Mostrando las entradas para la consulta Paterna ordenadas por fecha. Ordenar por relevancia Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas para la consulta Paterna ordenadas por fecha. Ordenar por relevancia Mostrar todas las entradas

jueves, 14 de marzo de 2019

Libro XVIII

Libro XVIII.

Capítulo primero. Del asiento y poderío de la ciudad de Barcelona.


Mostró bien el Rey (por lo que en el precedente libro concluimos) tener su espíritu del todo puesto en Dios, y en acabar la empresa de la tierra santa: pues no fueron parte carne y sangre de tantos hijos y nietos para divertir su santo fin y propósito de proseguirla. Y así despedido de ellos, no paró en Zaragoza: ni en otra parte del camino hasta llegar a Barcelona, para poner en orden la armada, y juntar el ejército: dejando las cosas del gobierno de los Reynos bien concertadas antes de su partida. Fue pues muy grande el concurso de gente de todas partes, además del ejército, que vinieron a esta ciudad, no solo de procuradores y síndicos de las ciudades y villas Reales de los tres Reynos para ayudar con su extraordinario servicio a los gastos de esta empresa: pero de muchos otros, que por solo ver al Rey, y el aparato del armada, y municiones de guerra, se congregaron de toda España: mas ni fue de menor maravilla ver la mucha hartura de vituallas y el cumplimiento de alojamientos que para todos hubo en la misma ciudad de Barcelona. Por lo cual, y ser esta una de las más insignes ciudades de España, será bien que digamos algo de su asiento y origen, de su maravillosa traza y bien labrados edificios, junto con su gran poder, y valor de ciudadanos, y mucho más de la ejemplar concordia de ellos para lo que toca al beneficio y conservación de su Repub. La cual fue antiguamente llamada Fauencia (Colonia Iulia Augusta Faventia Paterna Barcino) pero venida a poder de los Cartagineses la llamaron Barcino: por los del bando y parcialidad Barcina que vinieron de Carthago a regirla. Pero destruidos los Carthagineses y su ciudad asolada, los Romanos la redujeron (reduzieron) en colonia con el mismo nombre, y con esto va fuera todo lo que de su nombre después se ha comentado y fingido por algunos, pues se llama hoy día Barcelona. Y es de las bien trazadas, y mejor edificadas ciudades que haya otra. Porque está hecha como media luna, atajada por el mar al oriente, extendida sobre una espaciosa llanura a las raíces de un monte alto que da en la mar, y sirve de atalaya, para descubrir de bien lejos las naves y bajeles que a ella vienen, al cual llaman Monjuhi, que significa monte de Ioue, o Iupiter: o porque en él solían antiguamente los gentiles sacrificar a Iupiter dios de las riquezas, que las estiman tanto y guardan mejor en esta ciudad que en otras: o porque la gente de ella es muy Iovial en sus regocijos, y de más suave trato que la mediterránea de Cataluña, que de si es saturnina y triste, y que el vengar las injurias es su alegría. De este monte se puede bien decir que vale de padre y madre a la ciudad: pues no solo con su oposición al mediodía la defiende del excesivo calor que padecería, y que con el atalayar le avisa del bien o mal que por la mar le viene: pero también la ha como parido de sus entrañas: pues nació toda de la pedrera del monte, sin disminución de él, en tanta copia, que amontonada ella, sin duda que haría otro mayor monte por si sola. Y así por ser edificada de tan excelente piedra que se endurece en el edificio, son las casas, templos, palacios y edificios públicos, con su muy torreada muralla, de lo más bien labrado, y fuerte que pueda ser otro. Con esto y estar de todas armas y artillería gruesa muy abastecida, es hoy sobre cuantas ciudades hay en España más puesta en defensa. También es muy alegre su campaña y harto fructífera: aunque su mayor abundancia de mercaderías le entra por el mar que bate su muralla:
y así por las continuas entradas y salidas de bajeles con nuevas gentes que vienen de cada día, y por lo que la vista y contemplación del mar a todos mucho alegra, su mayor regalo y recreo es la marina. Puesto que no hay puerto seguro sino playa abierta por toda ella: pero se halla tan honda que se quiso antiguamente formar muelle allí, y en fin se pueden los bajeles asegurar mejor que en cualquier otra playa. De aquí le vino ser su trato de mar muy poderoso y extendido: señaladamente después que cesó el de Tarragona, por las guerras y destrucción de los Moros que pasaron por ella (según que en el precedente libro quinto se ha largamente referido) que por esto se trasladó toda la negociación de mar a Barcelona. De suerte que así por los grandes aparejos de ataraçanales, como de maderamiento, y los demás pertrechos que produce de si la tierra, los ciudadanos por mandato de sus Reyes, se dieron tanto a hacer todo género de navíos, y más de galeras, hasta ponerlas a punto de navegar y pelear con ellas, que como colonias las han siempre enviado por el mediterráneo adelante, para representar su renombre y fuerzas en diversas partes. Lo que se puede muy bien apropiar a esta ciudad, y decir de cuantas armadas ha echado en mar y proueydo así de armas y soldados, como de remeros y xarzias, que otras tantas ciudades ha edificado: porque las armadas gruesas por mar, son otro que unas muy fuertes y bien regidas ciudades, o verdadero retrato de muy concertadas Repub. y no solo esperan a los enemigos, pero también los van a buscar y sacar de sus casas, como se prueba por los grandes efectos que con ellas los mismos ciudadanos y gente Catalana han hecho por mar en servicio de sus Reyes. Por ser gente de si muy belicosa y hecha de tal compás que cuanto más rehúsa de ser pechera en la hacienda: tanto más a las necesidades y hechos de armas de sus Reyes suelen prontamente acudir con sus personas y vidas. De manera que por estas, y otras muchas comodidades y cumplimientos de valor y poder que esta ciudad siempre tuvo, meritoriamente llegó a exceder a muchas otras en el pacífico y seguro estado de gobierno que de si tiene: no tanto por su buen asiento y fortificado muro, cuanto por su mucha religión y buen gobierno, que de la sobriedad y gran concordia de los ciudadanos nace en ella. Pues dado que ellos con ellos entre si sean gente desapegada: pero en lo que toca a fidelidad con sus Reyes, y común defensa de la patria (como gente de pocas palabras) no hay Lacedemonios que más liberal y determinadamente empleen sus vidas, por la conservación de ella. Pues como llegase el Rey y fuese muy bien recibido de la ciudad y ejército, quiso luego reconocer la armada que poco antes mandó poner en orden, y como la halló tan bien provista así de vituallas, como de remeros y todo género de armas: no solo alabó mucho la diligencia y solicitud del proveedor: pero se maravilló extrañamente de la sobrada riqueza y poder de la ciudad, así para hacer y poner en el agua la armada, como para proveerla con tanta prontitud de cuanto menester era.





Capítulo II. Como el Rey pasó a Mallorca, y cogido el servicio de ella, con el magnífico presente que Menorca le hizo, se volvió a Barcelona.


Estando ya aprestada el armada, mandó el Rey llamar algunos Prelados y señores del Reyno para dejar las cosas del bien asentadas, por haber de ser la jornada larga y la vuelta dudosa. Lo cual concertado y proueydo como convenía, entretanto que acababan de llegar algunas compañías de infantería de Aragón, y de lo mediterráneo de Cataluña, se metió en una galera muy bien armada, y con otro bergantín para ir descubriendo en delantera, pasó con muy buen tiempo a remo y a vela en treinta horas a Mallorca, por visitar la Isla y proveerse de algunas cosas necesarias para la armada. Como llegase al puerto de la ciudad y saltase en tierra impensadamente, entrando en ella se holgó muy mucho de verla tan ampliada, y como de nuevo edificada: señaladamente con las obras del gran Templo, de la fortaleza, y fortificación del puerto, que se levantaban muy magníficos, y estaban ya bien adelante. Tuvo también a muy grande maravilla, y como de la mano de Dios, que ni el Rey de Túnez ni los demás de la África con tan continuos viajes y empresas de guerra que hacían contra España por la Andalucía, nunca hubiesen intentado la conquista de la Isla, ni aun de las otras vecinas: para que de aquí se entienda, cuanta fue la opinión y estima que hubo de este sabio y valeroso Rey, y cuanto el respeto y temor que los Moros de África le habían concebido, pues no con armas, sino con sola la fama de diligente y belicoso, pudo defender sus Reynos Isleños, y que los viesen de paso, mas no llegasen a ellos sus enemigos. De manera que reconocida la ciudad con alguna parte de la Isla y pedido servicio para la jornada de Jerusalén, le sirvieron con cincuenta mil sueldos de plata, y por ellos les hizo el Rey iguales gracias como si fueran de oro. Y alabó no solo el amor y fidelidad que a su persona tenían, pero mucho más la buena diligencia y solicitud que en la guarda y conservación de la ciudad e Isla mostraban. Estando en esto llegó el gobernador y oficiales Reales de Menorca con un riquísimo y magnífico presente de mil vacas que le hacía la Isla. El cual dieron los moros de ella en señal de su fidelidad y servicio muy de buena gana. Estimó esto el Rey en tanto para la provisión de la armada, que mandó al gobernador tratase muy bien a los Moros de la Isla, y de su parte les agradeciese mucho el buen servicio que le habían hecho. Puestas mil vacas en tres naves y cuatro taridas se volvió con todo ello a Barcelona.


Capítulo III. Como vuelto el Rey a Barcelona hizo reseña de la gente y se embarcó, y de la gran tormenta que se levantó en comenzando a navegar.


Aprestada ya la flota de treinta naves gruesas y XII galeras, con otros muchos bergantines y fragatas, y llegada toda la infantería, se embarcaron ochocientos hombres de armas con tres caballos para cada uno, con los Almugauares de a caballo, y la demás gente de a pie, que fue fama llegaban a veinte mil infantes, y que con don Fernán Sánchez su hijo, y los señores de título, y barones que le seguían y otros caballeros, sería toda la gente de a caballo hasta mil y dociétos. Acabados de ajuntar todos, el Rey con los prelados y señores del Reyno tuvo consejo, en el cual se nombraron los que quedaban para gobierno del Reyno, y pues el Rey tenía ya hecho su testamento y la repartición de sus Reynos y señoríos en sus dos hijos don Pedro y don Iayme ya príncipes jurados, y que los dejaba con ellos por lo que del podía suceder yendo en una jornada tan peligrosa y dudosa, les rogaba tuviesen toda buena alianza con ellos: pues así volviendo sano y salvo de esta jornada, como perdiendo en ella la vida para ganar la del cielo, allá y acá tendría siempre cuenta con ellos. Venido el día de la embarcación, luego por la mañana oída misa, el Rey con algunos principales del Reyno como era costumbre recibieron el santísimo sacramento, y lo mismo haciendo cada uno de los soldados se embarcaron. Entró con ellos el Obispo de Barcelona, y el Sacristán de Leryda que después fue Obispo de Huesca, con muchos sacerdotes para ministrar los sacramentos a los del ejército. Y como fuese entrada del Otoño, cuando ya cesan las calmas y los vientos son más reforzados, mandó el Rey que luego por la mañana se hiciesen todos a la vela: puesto que el tiempo no era del todo hecho. Mas no hubieron navegado cuarenta millas costeando hasta llegar en alta mar, cuando al anochecer, por correr levante, y no haber podido salir todas las naves juntas, determinó por consejo de Ramón Matquet principal piloto, volver a Barcelona, para recoger toda la armada, y llevarla delante si: la cual con el viento contrario que se levantó de medio día abajo, había dado en la playa de Ciges cerca de Barcelona hacia el mediodía. Y con una sola galera que halló delante la ciudad, de paso recogió las naves, y hecha reseña de nuevo, dio a Fernán Sánchez el cargo de general del armada. El siguiente día no con muy buen tiempo partieron de Ciges, y llegaron a vista de Menorca: a donde pensando poder tomar puerto, súbitamente se levantó tan grande tempestad y contrariedad de vientos entre levante y tramontana que los echó a la mar y trajo a riesgo de perderse por querer resistir al tiempo con el recelo que tenían de dar en Berbería (Berueria). Además que se reforzaron los vientos de tal manera que causaron grande tempestad y borrasca con tanta oscuridad, que pasaron largos cuatro días con sus noches que ni se vio sol, ni luna, ni estrellas en el cielo. Y así perdido el tino con la oscuridad y con los recios encuentros de las olas, no pudiendo ya regir los gobernalles de las naves, se alejaron las unas de las otras por no venir a encontrarse y perderse del todo: de las cuales parte tuvieron firme, y por no perder al Rey se sujetaron a muy grande peligro, parte fueron del todo forzadas hacerse a lo largo y seguir la capitana de Fernán Sánchez que siguió su camino para Jerusalén como adelante diremos. Mas el Rey, que en comenzando la tormenta se pasó a la nave de Ramón Marquet, comenzó a ser muy importunado por los de la misma nave, y también por los Pilotos de las otras con los capitanes y soldados, que a voces nombraban al Rey, y se le allegaban suplicando con lágrimas se apiadase de ellos, y que volviesen atrás: pues cesando la tramontana, se había opuesto el lebeche tan reforzado que doblaba la tormenta y los ponía en mayor peligro. Lo mismo encarecía Marquet con sus marineros, porque veían crecer la tempestad de punto en punto y era tan espantosa su furia, que no parecía tormenta de vientos sino furor del cielo airado contra los navegantes. Allende que ya las demás naves o habían perdido el timón, o rompido el mástil, y las velas, además de hacer agua todas, y los caballos del Reyq iban en aquella nave ya echados a la mar, y se podía creer ser lo mismo de los que iban en las otras.


Capítulo IV. Como porfiando el Rey de pasar adelante contra la opinión de los Pilotos, el Obispo de Barcelona le persuadió diese lugar al tiempo, y tomase puerto.


Como todavía Marquet con todos los marineros representasen al Rey el grandísimo peligro en que estaba puesta la armada, por lo que está dicho, y de cansados ya casi ninguno hiciese su oficio, antes bien todos desamparasen la nave, con todo eso confiando el Rey que amainaría la tempestad, procuraba animarlos, diciendo que Dios en cuyo servicio iban, y los ángeles sus ministros eran con ellos, que implorasen su auxilio porque aunque fluctuasen no perecerían. Pero como la tempestad creciese, recurrieron al Obispo de Barcelona todos los marineros de la nave Real con el piloto para que persuadiese al Rey diese lugar se tomase puerto donde pudiesen: porque la nave había hecho mucha agua, y realmente se iban a fondo, y que le significase era la determinación de todos ellos que por la salvación de su Real persona, le perderían el respeto, y tomarían la primera tierra que pudiesen. Oído esto el Obispo con el Sacristán y Teólogos que venían en la misma nave se juntaron, y fueron a encerrarse con el Rey en la cámara de popa, y el Obispo le habló de esta manera. Ciertamente (Rey y señor nuestro) que ni es de cristiana virtud, ni de constancia heroica, mas antes sabe a crueldad inhumana, que viéndonos en tan manifiesto peligro queráis ser tan pertinaz en el navegar, que ni de toda la armada, ni de nosotros, ni de vos mismo tengáis compasión ni piedad alguna. Sino que queréis vos solo contra la opinión de los que lo entienden usurparos el gobierno de la mar, sin considerar cuan otro es al de la tierra, y el uso del pelear cuan diferente uno de otro: pues no salen contra nosotros escuadrones de gente armada, no hombres contra hombres, sino vientos, lluvias, y truenos, relámpagos, rayos, torbellinos, y todas las tempestades juntas son las que hechas un cuerpo caen y dan sobre nosotros: a las cuales, no con fuerza de armas, sino con solo volver las espaldas, y huir de ellas es lícito resistir, y sin perder honra, hurtarles el cuerpo: pues no hay cosa de mayor arte en el navegar, no pudiendo tomar puerto, que seguir la tempestad: ni de mayor sabiduría y discreción, que a los vientos, a quien no podemos mandar, si son del todo contrarios, obedecer, y si nos echan a tierra, mayormente a la propia (como ahora vemos) correr con ellos a rienda suelta. Que ni hay porqué estar solícito, ni con el ánimo suspenso, por lo que dirán, dejando la empresa: porque esta más es de Dios que vuestra: ni por vos señor ha sido, sino solo por el nombre de Cristo, y para ensalzamiento de su santa religión y fé católica comenzada. Pero como veamos que esta se nos estorba con tan horrible y espantosa tormenta, y tempestades de mar y cielo: las cuales ni se levantan, ni mueven sin la voluntad divina: por ventura, o no es grata, ni accepta a Dios nuestro Señor esta empresa, o para en otro tiempo, con más comodidad se os reserva el acabarla. Por tanto no tengáis señor cuenta con lo que será, sino con la necesidad presente y urgente: y para que no llevéis vos solo la culpa de tan miserable pérdida y muertes de tantos y tan esclarecidos capitanes y soldados, sino que más presto a vos, a nosotros, y a todos salvéis la vida, mandad a los pilotos tomen el primer puerto que la misericordia divina nos deparare: para que en la tierra, y no en la mar podáis con más libertad y tranquilidad de ánimo determinaros en lo que más conviene.




Capítulo V. Que convencido el Rey por las razones del Obispo mandó a los pilotos tomasen puerto, y como apartados, de súbito cesó la tormenta, y de las causas porque no volvió a navegar.


Como el Obispo acabó su razonamiento, luego fueron con el Rey el Sacristán con los Teólogos y religiosos, y con lágrimas le encargaron la conciencia y suplicaron lo mismo. Fue cosa milagrosa, que en el punto que comenzó el Rey a ablandar su pecho y pertinacia, comenzó también a amainar la tempestad y tormenta. Y al tiempo de medio día, deshechas las espesísimas tinieblas que lo cubrían todo, se descubrió el sol, y repentinamente parece que se abrió el cielo, y descubrieron tierra: y la nave del Rey y otras con el favor divino aportaron a la provincia de Narbona al puerto de Aguasmuertas: pero se levantó un viento de tierra que les impidió la entrada, y las echó en el puerto de Adde más cerca de Narbona. A donde el siguiente día desembarcó el Rey, y en poniendo el pie en tierra, se fue para la iglesia de nuestra señora de Valverde, donde hizo infinitas gracias a nuestro señor y a su bendita madre, por haber librado a él y a los suyos de tan terrible tempestad, y restituido los a tierra firme. Después volviendo los ojos a la mar viéndola tan reposada y mansa, pensó de volver a ella: pero como entendió que de toda la flota que de Barcelona saliera, apenas había con él aportado la mitad, y aquella quedase tan quebrantada y rota de la tempestad pasada, que por maravilla había naves ni galeras, que fueron las más mal libradas, que no se hallasen, o con las velas rotas, o con el mástil (mastel) y antenas quebradas, o caído el timón y que por aliviarlas no hubiesen echado a la mar los caballos, y máquinas, con los demás instrumentos de guerra. Allende desto, que ni de la otra mitad de la flota sospechase otro que el mismo trance y fortuna de la suya: determinose en dar lugar al tiempo y por entonces no volver a navegar, sino diferirlo para otro más oportuno, cuando reparada la armada sería más fácil la empresa. Luego llegó a él, el Obispo de Magalona en cuyo distrito estaban, y el hijo de Ramó Gaucelin principal barón de aquella tierra, los cuales proveyeron al Rey y a los suyos de vituallas y lo demás necesario para rehacerse del trabajo pasado, con mucha abundancia. Lo cual el Rey les agradeció mucho, y se partió para Mompeller que estaba muy propinquo de allí, a donde se detuvo algunos días para que tomasen huelgo los suyos, y se reparase la flota.




Capítulo VI. Del discurso que hizo la otra mitad del armada que llevaba don Fernán Sánchez, como llegó a Jerusalén, y volviendo por Sicilia fue armado caballero por el Rey Carlos.


Llegada la mitad de la flota con la persona del Rey al puerto de Adde (como está dicho) la otra mitad que pudo resistir a la tempestad, siguiendo la nave de don Fernán Sánchez, con la de Ximen de Urrea, pasaron adelante, porque se alargaron con la tormenta hacia la costa de Berbería y navegaron entre ella y Cerdeña, y Sicilia y por la costa de Cádia y Chipre hasta que llegaron a Acre villa y puerto de la Palestina no lejos de Jerusalén: donde fueron con grande alegría recibidos del gran Maestre de Rodas que allí estaba, y de otros Cristianos que como tuvieron nueva de su llegada, vinieron de Jerusalén a verlos, con estar muy maltratados de todo auxilio. Mas como la villa estuviese desguarnecida y sin defensa, propinca a otra que poco antes habían combatido los Turcos y tomado por fuerza de armas, pareció que no era seguro esperarlos allí, ni emprender de pelear con ellos siendo tan pocos los del armada y estar tan fatigados de las tormentas pasadas. Y porque se iban ya allegando los Turcos al puerto para hacer presa en ellos determinaron de volverse a las naves, y buscar al Rey por el mismo viaje que trajeron. De manera que partiendo el trigo y vituallas que traían con el gran Maestre y Cristianos, y animándolos mucho para que confiasen en la venida del Rey que sería allí presto con toda la armada a librarlos, salieron del puerto y se volvieron sin descubrir en ninguna parte gente ni socorro de los Tártaros, ni del Emperador Paleologo, y sin esperar más pasaron a vista de Chipre y Rhodas tocando en la Asia menor. De ahí (ay) a vista de Candia, tomando la derota por junto al Zante llegaron a Sicilia y costeando y doblando los cabos de la Isla aportaron en Palermo ciudad principal y la mayor y más fortificada de la Isla, a donde solía ser la residencia de los Reyes. Como se hallase a la sazón allí el Rey Carlos de Angeu que venció poco antes, y mató al Rey Manfredo (como arriba contamos) y entendiese que un hijo del Rey de Aragón era allí aportado, salió al puerto a recibirle y le hospedó con grande honra y aparato, y le entretuvo algunos días tratándole muy espléndidamente como quien era. De donde se le aficionó tanto Fernán Sachez que le pidió por merced le armase caballero, porque se honraría mucho en recibir este favor de su mano. Lo hizo Carlos de muy buena gana, y celebró en ese día aquel oficio con extraña suntuosidad y pompa. Puesto que todas estas prendas de amor y amistad tan de presto dadas y tomadas entre los dos fueron ocasión de mayor odio y discordia entre Fernán Sánchez y el Príncipe don Pedro su hermano que como sucesor de Manfredo su suegro le hizo después cruel guerra y le ganó a Sicilia y aun en Fernán Sánchez puso las manos como adelante se dirá.




Capítulo VII. De las fiestas y suntuosísimos regocijos que el Rey de Castilla hizo en Burgos a las bodas del Príncipe su hijo y de los muchos Príncipes que se hallaron en ellas con el Rey don Iayme.
Partió el Rey de Mompeller para Cataluña y de allí sin detenerse pasó a Zaragoza a donde halló un embajador del Rey de Castilla su yerno que le dijo, como el Rey su señor había sabido de su gran tormenta de mar y tempestad pasada y también de su vuelta a salvamento, de lo cual él y la Reyna se habían infinitamente alegrado, y hecho gracias a nuestro señor por ello, y porque tanto más deseaban gozar de su vista, le suplicaban que para solazarse y aliviarse del trabajo pasado, tuviese por bien de venir a Burgos a dar su bendición al Príncipe don Fernando su nieto, y hallarse en las bodas que había de celebrar con doña Blanca hija del Rey Luys de Francia. Donde se habían de hallar juntos el Príncipe su hermano que la traía, acompañado de muchos Prelados y grandes de Francia. Y don Eduardo Príncipe de Inglaterra casado con doña Leonor hermana del de Francia, y con ellos el Marqués de Monferrat de Italia, con los embajadores de los electores del Imperio de Alemaña, que a la sazón eran llegados con la nueva de su elección en Rey de Romanos. Lo cual oído por el Rey se alegró extrañamente, y se puso luego en camino para hallarse en la fiesta, llevando consigo algunos principales señores del Reyno puestos muy en orden para salir a las justas y torneos y las demás fiestas de la boda. Pasó por Tarazona, y de allí a Ágreda, donde fueron sus primeros desposorios con doña Leonor, y a donde le esperaba el Rey don Alonso, y continuando su camino llegaron juntos a Burgos, a donde habían llegado ya todos los nombrados, ni faltó don Alonso señor de Mesa y Molina tío del Rey don Alonso, juntamente con los hermanos don Fadrique, don Manuel, y don Felipe el que casó con doña Cristina hija del Rey de Noruega: los cuales para estas bodas disimularon sus rencores e hicieron como treguas en la guerra de pasiones que con don Alonso tenían. Postreramente llegó el Príncipe don Pedro el cual igualando con el Rey su padre en grandeza y majestad de personas excedían a todos los demás Príncipes y representaban bien lo que eran. Luego tras él llegaron los demás hermanos don Iayme Príncipe de Mallorca y don Fernando señor de Ixar, y don Fernán Sánchez que llegaba de Jerusalén. Asimismo acudieron a la fiesta don Iayme y don Pedro hijos de doña Teresa, porque muerta doña Violante no era tan viva la pasión del Rey y don Pedro contra ellos, mas ya se veían y trataban. También se halló presente don Sancho el Arzobispo de Toledo que les dijo la misa, con todos los demás Prelados y grandes de Castilla. Los cuales fueron todos con sus criados, gente y caballos espléndidamente aposentados y proueydos de toda cosa con abundancia, que fueron las mayores cortes y junta de Príncipes que Burgos jamás en si tuvo. Se celebraron las bodas solemnísimamente con la mayor alegría y magnificencia que jamás se vieron otras, a causa del grande concurso. Acaeció que celebrada la misa Eduardo Príncipe de Inglaterra quiso ser armado caballero por mano del Rey don Alonso, juntamente con don Fernando su hijo el novio de las bodas. También recibieron de mano de Eduardo la misma dignidad los hermanos de don Fernando con don Lope Díaz de Haro señor de Vizcaya. Estas bodas después de oída la misa y tomada la bendición del Rey aguelo, y padre don Alonso, se entretuvieron y solemnizaron con fiestas de justas, torneos, cañas, juegos, espectáculos, toros y otros muchos regocijos, por espacio de medio año, desde la primavera al otoño. Porque siendo (como dicen) Burgos de verano fría, no hubo ningún exceso de calor para impedir el continuo y encendido ejercicio de tantas justas y torneos con los demás juegos que en todo aquel tiempo hubo. Y lo que más fue de maravillar es que en todo este tiempo a ninguno de los convidados se le ofreció necesidad, ni ocasión para haber de dejar la fiesta por volver a sus casas. Mostrose don Alonso en esta jornada con los extranjeros y suyos más largo y magnífico que cuantos Príncipes hubo en la Europa. Y acabada la fiesta se despidieron unos de otros con mucho gusto y contentamiento de todo haciendo muchas gracias al Rey de Castilla porque los enviaba tan obligados a celebrar la perpetua memoria de su tan extraño poder y magnificencia.




Capítulo VIII. De las quejas que los grandes de Castilla dieron al Rey don Iayme de don Alonso su yerno por su maltrato, y como se muestra no ser aptos para gobierno los hombres muy especulativos.


Mas porque lo digamos todo, señala el Rey en su historia como algunos de los grandes de Castilla mientras duró la boda y fiestas, le hablaron muy en secreto y dieron grandes quejas del Rey don Alonso, porque se trataba con todos inicua y soberbiamente, sin ningún respeto ni deferencia de personas en el gobierno del reyno, como si fuera de Moros, y que se había tan desmesuradamente con algunos, que no solo los tenía muy enajenados de su devoción y servicio, pero muy movidos a juntarse todos y echarle del Reyno: tantas eran las ocasiones que de cada día les daba, para llegar a esto, y aun de pasar más adelante. Y cerca desto le descubrieron algunas particularidades de agravios y desafueros tales, que al Rey le parecieron bien dignos no solo de fraterna, pero de muy pronta enmienda, so pena que se había de perder don Alonso por querer mucho saber, y falta de no conocerse. Porque fue este Rey entre todos cuantos hubo en Castilla antes y después doctísimo en diversidad de ciencias, señaladamente en Astrología, pues como antes dijimos, compuso en esta ciencia altísimamente las tablas que llaman Alfonsinas, para gran uso y compendio de la misma ciencia. Pero cuanto más él se dio a la especulación de los cursos del Sol y de la Luna con los planetas, y en poner los ojos en el movimiento e influencia de los cielos, tanto más vino a perder la consideración y cuidado de las cosas terrestres, y como a perder las riendas del regimiento y gobierno de sus Reynos y de la Repub. Porque siempre estuvo con el ánimo agenado de ella, y así del mucho tratar con la velocidad y mutación de los cielos y discursos de planetas, vino a salir el más inconstante, vario, difícil e impaciente hombre del mundo, a imitación de los Alquimistas, que de tratar tanto con el azogue que es inconstante, voluble y que nunca está quedo, quedan con los ojos y cabeza temblando como azogados, que dicen. De donde los tales puestos en el regimiento de las cosas humanas y terrestres, que son tardas y pesadas, es necesario que las tengan en poco, y como por afrenta el aplicarse a ellas: y así es imposible darse a los negocios sino con mucha dificultad y extrañeza, porque son como huéspedes y peregrinos en ellos. De manera que ni conocen con quien tratan, ni tienen el respeto que a cada uno en el tratar deben: sino que aborreciendo todo negocio como enemigo formado de su tan amado ocio y contemplación, de tal suerte aborrecen a los negociantes, que dan toda ocasión para ser aborrecidos de ellos. Oyendo pues el Rey las justas causas de los grandes, por tener muy bien experimentada la inconstancia de don Alonso creyó muy de veras lo que se refería del y de sus cosas, pero con todo eso les respondió, guardasen toda fidelidad y obediencia a su Rey, porque confiaba habría mejoría y enmienda en sus cosas. Y despidiéndose con mucha gracia de todos, y de la Reyna su hija y nietos, se partió de Burgos acompañado del mismo don Alonso hasta Tarazona.




Capítulo IX. De la fraterna con tres buenos consejos que dio el Rey a don Alonso para bien gobernar, y estar siempre en gracia y amor de sus vasallos.


Partido el Rey de Burgos, habiendo ya salido antes de él don Pedro con los demás hermanos cada uno para donde el Rey les había ordenado, quedando con solo don Alonso que quiso acompañarle hasta Tarazona, pareciole con la ocasión del camino, por lo que le amaba, siendo tan conjunto suyo y padre de sus nietos, darle algunos buenos documentos, como avisos necesarios para su buen regimiento y del Reyno. Y así le advirtió prudentísimamente y con buen modo, de cuatro principales vicios en que pecaba don Alonso con que perturbaba todo su gobierno, añadiendo a cada uno su virtud contraria, para que como buen médico, según la enfermedad así se le representase el remedio. Lo primero que no tuviese odio ni rancor contra sus vasallos porque esta era cosa propia de tiranos, si no quería ser más aborrecido que temido, y nunca llegar a ser amado de ellos. Porque este rencor y odio callado, no viene sino de haber tentado algunas cosas malas en el pueblo, y por no ir acompañadas de honestidad y continencia, no haber salido con ellas. Y como no hay cosa que más refrene a los pueblos que ver a los Reyes refrenarse a si mismos: así para la propia seguridad y descanso cumple no aborrecerlos ni con inicuas obras exasperarlos. Lo segundo que de los tres estados de que está compuesta la Repub. Ecclesiásticos señores, y pueblo, ya no pudiese con todos (aunque esto sería lo mejor) al menos estuviese bien con los Prelados, Sacerdotes y estado Ecclesiástico. Porque en tener a estos de su parte, y aconsejarse con ellos, autorizaría mucho sus cosas, y por su medio atraería más a si los populares, y refrenaría la fantasía y altivez de los grandes. Lo Tercero que los grandes nobles y caballeros es justo si son insolentes y desacatados, sean reprendidos y castigados, pero no ultrajados y afrentados: porque son los que mantienen el honor de la República, son los brazos de la guerra, y fundamentos de la paz: por los cuales siempre fueron los Reyes temidos de sus enemigos. Lo postrero que no condenase a ninguno sin oírle primero, y guardarle su justicia. Porque esto no solo arguye al Príncipe que tal hace de tirano y atrevido, pero quita muy inicamente su crédito y autoridad, así a las leyes que son magistrados muertos, como a los mismos magistrados que son leyes vivas. Finalmente que se acordase que los Reyes nacieron para beneficio y amparo de los pueblos, y que reconociese a nuestro Señor la soberana merced que le había hecho en que siendo hombre no fuese súbdito sino señor de innumerables hombres.


Capítulo X. Como por no seguir don Alonso los consejos que el Rey le dio, se vio en grandes trabajos y desamparo de todos los suyos.


Quedó extrañamente admirado don Alonso de oír los prudentes y tan bien deducidos avisos y consejos que el Rey (a quien hasta allí tuvo por imperito) le dio, y claramente conoció que ninguna de las otras ciencias, sino de la grande experiencia que el Rey tenía de las cosas podían salir documentos tan vivos y convenientes para el buen regimiento de sus Reynos. Y aunque prometió de seguirlos, y observarlos pero por su mal hábito de posponerlo todo a su ocio literario tan ajeno del gobierno Real, aprovechó todo poco: a semejanza de las píldoras que con la esperanza de la salud, aunque amargas se toman de buena gana, pero el estómago, por hallarse de malos humores estragado, no puede retenerlas y las vomita luego. Así don Alonso con su sutil y delicado ingenio fácilmente conoció y tuvo por buenos los sanos consejos que el Rey le dio, y como tales propuso de seguirlos: pero en volver el Rey las espaldas, no solo los olvidó y echó de si: sino que volviendo a su antigua costumbre y perversa condición, cometió tales cosas de nuevo, que fue causa para que todos sus hermanos junto con los grandes del Reyno que todos hacían un cuerpo casi se le rebelasen, y así don Felipe su hermano, viendo el mal trato del Rey juntamente con don Nuño Gonzalo de Lara hijo de aquel gran don Nuño, de quien arriba hablamos, con otros muchos señores de Castilla, y algunos síndicos de villas y ciudades reales, que se cartearon secretamente los unos con los otros, se ajuntaron en la villa de Lerma, y puestas las causas que para ello tuvieron de común consentimiento de todos, juraron de rebelarse contra don Alonso, si no desistía, y se apartaba de poner en ejecución ciertas nuevas leyes y edictos que poco antes había hecho y mandado publicar, que ni para su honra, ni para la utilidad de los pueblos convenía, porque del todo se encaraban para total ruina y destrucción (distruycion) de los grandes y barones del Reyno, sin perdonar a sus propios hermanos. Por lo cual don Felipe no quiso valerse del favor del Rey de Granada, con quien tenía estrecha amistad para recogerse a él, sino que sabiendo las enemistades que con el Rey de Navarra tenía don Alonso, por consejo de los grandes que se ofrecieron a nunca faltarle, se fue para él, por hacer mayor tiro, y despecho a don Alonso.


Capítulo XI. De la infinidad de moros que pasaron de África en la Andalucía, y como vino don Alonso con la Reyna su mujer a Valencia a pedir al Rey socorro.


Por este tiempo que ya el Rey era llegado a Valencia, se entendió como infinito número de Moros Africanos del Reyno de Marruecos habían pasado a la Andalucía, y que aportados en Algezira, se habían apoderado de ella y de la villa de Bejer con hallarla muy proueyda y guarnecida de gente y armas: también que hallándose el Rey don Alonso muy confuso con tal nueva, viendo por una parte los de África con innumerable ejército entrarle por sus tierras, por otra a don Felipe su hermano con los grandes del Reyno apartados de si, y puestos en rebelársele, puso todo su remedio y confianza en el Rey su suegro: y para tomar su consejo, y valerse de su favor, en una tan súbita y urgente necesidad, determinó de venir juntamente con la Reyna su mujer a Valencia, donde el Rey estaba detenido de pasar a Cataluña por entender en averiguar ciertas diferencias (como su historia dice) que se habían movido entre don Guillé Escriua contador mayor del Reyno, que llaman maestro Racional, y el Bayle general receptor de las rentas Reales, dos de los más preminentes oficios Reales del Reyno. Era la diferencia sobre las preeminencias y antelaciones de los dos oficios, o dignidades que tenían, la cual diferencia compuso y asentó el Rey publicando sentencia en favor de don Guillen. Pues como entendió que ya don Alonso y la Reyna estaban de camino, salioles a recibir a Buñol, una pequeña jornada de Valencia, y haciendo allí noche todos, a causa del buen alojamiento del castillo y pueblo, que ahora posee la ilustre familia de los Mercaderes, se vinieron el día siguiente a Valencia, a donde fueron del Senado y pueblo, señaladamente de toda la nobleza y caballería suntuosísimamente recibidos: y dada vuelta por la ciudad que estaba riquísimamente entoldada y abiertas sus ricas tiendas, fueron aposentados en el antiguo palacio del Rey fuera de la ciudad tan abastado de aposentos que pudo quedar allí el Rey para más consolarse con la continua presencia de la Reyna su hija, que fue la más amada de todas. A la cual por hacer más fiestas todos los días que se detuvieron se pasaron en justas y torneos con otros muchos regocijos, de que gozó mucho don Alonso, por estar hecho a pocos cuidados. Pero como le viniesen correos de cada día con avisos de las grandes correrías y daños que los Moros hacían por toda la Andalucía, y el peligro en que estaban las villas y ciudades de ella, después de haberles destruido los Moros y talado los campos, fue necesario dejarse de fiestas y volverse con gran presteza a Castilla, y llevarse la Reyna por ser mujer de gobierno y para mucho. A los cuales acompañó el Rey hasta Villena, y respondiendo a la demanda de don Alonso (que todavía tenía algo de impertinente) y fue pedirle consejo, si movería guerra al Rey de Granada como a receptor de los Moros de allende, le respondió, que entendiese en lo más necesario y urgente como era echar a los enemigos, que después sería a tiempo de vengarse de los de Granada. Con todo eso ofreció el Rey de enviarle socorro contra los Moros, aunque don Alonso se olvidó de pedirlo.


Capítulo XII. De los dos pueblos que el Rey fundó en el Reyno de Valencia, de la revuelta de don Artal de Luna con los de Zuera, y como se vio otra vez en Alicante con don Alonso, y lo que pasó con él.


Quedó el Rey muy descontento de los despropósitos, y poco gobierno de don Alonso porque mostraba estar fuera del caso, y lo poco que se había aprovechado de sus consejos. Pues al tiempo que la infinidad de enemigos se le entraba por sus tierras se vino con la Reyna muy despacio para Valencia como para bodas, so color de pedirle consejo de lo que haría en tan urgente necesidad. Y a la postre le pidió uno por otro, y se olvidó de pedir lo importante: y así conociendo su condición, y lo poco que había de aprovechar cosa que le dijese, se despidió de él y de la Reyna, y se volvió a Xatiua. Yendo pues de camino pareció al Rey mandar fundar dos pueblos en dos sitios muy cómodos: el uno en la valle de Albayda encima de Xatiua hacia el medio día llamado Montaberner, y el otro dicho Orimbloy junto a Denia y les dio sus términos y territorios. En este tiempo que de vuelta de Villena el Rey se entretenía en Ontinyente que es una de las poderosas y principales villas de las montañas del Reyno junto a Biar, tuvo nueva de Zaragoza como don Artal de Luna, por ciertas diferencias que tenía con los de la villa de Zuera en el término de Zaragoza se puso con su gente en celada aguardando a los de Zuera que salían mano armada para ir a dar sobre un pueblo de don Artal, el cual se adelantó y dio sobre ellos, y desbaratándolos mató XXVII. Por esto determinó luego partirse para Aragón, y llegando a Torrellas que ahora llaman Torrijos junto a Camarena aldea de Teruel, salió el Infante don Iayme al encuentro al Rey su padre, a pedirle licencia para ir a Francia a concluir un matrimonio que se trataba entre él y la Condesa de Niuers. De este don Iayme dudan algunos si fue el legítimo hijo de doña Violante. Porque como se cuenta en el precedente libro, poco antes se había casado con Esclaramunda hija del Conde de Foix en la Guiayna: por donde o era ya muerta Esclaramunda (de lo que no habla ninguna historia) o si era viva, no podía ser este don Iayme otro que el hijo de doña Teresa, el cual como estuviese en la tenencia de Xerica que no está lejos de Torrijos salió al camino al Rey y le pidió favor y fuerzas para efectuar este casamiento. Y el Rey se contentó de ello y le mandó proveer de dinero y gente que le acompañase y honrase en esta jornada. Llegó pues el Rey a Zaragoza, y luego mandó citar a don Artal para ante su presencia. En este medio recibió cartas de don Alonso de Castilla, diciendo deseaba mucho verse con él para comunicarle ciertos negocios a los dos muy importantes, y tales que no se podían encomendar a la pluma, que le suplicaba se viesen en Alicante. El Rey quiso contentarle, aunque siempre pensó sería algún movimiento de planeta y de sus acostumbradas invenciones, por divagar, y no hacer nada de lo que bien le estuviese: y así partió para Alicante a donde halló ya a don Alonso que le aguardaba. El cual encerrándose con el Rey le dijo en gran secreto y en suma que ciertos principales ricos hombres de Aragón juntados con los que en Castilla se le habían rebelado y pasado a otros Reynos se habían concertado con los Moros de allende y con los de Granada, para mover guerra contra los dos, que por tanto viese lo que en tan nuevo caso debían hacer. Mas le pidió si le parecía bien mover guerra contra los gobernadores de las dos ciudades Málaga y Guadix: porque estos eran los mayores receptadores de los moros de África, o si sería mejor fingir amistad con ellos, y hacer guerra al Rey de Granada, como principal autor de tantos males. No dejó el Rey de conocer la inquietud e inconstancia de ingenio de don Alonso, y lo poco que calaba los negocios del gobierno y de guerra: pues de no tomarlos con el valor y ánimo que se requiere, no los acababa, y de aquí daba en otro inconveniente mayor que tenía a todos por sospechosos. Con todo eso le aconsejó que en ninguna manera quebrantase las treguas que había hecho con el Rey de Granada: y a lo de la conjuración de los grandes de Aragón y de Castilla, que quitase las ocasiones para rebelársele a sus ricos hombres, que lo mismo haría él a los suyos, porque este era el mejor remedio y medicina para este mal. Y para esto se acordase de los consejos que le dio volviendo de Burgos para Aragón por el camino, desengañándole que en su propia mano estaba el fuego y el cuchillo, pero entretanto cada uno mirase por si: y en caso de necesidad, que no se faltase el uno al otro.
De donde se colige que el Rey o por el dicho de don Alonso, o por algunos indicios que para ello tuvo, no dejó de dar algún crédito a lo que don Alonso le dijo, por lo que después se siguió.


Capítulo XIII. Que condenando el Rey a don Artal de Luna, se descubrieron algunas malas voluntades contra el Príncipe don Pedro cuyos criados tentaron de matar a don Sancho su hermano.


Vueltos los Reyes cada uno para su casa, maravillose mucho el Rey de su yerno don Alonso, con ser tan letrado en varias ciencias, tener tanta falta de consejo, y venir a ser tan sospechoso, y medroso, que no solo a los suyos, pero aun a los extraños pusiese en sospecha de rebeldes y así comenzó a pronosticarle todo mal successo en sus cosas. Se vino para Huesca, a donde convocó cortes, para que por las causas allí referidas contra don Artal así por lo hecho contra los de Zuera, como porque siendo citado no había comparecido, se procediese contra él, y se le hiciese cruel guerra en todas sus villas y lugares. Y para esto acudiesen todos los que por aquella tierra recibían gajes del Rey. Publicada esta guerra hubo tal sentimiento de ella en Aragón y Cataluña, que comenzaron a moverse diferencias y levantarse alborotos grandes entre los señores y barones, no tanto por don Artal cuanto por el odio y rencor que todos tenían al Príncipe don Pedro. Mayormente en Aragón, porque ya no de secreto, ni disimuladamente, sino muy a la descubierta perseguía a don Fernán Sánchez su hermano, después que volvió de Jerusalén y Sicilia: a causa de la amistad grande que había tomado con el Rey Carlos formado enemigo de don Pedro (como está dicho). Llegó tan adelante este negocio que tentó diversas veces don Pedro de matar a don Sancho: señaladamente poco antes cuando los dos se hallaron en Burriana, a donde los criados de don Pedro, al punto de mediodía con las espadas en las manos comenzaron a discurrir por todo el palacio, y osaron señalar que buscaban a don Fernán Sánchez para de hecho matarle, como sin duda lo pusieran por obra, si él no se saliera del palacio con su mujer a más que de paso, y se pusiera en salvo. Esto lo confirma Asclot diciendo, que el odio de don Pedro, no era tanto por la amistad que don Fernán Sánchez había tomado con el Rey Carlos, cuanto por haberse persuadido que don Fernán Sánchez asegurándose con el favor y ayuda de Carlos, había prometido de matar a don Pedro, para que más libremente y sin cuidado gozase el Carlos de Sicilia.


Capítulo XIV. De los muchos que favorecían a don Fernán Sánchez contra don Pedro, y del razonamiento que contra él hizo don Fernán Sánchez ante el Rey.


Conoció claramente don Fernán Sánchez hasta donde llegaba el odio e ira grande que don Pedro le tenía, y que según era altivo y determinado, no reposaría jamás hasta que le hubiese sacado del mundo. Por eso determinó valerse del favor y ayuda de ciertos barones de Cataluña, los cuales al tiempo que la gobernaba don Pedro, fueron de él muy mal tratados, señaladamente por lo que había hecho contra un caballero muy noble llamado don Guillé de Odena al cual condenó a echarlo vivo dentro de un saco en el río, y que muriese ahogado, que fue mayor pena de la que por ley se debía. Con estos, y con el favor de don Ximen de Vrrea su suegro, y también de otros a quien en días pasados, había quitado el Rey sus campos y posesiones por haber seguido la parcialidad contraria de don Pedro, alcanzó don Fernán Sánchez ser muy favorecido de ellos, y para eso se conjuraron todos, y le ofrecieron de seguirle con la vida y hacienda en esta demanda. No contento con esto don Fernán Sánchez antes que esta conjuración se publicase, se fue para el Rey, al cual informó de todo lo que don Pedro y sus criados habían intentado contra él en Burriana, suplicándole como a señor y padre le librase de las manos de quien tan a la clara le quería matar, y mandase castigar a los traidores que ya lo querían poner por obra. Añadiendo a lo dicho, que si siendo él señor y común padre de los dos vivo, el hermano se atrevía a matar al hermano, qué haría después de él muerto, y qué maquinaría contra los dos, después de haber echado a él del Reyno, lo que por ventura maquinaba, que se acordase de la obligación que tenía siendo común padre, de reprimir la desenfrenada ira del un hijo contra el otro, si no quería en un mismo día verse privado de los dos. Pues tanto y más es de temer el hombre loco y desesperado, que el valiente y cuerdo, que supiese que daría cient vidas por quitarla al que se la quería quitar. Y así le rogaba muy humildemente por la clemencia que como a padre le obligaba: y por la justicia que como Rey podía y debía, quitase de entre ellos tan crueles distensiones con tan grandes daños y calamidades como de aquí nacerían para sus propios hijos, y para todos sus Reynos, si con tiempo, no acudía con el remedio.


Capítulo XV. De lo mucho que el Rey sintió la discordia de sus hijos, y de las cortes de Exea, y edictos que allí se publicaron, y sentencia contra don Artal.


Entendido por el Rey todo este hecho de sus hijos, quedó muy lastimado, por ver tan grandes revueltas y discordias sembradas entre ellos, de las cuales claramente entendió que habían de nacer abrojos de distensiones y parcialidades entre sus vasallos y Reynos: por eso se dio toda la prisa que pudo por apagar este fuego antes que más se encendiese. Se partió a la hora de Murviedro para Aragón y mandó convocar cortes en Ejea de los Caballeros, y que el Príncipe don Pedro con todos los señores y barones del Reyno se hallasen en ellas: a donde entre otros edictos, mandó al Conde de Pallas, y a todos los demás señores y barones de Cataluña, que ninguno favoreciese al Conde de Foix que tenía guerra con el Rey de Francia, con gente, ni armas, ni hacienda. Esto lo mandó el Rey, no tanto por querer mal al Conde por tener guerra contra su yerno el de Francia, cuanto por quitar el estruendo y movimiento de las armas de toda Cataluña, que con achaque de favorecer al Conde, se levantaban en la tierra. Sin esto mandó al Príncipe don Pedro que renunciase la general gobernación de los dos Reynos, que le había encomendado cuando se embarcó para la tierra santa, por consejo de algunos buenos que deseaban la tranquilidad del Reyno, junto con la seguridad de la persona de don Pedro. Otro si mandó se publicase allí la sentencia del Iusticia de Aragón dada en la causa de don Artal y los de Zuera: la cual fue que en recompensa de los daños que don Artal les hizo, fuese privado de toda su hacienda y bienes, y la posesión de ellos, por derecho de señorío se diese a los de Zuera. Pero entendida por don Artal la sentencia, antes que las cortes se concluyesen, con el favor e intercesión de don Pedro Cornel hubo salvo conducto y vino a Ejea, y se echó a los pies del Rey: suplicándole fuese perdonado de su delito o al menos que por su benignidad Real se moderase la severidad y rigor de la sentencia. Movido el Rey por las buenas palabras y humildad de don Artal, y ser muy valeroso caballero por su persona, a consejo de los señores y barones de los dos Reynos, y a juicio y parecer de letrados, conmutó la sentencia, condenando a don Artal en que pagase veinte mil sueldos jaqueses por los gastos, a los de Zuera, y que por cinco años precisos fuese desterrado de todos los Reynos y señoríos del Rey. Y a los participantes en el delito, que fueron Lope Díaz Sentia, Ximeno Alauon, Diego Gurrea, y Pedro Ortiz, en diez años de semejante destierro.




Capítulo XVI. De la exhortación que el Rey hizo a don Pedro por que se confederase con don Fernán Sánchez, y de las acusaciones que contra él puso don Pedro, y como se excusaron los grandes del Reyno de responder a ellas.


Concluidas las cortes de Ejea, el Rey se volvió a Valencia y pasando por Teruel, fue por los ciudadanos principalmente hospedado: a donde teniendo en memoria aquel magnífico presente que le hicieron para la guerra de Murcia, como está dicho, mostró la mucha satisfacción y contentamiento que de sus servicios, y fidelidad tenía, para beneficarlos en cuantas ocasiones se ofreciesen. Llegado a Valencia, mandó convocar cortes, para los de solo el Reyno en Alzira: andando siempre el Príncipe don Pedro desabrido contra su hermano, sin querer obedecer al Rey por mucho que le exhortaba y rogaba se reconciliase con él. Por lo cual el Rey en presencia del Obispo de Valencia, y de Iayme Sarroca Sacristán de Lérida, y fray Pedro de Granada religioso Dominicano, y de Thomas Iumquera (original modificado) principal letrado en derechos, amonestó de nuevo a don Pedro dejase las enemistades y malevolencia que tenía con su hermano, si no quería incurrir en la indignación de su padre, señalando a si mismo. Mas don Pedro no por eso dejó de perseverar en su porfiada ira, y sin responder palabra, se salió del ayuntamiento, y aquella misma noche secretamente se fue a Alzira con solos tres caballeros siempre con intención y ánimo de vengarse de su hermano. Entonces determinó el Rey por todas vías de librar a don Fernán Sánchez, y castigar a don Pedro, contra el cual, al parecer, mostraba estar muy indignado por este caso. Sabido esto por don Fernán Sánchez no quiso perder tan buena ocasión para más congraciarse con el Rey, y así vino luego a Valencia, acompañado de don Ximen de Urrea su suegro. Y llegado besó las manos al Rey haciéndole muchas gracias por haberse querido enterar de la verdad de lo que entre él y don Pedro pasaba, y tomar su defensión a cargo. Con todo esto le aconsejó el Rey que mirase por si, y se volviese a Zaragoza, porque no le tenía por seguro en Valencia. Mas luego que don Pedro supo el sentimiento que el Rey había hecho por no haber obedecido a lo que en presencia de tantos le amonestara porque se reconciliase con don Fernán Sánchez, y como que prometiera con ira que le había de castigar por su poca obediencia: y sin eso la gran audiencia que a don Sancho había dado: determinó moderar su desmasiado orgullo e ira, temiendo no le sucediese al revés de lo que pensaba, el abusar tanto del regalo y benevolencia del Rey. Y así por hacer buena su causa delante de él y los demás de su consejo, rogó a Ruyz Ximeno de Luna, y a Thomas Iunqueras sus muy íntimos amigos, a quien instruyó muy a su propósito, y dio sus poderes para comparecer ante el Rey de su parte. Los cuales llegados ante su Real presencia, y de don Bernad Guillen Dentensa, don Ferriz de Liçana, que ya era vuelto en su gracia, y Pedro Martín de Luna, propuso Thomas su embajada según estaba instruido. Diciendo como nunca había querido el Príncipe don Pedro descubrir al Rey las cosas tan torpes y nefandas que de don Fernán Sánchez sabía, antes las había tenido mucho tiempo calladas, por ser tales, que sin grande ignominia y afrenta de sus hermanos no podían, ni debían quedar sin castigo. Pero pues tan de veras le apretaba tratándole de inobediente, por su descargo le notificaba, que a don Fernán Sánchez le habían salido tales palabras de la boca: es a saber. Que el Rey era indigno del Reyno, y era muy pesado en su reynar. Que él mismo había intentado de matar a don Pedro con yerbas, por si por la vía que él pretendía pudiese suceder en el Reyno. Que había muchos principales del Reyno cómplices y sabedores de esta traición, y que probaría todo esto ser mucha verdad. Oídas por el Rey todas estas gravísimas objeciones, no dejó de dar algún crédito a ellas, porque parecían frisar, con lo que poco antes le había señalado don Alonso de Castilla. Por donde poco se alteró de ello, ora fuese falso, o verdadero lo que se oponía, no dejaba de infamar a los suyos. Llamados sobre esto los señores y barones que seguían la Corte, se apartó con ellos a un lado de la quadra: a los cuales después de referidas las oposiciones hechas por parte de don Pedro les dijo, que no tocaba a él, sino a ellos satisfacer y responder a ellas: pues por lo que señalaban, no dejaban ellos de incurrir en alguna mácula de infidelidad. A lo cual respondió don Ximen de Urrea, que no había razón para que responder a ellas, por ser el que las decía un ínfimo Clérigo que se las inventaba. Y si era verdad las decía, por mandamiento de don Pedro, tanto menos eran obligados a hacerle desdecir, por ser Príncipe jurado y sucesor en el Reyno, a quien habían dado pleito y homenaje como vasallos. Entonces respondió el Rey a los embajadores, daría orden como don Fernán Sánchez satisficiese a las acusaciones opuestas, y se defendiese de ellas, donde no, le castigaría.


Capítulo XVII. Como el Rey fue a tener cortes a Alzira, y estando don Pedro para ir con gente contra don Fernán Sánchez, los prelados le persuadieron a que hiciese la voluntad del Rey.


En este medio don Pedro se entró en Alzira siempre fabricando en su ánimo cómo auria a don Sancho para vengarse de él, para lo cual secretamente recogía gente para irle a buscar, que pensaba cogerle antes que se volviese a Aragón. Sabiendo esto el Rey determinó de ir a Alzira a tener las cortes, y por divertir a don Pedro de tan malos pensamientos, dándole una buena mano en presencia de los prelados y grandes que consigo llevaba a las cortes. Pues como estuviese ya cerca de la villa, y fuese cazando por la ribera de Xucar, descubrió a don Pedro que acababa de pasarle en barcos con algunos de a caballo, con los cuales se entró en la villa de Corbera. Comenzadas las cortes, a las cuales también vino don Iayme hijo de doña Teresa, Bernardo Olivella Arzobispo de Tarragona, y los Obispos de Valencia y Lérida, con algunos ricos hombres de los otros Reynos, y los Síndicos de las ciudades Zaragoza, Teruel, Calatayud y Leryda, propuso el Rey ante todos la porfiada pertinacia de don Pedro, y su mal ánimo para con su hermano que tan puesto estaba en hacerle guerra mortal, y como a su despecho hacía secretamente gente contra él, y fortificaba las villas y lugares que le iba quitando. Además de esto, que ni quería se tratasen por vía de compromiso las diferencias que entre los dos había, y ni de justicia, ni de amigable composición siendo hermanos, sino que se averiguase por armas: que les notificaba todo esto, para que le aconsejasen lo que para remedio de tan extraño caso debía hacer, porque su ánimo era proceder con todo rigor contra don Pedro como contra el más rebelde y escandaloso hombre del mundo. Como oyeron esto los Prelados, y vieron al Rey tan puesto en ejecutar su proposición, procuraron con buenas palabras aplacarle, prometiendo toda enmienda y obediencia por parte de don Pedro, y juntándose con ellos algunos señores de Aragón y Cataluña se fueron a Corbera, a representar a don Pedro los daños que contra si mismo se causaba, y lo mucho que enojaba al Rey y escandalizaba a todos los de las cortes en mover guerra contra su propio hermano, que más era contra su común padre que tan de veras tomaba este negocio contra él y todo el mundo se lo alababa: que se guardase de incurrir en la ira y maldición de su padre, porque tras ella le vendría la del cielo. Aprovechó poco toda esta diligencia de los prelados con don Pedro porque ni quiso creer lo que le dijeron, ni dejar de pasar su propósito adelante, tan arraigada estaba en él la malicia contra don Fernán Sánchez. Sabiendo esto el Rey lo sintió notablemente, y luego salió de Alzira y se fue para Xatiua, con fin y determinación de perseguir y proceder con todo rigor contra don Pedro y así mandó apercibir una compañía de gente de a caballo para ir a prender a don Pedro con fin de castigarle severamente. Sintiendo esto Andrés de Albalate, Obispo de Valencia y viendo que con la ira del Rey se le doblarían los enemigos a don Pedro y perdería los amigos, para que todas sus cosas parasen en mal, si no volvía en si, y se reconocía, volvió a verse con él a solas, hablándole ya no con blandura, sino muy duramente, increpando gravemente su pertinacia. Mostrando como ni era de verdadero hijo, ni de caballero, ni de Cristiano lo que hacía en contravenir y no obedecer los mandamientos del Rey su padre, que siempre le había sido tan propicio y favorable, que a todos los demás hijos, por solo él había aborrecido, y que le era un ingrato, que mirase no incurriese en mayor ira del celestial padre que suele castigar muy rigurosamente a los hijos que aca baxo son desobedientes a sus padres. Por lo cual le suplicaba y amonestaba muy de veras se entregase en manos del Rey, y se sometiese a su voluntad sin ningún otro concierto ni condición que le prometía de esta manera hallaría en él muy amoroso recibimiento, y alcanzaría del todo su perdón y gracia.
Movido don Pedro con las amonestaciones y eficaces razones del Obispo, determinó rendirse muy de corazón a su padre, como a la verdad ya antes había pensado de hacerlo y con esto se fue con el Obispo para Xatiua llevando consigo al Vicario del gran Maestre del Hospital, a quien por justa causa (aunque no la especifica la historia) había tenido preso, sabiendo que holgaría el Rey de verle libre. Entrando pues don Pedro con el Obispo a su lado por palacio le siguieron todos con muy grande alegría por ver el recibimiento que el Rey le haría, hasta que llegó a la cámara del Rey, y en verle se le echó con grande humildad a los pies, y le besó el derecho, y le habló con palabras muy humildes mezcladas con lágrimas y pidiéndole perdón. El Rey le recibió benignamente, porque era tanto el amor que le tenía, que no bastó, ni fue parte la contumacia pasada para menoscabarlo, antes (como adelante veremos) lo dobló conforme a lo que afirma el Cómico que las iras entre los enamorados son causa de mayor amor.



Capítulo XVIII. De como reconciliado don Pedro con el Rey, los dos se concordaron en perseguir a don Fernán Sánchez, y de la muerte del Rey de Navarra, y de doña Berenguera.


Esta súbita reconciliación de don Pedro con el Rey no fue menos sospechosa a todos, que totalmente daño para don Fernán Sánchez porque de aquel mismo punto que el Rey vio a don Pedro, como atosigado de su veneno, convirtió toda su ira y saña contra don Fernán Sánchez, creyendo ser verdad todo lo que le dijo don Pedro, que a la hora se le representaron, y vinieron a la memoria las cosas que don Fernán Sánchez en los años pasados había intentado y maquinado contra su Real persona en Zaragoza, cuando pidió el bouage a los Aragoneses para la guerra de Murcia, juntándose con los señores barones y ricos hombres del Reyno a contradecirle, haciéndose caudillo de ellos, y formado enemigo suyo, allende de las burlas y palabras injuriosas que contra él profirió y que no solo procuró con los barones Aragoneses, pero aun escribió y convocó a los Catalanes para que hiciesen formada rebelión, y pusiesen en todo riesgo su vida y honra, que en fin no tuvo en él por entonces hijo sino cruel enemigo. Ni tuvo por menos justificada la ira de don Pedro contra él pues sabiendo la justa causa que don Pedro tenía para estar mal con el Rey Carlos de Sicilia por la muerte de Manfredo su suegro, ni había de aportar en ninguna parte de Sicilia cuando volvió del mismo Rey, y mucho menos el armarse caballero de su mano, como está dicho. De manera que por tantas y tan justas causas le parecía al Rey no se serviría Dios quedasen estos delitos sin punición y castigo, y así ni dejó de procurarlo, ni le pesó después de hecho, como adelante mostraremos. Por este tiempo murió Theobaldo Rey de Navarra sin dejar hijos, y le sucedió su hermano Enrrico en el Reyno. El cual no quiso pasar por los conciertos y pactos hechos entre Theobaldo y la Reyna doña Margarita su madre con el Rey. Cuyo derecho no por eso dejó de ser muy firme para con el Reyno: puesto que por entonces no determinó pedirlo por vía de armas, por tenerle tan distraído las divisiones de sus hijos. También murió por este tiempo en Narbona y fue allí mismo sepultada, doña Berenguera hija de don Alonso señor de Molina, con la cual tuvo el Rey siendo viudo conversación carnal por algunos años, tan libre, que muchas veces (según él dice en su historia) de ningún pecado tenía porqué hacerse conciencia sino del de doña Berenguera. Y cuando se confesaba para entrar en batalla, otro que este no le ocurría. Puesto que con la esperanza y palabra que había dado de casarse con ella, no le condenaban (condennauan) del todo. Pero muerta ella como el Rey entraba en años, no se lee haber más usado de semejante soltura. Es cierto que no tuvo ningunos hijos de ella, por que hizo al Rey su heredero de dos villas llamadas Felgos, y Caldela que en el Reyno de Galicia poseía.




Capítulo XIX. Como el Rey de castilla temiendo la venida de los moros de África pidió socorro al Rey, el cual se vio con él, y se lo prometió y de lo que el Rey hizo en Mompeller.


En el mismo tiempo y año, como algunos señores y grandes de Castilla movidos por las razones y sobras que don Alonso les hacía se pasasen al Rey de Granada, y otros al de Navarra, y también se dijese y tuviese por muy cierto que Abienjuceff Rey de Marruecos había de pasar muy presto con innumerable ejército a la Andalucía, escribió don Alonso al Rey dándole aviso de todas sus calamidades así de la ida de sus vasallos a otros Reyes, como de la venida de los Moros a sus Reynos, y que le suplicaba para tratar el remedio de esto se viesen juntos que acudiría luego a donde mandase. Le pesó al Rey muy entrañablemente de ver y oír las miserias de don Alonso, y más por ser él mismo la causa de su perdición pues con el mal tratamiento y división que tenía con los señores, y ver que se apartaban de él tomaban ánimo los Moros de África para pasar en la Andalucía, y a río revuelto ponerle en los trabajos y miserias que padecía. Porque es cierto que en ningún otro tiempo se atrevieron a pasar los Moros de África en España tan a menudo como en este del Rey don Alonso. Por donde respondiendo el Rey que acudiría, se vieron en la villa de Requena en los confines del Reyno de Valencia a donde después de pasadas muchas buenas razones entre ellos en conclusión prometió el uno al otro que no se faltarían en tal necesidad, y que se ayudarían con todo su poder, señaladamente contra los Moros de África prometiendo al Rey de ir en persona en esta guerra, y con esto después de avisarle y amonestarle sobre lo que decía hacer con los grandes para reducirlos a su devoción, y también sobre el ejército que debía preparar para resistir a los Moros por la Andalucía, pues él entraría por la parte de Murcia para entretener a los de Granada no favoreciesen a los otros, se despidieron y cada uno se volvió a entender en lo que se había encargado para esta guerra. De manera que vuelto el Rey a Valencia, comenzó a enviar gente de guarnición a los confines del Reyno hacia la parte de Murcia, y él se partió por negocios importantes para Barcelona, acompañado de algunos señores y barones de los dos Reynos, a donde concluidos algunos, pasó a Mompeller, y como supo las distensiones y diferencias que había entre Philipo Rey de Francia su yerno y el Conde de Foix, y que por ellas tenía el Rey preso al Conde, entendió en concordarlos y librar de la prisión al Conde. Aunque para concluir esta reconciliación, hubo de dar el Rey a Philipo ciertas villas que junto al estado de Mompeller poseía. También hizo pregonar guerra por toda la Guiayna contra el Rey de Granada, y contra Abenjuceff Rey de Marruecos, y lo mismo por Aragón y Cataluña en defensión de Castilla y del Andalucía. Mandando a todos los señores y barones que tenían tierras y posesiones tomadas en feudo de los Reyes sus antepasados con obligación de que en tiempo de guerra personalmente siguiesen al Rey y a su costa le sirviesen en ella, acudiesen a servirle en esta jornada, haciéndoles saber como él mismo en persona se había de hallar en ella, porque ninguno excusase la venida. Con esto mandó a Vgon de Sentapau justicia ordinario de la ciudad de Girona principal ciudadano y de antiguo linaje en ella, que la gente que tuviese hecha para esta jornada la enviase a Valencia.




Capítulo XX. De lo que el Rey pasó con el Vizconde de Cardona, y como juntó su ejército y fue la vuelta de Murcia, y no pareciendo los Moros, dejando allí buena guarnición de gente se volvió a Valencia.


Hecho lo que dicho habemos, se partió el Rey de Mompeller, y vino a Lérida, donde halló al Vizconde de Cardona, al cual como le viese desocupado y pacífico con sus vasallos, rogó mucho le siguiese en esta guerra contra Moros, con su persona y la más gente que pudiese que le obligaría en ello mucho. Como el Vizconde se excusase, y no con sus trabajos pasados con sus vasallos, sino por pensar que no tenía obligación precisa para seguir al Rey, y que estaba en su libertad el quedarse le mostró el Rey lo contrario, y como por derecho y obligación de feudo era tenido a seguirle. Pero con todo eso, volviendo el Vizconde a excusarse con otros seis barones de Cataluña que estaban allí presentes y tenían feudos Reales, determinó por entonces disimular con ellos, por no detenerse, ni dejar de acudir luego con el socorro al Rey de Castilla por haber entendido que el Rey de Granada de muy confiado en el ejército que esperaba de África con Abenjuceff había adelantado a mover guerra a don Alonso, y le apretaba por la parte de Murcia. Por eso enderezó el Rey su ejército hacia ella: dejando encomendado todo el gobierno de los Reynos de Aragón y Cataluña a don Bernardo Oliuella Arzobispo de Tarragona como a persona de grande valor y confianza para el cargo, puesto que reservó el conocimiento de las apelaciones al consejo Real que quedaba en Lérida. Hecho esto se fue a Valencia, y allí hizo cuerpo y junta de toda la gente que tenía hecha en el Reyno, con la demás que era llegada de los otros Reynos y de la Guiayna, y pasó con todo el ejército a Xatiua, a donde acudieron todos los señores y barones de Aragón que tenían feudos reales, con sus personas y gente, y los que no vinieron en persona enviaron gente muy puesta en orden. Pasando de Xatiua a Biar halló que ya eran llegados allí don Iayme y don Pedro hijos de doña Teresa, con los otros sus hermanos, excepto don Fernán Sánchez por no asegurarse mucho de las mañas de don Pedro, ni de la voluntad del Rey, que sabía la había ya trocado, y que favorecía a don Pedro. Pasó de allí a la ciudad de Murcia con todo el ejército, a donde por los Cristianos y Moros se le hizo solemnísimo recibimiento, y como a verdadero conquistador del Reyno, y conservador de la patria, le hicieron la misma honra y salva que a su propio Rey hicieran. Mas como ni los de Granada, ni los de África, que aun no eran llegados sino pocos, moviesen guerra contra Murcia, se detuvo allí el Rey no más de XIV días, los cuales pasó todos en reconocer la fortaleza, y reparar los lugares flacos de ella, parte en cazar y gozar de tan hermosa campaña. Valió todo esto para espantar al Rey de Granada, pues en saber estaba tan vecino el de Aragón luego despidió su ejército, y lo distribuyó en guarniciones por toda la frontera de Murcia. Sabido esto por el Rey, se despidió de los de Murcia, dejándolos muy animados para la defensa de ella, asegurándoles que siempre que menester fuese sería con ellos. Finalmente renovando las guarniciones de gente por las fronteras se volvió a Valencia, dejando allí formado ejército por algún tiempo hasta ver lo que harían los de Granada.




Capítulo XXI. Como estando el Rey en Alzira, llegó un embajador del Papa para rogarle fuese al Concilio de Lyon (Leon), al cual prometió de ir, y de lo que pasó con los Barones de Cataluña.


Como el Rey volviendo de Murcia parase en Alzira para reconocer la villa con su fortaleza, llegó allí fray Pedro Alcalanam de la orden de los Dominicos, de nación Italiano, persona de grandes letras y santidad de vida, a quien enviaba el Papa Gregorio X al Rey con embajada, diciendo en suma, como había congregado Concilio general en la ciudad de Leon en Francia, para tratar y determinar los tres mayores negocios que nunca fueron en ampliación de la religión y Repub. christiana. El uno por hacer liga de todos los Reyes y Príncipes cristianos para cobrar la tierra santa de los infieles Turcos. El otro para reducir la iglesia Griega con su Emperador Paleologo al gremio y consenso de la Romana, lo tercero para admitir a la fé católica al gran Cham Emperador de los Tártaros, con todas las tierras de su imperio, por haber sido muchas las embajadas y ruegos que los dos Emperadores habían hecho sobre ello a los Pontífices sus predecesores, y que de nuevo le solicitaban por ello: prometiendo los dos que darían todo favor y ayuda para la conquista de la tierra santa, siempre que los Príncipes de la iglesia Latina comenzasen por si la empresa. Por lo cual le rogaba mucho que por el servicio de Dios, y por el manifiesto ensalzamiento de la santa fé católica que de esto se esperaba, tuviese por bien de venir a verse con él en el Concilio para decir su parecer y voto en tan importantes negocios, y en breve tratar sobre lo que tocaba al negocio de la conquista. Oído esto por el Rey, respondió que su devoción era tanta para con la santa sede Apostólica y sus sagrados Pontífices, mayormente ofreciéndose tan graves y tan importantes negocios al servicio de Dios y beneficio común de toda la Cristiandad: que de muy buena gana se dispondría a dejar todo negocio por hallarse en el sacro Concilio, y como verdadero hijo de obediencia de la sede Apostólica hacer cuanto en él le fuese mandado. El legado que oyó tan buena resolución y respuesta del Rey se volvió luego muy alegre al Papa, y el Rey se entró en Valencia: donde averiguados algunos negocios sobre el gobierno de ella: confirmó en el oficio al gobernador que por entonces presidía, con los demás oficiales reales en sus cargos: y tomó de su tesoro el dinero necesario para este viaje tan principal. Llegado a Tarragona, mandó que compareciesen ante él, el Vizconde de Cardona, de quien se habló antes, don Pedro Verga, don Galcerán Pinos, don Guillé, y Mauleó Catalaunin, Berenguer Cardona, y Guillen Rajadel, Barones principales de Cataluña. Los cuales poco antes se habían excusado de seguir al Rey en la guerra de Murcia, a efecto de castigar su contumacia y soberbia. Y así les quitó las caballerías de honor, y privó de oficios y cargos reales. Finalmente les hizo restituir las fortalezas y castillos, que por él y sus Reyes predecesores les fueron encomendados: para que con esta condición y ley, a uso y costumbre de Aragón, se encomendaban las fortalezas, con que se restituyesen a los Reyes, si quiera las pidiesen a buenas, o enojados, o de cualquier otra suerte. Como el Vizconde restituyese algunas, y otras se detuviese, y los otros Barones hiciesen los mismo, y de esto no se contentase el Rey: hubo parecer de algunos del consejo Real esto se averiguase por fuerza de armas: aunque por entonces pareció al Rey era mejor, disimular con ellos, y no comenzar la guerra, por no estorbar su viaje que tenía prometido al sumo Pontífice para el Concilio.


Fin del libro XVIII.



Libro undécimo

Libro undécimo

Capítulo primero. Del gran cuidado que el Rey tenía de la fortaleza de Enesa, y como tuvo nueva de la muerte de don Guillen Dentensa, y de los extremos que por ella hizo.

Por este tiempo andaba el Rey muy cuidadoso de la fortaleza de Enesa, que tan a despecho de la ciudad había dejado hecha, y como cosa que tanto le importaba para llevar adelante su empresa, ponía todo su estudio y pensamiento en conservarla: entendiendo en proveerla por mar y por tierra de gente, armas y vituallas. Porque sabía muy bien que después de aquella memorable victoria de Don Guillen, había quedado Zaen tan afrentado y sentido, que como herido de mortal rabia pensaba volver otra vez con mayor ejército, para asolar la nueva fortaleza, y tomar venganza de lo pasado: según se veía por la gente que para esto hacía, sin la que esperaba de allende de cada día. Demás que se recelaba de los otros Reyes Moros de España, no fuesen en ayuda del mismo Zaen contra los Cristianos, por ser esta guerra contra la común libertad de ellos. Considerando pues estas, y otras causas, que para darse mayor prisa, a abreviar esta empresa tenía, mandó convocar cortes para el reyno de Aragón en Zaragoza: para donde se partió, en llegar el plazo, de Tortosa a fin de representar a los principales y barones, y a las ciudades y villas Reales, la necesidad grande que se ofrecía para llevar adelante, y no desistir desta guerra. Puesto que antes de comenzar las cortes pareció a los del consejo se publicase el edicto para todos los grandes y barones, que habían tomado de los Reyes en feudo villas, castillos, y heredades, y los que tenían caballerías de honor por merced de los Reyes: mandándoles que para la pascua de Resurrection, se hallasen juntos en la fortaleza de Enesa. Entrando pues el Rey en Zaragoza, luego fueron con él don Fernando su tío, y los del Real consejo don Blasco de Alagón, don Ximeno de Vrrea, don Rodrigo Liçana, don Pedro Cornel, que para esto fue llamado de Burriana, García Romeu, y don Fernando de Azagra señor de Albarracín hijo de don Pedro, y otros Barones del Reyno, con los síndicos de las ciudades y villas Reales. Los cuales se congregaron y entraron en Zaragoza con grande aparato, pensando que las cortes habían de durar mucho tiempo: pero apenas pasaron ocho días, después de comenzadas, cuando llegó nueva de Enesa, como el capitán don Bernaldo Guillen, quebrantado de tantos trabajos y cuidados que en la defensa de Enesa había padecido, adoleció de tan recias calenturas, que murió dentro de pocos días. Con esta nueva se entristeció tanto el Rey, como si realmente fuera su propio padre el muerto. Porque en este grado tenía a don Guillen, y así se lamentaba muchas veces diciendo a voces, que en un mismo día había perdido su más amado pariente, y el más excelente y señalado capitán de toda la Europa. Por lo cual tanto más se dolía de su propia desgracia, por no quedarle ningún otro igual a él en armas, ni en fidelidad y valor, así para encomendarle la defensa de la fortaleza de Enesa, como para llevar adelante la conquista de Valencia.


Capítulo II. Que los del consejo fueron a consolar al Rey por la muerte de don Guillen, y de lo que don Fernando le dijo por que desamparase a Enesa, y de lo que le respondió el Rey.

Como don Fernando y los del consejo entendieron el sentimiento grande y extremos que el Rey hacía por la muerte de don Guillen, determinaron de ir a palacio para consolarle muy de veras: pues con la nueva del muerto quedaba ya extinta la envidia que le tenían, y (como es propio de envidiosos) convertida en compasión y lástima. Llegados ante el Rey, con muestras de muy grande sentimiento y dolor de la nueva: comenzaron de alabar muy mucho al muerto, encumbrando sus heroicos y esclarecidos hechos hasta las nubes, y que por ellos, y ser quien era, se le debían obsequias Reales. Y que pues a tan heroicas y Cristianas obras, y tan dedicadas al ensalzamiento de la fé y religión católica, como don Guillen había hecho en su vida, no podía dejar de corresponder la eterna y celestial gloria: se consolase su Majestad Real, y mitigase su dolor y tristeza que sentía de la nueva. También comenzaron a tratar de quien le había de suceder en el cargo, si la guerra había de pasar adelante. Y sobre esto don Fernando que siempre se preció poco de hacer cosa buena, fue de parecer con los demás del consejo, y así lo explicó. Que la fortaleza de Enesa se debía desamparar, y retirar de allí al ejército. Porque habiendo perdido a un tan gran capitán, tan valeroso y diestro en vencer y ser temido de los Moros, como don Guillen, se podía muy bien creer, que se atreverían los Moros a venir de nuevo con mayor ejército que antes para asolar la fortaleza, y hacer pedazos a los que hallarían en guarda de ella. También por escusar tantos, y tan excesivos gastos como se hacían en sustentarla, que ya no quedaba cosa por empeñar del patrimonio Real. Principalmente por quitar la ocasión de poner en peligro la persona Real, pues se veían los peligros en que tan arrojadamente se ponía de cada día con los Moros, para caer en mano dellos, y poner en confusión a todos sus Reynos. Pues como todos aprobasen el voto y parecer de don Fernando, y deseando que el Rey pasase por ello, mostrasen no querer oír réplica: encendiose el buen Rey en tanta cólera, que revolviendo los ojos airados sobre todos ellos, y dando muy grandes señales de su magnanimidad y valor, mostró quererles decir lástimas: pero se moderó, y respondió con mucho asiento. Que nunca Dios quisiese, que su empresa buena: y para tan buenos fines comenzada: de la cual, aunque con mayores ocasiones, ni se apartó antes, ni quiso dejar de proseguirla: que agora con tan prósperos successos la dexasse: y que la fortaleza, que con el ayuda de las ciudades había edificado, y con la sangre de los suyos tan gloriosamente defendido, la desamparase para perpetua ignominia suya y de su ejército. Mayormente por haberla dedicado, después de hecha, para defensa y guarda del Templo, que a honor y gloria de la virgen y madre nuestra señora de la Merced allí se edificaba. Sin esto que lo mucho que lo movía para haberla de conservar era, no solo la oportunidad del lugar tan cercano a la ciudad, pero la reputación y opinión del, por haber allí los suyos con tanta gloria y fama roto y postrado las fuerzas y ejército del Rey de Valencia, delante de sus propios ojos, y también mostrado cuanto mayores son las de los Cristianos, pues tan pocos vencieron a tantos. Demás que para ir de cada día oprimiendo al enemigo, y arrinconando la ciudad, así talándole su cultivado campo, como haciendo en él tales y tan buenas presas, que podía muy bien el ejército mantenerse dellas, y con esto excusar los excesivos gastos de antes: ningún otro lugar había en el Reyno más acomodado que aquel. Y así concluyó su respuesta: que por lo mucho que tocaba a su honra, y reputación de su ejército: no solo cumplía sustentar la fortaleza, y emplear todo su poder en conservar lo que hasta allí se había ganado del Reyno: pero que era necesario sacar nuevas fuerzas para pasar adelante, hasta tomar la ciudad, y salir con toda la empresa.


Capítulo III. Del riesgo que aquel día pasó la empresa de Valencia, y que los Reyes no se han de remitir en todo al parecer de otros sin dar el suyo, y de como el Rey vino a Enesa.

Acabada de dar por el Rey su respuesta, y solución a las razones de don Fernando, ninguno fue más osado de replicar, ni contradecirle así de temor por verle tan airado contra ellos como por la mucha razón que le sobraba en cuanto decía. Con todo esto se vio aquel día, la empresa de Valencia en un tombo de dado, que dicen, y en tan grande riesgo, que llegó a punto de ser desamparada, y perdido todo lo ganado. Porque se vio en cuan poco tuvieron la honra y cosas del Rey sus consejeros. Cuya flojedad y determinación o por sus particulares intereses, o por que les parecía aquello lo mejor, sino fueran vencidas con la incomparable constancia y magnanimidad del Rey, no solo hubieran causado el no pasar adelante esta guerra: pero aun si se estuviera al voto y parecer dellos, se hubieran desamparado las plazas ya ganadas, y retirado de todo el Reyno el ejército. Por donde es grande lástima y mancilla de los Reynos, ver a los Reyes y Príncipes en las cosas muy graves del gobierno, remitirse en todo y por todo al voto y parecer de otros, sin decir ni de liberar cosa por el suyo propio. Siendo así que los Reyes, con el cetro (sceptro) que reciben de la mano de Dios por quien reinan, se les comunica algo de lo divino para bien regir. Y que en siendo Reyes pueden discurrir más que otros, y casi adivinar lo venidero. Pues no debalde dijo a este propósito Salomón, que el corazón de los Reyes está en la mano de Dios: de cuyo favor viene, que tenga cada reino su particular ángel tutelar por custodio, y es cierto que este acompaña al Rey y endereza a buenos fines su regimiento. Y así debe el Rey, oídos los pareceres de todos, proponer el suyo, y hacer él la deliberación, aunque sea contra el parecer de muchos. Porque este mismo instinto y modo de deliberar sus cosas, siguió este gran Rey: cuyas empresas y jornadas, puesto que por los de su consejo eran reprobadas, y condenadas, y muchas veces reídas: vemos que por encomendarlas siempre a Dios, puestas por su parecer en ejecución, todas le sucedieron tan felizmente, que para siempre serán admiradas. De manera que con solo Fernán Pérez Pina Aragonés, y Bernaldo Besalú Catalán, barones valerosos y bien ejercitados en guerra, que aprobaron su parecer entre los del consejo, determinó partirse para Valencia, derecho al castillo de Enesa, con don Ximeno de Vrrea , y cincuenta caballeros. Puesto que sin ser llamados, don Fernando con los de su voto le siguieron todos. Llegando a Enesa entró luego en el templo de nuestra Señora, que aun no estaba acabado, y dadas gracias a ella porque le había tenido de su mano, para no dejarse convencer de los suyos, fue a visitar el sepulcro donde estaba depositado el cuerpo de don Guillen, y lloró muy tiernamente sobre él, y mandó mudarle a otra parte del Templo, donde estuviese más honrosamente, a causa de que por la fama de su gloriosa victoria y hechos contra Moros, era muy visitado y casi venerado como santo, hasta que le llevaron al monasterio y Abadía de Escarpe de frayles Bernardos en Cataluña, no lejos de Lerida, a donde por su testamento se mandaba llevar a sepultar.


Capítulo IV. De las mercedes que el Rey hizo al hijo y parientes de don Guillen, y de los capitanes que nombró por guarda de la fortaleza, y del juramento que hizo de no partirse de ella.

El día siguiente después que el Rey llegó a Enesa, hizo venir ante si a don Bernaldo Entensa hijo de don Guillen, mozo de XI años, a quien siempre llevaba en su servicio, y le amaba como a su padre, y por más honrarle le armó caballero de su mano, con toda la solemnidad y ceremonia que usara con su hijo propio: y quiso que sucediese en todas las tierras, villas y lugares de su padre, con las demás mercedes, y caballerías de honor que a parte le había dado. También a don Berenguer Dentensa propinco deudo de don Guillen, por ser tan buen capitán, y haber sido compañero de don Guillen en aquella memorable batalla contra Zaen, nombró por general del ejército, y alcayde de la fortaleza dándole por conjunto a don Guillen Aguilon, con las compañías de los caballeros del Ospital, y del Temple, y de los Comendadores de Vcles y Calatrava, que ya de antes estuvieron allí en guarnición. A los cuales dejó provisión de armas y vituallas para muchos días, con lo demás necesario para sustentar el ejército. Y esto hasta la primavera: cuando volviera sin falta con mucha más gente, para poner el cerco sobre la ciudad. Mas luego que se sonó por el campo, que el Rey se iba, y que no volvería tan presto, comenzaron la mayor parte de los soldados que quedaban en guarnición a murmurar de la ida, y señalar que se partiría de allí cuantos quedaban. Porque cuarenta caballeros se conjuraron, y claramente dijeron y un fray Pedro de la orden de sant Domingo, que para decir misa y confesar a los soldados seguía el campo: que si el Rey y los grandes se iban, ellos harían lo mismo, y desampararían la fortaleza: desto fray Pedro dio luego aviso al Rey. El cual lo sintió en el alma, pensando entre si, que desamparada Enesa era del todo perdida la empresa, y que en la hora los Moros de Burriana con toda su comarca, y las demás tierras que había conquistado en el Reyno hasta los límites de Tortosa, se alzarían y cobrarían todo lo conquistado, con mucho daño, y mayor ignominia suya. Y como entendiese que también sería en vano, pensar que con buenas palabras, o con amenazas se refrenarían los soldados (según es intolerable la insolencia y atrevimiento de ellos, cuando se amotinan todos) mandó convocar toda la gente así de a pie como de a caballo en el templo de nuestra Señora, donde poniendo en presencia de todos la mano sobre la Ara consagrada del altar, juró que no desampararía, ni se apartaría Enesa en ninguna manera, y que si no era para mayor beneficio y favor del ejército, no se alargaría hacia Aragón más de hasta Teruel: ni hacia Cataluña pasaría el río de Vldecona, hasta que hubiese tomado por fuerza de armas, o como mejor pudiese, la ciudad de Valencia. Mas porque no pensasen del, que esto lo decía fingidamente, y con fin de cumplirlo, luego entendió en que la Reyna doña Violante con la princesa su hija del mismo nombre, viniesen a residir dentro del Reyno. Con este juramento tan solemne que el Rey hizo, se aquietó todo el ejército, y de ahí adelante se le mostró muy obediente y fiel. Pocos días después desto el Rey fue a Peñíscola por visitar aquella fortaleza. De donde envió al Abad don Fernando a Tortosa, para que acompañase a la Reyna, y Princesa, y las trajese por la vía de Peñíscola, donde se holgó mucho la Reyna, por ver aquel tan extraño asiento de fortaleza, como se ha dicho antes en el libro tercero: de allí pasaron a Burriana, donde quiso el Rey que quedasen: pareciéndole que el buen asiento y alegría de tan llana y fértil campaña les daría contento. Pero la Reyna sobornada por las palabras de don Fernando, procuraba de divertir al Rey de la empresa de Valencia, alegando las dificultades que le habían enseñado: mas aprovechó poco, porque como el Rey entendió la frasi de don Fernando, claramente le respondió que se dejase de porfiar en aquella demanda, que no mudaría de propósito: y así dejándola en Burriana se volvió a Enesa al Puig de santa María, porque así se nombró de allí adelante el monte de Enesa.


Capítulo V. Como Zaen acometió al Rey de partido con ciertas condiciones, que no se aceptaron, y que hubo dello murmuración en el campo, y como Almenara se rindió al Rey.

Por este tiempo acordándose Zaen de la infelice batalla del Puig de Enesa, por haber sido tan ignominiosamente roto y vencido en ella de tan pequeño ejército de Cristianos, estando su Rey ausente: y más viendo que de cada día iba de aumento el ejército dellos: y que estaba el mismo Rey tan puesto en llevar adelante la empresa contra él, que por salir con ella, ni se apartaba ya del Reyno, ni hacía casi del de Navarra que por la muerte del Rey don Sancho le pertenecía: comenzó a temerle muy de veras: y por esto quiso ver si por vía de concierto podría dar fin a esta guerra solo que librase a su ciudad de trabajo, porque del resto del Reyno se curaba poco, a causa de ser Rey nuevo, y que mucha parte del aun no le había dado la obediencia. Y así determinó de ofrecer al Rey partidos y aceptar del qualesquier condiciones que le pidiese. Para esto envió secretamente un Moro noble muy gran privado suyo al campo de los Cristianos, a tratar con el capitán Fernán Díaz hidalgo principal de Teruel, como está dicho, y continuo del Rey, que era muy su conocido y amigo antiguo, sobre negocios de paz, diciéndole como se quejaba mucho de su Rey, porque sin tener causa justa le perseguía y quería despojar de su Reyno, sabiendo cuan bien se lo defendería: pero porque saliese con honra de su empresa, le dijese se contentase con el partido que le ofrecía, como quien partía con él a medias su Reyno. Que le entregaría todos los castillos del Reyno que estaban entre los términos de Teruel y Tortosa, con los de la ribera del río Guadalaviar hasta junto a la ciudad: y más que a sus propias costas le edificaría una bellísima casa como fortaleza en la Saydia, el más alegre arrabal de Valencia, donde pudiese poner su gente de guarnición, y solazarse en ella, con la entrada y salida de la ciudad libre para su persona y criados siempre que quisiese: postreramente que le pagaría X mil besantes cada un año de tributo, solo que quitase todas las guarniciones y gente de guerra que tenía por el Reyno, y se retirase a los suyos. Oídas las condiciones y partidos que Fernán Díaz representó al Rey de parte de Zaen, y vista la impertinencia dellos, luego se entendió, que no las señalaba con fin de cumplirlas, sino para alargar el tiempo de día en día con buenas palabras, hasta que poco a poco llegasen los socorros que de África y de Granada esperaba. Pero el Rey en cosa no vino bien de cuantos partidos Zaen ofrecía, por ser muy impertinentes, y mal regulados. Y así mandó se le diese por respuesta, que él no venía a quitarle el Reyno, sino a sacarlo de las manos del tirano, para restituirlo a Zeyt Abuzeyt su verdadero Rey. No pareció bien a muchos de los señores y capitanes, que no daban en las intenciones de Zaen, la respuesta que el Rey le mandó dar: mostrando como los Reyes sus antepasados, nunca desdeñaban semejantes partidos de paz: y que era recia cosa quererlo llevar todo por punta de lanza. A los cuales por entonces no quiso replicar el Rey: mas de asomarles, que quien podía lo más, no debía contentarse con lo menos, y mal compartido. Entre tanto que esto se trataba en Enesa, acaeció que un Moro que era Alcayde del castillo de Almenara, juntamente con otro principal de la villa, que estaban mal con Zaen, y eran del bando de Abuzeyt, secretamente trataban con el Rey, de entregarle la villa con el castillo, que está en un monte muy levantado e inhiesto sobre ella. Y como estos dos hubiesen ya atraído a su opinión a otros del pueblo que también querían mal a Zaen, fueron a verse con el Rey a Burriana, donde venía muchas veces de Enesa, y otras partes, a verse con la Reyna, y le prometieron para cierto día le entregarían la villa de Almenara con su castillo. Enviando pues el Rey su gente de armas delante para el plazo concertado, luego les fue entregada la villa. De allí como quisiesen subir a tomar la posesión del castillo, en compañía de los de la villa, los del castillo, pensando que venían a tomarlo antes que se diese la villa, comenzaron a tirar muy buenas canteras. Pero como el sota Alcayde supo que con los Cristianos venían mezclados los de la villa, y que el mismo Rey andaba con ellos, luego se le entregó con algunas condiciones que aceptó el Rey. Con las mismas se dieron luego los castillos del Val de Vxò, con la villa de Nules, y el castillo de Alfandech. Los cuales por estar cercanos a Burriana cayeron debajo de la guarnición y gobierno de ella, y con esto el Rey pasó al Puig de Enesa.

Capítulo VI. Que ganados todos los lugares entorno a la ciudad, determinó el Rey poner cerco sobre ella, y como hecha reseña de la gente, confiaba mucho en los Almugauares.

Pasada ya la pascua de Resurrección, como los nuestros volviesen a hacer robos y cabalgadas por el campo de la ciudad, los castillos de Betera, Paterna, y Bulla, se entregaron al Rey con los mismos partidos que poco después (como veremos) los de Silla. De manera que habiendo ya tomado el Rey todos los castillos y torres alrededor de la ciudad, y siendo ya señor de la campaña, determinó poner cerco sobre ella, y cerrarle todas las entradas y salidas. Mostró en esto el Rey su incomparable valor y magnanimidad, teniendo en tan poco, como se vio al enemigo, pues con tan pequeño ejército, que apenas bastaba para tomar una pequeña villa, se atrevió a cercar una tan grande ciudad, fortalecida de tan alto y ancho muro, y tan llena de gente y armas, demás de estar bien avituallada, a causa de haberse recogido en ella muchos principales del Reyno, que seguían la parcialidad de Zaen, con lo mejor de sus haciendas y vituallas, no siendo el ejército Cristiano que salió de Enesa para ello, de trescientos y setenta caballos arriba: y estos contando los que traía don Hugo Folcalquier Vicario del Maestre del Ospital, y un comendador de Alcañiz y otro de su orden con XXV y más don Rodrigo Lizana con XXX, don Guillen Aguilon con XV de los escogidos y probados en la batalla de Enesa. Don Ximen Pérez Tarazona capitán de caballos con ciento y treinta, y los de la guardia del Rey que llamaban los Almugauares: en los cuales estaba la mayor fuerza del ejército, y en quien el Rey mucho confiaba, que eran hasta ciento y cincuenta. De suerte que toda la gente de a caballo llegaba a los trescientos setenta ya dichos, y los de a pie a solos mil soldados, como lo refiere el Rey en su historia. Y con ser tan pocos, no por eso dejó de poner el cerco, confiando del favor de Cristo y su bendita madre, y de la buena querella que por su santo nombre llevaba: también de las compañías de infantería y de caballos que de cada día esperaba de los dos Reynos, con otras de los extraños, que sabiase aparejaban, para venir a hallarse en esta jornada, así de la Guiayna, y de toda Francia, como de Italia e Inglaterra, que llegaron a tiempo de entrar en el cerco. Mas porque de cuantos en su ejército había, de ningunos confiaba tanto como de la compañía de los Almugauares, según arriba señalamos, de los cuales en la historia del Rey se hace mención, y que eran tenidos por los más valientes y fieles, hablaremos un poco de la origen y costumbres dellos, y de su extraño modo de pelear, con tan diferente vestido y trato, en el capítulo siguiente.


Capítulo VII. De la origen y costumbres con el diferente modo de vestir y pelear de los Almugauares.

Los soldados de la guarda del Rey, de quien más se fiaba, y siempre traía consigo, eran los que en Arauigo llamaban Almugauares, nombre impuesto por los Moros, a los soldados del Rey de Aragón que significa, del polvo, como hombres salidos del polvo de la tierra, o de la labranza, para soldados: o por mejor decir, que como en la guerra fuesen estos los más fuertes y valientes de todos, hollaban sus enemigos, y como es manera de decir en arábigo, los reducían en polvo. Estos no eran todos soldados viejos como algunos historiadores creyeron: porque también había bisoños entre ellos: antes eran soldados de a pie robustísimos que los escogían de pueblos montañeses como gente dispuesta, nervosa y membruda, nacidos y criados en el campo, y hechos a los trabajos del. De donde trasladados a la guerra se hacían en invierno y en verano a dormir en tierra y al sereno, igualmente padeciendo frío, calor y hambre. Y de su trato eran gente cruel y fiera, y que de grosera, no solo hablaban poco, pero ni se comunicaba, ni se juntaba para hacer camarada con otros, que con los de su jaez y condición. De aquí era que do estaban recogidos, salían como fieras sueltas a pelear muy alegres y determinados. Llevaban un mismo vestido de invierno y de verano, que lo vestían sobre la camisa, y le ceñían con una cuerda de esparto bien apretada. Y todo él así jubón como las calzas, greuas, y çapatos hasta el bonete era hecho de pieles gruesas de animales: juntamente con su zurroncillo (çurrózillo) que apenas cabía el pan y vino para mantenimiento de un día: no llevaban otras armas que ofensivas, como lanza, espada y puñal, y los más una porrimaça, con las cuales salían a pelear, y osaban esperar y hacer rostro, no solo a los escuadrones de a pie, pero aun a los de a caballo. Porque firmando en tierra el cuento de la lanza, y refirmándola con el pie derecho, encaraban la punta a los pechos del caballo, el cual con su mismo ímpetu y arremetida se la metía por los pechos, y se quedaba en hastado. Y el peón con la destreza de hurtar el cuerpo, se libraba así de la lanza del caballero como del encuentro del caballo. De suerte que su principal ejercicio y destreza en el pelear era, mezclarse con la caballería, y matar los caballos para en cayendo el caballero, ser sobre él, y degollarle, y robarle: y en caso que muerto el caballero quedase el caballo vivo a sus manos, su premio era cogerlo y pasar de soldado de a pie, a hombre de a caballo: pues también había de ellos, como habemos dicho, compañías de a caballo, como de a pie: y que en el uno y otro ejercicio eran diestrísimos, y sobre todo fidelísimos al Rey. Según lo afirma el historiador Montaner en la historia que escribe del gran Rey don Pedro hijo del Rey, donde hablando de las guerras que tuvo con los Franceses en Sicilia, y se sirvió mucho de los Almugauares, refiere como solían decir los hombres de armas de Francia, que tenían en muy poco a los hombres darmas de España, pero que a los Almugauares temían en grande manera.


Capítulo VIII. Como partió el Rey con el ejército a poner cerco sobre la ciudad, y pasó por el Grao el cual se describe, y que llegó a Ruçafa, donde salió Zaen a escaramuzar, y por qué causa no se le dio lugar para ello.

Determinado ya el Rey de partir para poner cerco sobre la ciudad, mandó hacer muestra general del ejército, y hallándole muy en orden y bien armado, el día siguiente por la mañana después de oída misa con mucha devoción, y encomendado su empresa muy de corazón y alma a nuestro señor y su bendita madre partió de Enesa con todo el ejército, muy alegre por la nueva que tuvo en aquel punto, como la Reyna doña Violante había parido al Príncipe don Pedro en Burriana, aunque otros dicen en Barcelona, do quiera que fuese, no por eso dejó de proseguir el Rey personalmente su empresa. Y dejando en Enesa su guarnición de gente para la guarda de ella, que fueron los cien caballos de Teruel, con una compañía de infantería, y a don Berenguer dentensa por general dellos, mandó que marchase el campo por la marina adelante hasta llegar al Grao en el paraje, y a media legua de la ciudad. El cual es un pueblo pequeño junto a la mar, a donde tiene su ataraçanal, y contratación marítima la ciudad: aunque las naves y bajeles grandes que allí se aportan, tienen poca seguridad, por ser toda aquella marina playa bien peligrosa, y de poco fondo, y muy desigual, y así hacen fondo muy adentro en la mar: que por eso llaman Grao a este pueblo, porque su playa está debajo el agua llena de montones, o bancos de arena, que como gradas van a dar en el profundo, y sobreviniendo tormenta, las naves si no se recogen con tiempo en otros puertos, o se echan a la mar dan al través, y se encallan en estas gradas. Hazense estos montones de la mucha arena que el río Guadalaviar que allí junto entra en mar de ordinario trae con sus grandes avenidas, y en tanta manera va cegando toda aquella ribera, que hoy viven los que vieron batir las olas del mar junto a las paredes del Grao, y agora le ven un gran tiro de ballesta alejado de ellas. La misma malicia de de playa hay a las bocas de Júcar, y de allí adelante hasta el cabo Martín junto a Denia, que por otro nombre llaman el cabo de la herradura, hacia el mediodía, dicho así, porque volviendo de allí atrás por la costa adelante al otro cabo que llaman de Orpesa al septentrión, que distan entre si por linea recta XV leguas y por tierra XXV, hace un grande seno y entrada la mar a manera de herradura, cuyo medio viene en frente del Grao: dentro del cual seno y espacio hay muy poco hondo, y aquel desigual, por las causas arriba dichas, de las crecientes arenosas de los ríos que en ella entran. Pasando pues el ejército el río Guadalaviar, mandó el Rey asentar el Real en unos casales, a poco menos de media legua de la ciudad. Donde hizo plantar las tiendas, con fin de aguardar allí la demás gente que esperaba, hasta tener el ejército más lleno para poner el cerco. Luego el mismo día vieron salir de la ciudad un gran tropel de gente de a caballo a vista del ejército, poniéndose muy en orden para pelear. Pero mandó el Rey que ninguno se moviese de su puesto, hasta hecha señal por el maestre de campo, por no venir a las manos con el enemigo antes de tener la tierra conocida y los pasos de ella: lo cual entendido por los moros, se volvieron a la ciudad. El día siguiente por la mañana, los Almogávares no embargante el mandamiento del Rey, pareciéndoles se le hacía mayor servicio en no perder alguna buena ocasión, se salieron de su puesto, sin que el Rey lo supiese, y se fueron para Ruzafa, arrabal muy poblado que está poco menos de quinientos pasos de la ciudad, con fin de saquearlo. Como lo supo el Rey, mandó que todo el campo se pusiese en armas, y se allegase al arrabal, temiéndose que en ser descubiertos del muro los Almugauares, se podrían ver en muy grande aprieto, y pagar bien su atrevimiento, si no les acudiese socorro. Y fue así que en el punto que fueron descubiertos del muro, Zaen salió a dar en ellos, con cuatrocientos caballeros, y X mil infantes. De estos hasta número de 40, se echaron por unos campos habares (hauares) adentro, que estaban regados, a coger habas: por ventura para dar ocasión a que se trabase (trauase) alguna escaramuza. Como los vio don Ramon Abellán (Auellan) Comendador de Aliaga en la tierra de Aragón de los del Hospital, y también Lope de Luesia Aragonés, procuraban a toda porfía que se arremetiese contra los cuarenta desmandados, y se tomasen vivos para saber dellos la intención y designios de Zaen, y el número de gente que tenía. Pero no quiso el Rey consentir en ello: porque el ejército aun no tenía su asiento fortificado, ni hecho sus palenques y fuerte do recogerse con el bagaje, para ponerse en defensa, en caso que el enemigo prevaleciese. También porque recelaba que los Moros yendo descalzos, adrede habían regado los campos para poder mejor pelear que los nuestros calzados por el agua, demás que la salida de la escaramuza sería difícil y peligrosa, a causa de las muchas acequias que atravesaban por diversas partes, y para los que no sabían los pasos de la tierra, sería poner así a los de a pie como a los de a caballo en muy gran enredo y trabajo. En esto se pasó todo el día, estándose los dos ejércitos mirando el uno al otro a un tiro de ballesta, sin darse más ocasión, ni señal para pelear: antes Zaen en hacerse noche recogió su gente, y se metió en la ciudad. También el Rey con todo el ejército se retiró a Ruzafa, que ya estaba hecha un fortificado Real, cercado de una buena empalizada, y al embocadero de cada calle su enmaderamiento de tablas con sus cestones. Diose la guarda de aquella noche con el nombre a cincuenta de a caballo de los más escogidos. También por la mañana se consultó sobre el auituallamiento, y provisión del campo. Pero hubo poco que pensar sobre ello, porque los mismos Moros de Ruzafa, y de los otros arrabales, y alquerías, que llaman, de la huerta y vega, traían todas las provisiones y vituallas que tenían a vender a muy barato precio, por no esperar a que los soldados se las tomasen por fuerza, y les diesen a saco las casas. Además de esto que de Enesa y Burriana llegaba por mar de cada día, de donde también proveían de armas y aparejos para las machinas y trabucos que se armaban para el cerco. Mas el día siguiente, ni otros cinco después, Zaen ni su gente no parecieron, ni salieron a escaramuzar. Desto se maravillaban mucho: porque como Zaen fuese animoso y ejercitado en guerra, y llevase a los nuestros por entonces aventaja en gente, parecía que con grande mengua suya rehusaba de salir a pelear: según que en otras ocasiones, como dijimos en el precedente libro, que se le habían ofrecido para pelear muy a su salvo, también había rehusado lo mismo, y dejamos para este lugar el declarar la causa dello. La cual fue no por negligencia, ni cobardía suya, sino de puro recelo y temor que de los suyos tenía, a causa que como fuese tirano, y hubiese echado del Reyno a Abuzeyt Rey bueno, había agraviado a muchos, y así tenía no pocos enemigos dentro de la ciudad, señaladamente los que seguían la parcialidad de Abuzeyt que eran de los principales de la tierra. Porque estos aunque callaban y disimulaban, todavía estaban con ánimo de hacer salto contra Zaen, siempre que alguna buena ocasión se les ofreciese. Por eso temía Zaen de salir a las escaramuzas, porque si le llevaban de vencida los Cristianos, no le hiciesen pedazos los suyos, o le entregasen vivo al Rey enemigo. Y así procuraba Zaen secretamente, como dijimos, de entregar por concierto la ciudad, sino que se le daba poco oído, por ofrecer partidos impertinentes, y también porque le animaban mucho los de su parcialidad y bando a que se entretuviese, confiados de los socorros que adelante diremos.


Capítulo IX. De los Prelados, señores, y Barones, y de las ciudades y villas, con la diversidad de naciones, que acudieron al cerco de Valencia, y del modo como eran alojados en el campo.

En este medio acudían los Obispos y Prelados de los dos Reynos, cada uno con la gente, o dinero que podía como fueron el de Zaragoza, Tarazona, y Huesca de Aragón, el Arzobispo de Tarragona, y obispo de Barcelona, Girona, Lerida, y Tortosa de Cataluña. También los señores y Barones de los dos Reynos arriba nombrados con la gente de a caballo, y de a pie, conforme a la posibilidad de cada uno. No faltó gente de castilla, señaladamente los comendadores de las órdenes de Vcles y Calatrava, los que pudieron, por llevarse los demás el Rey don Fernando de Castilla para la guerra que hacía por este tiempo contra los Moros del Andalucía, y les ganó a Córdoba y Sevilla. Asimismo se juntaron con estos los comendadores mayores de las mismas órdenes del Reyno de Aragón, el de Montalbán, y el de Alcañiz, trayendo todos muy escogida caballería, y otra gente consigo. Demás destos llegaron las compañías de infantería hechas por las ciudades de Teruel, Daroca, Tarazona, Borja, Calatayud, Zaragoza, Huesca, Lerida, Tortosa, y Barcelona: cada una por si, con el mayor poder y aparato que podía. Tras estos llegó el Arzobispo de Narbona llamado Pedro Aymillo, de los más nobles y más poderosos caballeros de la Guiayna. Porque sin el Arzobispado, era señor de muchos pueblos, como se le pareció, pues trajo a su sueldo para esta guerra cuarenta caballos ligeros, y seiscientos infantes. Cuya venida fue al Rey gratísima, porque trajo más gente que ningún otro grande de sus reynos. Finalmente acudieron otros muchos caballeros de Francia, Inglaterra, y de Italia, que movidos por la fama del Rey, y de su católica y tan santa empresa, venían muy de buena gana a favorecerle con sus personas y gente. Según que en las historias de los Ingleses se halla, que Enrico tercero Rey dellos envió gran número de soldados para esta conquista. Y lo mismo se halla de los Franceses, por orden del Rey Luis el santo, que para contra Moros nunca faltaba. Por donde aumentando de cada día el ejército, determinó de no quedar más en el arrabal, sino llegar de hecho a poner cerco sobre la ciudad. Con esto los Moros acabaron de encerrarse para padecer los miserables trabajos que pasan por los cercados. Pues como venían las compañías de las ciudades, así se guardaba el orden con ellos en lo de los alojamientos, es a saber, los que más tarde llegaban, su alojamiento era más cercano a la ciudad. Porque las compañías y gente de Barcelona, que vinieron por mar con muy grande y suntuosísimo aparato de gente, armas, y machinas, y llegaron últimos, fueron alojados más propinquos a la ciudad, a manera de penitencia por la tardanza. Venían todos tan ganosos de servir al Rey, y de ganar honra en esta jornada, que ninguna diferencia, ni distensión se movió sobre los alojamientos: lo que en todas las guerras y asientos de Reales suele ser negocio bien debatido y reñido.


Capítulo X. De la consulta que hubo por cual parte del muro acometerían la ciudad, la cual se describe, y de las razones del Arzobispo de Narbona y de las del Rey sobre ello.

Estando ya repartido el ejército, y asentado el cerco sobre la ciudad a medio tiro de ballesta, con las máquinas y trabucos armados y puestos en orden para batirla: moviose plática por vía de consulta delante del Rey por los principales Capitanes del ejército a quien mandó congregar a consejo: para entender, por cual parte del muro sería mejor comenzar a batir la ciudad. Porque por ser muy grande y bien entendido el asiento y rodeo de ella, no se podía cercar del todo, ni dar juntamente los asaltos por diversas partes: si sería mejor reconocer las más flacas, y acometer por ellas. Estaba la ciudad puesta en llano, casi en forma redonda, y tenía en circuytu poco menos de media legua. La cual entre otras se mandaba por cuatro puertas principales. La primera se decía de la Boatella puesta entre mediodía y poniente. La otra siguiendo a la mano izquierda, que decimos de Baldiña, hacia el Septentrión. La tercera al levante debajo una muy alta y ancha torre, que hoy en día de llama del Temple. La cuarta hacia el mediodía llamada de la Xerea. Entre esta y la de la Boatella, había muy grande espacio y distancia, y en el medio un cantón, o punta de muro muy salida que encierra la área y patio donde está hoy fundada la insigne Academia y célebre Universidad de Valencia, de la cual se hablará en el libro siguiente. Extendíase esta punta, o salida hacia la mar en aquella parte donde estaba alojada la mayor fuerza y cuerpo del Real y ejército: y que por la mucha distancia que había de la una puerta a la otra, sin ninguna, o muy pocas torres en medio, era aquella parte del muro desierta, y con menos gente guardada que las otras. De manera que oída la relación que del asiento y postura de la ciudad se hizo, el Arzobispo de Narbona, que como dijimos, era muy experto en guerra, porque en su mocedad la había seguido mucho con los Reyes de Francia: preguntado de su parecer, dijo, Que las machinas y asaltos sería mejor encararlos a la puerta de la Boatella, que a otra parte del muro: porque sería más fácil a los combatientes dar sobre las puertas de madera, y romperlas, y quemarlas para facilitar la entrada, que no quebrantar el muro de dura piedra, estando en parte a donde antes de ser vistos, ni sentidos los enemigos podían salir de la ciudad, para dar sobre el Real improvisadamente, y muy a su salvo recogerse. Por que con dejar buena guarda los de dentro en aquella parte del muro por hacer rostro, y resistir a la batería: podía salir todo el resto del ejército de Zaen por las cuatro puertas, y tomar el campo del Rey por las espaldas, y confundirlo todo. Como el Arzobispo hubo dicho, y a todos pareciese también, que ya casi se conformaban con su voto: el Rey fue de contraria opinión: y la esforzó con harto más eficaces razones que las del Arzobispo. Mostrando como con mayor comodidad, y más a su salvo del ejército, se podía batir aquella parte del muro, que no la puerta de Boatella. Lo primero, por estar aquella parte angular guarnecida de poca gente, y menos puesta en defensa, y también muy apartada de las dos puertas:por donde no se podían hacer ningunas súbitas salidas de gente de la ciudad contra el ejército y machinas, que no fuesen mucho antes descubiertos por los centinelas, para poderles ir al encuentro. Lo segundo porque aquella parte de muro no tenía torres salidas para fuera, y por eso no podían los de dentro sino de derecho en derecho, y no por los lados, ni de través, dar con las saetas, ni otras cualquiera armas en los del ejército: sino que con la salida de la esquina era forzado que los que estaban en defensa, se dividiesen unos de otros, y que ni hubiese lugar para ser muchos de cada parte, ni que viesen los unos el peligro de los otros, ni se pudiesen valer: y así habría menos resistencia al batir del muro. Lo último que estando el ejército en aquella parte más propinco a la mar, era cierto que defendería mejor las vituallas con lo demás que se le trajese por mar, sin que los enemigos lo pudiesen saltear, ni aprovecharse de ello. Finalmente para mejor impedir que el socorro de allende que esperaban los enemigos, no se juntase con la ciudad, sin ser antes descubierto y destoruada su desembarcación, y con esto acabó su dicho.


Capítulo XI. Como prevaleciendo la opinión del Rey se batió la ciudad por la parte que señaló, y se llegó hasta agujerear el muro, y como se tomó el pueblo de Silla a partido.

Oídas por los del consejo de guerra las razones de ambas partes, hallaron que en todo prevalecía las del Rey, y con esto fueron de parecer que la batería y asalto se diese contra la esquina del muro. Lo cual se puso luego en ejecución con muy grande diligencia y porfía de los soldados: fortificando cuanto a lo primero el Real con buena empalizada y cestones para defenderse de las repentinas salidas y arremetidas que podían hacer los Moros contra él. Y con esto llevando siempre adelante las trincheras y ganando tierra, comenzaron a asestar las máquinas y sus tiros de grandes piedras la parte de la esquina: juntamente con las pequeñas que llaman mantas, y en Latín testudines: cuyo uso fue en la presa de la ciudad de Mallorca muy acertado. Podían muy bien las máquinas grandes: aunque de lejos, asestar sus tiros de piedras contra el muro, y más a dentro sobre las casas de la ciudad haciendo notable daño en ellas: pero para las mantas era muy dificultoso el allegarlas, a causa de las dos grandes acequias, o valles de inmundicias de la ciudad que concurrían junto al muro, el uno que venía de hacia la Boatella, y el otro de hacia la puerta de la Xerea que servían de foso, y se juntaban delante la punta del muro, y no había más de una puente pequeña sobre la junta de las dos acequias, por donde era imposible pasar las mantas, por cuanto al pasar se encaraban así bien los del muro a dar sobre ellos con piedras y saetas, que atemorizaban y causaban muy gran daño en los que ayudaban a llevarlas. A esto acudió el Rey con su buen ingenio en disponer por detrás de las mantas, y por los lados, buenos ballesteros que se encarasen con mucha atención contra los que de lo alto del muro disparaban, para que uno a uno diesen en los que se asomasen. De manera que con ser pocos los del muro, por su estrechura, con la buena maña y encaramiento de los ballesteros, los hicieron menos: y así cesando la resistencia, pasaron las mantas por la puente adelante; y luego con la industria de unos soldados de Lerida, que en esto eran diestrísimos, y en la presa de Mallorca, y en la de Ibiza (como se ha dicho) fueron siempre los primeros en los asaltos y roturas del muro: allegaron con las mantas a tocar con él. El cual fue luego con picos, y con sal y vinagre en tres partes agujereado, hasta que pudo haber entrada para un cuerpo de soldado por cada agujero. Esto fue hecho con tanta presteza, por complacer al Rey, que de lejos a voces los animaba: que visto el servicio dellos, y en cuan poco tenían la vida solo le contentasen, prometió de remunerarlas harto bien, como lo cumplió después muy aventajadamente. Entretanto que esto pasaba, y los de la ciudad, sintiendo el daño del muro, acudían a fortificarlo: Don Pedro Fernández de Azagra, y don Ximeno de Vrrea con su gente de a caballo, y cuatro compañías de infantería, con dos máquinas pedreras, se fueron a Silla, mediano pueblo, a dos leguas de la ciudad a la parte de medio día: y llegados asentaron con grande presteza las máquinas, y batieron el muro con algunos asaltos que por las partes más flacas del comenzaron a dar los soldados. Pero los de dentro confiados de que Zaen les enviaría luego socorro, se defendieron valerosamente ocho días enteros. Pasados estos, y no llegando el socorro, se entregaron con estas condiciones. Que no fuesen saqueados, ni echados del pueblo: que pagarían los gastos del cerco, y darían perpetuamente tributo al Rey: al cual y no a otro, se darían. Luego despacharon los Capitanes para el Rey, avisando del entrego y condiciones. El cual holgó mucho dello, y envió a decir a los de Silla, con la patente firmada de su mano, que se contentaba de los conciertos: que se diesen, que los recibía debajo su amparo y protección, y así se dieron.


Capítulo XII. Como la armada de Túnez llegó a la playa de Valencia, y de las prevenciones que el Rey hizo contra ella, y lo que hicieron los del campo en burla de los de la ciudad.

Volviendo al combate de la ciudad, con el cual llegaron las mantas tan junto (como está dicho) al muro, que se pudo agujerear, luego los de dentro acudieron con gran presteza a cerrar lo agujereado con tierra, piedras, tablas, y vigas de punta, y atravesadas de manera, que con el concurso de toda la ciudad a remediar el daño, se rehizo, y reparó aquella parte de muro tan fortificadamente, que de allí adelante estuvo más en defensa que lo demás. Con todo esto la artillería de las máquinas y trabucos iba siempre haciendo nuevos daños por otras partes del muro, por divertir a los de dentro. Y pues el Rey tenía ya las espaldas seguras con tan grande ejército, y sabía las necesidades, y hambre que en la ciudad comenzaban a sentirse, creyendo que de si misma se rendiría presto, no la combatía con toda la prisa y furia que podía. Estando en esto, aconteció que arribó a la playa la armada de Túnez con doce galeras Reales, y otras seis fustas, que llaman Zabras, enviadas por el Rey de Túnez en socorro de Valencia. Las cuales a prima noche echaron áncoras en frente del Grao, para dar ánimo a Zaen y a los suyos, y para acobardar a los nuestros. Desto fue luego avisado el Rey a la media noche: y sin decir nada tomó cincuenta de a caballo, con doscientos Infantes, y se fue la vuelta de la marina: donde dejado los de a pie escondidos dentro de unas matas, se puso con los de a caballo detrás de unas chozas de pescadores no lejos de la marina, teniendo sus espías junto al agua: para que en saltando algunos de la armada en tierra, fuese luego sobre ellos, por prender algunos, y entender dellos que tanta sería la gente que venía en la armada. Juntamente despachó de allí dos de a caballo por la costa adelante, para avisar a los de Burriana, Peñíscola, Tortosa y Tarragona, de la venida de la armada de Túnez, y que estuviesen a punto con las galeras para correr por la costa a defender los lugares marítimos. De manera que los de Túnez dieron noticia de su venida a la media noche con grandes lanternas y Fanales, con muchas llameradas, y grande estruendo de atambores y trompetas, para ser sentidos de los de la ciudad. Los cuales descubiertas las lumbres, y oída la música, conociendo ser la armada y gente de Túnez, y teniendo por cierto que por ellos serían socorridos y librados del cerco, respondieron con la misma salva, y estruendo de trompetas y añafiles, notificando como daban señales de obediencia al Rey de Túnez como a su verdadero señor, y libertador de la patria. Lo cual visto por el Rey, envió a mandar al ejército que hiciesen otro tanto en el campo, y con mayor alegría y estruendo. Y que llevasen toda la noche lumbres haciendo hogueras entorno de la ciudad, en tanto que se detuviese la armada en el mismo puesto, para que entendiesen los cercados, que los del campo no ignoraban la venida de la armada, y socorro de Túnez, y que no desmayaban por ello. Dice se que la siguiente noche, se hicieron en el Real ciertos instrumentillos de fuego, que vulgarmente llaman cohetes. Los cuales dado fuego y echados en alto caían como rayos, y reventaban como truenos dentro la ciudad. Destos echaban tantos en el campo, que se dice, que los Moros viendo aquellos como monstruos de fuego, se atemorizaban, y los tuvieron por ma agüero. De aquí quedó en la ciudad, lo que después de tomada ella se ha continuado hasta nuestros tiempos en cada un año, hacer gran fiesta la víspera del glorioso mártir sant Dionis, con el estruendo de trompetas y atambores, y el jugar de cohetes y otros fuegos, tomando ocasión de aquella noche, que apareció la armada de Túnez, y fiesta que en la ciudad, y en el campo de los Cristianos se hizo a causa de ella. De suerte que la esperanza que la ciudad tuvo de ser descercada con el socorro de los de Túnez, con la buena diligencia del Rey que les impidió la desembarcación, se deshizo, y con la arrebatada partida de la armada desvaneció del todo. Porque a dos días que estuvieron surgidos en la playa, como ninguno de la ciudad vino a ellos, se fueron costeando la vuelta de Peñíscola: donde como desembarcasen algunos a hacer agua en la fuente de la villa, pensando que aun estaba por los Moros, fueron luego sobre ellos Fernán Pérez Pina y Fernando Ahones Gobernadores de ella con la gente de guardia, y a buenas lanzadas los echaron de la tierra. Pasando más adelante al puerto de los Alfaques saltaron en tierra. Mas los de Tortosa que ya estaban avisados salieron a ellos, y viniendo a las manos mataron xvij de ellos, y a los demás hicieron embarcar a más que de paso. Pues como vieron los del armada el ruyn efecto de su navegación, mudaron de propósito, y se volvieron a Túnez.

Capítulo XIII. Como idos los de Túnez proveyeron los de Tortosa el campo de vituallas, y que los Moros volvieron a las escaramuzas, y ganaron una los Aragoneses y Catalanes, y perdieron otra los Narboneses.

Partida la armada de Túnez, y quedando el mar seguro, luego los de Tortosa proveyeron por mar al campo de pan, y otras vituallas: con las cuales y de la misma tierra había tanta hartura en él, que para según era grande, fue cosa bien de maravillar. Porque creció de manera que llegó a mil caballos, y 60 mil infantes. Pues como anduviese noche y día la batería de las máquinas y trabucos con grande furia haciendo su oficio contra la muralla y casas por la misma parte del ángulo, los de la ciudad por divertir a los nuestros de tan continuo batirla, volvieron a las escaramuzas, y así comenzaron muchos a salir fuera por la puerta de la Boatella, donde había muy grandes aparatos dentro para su defensa. Haciendo pues los Moros sus arremetidas contra las máquinas, con sus alcancías y granadas de fuego para quemarlas, y acudiendo al mismo tiempo los del muro a disparar sobre los nuestros: fue tanto el debate de ambas partes, que a la manta que antes sirvió para agujerear el muro, y de nuevo volvía para hacer lo mismo, hecha pedazos la hicieron retirar, con muchos heridos de los que en ella iban. Esto pudieron hacer los del muro muy a su salvo, porque con la repentina venida de los Moros a escaramuzar se divertio el campo del combate, de tal manera que dejaron de tirar a los del muro por dar sobre los Moros, ya cuando ellos se iban con buen orden retirando, y por aquella vez los nuestros no los siguieron. Acaeció de ahí a dos días, que ciento de a caballo de los nuestros arremetieron juntos contra un gran tropel de caballos que salieron de la ciudad a dar sobre el Real, y haciéndolos retirar por la puerta de la Xerea a dentro, que no estaba con mucha guarda, se entraron mezclados con los Moros: y matando xv de ellos, se volvieron sin faltar ninguno al Real, que fue cosa harto señalada, y bien alabada por el Rey. Al cabo de tres días pretendieron hacer lo mismo los cuarenta caballos del Arzobispo de Narbona, con algunos otros de la Guiayna, no sabiendo el engañoso arte de pelear de los Moros jinetes. Los cuales tenían por costumbre de arremeter con grande alarido contra sus enemigos, y luego como quien vuelve las espaldas fingían huir, para con este ardid atraerlos a que se desmandasen, y sin orden se arrojasen sobre ellos: a dos fines, o de traerlos hasta dar en alguna celada, o abriéndose en dos alas, revolver a cerrar con ellos, y tomarlos en medio. Saliendo pues desta manera los Moros con grande ímpetu, los Narboneses que los estaban aguardando, sin dar parte al Rey arremetieron para ellos, los cuales les volvieron las espaldas retirándose como quien huye hasta llevarlos junto al muro de la puerta de la Boatella, de donde como estaba de concierto, llovieron tantas saetas y piedras sobre ellos, que casi ninguno dejó de ser herido, y algunos murieron: mas sobreviniendo la noche se retruxeró: quedando los Moros muy ufanos desta victoria. Luego se fue el Rey a ver al Arzobispo, para consolarle, y para tener gran cuenta con la cura de sus heridos.


Capítulo XIV. Que por allegarse el Rey mucho al muro, fue herido en la frente, y como sano volvió presto a las escaramuzas.

Continuando los Moros sus repentinas salidas, pensaron algunos del campo en cogerlos, y así se pusieron en celada detrás de unas caserías que estaban en frente de la puerta de la Boatella, aunque algo apartadas, para en salir luego dar sobre ellos, y seguirlos hasta meterse dentro de la ciudad con ellos. Pues como el Rey, no sin causa se recelase de esta determinación de los suyos: los cuales de confiados que les había de suceder tan bien como a los primeros, se disponían a lo mismo, se puso con muy buen cuerpo de guarda cerca del muro, armado de todas armas, con su yelmo en la cabeza, para impedirles la entrada: donde estando tan fijo, que no eran parte las saetas espesas que disparaban sobre él para removerle de su puesto, acaeció que alzando por descuido la visera del yelmo le dieron con una saeta en lo alto de la frente, por la más extraña manera que jamás se vio en cabeza armada, y aunque no encarnó mucho la herida, pero como saliese sangre, y le diese sobre los ojos, fuele necesario recogerse a su tienda a curarse de ella, y detenerse algunos días sin salir a fuera, a causa de la hinchazón que se le hizo en el rostro, tanto que se le atapó un ojo: de lo cual se siguió grande alteración y sobresalto por todo el ejército, y los Moros, que luego lo supieron, tomaron dello muy grande orgullo. Mas no permitió nuestro Señor que se lograsen mucho dello: porque con el favor divino, y la buena cura de los cirujanos (cirugianos) y médicos, a los cinco días se halló sano, y deshecha la hinchazón sin ningún otro accidente. Con esto no pudo acabar consigo de no salir luego en público, para dar con su presencia ánimo a los suyos, y quitarlo a los enemigos: los cuales ya estaban muy ufanos, y se tenían por descercados, pensando que la cura duraría mucho, y que faltando la presencia Real, ninguna cosa buena haría por si el ejército, y así con las escaramuzas lo confundirían todo. En lo cual no se engañaban del todo. Porque cierto era el Rey como una grande alma, que informaba, y daba casi el ser a todo su ejército. Demás de su universal gobierno que llevaba, al cual siempre estaba intento, y junto con eso, era tan comunicable y afable con los soldados, que tenía especial cuenta con todos. Mayormente con los valientes, y señalados, que a estos llamaba hermanos, y se entremetía en los ejercicios militares y a todo peligro con ellos. Y es cierto lo que de él se escribe, que le acaeció no pocas veces, a un súbito rebato, y tocar al arma a la media noche, levantarse con gran presteza de la cama, y echada una cota de malla sobre la camisa, con su tan preciada espada, que llamaban Tisona, que se la enviaron de Monzón (como él dice) arremeter para los enemigos, y de ahí los suyos viéndole acudir de los primeros, pelear como leones.


Capítulo XV. Como don Pedro Cornel y don Ximen de Vrrea dieron asalto a una torre de la ciudad y fueron maltratados, y el Rey dio otro a la misma, y la quemó.

Andando en estas escaramuzas y asaltos los del campo con los de la ciudad, dos principales capitanes del ejército llamados don Pedro Cornel, y don Ximeno de Vrrea, deseosos de señalarse en esta jornada, se juntaron sin dar parte al Rey, ni a los otros Capitanes, y con solas sus compañías emprendieron de combatir la puerta de la Boatella, pues los Moros habían ya de tal manera fortalecido el agujero del muro, que no se podía por aquella parte ganar tierra con ellos. De suerte que a cabo de tres días que lo pensaron, y aparejaron lo necesario para el efecto, secretamente se levantaron antes del día, y arremetieron con sus máquinas portátiles, como vayuenes arietinos (de los cuales se ha hablado antes) a encontrar con la misma puerta. Pero la hallaron tan firme, a causa de estar de parte de dentro muy fortificada, que no hicieron en ella misma: antes fueron muy mal tratados por los Moros que guardaban la torre, que estaba al lado de la puerta: de la cual echaron gran copia de saetas y piedras, que no les dejaban continuar el combate: hasta tanto que súbitamente fue abierta, y salió un gran tropell de gente de a caballo bien armada, y dio tan descargadamente sobre los nuestros, que les fue bien necesario el retirarse con muy gran daño a cuestas. Esto fue hecho tan de rebato, y tan sin avisar a nadie, que cuando acudió el campo en socorro dellos, ya los Moros se había metido dentro la ciudad, y cerrado la puerta. Lo cual sintió el Rey mucho, no tanto por el daño hecho a los Capitanes y gente de ellos (que esto decía lo habían muy bien merecido) cuanto por haberse así arrojado temerariamente, sin su licencia: y luego mandó publicar el asalto de la misma torre para el día siguiente. Venida la mañana, mandó juntar doscientos caballos, con cuatro compañías de Infantería, y una de las principales máquinas, para que todos juntos a una concurriesen en la batería, sin querer tener en cuenta con la puerta, sino con la torre, dejando apercibido el campo, para en caso que saliesen los Moros a dar sobre ellos por aquella, o por otra puerta, acudiesen, y procurasen de revolverse con ellos, y entrarse juntos en la ciudad, que él haría lo mismo. Más proveyó de una banda de ballesteros que no atendiesen a otro, que a encarar y dar en los que asomasen por las almenas de la torre. Con esto comenzó la máquina a disparar sobre ella: pero la hallaron tan fuerte, y bien apercibida de armas, que bastaban pocos para muy bien defenderla. Porque con solos diez hombres de guarda se defendía a muy grande daño de los de fuera. Los cuales con esto se ensoberbecían tanto, que no solo burlaban de los nuestros: pero teniéndose por muy seguros, cerraron las puertas de la torre por dentro, sin acoger a ninguno de los suyos a que les ayudasen, por repartirse entre si solos la gloria de la defensa, y aun a los de nuestro campo los exhortaban, a que se diesen a merced del Rey, que por ser tan valientes y buenos soldados les haría mercedes; contra estos disparaban más de propósito, y hacían mayor daño en ellos. Viendo esto el Rey, mandó traer fuego de alquitrán, y echar muchas granadas del sobre la torre, y también meterlas por las bocas de las troneras bajas. La cual como estuviese dentro enmaderada, prendió el fuego tan presto, y turbó el grande humo a las guardas de tal manera, que no tuvieron tino para abrir la puerta a los suyos, para que entrasen a socorrerles: sino que el fuego y humo los ahogó, y consumió: y la torre con el gran ímpetu del fuego, a vista del ejército y ciudad ardió, y en un punto se hundieron las obras muertas de ella, con tanta presteza, que no dio lugar a ningún socorro. Por donde los de la ciudad viendo su perdición cierta, hallándose desamparados de todo favor y ayuda: y más que las vituallas y mantenimientos les iban faltando, determinaron rendirse, y para persuadir esto a Zaen, acordó el pueblo de enviárselo a decir con buenas razones, por algunos principales de la ciudad: de tal manera, que en caso que no viniese bien en ello, le forzasen, y aun hiciesen ademán de poner en él las manos: que sería luego todo el pueblo con ellos.


Capítulo XVI. De los embajadores que el Papa y ciudades de Italia enviaron para rogar al Rey fuese a librarlos del Emperador Federico, y como determinó de ir, y la causa porque se estorbó la ida.

Por este tiempo, como la fama del Rey, y gloria de sus memorables hechos volase por el mundo, y fuese celebrado su nombre con título del mejor y más belicoso Capitán de la Europa, y con esto tan pío y católico, que todas sus guerras y empresas eran para más ensalzar la fé católica y religión Cristiana, determinaron el sumo Pontífice Gregorio IX, y ciudades de Italia, de invocar su favor y ayuda contra el impío y cruel Emperador Federico: el cual perseguía con inicua y cruel guerra, no solo a las ciudades de Cremona, Mantua, y Pauia: pero aun las había contra la Sede Apostólica, y amenazaba a toda Italia, la había de poner debajo de su cruel yugo. Pues como llegasen los Embajadores, y entrados ante el Rey notificasen lo dicho: añadieron, que Federico no solo era impío y digno de ser descomulgado, por haber conjurado y tomado armas contra su madre la santa sede Apostólica, y sacerdotes de Cristo: pero aun porque como cruel e inhumano, había puesto las manos en Enrico su propio hijo primogénito, y primo hermano de su Real Alteza, intitulado ya Rey de Romanos: y que lo había metido en cárceles, y privado de la vida y Reyno, por solo que favorecía las cosas del Pontífice. También las ciudades de Milan, Boloña, y Plazencia de las principales de Italia, a quien nuevamente amenazaba Federico, enviaron sus cartas al Rey con las del Pontífice, echándosele a pies, y suplicando, se apiadase de ellas, y tomase a cargo su defensa con la de toda Italia, y del Imperio Romano, porque removiendo del a un tan intolerable tirano, le servirían como a su verdadero Emperador y señor, con gente y armas. Ofreciendo para los gastos de esta empresa luego de presente darle CL mil libras Imperiales. Y para cada año prometían de acudirle con los derechos y rentas ordinarias que pagaban a los Emperadores en la Lombardía de los Alpes a dentro: y que le tomarían por su perpetuo patrón y general Gobernador de todos ellos. Finalmente toda Italia le daría título y renombre de común padre, y libertador de la patria, y sin eso la Sede Apostólica le honraría con el título de Católico defensor de la Iglesia. Oídos por el Rey con toda su Corte los Embajadores, dijo que daría presto la respuesta a su demanda. Y en este medio mandoles hospedar muy espléndida y suntuosamente, y que entretanto que deliberaba la respuesta, los llevasen por todo el Real, para que viesen el asiento y grande aparato del. También mandó juntar el consejo Real y de guerra, donde se hallaron el Rey y la Reyna, y el Arzobispo de Narbona, juntamente con los Obispos de Zaragoza, Huesca, Vich, Albarracín, y los Vicarios de los Maestres del Temple y Hospital, y otros señores de Aragón, y Cataluña, y más los capitanes del ejército. A los cuales brevemente propuso, como se le ofrecía la empresa, y socorro de Italia, y de la Sede Apostólica, al tiempo que tenía la de Valencia en los términos que veían. Por lo cual pedía le diesen consejo sobre cual de las dos proseguiría. Porque si a la una le obligaba el propio interés de su casa y Reynos: a la otra le compelía la defensa de la casa de Dios, que era la Sede Apostólica en la tierra, junto con el universal reparo de toda Italia: que lo mirasen bien, porque sin más réplica seguiría lo que determinasen. Mucho se maravillaron todos de tan alta proposición, mayormente por lo que ya se había divulgado la gran necesidad y estrechura en que estaba toda Italia, y con el encarecimiento que el sumo Pontífice y ciudades pedían el favor del Rey contra el Emperador Federico. Y así como de negocio muy arduo, difícil y dudoso, y en tiempo que parecía no había porque dejar de las manos la empresa que tenía, por cuantas se podían ofrecer en el mundo: estuvieron todos muy suspensos, sin saber a cual parte decantarse. Pero después que se oyeron diversas razones por ambas partes: fue cosa de grande admiración, y como milagro de Dios, la resolución que todos sin discrepar ninguno tomaron en el consejo, y fue: Que el Rey en ninguna manera volviese el rostro a la fortuna: pues se le ofrecía muy favorable y honrosísima para emplearse en cosas tan graves, y de tan memorable empresa, porque ser llamado en tal tiempo para dos tan importantísimos negocios, como socorrer a la Sede Apostólica, y poner en libertad a Italia, sin duda que parecía ocasión que venía por orden y disposición divina, no solo para con su propia mano y armas ganar el título de católico: mas aun para que venciendo al Emperador tirano mereciese el nombre de Augusto, y quedarse con el Imperio. Que no se tuviese cuenta con la empresa de Valencia: pues la tenía en tales términos que apretándola de nuevo, muy brevemente, y casi por horas saldría con ella. Y así con el duplicado título que llevaría de conquistador de dos Reynos, y señor de cuatro, acrecentaría mucho su opinión para llevar el renombre de libertador de Italia. Como esta determinación cuadrase mucho con la magnanimidad del Rey, llegó a términos el negocio, que en el mismo Real capitularon los Embajadores con el Rey, y se hicieron los conciertos siguientes. Que el Rey se obligaba de pasar en Italia con mil caballos ligeros, y con todo el aparato de guerra necesario. Que sustentaría guerra hasta la muerte contra el Emperador Federico, y ciudades que le seguían en las provincias de la Lombardía, Trevisana, y la Romania: siempre que el sumo Pontífice y ciudades de Milan, Boloña, y Plazencia cumpliesen lo prometido, como arriba está dicho. Firmadas las capitulaciones de ambas partes, los Embajadores que habían visto las grandezas del Rey, y cuan corta era la fama del, en respecto de su gran poder y magnificencia, demás de las mercedes y dones que del recibieron: se volvieron muy alegres y contentos por tan cumplido despacho como llevaban a las ciudades. Mas no mucho después, o por la astucia de Federico, que temiéndose de la venida del Rey, volvió fingidamente en gracia del Pontífice: o que por esta misma causa, aliviadas las ciudades de la guerra de Federico, no curasen de solicitar más al Rey, o porque no fue voluntad de Dios, que por emprender guerra ajena, dejase de proseguir la que estaba en casa, paró esta empresa: y así pues cesó la ocasión de Italia, volvió de propósito a ponerse en acabar la de Valencia.


Capítulo XVIII. Del secreto trato que Zaen tuvo con el Rey, y como vino Abuamat a concluir el partido, y de la graciosa justa de dos caballeros Moros con dos Cristianos.
Dixose arriba en el capítulo XV como viendo los de la ciudad su perdición, y por haber el ejército de los Cristianos crecido mucho, y puesto la ciudad en tanto aprieto, habían determinado de hacer embajada a Zaen, como la hicieron, rogándole viniese bien en que se tratase de partido con los Cristianos, por las causas arriba relatadas. Y así oída por Zaen la embajada, mostró tener gran sentimiento de lo que el pueblo le decía. Con todo esto les dijo que pensaría en ello, y les daría muy presto la respuesta. Como viese Zaen la razón que el pueblo pedía, y que a no contentarle se podía ver en algún aprieto de rebelión y motín, dio por respuesta, que pues la voluntad de todos era entregarse a los Cristianos, determinaba complacerles: que confiasen del asentaría lo del entrego de arte que aunque supiese quedar sin Reyno, sacaría algún buen partido para todos. Porque entendía que el Rey Cristiano estaba tan deseoso de ganar la ciudad, y con eso era tan piadoso, que por solo entrar en ella sin derramamiento de sangre, les otorgaría cuantos partidos le pidiesen, que por lo menos les aseguraba las vidas con parte de las haciendas. Quietose mucho el pueblo con la buena respuesta de Zaé. El cual envió luego a Halialbatan Moro nobilísimo deudo suyo, con cartas al Rey para declararle en nombre y palabra suya, y de su hijo el mayorazgo, las condiciones con que se le entregaría la ciudad, si le prometía de las aceptar y cumplir. Oyó el Rey de buena gana a Halialbatan: y vistos los partidos y conciertos que Zaen pedía, ser harto honestos y resolutos, no le pareció por entonces comunicarlos con persona del ejército, sino que en la hora despachó al mismo embajador, respondiendo secretamente, que los aprobaba todos sin excepción alguna. Sospechose luego en el campo que se trataba de concierto con Zaen, y que sería de paz: porque apenas fue llegado el embajador a la ciudad, cuando vieron salir de ella a Abuhamat sobrino hijo de hermana de Zaen, de los principales señores del Reyno: el cual enviando por salvo conduto para venir a hablar con el Rey, se lo otorgó, y por su mandado salieron a recibirle don Nuño, y don Ramon Berenguer de Ager, de los más ancianos y principales del ejército: al cual tomaron en medio, y viniendo juntos, salieron tras ellos dos caballeros Moros con sus caballos enjaezados, y con las lanzas y adargas, muy gallarda y hermosamente puestos. Los cuales, porque no se creyese de los de la ciudad que por estar cercados, y en aprieto, habían perdido nada de su orgullo y brío de pelear, en pasando el río arremetieron juntos hasta llegar a las tiendas del Rey, antes que llegase Abuhamat, y sin apearse desafiaron a dos otros caballeros Cristianos a correr sendas lanzas. Como se adreçassen luego muchos para salir a ellos: don Ximen Pérez Taraçona de la casa del Rey, le suplicó diese a él y a otro su compañero licencia para salir en campo contra los dos Moros. Lo cual quiso estorbarle el Rey, poniéndole delante algunas culpas y pecados, que solo el peso y gravedad dellos le echarían de la silla, y perdería el renombre que tenía de valiente. Como don Ximen Pérez replicase con mayor importunidad, permitiole el Rey la salida. De manera que corriendo las lanzas bajas, el encuentro del Moro fue demanera que don Ximen Pérez voló de la silla y cayó en tierra. Al otro Moro salió don Pedro Clariana, caballero generoso de Cataluña, y comenzando a correr el uno contra el otro, acaeció que el Moro, de miedo, o porque quiera, antes de encontrar volvió las riendas al caballo para la ciudad con tanta velocidad, que por mucho que apretó Clariana por alcanzarle hasta pasar el río, no pudo llegar con él, porque se entró en la ciudad. Desto rieron tanto todos los del ejército, que no hubo lugar para reír la caída de don Ximen Pérez. Luego Abuhamat que había parado por ver el successo del desafío, tomó a su lado al caballero Ximen Pérez, y acompañados de los mismos don Nuño y don Ramón llegaron a la casa que llaman el Real donde los Reyes Moros solían tener su ordinaria habitación y morada, a tiro de ballesta de la ciudad. Pues aunque el Rey tenía también su tienda Real parada en el campo, y estaba allí de ordinario: pero se había por entonces retrahido en la casa del Real, por dar audiencia y tratar con los embajadores más en secreto. Y así llegó Abuhamat y fue recibido del Rey con mucho honor: y dejados a fuera los Prelados con todos los del consejo: el Rey solo con la Reyna, y Abuhamat, y el faraute se encerraron para concluir los capítulos y conciertos del entrego. Y aunque se ofrecían algunas dificultades para bien concluir, pero con el largo poder y secreta comisión que Abuhamat traía para no volver sin cerrar el partido a toda voluntad del Rey, fue finalmente concluido como lo quiso y lo demandó Zaen: y el Rey de parecer de la Reyna que también dio su voto en ello (como la historia dice) firmó el concierto. El cual en suma fue, que entregando Zaen la ciudad con todos los lugares y pueblos que estaban a su devoción, se le permitiese salir de ella con toda la gente de paz y guerra hombres y mujeres, y más toda la ropa y ajuar que llevar pudiesen. Que fuesen acompañados de la guarda del Rey hasta ser puestos en las villas de Cullera y Denia, quedando sola Denia libre para su morada y perpetua habitación de Zaen. Que tornasen cinco días de término para vaciar la ciudad. Con esto despidió el Rey a Abuhamat. El cual vuelto a la ciudad como publicase el concierto, fue por Zaen y por el pueblo con mucho contento de todos aceptado.


Capítulo XVIII. Que sabidas las capitulaciones del entrego hubo en el ejército grandes murmuraciones y quejas del Rey porque se les quitaba el saco de la ciudad y de la satisfacción que el Rey dio sobre ello.

Luego que Abuhamat fue vuelto a la ciudad, mandó el Rey convocar todos los Prelados y grandes con los principales capitanes del ejército en una sala del Real: a los cuales notificó los conciertos y condiciones con que Zaen le entregaba la ciudad y Reyno, y que las había aceptado por evitar los grandes inconvenientes que entendía se habían de seguir llevando el negocio por vía de asalto, y fuerza de armas: y porque redundaba en mayor honor suyo, y salud del ejército echar los enemigos de la ciudad y Reyno, sin derramar sangre, pues quedaba absoluto señor de todo: que les rogaba tuviesen por bueno el concierto hecho, y se aparejasen para entrar a gozar de tan principal ciudad, y ser heredados de la habitación y tierras de ella. Como oyeron esto los capitanes del ejército, vueltos a don Nuño, y a Azagra, Vrrea, y Cornel que eran los caudillos del campo, comenzaron todos a murmurar del Rey y de sus conciertos, y con la mudanza del rostro mostraron cuan mal sentían de ellos: antes se salieron muchos de la sala, y por aquel día, ni se aceptó, ni se respondió al Rey cosa a derechas: sintiéndose mucho los mismos caudillos, así del poco caso que el Rey había hecho de ellos, no habiéndoles dado parte, ni consultado con ellos lo que trataba con Zaen antes de concluir el concierto: como por quedar el ejército defraudado del premio que esperaba por sus largos trabajos de la guerra, con el rico saco y robo de la ciudad. De manera que pasando la queja adelante hablaban muy rotamente del Rey diciendo, que no se hubo así en la presa de Mallorca: pues no habiendo estado el campo sobre la Isla y ciudad más de XIV meses, libremente permitió a los soldados dar a saco la ciudad, de donde volvieron muy ricos a sus tierras: y que en la conquista de Valencia, que duraba ya por cinco años, donde habían padecido tan continuos trabajos, y con tantos peligros ganado ya la mitad del Reyno, y traido la ciudad a términos de entregarse: que les privase del saco de ella, siendo tan rica y bastante para hacerlos bienaventurados, que esto era cosa muy dura, y para tentar la paciencia de los soldados: porque esta era hacienda dellos, y no era de buen capitán quitar a los amigos por dar a los enemigos. Y así como cosa inhumana, y muy ajena de la antigua costumbre y magnanimidad del Rey, se la condenaban por inicua y alevosa. No falta alguno de los autores que escribieron esta historia que sumariamente significa, como toda esta queja de los grandes, y pesadumbre de palabras de los soldados llegaron a los oídos del Rey. El cual envió luego por don Nuño y los demás principales capitanes del día antes, a los cuales congregados en la misma sala, habló de esta manera. No puedo, capitanes míos, dejar de mucho maravillarme de vuestro mal regulado sentimiento, y demasiada soltura de palabras, pues sin discurrir, ni pasar por todo, queréis posponer el bien universal de la guerra, a los particulares intereses y provechos de cada uno: pretendiendo que la conquista de Mallorca y la ocasión tan sobrada que hubo para dar a saco su ciudad, se ha de comparar con la empresa de Valencia, y que valen las mismas razones para la una que para la otra, siendo entre si muy contrarias y diferentísimas. Pues dado que la guerra de Valencia haya durado cinco años y algo más, y la de Mallorca no más de catorce meses, fue esta tan costosa, tan peligrosa y sangrienta, habiéndose perdido en ella, como sabéis, y muerto a mano de los Moros el Vizconde de Bearne, y don Ramón de Moncada, con otros muchos de su linaje: que fue muy justo por la sangre y muerte de estos, se tomase cumplida venganza de los matadores. Y también porque las antiguas injurias y robos que Retabohihe Rey de la Isla y sus corsarios habían hecho contra los mercaderes Catalanes y toda la costa de Cataluña, se recompensasen con darle a saco la ciudad. Lo cual con la conquista de Valencia no tiene semejanza alguna. Pues en ella apenas habéis visto, que ni uno solo de los grandes, ni capitanes que me han seguido en esta jornada haya muerto a manos de los Moros, ni que se ofrezca ocasión alguna de venganza. Antes en todas las escaramuzas que con vosotros han tenido siempre han llevado lo peor, y que solo yo, y don Guillen Dentensa mi tío habemos sido los descalabrados. Demás que en la batalla del Puig de Enesa, con el favor divino, los pocos nuestros no solo vencieron a los muchos dellos, pero aun en el alcance tuvieron riquísima presa y despojos. De manera que si juntáis todo esto con las continuas cabalgadas y presas hechas por los soldados en la campaña y arrabales de Valencia, verdaderamente hallaréis que se igualan, y aun exceden al más rico despojo y saco que podía esperarse de ella. Sin esto creéis vosotros, que el asalto y saco que pensauades dar a la ciudad, había de ser mucho a vuestro salvo, hallándose treinta mil combatientes en ella, que habían de pelear como desesperados por su ley, y por su patria, a vista de sus hijos y mujeres? Podía ser esto sin mucho derramamiento de sangre de Cristianos? Pensáis que esta ciudad es como las otras que con solo entrarlas son ya vencidas? Sabed que tiene dentro de si otra no menor defensa que la del muro: pues con abrir los albañares, o madres, que dicen, por las calles, no solo refrenaran el ímpetu de los de a caballo, pero a los de a pie pondrían en mayor aprieto, echándolos cada vecino desde su puerta a bote de lanza en los albañares, y las mujeres desde sus ventanas hundiéndolos a pedradas: para que de esta gran matanza, y corrupción de cuerpos como de esto sucedería, otro no se siguiese, que una cruel pestilencia, cual fue la de Mallorca. Pues si me decís, que bastará para los Moros asegurarles la vida, y que se vayan desnudos: como esto no se pueda acabar con ellos: o lo atribuyáis (atributeys) a su generoso ánimo, que más presto quieren quedar sin vida que sin alguna hacienda: o se la concederéis, por hacer buena mi liberalidad y clemencia. Porque enviarlos desnudos sin ningún refrigerio, sería condenarlos en vida a una tan vil muerte como nace de la demasiada pobreza. Suplirá pues la falta del saco, para los principales de mi consejo, y corte, los señoríos y tierras que por todo el reyno os he de repartir: para los ministros y oficiales del ejército, desde el decurió, o caporal, hasta el capitán, y para los aventureros que han seguido la guerra a sus costas, las heredades y campos que entre ellos he de distribuir: y para los demás soldados, las casas y patios que en tan insigne ciudad por mi mano han de tener y poseer. Demás de la triunfante entrada que para gloria de Dios, haremos en ella todos.


Capítulo XIX. De las muchas donaciones que el Rey hizo de campos y heredades para cumplir, tomada la ciudad, y de la figura del Murciélago que sacó por devisa en su estandarte.

Como fue divulgada por todo el ejército la cumplida satisfacción que el Rey había dado de si a las quejas que había del, por no haber permitido se diese a saco la ciudad: con las buenas esperanzas que había dado de los tres repartimientos: don Nuño con los demás grandes, y los capitanes, con toda la soldadesca, quedaron tan contentos y satisfechos de su promesa, que de nuevo vinieron todos a ofrecerle para morir en su servicio. Puesto que hubo algunos capitanes tan desmesurados, señaladamente de los aventureros, que le pidieron les diese firmado de su mano y con su Real sello, las mercedes y repartición de campos y heredades que les había de caber, tomada la ciudad, conforme a los servicios de cada uno, lo cual les concedió, y dio firmado de su mano liberalísimamente. Pero estas donaciones anticipadas fueron tantas, que realmente vinieran a imposibilitar la repartición, si no fuera por la buena salida que el Rey dio a tan intrincado negocio como en el siguiente libro diremos. Pues para que a todos fuese notorio lo que con Zaen se había capitulado sobre el entrego, fue concertado, se se enviase el estandarte del Rey a la ciudad, para que en señal de rendimiento, lo alzasen en lo más alto de la torre que está sobre la puerta del Temple. Descubriose aquel día una nueva insignia que sacó el Rey por devisa, la cual mandó asentar en la punta de su estandarte Real, que fue un murciélago de plata fina hermosamente labrado. El cual dio mucho que imaginar, y maravillar a todos hasta entender la cifra, o enigma del. Mas aunque de la causa y propósito desta devisa no hallamos nada escrito en la historia del Rey, ni de otros sino cosas muy confusas y cortamente tocadas: brevemente notaremos aquí lo que de la intención y fines del Rey, cerca deste blasón habemos conjeturado. Porque confiriendo las condiciones y naturaleza del murciélago con los más insignes hechos del Rey, parece que tuvo muy gran razón de tomar este animal, entre todos para su devisa. Por ser esta ave hecha a manera de dragón con alas, o como le llaman en lengua Limosina, Ratpenat, que significa ratón con alas, y que es ciego de día, pues hasta el sol puesto no sale de su nido, y vuela (como dice Plinio) con dos alas como de pergamino, y pare hijos de dos en dos, y les da leche con las tetas que tiene: mas los abraza y lleva por el aire do quiere: y que tiene los dientes salidos para que volando por el aire se coma los mosquitos que encuentra. Son sus manos como garfios para asir reciamente, y retener lo asido con ellas, y aunque es su aspecto horrible, pero acaba su cuerpo en una muy lisa y buena anca, o cola, de la cual se ase otro Murciélago, y deste otro, y después otro y otros, y se ve que de uno quedan muchos colgados. Desta manera el Rey, estando muy fundado en el cerco de Valencia, parecía que volaba de noche a modo de murciélago, cuando secretamente, sin que lo supiesen los suyos, trató con Zaen del rendimiento de la ciudad, y que fue antes concluido entre los dos, que sabido ni divulgado. De mas que como el murciélago no tiene alas sino muy duras y graves para volar muy recio, así el Rey en sus negocios y ejecución de empresas, aunque fue prompto, nunca fue súbito, ni liviano, antes se mostró siempre grave, constante, y sagaz en el discurrir. Tuvo dos hijos don Pedro y don Iayme, los cuales llevaba siempre consigo en paz y en guerra, para que con su buen ejemplo de hechos y fama, como de buena leche los criase. Así mismo con las armas como con los dientes se comía los crueles mosquitos que son los Moros atormentadores de los Cristianos, a los cuales terriblemente perseguía. Tuvo junto con esto las manos corvas y asideras para coger y retener lo cogido: porque los Reynos que una vez conquistó, maravillosamente retuvo, y para siempre conservó: y ni de lo que él ganó por sus manos, ni de lo que le dejaron sus antepasados perdió palmo de tierra: Demás de eso, como fuese para sus amigos de suaves costumbres, y de amable rostro, para sus enemigos los Moros fue siempre dragón espantable, tanto que viéndole, u oyendo su nombre, temblaban todos ellos. Finalmente a modo de murciélago, que acaba en una luengua suave, y muy tratable cola, concluyó el Rey sus hechos y vida, en una muy larga e inmortal memoria de glorioso nombre y fama: la cual no dejó áspera, ni desigual con altos y bajos, sino cual fue toda su vida igual y en nada asimismo desemejante. De la cual se asieron todos sus sucesores y descendientes Reyes y principales para valerse de su ejemplo y hechos, y llegar a ser tales con imitarle (imitalle).


Capítulo XX. Como el estandarte del Rey se alzó en la torre del Temple en señal de entrego, y de lo que el Rey hizo cuando le vio, y como se fueron los Moros, y entró con triunfo en la ciudad.

Salió el Rey el día siguiente en amaneciendo del Real, que está enfrente de la misma torre del Temple, y armado de todas armas sobre un caballo blanco, se puso en medio del campo junto al río, donde estaba ya todo el ejército puestos sus escuadrones muy en orden, como para entrar en batalla. Y como pusiese los ojos con todo su pensamiento en la torre, los de la ciudad levantaron el estandarte Real sobre ella, en señal de rendimiento. Lo cual visto por el Rey luego se apeó del caballo, e hincando las rodillas en el suelo, inclinó la cabeza y besó la tierra, y volviendo los ojos hacia el oriente dio inmensas gracias al gran Dios y señor de las batallas, derramando algunas lágrimas de gozo, por tan soberano beneficio y merced, como le había hecho en concederle esta tan pacífica y no sangrienta victoria: las mismas se hicieron por todo el ejército, con la salva y gran estruendo de trompetas y atabales con mucha grita y alaridos de alegría y regocijo. Luego mandó hacer pregón público notificando a todos los de la ciudad que quisiesen salir de ella, se les daba cinco días de término, con facultad de poder traer consigo sus armas y caballos, y las demás alhajas que pudiesen llevar a cuestas, y que dentro de XV días se recogiesen en Cullera, y Denia con Zaen su Rey. Mas se les otorgaron treguas por tiempo de ocho años, dentro del cual término ninguna guerra les había de mover el Rey, antes defenderlos en caso que otros se la moviesen: y se obligó de guardar todos estos conciertos con juramento solemne: e hizo que los Prelados y grandes de los dos Reynos juntamente con las ciudades y villas Reales jurasen lo mismo. También se obligó Zaen de entregarle todas las villas y castillos que desta parte de Xucar estaban por reducirse, como arriba se ha dicho: y no se obligó a entregar las de la otra parte del mismo Río, porque como era Rey nuevo, y mal quisto, no se había extendido sobre ellas su mando, ni estaban por él. Para firmar todas estas capitulaciones y conciertos, y apartarse del gran tumulto del ejército, se retiró el Rey por aquellos cinco días a Ruzafa, y allá fue Zaen para esto a verse con él, del cual fue muy bien recibido, y se concluyó toda cosa. De manera que antes que se cumpliesen los cinco días, como ya los Moros estuviesen en orden para salirse con toda su familia hombres y mujeres con sus halaxas: mandó el Rey se juntase toda la caballería y se pusiese en hilera, por todo aquel espacio de Valencia a Ruzafa, y también más adelante hasta la marina, por donde va el camino para Cullera, porque pasasen pacíficamente, hallándose presente el mismo Rey que los encaminaba. El cual estaba tan puesto en guardarlos, y mirar por ellos, no se les hiciese sobra por la gente de guerra, que desmandándose algunos soldados contra las mujeres y niños, arremetió para ellos, y los hirió mortalmente. El número de los que salieron de la ciudad (como lo refiere su Real historia) fue hasta cincuenta mil, con los cuales envió parte de la caballería, que los acompañase hasta dentro Cullera. De donde se fueron muchos a los Reynos de Murcia, y Granada, y los más se esparcieron por el Reyno, por los montes y valles haciendo sus chozas: y por la ocasión de muchas fuentes que en él hay, comenzaron a edificar y hacer lugares. Siendo pues ya todos partidos, el día mismo, aunque bien tarde, entró el Rey en la ciudad con su merecido triunfo, acompañado de los Prelados y grandes, y de todo el ejército. Esto fue por el mes de Setiembre, víspera de la fiesta del glorioso sant Miguel, año de nuestra redépció M.CC.XXXVIII (1238). Según que por los actos de la concordia hecha entre el Rey y Zaen, y por testimonio de muchos escritores desta historia, se confirma. Puesto que en la del Rey, y de Marsilio autor grave, se halla que la entrada fue el año siguiente. Lo cual puede ser error de los transcribientes, o diversa computación de los años, porque en la misma historia del Rey se lee que en el año siguiente después de la presa de la ciudad, que dice fue MCCXXXIX el Rey fue a Mompeller, y en el mismo año a 4 de Iulio vio aquel tan grande y memorable Eclypsi del Sol que describe él mismo, del cual se hablará en el libro XIII.

Fin del libro undécimo.