Libro undécimo
Capítulo primero. Del
gran cuidado que el Rey tenía de la fortaleza de Enesa, y como tuvo
nueva de la muerte de don Guillen Dentensa, y de los extremos que por
ella hizo.
Por este tiempo andaba el
Rey muy cuidadoso de la fortaleza de Enesa, que tan a despecho de la
ciudad había dejado hecha, y como cosa que tanto le importaba para
llevar adelante su empresa, ponía todo su estudio y pensamiento en
conservarla: entendiendo en proveerla por mar y por tierra de gente,
armas y vituallas. Porque sabía muy bien que después de aquella
memorable victoria de Don Guillen, había quedado Zaen tan afrentado
y sentido, que como herido de mortal rabia pensaba volver otra vez
con mayor ejército, para asolar la nueva fortaleza, y tomar venganza
de lo pasado: según se veía por la gente que para esto hacía, sin
la que esperaba de allende de cada día. Demás que se recelaba de
los otros Reyes Moros de España, no fuesen en ayuda del mismo Zaen
contra los Cristianos, por ser esta guerra contra la común libertad
de ellos. Considerando pues estas, y otras causas, que para darse
mayor prisa, a abreviar esta empresa tenía, mandó convocar cortes
para el reyno de Aragón en Zaragoza: para donde se partió, en
llegar el plazo, de Tortosa a fin de representar a los principales y
barones, y a las ciudades y villas Reales, la necesidad grande que se
ofrecía para llevar adelante, y no desistir desta guerra. Puesto que
antes de comenzar las cortes pareció a los del consejo se publicase
el edicto para todos los grandes y barones, que habían tomado de los
Reyes en feudo villas, castillos, y heredades, y los que tenían
caballerías de honor por merced de los Reyes: mandándoles que para
la pascua de Resurrection, se hallasen juntos en la fortaleza de
Enesa. Entrando pues el Rey en Zaragoza, luego fueron con él don
Fernando su tío, y los del Real consejo don Blasco de Alagón, don
Ximeno de Vrrea, don Rodrigo Liçana, don Pedro Cornel, que para esto
fue llamado de Burriana, García Romeu, y don Fernando de Azagra
señor de Albarracín hijo de don Pedro, y otros Barones del Reyno,
con los síndicos de las ciudades y villas Reales. Los cuales se
congregaron y entraron en Zaragoza con grande aparato, pensando que
las cortes habían de durar mucho tiempo: pero apenas pasaron ocho
días, después de comenzadas, cuando llegó nueva de Enesa, como el
capitán don Bernaldo Guillen, quebrantado de tantos trabajos y
cuidados que en la defensa de Enesa había padecido, adoleció de tan
recias calenturas, que murió dentro de pocos días. Con esta nueva
se entristeció tanto el Rey, como si realmente fuera su propio padre
el muerto. Porque en este grado tenía a don Guillen, y así se
lamentaba muchas veces diciendo a voces, que en un mismo día había
perdido su más amado pariente, y el más excelente y señalado
capitán de toda la Europa. Por lo cual tanto más se dolía de su
propia desgracia, por no quedarle ningún otro igual a él en armas,
ni en fidelidad y valor, así para encomendarle la defensa de la
fortaleza de Enesa, como para llevar adelante la conquista de
Valencia.
Capítulo II. Que los del consejo fueron a consolar al Rey por la
muerte de don Guillen, y de lo que don Fernando le dijo por que
desamparase a Enesa, y de lo que le respondió el Rey.
Como don Fernando y
los del consejo entendieron el sentimiento grande y extremos que el
Rey hacía por la muerte de don Guillen, determinaron de ir a palacio
para consolarle muy de veras: pues con la nueva del muerto quedaba ya
extinta la envidia que le tenían, y (como es propio de envidiosos)
convertida en compasión y lástima. Llegados ante el Rey, con
muestras de muy grande sentimiento y dolor de la nueva: comenzaron de
alabar muy mucho al muerto, encumbrando sus heroicos y esclarecidos
hechos hasta las nubes, y que por ellos, y ser quien era, se le
debían obsequias Reales. Y que pues a tan heroicas y Cristianas
obras, y tan dedicadas al ensalzamiento de la fé y religión
católica, como don Guillen había hecho en su vida, no podía dejar
de corresponder la eterna y celestial gloria: se consolase su
Majestad Real, y mitigase su dolor y tristeza que sentía de la
nueva. También comenzaron a tratar de quien le había de suceder en
el cargo, si la guerra había de pasar adelante. Y sobre esto don
Fernando que siempre se preció poco de hacer cosa buena, fue de
parecer con los demás del consejo, y así lo explicó. Que la
fortaleza de Enesa se debía desamparar, y retirar de allí al
ejército. Porque habiendo perdido a un tan gran capitán, tan
valeroso y diestro en vencer y ser temido de los Moros, como don
Guillen, se podía muy bien creer, que se atreverían los Moros a
venir de nuevo con mayor ejército que antes para asolar la
fortaleza, y hacer pedazos a los que hallarían en guarda de ella.
También por escusar tantos, y tan excesivos gastos como se hacían
en sustentarla, que ya no quedaba cosa por empeñar del patrimonio
Real. Principalmente por quitar la ocasión de poner en peligro la
persona Real, pues se veían
los peligros en que tan arrojadamente se ponía de cada día con los
Moros, para caer en mano dellos, y poner en confusión a todos sus
Reynos. Pues como todos aprobasen el voto y parecer de don Fernando,
y deseando que el Rey pasase por ello, mostrasen no querer oír
réplica: encendiose
el buen Rey en tanta cólera, que revolviendo los ojos airados sobre
todos ellos, y dando muy grandes señales de su magnanimidad y valor,
mostró quererles decir lástimas: pero se moderó, y respondió con
mucho asiento. Que nunca Dios quisiese, que su empresa buena: y para
tan buenos fines comenzada: de la cual, aunque con mayores ocasiones,
ni se apartó antes, ni quiso dejar de proseguirla: que agora con tan
prósperos successos la dexasse:
y que la fortaleza, que con el ayuda de las ciudades había
edificado, y con la sangre de los suyos tan gloriosamente defendido,
la desamparase para perpetua ignominia suya y de su ejército.
Mayormente por haberla dedicado, después de hecha, para defensa y
guarda del Templo, que a honor y gloria de la virgen y madre nuestra
señora de la Merced allí se edificaba. Sin esto que lo mucho que lo
movía para haberla de conservar era, no solo la oportunidad del
lugar tan cercano a la ciudad, pero la reputación y opinión del,
por haber allí los suyos con tanta gloria y fama roto y postrado las
fuerzas y ejército del Rey de Valencia, delante de sus propios ojos,
y también mostrado cuanto mayores son las de los Cristianos, pues
tan pocos vencieron a tantos. Demás que para ir de cada día
oprimiendo al enemigo, y arrinconando la ciudad, así talándole su
cultivado campo, como haciendo en él tales y tan buenas presas, que
podía muy bien el ejército mantenerse dellas, y con esto excusar
los excesivos gastos de antes: ningún otro lugar había en el Reyno
más acomodado que aquel. Y así concluyó su respuesta: que por lo
mucho que tocaba a su honra, y reputación de su ejército: no solo
cumplía sustentar la fortaleza, y emplear todo su poder en conservar
lo que hasta allí se había ganado del Reyno: pero que era necesario
sacar nuevas fuerzas para pasar adelante, hasta tomar la ciudad, y
salir con toda la empresa.
Capítulo III. Del riesgo que aquel día pasó la empresa de
Valencia, y que los Reyes no se han de remitir en todo al parecer de
otros sin dar el suyo, y de como el Rey vino a Enesa.
Acabada de dar por
el Rey su respuesta, y solución a las razones de don Fernando,
ninguno fue más osado de replicar, ni contradecirle así de temor
por verle tan airado contra ellos como por la mucha razón que le
sobraba en cuanto decía. Con todo esto se vio aquel día, la empresa
de Valencia en un tombo
de dado, que dicen, y en tan grande riesgo, que llegó a punto de ser
desamparada, y perdido todo lo ganado. Porque se vio en cuan poco
tuvieron la honra y cosas del Rey sus consejeros. Cuya flojedad y
determinación o por sus particulares intereses, o por que les
parecía aquello lo mejor, sino fueran vencidas con la incomparable
constancia y magnanimidad del Rey, no solo hubieran causado el no
pasar adelante esta guerra: pero aun si se estuviera al voto y
parecer dellos, se hubieran desamparado las plazas ya ganadas, y
retirado de todo el Reyno el ejército. Por donde es grande lástima
y mancilla de los Reynos, ver a los Reyes y Príncipes en las cosas
muy graves del gobierno, remitirse en todo y por todo al voto y
parecer de otros, sin decir ni de liberar cosa por el suyo propio.
Siendo así que los Reyes, con el cetro (sceptro)
que reciben de la mano de Dios por quien reinan, se les comunica algo
de lo divino para bien regir. Y que en siendo Reyes pueden discurrir
más que otros, y casi adivinar lo venidero. Pues no debalde dijo a
este propósito Salomón, que el corazón de los Reyes está en la
mano de Dios: de cuyo favor viene, que tenga cada reino su particular
ángel tutelar por custodio, y es cierto que este acompaña al Rey y
endereza a buenos fines su regimiento. Y así debe el Rey, oídos
los pareceres de todos, proponer el suyo, y hacer él la
deliberación, aunque sea contra el parecer de muchos. Porque este
mismo instinto y modo de deliberar sus cosas, siguió este gran Rey:
cuyas empresas y jornadas, puesto que por los de su consejo eran
reprobadas, y condenadas, y muchas veces reídas: vemos que por
encomendarlas siempre a Dios, puestas por su parecer en ejecución,
todas le sucedieron tan felizmente, que para siempre serán
admiradas. De manera que con solo Fernán Pérez Pina Aragonés, y
Bernaldo Besalú Catalán, barones valerosos y bien ejercitados en
guerra, que aprobaron su parecer entre los del consejo, determinó
partirse para Valencia, derecho al castillo de Enesa, con don Ximeno
de Vrrea , y cincuenta caballeros. Puesto que sin ser llamados, don
Fernando con los de su voto le siguieron todos. Llegando a Enesa
entró luego en el templo de nuestra Señora, que aun no estaba
acabado, y dadas gracias a ella porque le había tenido de su mano,
para no dejarse convencer de los suyos, fue a visitar el sepulcro
donde estaba depositado el cuerpo de don Guillen, y lloró muy
tiernamente sobre él, y mandó mudarle a otra parte del Templo,
donde estuviese más honrosamente, a causa de que por la fama de su
gloriosa victoria y hechos contra Moros, era muy visitado y casi
venerado como santo, hasta que le llevaron al monasterio y Abadía de
Escarpe de frayles
Bernardos en Cataluña, no lejos de Lerida, a donde por su testamento
se mandaba llevar a sepultar.
Capítulo IV. De las mercedes que el Rey hizo al hijo y parientes de
don Guillen, y de los capitanes que nombró por guarda de la
fortaleza, y del juramento que hizo de no partirse de ella.
El día siguiente
después que el Rey llegó a Enesa, hizo venir ante si a don Bernaldo
Entensa hijo de don Guillen, mozo de XI años, a quien siempre
llevaba en su servicio, y le amaba como a su padre, y por más
honrarle le armó caballero de su mano, con toda la solemnidad y
ceremonia que usara con su hijo propio: y quiso que sucediese en
todas las tierras, villas y lugares de su padre, con las demás
mercedes, y caballerías de honor que a parte le había dado. También
a don Berenguer Dentensa propinco deudo de don Guillen, por ser tan
buen capitán, y haber sido compañero de don Guillen en aquella
memorable batalla contra Zaen, nombró por general del ejército, y
alcayde de la fortaleza dándole por conjunto a don Guillen Aguilon,
con las compañías de los caballeros del Ospital, y del Temple, y de
los Comendadores de Vcles y Calatrava, que ya de antes estuvieron
allí en guarnición. A los cuales dejó provisión de armas y
vituallas para muchos días, con lo demás necesario para sustentar
el ejército. Y esto hasta la primavera: cuando volviera sin falta
con mucha más gente, para poner el cerco sobre la ciudad. Mas luego
que se sonó por el campo, que el Rey se iba, y que no volvería tan
presto, comenzaron la mayor parte de los soldados que quedaban en
guarnición a murmurar de la ida, y señalar que se partiría de allí
cuantos quedaban. Porque cuarenta caballeros se conjuraron, y
claramente dijeron y un fray Pedro de la orden de sant Domingo, que
para decir misa y confesar a los soldados seguía el campo: que si el
Rey y los grandes se iban, ellos harían lo mismo, y desampararían
la fortaleza: desto fray Pedro dio luego aviso al Rey. El cual lo
sintió en el alma, pensando entre si, que desamparada Enesa era del
todo perdida la empresa, y que en la hora los Moros de Burriana con
toda su comarca, y las demás tierras que había conquistado en el
Reyno hasta los límites de Tortosa, se alzarían y cobrarían todo
lo conquistado, con mucho daño, y mayor ignominia suya. Y como
entendiese que también sería en vano, pensar que con buenas
palabras, o con amenazas se refrenarían los soldados (según es
intolerable la insolencia y atrevimiento de ellos, cuando se amotinan
todos) mandó convocar toda la gente así de a pie como de a caballo
en el templo de nuestra Señora, donde poniendo en presencia de todos
la mano sobre la Ara consagrada del altar, juró que no desampararía,
ni se apartaría Enesa en ninguna manera, y que si no era para mayor
beneficio y favor del ejército, no se alargaría hacia Aragón más
de hasta Teruel: ni hacia Cataluña pasaría el río de Vldecona,
hasta que hubiese tomado por fuerza de armas, o como mejor pudiese,
la ciudad de Valencia. Mas porque no pensasen del, que esto lo decía
fingidamente, y con fin de cumplirlo, luego entendió en que la Reyna
doña Violante con la princesa su hija del mismo nombre, viniesen a
residir dentro del Reyno. Con este juramento tan solemne que el Rey
hizo, se aquietó todo el ejército, y de ahí adelante se le mostró
muy obediente y fiel. Pocos días después desto el Rey fue a
Peñíscola por visitar aquella fortaleza. De donde envió al Abad
don Fernando a Tortosa, para que acompañase a la Reyna, y Princesa,
y las trajese por la vía de Peñíscola, donde se holgó mucho la
Reyna, por ver aquel tan extraño asiento de fortaleza, como se ha
dicho antes en el libro tercero: de allí pasaron a Burriana, donde
quiso el Rey que quedasen: pareciéndole que el buen asiento y
alegría de tan llana y fértil campaña les daría contento. Pero la
Reyna sobornada por las palabras de don Fernando, procuraba de
divertir al Rey de la empresa de Valencia, alegando las dificultades
que le habían enseñado: mas aprovechó poco, porque como el Rey
entendió la frasi
de don Fernando, claramente le respondió que se dejase de porfiar en
aquella demanda, que no mudaría de propósito: y así dejándola en
Burriana se volvió a Enesa al Puig de santa María, porque así se
nombró de allí adelante el monte de Enesa.
Capítulo V. Como Zaen acometió al Rey de partido con ciertas
condiciones, que no se aceptaron, y que hubo dello murmuración en el
campo, y como Almenara se rindió al Rey.
Por este tiempo
acordándose Zaen de la infelice batalla del Puig de Enesa, por haber
sido tan ignominiosamente roto y vencido en ella de tan pequeño
ejército de Cristianos, estando su Rey ausente: y más viendo que de
cada día iba de aumento el ejército dellos: y que estaba el mismo
Rey tan puesto en llevar adelante la empresa contra él, que por
salir con ella, ni se apartaba ya del Reyno, ni hacía casi del de
Navarra que por la muerte del Rey don Sancho le pertenecía: comenzó
a temerle muy de veras: y por esto quiso ver si por vía de concierto
podría dar fin a esta guerra solo que librase a su ciudad de
trabajo, porque del resto del Reyno se curaba poco, a causa de ser
Rey nuevo, y que mucha parte del aun no le había dado la obediencia.
Y así determinó de ofrecer al Rey partidos y aceptar del
qualesquier
condiciones que le pidiese. Para esto envió secretamente un Moro
noble muy gran privado suyo al campo de los Cristianos, a tratar con
el capitán Fernán Díaz hidalgo principal de Teruel, como está
dicho, y continuo del Rey, que era muy su conocido y amigo antiguo,
sobre negocios de paz, diciéndole como se quejaba mucho de su Rey,
porque sin tener causa justa le perseguía y quería despojar de su
Reyno, sabiendo cuan bien se lo defendería: pero porque saliese con
honra de su empresa, le dijese se contentase con el partido que le
ofrecía, como quien partía con él a medias su Reyno. Que le
entregaría todos los castillos del Reyno que estaban entre los
términos de Teruel y Tortosa, con los de la ribera del río
Guadalaviar hasta junto a la ciudad: y más que a sus propias costas
le edificaría una bellísima casa como fortaleza en la Saydia, el
más alegre arrabal de Valencia, donde pudiese poner su gente de
guarnición, y solazarse en ella, con la entrada y salida de la
ciudad libre para su persona y criados siempre que quisiese:
postreramente que le pagaría X mil besantes cada un año de tributo,
solo que quitase todas las guarniciones y gente de guerra que tenía
por el Reyno, y se retirase a los suyos. Oídas las condiciones y
partidos que Fernán Díaz representó al Rey de parte de Zaen, y
vista la impertinencia dellos, luego se entendió, que no las
señalaba con fin de cumplirlas, sino para alargar el tiempo de día
en día con buenas palabras, hasta que poco a poco llegasen los
socorros que de África y de Granada esperaba. Pero el Rey en cosa no
vino bien de cuantos partidos Zaen ofrecía, por ser muy
impertinentes, y mal regulados. Y así mandó se le diese por
respuesta, que él no venía a quitarle el Reyno, sino a sacarlo de
las manos del tirano, para restituirlo a Zeyt Abuzeyt su verdadero
Rey. No pareció bien a muchos de los señores y capitanes, que no
daban en las intenciones de Zaen, la respuesta que el Rey le mandó
dar: mostrando como los Reyes sus antepasados, nunca desdeñaban
semejantes partidos de paz: y que era recia cosa quererlo llevar todo
por punta de lanza. A los cuales por entonces no quiso replicar el
Rey: mas de asomarles, que quien podía lo más, no debía
contentarse con lo menos, y mal compartido. Entre tanto que esto se
trataba en Enesa, acaeció que un Moro que era Alcayde del castillo
de Almenara, juntamente con otro principal de la villa, que estaban
mal con Zaen, y eran del bando de Abuzeyt, secretamente trataban con
el Rey, de entregarle la villa con el castillo, que está en un monte
muy levantado e inhiesto sobre ella. Y como estos dos hubiesen ya
atraído a su opinión a otros del pueblo que también querían mal a
Zaen, fueron a verse con el Rey a Burriana, donde venía muchas veces
de Enesa, y otras partes, a verse con la Reyna, y le prometieron para
cierto día le entregarían la villa de Almenara con su castillo.
Enviando pues el Rey su gente de armas delante para el plazo
concertado, luego les fue entregada la villa. De allí como
quisiesen subir a tomar la posesión del castillo, en compañía de
los de la villa, los del castillo, pensando que venían a tomarlo
antes que se diese la villa, comenzaron a tirar muy buenas canteras.
Pero como el sota Alcayde supo que con los Cristianos venían
mezclados los de la villa, y que el mismo Rey andaba con ellos, luego
se le entregó con algunas condiciones que aceptó el Rey. Con las
mismas se dieron luego los castillos del Val de Vxò, con la villa de
Nules, y el castillo de Alfandech. Los cuales por estar cercanos a
Burriana cayeron debajo de la guarnición y gobierno de ella, y con
esto el Rey pasó al Puig de Enesa.
Capítulo VI. Que ganados
todos los lugares entorno a la ciudad, determinó el Rey poner cerco
sobre ella, y como hecha reseña de la gente, confiaba mucho en los
Almugauares.
Pasada ya la pascua de
Resurrección, como los nuestros volviesen a hacer robos y cabalgadas
por el campo de la ciudad, los castillos de Betera, Paterna, y Bulla,
se entregaron al Rey con los mismos partidos que poco después (como
veremos) los de Silla. De manera que habiendo ya tomado el Rey todos
los castillos y torres alrededor de la ciudad, y siendo ya señor de
la campaña, determinó poner cerco sobre ella, y cerrarle todas las
entradas y salidas. Mostró en esto el Rey su incomparable valor y
magnanimidad, teniendo en tan poco, como se vio al enemigo, pues con
tan pequeño ejército, que apenas bastaba para tomar una pequeña
villa, se atrevió a cercar una tan grande ciudad, fortalecida de tan
alto y ancho muro, y tan llena de gente y armas, demás de estar bien
avituallada, a causa de haberse recogido en ella muchos principales
del Reyno, que seguían la parcialidad de Zaen, con lo mejor de sus
haciendas y vituallas, no siendo el ejército Cristiano que salió de
Enesa para ello, de trescientos y setenta caballos arriba: y estos
contando los que traía don Hugo Folcalquier Vicario del Maestre del
Ospital, y un comendador de Alcañiz y otro de su orden con XXV y más
don Rodrigo Lizana con XXX, don Guillen Aguilon con XV de los
escogidos y probados en la batalla de Enesa. Don Ximen Pérez
Tarazona capitán de caballos con ciento y treinta, y los de la
guardia del Rey que llamaban los Almugauares: en los cuales estaba la
mayor fuerza del ejército, y en quien el Rey mucho confiaba, que
eran hasta ciento y cincuenta. De suerte que toda la gente de a
caballo llegaba a los trescientos setenta ya dichos, y los de a pie a
solos mil soldados, como lo refiere el Rey en su historia. Y con ser
tan pocos, no por eso dejó de poner el cerco, confiando del favor de
Cristo y su bendita madre, y de la buena querella que por su santo
nombre llevaba: también de las compañías de infantería y de
caballos que de cada día esperaba de los dos Reynos, con otras de
los extraños, que sabiase aparejaban, para venir a hallarse en esta
jornada, así de la Guiayna, y de toda Francia, como de Italia e
Inglaterra, que llegaron a tiempo de entrar en el cerco. Mas porque
de cuantos en su ejército había, de ningunos confiaba tanto como de
la compañía de los Almugauares, según arriba señalamos, de los
cuales en la historia del Rey se hace mención, y que eran tenidos
por los más valientes y fieles, hablaremos un poco de la origen y
costumbres dellos, y de su extraño modo de pelear, con tan diferente
vestido y trato, en el capítulo siguiente.
Capítulo VII. De la origen y costumbres con el diferente modo de
vestir y pelear de los Almugauares.
Los soldados de la
guarda del Rey, de quien más se fiaba, y siempre traía consigo,
eran los que en Arauigo
llamaban Almugauares, nombre impuesto por los Moros, a los soldados
del Rey de Aragón que significa, del polvo, como hombres salidos del
polvo de la tierra, o de la labranza, para soldados: o por mejor
decir, que como en la guerra fuesen estos los más fuertes y
valientes de todos, hollaban sus enemigos, y como es manera de decir
en arábigo, los reducían en polvo. Estos no eran todos soldados
viejos como algunos historiadores creyeron: porque también había
bisoños entre ellos: antes eran soldados de a pie robustísimos que
los escogían de pueblos montañeses como gente dispuesta, nervosa y
membruda, nacidos y criados en el campo, y hechos a los trabajos del.
De donde trasladados a la guerra se hacían en invierno y en verano a
dormir en tierra y al sereno, igualmente padeciendo frío, calor y
hambre. Y de su trato eran gente cruel y fiera, y que de grosera, no
solo hablaban poco, pero ni se comunicaba, ni se juntaba para hacer
camarada con otros, que con los de su jaez y condición. De aquí era
que do estaban recogidos, salían como fieras sueltas a pelear muy
alegres y determinados. Llevaban un mismo vestido de invierno y de
verano, que lo vestían sobre la camisa, y le ceñían con una cuerda
de esparto bien apretada. Y todo él así jubón como las calzas,
greuas, y
çapatos hasta el bonete era hecho de pieles gruesas de animales:
juntamente con su zurroncillo (çurrózillo)
que apenas cabía el pan y vino para mantenimiento de un día: no
llevaban otras armas que ofensivas, como lanza, espada y puñal, y
los más una porrimaça,
con las cuales salían a pelear, y osaban esperar y hacer rostro, no
solo a los escuadrones de a pie, pero aun a los de a caballo. Porque
firmando en tierra el cuento de la lanza, y refirmándola
con el pie derecho, encaraban la punta a los pechos del caballo, el
cual con su mismo ímpetu y arremetida se la metía por los pechos, y
se quedaba en hastado.
Y el peón con la destreza de hurtar el cuerpo, se libraba así de la
lanza del caballero como del encuentro del caballo. De suerte que su
principal ejercicio y destreza en el pelear era, mezclarse con la
caballería, y matar los caballos para en cayendo el caballero, ser
sobre él, y degollarle, y robarle: y en caso que muerto el caballero
quedase el caballo vivo a sus manos, su premio era cogerlo y pasar de
soldado de a pie, a hombre de a caballo: pues también había de
ellos, como habemos dicho, compañías de a caballo, como de a pie: y
que en el uno y otro ejercicio eran diestrísimos, y sobre todo
fidelísimos al Rey. Según lo afirma el historiador Montaner en la
historia que escribe del gran Rey don Pedro hijo del Rey, donde
hablando de las guerras que tuvo con los Franceses en Sicilia, y se
sirvió mucho de los Almugauares, refiere como solían decir los
hombres de armas de Francia, que tenían en muy poco a los hombres
darmas de
España, pero que a los Almugauares temían en grande manera.
Capítulo VIII. Como partió el Rey con el ejército a poner cerco
sobre la ciudad, y pasó por el Grao el cual se describe, y que llegó
a Ruçafa, donde salió Zaen a escaramuzar, y por qué causa no se le
dio lugar para ello.
Determinado ya el
Rey de partir para poner cerco sobre la ciudad, mandó hacer muestra
general del ejército, y hallándole muy en orden y bien armado, el
día siguiente por la mañana después de oída misa con mucha
devoción, y encomendado su empresa muy de corazón y alma a nuestro
señor y su bendita madre partió de Enesa con todo el ejército, muy
alegre por la nueva que tuvo en aquel punto, como la Reyna doña
Violante había parido al Príncipe don Pedro en Burriana, aunque
otros dicen en Barcelona, do quiera que fuese, no por eso dejó de
proseguir el Rey personalmente su empresa. Y dejando en Enesa su
guarnición de gente para la guarda de ella, que fueron los cien
caballos de Teruel, con una compañía de infantería, y a don
Berenguer dentensa por general dellos, mandó que marchase el campo
por la marina adelante hasta llegar al Grao en el paraje, y a media
legua de la ciudad. El cual es un pueblo pequeño junto a la mar, a
donde tiene su ataraçanal,
y contratación marítima la ciudad: aunque las naves y bajeles
grandes que allí se aportan, tienen poca seguridad, por ser toda
aquella marina playa bien peligrosa, y de poco fondo, y muy desigual,
y así hacen fondo muy adentro en la mar: que por eso llaman Grao a
este pueblo, porque su playa está debajo el agua llena de montones,
o bancos de arena, que como gradas van a dar en el profundo, y
sobreviniendo tormenta, las naves si no se recogen con tiempo en
otros puertos, o se echan a la mar dan al través, y se encallan en
estas gradas. Hazense
estos montones de la mucha arena que el río Guadalaviar que allí
junto entra en mar de ordinario trae con sus grandes avenidas, y en
tanta manera va cegando toda aquella ribera, que hoy viven los que
vieron batir las olas del mar junto a las paredes del Grao, y agora
le ven un gran tiro de ballesta alejado de ellas. La misma malicia de
de playa hay a las bocas de Júcar, y de allí adelante hasta el cabo
Martín junto a Denia, que por otro nombre llaman el cabo de la
herradura, hacia el mediodía, dicho así, porque volviendo de allí
atrás por la costa adelante al otro cabo que llaman de Orpesa al
septentrión, que distan entre si por linea recta XV leguas y por
tierra XXV, hace un grande seno y entrada la mar a manera de
herradura, cuyo medio viene en frente del Grao: dentro del cual seno
y espacio hay muy poco hondo, y aquel desigual, por las causas arriba
dichas, de las crecientes arenosas de los ríos que en ella entran.
Pasando pues el ejército el río Guadalaviar, mandó el Rey asentar
el Real en unos casales, a poco menos de media legua de la ciudad.
Donde hizo plantar las tiendas, con fin de aguardar allí la demás
gente que esperaba, hasta tener el ejército más lleno para poner el
cerco. Luego el mismo día vieron salir de la ciudad un gran tropel
de gente de a caballo a vista del ejército, poniéndose muy en orden
para pelear. Pero mandó el Rey que ninguno se moviese de su puesto,
hasta hecha señal por el maestre de campo, por no venir a las manos
con el enemigo antes de tener la tierra conocida y los pasos de ella:
lo cual entendido por los moros, se volvieron a la ciudad. El día
siguiente por la mañana, los Almogávares no embargante el
mandamiento del Rey, pareciéndoles se le hacía mayor servicio en no
perder alguna buena ocasión, se salieron de su puesto, sin que el
Rey lo supiese, y se fueron para Ruzafa, arrabal muy poblado que está
poco menos de quinientos pasos de la ciudad, con fin de saquearlo.
Como lo supo el Rey, mandó que todo el campo se pusiese en armas, y
se allegase al arrabal, temiéndose que en ser descubiertos del muro
los Almugauares, se podrían ver en muy grande aprieto, y pagar bien
su atrevimiento, si no les acudiese socorro. Y fue así que en el
punto que fueron descubiertos del muro, Zaen salió a dar en ellos,
con cuatrocientos caballeros, y X mil infantes. De estos hasta número
de 40, se echaron por unos campos habares (hauares)
adentro, que estaban regados, a coger habas: por ventura para dar
ocasión a que se trabase (trauase)
alguna escaramuza. Como los vio don Ramon Abellán (Auellan)
Comendador de Aliaga en la tierra de Aragón de los del Hospital, y
también Lope de Luesia Aragonés, procuraban a toda porfía que se
arremetiese contra los cuarenta desmandados, y se tomasen vivos para
saber dellos la intención y designios de Zaen, y el número de gente
que tenía. Pero no quiso el Rey consentir en ello: porque el
ejército aun no tenía su asiento fortificado, ni hecho sus
palenques y fuerte do recogerse con el bagaje, para ponerse en
defensa, en caso que el enemigo prevaleciese. También porque
recelaba que los Moros yendo descalzos, adrede habían regado los
campos para poder mejor pelear que los nuestros calzados por el agua,
demás que la salida de la escaramuza sería difícil y peligrosa, a
causa de las muchas acequias que atravesaban por diversas partes, y
para los que no sabían los pasos de la tierra, sería poner así a
los de a pie como a los de a caballo en muy gran enredo y trabajo. En
esto se pasó todo el día, estándose los dos ejércitos mirando el
uno al otro a un tiro de ballesta, sin darse más ocasión, ni señal
para pelear: antes Zaen en hacerse noche recogió su gente, y se
metió en la ciudad. También el Rey con todo el ejército se retiró
a Ruzafa, que ya estaba hecha un fortificado Real, cercado de una
buena empalizada, y al embocadero de cada calle su enmaderamiento de
tablas con sus cestones. Diose la guarda de aquella noche con el
nombre a cincuenta de a caballo de los más escogidos. También por
la mañana se consultó sobre el auituallamiento,
y provisión del campo. Pero hubo poco que pensar sobre ello, porque
los mismos Moros de Ruzafa, y de los otros arrabales, y alquerías,
que llaman, de la huerta y vega, traían todas las provisiones y
vituallas que tenían a vender a muy barato precio, por no esperar a
que los soldados se las tomasen por fuerza, y les diesen a saco las
casas. Además de esto que de Enesa y Burriana llegaba por mar de
cada día, de donde también proveían de armas y aparejos para las
machinas y trabucos que se armaban para el cerco. Mas el día
siguiente, ni otros cinco después, Zaen ni su gente no parecieron,
ni salieron a escaramuzar. Desto se maravillaban mucho: porque como
Zaen fuese animoso y ejercitado en guerra, y llevase a los nuestros
por entonces aventaja
en gente, parecía que con grande mengua suya rehusaba de salir a
pelear: según que en otras ocasiones, como dijimos en el precedente
libro, que se le habían ofrecido para pelear muy a su salvo, también
había rehusado lo mismo, y dejamos para este lugar el declarar la
causa dello. La cual fue no por negligencia, ni cobardía suya, sino
de puro recelo y temor que de los suyos tenía, a causa que como
fuese tirano, y hubiese echado del Reyno a Abuzeyt Rey bueno, había
agraviado a muchos, y así tenía no pocos enemigos dentro de la
ciudad, señaladamente los que seguían la parcialidad de Abuzeyt que
eran de los principales de la tierra. Porque estos aunque callaban y
disimulaban, todavía estaban con ánimo de hacer salto contra Zaen,
siempre que alguna buena ocasión se les ofreciese. Por eso temía
Zaen de salir a las escaramuzas, porque si le llevaban de vencida los
Cristianos, no le hiciesen pedazos los suyos, o le entregasen vivo al
Rey enemigo. Y así procuraba Zaen secretamente, como dijimos, de
entregar por concierto la ciudad, sino que se le daba poco oído, por
ofrecer partidos impertinentes, y también porque le animaban mucho
los de su parcialidad y bando a que se entretuviese, confiados de los
socorros que adelante diremos.
Capítulo IX. De los Prelados, señores, y Barones, y de las ciudades
y villas, con la diversidad de naciones, que acudieron al cerco de
Valencia, y del modo como eran alojados en el campo.
En este medio acudían los
Obispos y Prelados de los dos Reynos, cada uno con la gente, o dinero
que podía como fueron el de Zaragoza, Tarazona, y Huesca de Aragón,
el Arzobispo de Tarragona, y obispo de Barcelona, Girona, Lerida, y
Tortosa de Cataluña. También los señores y Barones de los dos
Reynos arriba nombrados con la gente de a caballo, y de a pie,
conforme a la posibilidad de cada uno. No faltó gente de castilla,
señaladamente los comendadores de las órdenes de Vcles y Calatrava,
los que pudieron, por llevarse los demás el Rey don Fernando de
Castilla para la guerra que hacía por este tiempo contra los Moros
del Andalucía, y les ganó a Córdoba y Sevilla. Asimismo se
juntaron con estos los comendadores mayores de las mismas órdenes
del Reyno de Aragón, el de Montalbán, y el de Alcañiz, trayendo
todos muy escogida caballería, y otra gente consigo. Demás destos
llegaron las compañías de infantería hechas por las ciudades de
Teruel, Daroca, Tarazona, Borja, Calatayud, Zaragoza, Huesca, Lerida,
Tortosa, y Barcelona: cada una por si, con el mayor poder y aparato
que podía. Tras estos llegó el Arzobispo de Narbona llamado Pedro
Aymillo, de los más nobles y más poderosos caballeros de la
Guiayna. Porque sin el Arzobispado, era señor de muchos pueblos,
como se le pareció, pues trajo a su sueldo para esta guerra cuarenta
caballos ligeros, y seiscientos infantes. Cuya venida fue al Rey
gratísima, porque trajo más gente que ningún otro grande de sus
reynos. Finalmente acudieron otros muchos caballeros de Francia,
Inglaterra, y de Italia, que movidos por la fama del Rey, y de su
católica y tan santa empresa, venían muy de buena gana a
favorecerle con sus personas y gente. Según que en las historias de
los Ingleses se halla, que Enrico tercero Rey dellos envió gran
número de soldados para esta conquista. Y lo mismo se halla de los
Franceses, por orden del Rey Luis el santo, que para contra Moros
nunca faltaba. Por donde aumentando de cada día el ejército,
determinó de no quedar más en el arrabal, sino llegar de hecho a
poner cerco sobre la ciudad. Con esto los Moros acabaron de
encerrarse para padecer los miserables trabajos que pasan por los
cercados. Pues como venían las compañías de las ciudades, así se
guardaba el orden con ellos en lo de los alojamientos, es a saber,
los que más tarde llegaban, su alojamiento era más cercano a la
ciudad. Porque las compañías y gente de Barcelona, que vinieron por
mar con muy grande y suntuosísimo aparato de gente, armas, y
machinas, y llegaron últimos, fueron alojados más propinquos a la
ciudad, a manera de penitencia por la tardanza. Venían todos tan
ganosos de servir al Rey, y de ganar honra en esta jornada, que
ninguna diferencia, ni distensión se movió sobre los alojamientos:
lo que en todas las guerras y asientos de Reales suele ser negocio
bien debatido y reñido.
Capítulo X. De la consulta que hubo por cual parte del muro
acometerían la ciudad, la cual se describe, y de las razones del
Arzobispo de Narbona y de las del Rey sobre ello.
Estando ya repartido
el ejército, y asentado el cerco sobre la ciudad a medio tiro de
ballesta, con las máquinas y trabucos armados y puestos en orden
para batirla: moviose
plática por vía de consulta delante del Rey por los principales
Capitanes del ejército a quien mandó congregar a consejo: para
entender, por cual parte del muro sería mejor comenzar a batir la
ciudad. Porque por ser muy grande y bien entendido el asiento y rodeo
de ella, no se podía cercar del todo, ni dar juntamente los asaltos
por diversas partes: si sería mejor reconocer las más flacas, y
acometer por ellas. Estaba la ciudad puesta en llano, casi en forma
redonda, y tenía en circuytu poco menos de media legua. La cual
entre otras se mandaba por cuatro puertas principales. La primera se
decía de la Boatella puesta entre mediodía y poniente. La otra
siguiendo a la mano izquierda, que decimos de Baldiña, hacia el
Septentrión. La tercera al levante debajo una muy alta y ancha
torre, que hoy en día de llama del Temple. La cuarta hacia el
mediodía llamada de la Xerea.
Entre esta y la de la Boatella, había muy grande espacio y
distancia, y en el medio un cantón, o punta de muro muy salida que
encierra la área y patio donde está hoy fundada la insigne Academia
y célebre Universidad de Valencia, de la cual se hablará en el
libro siguiente. Extendíase esta punta, o salida hacia la mar en
aquella parte donde estaba alojada la mayor fuerza y cuerpo del Real
y ejército: y que por la mucha distancia que había de la una puerta
a la otra, sin ninguna, o muy pocas torres en medio, era aquella
parte del muro desierta, y con menos gente guardada que las otras. De
manera que oída la relación que del asiento y postura de la ciudad
se hizo, el Arzobispo de Narbona, que como dijimos, era muy experto
en guerra, porque en su mocedad la había seguido mucho con los Reyes
de Francia: preguntado de su parecer, dijo, Que las machinas y
asaltos sería mejor encararlos a la puerta de la Boatella, que a
otra parte del muro: porque sería más fácil a los combatientes dar
sobre las puertas de madera, y romperlas, y quemarlas para facilitar
la entrada, que no quebrantar el muro de dura piedra, estando en
parte a donde antes de ser vistos, ni sentidos los enemigos podían
salir de la ciudad, para dar sobre el Real improvisadamente, y muy a
su salvo recogerse. Por que con dejar buena guarda los de dentro en
aquella parte del muro por hacer rostro, y resistir a la batería:
podía salir todo el resto del ejército de Zaen por las cuatro
puertas, y tomar el campo del Rey por las espaldas, y confundirlo
todo. Como el Arzobispo hubo dicho, y a todos pareciese también, que
ya casi se conformaban con su voto: el Rey fue de contraria opinión:
y la esforzó con harto
más eficaces razones que las del Arzobispo. Mostrando como con mayor
comodidad, y más a su salvo del ejército, se podía batir aquella
parte del muro, que no la puerta de Boatella. Lo primero, por estar
aquella parte angular guarnecida de poca gente, y menos puesta en
defensa, y también muy apartada de las dos puertas:por donde no se
podían hacer ningunas súbitas salidas de gente de la ciudad contra
el ejército y machinas, que no fuesen mucho antes descubiertos por
los centinelas, para poderles ir al encuentro. Lo segundo porque
aquella parte de muro no tenía torres salidas para fuera, y por eso
no podían los de dentro sino de derecho en derecho, y no por los
lados, ni de través, dar con las saetas, ni otras cualquiera armas
en los del ejército: sino que con la salida de la esquina era
forzado que los que estaban en defensa, se dividiesen unos de otros,
y que ni hubiese lugar para ser muchos de cada parte, ni que viesen
los unos el peligro de los otros, ni se pudiesen valer: y así habría
menos resistencia al batir del muro. Lo último que estando el
ejército en aquella parte más propinco a la mar, era cierto que
defendería mejor las vituallas con lo demás que se le trajese por
mar, sin que los enemigos lo pudiesen saltear, ni aprovecharse de
ello. Finalmente para mejor impedir que el socorro de allende que
esperaban los enemigos, no se juntase con la ciudad, sin ser antes
descubierto
y destoruada
su desembarcación,
y con esto acabó su dicho.
Capítulo XI. Como prevaleciendo la opinión del Rey se batió la
ciudad por la parte que señaló, y se llegó hasta agujerear el
muro, y como se tomó el pueblo de Silla a partido.
Oídas por los del consejo
de guerra las razones de ambas partes, hallaron que en todo
prevalecía las del Rey, y con esto fueron de parecer que la batería
y asalto se diese contra la esquina del muro. Lo cual se puso luego
en ejecución con muy grande diligencia y porfía de los soldados:
fortificando cuanto a lo primero el Real con buena empalizada y
cestones para defenderse de las repentinas salidas y arremetidas que
podían hacer los Moros contra él. Y con esto llevando siempre
adelante las trincheras y ganando tierra, comenzaron a asestar las
máquinas y sus tiros de grandes piedras la parte de la esquina:
juntamente con las pequeñas que llaman mantas, y en Latín
testudines: cuyo uso fue en la presa de la ciudad de Mallorca muy
acertado. Podían muy bien las máquinas grandes: aunque de lejos,
asestar sus tiros de piedras contra el muro, y más a dentro sobre
las casas de la ciudad haciendo notable daño en ellas: pero para las
mantas era muy dificultoso el allegarlas, a causa de las dos grandes
acequias, o valles de inmundicias de la ciudad que concurrían junto
al muro, el uno que venía de hacia la Boatella, y el otro de hacia
la puerta de la Xerea que servían de foso, y se juntaban delante la
punta del muro, y no había más de una puente pequeña sobre la
junta de las dos acequias, por donde era imposible pasar las mantas,
por cuanto al pasar se encaraban así bien los del muro a dar sobre
ellos con piedras y saetas, que atemorizaban y causaban muy gran daño
en los que ayudaban a llevarlas. A esto acudió el Rey con su buen
ingenio en disponer por detrás de las mantas, y por los lados,
buenos ballesteros que se encarasen con mucha atención contra los
que de lo alto del muro disparaban, para que uno a uno diesen en los
que se asomasen. De manera que con ser pocos los del muro, por su
estrechura, con la buena maña y encaramiento de los ballesteros, los
hicieron menos: y así cesando la resistencia, pasaron las mantas por
la puente adelante; y luego con la industria de unos soldados de
Lerida, que en esto eran diestrísimos, y en la presa de Mallorca, y
en la de Ibiza (como se ha dicho) fueron siempre los primeros en los
asaltos y roturas del muro: allegaron con las mantas a tocar con él.
El cual fue luego con picos, y con sal y vinagre en tres partes
agujereado, hasta que pudo haber entrada para un cuerpo de soldado
por cada agujero. Esto fue hecho con tanta presteza, por complacer al
Rey, que de lejos a voces los animaba: que visto el servicio dellos,
y en cuan poco tenían la vida solo le contentasen, prometió de
remunerarlas harto bien, como lo cumplió después muy
aventajadamente. Entretanto que esto pasaba, y los de la ciudad,
sintiendo el daño del muro, acudían a fortificarlo: Don Pedro
Fernández de Azagra, y don Ximeno de Vrrea con su gente de a
caballo, y cuatro compañías de infantería, con dos máquinas
pedreras, se fueron a Silla, mediano pueblo, a dos leguas de la
ciudad a la parte de medio día: y llegados asentaron con grande
presteza las máquinas, y batieron el muro con algunos asaltos que
por las partes más flacas del comenzaron a dar los soldados. Pero
los de dentro confiados de que Zaen les enviaría luego socorro, se
defendieron valerosamente ocho días enteros. Pasados estos, y no
llegando el socorro, se entregaron con estas condiciones. Que no
fuesen saqueados, ni echados del pueblo: que pagarían los gastos del
cerco, y darían perpetuamente tributo al Rey: al cual y no a otro,
se darían. Luego despacharon los Capitanes para el Rey, avisando del
entrego y condiciones. El cual holgó mucho dello, y envió a decir a
los de Silla, con la patente firmada de su mano, que se contentaba de
los conciertos: que se diesen, que los recibía debajo su amparo y
protección, y así se dieron.
Capítulo XII. Como la armada de Túnez llegó a la playa de
Valencia, y de las prevenciones que el Rey hizo contra ella, y lo que
hicieron los del campo en burla de los de la ciudad.
Volviendo al combate
de la ciudad, con el cual llegaron las mantas tan junto (como está
dicho) al muro, que se pudo agujerear, luego los de dentro acudieron
con gran presteza a cerrar lo agujereado con tierra, piedras, tablas,
y vigas de punta, y atravesadas de manera, que con el concurso de
toda la ciudad a remediar el daño, se rehizo, y reparó aquella
parte de muro tan fortificadamente, que de allí adelante estuvo más
en defensa que lo demás. Con todo esto la artillería de las
máquinas y trabucos iba siempre haciendo nuevos daños por otras
partes del muro, por divertir a los de dentro. Y pues el Rey tenía
ya las espaldas seguras con tan grande ejército, y sabía las
necesidades, y hambre que en la ciudad comenzaban a sentirse,
creyendo que de si misma se rendiría presto, no la combatía con
toda la prisa y furia que podía. Estando en esto, aconteció que
arribó a la playa la armada de Túnez con doce galeras Reales, y
otras seis fustas, que llaman Zabras, enviadas por el Rey de Túnez
en socorro de Valencia. Las cuales a prima noche echaron áncoras en
frente del Grao, para dar ánimo a Zaen y a los suyos, y para
acobardar a los nuestros. Desto fue luego avisado el Rey a la media
noche: y sin decir nada tomó cincuenta de a caballo, con doscientos
Infantes, y se fue la vuelta de la marina: donde dejado los de a pie
escondidos dentro de unas matas, se puso con los de a caballo detrás
de unas chozas de pescadores no lejos de la marina, teniendo sus
espías junto al agua: para que en saltando algunos de la armada en
tierra, fuese luego sobre ellos, por prender algunos, y entender
dellos que tanta sería la gente que venía en la armada. Juntamente
despachó de allí dos de a caballo por la costa adelante, para
avisar a los de Burriana, Peñíscola, Tortosa y Tarragona, de la
venida de la armada de Túnez, y que estuviesen a punto con las
galeras para correr por la costa a defender los lugares marítimos.
De manera que los de Túnez dieron noticia de su venida a la media
noche con grandes lanternas y Fanales, con muchas llameradas,
y grande estruendo de atambores
y trompetas, para ser sentidos de los de la ciudad. Los cuales
descubiertas las lumbres, y oída la música, conociendo ser la
armada y gente de Túnez, y teniendo por cierto que por ellos serían
socorridos y librados del cerco, respondieron con la misma salva, y
estruendo de trompetas y añafiles,
notificando como daban señales de obediencia al Rey de Túnez como a
su verdadero señor, y libertador de la patria. Lo cual visto por el
Rey, envió a mandar al ejército que hiciesen otro tanto en el
campo, y con mayor alegría y estruendo. Y que llevasen toda la noche
lumbres haciendo hogueras entorno de la ciudad, en tanto que se
detuviese la armada en el mismo puesto, para que entendiesen los
cercados, que los del campo no ignoraban la venida de la armada, y
socorro de Túnez, y que no desmayaban por ello. Dice se que la
siguiente noche, se hicieron en el Real ciertos instrumentillos de
fuego, que vulgarmente llaman cohetes. Los cuales dado fuego y
echados en alto caían como rayos, y reventaban como truenos dentro
la ciudad. Destos echaban tantos en el campo, que se dice, que los
Moros viendo aquellos como monstruos de fuego, se atemorizaban, y los
tuvieron por ma agüero. De aquí quedó en la ciudad, lo que después
de tomada ella se ha continuado hasta nuestros tiempos en cada un
año, hacer gran fiesta la víspera del glorioso mártir sant Dionis,
con el estruendo de trompetas y atambores, y el jugar de cohetes y
otros fuegos, tomando ocasión de aquella noche, que apareció la
armada de Túnez, y fiesta que en la ciudad, y en el campo de los
Cristianos se hizo a causa de ella. De suerte que la esperanza que la
ciudad tuvo de ser descercada con el socorro de los de Túnez, con la
buena diligencia del Rey que les impidió la desembarcación, se
deshizo, y con la arrebatada partida de la armada desvaneció del
todo. Porque a dos días que estuvieron surgidos en la playa, como
ninguno de la ciudad vino a ellos, se fueron costeando la vuelta de
Peñíscola: donde como desembarcasen algunos a hacer agua en la
fuente de la villa, pensando que aun estaba por los Moros, fueron
luego sobre ellos Fernán Pérez Pina y Fernando Ahones Gobernadores
de ella con la gente de guardia, y a buenas lanzadas los echaron de
la tierra. Pasando más adelante al puerto de los Alfaques saltaron
en tierra. Mas los de Tortosa que ya estaban avisados salieron a
ellos, y viniendo a las manos mataron xvij de ellos, y a los demás
hicieron embarcar a más que de paso. Pues como vieron los del armada
el ruyn efecto de su navegación, mudaron de propósito, y se
volvieron a Túnez.
Capítulo XIII. Como idos
los de Túnez proveyeron los de Tortosa el campo de vituallas, y que
los Moros volvieron a las escaramuzas, y ganaron una los Aragoneses y
Catalanes, y perdieron otra los Narboneses.
Partida la armada de
Túnez, y quedando el mar seguro, luego los de Tortosa proveyeron por
mar al campo de pan, y otras vituallas: con las cuales y de la misma
tierra había tanta hartura en él, que para según era grande, fue
cosa bien de maravillar. Porque creció de manera que llegó a mil
caballos, y 60 mil infantes. Pues como anduviese noche y día la
batería de las máquinas y trabucos con grande furia haciendo su
oficio contra la muralla y casas por la misma parte del ángulo, los
de la ciudad por divertir a los nuestros de tan continuo batirla,
volvieron a las escaramuzas, y así comenzaron muchos a salir fuera
por la puerta de la Boatella, donde había muy grandes aparatos
dentro para su defensa. Haciendo pues los Moros sus arremetidas
contra las máquinas, con sus alcancías y granadas de fuego para
quemarlas, y acudiendo al mismo tiempo los del muro a disparar sobre
los nuestros: fue tanto el debate de ambas partes, que a la manta que
antes sirvió para agujerear el muro, y de nuevo volvía para hacer
lo mismo, hecha pedazos la hicieron retirar, con muchos heridos de
los que en ella iban. Esto pudieron hacer los del muro muy a su
salvo, porque con la repentina venida de los Moros a escaramuzar se
divertio
el campo del combate, de tal manera que dejaron de tirar a los del
muro por dar sobre los Moros, ya cuando ellos se iban con buen orden
retirando, y por aquella vez los nuestros no los siguieron. Acaeció
de ahí a dos días, que ciento de a caballo de los nuestros
arremetieron juntos contra un gran tropel de caballos que salieron de
la ciudad a dar sobre el Real, y haciéndolos retirar por la puerta
de la Xerea a dentro, que no estaba con mucha guarda, se entraron
mezclados con los Moros: y matando xv de ellos, se volvieron sin
faltar ninguno al Real, que fue cosa harto señalada, y bien alabada
por el Rey. Al cabo de tres días pretendieron hacer lo mismo los
cuarenta caballos del Arzobispo de Narbona, con algunos otros de la
Guiayna, no sabiendo el engañoso arte de pelear de los Moros
jinetes. Los cuales tenían por costumbre de arremeter con grande
alarido contra sus enemigos, y luego como quien vuelve las espaldas
fingían huir, para con este ardid atraerlos a que se desmandasen, y
sin orden se arrojasen sobre ellos: a dos fines, o de traerlos hasta
dar en alguna celada, o abriéndose en dos alas, revolver a cerrar
con ellos, y tomarlos en medio. Saliendo pues desta manera los Moros
con grande ímpetu, los Narboneses que los estaban aguardando, sin
dar parte al Rey arremetieron para ellos, los cuales les volvieron
las espaldas retirándose como quien huye hasta llevarlos junto al
muro de la puerta de la Boatella, de donde como estaba de concierto,
llovieron tantas saetas y piedras sobre ellos, que casi ninguno dejó
de ser herido, y algunos murieron: mas sobreviniendo la noche se
retruxeró:
quedando los Moros muy ufanos desta victoria. Luego se fue el Rey a
ver al Arzobispo, para consolarle, y para tener gran cuenta con la
cura de sus heridos.
Capítulo XIV. Que por allegarse el Rey mucho al muro, fue herido en
la frente, y como sano volvió presto a las escaramuzas.
Continuando los
Moros sus repentinas salidas, pensaron algunos del campo en cogerlos,
y así se pusieron en celada detrás de unas caserías que estaban en
frente de la puerta de la Boatella, aunque algo apartadas, para en
salir luego dar sobre ellos, y seguirlos hasta meterse dentro de la
ciudad con ellos. Pues como el Rey, no sin causa se recelase de esta
determinación de los suyos: los cuales de confiados que les había
de suceder tan bien como a los primeros, se disponían a lo mismo, se
puso con muy buen cuerpo de guarda cerca del muro, armado de todas
armas, con su yelmo en la cabeza, para impedirles la entrada: donde
estando tan fijo, que no eran parte las saetas espesas que disparaban
sobre él para removerle de su puesto, acaeció que alzando por
descuido la visera del yelmo le dieron con una saeta en lo alto de la
frente, por la más extraña manera que jamás se vio en cabeza
armada, y aunque no encarnó mucho la herida, pero como saliese
sangre, y le diese sobre los ojos, fuele necesario recogerse a su
tienda a curarse de ella, y detenerse algunos días sin salir a
fuera, a causa de la hinchazón que se le hizo en el rostro, tanto
que se le atapó
un ojo: de lo cual se siguió grande alteración y sobresalto por
todo el ejército, y los Moros, que luego lo supieron, tomaron dello
muy grande orgullo. Mas no permitió nuestro Señor que se lograsen
mucho dello: porque con el favor divino, y la buena cura de los
cirujanos (cirugianos)
y médicos, a los cinco días se halló sano, y deshecha la hinchazón
sin ningún otro accidente. Con esto no pudo acabar consigo de no
salir luego en público, para dar con su presencia ánimo a los
suyos, y quitarlo a los enemigos: los cuales ya estaban muy ufanos, y
se tenían por descercados, pensando que la cura duraría mucho, y
que faltando la presencia Real, ninguna cosa buena haría por si el
ejército, y así con las escaramuzas lo confundirían todo. En lo
cual no se engañaban del todo. Porque cierto era el Rey como una
grande alma, que informaba, y daba casi el ser a todo su ejército.
Demás de su universal gobierno que llevaba, al cual siempre estaba
intento, y junto con eso, era tan comunicable y afable con los
soldados, que tenía especial cuenta con todos. Mayormente con los
valientes, y señalados, que a estos llamaba hermanos, y se
entremetía en los ejercicios militares y a todo peligro con ellos. Y
es cierto lo que de él se escribe, que le acaeció no pocas veces, a
un súbito rebato, y tocar al arma a la media noche, levantarse con
gran presteza de la cama, y echada una cota de malla sobre la camisa,
con su tan preciada espada, que llamaban Tisona, que se la enviaron
de Monzón (como él dice) arremeter para los enemigos, y de ahí los
suyos viéndole acudir de los primeros, pelear como leones.
Capítulo XV. Como don Pedro Cornel y don Ximen de Vrrea dieron
asalto a una torre de la ciudad y fueron maltratados, y el Rey dio
otro a la misma, y la quemó.
Andando en estas
escaramuzas y asaltos los del campo con los de la ciudad, dos
principales capitanes del ejército llamados don Pedro Cornel, y don
Ximeno de Vrrea, deseosos de señalarse en esta jornada, se juntaron
sin dar parte al Rey, ni a los otros Capitanes, y con solas sus
compañías emprendieron de combatir la puerta de la Boatella, pues
los Moros habían ya de tal manera fortalecido el agujero del muro,
que no se podía por aquella parte ganar tierra con ellos. De suerte
que a cabo de tres días que lo pensaron, y aparejaron lo necesario
para el efecto, secretamente se levantaron antes del día, y
arremetieron con sus máquinas portátiles, como vayuenes arietinos
(de los cuales se ha hablado antes) a encontrar con la misma puerta.
Pero la hallaron tan firme, a causa de estar de parte de dentro muy
fortificada, que no hicieron en ella misma: antes fueron muy mal
tratados por los Moros que guardaban la torre, que estaba al lado de
la puerta: de la cual echaron gran copia de saetas y piedras, que no
les dejaban continuar el combate: hasta tanto que súbitamente fue
abierta, y salió un gran tropell
de gente de a caballo bien armada, y dio tan descargadamente sobre
los nuestros, que les fue bien necesario el retirarse con muy gran
daño a cuestas. Esto fue hecho tan de rebato, y tan sin avisar a
nadie, que cuando acudió el campo en socorro dellos, ya los Moros se
había metido dentro la ciudad, y cerrado la puerta. Lo cual sintió
el Rey mucho, no tanto por el daño hecho a los Capitanes y gente de
ellos (que esto decía lo habían muy bien merecido) cuanto por
haberse así arrojado temerariamente, sin su licencia: y luego mandó
publicar el asalto de la misma torre para el día siguiente. Venida
la mañana, mandó juntar doscientos caballos, con cuatro compañías
de Infantería, y una de las principales máquinas, para que todos
juntos a una concurriesen en la batería, sin querer tener en cuenta
con la puerta, sino con la torre, dejando apercibido el campo, para
en caso que saliesen los Moros a dar sobre ellos por aquella, o por
otra puerta, acudiesen, y procurasen de revolverse con ellos, y
entrarse juntos en la ciudad, que él haría lo mismo. Más proveyó
de una banda de ballesteros que no atendiesen a otro, que a encarar y
dar en los que asomasen por las almenas de la torre. Con esto comenzó
la máquina a disparar sobre ella: pero la hallaron tan fuerte, y
bien apercibida de armas, que bastaban pocos para muy bien
defenderla. Porque con solos diez hombres de guarda se defendía a
muy grande daño de los de fuera. Los cuales con esto se
ensoberbecían tanto, que no solo burlaban de los nuestros: pero
teniéndose por muy seguros, cerraron las puertas de la torre por
dentro, sin acoger a ninguno de los suyos a que les ayudasen, por
repartirse entre si solos la gloria de la defensa, y aun a los de
nuestro campo los exhortaban, a que se diesen a merced del Rey, que
por ser tan valientes y buenos soldados les haría mercedes; contra
estos disparaban más de propósito, y hacían mayor daño en ellos.
Viendo esto el Rey, mandó traer fuego de alquitrán, y echar muchas
granadas del sobre la torre, y también meterlas por las bocas de las
troneras bajas. La cual como estuviese dentro enmaderada, prendió el
fuego tan presto, y turbó el grande humo a las guardas de tal
manera, que no tuvieron tino para abrir la puerta a los suyos, para
que entrasen a socorrerles: sino que el fuego y humo los ahogó, y
consumió: y la torre con el gran ímpetu del fuego, a vista del
ejército y ciudad ardió, y en un punto se hundieron las obras
muertas de ella, con tanta presteza, que no dio lugar a ningún
socorro. Por donde los de la ciudad viendo su perdición cierta,
hallándose desamparados de todo favor y ayuda: y más que las
vituallas y mantenimientos les iban faltando, determinaron rendirse,
y para persuadir esto a Zaen, acordó el pueblo de enviárselo a
decir con buenas razones, por algunos principales de la ciudad: de
tal manera, que en caso que no viniese bien en ello, le forzasen, y
aun hiciesen ademán de poner en él las manos: que sería luego todo
el pueblo con ellos.
Capítulo XVI. De los embajadores que el Papa y ciudades de Italia
enviaron para rogar al Rey fuese a librarlos del Emperador Federico,
y como determinó de ir, y la causa porque se estorbó la ida.
Por este tiempo, como la
fama del Rey, y gloria de sus memorables hechos volase por el mundo,
y fuese celebrado su nombre con título del mejor y más belicoso
Capitán de la Europa, y con esto tan pío y católico, que todas sus
guerras y empresas eran para más ensalzar la fé católica y
religión Cristiana, determinaron el sumo Pontífice Gregorio IX, y
ciudades de Italia, de invocar su favor y ayuda contra el impío y
cruel Emperador Federico: el cual perseguía con inicua y cruel
guerra, no solo a las ciudades de Cremona, Mantua, y Pauia: pero aun
las había contra la Sede Apostólica, y amenazaba a toda Italia, la
había de poner debajo de su cruel yugo. Pues como llegasen los
Embajadores, y entrados ante el Rey notificasen lo dicho: añadieron,
que Federico no solo era impío y digno de ser descomulgado, por
haber conjurado y tomado armas contra su madre la santa sede
Apostólica, y sacerdotes de Cristo: pero aun porque como cruel e
inhumano, había puesto las manos en Enrico su propio hijo
primogénito, y primo hermano de su Real Alteza, intitulado ya Rey de
Romanos: y que lo había metido en cárceles, y privado de la vida y
Reyno, por solo que favorecía las cosas del Pontífice. También las
ciudades de Milan, Boloña, y Plazencia de las principales de Italia,
a quien nuevamente amenazaba Federico, enviaron sus cartas al Rey con
las del Pontífice, echándosele a pies, y suplicando, se apiadase de
ellas, y tomase a cargo su defensa con la de toda Italia, y del
Imperio Romano, porque removiendo del a un tan intolerable tirano, le
servirían como a su verdadero Emperador y señor, con gente y armas.
Ofreciendo para los gastos de esta empresa luego de presente darle CL
mil libras Imperiales. Y para cada año prometían de acudirle con
los derechos y rentas ordinarias que pagaban a los Emperadores en la
Lombardía de los Alpes a dentro: y que le tomarían por su perpetuo
patrón y general Gobernador de todos ellos. Finalmente toda Italia
le daría título y renombre de común padre, y libertador de la
patria, y sin eso la Sede Apostólica le honraría con el título de
Católico defensor de la Iglesia. Oídos por el Rey con toda su Corte
los Embajadores, dijo que daría presto la respuesta a su demanda. Y
en este medio mandoles hospedar muy espléndida y suntuosamente, y
que entretanto que deliberaba la respuesta, los llevasen por todo el
Real, para que viesen el asiento y grande aparato del. También mandó
juntar el consejo Real y de guerra, donde se hallaron el Rey y la
Reyna, y el Arzobispo de Narbona, juntamente con los Obispos de
Zaragoza, Huesca, Vich, Albarracín, y los Vicarios de los Maestres
del Temple y Hospital, y otros señores de Aragón, y Cataluña, y
más los capitanes del ejército. A los cuales brevemente propuso,
como se le ofrecía la empresa, y socorro de Italia, y de la Sede
Apostólica, al tiempo que tenía la de Valencia en los términos que
veían. Por lo cual pedía le diesen consejo sobre cual de las dos
proseguiría. Porque si a la una le obligaba el propio interés de su
casa y Reynos: a la otra le compelía la defensa de la casa de Dios,
que era la Sede Apostólica en la tierra, junto con el universal
reparo de toda Italia: que lo mirasen bien, porque sin más réplica
seguiría lo que determinasen. Mucho se maravillaron todos de tan
alta proposición, mayormente por lo que ya se había divulgado la
gran necesidad y estrechura en que estaba toda Italia, y con el
encarecimiento que el sumo Pontífice y ciudades pedían el favor del
Rey contra el Emperador Federico. Y así como de negocio muy arduo,
difícil y dudoso, y en tiempo que parecía no había porque dejar de
las manos la empresa que tenía, por cuantas se podían ofrecer en el
mundo: estuvieron todos muy suspensos, sin saber a cual parte
decantarse. Pero después que se oyeron diversas razones por ambas
partes: fue cosa de grande admiración, y como milagro de Dios, la
resolución que todos sin discrepar ninguno tomaron en el consejo, y
fue: Que el Rey en ninguna manera volviese el rostro a la fortuna:
pues se le ofrecía muy favorable y honrosísima para emplearse en
cosas tan graves, y de tan memorable empresa, porque ser llamado en
tal tiempo para dos tan importantísimos negocios, como socorrer a la
Sede Apostólica, y poner en libertad a Italia, sin duda que parecía
ocasión que venía por orden y disposición divina, no solo para con
su propia mano y armas ganar el título de católico: mas aun para
que venciendo al Emperador tirano mereciese el nombre de Augusto, y
quedarse con el Imperio. Que no se tuviese cuenta con la empresa de
Valencia: pues la tenía en tales términos que apretándola de
nuevo, muy brevemente, y casi por horas saldría con ella. Y así con
el duplicado título que llevaría de conquistador de dos Reynos, y
señor de cuatro, acrecentaría mucho su opinión para llevar el
renombre de libertador de Italia. Como esta determinación cuadrase
mucho con la magnanimidad del Rey, llegó a términos el negocio, que
en el mismo Real capitularon los Embajadores con el Rey, y se
hicieron los conciertos siguientes. Que el Rey se obligaba de pasar
en Italia con mil caballos ligeros, y con todo el aparato de guerra
necesario. Que sustentaría guerra hasta la muerte contra el
Emperador Federico, y ciudades que le seguían en las provincias de
la Lombardía, Trevisana, y la Romania: siempre que el sumo Pontífice
y ciudades de Milan, Boloña, y Plazencia cumpliesen lo prometido,
como arriba está dicho. Firmadas las capitulaciones de ambas partes,
los Embajadores que habían visto las grandezas del Rey, y cuan corta
era la fama del, en respecto de su gran poder y magnificencia, demás
de las mercedes y dones que del recibieron: se volvieron muy alegres
y contentos por tan cumplido despacho como llevaban a las ciudades.
Mas no mucho después, o por la astucia de Federico, que temiéndose
de la venida del Rey, volvió fingidamente en gracia del Pontífice:
o que por esta misma causa, aliviadas las ciudades de la guerra de
Federico, no curasen de solicitar más al Rey, o porque no fue
voluntad de Dios, que por emprender guerra ajena, dejase de proseguir
la que estaba en casa, paró esta empresa: y así pues cesó la
ocasión de Italia, volvió de propósito a ponerse en acabar la de
Valencia.
Capítulo XVIII. Del secreto trato que Zaen tuvo con el Rey, y como
vino Abuamat a concluir el partido, y de la graciosa justa de dos
caballeros Moros con dos Cristianos.
Dixose
arriba en el capítulo XV como viendo los de la ciudad su perdición,
y por haber el ejército de los Cristianos crecido mucho, y puesto la
ciudad en tanto aprieto, habían determinado de hacer embajada a
Zaen, como la hicieron, rogándole viniese bien en que se tratase de
partido con los Cristianos, por las causas arriba relatadas. Y así
oída por Zaen la embajada, mostró tener gran sentimiento de lo que
el pueblo le decía. Con todo esto les dijo que pensaría en ello, y
les daría muy presto la respuesta. Como viese Zaen la razón que el
pueblo pedía, y que a no contentarle se podía ver en algún aprieto
de rebelión y motín, dio por respuesta, que pues la voluntad de
todos era entregarse a los Cristianos, determinaba complacerles: que
confiasen del asentaría lo del entrego de arte que aunque supiese
quedar sin Reyno, sacaría algún buen partido para todos. Porque
entendía que el Rey Cristiano estaba tan deseoso de ganar la ciudad,
y con eso era tan piadoso, que por solo entrar en ella sin
derramamiento de sangre, les otorgaría cuantos partidos le pidiesen,
que por lo menos les aseguraba las vidas con parte de las haciendas.
Quietose
mucho el pueblo con la buena respuesta de Zaé.
El cual envió luego a Halialbatan Moro nobilísimo deudo suyo, con
cartas al Rey para declararle en nombre y palabra suya, y de su hijo
el mayorazgo, las condiciones con que se le entregaría la ciudad, si
le prometía de las aceptar y cumplir. Oyó el Rey de buena gana a
Halialbatan: y vistos los partidos y conciertos que Zaen pedía, ser
harto honestos y resolutos, no le pareció por entonces comunicarlos
con persona del ejército, sino que en la hora despachó al mismo
embajador, respondiendo secretamente, que los aprobaba todos sin
excepción alguna. Sospechose luego en el campo que se trataba de
concierto con Zaen, y que sería de paz: porque apenas fue llegado el
embajador a la ciudad, cuando vieron salir de ella a Abuhamat sobrino
hijo de hermana de Zaen, de los principales señores del Reyno: el
cual enviando por salvo conduto para
venir a hablar con el Rey, se lo otorgó, y por su mandado salieron a
recibirle don Nuño, y don Ramon Berenguer de Ager, de los más
ancianos y principales del ejército: al cual tomaron en medio, y
viniendo juntos, salieron tras ellos dos caballeros Moros con sus
caballos enjaezados, y con las lanzas y adargas, muy gallarda y
hermosamente puestos. Los cuales, porque no se creyese de los de la
ciudad que por estar cercados, y en aprieto, habían perdido nada de
su orgullo y brío de pelear, en pasando el río arremetieron juntos
hasta llegar a las tiendas del Rey, antes que llegase Abuhamat, y sin
apearse desafiaron a dos otros caballeros Cristianos a correr sendas
lanzas. Como se adreçassen
luego muchos para salir a ellos: don Ximen Pérez Taraçona de la
casa del Rey, le suplicó diese a él y a otro su compañero licencia
para salir en campo contra los dos Moros. Lo cual quiso estorbarle el
Rey, poniéndole delante algunas culpas y pecados, que solo el peso y
gravedad dellos le echarían de la silla, y perdería el renombre que
tenía de valiente. Como don Ximen Pérez replicase con mayor
importunidad, permitiole
el Rey la salida. De manera que corriendo las lanzas bajas, el
encuentro del Moro fue demanera
que don Ximen Pérez voló de la silla y cayó en tierra. Al otro
Moro salió don Pedro Clariana, caballero generoso de Cataluña, y
comenzando a correr el uno contra el otro, acaeció que el Moro, de
miedo, o porque quiera, antes de encontrar volvió las riendas al
caballo para la ciudad con tanta velocidad, que por mucho que apretó
Clariana por alcanzarle hasta pasar el río, no pudo llegar con él,
porque se entró en la ciudad. Desto rieron tanto todos los del
ejército, que no hubo lugar para reír la caída de don Ximen Pérez.
Luego Abuhamat que había parado por ver el successo
del desafío, tomó a su lado al caballero Ximen Pérez, y
acompañados de los mismos don Nuño y don Ramón llegaron a la casa
que llaman el Real donde los Reyes Moros solían tener su ordinaria
habitación y morada, a tiro de ballesta de la ciudad. Pues aunque el
Rey tenía también su tienda Real parada en el campo, y estaba allí
de ordinario: pero se había por entonces retrahido
en la casa del Real, por dar audiencia y tratar con los embajadores
más en secreto. Y así llegó Abuhamat y fue recibido del Rey con
mucho honor: y dejados a fuera los Prelados con todos los del
consejo: el Rey solo con la Reyna, y Abuhamat, y el faraute se
encerraron para concluir los capítulos y conciertos del entrego. Y
aunque se ofrecían algunas dificultades para bien concluir, pero con
el largo poder y secreta comisión que Abuhamat traía para no volver
sin cerrar el partido a toda voluntad del Rey, fue finalmente
concluido como lo quiso y lo demandó Zaen: y el Rey de parecer de la
Reyna que también dio su voto en ello (como la historia dice) firmó
el concierto. El cual en suma fue, que entregando Zaen la ciudad con
todos los lugares y pueblos que estaban a su devoción, se le
permitiese salir de ella con toda la gente de paz y guerra hombres y
mujeres, y más toda la ropa y ajuar que llevar pudiesen. Que fuesen
acompañados de la guarda del Rey hasta ser puestos en las villas de
Cullera y Denia, quedando sola Denia libre para su morada y perpetua
habitación de Zaen. Que tornasen cinco días de término para vaciar
la ciudad. Con esto despidió el Rey a Abuhamat. El cual vuelto a la
ciudad como publicase el concierto, fue por Zaen y por el pueblo con
mucho contento de todos aceptado.
Capítulo XVIII. Que sabidas las capitulaciones del entrego hubo en
el ejército grandes murmuraciones y quejas del Rey porque se les
quitaba el saco de la ciudad y de la satisfacción que el Rey dio
sobre ello.
Luego
que Abuhamat fue vuelto a la ciudad, mandó el Rey convocar todos los
Prelados y grandes con los principales capitanes del ejército en una
sala del Real: a los cuales notificó los conciertos y condiciones
con que Zaen le entregaba la ciudad y Reyno, y que las había
aceptado por evitar los grandes inconvenientes que entendía se
habían de seguir llevando el negocio por vía de asalto, y fuerza de
armas: y porque redundaba en mayor honor suyo, y salud del ejército
echar los enemigos de la ciudad y Reyno, sin derramar sangre, pues
quedaba absoluto señor de todo: que les rogaba tuviesen por bueno el
concierto hecho, y se aparejasen para entrar a gozar de tan principal
ciudad, y ser heredados de la habitación y tierras de ella. Como
oyeron esto los capitanes del ejército, vueltos a don Nuño, y a
Azagra, Vrrea, y Cornel que eran los caudillos del campo, comenzaron
todos a murmurar del Rey y de sus conciertos, y con la mudanza del
rostro mostraron cuan mal sentían de ellos: antes se salieron muchos
de la sala, y por aquel día, ni se aceptó, ni se respondió al Rey
cosa a derechas: sintiéndose mucho los mismos caudillos, así del
poco caso que el Rey había hecho de ellos, no habiéndoles dado
parte, ni consultado con ellos lo que trataba con Zaen antes de
concluir el concierto: como por quedar el ejército defraudado del
premio que esperaba por sus largos trabajos de la guerra, con el rico
saco y robo de la ciudad. De manera que pasando la queja adelante
hablaban muy rotamente del Rey diciendo, que no se hubo así en la
presa de Mallorca: pues no habiendo estado el campo sobre la Isla y
ciudad más de XIV meses, libremente permitió a los soldados dar a
saco la ciudad, de donde volvieron muy ricos a sus tierras: y que en
la conquista de Valencia, que duraba ya por cinco años, donde habían
padecido tan continuos trabajos, y con tantos peligros ganado ya la
mitad del Reyno, y traido la ciudad a términos de entregarse: que
les privase del saco de ella, siendo tan rica y bastante para
hacerlos bienaventurados, que esto era cosa muy dura, y para tentar
la paciencia de los soldados: porque esta era hacienda dellos, y no
era de buen capitán quitar a los amigos por dar a los enemigos. Y
así como cosa inhumana, y muy ajena de la antigua costumbre y
magnanimidad del Rey, se la condenaban por inicua y alevosa. No falta
alguno de los autores que escribieron esta historia que sumariamente
significa, como toda esta queja de los grandes, y pesadumbre de
palabras de los soldados llegaron a los oídos del Rey. El cual envió
luego por don Nuño y los demás principales capitanes del día
antes, a los cuales congregados en la misma sala, habló de esta
manera. No puedo, capitanes míos, dejar de mucho maravillarme de
vuestro mal regulado sentimiento, y demasiada soltura de palabras,
pues sin discurrir, ni pasar por todo, queréis posponer el bien
universal de la guerra, a los particulares intereses y provechos de
cada uno: pretendiendo que la conquista de Mallorca y la ocasión tan
sobrada que hubo para dar a saco su ciudad, se ha de comparar con la
empresa de Valencia, y que valen las mismas razones para la una que
para la otra, siendo entre si muy contrarias y diferentísimas. Pues
dado que la guerra de Valencia haya durado cinco años y algo más, y
la de Mallorca no más de catorce meses, fue esta tan costosa, tan
peligrosa y sangrienta, habiéndose perdido en ella, como sabéis, y
muerto a mano de los Moros el Vizconde de Bearne, y don Ramón de
Moncada, con otros muchos de su linaje: que fue muy justo por la
sangre y muerte de estos, se tomase cumplida venganza de los
matadores. Y también porque las antiguas injurias y robos que
Retabohihe Rey de la Isla y sus corsarios habían hecho contra los
mercaderes Catalanes y toda la costa de Cataluña, se recompensasen
con darle a saco la ciudad. Lo cual con la conquista de Valencia no
tiene semejanza alguna. Pues en ella apenas habéis visto, que ni uno
solo de los grandes, ni capitanes que me han seguido en esta jornada
haya muerto a manos de los Moros, ni que se ofrezca ocasión alguna
de venganza. Antes en todas las escaramuzas que con vosotros han
tenido siempre han llevado lo peor, y que solo yo, y don Guillen
Dentensa mi tío habemos sido los descalabrados. Demás que en la
batalla del Puig de Enesa, con el favor divino, los pocos nuestros no
solo vencieron a los muchos dellos, pero aun en el alcance tuvieron
riquísima presa y despojos. De manera que si juntáis todo esto con
las continuas cabalgadas y presas hechas por los soldados en la
campaña y arrabales de Valencia, verdaderamente hallaréis que se
igualan, y aun exceden al más rico despojo y saco que podía
esperarse de ella. Sin esto creéis vosotros, que el asalto y saco
que pensauades dar a la ciudad, había de ser mucho a vuestro salvo,
hallándose treinta mil combatientes en ella, que habían de pelear
como desesperados por su ley, y por su patria, a vista de sus hijos y
mujeres? Podía ser esto sin mucho derramamiento de sangre de
Cristianos? Pensáis que esta ciudad es como las otras que con solo
entrarlas son ya vencidas? Sabed que tiene dentro de si otra no menor
defensa que la del muro: pues con abrir los albañares, o madres, que
dicen, por las calles, no solo refrenaran el ímpetu de los de a
caballo, pero a los de a pie pondrían en mayor aprieto, echándolos
cada vecino desde su puerta a bote de lanza en los albañares, y las
mujeres desde sus ventanas hundiéndolos a pedradas: para que de esta
gran matanza, y corrupción de cuerpos como de esto sucedería, otro
no se siguiese, que una cruel pestilencia, cual fue la de Mallorca.
Pues si me decís, que bastará para los Moros asegurarles la vida, y
que se vayan desnudos: como esto no se pueda acabar con ellos: o lo
atribuyáis (atributeys)
a su generoso ánimo, que más presto quieren quedar sin vida que sin
alguna hacienda: o se la concederéis, por hacer buena mi liberalidad
y clemencia. Porque enviarlos desnudos sin ningún refrigerio, sería
condenarlos en vida a una tan vil muerte como nace de la demasiada
pobreza. Suplirá pues la falta del saco, para los principales de mi
consejo, y corte, los señoríos y tierras que por todo el reyno os
he de repartir: para los ministros y oficiales del ejército, desde
el decurió,
o caporal,
hasta el capitán, y para los aventureros que han seguido la guerra a
sus costas, las heredades y campos que entre ellos he de distribuir:
y para los demás soldados, las casas y patios que en tan insigne
ciudad por mi mano han de tener y poseer. Demás de la triunfante
entrada que para gloria de Dios, haremos en ella todos.
Capítulo XIX. De las muchas donaciones que el Rey hizo de campos y
heredades para cumplir, tomada la ciudad, y de la figura del
Murciélago que sacó por devisa en su estandarte.
Como
fue divulgada por todo el ejército la cumplida satisfacción que el
Rey había dado de si a las quejas que había del, por no haber
permitido se diese a saco la ciudad: con las buenas esperanzas que
había dado de los tres repartimientos: don Nuño con los demás
grandes, y los capitanes, con toda la soldadesca, quedaron tan
contentos y satisfechos de su promesa, que de nuevo vinieron todos a
ofrecerle para morir en su servicio. Puesto que hubo algunos
capitanes tan desmesurados, señaladamente de los aventureros, que le
pidieron les diese firmado de su mano y con su Real sello, las
mercedes y repartición de campos y heredades que les había de
caber, tomada la ciudad, conforme a los servicios de cada uno, lo
cual les concedió, y dio firmado de su mano liberalísimamente. Pero
estas donaciones anticipadas fueron tantas, que realmente vinieran a
imposibilitar la repartición, si no fuera por la buena salida que el
Rey dio a tan intrincado negocio como en el siguiente libro diremos.
Pues para que a todos fuese notorio lo que con Zaen se había
capitulado sobre el entrego, fue concertado, se se enviase el
estandarte del Rey a la ciudad, para que en señal de rendimiento,
lo alzasen en lo más alto de la torre que está sobre la puerta del
Temple. Descubriose aquel día una nueva insignia que sacó el Rey
por devisa, la cual mandó asentar en la punta de su estandarte Real,
que fue un murciélago de plata fina hermosamente labrado. El cual
dio mucho que imaginar, y maravillar a todos hasta entender la cifra,
o enigma del. Mas aunque de la causa y propósito desta devisa no
hallamos nada escrito en la historia del Rey, ni de otros sino cosas
muy confusas y cortamente tocadas: brevemente notaremos aquí lo que
de la intención y fines del Rey, cerca deste blasón habemos
conjeturado. Porque confiriendo las condiciones y naturaleza del
murciélago con los más insignes hechos del Rey, parece que tuvo muy
gran razón de tomar este animal, entre todos para su devisa. Por ser
esta ave hecha a manera de dragón con alas, o como le llaman en
lengua Limosina, Ratpenat, que significa ratón con alas, y que es
ciego de día, pues hasta el sol puesto no sale de su nido, y vuela
(como dice Plinio) con dos alas como de pergamino, y pare hijos de
dos en dos, y les da leche con las tetas que tiene: mas los abraza y
lleva por el aire do quiere: y que tiene los dientes salidos para que
volando por el aire se coma los mosquitos que encuentra. Son sus
manos como garfios para asir reciamente, y retener lo asido con
ellas, y aunque es su aspecto horrible, pero acaba su cuerpo en una
muy lisa y buena anca, o cola, de la cual se ase
otro Murciélago, y deste otro, y después otro y otros, y se ve que
de uno quedan muchos colgados. Desta manera el Rey, estando muy
fundado en el cerco de Valencia, parecía que volaba de noche a modo
de murciélago, cuando secretamente, sin que lo supiesen los suyos,
trató con Zaen del rendimiento de la ciudad, y que fue antes
concluido entre los dos, que sabido ni divulgado. De mas que como el
murciélago no tiene alas sino muy duras y graves para volar muy
recio, así el Rey en sus negocios y ejecución de empresas, aunque
fue prompto, nunca fue súbito, ni liviano, antes se mostró siempre
grave, constante, y sagaz en el discurrir. Tuvo dos hijos don Pedro y
don Iayme, los cuales llevaba siempre consigo en paz y en guerra,
para que con su buen ejemplo de hechos y fama, como de buena leche
los criase. Así mismo con las armas como con los dientes se comía
los crueles mosquitos que son los Moros atormentadores de los
Cristianos, a los cuales terriblemente perseguía. Tuvo junto con
esto las manos corvas y asideras para coger y retener lo cogido:
porque los Reynos que una vez conquistó, maravillosamente retuvo, y
para siempre conservó: y ni de lo que él ganó por sus manos, ni de
lo que le dejaron sus antepasados perdió palmo de tierra: Demás de
eso, como fuese para sus amigos de suaves costumbres, y de amable
rostro, para sus enemigos los Moros fue siempre dragón espantable,
tanto que viéndole, u oyendo su nombre, temblaban todos ellos.
Finalmente a modo de murciélago, que acaba en una luengua
suave, y muy tratable cola, concluyó el Rey sus hechos y vida, en
una muy larga e inmortal memoria de glorioso nombre y fama: la cual
no dejó áspera, ni desigual con altos y bajos, sino cual fue toda
su vida igual y en nada asimismo desemejante. De la cual se asieron
todos sus sucesores y descendientes Reyes y principales para valerse
de su ejemplo y hechos, y llegar a ser tales con imitarle (imitalle).
Capítulo
XX. Como el estandarte del Rey se alzó en la torre del Temple en
señal de entrego, y de lo que el Rey hizo cuando le vio, y como se
fueron los Moros, y entró con triunfo en la ciudad.
Salió
el Rey el día siguiente en amaneciendo del Real, que está enfrente
de la misma torre del Temple, y armado de todas armas sobre un
caballo blanco, se puso en medio del campo junto al río, donde
estaba ya todo el ejército puestos sus escuadrones muy en orden,
como para entrar en batalla. Y como pusiese los ojos con todo su
pensamiento en la torre, los de la ciudad levantaron el estandarte
Real sobre ella, en señal de rendimiento. Lo cual visto por el Rey
luego se apeó del caballo, e hincando las rodillas en el suelo,
inclinó la cabeza y besó la tierra, y volviendo los ojos hacia el
oriente dio inmensas gracias al gran Dios y señor de las batallas,
derramando algunas lágrimas de gozo, por tan soberano beneficio y
merced, como le había hecho en concederle esta tan pacífica y no
sangrienta victoria: las mismas se hicieron por todo el ejército,
con la salva y gran estruendo de trompetas y atabales con mucha grita
y alaridos de alegría y regocijo. Luego mandó hacer pregón público
notificando a todos los de la ciudad que quisiesen salir de ella, se
les daba cinco días de término, con facultad de poder traer consigo
sus armas y caballos, y las demás alhajas que pudiesen llevar a
cuestas, y que dentro de XV días se recogiesen en Cullera, y Denia
con Zaen su Rey. Mas se les otorgaron treguas por tiempo de ocho
años, dentro del cual término ninguna guerra les había de mover el
Rey, antes defenderlos en caso que otros se la moviesen: y se obligó
de guardar todos estos conciertos con juramento solemne: e hizo que
los Prelados y grandes de los dos Reynos juntamente con las ciudades
y villas Reales jurasen lo mismo. También se obligó Zaen de
entregarle todas las villas y castillos que desta parte de Xucar
estaban por reducirse, como arriba se ha dicho: y no se obligó a
entregar las de la otra parte del mismo Río, porque como era Rey
nuevo, y mal quisto, no se había extendido sobre ellas su mando, ni
estaban por él. Para firmar todas estas capitulaciones y conciertos,
y apartarse del gran tumulto del ejército, se retiró el Rey por
aquellos cinco días a Ruzafa, y allá fue Zaen para esto a verse con
él, del cual fue muy bien recibido, y se concluyó toda cosa. De
manera que antes que se cumpliesen los cinco días, como ya los Moros
estuviesen en orden para salirse con toda su familia hombres y
mujeres con sus halaxas:
mandó el Rey se juntase toda la caballería y se pusiese en hilera,
por todo aquel espacio de Valencia a Ruzafa, y también más adelante
hasta la marina, por donde va el camino para Cullera, porque pasasen
pacíficamente, hallándose presente el mismo Rey que los encaminaba.
El cual estaba tan puesto en guardarlos, y mirar por ellos, no se les
hiciese sobra por la gente de guerra, que desmandándose algunos
soldados contra las mujeres y niños, arremetió para ellos, y los
hirió mortalmente. El número de los que salieron de la ciudad (como
lo refiere su Real historia) fue hasta cincuenta mil, con los cuales
envió parte de la caballería, que los acompañase hasta dentro
Cullera. De donde se fueron muchos a los Reynos de Murcia, y Granada,
y los más se esparcieron por el Reyno, por los montes y valles
haciendo sus chozas: y por la ocasión de muchas fuentes que en él
hay, comenzaron a edificar y hacer lugares. Siendo pues ya todos
partidos, el día mismo, aunque bien tarde, entró el Rey en la
ciudad con su merecido triunfo, acompañado de los Prelados y
grandes, y de todo el ejército. Esto fue por el mes de Setiembre,
víspera de la fiesta del glorioso sant Miguel, año de nuestra
redépció M.CC.XXXVIII (1238). Según que por los actos de la
concordia hecha entre el Rey y Zaen, y por testimonio de muchos
escritores desta historia, se confirma. Puesto que en la del Rey, y
de Marsilio autor grave, se halla que la entrada fue el año
siguiente. Lo cual puede ser error de los transcribientes, o diversa
computación de los años, porque en la misma historia del Rey se lee
que en el año siguiente después de la presa de la ciudad, que dice
fue MCCXXXIX el Rey fue a Mompeller, y en el mismo año a 4 de Iulio
vio aquel tan grande y memorable Eclypsi del Sol que describe él
mismo, del cual se hablará en el libro XIII.
Fin
del libro undécimo.