moros sobre los que más se señalaban de los Cristianos, que eran el Vizconde y don Ramón y los del linaje, dieron con grandísimo ímpetu en ellos cercándolos por todas partes. Los cuales después de haber vendido bien caras sus vidas, al fin cayeron, y fueron por los Moros muy cruelmente muertos, juntamente con los Vgones, Mataplanes, y Dezfares, caballeros Catalanes los más valientes del ejército, con ocho principales caballeros de los Moncadas. Los que quedaron vivos, viendo muertos sus capitanes, se recogieron hacia donde estaba el de Ampurias con su gente, sin que los Moros los siguiesen: porque también quedaban muy destrozados y deshechos, con muchos muertos y heridos. Con todo eso de presto saquearon el campo de los Cristianos cogieron las banderas y estandartes, y se fueron con todo ello a su Real y tiendas, sin que el de Ampurias se lo pudiese estorbar. Viose por entonces cuanto más sano fuera haber seguido el parecer del Rey, en tomar la vía de la ciudad, porque con esto fuera todo nuestro ejército junto, y sin duda se defendiera mucho mejor que dividido. Quedando pues los nuestros muy lastimados, con tan grande pérdida de los principales capitanes, por el orgullo que de esto tomarían los Moros, se fueron para el campo donde fue la batalla a revolver los muertos, por hallar los cuerpos del Vizconde, de don Ramón y sus parientes, para llevarlos a las tiendas del Real. Puesto que de común concierto de todos fue mandado que ninguno llevase la nueva desto al Rey por no alterarle, hasta que por si mismo la entendiese: porque aprendiese, como de no llevar el tiento y asiento que se requiere en las cosas de la guerra, se seguirían esta y mayores pérdidas.

Capítulo VIII. Como el Rey quiso ir al lugar de la batalla, y lo que pasó con don Guillén de Mediona, y como fue reprehendido de don Nuño, y del otra escaramuza que sostuvo con los Moros.

Luego después que fue la rota del Vizconde y los suyos, no teniendo el Rey nueva de ella sino de la mucha morisma que cargaba sobre ellos, mandó a don Nuño, a don Pedro Cornel, a don Ximen de Vrrea, y a don Oliuer de Thermes nobilísimo caballero Francés, que entonces andaba desterrado de Francia, que con toda la caballería fuesen a ayudar, y se mezclasen con los primeros escuadrones que peleaban con los Moros: pues aunque de lejos, todavía parecía que los Christianos llevaban lo peor. Eran estos escuadrones los que escaparon de la batalla del Vizconde, los cuales se rehicieron, y juntados con los del Conde de Ampurias, peleaban con los Moros algo apartados del lugar donde fue la primera batalla. Aunque esta escaramuza se acabó luego, por estar los unos y los otros de ambas partes muy trabajados, y llenos de heridas. Y así los Moros se recogieron a sus tiendas, y los del Conde hacia el Real para dar cobro a los heridos. Ido pues don Nuño con los demás en socorro de estos, saliose el Rey con su caballería de guarda hacia el lugar do había sido la pérdida del Vizconde, y como se adelantase solo, encontrose con don Guillen de Mediona caballero Catalán, que se había salido de la segunda escaramuza, cortados los labios, y el rostro todo corriendo sangre, de una pedrada de honda. Como luego le conociese el Rey le ató por su mano la herida con un lienzo (
lienço), diciéndole que no era tan grande herida aquella que por eso hubiese de enflaquecer su valor y generoso ánimo para dejar en tal tiempo (tiépo) la batalla. En oyendo esto don Guillen como generoso, sintiéndose mucho de las palabras del Rey, volvió las riendas al caballo, y fuese a todo correr a meter en la batalla y nunca más pareció. Mas el Rey encendido con su ardiente cólera, no sabiendo cosa cierta del triste suceso del Vizconde, que fue poco antes de mediodía, subiose hacia lo alto del pequeño monte, y fueron con él, siguiendo el estandarte de don Nuño, don Roldán, Laynez, y don Guillen hijo bastardo del Rey de Navarra, con LX caballeros. Como llegase a lo alto descubrieron una espaciosa llanura donde estaba el Real de los Moros, y ellos muy esparcidos, parte dentro de las tiendas, parte echados por el campo sin ningún recelo de enemigos, aunque en lo más alto de la tienda Real vieron colgada una bandera de blanco y colorado, de la cual los caballeros del Rey que sabían la rota del Vizconde, sospecharon lo que era. Pero el Rey en llegar a vista de los enemigos, hallándolos tan descuidados quería acometerlos, y sin duda lo hiciera, si don Nuño y los demás capitanes no le echaran mano a las riendas del caballo y lo detuvieran: reprendiendo muy sin respeto su demasiado ardor y ánimo, con tan ciega codicia de vencer, diciendo que de esta manera echaba a perder a si, y a los suyos, y los ponía en trance de muerte. En este punto llegó Gisberto Barberán capitán de las máquinas y artillería, con LXXX caballos ligeros, a quien mandó luego don Nuño que con los caballos y la infantería que allí se hallaría, por contentar al Rey, trabase escaramuza con los Moros de las tiendas, los cuales ya antes de llegar ellos se habían juntado y puesto en orden para pelear. Y así con su acostumbrado alarido y grandes pedradas que tiraban con hondas persiguieron a los nuestros de manera que no pudiendo resistir a tan gran ímpetu y furor dellos, volvieron las espaldas, y los Moros los siguieron hasta meterlos dentro del escuadrón del Rey. Los cuales viéndose delante del, de corridos y avergonzados, volvieron a hacer rostro a los enemigos, que también con buen orden se volvieron a sus tiendas. Como a esta sazón llegase todo el cuerpo de guarda con cien hombres de armas y los Almogávares (Almugauares), y más CL caballos que envió don Ladrón, tomó ánimo el Rey, y con todo el campo arremetió para el Real y tiendas de los Moros, y los echó de ellas, cogiendo muy gran presa y despojo. Mas por ser ya tarde, y tener los caballos muy cansados que apenas habían reposado en todo aquel día, dejaron de seguir el alcance. Alojáronse allí aquella noche, y cenaron de muy buena gana lo que para si tenían aparejado los Moros. Fue esta una de las más extrañas y sangrientas jornadas del mundo: porque de la mañana hasta mediodía se peleó y fue toda en pérdida de los Cristianos: de medio día abajo todo fue escaramuzar y cobrar la victoria de los Moros. Finalmente con la buena cena y aderezo de alcatifas y colchones que los nuestros hallaron en las tiendas, se rehicieron, y reposaron muy bien aquella noche ellos y sus caballos, y entre tanto se dio cargo a cierta gente de a caballo y de a pie hiciesen por el campo la reseña, para que reconociesen los que faltaban y trajesen a las tiendas todos los heridos, para ser curados.


Capítulo IX. Como el Obispo de Barcelona y don Alemany reprendieron al Rey por su codicia de llegar a la ciudad, y como sintió mucho la muerte del Vizconde y otros, y se recogió a la tienda del capitán Thermes.

Llegada la mañana, o que el Rey estuviese estuviese ignorante del suceso del Vizconde, o que lo disimulase por no entristecer a los suyos, porfió mucho con los capitanes marchasen contra la ciudad, que fue su primer intento, por las mismas razones de que la hallaría falta de gente, y aunque el Rey de la Isla revolviese sobre ellos, serían parte hallándose todo el campo junto, para resistirle. Por esta causa creen algunos escritores que el Rey no ignoraba la pérdida del Vizconde, sino que la prisa tanta que se daba por cerrar con la ciudad era porque antes que los enemigos se gloriasen de tales muertes y victoria, las tuviese ya vengadas. Lo que no podía ser, por haberse ya retirado los Moros con su Rey dentro de la ciudad y estar muy fortificada. Pues como a toda furia se encaminase el Rey contra la ciudad, se le puso (
púsosele) delante don Ramón Alemany, Barón de Cataluña: el cual de muy valeroso y celoso de la salud y honra del Rey, se atrevió a detenerle, y reprenderle muy libremente, tratándole como hombre que sabía muy poco de guerra, pues no se detenía en el lugar a donde había vencido a sus enemigos, hasta saber la pérdida de los suyos para rehacerse y fortificarse, antes de ir a acometerlos de nuevo. Mas como ni por las palabras y resistencia de Alemany el Rey se detuviese, saliole al encuentro el Obispo de Barcelona, y le riño duramente. Porque habiendo perdido la flor de su ejército, y estando en doblado peligro que antes, quería imprudentemente pasar adelante para perderse a si y al ejército. Significándole muy a la clara como los Moros habían roto (rompido) los primeros escuadrones, y pasado a cuchillo al Vizconde, y a don Ramón con todos los suyos. Como el Rey oyó esto hizo muy gran sentimiento de ello, y se paró hasta acabar de entender bien la pérdida y lamentables muertes de sus tan queridos amigos; y como en este medio acabase de llegar toda la gente con la compañía de guarda, se volvió con todos a Portopi, cerca de donde poco antes había echado los Moros. De allí le mostraron el lugar donde había sido la batalla y pérdida del Vizconde, y como por haber estado dividido el ejército de los Cristianos, y haber cargado todo el de los Moros contra el Vizconde, sin ser socorrido, quiso de valeroso morir allí con todos los suyos, antes que volver un paso atrás. Oyendo esto, se enterneció tanto el Rey, que fue necesario divertirlo con las vista de la ciudad del cabo de Portopi, de donde se parecía muy patente y distinta. Cuya vista le fue muy apacible, y ansí mandó asentar cerca de aquel puesto el Real y tiendas para todo el ejército, sobre una llanura muy amena: adonde estuvieron los Aragoneses y Catalanes (como el Rey dice) con mayor concordia y hermandad que nunca. Pero el Rey padecía gran sentimiento, y mayor tristeza de la que mostraba en público, por no desanimar los soldados. Antes bien fingiendo alguna alegría y esperanza de buenos sucesos, mandó dar muy bien de cenar a todo el ejército, y que reposasen del trabajo pasado: y puesta la gente en centinela, se recogió en la tienda de don Oliver de Thermes para descansar, y aliviar algo de su trabajo pasado: adonde con cenar muy poco, pasó con menos sueño toda la noche. Como fue de día se levantó, y fue al mismo cabo de Portopi a mirar la ciudad muy de propósito: la cual le pareció muy hermosa y de mejor asiento de cuantas había visto. De allí volviendo a la misma tienda halló que don Oliverio le esperaba con una muy espléndida, y bien aparejada comida: para la cual valió de tan buena falta la hambre y trabajo de los días pasados, que así por estar ella tan bien aparejada a la Francesa, como por el asiento y tan buena vista del lugar do se comía, confesó el Rey que en toda su vida había tenido comida de más gusto y solaz que aquella. De donde avino que luego después se edificó en el mismo puesto una casería, o villa, que dicen en Mallorca, muy suntuosa, a la cual según dice la historia, mandó llamar el Rey la villa de la buena comida.

Capítulo X. Como el Rey fue a ver los cuerpos del Vizconde y los demás, y del gran llanto que movieron los criados del, y del suntuoso enterramiento que el Rey y todo el campo les hizo.

Como fue ya noche, llevando el Rey consigo a don Nuño, y a los demás principales del ejército, se fue a la tienda donde estaban recogidos los cuerpos del Vizconde, y don Ramón, con otros ocho de su linaje, y entrados en ella hallaron muchas hachas encendidas con los sacerdotes revestidos que rezaban Psalmos entorno de los cuerpos: los cuales estaban cubiertos con paños de brocado. Y como en llegando el Rey los descubriesen, y se viese que de tan mal parados estaban desfigurados, y que apenas se conocían, se levantó tan gran llanto y alaridos en la tienda por los parientes y criados de los muertos, que fue forzado al Rey, y a todos, salirse della. Porque
además (de mas) que se lamentaban de su desventura, y como quedaban huérfanos, miserables y desamparados, mezclaban con las lágrimas algunas palabras, con que trataban al Rey de cruel, y otras cosas. De manera que tuvo necesidad de tomarlos a parte, y consolarlos, diciendo, que él era el desgraciado, y huérfano, y más malparado que todos, por haber perdido los más fieles y más valerosos capitanes y amigos de todo el ejército, en el mayor trance y necesidad de su empresa, que otros tales no le quedaban: que conocía serles muy obligado en muerte y en vida: y que por la misma razón no podía dejar de tener mucha cuenta y memoria de los parientes y criados de los muertos, y de emplear en los vivos lo que se debía a ellos. Como oyeron esto los deudos y criados, todos se aplacaron y consolaron mucho con los buenos ofrecimientos del Rey, y prometieron de no faltarle, hasta perder las vidas, como los suyos en su servicio. El día siguiente pareció a todos sepultar los muertos, que ya estaban embalsamados. Y pues el Real estaba ya asentado, y repartido por sus calles y plazas, llevarlos por todo él con la pompa y cerimonia real que se podía. Mas porque no fuesen vistos de la ciudad, por cuanto la distancia (según el Rey dice) no era mucha, pusieron por aquel enderecho y ladera. muchas telas y alhombras de las que tomaron en el real de los Moros poco antes, porque no pudiesen entender ni discernir de la ciudad lo que se hacía en el real de los Cristianos. Y así congregados por su orden, fueron a sacar los cuerpos de la tienda para llevarlos con grande pompa y lamentable música a la tienda que estaba hecha a modo de capilla, para depositarlos en ella. Precediendo sus banderas y estandartes arrastrando por el suelo. Iba la Cruz luego con harto número de Sacerdotes reuestidos, y el Obispo de Barcelona haciendo su oficio Pontifical: seguían luego los cuerpos cerrados en sus ataúdes con sus armas e insignias por encima, llevados a hombros de criados y oficiales ancianos de los muertos. Tras ellos iba el Rey muy enlutado, con los grandes y los demás caballeros Barones y capitanes, sin quedar soldado que no siguiese. Finalmente seguían toda la familia enlutada de xerga como luto real, hasta que llegaron a la capilla que dijimos (deximos), donde hechos los sacrificios y ceremonia debida, fueron depositados los cuerpos en lugar muy conveniente, hasta que fueron trasladados a Cataluña en sus principales pueblos, donde para si, y a los suyos tenían dedicadas sepulturas.

Capítulo XI. Como mandó el Rey levantar el campo y marchar para la ciudad, y de paso hizo alto en la Real, y de la indignación del Rey por la gran crueldad que usaban los de la ciudad contra los cautivos Cristianos.

Acabado el enterramiento y obsequias, se entendió en abreviar la conquista, que ya se reducía toda contra la ciudad, por los pocos presidios y fortalezas que al Rey de Mallorca le quedaban en toda la Isla, pues casi ninguna estaba por él. Demás que por haber experimentado las fuerzas y gran arte de pelear de los Christianos, y que a una que les ganaba, perdía diez escaramuzas, no determinaba de verse más en campaña con ellos. Y así se encerró con todo su ejército en la ciudad, confiando en la fortaleza, y gran bastimento y munición della, junto con la mucha gente de pelea que tenía dentro muy determinada para defenderse, por tener por muy cierta la venida y socorro del Rey de Túnez, que les fue muy prometida, mas nunca llegada. Entendido esto por el Rey mandó alzar el campo de Portopí, y marchar para la ciudad: tomando la vía a la mano siniestra para unas caserías a media legua de la ciudad, donde no mucho después de conquistada la Isla, don Nuño edificó un
sumptuosisimo monesterio y convento de frayles Bernardos llamado la Real, como adelante diremos. Allí hizo alto el campo, por ser lugar muy alegre y bien provisto (proueydo) de aguas en lo llano, no lejos de un monte de donde nacía un (nascia vn) grande arroyo que pasaba por medio del campo y daba en la ciudad. Detúvose allí el Rey algunos días, a efecto de considerar y preparar lo necesario para cercar la ciudad: la cual por estar tan propincua, el maestre de campo, con los de la artillería y máquinas iban y venían a ver los alojamientos, y asiento que el campo habría de tener en el cerco a reconocer la muralla, y lugares más flacos de ella, para acometer y encarar los asaltos: lo que no podían hacer tan secretamente que no tuviesen descubiertos, y con una banda de jinetes que súbitamente salía de la ciudad los echaban de su entorno. Demás que para espantar a los nuestros y que viesen las crueldades que los de dentro hacían contra los Christianos (como lo cuenta Montaner) a vista de ella hicieron uno de los más bárbaros y horrendos usos de matarlos, que jamás se viesen el mundo. Porque en las máquinas que como hondas de ballesteras armaban dentro, para tirar grandes piedras contra nuestro campo, ponían los cautivos Christianos, que a Retabohihe su Rey parecía: a los cuales vivos y atados como balas de artillería, los asentaban en ellas de donde furiosamente arrojados, caían hacia donde el maestre de campo y los demás iban rondando la tierra. Los cuales recogieron aunque hechos pedazos, y los llevaron al Real, a que los viesen todos. Fue esta crueldad tan abominada y maldecida por todos y mucho más por el Rey, cuando se los pusieron delante, que juró por su corona Real, no pararía noche y día, ni alzaría el cerco de la ciudad, hasta que tomase al cruel Retabohihe por la barba, y por tan tiránica y horrible inhumanidad le hiciese todo ultraje y vituperio como a cruel y bárbaro infiel. Fue tanto el terror que los cautivos Christianos que estaban en la ciudad recibieron de esta crueldad hecha por Retabohihe contra ellos, que de pensar cada uno había de pasar otro tanto por si, se concertaron, y por lo más secreto que pudieron se salieron de la ciudad, y se vinieron al campo del Rey, donde fueron recogidos y dieron muchos avisos de la flaqueza de Retabohihe, y de la ciudad.

Capítulo XII. Del capitán Infantillo, como quitó el agua a los Cristianos, y fue sobre él don Nuño, y le venció, y cortó la cabeza, la cual se echó en la ciudad, y como los Moros de la Isla se rindieron al Rey.

A esta razón que el Rey con todo el campo se estaba en la Real, un Moro principal de la Isla, de los más ricos y valerosos de ella, llamado Infantillo, había ayuntado cierta gente de los rústicos y aldeanos de la Isla, y hecho un ejército de hasta V. mil infantes y C. caballos. Los cuales de miedo de los nuestros habían estado muchos días escondidos por las cuevas, o como allí dicen, garrigas, que están en unos montes muy altos a vista de la ciudad, y campo de los Christianos. De manera que se congregaron media legua más arriba de la Real, donde nace una fuente cuya agua pasaba por medio del ejército, a fin de tener sus inteligencias con los de la ciudad para cuando saliesen a escaramuzar, dar ellos de través contra los Christianos. Acaeció pues que Infantillo por hacer tiro, y quitar el agua al
exercito, mandó cerrar el ojo a la fuente, y la que no pudo estacar, echóla por otra canal: de suerte que quitó del todo el agua al ejército. De lo cual admirados los del campo, y turbados por tan súbita sequedad de tan grande arroyo, sospechando la causa, porque en lo alto, a la parte donde nacía la fuente se descubría gente nueva, mandó el Rey a don Nuño se pusiese en orden con gente, para ir a descubrir este daño, y remediarlo. Partió luego el día siguiente don Nuño antes de amanecer, por no ser descubierto con CCC. de a caballo, y subió por la canal arriba hasta llegar donde estaba Infantillo con su gente, y hallándolos muy descuidados y durmiendo sin tener puesta centinela: de improviso dio sobre ellos, de manera que mató quinientos, y los demás huyeron. Pero tomó preso al capitán Infantillo, al cual por estar herido de muerte, y que no podía llegar vivo ante el Rey, le mandó cortar la cabeza y llevarla consigo, dando a saco las cabañuelas de los Moros, que no fue de poco provecho para los soldados. Mandó luego abrir el ojo de la fuente, y restituir toda el agua a su canal y corriente antigua. Maravillosa hazaña, dentro de un día vencer y saquear el Real de los enemigos, restituir el agua a su ejército, volver sin ninguna pérdida de los suyos, y traer en triunfo la cabeza del general contrario a su campo. Quedó el Rey contentísimo de tan pronta y gloriosa victoria, y alabó muy mucho la valor y diligencia de don Nuño, por haber llegado tan presto el agua de la fuente, como la nueva de la victoria, de lo cual se holgó extrañamente todo el campo. Como se descubrió la cabeza de Infantillo, mandó luego el Rey por pagar a los de la ciudad con la misma moneda, que de presto fuese antes del día gente y artilleros a armar un trabuco junto a la ciudad, en el cual fuese puesto, no el cuerpo vivo, sino la cabeza muerta de Infantillo, envuelta en muchos paños, porque no se hiciese pedazos del golpe, y se desfigurase. Armada la máquina, se asestó hacia la plaza mayor de la ciudad. Pues como los de dentro sintiesen desparar trabuco, y volviendo los ojos por aquella parte, viese venir por el aire un tan grande bulto, acudieron al lugar donde cayó, y desenvueltos los paños, como vieron ser cabeza de hombre cortada, no faltó quien la conoció muy bien, y afirmó ser del capitán Infantillo, en quien tenían puesta mucha parte de su esperanza de remedio. Espantados de tan portentoso tiro, hicieron gran llanto sobre ella, y luego comenzaron a desconfiar de su reparo y defensa. Como entendieron esto los Moros de toda la Isla, cuyo último refugio era Infantillo, y que tampoco llegaba el socorro de Túnez, viendo a su Rey encerrado, y de cada hora con menos fuerzas, tuvieron su acuerdo, y parecioles que debía darse a partido al Rey Christiano, antes de ser la ciudad tomada, por fuerza, porque después a ninguno serían acogidos, y el ejército se desmandaría en dar a saco toda la Isla. Y así enviaron sus embajadores al Rey diciendo, que estaban prestos y aparejados para entregarse a su Real fé y merced, confiando los recibiría con benignidad y misericordia. Porque podían jurar que ellos nunca consintieron, ni vinieron bien con la voluntad de Retabohihe su Rey: ni consentido que
ningunos de los suyos tomasen armas contra los Christianos: antes habían
recebido en sus villas, y Aldeas por huéspedes y amigos a todos los proveedores del campo, proveyéndolos con toda liberalidad y amor de vituallas y lo demás para el ejército. Esto lo decían los de la Isla con mucha verdad, porque estaban mal con Retabohihe por sus tiranías y excesivos tributos, que les imponía, y
había entre ellos un hombre principal y muy rico llamado Benahabed, el cual desde el punto que el Rey y ejército desembarcaron en la Isla, abrió sus graneros y
troxes, y libremente permitió a los
proveedores tomasen cuanto menester fuese para el campo. Lo que cierto ayudó mucho al Rey para sustentar la guerra. Pues como los otros ricos hombres siguiesen el parecer y ejemplo de este, todas las otras villas y lugares de la Isla dentro de quince días se entregaron al Rey. El cual los recibió muy bien, prometiéndoles todo buen tratamiento. De manera que no faltando ya ninguno por rendirse, quedó el Rey absoluto señor de toda la Isla, excepto la ciudad: a donde como se entendió lo que pasaba, fueron doblados los llantos y comenzaron a tenerse por del todo perdidos.


Capítulo XIII. De los gobernadores que el Rey puso en la Isla, y se hace nueva descripción de los pueblos y fertilidad de ella.

Venida ya toda la Isla, fuera la ciudad, a manos y poder del Rey, entendió en poner dos presidentes o gobernadores en ella, a don Berenguer Durfort caballero muy noble de Barcelona, y a don Iayme Sancho de Mompeller criado suyo
antigo, a los cuales repartió el regimiento: y quiso que el uno tratase las cosas de justicia, el otro en proveer y bastecer el campo de vituallas, para que con más libertad pudiese el ejército atender al cerco de la ciudad. Tomó a su cargo don Iayme la provisión del campo, como aquel que en cuantas guerras tuvo el Rey le había servido del mismo oficio. Y aunque era innumerable el ejército, a causa de la mucha gente que de cada día pasaba de los reinos a la Isla, a la fama desta guerra: con todo eso pudo bastantemente cumplir con su cargo, por hallar la Isla tan fértil y proveída de todo lo necesario para el sustento de la vida humana. Y pues hemos dicho más arriba de su asiento y postura, digamos de su varia y abundosa fertilidad. Porque no hay otra en todo el mar meditarraneo, que en tan poco espacio de tierra sea más poblada, no teniendo de diámetro más de cien mil pasos, y de circuytu CCCCLXXX mil. Y que demás de las tres ciudades, con muchas villas y castillos, muchos puertos, calas, y desembarcaderos que mantiene, es muy abundosa de todo género de mieses, y más de sal, azeyte, vino, queso, ganado mayor y menor, y toda suerte de bolateria, de cysnes, y otras aves aquatiles, sin la infinidad de conejos que en la Isleta vecina tiene: y así no solo se sobra de todo lo dicho, para si, pero aun provee dello a las tierras ultra marinas. Pues según dice Plinio, los vinos Baleares fueron muy excelentes y loados por los Romanos. De aceite y queso hay tanto, que se hace muy grande mercaduría dello por los otros reynos: de puercos mansos es tanta la abundancia, que salados y con sus menudos trasportados, sobran en otras partes. No hay porqué dejar de sacar a la luz, su odorífera y suavísima flor de los arrayanes que los produce la Isla de si mesma por los bosques y riscos en mucha copia: cuyo liquor que de su flor se destila es más suave y odorífero que el mesmo incienso (enciéso) Sabeo. A cuya causa, y por su particular influencia celeste de la Isla, como adelante diremos, quisieron los antiguos dedicarla a Venus, como otra segunda Chypre. Finalmente se halla que por entonces estaba poblada de XV villas grandes con muchas otras aldeas y lugares, sin las tres ciudades, Mallorca, Ponça, y Pollença, (esta se halla agora muy deshecha) que fueron colonias de Romanos, y retienen sus nombres antiguos. Todos los demás pueblos tienen nombres bárbaros, impuestos, o por los moros, o por los corsarios: excepto los que de la conquista acá han impuesto los Cristianos, y tienen nombres de santos. Acabada pues la conquista de la Isla, vengamos a contar la presa de la ciudad en el siguiente libro, a donde se dirá algo de los ingenios y costumbres antiguos y modernos de los Mallorquines, cosas bien dignas de notar.

Fin del libro sexto.

Libro XX

Libro XX.

Capítulo primero.

De los avisos que el Rey tuvo por el gobernador de Murcia de la venida de Abenjuceff sobre la Andalucía, y como por la ausencia del Rey de Castilla no había quien la defendiese.


Siendo ya el Infante don Alonso hijo y nieto del Rey, declarado legítimo sucesor en los Reynos de su padre, y jurado Príncipe de común consentimiento de todos los Prelados, grandes y Barones, y de los Síndicos de las ciudades y villas reales de los tres Reynos que en las cortes se hallaron: determinó el Rey en las diferencias que con el Vizconde y los demás de su parcialidad tenía, no proceder más con rigor, ni fuerza de armas contra ellos, pues se le habían humillado, sino con clemencia, y benignidad hacerlos venir a su obediencia. Además de haber claramente entendido que mucho antes se le hubieran sujetado, si las cartas y palabras de don Fernán Sánchez no se los estorbara. Por donde se vio que la muerte del mismo Sánchez fue causa del reconocimiento de ellos. Con esto despachadas las cortes pasó de Lérida a Barcelona, a fin de convocar de nuevo a los mismos, para que de bien a bien se juzgasen las diferencias, porque quedasen para siempre asentadas. Pero el mismo día que entró en Barcelona llegó a él un correo con cartas del gobernador de Murcia, dando aviso como Abenjuceff Miramamolin de Marruecos con poderosísimo e infinito ejército que de sus Reynos, y otros había congregado, estaba ya a la lengua del agua para pasar al Andalucía, con fin de juntarse con el Rey de Granada que ya lo aguardaba: para volver a cobrar toda la Andalucía, y según amenazaban, pasar más adelante para hacer lo mismo de toda España. Además de esto que estaban los lugares marítimos desiertos de gente y de municiones, y sin ningún aparato de guerra, y lo peor era, estar por este tiempo el Rey don Alonso ausente, y por su ausencia las cosas de todos sus Reynos tan turbadas y perdidas, que si con tiempo no se acudía con el remedio, no solo sería sojuzgada muy en breve toda el Andalucía pero también pasaría el mal adelante a los Reynos de Aragón, Cataluña, y Valencia. Porque tomada la Andalucía se tenía por muy creído que luego darían sobre Murcia, y por consiguiente se entrarían por el Reyno de Valencia, y lo demás quedaría seguro. Por tanto le suplicaba se apiadase de aquellos Reynos, y no permitiese quedar privados sus propios nietos de todos ellos, y que tuviese cuenta ante todas cosas con el Reyno de Murcia, que había de ser el paradero de los enemigos. Como el Rey entendió esta nueva, que ya era vieja para él, por lo que abajo diremos, no dejó de entristecerse tanto, sintiendo mucho la ausencia de don Alonso tan fuera tiempo, que era la causa de tantos daños, y de que los moros se atreviesen a pasar tan a menudo en España. Pero no por eso perdió un punto de su gran generosidad y ánimo: ni eran parte la edad y años para dejar de tener todo el tesón contra la fortuna. Y por no perder cosa de lo hasta allí ganado en opinión y fama, determinaba de emprender esta guerra él mismo en persona. Y así respondió con el mismo correo al gobernador de Murcia, como luego sería él mismo en persona con él, o enviaría con toda presteza a su hijo el Príncipe don Pedro con buen ejército en su socorro. Y entendiendo donde estaba recogido don Alonso le escribió, increpándole duramente por la ausencia tan fuera tiempo como a sus Reynos hacía, viéndolos puestos en tan grande estrecho y necesidad, para que acudiese a valerles que él no le faltaría. Pero don Alonso ni respondió, ni acudió al llamamiento del Rey, por estar muy recogido hacia las Asturias de Oviedo en lugares de si fuertes, temiéndose de las conspiraciones que sus hermanos y vasallos querían hacer contra su persona, por la muerte de don Fadrique su hermano, y de don Symon Ruyz de Haro, y otros caballeros, de que le inculpaban. Por lo cual y su tan extraña condición y trato para con los vasallos, vuelto después a Castilla, y queriendo señorear como antes, de nuevo fue perseguido por su hermano don Manuel, e hijo don Sancho que reinaba, y de los mismos vasallos, con tanto rigor que por sentencia le privaron del gobierno y administración general de sus Reynos. Cosa rara con haber sido este Príncipe además de tan supremo letrado como dicho habemos, en la ciencia de Astrología, y que por su mano fueron recopiladas las cuatro partidas de la copiosísima y general historia de España, fue liberalísimo y muy valeroso y guerrero, y que con haber perdido cosa en todos sus Reynos de cuanto el gloriosísimo Rey don Fernando su padre ganó: tuvo continua guerra contra el Rey de Granada, y le ganó el Reyno de Murcia y lo incorporó en la corona Real de Castilla.


Capítulo II. Por el cual se descubren las causas y antecedentes de la venida de Abenjuceff, y como el Rey de Granada fue el promovedor de esta guerra.


Antes que vengamos a tratar del successo y effectos desta guerra de Abenjuceff, conviene descubrir, y que se entiendan las causas y aparatos de ella: por ser cosas harto dignas de considerar y poner en memoria. Hallándose el Rey de Granada muy acosado de las continuas guerras que don Alonso Rey de Castilla le movía, y que apenas le había cogido el Reyno de Murcia, cuando ya con el favor del Rey de Aragón su suegro lo había cobrado, y por ser ya perdida para los Moros Valencia, de suerte que ya no le quedaba en España amigo, ni valedor alguno de su secta para poderse valer contra e Rey de Castilla: determinó recorrer al favor y amparo de los Reyes de África, que siempre fueron muy voluntarios en mover guerra a España, entre otros al gran Miramamolin de Marruecos llamado Abenjuceff: por ser mozo gallardo, valiente y muy poderoso en gente y dineros, y mucho más deseoso de ganar honra, la cual ponían los Moros no tanto en mover guerras y alcanzar victorias de ellos entre si, cuanto en sojuzgar a los Cristianos, y por esto en mover guerra contra España como contra Cristianos, no había moro que no se dispusiese muy de corazón para seguirla, y poner toda su felicidad en matar un Cristiano. De manera que pareciéndole que Abenjuceff tomaría de buena gana esta empresa: le envió sus embajadores con muy buenos presentes de las mejores cosas de España para atraerle a su voluntad, y en suma le escribió que si se disponía a pasar al Andalucía con el mayor ejército que pudiese, estaría aprestado para favorecerle con todo su poder, pues se partiesen a medias todo lo ganado, asegurándose que acabaría con facilidad esta empresa por muchas causas y razones. Señaladamente por la ausencia del Rey de Castilla, que se había ido sin saber donde y para muchos días, y que había dejado sus Reynos encomendándolos a su hijo, mozo de poca experiencia en cosas de guerra, y muy apartado del Andalucía: la cual por la ausencia de su Rey, estaba muy desguarnecida de gente y armas, y sin eso toda la tierra y gente dividida en parcialidades: porque los grandes y Barones del Reyno, no solo estaban mal con su Rey, pero entre ellos había muy grandes pasiones: ni obedecían de buena gana a don Fernando su Príncipe ya jurado, por el odio del padre, y por ser mozo de poca edad, y en las cosas de la guerra, como dicho está, muy inexperto: y que no había por qué recelarse del Rey de Aragón, ni de su poder y ejército, por hallarse muy ocupado y entretenido de sus vasallos, con quien tenía muchas diferencias, y estar todos sus Reynos puestos en bandos y parcialidades, y que hallaría más presto favor que resistencia en ellos. Cuanto más que le aseguraba de todo daño que se le pudiese seguir por la parte de Aragón, porque él movería guerra contra los de Murcia y Valencia y los entretendría para que con más seguridad y valor pudiese la esclarecida gente de Marruecos sojuzgar el Andalucía, demás que en desembarcar él, y poner el pie en ella, tenía por muy cierta la rebelión de los Moros de Valencia en su favor, y que por esta vía quedaría enredado el Rey de Aragón para no pasar adelante a buscarle. Finalmente le certificaba que en sabiendo que hubiese desembarcado con su gente, acudiría luego a la hora a ser con él con X mil caballos y XXX mil infantes. Le cuadró mucho a Abenjuceff la embajada y designo del Rey de Granada, y holgándose infinito de tan buena ocasión que se le ofrecía para ganar mucha fama y gloria en esta empresa, después de haber bien recibido y despedido los embajadores, dando su fé y palabra que haría luego su pasaje con todo el ejército y poder que tenía, comenzó a imaginar y pensar muy de propósito sobre el modo y arte que tendría para tomar a los Andaluces descuidados y de improviso, y como ataría mejor las manos al Rey de Aragón, para que no pudiese salir de sus Reynos, ni impedirle su empresa.


Capítulo III. De la embajada que Abenjuceff envió al Rey, el cual entendida su astucia despidió a los embajadores sin respuesta, y como el Rey de Granada se confederó con los Arraezes de Guadix y Málaga (Malega).


Se siguió que para mejor salir Abenjuceff con su intención y designios (desiños), mandó luego pregonar guerra por todos sus Reynos y señoríos, y los de sus amigos, fingiendo ser contra un su vasallo Moro valiente y poderoso, al cual había puesto por gobernador en Ceuta ciudad marítima, muy fuerte y bien provista de gente y municiones, y se le había rebelado y alzado con ella, y porque se sospechaba de él tenía trato secreto con los Cristianos del Andalucía para darles paso contra los de Marruecos, o con este achaque mantenerse en su rebelión. Tras esto con el mismo engaño y ficción envió dos Moros principales con muy suntuosa embajada al Rey que estaba en Barcelona, con la cual le rogaba que para la guerra y castigo grande que quería hacer contra un su vasallo rebelde, por que resultase en muy notable ejemplo para Moros y Cristianos, le enviase hasta quinientos caballos jinetes de los más escogidos y nobles de Aragón, juntamente con la armada de XX naves, y que sabida su voluntad le enviaría luego doscientos mil besantes Ceutineses para que más presto se pusiesen en orden y aportasen en cualquier puerto de sus Reynos fuera el de Ceuta. Con condición, que si el cerco puesto sobre ella se alargase por más de un año, solo que la ciudad se tomase, le enviaría cincuenta mil besantes, y a los caballeros no solo les daría dobles pagas con sus armas y caballos enjaezados, pero aun con otros muchos dones los enviaría a sus casas muy aventajados. Lo pensó todo esto Abenjuceff no muy fuera de propósito, considerando que estando ausente el Rey de Castilla, todo el gobierno y defensa de ella y del Andalucía había de venir a manos de su suegro el Rey de Aragón, y que según su valor y fuerzas no dejaría de emprenderlo. Y por eso le estaba bien socolor de amistad pedirle los quinientos caballeros y armada por mar, para que disminuyéndole por esta vía su poder y fuerzas, no le sobrasen para valer y defender al de Castilla. Mas como después de oídos los embajadores de Abenjuceff, el Rey descubriese el engaño y cautela con que venían, y también se persuadiese haber sido toda esta máquina y concierto fabricado por el Rey de Granada, les oyó bien pero ninguna respuesta les dio, sino que hecho muy buen tratamiento a sus personas, mandó se saliesen de sus Reynos cuan en breve pudiesen. De esto no se afrentaron los embajadores, mas lo tomaron con paciencia, porque conocían el Rey había entendido el engaño de la embajada, y se temían de peor respuesta. Luego supo esto el Rey de Granada: y temiéndose que los Arraezes de Guadix y Malega sus vecinos y enemigos con quien tenía treguas, que acabadas estas luego serían inducidos por el Rey de Aragón para que le moviesen guerra por una parte, y el Rey por otra, se adelantó a confederarse con ellos, notificándoles la venida de Abenjuceff con el ejército poderosísimo que traía, para que se ajuntasen con él, y todos tres se entrasen por la Andalucía adelante, pues él tomaba a cargo de hacer rostro al Rey de Aragón si viniese contra ellos por la vía de Murcia. Pues como los Arraezes viniesen en lo que pedía y aconsejaba el Rey de Granada, escribió luego a Abenjuceff, se diese prisa en pasar el estrecho con su ejército, que a la hora le entregaría dos principales villas del Andalucía, que eran Algezira y Tarifa muy cercanas al puerto do desembarcaría, para su primer alojamiento. Y que tenía ya de su parte a los Arraezes de Malega y Guadix que le ayudarían mucho en esta jornada.

Capítulo IV. Como el Rey dio prisa al Príncipe don Fernando de Castilla para que saliese con ejército contra Abenjuceff, el cual desembarcado ajuntó su campo con los Arraezes y dieron batalla y mataron a don Nuño de Lara con su gente.


Luego que se partieron de Barcelona los embajadores de Abenjuceff, y se entendió claramente que la guerra que se aparejaba en Marruecos no era contra el Gobernador de Ceuta sino contra el Andalucía, y que venía Abenjuceff en persona con el mayor poder y número de gente que nunca se vio, escribió el Rey al Príncipe don Fernando su nieto que se hallaba en Burgos,y le envió un capitán de los más expertos que en su ejército tenía, para que después de haberle significado el gran peligro en que sus Reynos del Andalucía estaban con la venida de tan grande muchedumbre de enemigos como entraban en ella, le animase y diese orden en preparar lo necesario para la defensa de ella. Y que con la más gente, y diligencia que pudiese, marchase para la Andalucía, exhortando de paso a los pueblos, y rogando con cartas y mensajerías a todos los grandes y barones de sus Reynos, tuviesen por bien de seguirle y acompañarle en esta jornada, de cuyo successo dependía el ser y común bien, o mal de toda España. Pues él en persona se entraría con su ejército por el Reyno de Murcia, y movería guerra contra los de Granada, que eran los promovedores de esta guerra, a efecto de divertir al enemigo, para que dividido, fuese más fácil el acometer y vencer por si a cada uno. Por este tiempo como ya Abenjuceff tuviese congregada toda su gente y no pudiese encubrirse más el fingimiento y engaño de la guerra de Ceuta con que pensó engañar al Rey con su embajada: hizo de nuevo publicar guerra contra la Andalucía, y en recibiendo el último aviso del Rey de Granada, luego se embarcó con todo su ejército y pasó el estrecho de Gibraltar, y desembarcado tomó luego posesión de las dos villas Algezira y Tarifa, como arriba dijimos. Fue tanta la gente que pasó con él, que según se entiende por la historia de Castilla, fueron XVII mil de a caballo, y la infantería pasaban de ciento y treinta mil: como fue del todo desembarcado el ejército se alojó en las dos villas y luego llegaron a él los embajadores del Rey de Granada con presentes y muchas vituallas para el ejército, y entendiendo las diferencias que el de Granada y los Arraezes de Guadix y de Malaga tenían entre si, y que andaban en conciertos, vino él en persona con poca gente a verse con ellos, y con su venida acabó de hacerse el concierto entre ellos. Con esto juntados los ejércitos de Granada y de los Arraezes con el de Abenjuceff, se partió entre ellos la provincia para que cada uno acometiese y emprendiese su repartimiento señalado. A Abenjuceff cupo Sevilla con su comarca: al de Granada Iahen con sus contornos. Los Arraezes pareció que debían acompañar a Abenjuceff por no ser práctico en la tierra, y que le guiasen. Puesto que convinieron en esto, que si el Rey de Aragón venía la vuelta de Murcia en socorro de ella, por que no se entrase por Granada hallándola sola sin gente de guerra, o por Guadix y Malega que estaban cercanos a Murcia, pudiesen el de Granada con los Arraezes dejar a Abenjuceff y volver por su casa. Pero antes que los ejércitos se dividiesen andando por la provincia comenzaron a talar los campos y a destruir y saquear todos los lugares y villas que no estaban en defensa, de suerte que iba toda ella en muy gran ruina. Era entonces gobernador de Cordoua don Nuño Góçales de Lara, el cual luego que entendió que había saltado en tierra Abenjuceff dio aviso al Príncipe don Fernando a Burgos, como era tan innumerable el ejército de los Moros de África que ocupaban toda la Andalucía y la destruían de manera, que si no acudían con pronto y buen socorro de a caballo para alancear la gente desarmada como venían la mayor parte de los Moros, no se vería más señor de ella. Don Fernando que oyó esto, se turbó mucho, y aunque el Rey su abuelo (como dijimos) le animó antes con sus cartas y embajada, todavía en ver a los enemigos ya dentro de casa, y a su padre ausente, y así con pocos años y menos experiencia en las cosas de la guerra además de la flojedad y poca afición con que los grandes y barones del Reyno se movían a seguirle, perdió algún tanto el ánimo. Con todo, hecho un ejército de presto, envió a su hermano don Sancho con mucha parte de él, y con toda la caballería la vuelta de Córdoba, para socorrer a don Nuño, y luego siguió él con la otra parte del ejército. Pero antes que don Sancho llegase, sabiendo don Nuño que Abenjuceff marchaba para la ciudad de Écija, no muy lejos de Sevilla, juntó la más gente que pudo que fueron hasta número de trescientos caballos, y cinco mil infantes, y con él se puso primero en ella. Mas como fuese valeroso capitán y magnánimo, aunque en esto mal considerado, no sufriéndole el corrçon de estar encerrado, determinó de salir afuera y meterse en campo, y sin aguardar la gente de don Sancho, por si solo con los suyos acometió a los enemigos aunque muy aventajados en número y armas, lo que fue causa de su rota. Trabada la pelea combatieron los de don Nuño tan valerosamente que por muchas horas fue igual y dudosa la victoria: pero como Abenjuceff sobrase en gente, y los Arraezes con los de Granada que entendían el modo de pelear de los Cristianos les hiciesen cruel resistencia, don Nuño quedó muerto, y con él doscientos y cincuenta de los de a caballo, y cuatro mil infantes: de los cuales no quedara uno solo vivo para traer la nueva, si no fuera por una pequeña villa algo fortificada que no la nombra la historia, donde se recogieron los que pudieron escapar del campo. En este día, si Abenjuceff no consintiera a los suyos detenerse en la presa y despojos del campo, sino que prosiguiera la victoria, no hay duda, según que la provincia estaba desprovista y atemorizada con la nueva que se divulgó de esta victoria, la sojuzgara toda de una vez, y saliera con su empresa. Mas el temor que tuvo de la venida de don Sancho y don Fernando, y querer contentar a los suyos que tan encarnizados estaban en la presa, y pereza que de ahí les tomó para pasar adelante: también por haber quedado muchos heridos y muertos en la batalla, no le dejó seguir el alcance, y también por no dividir el ejército en muchas partes.


Capítulo V. De la gente que el Arzobispo de Toledo hizo contra Abenjuceff, y que por mucho adelantarse fue preso de ellos y vencido su ejército, y a la fin muerto y cortada la cabeza y las manos.


En este medio viendo los grandes y Prelados de Castilla cuan de veras iba este negocio de los Moros luego que supieron el triste suceso de don Nuño de Lara y de los suyos, cada uno por si hizo gente de guerra en sus tierras para juntarse con el ejército de don Sancho. Entre otros el Arzobispo de Toledo don Sancho hijo del Rey, (de quien antes hablamos) entendiendo los grandes daños y pérdidas de gente y ganados que Abenjuceff iba haciendo por la provincia, no pudiéndolo sufrir como Príncipe valeroso, hizo a costa suya un mediano ejército de infantería por el Reyno de Toledo. El cual juntado con la caballería de la ciudad, y de Madrid, de Guadalajara, y de Talavera de la Reyna, todas villas muy principales del Arzobispado, sin tener noticia de la rota de don Nuño y los suyos, llevó a toda esta gente hacia la ciudad de Jaén, a donde ya era llegado don Lope Díaz de Haro: y todos deliberaron de aguardar allí puestos en fortificación al ejército de don Sancho, para que juntos diesen sobre los enemigos, que sin duda hicieran efecto. Mas el Arzobispo inducido por el mal consejo y lisonjas de un Comendador de Vcles, llamado Martosio (que las pagó muy bien muriendo de los primeros) diciéndole que trayendo don Lope tan poca gente, y él mucha, muy lucida y mejor armada, no se había de detener, ni perder la ocasión de tan gloriosa victoria que podía alcanzar de los Moros, para poderse atribuir a si solo el haber librado la provincia: mayormente andando los enemigos muy gloriosos y descuidados por la victoria de don Nuño (que ya había llegado la nueva de ello) y que infaliblemente los vencería. Alabó el Arzobispo el consejo del Comendador, y le cuadró tanto, que en lugar de hacer alto, y por ocasión de la triste nueva, tomar consejo sobre lo que debían hacer: luego sin dar razón a don Lope, ni a los demás capitanes de su ejército, mandó que le siguiesen todos, y sin hacer reseña de la gente, ni mandarles ponerse a punto de pelear, se puso delantero, y marchó con tanta prisa hacia donde estaban los enemigos, que estaban cerca, que sin esperar que se pudiesen poner en orden sus gentes, ni que acabase de llegar la retaguardia, él mismo arremetió de los primeros a dar en ellos. Los de Abenjuceff que los vieron venir tan sin orden a meterse a pelear con ellos, salieron con grande ímpetu muchos juntos de la gente de a caballo, y con sus acostumbrados alaridos y estruendo de atambores, los tomaron en medio, e hicieron tan horrible estrago y matanza en los pobres Cristianos que ninguno escapó de muerto, o preso, hasta la propia persona del Arzobispo que fue preso por la gente de Granada, a donde querían ya llevarle y presentarle a su Rey. Lo cual visto por los de Abenjuceff, levantaron muy grande alboroto sobre ello: y en un momento se dividió todo el ejército de los Moros en dos parcialidades, contendiendo sobre cual de las dos se había de llevar la persona del Arzobispo, o los de Granada que fueron los que realmente le prendieron: o los de Abenjuceff que hacían cabeza y eran la mayor parte del ejército. Y como después de haber mucho debatido de palabras sobre ello, viniesen ya a las manos, el Arraez de Málaga viendo el alboroto y juego tan mal parado, y que había de suceder en común ruina de todos, llegó con gran cólera do el Arzobispo estaba preso en medio del ejército de los de Granada, y tirándole una azagaya le atavesó por los hombros de parte a parte con tanta fuerza que cayó luego en tierra muerto. Diciendo el Arraez, no quiera Mahoma, que por respeto de un perro mueran tantos y tan señalados capitanes, y con ellos se pierda todo el ejército, y luego le cortó la cabeza y la mano derecha, en que llevaba las sortijas y anillos pontificales, y con esto se apaciguaron todos. Luego entendieron en despojar los muertos y saquear el Real y bagaje de los Cristianos, que iban riquísimos, y pasaron adelante la guerra los moros con buen ánimo por haberles sucedido tan prósperamente en las dos primeras jornadas que se les habían ofrecido contra los Cristianos.


Capítulo VI. Como viniendo el Príncipe don Fernando con el ejército adoleció y murió, y don Sancho su hermano se levantó con el Reyno, y como fue el Príncipe don Pedro a la defensa de Murcia.


Por el mismo tiempo don Fernando que partió de Burgos y enviada la mitad del ejército delante con don Sancho su hermano, venía poco a poco recogiendo la gente que de las villas y ciudades se le enviaba, oyendo las nuevas, que tuvo juntas de las dos rotas de don Nuño y del Arzobispo su tío, y como con todos sus ejércitos habían quedado muertos en el campo a manos de los moros, lo sintió tanto que del todo se demudó, y entrándose en un pueblo grande que llaman Villareal para hacer allí junta de todo el ejército, adoleció de tan recia calentura, que muy en breve murió de ella, en la flor de su mocedad y peor tiempo que podía ser para sus Reynos. Hizo su testamento, y dejó a don Alonso su hijo muy niño heredero universal de todos sus Reynos y señoríos. Mas don Sancho hermano del muerto pretendiendo que a él venía la sucesión del Reyno, hallándose con el ejército en pie, en muriendo su hermano, comenzó a tomar posesión del Reyno, y tratarse como Rey. Para más confirmarse en ello, mandó convocar a los grandes y principales del Reyno, y a los síndicos de las universidades, y congregados, de su voluntad y consentimiento envió capitanes y gobernadores con mucha gente de guarnición para ponerla en las más principales fortalezas del Andalucía, y él aumentando de cada día su ejército, osó pasar a Sevilla. Entrado en ella, y siendo muy bien recibido de todos, estableció allí su Reyno, y proveyó muy de propósito las cosas de la guerra. Pues ya don Alonso su padre por su larga ausencia, o por las causas dichas, no osaba volver a sus Reynos. Y así por esto, como porque muy pocos seguían a don Alonso hijo de don Fernando, regía libremente don Sancho sin contraste alguno. Desde entonces comenzaron en Castilla a levantar la cabeza los Cristianos contra los moros: mayormente por lo que ahora diremos. Como en este medio el Rey que estaba en Barcelona aderezando la armada por mar, y gente por tierra para tomar la vía de Murcia, oyese los prósperos éxitos que Abenjuceff había tenido en la guerra, por el mal gobierno de los de Castilla, y con el favor de los de Granada, habiendo vencido a los Cristianos dos veces, y en la postrera prendido y muerto al Arzobispo su hijo con tanta crueldad. Además de esto, don Fernando su nieto haber fallecido en tal tiempo, y que todo iba derrota, mandó al Príncipe don Pedro que ya estaba en el Reyno de Valencia con la gente que halló allí a punto que eran mil caballos y V mil infantes, se pusiese dentro en Murcia para socorro de los de Castilla, y que juntándose con la gente de Murcia hiciese guerra contra el Reyno de Granada señaladamente contra los de Málaga: porque de esta manera dividiría el ejército de los enemigos.


Capítulo VII. Como por la guerra que don Pedro movió contra Granada y Málaga, se dividió el ejército de los Moros y el Rey emprendió la defensa de Castilla.


Partió luego don Pedro con la gente que halló hecha en Valencia, y se fue para Murcia, a donde con la que halló de guarnición en las fronteras, se entró por el Reyno de Granada, dando el gasto a la campaña y saqueando y asolando villas y castillos, llevándolo todo a fuego y a sangre: señaladamente en las tierras y aldeas de Malega, pues por la muerte del Arzobispo de Toledo hecha por el Arraez de Malega llevaba ánimo y orden de asolarlo todo. Luego que supo esto el Rey de Granada, que se estaba siempre en su ciudad, viéndose atajado y con su perdición al ojo, envió a mandar al general de su ejército que había enviado en ayuda de Abenjuceff, y también al Arraez de Malega que para resistir al Príncipe don Pedro y atajar sus grandes crueldades y destrucción que en lo de Granada y Malega hacía, se despidiesen de Abenjuceff, y se volviesen a la hora para Granada. Los cuales en recibiendo el aviso se fueron a despedir de Abenjuceff, y sin más consulta se partieron con toda su gente y se volvieron a Granada. Pues como el Miramamolin así súbitamente se hallase solo y desamparado de los compañeros, que con tanta prisa y promesas de que no faltarían de ser siempre con él todo el tiempo que la guerra durase, le habían hecho venir a valerles: y entendiese que el Príncipe don Sancho que estaba en Sevilla mandaba hacer grande aparato de armada por mar, para impedirle el paso y vuelta para África, y en fin no esperase ya de otra parte socorro: dejó de hacer más cabalgadas por la provincia, por mucho que los suyos se hubiesen cebado en ellas, y sin atender a tomar una buena tierra para fortificarla, y dejar un pie en la provincia, pues con el favor del Rey de Granada la pudiera bien conservar, se volvió con todo su ejército para Algezira: adonde se detuvo algunos días, hasta que don Sancho, con el entretenimiento que don Pedro hizo a los de Granada y Arraezes, se rehizo, y pudo con el ejército que le acudió de Castilla, y el que ya tenía, haberlas con Abenjuceff, y, o por concierto, o como quiera (que no lo toca la historia del Rey) le echó de toda la Andalucía. Entretanto el Rey de muy lastimado por la muerte del Arzobispo su hijo, confiando se había de vengar de aquellos crueles perros, de cada día hacía más gente, y con fin de ir él en persona, mandó pregonar guerra contra ellos: pues de ver a los Reynos de Castilla tan desamparados tenía obligación por el beneficio de sus nietos de emprender la defensa de ellos: también porque resultaba de ella la seguridad y conservación de los propios: poniendo como sabio su principal fin y estudio, no tanto en conquistar Reynos, cuanto en conservar los conquistados. De aquí venía que preguntándole algunas veces sus íntimos criados, por qué tomaba tan de veras esta guerra contra los moros, no le bastaban los Reynos ya ganados? Respondía, qué me aprovecha haber ganado tantas y tan gloriosas victorias con los Reynos conquistados, si con el continuar la guerra, no conservamos lo ganado? Y si por aniquilar (anichilar) y perseguir a los enemigos de Dios, no empreamos la vida en cuanto podemos? Por estas causas, y por no dejar sin venganza la muerte del Arzobispo, no se puede creer con el ánimo que se preparaba para proseguir esta guerra. Y así escribió a todas las ciudades y villas Reales, y a los grandes y Barones de sus Reynos, rogándoles que para la fiesta y Pascua de resurrección acudiesen a Valencia con el mayor poder de gente y armas que pudiesen. Todo esto pasó antes que se dividiese el campo y ejército de los Moros, con la nueva que tuvieron del estrago que don Pedro hacía en las tierras de Granada y de Málaga, y así como se siguió que Abenjuceff, viendo que se le fueron los Arraezes y los de Granada, se recogió, como hemos dicho, a Algezira, y se volvió a África, o no salió más en campo, no tuvo necesidad el Rey, pues Murcia quedaba en defensa, de ir contra ellos.




Capítulo VIII. De los alborotos populares que se movieron en Zaragoza contra los regidores de la ciudad, y lo mismo en Valencia, y como se apaciguaron.


Estando el Rey en Barcelona aparejando con gente y armas para proseguir la empresa contra los moros, le llegó nueva de Aragón, como en Zaragoza súbitamente se habían levantado grandes alborotos llamando al arma y libertad, con tan grande ímpetu y furor del pueblo contra los regidores, que llaman jurados, de la ciudad, que viniendo con sus mazas delante e insignias purpúreas de magistrados a remediar el ruido, echaron mano de ellos los alborotadores, y al principal jurado en cap, que dicen, que se llamaba Gil Tarin, mataron cruelmente. Como lo entendió el Rey, escribió al justicia de Aragón, que hiciese tan ejemplar justicia de los delincuentes, que fuese escarmiento para todos. El justicia hizo sus diligencias y a muchos que prendió de ellos hizo cortar las cabezas. De la misma manera, y en un mismo tiempo, se levantó en Valencia otro alboroto y tumulto a manera de comunidades, de los populares contra los oficiales Reales y de la ciudad, sin que se entendiese, ni se pudiese sacar en limpio la ocasión de ello, como tampoco se entendió en lo de Zaragoza, mas de un furor y deseada licencia de pueblo, y llegó a tanto que echaron a los jurados y oficiales Reales de la Ciudad, y les asolaron las casas, siendo el capitán de ellos uno llamado Miguel Pérez que era hombre célebre y muy estimado de los del pueblo, siendo uno de ellos. Avisado de esto el Rey que había llegado ya de Barcelona a Tortosa, mandó a don Pedro Fernández su hijo persiguiese aquellos traidores, y que hiciese ejemplar justicia de ellos: el cual puso tal diligencia en perseguirlos que luego huyeron todos, y quedaron perpetuamente desterrados de la ciudad y Reyno, y los que disimuladamente volvieron fueron presos y hechos cuartos. Por este tiempo vinieron a Valencia muchos señores y barones de los Reynos para seguir al Rey en esta jornada contra Abenjuceff y los de Granada, a los cuales recibió muy bien el Rey, y mandó aposentar y proveer de toda cosa, y estando poniéndose en orden para ir contra Granada, se estorbó la ida, por la nueva que llegó del Andalucía como el campo de Abenjuceff se había dividido por las causas arriba dichas. Por lo cual, y por las necesidades que en Valencia se ofrecían, para atajar las nuevas rebeliones de los moros del Reyno, que con la fama de Abenjuceff, y favor de los de Granada se levantaron, determinó de no pasar adelante, sino quedarse en Valencia, por acudir a los principios de los males.




Capítulo IX. De las rebeliones que hubo en el Reyno y de la venida de Alazarch por caudillo de ellas, y de la del Conde de Ampurias, y como se cobraron los lugares rebelados.


En el tiempo que las cosas del Rey de Granada iban prósperas con la venida de Abenjuceff, ciertos moros del Reyno, siendo muy solicitados por los de Granada, y persuadidos de que ningún tiempo se les podía ofrecer en la vida más oportuno que entonces para rebelarse contra los Cristianos, se conjuraron, y con el secreto favor y gente de a caballo que les enviaron los de Granada, comenzaron a fortalecer algunas villas y castillos, echando de allí los Cristianos que moraban en ellas. Esto por muy secreto que iba siempre se entendió que fue intentado a los principios por Abenjuceff, teniendo por averiguado que no podría salir con la empresa del Andalucía, si no entreteniendo al Rey con meterle la guerra dentro de casa, y también por lo que hicieron los Arraezes y Rey de Granada por divertir al Príncipe don Pedro que tanto los aquejaba (aquexaua) dentro de sus tierras. Y así enviaron ciertas compañías de gente de a caballo muy escogidos de los dos ejércitos al Reyno de Valencia, con los cuales la rebelión crecía de cada día, y cerraban los caminos de manera, que ningún Cristiano dejaba de ser desbalijado y robado, y si resistía muerto. Entre otros un Moro rico llamado Abrahimo, comenzó a reedificar, y fortalecer un castillo llamado Serrafinestrat el cual poco antes había el Rey mandado derribar, como lugar aparejado para semejantes rebeliones, según el paso y asiento áspero y enriscado que tenía. Los primeros que se rebelaron fueron los de Tous, y los lugares de las tres valles de Alcalá, Gallinera, y Pego, con los de Guadalest, Confrides, y Finestrat, en la región de la Contestania. Esto fue antes que los jinetes de Granada y de Abenjuceff entrasen en el Reyno. Después de entrados ellos, se rebelaron con mayor ocasión los lugares de Montesa y Vallada, con otros pequeños pueblos junto a Xatiua: y el mal iba creciendo de cada día, porque los de Granada enviaban nuevas compañías de gente de a caballo con dinero y armas a los del Reyno. Por esta causa estando el Rey en Valencia ajuntó los señores y Barones de los tres Reynos que allí se hallaban, de cuyo parecer y voto, publicó guerra contra los rebeldes, pues se hallaba con la gente hecha y puesta en armas. Para esto se proveyó de vituallas, y mandó llamar al Príncipe don Pedro. El cual poco antes, dejando buena parte del ejército en guarnición en el Reyno de Murcia en las fronteras de Granada, se fue con la otra a Cataluña: y de muy sentido y lastimado por lo que el Conde de Ampurias había hecho contra su querida villa de Figueras (según arriba dijimos) comenzó a hacer cruel guerra a las tierras y vasallos del Conde. Pero no embargante todo eso, usó el Conde de un buen ardid contra el Príncipe, porque dejando sus tierras muy bien guarnecidas de gente y fortalecidas, se vino derecho a Valencia con la gente de guerra que pudo a servir al Rey contra los rebeldes y concertar sus diferencias entre él y el Príncipe. Cuya venida con tanta y tan bien armada gente, fue al Rey tan grata y acepta, que luego mandó pregonar por toda Cataluña que ninguno fuese osado de seguir al Príncipe don Pedro en la guerra que llevaba contra el Conde de Ampurias, y a quien lo contrario hiciese le fuese cortada la cabeza. Finalmente determinando el Rey con el ejército que tenía hecho salir en campo para dar contra los rebeldes, muchos de ellos que lo sintieron fueron luego con mucha humildad y arrepentimiento a reconciliarse con él. De estos fueron los primeros los de Montesa y Vallada con otros cercanos, a los cuales perdonó fácilmente, porque se reconocieron luego, y pidieron perdón, y también porque no se rebelaron antes, sino después que la gente de Granada entró en el Reyno, y tuvieron alguna más justa causa para rebelarse que los de Tous, Alcalá, y val de Gallinera (Guillanera) con sus veziños, a los cuales no quiso perdonar el Rey sino hacerles cruel guerra. Con esto se partió de Valencia, y vino a Alzira, donde supo como los de Thous, que está cerca, fortificaban su castillo, y se habían hecho fuertes en él, a los cuales envió un capitán con su compañía para decirles se diesen, lo cual dijo el capitán, y añadió de suyo, no rehusase de hacerlo, pues tenía bien conocida la benignidad y buena gracia del Rey para los que llanamente se le entregaban. Mas confiados ellos del socorro que les traía el Capitán Alazarch (el que pocos años atrás había sido perpetuamente desterrado del Reyno, y ahora volvía con los de Granada para ser caudillo de los rebeldes) respondieron que ellos no tenían, ni conocían por Reyes y señores sino al Miramamolin Abenjuceff, y al Rey de Granada, que al Rey de Aragón le tenían por buen hombre, mas no por propio y natural Rey de los moros. Vuelto el capitán al Rey con esta respuesta, dijo más, que había, aunque de lejos, reconocido la fortaleza, y que no tanto por estar muy fortalecida, cuanto por el socorro de Alazarch que aguardaban por horas, había dejado de combatirla y tomarla. Entonces el Rey pasó de Alzira a Xatiua, para alegrar y dar ánimo con su presencia a los soldados de guarnición que estaban repartidos en las dos fortalezas.


Capítulo X. Como los Moros dieron asalto a la villa de Alcoy, y fueron repelidos y Alazarch muerto, y que saliendo los de Alcoy tras ellos dieron en una celada y fueron degollados.


En llegando el Rey a Xatiua envió parte de la caballería e infantería a Alcoy y Cocentayna, dos villas muy principales y ricas de la Contestania, las cuales después que el Rey echó los Moros del Reyno, quedaron como desiertas, y se poblaron de Cristianos, a los cuales se repartieron y establecieron las tierras y campos de ellas, teniendo fin a que los moros no se apoderasen más de villas ni pueblos cercados. Y por esta causa desde entonces fueron pobladas de Cristianos, y solo quedaron los Moros en los lugares pequeños hechos vasallos de los señores, a los cuales así el Rey como sus hijos y descendientes Reyes repartieron por Baronías todas las tierras que poseían los Moros por el Reyno. Pues como después de haber enviado el Rey el socorro a las villas para defenderse de los doscientos y cincuenta jinetes con el capitán Alazarch que había llegado de refresco de Granada, estos con los del Reyno marcharon para batir a Alcoy, y llegados, parte se pudieron no muy lejos de la villa en celada, parte arremetieron a dar el asalto sobre ella: pero les fue tan mal en el asalto, que se hubieron de retirar de veras, con muy grande daño y pérdida suya: quedando los más de ellos muertos, o mal parados, y su capitán Alazarch cruelmente herido de una saetada de la cual murió allí luego: puesto que no tardó mucho a ser vengado. Porque como los Moros levantaron el cerco, y se retiraron llevando el cuerpo de Alazarch con grandes llantos y alaridos (araridos), los de Alcoy de muy ufanos por la victoria pasada, salieron con grande ímpetu siguiéndolos sin llevar ningún orden, pero los moros retirándose medio huyendo los llevaron hasta dar en la celada. De la cual salieron tan rabiosos, que juntamente con los del asalto, de tal manera revolvieron sobre los Cristianos que los degollaron casi a todos.




Y Capítulo XI. Como los Moros tomaron algunas fortalezas, y de la victoria que alcanzaron de ellos los Cristianos en el campo de Liria, con otra presa en Beniop, y como los Moros saquearon a Luchent.


Como se divulgó la nueva triste para moros y Cristianos, de la muerte de Alazarch y pérdida de los de Alcoy, por arte e industria de los de Granada, sintieron mucho los Moros del Reyno la muerte de Alazarch, pero con la victoria siguiente tomaron grande orgullo, y comenzaron a combatir algunas fortalezas donde había guarnición de Cristianos, con esto volvió a cobrar fuerzas la conjuración y rebelión de los Moros. Por donde el Rey volvió a Valencia, y de nuevo mandó llamar a todos los señores y barones del Reyno que por razón de las tierras establecidas a ellos en feudo, estaban obligados a seguirle en la guerra, y estar en defensa del Reyno. Los primeros que acudieron al llamamiento fueron don García Ortiz de Azagra señor de Albarracín, y el lugarteniente del Maestre del Temple (que según afirma Asclot en su historia) era don Pedro de Moncada, con algunas compañías de infantería y de caballos. Los cuales como entendiesen que había asomado un gran golpe de gente de hasta X mil moros de a pie en el campo de Liria a cuatro leguas de la ciudad, para saquear algunos lugares, y también las cabañas de Cristianos, salieron el lugarteniente y don García con hasta mil y doscientos jinetes, y llegados a vista de los Moros los acometieron con tan esforzado y varonil ánimo que mataron doscientos y cincuenta de ellos, tomando pocos a merced, los demás se les huyeron a más andar faltando, de los nuestros solo un escudero con cinco caballos que murieron. De este hecho tan singular quedó el Rey muy admirado, y alabó mucho el gran valor de estos dos caballeros y de toda su gente y compañeros: a los cuales hizo mercedes. Luego volvió el Rey a Xatiua por ser su presencia muy necesaria en aquella parte para dar ánimo y socorro a los que estaban en guarnición por las fortalezas, y hacer rostro a los moros que le amenazaban jurando que le habían de quitar a Xatiua. Estando allí entendió que muchos de aquellos jinetes de Granada habían pasado por el valle de Albayda más arriba de Xatiua en socorro de los de Beniop, a donde tenía hasta dos mil de ellos cercados don Pedro Fernández. El cual como buen capitán e hijo de tal padre, se dio tan grande prisa en prevenir al enemigo, que antes que los de Beniop pudiesen fortalecer su castillo, ni llegarles el socorro, les dio asalto, y tomó la fortaleza, y entró en la villa y los degolló a todos. Por donde los de a caballo que venían en su ayuda sabiendo la destroza, y pérdida de ellas volvieron las riendas y se fueron para Luchente lugar de Cristianos, el cual como estuviese mal provisto de gente y armas fácilmente le tomaron y saquearon.




Capítulo XII. Como por detener al Rey que no fuese a Luchent, fue gran parte del ejército con los de Xatiua vencidos de los moros, y lo mucho que el Rey lo sintió.


Como el Rey supo el saco y pérdida de Luchent sintiolo mucho y tomó grande cólera sobre ello. Y aunque por su vejez y una grave dolencia que había tenido de la cual apenas había convalecido, estuviese muy flaco y debilitado, con todo eso determinó de ir en persona a perseguir los Moros con el ejército que se hallaba. Mas por mucho que el Vicario del Temple, y don Ortiz, y el Obispo de Huesca le rogaron no saliese de la ciudad hallándose con tan pocas fuerzas por la dolencia pasada, ni se pusiese en medio de tan desesperados enemigos para perder su vida con la de todos sus Reynos, no dejó por eso de ponerse a caballo para irse con el ejército contra ellos: pero como todos a una mano se ajuntasen a impedirle la salida, prometiéndole que todos ellos irían en persona contra los enemigos, si se quedaba en la ciudad, porque a no hacerlo le desampararían y se irían: a esto decía que él solo los acometería: hasta que persuadiéndole los médicos, y pronosticándole nueva dolencia que por ser el tiempo tan caliente, y el camino tan áspero se le seguiría: ni aun por esas mostraba querer quedar. Finalmente como sobreviniesen los Prelados y Teólogos que le amenazaban a voces con la ira de Dios y penas del infierno, si no evitaba un tan manifiesto y evidente peligro de su persona y vida: y tras ellos acudiesen los religiosos con todo el pueblo y mujeres con grandes voces y lloros poniéndosele unos y otros amontonados delante: se quedó muy triste y angustiado en la ciudad. Y así los del ejército por complacerle, luego sin ningún orden tomaron la vía de Luchente, sin hacer provisión alguna de tiendas ni bagaje, ni tampoco de vituallas, como si ya tuviesen la victoria en la mano: y caminaron toda la noche con grandísima fatiga y pesadumbre a causa del excesivo calor. Llegando pues a Luchent muy de mañana, descubrieron los enemigos que al parecer serían quinientos caballos y tres mil infantes, puestos bien en orden, y que de cada hora les acudía más gente, a los cuales en llegando arremetieron los nuestros tan desordenadamente, sin esperarse los unos a los otros, pero con tanto valor y esfuerzo, que no fueron parte los capitanes para detenerlos a buenas cuchilladas, ni para que se dejasen de trabar tan reñida y cruel batalla. Porque es cierto, según el coraje que los nuestros llevaban, si a los enemigos no les creciera el socorro de todo aquel valle, sin duda se defendieran de los primeros: y no fueran tan miserablemente vencidos, y la mayor parte de ellos degollados, con el buen don Ortiz y el hijo de don Bernaldo Entensa con la mayor parte de la caballería. Lo mismo fue de los de Xatiua que por detener al Rey, se juntaron haciendo cuerpo por si, y no llegando juntos con el ejército del Rey, sino con el mismo desorden, mezclándose en la batalla, fueron todos degollados por los Moros, con tanta presteza, sin escapárseles ninguno a causa que luego eran los jinetes con cualquier desmandado, que (según dice Marsilio) fue divulgado proverbio entre los de Xatiua de esta rota, el martes aciago. Fueron presos en esta batalla algunos caballeros y nobles, señaladamente el vicario del Maestre del Ospital, el cual fue llevado a Biar, donde se habían ya rebelado algunos Moros del pueblo con el favor de los jinetes, mas fue luego liberado por la industria de un moro tornadizo que había sido soldado del Rey, y amaba mucho al Vicario, y después de la muerte del Rey lo trajo sano y salvo al Príncipe don Pedro, y recibió mercedes por ello. Sabido pues por el Rey el rompimiento y gran pérdida de su ejército con los de Xatiua, lo sintió en el alma, y mucho más cuando entendió que por no llevar orden los suyos, sin esperarse los unos a los otros, y sin considerar primero el número y puesto de los enemigos, se arrojaron a ellos. Y así tanto más se afligía por no haber ido en persona con ellos, porque sin duda lo hubiera mejor considerado todo, y con el gran orden que tenía en el pelear, con el cual había siempre con pocos prevalecido contra sus enemigos, aunque muchos más, no se le escaparan estos. Estando en esto llegó el Príncipe don Pedro con algunos principales señores de los dos Reynos, al cual luego el Rey entregó la parte del ejército que le quedaba con otra más gente de guerra que había mandado hacer para que fuese a distribuirla por las fortalezas del Reyno a las fronteras de Murcia. Lo cual pudo hacer don Pedro pacíficamente, porque luego después de la batalla de Luchent, los jinetes, hecha muy buena presa y despojado el campo, se retiraron la vuelta de Granada que no parecieron más, a causa de estar ya deshecho el campo de Abenjuceff, y con haberse retirado el ejército de Granada, cesado la guerra. Por lo cual sintió el Rey algún alivio de su gran pesar, pues quedaba el Reyno pacífico, y eran muertos los caudillos de los Moros, y los que quedaban de muy perdidos y destrozados de las guerras pasadas también deseaban mucho reposar. Y lo mismo los Cristianos que de llevar siempre las armas a cuestas ya no podían más sufrirlas.


Capítulo XIII. Como el Rey adoleció en Alzira, e hizo general confeßion de sus culpas, y llamó al Príncipe don Pedro, y de las cuatro cosas notables que le encargó para su regimiento.


Por mucho que el Rey se recreó y alegró su espíritu con ver la guerra acabada, y con la ida de los jinetes, y muerte de los caudillos y cabezas de la rebelión, quedando el Reyno pacífico y quieto: todavía los trabajos pasados, las aflicciones de cuerpo y alma, con la carga de los muchos años, fatigaron tanto su persona, que no pudo librarse de caer en una muy grave dolencia, la cual le fue ya antes pronosticada por los médicos, y así por consejo de ellos, siendo el tiempo rezissimo de calores, y ser Xatiua muy subjecta a ellos, se partió con mucho dolor de dejarla, porque la amó siempre mucho y acordándose de la gran pérdida de gente que por su servicio hizo en la jornada de Luchent, se le doblaba el dolor en apartarse de ella. Se vino para Alzira, a donde porque se le aumentaba la dolencia, después de haber recorrido por su memoria y conciencia sus culpas y vida pasada, hizo una confesión general con muy grande arrepentimiento de todos sus pecados, ante el Obispo de Valencia, y otras personas religiosas que siempre llevaba consigo, y recibió el cuerpo de nuestro Señor Iesu Christo con muchas lágrimas y manifiestos indicios de verdadera contrición. Mas como después de hechos y procurados muchos remedios los médicos desconfiasen de su salud, y se lo notificasen, alzó las manos al cielo y dio gracias a su criador porque le llamaba en tiempo que tenía todo su corazón y pensamiento puestos en él, y por cobrar a él le pesaba muy poco dejar el mundo. Y luego mandó llamar al Príncipe don Pedro, con cuya vista y presencia se holgó mucho. Al cual el día siguiente por la mañana, oída con mucha devoción la misa, en presencia de los Prelados, grandes y barones que allí se hallaron, le amonestó mucho a que con los ojos del alma, mirase y ponderase muy bien los grandes y tan inmensos beneficios que la bondad divina había hecho a su Real persona en este mundo por todo el tiempo de su vida, habiéndole concedido reinar por espacio de sesenta años y algo más, y a gloria suya infinita, y alcanzar victoria de los enemigos de su santo nombre en cuantas guerras emprendió contra ellos, además de los Reynos y señoríos que tan prósperamente le había permitido conquistar y añadir a la corona Real: que por tanto confiase alcanzaría las mismas mercedes y mayores de su divina mano, si en todo caso se preciase de llevar siempre delante sus ojos y alma cuatro cosas las cuales de presente le advertía. La primera, si amase y tuviese a Dios por su único y soberano Rey y señor sobre todas las cosas, y le temiese, y se encomendase a él con todas las propias muy de verdadero corazón y alma. La segunda si mediante justicia, llegase a tener sus Reynos y pueblos conformes con mucha paz y concordia: porque de aquí se sigue no solo la salud y conservación, pero el aumento y ampliación de ellos, y hasta aquí llega la obligación de los Reyes. La tercera, si mantuviese firme vínculo de amor y concordia con don Iayme su único hermano de padre y madre. Pues no por otro fin había dado en segundo lugar a don Iayme el Reyno de Mallorca con las demás Islas y estados de Mompeller y Perpiñan tan cercanos a sus Reynos de la corona: sino para que juntadas las fuerzas y ánimos de ambos hermanos, hiciesen por mar y por tierra continua guerra en la costa de África para ser señores del mar. La última que no harían cosa más acepta a nuestro señor, ni a si más agradable, ni para los Reyes, y Reynos más segura, que echar a cuantos Moros había del Reyno: porque estos como de si sean capitales enemigos de los Cristianos: jamás tendrán verdadera paz con ellos, y ni con ruegos, ni buenas palabras, ni aun obras, se doblarán intrínsecamente a estar bien con los Cristianos. Además de esto le encargó tuviese mucha cuenta con el Obispo de Huesca, a quien había criado en palacio de pequeño, y por haber salido tan principal hombre y de tan buen espíritu y letras, le había hecho su gran Chanciller de Aragón, y también a su hermano el Sacristán de Lerida, y a Vgon Mataplana Arcediano de Vrgel todos personas fidelísimas, y de su Real consejo, juntamente con los criados antiguos de palacio, a los cuales deseaba tuviese en mucho y los aventajase a todos los demás. Finamente recelando que si moría de aquella dolencia, el Príncipe con los demás querrían llevar su cuerpo fuera del Reyno al Monasterio de Poblete, y que por acompañarle y ausentarse del Reyno, se podría levantar alguna nueva rebelión, ordenó que si la muerte le tomaba en Alzira, su cuerpo fuese depositado en la iglesia mayor de nuestra señora que él había mandado edificar en ella. Y si en Valencia, en el templo mayor: hasta que acabada del todo la guerra, fuese llevado al mismo Monasterio en Cataluña, y allí sepultado.


Capítulo XIV. Como el Rey tomó el hábito de los frailes Bernardos y hecho testamento, se hizo traer a Valencia donde murió, y su cuerpo fue depositado en la iglesia mayor.


Dicho esto por el Rey, como ya la habla le fuese faltando, paró un rato, y tomando un cordial, o sustancia, cobró algún esfuerzo, y queriendo apartarse del todo de las cosas de acá, y no pensar en otras que las soberanas y perpetuas, renunció libera y absolutamente sus Reynos y señoríos conforme a la repartición últimamente hecha y aprobada por todos, al Príncipe don Pedro. Porque lo demás del Reyno de Mallorca y señoríos de Mompeller y Perpiñan con los demás que en la misma repartición están contenidos y cupieron al Infante don Iayme, poco antes le había ya puesto en posesión de ellos. Hecho esto, mandó que le vistiesen el hábito del glorioso sant Bernardo y orden de Cistels, de la cual siempre fue muy devoto, con ánimo de pasar al monasterio de su religión y orden de nuestra señora de Poblete, y hacer allí profesión de la regla, para dedicarse del todo al servicio de Dios y contemplación de las cosas celestiales el tiempo que le quedase de vida. De manera que por quererlo así el Rey y obedecerle el Príncipe don Pedro, con mucha humildad y lágrimas puesto de rodillas le besó las manos, y recibida su bendición, se partió luego hacia los confines de Murcia, por si la dolencia y muerte del Rey causase algún movimiento en los de Granada, por suceder en los Reynos don Pedro, de quien tan lastimados quedaban ellos y los Arraezes por la destroza que poco antes habían hecho en sus tierras. Llegó a Biar, y cobró luego la fortaleza que con el favor de los jinetes de Granada poco antes los de la villa habían quitado a los Cristianos, y puso gente de guarnición en ella, y se detuvo por allí pocos días aguardando en qué pararía la dolencia del Rey. El cual viendo que su mal siempre crecía, se mandó traer a Valencia, en una litera, al cual salió a recibir toda la ciudad con harto más llanto que alegría, y se aposentó dentro de ella. Luego en llegando entregó su testamento sellado al Obispo de Valencia, para después de ser muerto publicarlo, y como ya propinquo a la muerte la voz y alientos le faltasen, y se le diese el Sacramento de la extrema unción, encomendándose muy de corazón y alma a Cristo y a su bendita madre, con el ayuda y esfuerzo de los Prelados y religiosos que le asistían, y con santísimas palabras le endreçauan sus afectos, levantados los ojos y manos juntas al cielo dio el alma al Señor que se la había criado y encomendado: a los IX del mes de Iulio, año de nuestra redención MCCLXXVI, habiendo llegado a edad de LXVIII años, luego fue embalsamado su cuerpo y depositado en la iglesia mayor como lo tenía mandado. La sepultura y obsequias se las hicieron con mediana pompa y ceremonias por la ausencia del Príncipe y de los hermanos, estando todos por mandato del Rey distribuidos por diversas partes del Reyno para su defensa, de manera que ninguno de ellos se halló presente a la muerte del padre, sino que a ejemplo del Príncipe, cada uno acudió a su puesto: hasta que de ahí a poco tiempo vuelto el Príncipe y coronado Rey, le hizo llevar con muy grande pompa y suntuosidad Real al monasterio de Poblete donde está magníficamente sepultado.




Capítulo XV. Que muerto el Rey se publicó su testamento por el cual se entiende los hijos que tuvo y cómo los colocó a todos.


Muerto el Rey fue abierto y leído su testamento, hecho y firmado de su mano, y sellado con su sello en Mompeller a XXVI de Agosto, cuatro años antes de su muerte. En el cual aprobaba las donaciones y repartimientos hechos de sus Reynos y señoríos en favor de don Pedro y de don Iayme hijos legítimos de doña Violante, como de su verdadera y legítima mujer nacidos: A don Iayme y a don Pedro hijos que tuvo de doña Teresa, declaraba también por legítimos. De estos al mayor hizo donación de la villa de Xerica con su fortaleza y baronía en el Reyno de Valencia con todo su territorio y jurisdicción. Al menor dio la villa, castillo y baronía de Ayerbe, con otros lugares en el Reyno de Aragón: con condición que el hermano que tuviese hijos sucediese al que no los tuviese. Y careciendo los dos de hijos volviesen a la corona Real. Y mas que muriendo don Pedro y don Iayme hijos de doña Violante sin hijos, sucediesen en todos sus Reynos y estados don Iayme y don Pedro de doña Teresa, y estos quiso que fuesen preferidos a qualesquier hijas aunque fuesen de doña Violante. Puesto que después de hecho este testamento, por causas muy graves (como en el precedente libro mostramos) tuvo por nulo el matrimonio de doña Teresa, quedando en lo demás el testamento en su fuerza. Tuvo otros hijos bastardos, a don Fernán Sánchez de la Antillona, que miserablemente fue echado y ahogado en el río Cinca, a quien el Rey había dado la casa de Castro, de donde su hijo don Felipe Fernández y sucesores se han siempre denominado. Tuvo a don Sancho Arzobispo de Toledo. Último a don Pedro Fernández de una nobilísima dama Aragonesa llamada Berenguera Fernández, diferente de la otra Berenguera hija de don Alonso señor de Molina, de la cual ningún hijo tuvo. Dio a don Pedro Fernández la Baronía de Yxar (Híjar) en el Reyno de Aragón, de la cual también se denominó él y todos sus descendientes, que después han aumentado el estado con haber juntado con la casa el Condado de Belchite, y con este es agora una de las principales casas y señorías de Aragón. Tuvo cuatro hijas de doña Violante, de estas la mayor casó con el Rey don Alonso de Castilla. La segunda, Gostança con don Manuel hermano del mismo Rey. La tercera, doña Isabel con don Felipe Rey de Francia. La cuarta doña María se metió en religión. También llama por herederos y sucesores en los Reynos, a los hijos de estas, en caso que los cuatro primeros hijos no los tuviesen. Finalmente prohibió que por ningún tiempo sucediesen mujeres en los Reynos. De donde se colige, que contando las mujeres, y a don Alonso hijo de doña Leonor la primera mujer tuvo el Rey XIII hijos, y fueron los más de ellos no solo heredados de Reynos y señoríos, pero como salidos de sus entrañas generosísimas, y criados al pasto de su ejemplo de vida y hazañas esclarecidas, fueron tales, que merecieron ser hijos de tal padre.


Capítulo último. Donde se hace epílogo y sumaria relación de la vida, virtudes y señaladas hazañas de este Rey.

Para que concluyamos ya, y lleguemos al fin de la historia y por remate de ella pongamos ante los ojos de todos los Reyes y Príncipes del mundo que presiden en el gobierno de grandes imperios, una perfecta imagen y retrato, no solo de un sabio Rey y Príncipe para tiempo de Paz, y de un famosísimo e invictísimo capitán para tiempo de guerra, pero de un perfecto y Cristianísimo varón para todo tiempo, haremos aquí un breve sumario como epílogo, así de las aventajadas virtudes, y heroicas hazañas de este Rey como de sus intenciones y fines Cristianísimos, que siguió toda la vida. Porque si miramos su fé y religión Cristiana, hallar las hemos no solo testificadas por su singular estudio y devoción con que defendió y amplió la religión Cristiana: pero muy confirmadas por la obra, con los dos mil templos que por él fueron mandados edificar a gloria de Dios. Si consideramos su magnanimidad y valor, desde su niñez tuvo ánimo para regir los más principales cargos del mundo de Rey y de gran capitán. Si su consejo en el determinar, ninguno oyó más atento el ajeno que él, pero con ninguno acertó más que con el propio. Si su prudencia, en sus consideradas acciones y tanta igualdad de vida con tan prósperos sucesos, descubrimos que fue prudentísimo. Si su gobierno de Repub. quién fundó leyes, quién hizo fueros, y reformó los antiguos, como pudo discrepar de la buena administración de ella? Si su sagacidad y providencia en la guerra, aunque fue increíble su celeridad y presteza en prevenir al enemigo: no le faltó madurez y tiento para el acometerlo. Si tratamos de su admirable persona, su aspecto venerable, salud y disposición corporal: ninguno se halló en sus Reynos de mayor, ni más bien proporcionada estatura, ninguno fue más valiente, sano, y hermoso, ni a quien más por su majestad de persona, suavidad de rostro, y afabilidad y trato, se aficionase todo el mundo. Gozó de tanta salud que pasó toda la vida sin dolencia grave, sola una fue la que lentamente sin perturbar su ánimo le acabó: Si su modestia y templanza, no se vio Rey en el comer y beber más templado: ni en los deleites y pasatiempos más moderado: ni en el decir y hacer más recatado, y ni en fin de regocijos que no fuesen de armas, más apartado. Si venimos a su valor y esfuerzo en las empresas de guerra, por lo cual alcanzó renombre y título de conquistador: de quien entendemos que se halló en treinta batallas, como pudo carecer de la esclarecida fortaleza, con las demás virtudes militares? Si su admirable constancia, quién ningún hecho grande dejó de emprender, ni desistió jamás de la empresa, y que salió siempre con ella, no será su blasón de constante? Mas ni pudo perder su natural ser de clemente, por mucho que se mostró áspero y severo con un su tan desobediente y rebelde hijo: pues para con las demás gentes y pueblos, no solo se mostró siempre liberal y clementísimo: pero sin perder algo de su autoridad, fue con todos humanísimo. Qué diremos de su paciencia, pues demás, que sin caer de su estado, siempre, do fue menester la tuvo: ninguna se comparó con la que prestó con sus tíos don Sancho y don Fernando, perpetuos émulos y perseguidores suyos. Qué no suplirán su liberalidad y magnificencia (propias virtudes Reales) pues en las presas y despojos de las ciudades, y de reales de enemigos, nunca retuvo cosa para si, todo lo repartió, y a todos enriqueció? Finalmente las divinas virtudes de justicia y misericordia, así las ejercitó, que no solo alcanzó por ellas ser tan amado y como temido de los suyos: pero aun por las mismas fue muy estimado y alabado de sus enemigos: y por ellas mereció en el Reynar por tan luengo y felice tiempo, ser a todos cuantos Reyes hubo muy aventajado. Porque reinó cumplidos sesenta años, y dejó a sus hijos y sucesores no solo pacíficos y con doblados Reynos de los que heredó: pero les abrió el camino para alcanzar los que después acá se han adquirido. Por donde como no sea tenida en más la virtud del ganar, que la del conservar lo ganado: Qué cosa pudo ser para este Rey más gloriosa, que ni de los Reynos que heredó, ni de los que por su mano conquistó, ni en vida suya ni de sus sucesores hasta hoy se haya perdido un palmo de tierra? Qué más feliz y dichosa, que haber sido él mismo el principio y fundamento (como en el proemio se prueba) del inmenso imperio, y de la mayor monarquía que nunca se vio en el mundo, cual hoy mantiene nuestra España, rige y administra el invictísimo don Felipe segundo de este nombre su gran Rey y señor de ella?

LAUS DEO. 

Impreso en Valencia en casa de la viuda de Pedro de Huete, a la plaça de la Yerua. Año 1584.