Libro décimo séptimo.
Capítulo primero. Como no
fueron parte los grandes rumores que andaban de la infinidad de los
Moros para que el Rey dejase de salir contra ellos, y de lo que fue
de ellos.
Mientras el Rey estaba en
Valencia proveyéndose de armas y vituallas, y esperaba las compañías
que había mandado hacer en Aragón y Cataluña para la guerra de
Murcia: andaban de cada día divulgándose por el pueblo, grandes
rumores de la innumerable muchedumbre, e infinidad de Moros que
nuevamente habían pasado de África en el Andalucía, los cuales
ajuntados con los que poco antes pasaron, se afirmaba que pasaban de
doscientos mil hombres, y que su fin de ellos era entrarse por el
Reyno de Murcia, y después ganar el de Valencia, no solo para
quitarlo al Rey, y restituirlo a Zaen y a los suyos: pero aun de
pasar más adelante y echar al Rey de los otros sus Reynos, y
señoríos, y quedarse con todo lo de la corona. Pues como esto
conformase con lo que poco antes se había entendido de África, de
la conjuración que algunos Reyes de ella con los de Granada habían
hecho contra el Rey de pura envidia (inuidia), por su grande valor y
ventura, y que ya estaba dentro de España: no dejó esta nueva de
distraer algo su Real ánimo, y ponerle en grande cuidado la empresa.
Considerando como prudente, que de cuantas guerras había emprendido
en su vida, ninguna se podía comparar con el riesgo y peligro de
esta, ni que con más razón debiese temerla. Pues aunque en otro
tiempo, como en la presa de Valencia tuvo muchos enemigos, fueron
también muchos los que le favorecieron en ella. Lo que no era así
en esta sazón: por no haberse hallado jamás con tan pocas fuerzas,
ni con menor ejército que entonces: y este entre si dividido, para
dudar con razón de salir a la pelea. Porque saliendo al encuentro a
los Moros de África y Granada, y dejando atrás los de Valencia tan
enemigos como los otros; cabía en razón el recelarse, que estando
peleando con los delanteros, acudirían los de Valencia a tomarle en
medio, para ser víctima y como sacrificio de los dos ejércitos. Mas
aunque todo esto junto con los rumores, era muy digno de ponderar y
temer: todavía fue tanta su magnanimidad y valor, que no por eso
dejó de llevar su empresa adelante, y de salir al encuentro a sus
enemigos, por no perder tan gloriosa ocasión como se le ofrecía,
para que con la victoria de tanta infinidad de Moros, que la esperaba
de la mano de Dios sobrepujase la gloria de todas sus victorias
pasadas. Con esto se movió con mayor esfuerzo a proseguirla: tomando
siempre la honra de Dios contra sus enemigos por más que propia. Y
así fue cosa milagrosísima el desvanecimiento que se siguió en
pocos días de esta infinidad de Morisma. Porque como vinieron sin
general ni caudillo, sino como gente perdida y allegadiza, sin armas,
sin tiendas, ni bagaje, y sin ningún orden ni aparato de guerra:
sino a la fama de la riqueza de España: al cabo de días que
anduvieron divagando por la Andalucía, sin hacer efecto alguno, mas
de robar y saquear los pueblos para sustentarse: comenzaron poco a
poco a volverse a África: así porque el Rey de Granada, viéndolos
(como habemos dicho) tan inútiles y desarmados para la guerra no se
quiso servir de ellos ni sustentarlos, ni pagarlos: como porque
habían entendido que el Rey venía con gran poder por mar y tierra
sobre ellos.
Capítulo II. Que el Rey partió de Valencia con su ejército la
vuelta de Murcia, y redujo (reduzio) a Villena y otros lugares, a la
obediencia del Rey de Castilla, y de sus hermanos.
Pues como el
Rey, por los rumores del pueblo no dejase pasar adelante la conquista
del Reyno de Murcia, dejó a Valencia muy fortificada con buena
guarnición de gente por hacer rostro, y ser luego sobre cualquier
villa o lugar que hiciese muestra de rebelión. Hecho esto envió
ante si las vituallas y bagaje, y se partió con todo el ejército
para Xatiua, donde tomó algunas compañías de a caballo, y dejando
muy bien fortificados los dos castillos de la ciudad pasó a Biar:
allí juntó su consejo de guerra y mandó llamar algunos capitanes
pláticos de la tierra, proponiéndoles, si convendría ir primero a
poner cerco sobre la ciudad de Murcia, porque tomada ella fácilmente
se rendirían las demás tierras del Reyno: o sería mejor comenzar
por los lugares y acabar en la ciudad. Todos o la mayor parte
respondieron tenían por mejor, se conquistasen primero las villas y
lugares del Reyno que estaban de esta parte de Villena, hacia
Alicante y Orihuela por dejar las espaldas seguras: y que fuese
última la ciudad. Con esto envió el Rey la mitad del ejército a la
mano siniestra de la entrada del Reyno, y él tomó la diestra.
Llegando a vista de Villena, envió un trompeta para que llegando a
la puerta junto al muro, de su parte les dijese, como tenía
entendido se habían rebelado contra don Manuel su señor hermano del
Rey de Castilla: que si no volvían en si, y de nuevo se le
entregaban con la tierra libremente, y sin condición alguna, les
talaría los campos, y asolaría la villa. A esto respondieron, que
ellos con la villa se entregarían a don Manuel con ciertas
condiciones, si les prometía que don Manuel las aceptaría y pasaría
por ellas. Prometiéndolo así el Rey, se entregaron a don Manuel,
cuyo Alcayde y oficiales cobraron el gobierno de ella, con las
condiciones que no se declaran en la historia. Siguiendo este ejemplo
los de Elda se dieron al mismo: y con ellos los de Petrer, Nonpot, y
Elche. De manera que en palabra del Rey todos volvieron a darse a sus
señores. Entendiendo los demás del Reyno la benignidad y
aseguramiento con que recibía el Rey a los que voluntariamente se le
daban: se le entregó luego la gran torre llamada Calagorra, que
estaba muy guarnecida de gente y armas, y muy avituallada. Esto se
hizo antes que el ejército del Rey llegase a ella: porque era tanta
su prudencia con la buena opinión y fama de valeroso, que atraía
(atrabia)
las gentes a si, y no menos con prudentes palabras que con poderosas
fuerzas lo juzgaba todo. Luego envió para que estuviese en presidio
y guardia de la torre al Obispo de Barcelona, por defenderla de los
soldados no le talasen los campos ni los saqueasen a causa de tener
fama de rica, y él se pasó a Orihuela que los antiguos llamaron
Orcelis: a do llegó luego el Alcayde de Criuillen villa fortísima a
decir al Rey, que no embargante, que estaba muy bien guarnecida de
gente y armas, se la entregaría con sus dos fortalezas que dentro de
ella había, solo que le enviase una compañía de soldados, y se la
envió. De esta manera se dieron al Rey, y restituyeron a sus propios
señores todas las villas y castillos del Reyno que estaban de esta
parte de Villena la vuelta de Orihuela y Alicante. Y con lo que todas
ellas dieron y proveyeron voluntariamente al campo de vituallas y
municiones el Rey se puso a gesto de pasar más adelante en la
conquista.
Capítulo III. Del aviso que al Rey dieron los Almugauares de los
ochocientos jinetes, y gran acarreo de armas y vituallas que enviaban
los de Granada a Murcia, y como salió a dar en ellos.
Saliendo el
Rey de Orihuela para pasar con la gente de a caballo hacia la ciudad
de Murcia le salieron al camino los Almugauares de a caballo de su
guardia Real, a los cuales como muy pláticos y diestros en la guerra
había enviado delante la vuelta de la ciudad, a reconocer la
campaña, y hacer sus cabalgadas por aquellas villas y lugares que
estaban entre la ciudad y Lorca también ciudad del Reyno, hacia el
camino de Granada: y por entender de los cautivos que tomasen, la
determinación y prevenciones que los enemigos hacían para
defenderse de esta guerra. Pues como corrida la campaña de las dos
ciudades, volviesen con alguna presa, dieron aviso al Rey, como no
había veinte horas, cuando al anochecer habían descubierto desotra
parte de Lorca, y visto pasar ochocientos jinetes, con dos mil
infantes, que venían del Reyno de Granada, acompañando y en guardia
de dos mil acémilas cargadas de todo género de armas y de diversas
vituallas, que pasaban la vuelta de Murcia: y que serían la gente de
guerra con los acemileros (azemileros)
y bagaje, hasta seis mil personas a su parecer: pero que iban todos
derramados sin ningún orden de guerra: y que como gente que no se
temía de enemigos, ni en tal pensaba, sería fácil tomarlos de
sobresalto con todo el bagaje y hacer de ellos una importantísima
presa: mas esto había de ser hecho con mucha presteza saliéndoles
el ejército al delante al paso que ya tenían bien reconocido y
señalado dos Almugauares naturales de Lorca, que sabían muy bien
las entradas y salidas de aquella tierra, y que habían tenido la
lengua de los mismos del bagaje a donde iban, y lo que llevaban: de
manera que se podría pelear con ellos con grande ventaja (auantage)
de los nuestros. Esto era al tiempo que acababa de llegar y juntarse
con el ejército del Rey, don Manuel y los caballeros del Temple, del
Hospital y de Ucles, juntamente con los de don Alonso García capitán
belicosísimo, al cual enviaba el Rey de Castilla para aquella
jornada con una buena banda de caballos y compañías de infantería.
Los cuales juntados con los del Rey hacían hasta mil y doscientos
caballos, y XX mil infantes. Oyendo pues el Rey lo que los
Almugauares decían de los 800 jinetes de Granada, con la demás
gente y acémilas, bien instruido de todo mando que le siguiesen
todos, sin decir para donde: mas de que se apercibiesen de lo
necesario para partir luego por la mañana dos horas antes del día.
Y así muy puestos en orden para pelear, llevando los Almugauares la
vanguardia, pasaron el río Segura, para salir al camino de Lorca que
va a Murcia: y al amanecer llegaron a una Aldea que estaba a la falda
de un pequeño monte, no muy lejos de la ciudad donde estaban los
sepulcros de los antiguos Reyes de Murcia. Allí mandó el Rey por
consejo de los Almugauares hacer alto: porque era un atajo por donde
habían de embocar para la ciudad los jinetes: y cuanto a lo primero
prendieron toda la gente chicos y grandes del aldea, por que ninguno
diese aviso de su llegada a la ciudad, ni a los jinetes. Y también
quiso que el ejército reposase algún tanto, por la mala noche
pasada: y llegados los bastimientos
y bagaje, mandó refrescar a todos, estando los Almugauares puestos
en centinela.
Capítulo IV. De la manera que el Rey ordenó su ejército para
pelear, dando la vanguardia a sus hijos, y del razonamiento que les
hizo para animarlos con todos los demás.
En este medio
que los jinetes se iban allegando, que según el paso que traían
tardarían aun tres horas, el Rey ordenó los escuadrones del
ejército de esta forma. En el primer escuadrón puso a los dos
Príncipes don Pedro y don Iayme sus hijos con la infantería y
caballería de Aragón y Cataluña. El segundo escuadrón llevó don
Manuel y don García con los maestres de caballeros de las órdenes y
demás infantería de Castilla. La retaguardia tomó el Rey para su
escuadrón con los Almugauares, reforzada con ciento y cincuenta
hombres de armas, sin otros muchos caballos ligeros de aventureros
que iban fuera del cuerpo del ejército en ala con sus lanzas y
azagayas para tirar de lejos. A estos envió el Rey con el capitán
Rocafull caballero nobilísimo de la ciudad de Orihuela, para
descubrir el campo, y ceuar
a los jinetes, y que luego trabasen la escaramuza, para desmarcharlos
del bagaje y acémilas. Los cuales comenzaron assomar
algo lejos por lo alto de un monte, por donde atravesaba el camino
del atajo: y aunque de lejos, todavía porfiaba mucho el Maestre de
Vcles que envistiesen, y cerrasen con ellos al descender del monte.
Mas el Rey no lo permitió, hasta que toda la caballería de los
enemigos llegase a lo llano: para que nuestros caballos diesen en los
postreros y se pusiesen entre ellos y el monte, a fin de desviarlos
de la gente de a pie y del bagaje: y porque los de a caballo y de a
pie diesen en la infantería de ellos: pues a los jinetes él los
entretendría con su caballería y Almugauares. Pero como el Rey no
se temiese tanto de los enemigos que tenían delante, cuanto de los
de la ciudad, sabiendo que había en ella mucha y muy escogida gente
de a caballo, y se persuadía que en comenzando la batalla luego
serían sobre su ejército en socorro de los jinetes: y ordenó su
gente de arte, como si con los unos y con los otros hubiese de pelear
juntamente: y por eso escogió para si la retaguardia. De manera que
mientras los jinetes venían poco a poco reparándose por haber ya
descubierto parte del ejército, y aparejándose para la batalla,
salió el Rey del último escuadrón todo armado con su caballo
encubertado, y dio la vuelta por el ejército que lo halló muy
puesto en ordenanza: y después de haber muy bien exhortado a los
capitanes y maestre de campo lo que tocaba a cada uno en su oficio,
volvió la vanguardia que la regían los dos Príncipes sus hijos. A
los cuales para más animar los dijo en voz alta y grave, se
acordasen de qué padre eran hijos, al cual tenían presente y por
capitán y compañero en la guerra, también por testigo de sus
hazañas, que por ello tanto más levantasen los ojos al celestial y
común padre de todos para hacerle infinitas gracias, porque de su
soldadesca a su Majestad divina, no contra Cristianos, sino contra
los impíos e infieles enemigos de su santísimo nombre: a quien si
se encomendaban de todo corazón, les daría sin duda fuerzas para
vencer, y a los enemigos para no poder resistir las quitaría. De
allí vuelto a todos los soldados les mostró la presa de armas,
caballos, y mil otros despojos riquísimos que vian
venir delante los ojos a sus manos, que les ofrecía hacer la debida
partición de todo entre ellos, si bien y animosamente peleasen.
Porque no dudaba siendo ellos tan valerosos, y tan acostumbrados a
vencer ejércitos de mucho mayor número, vencerían mucho mejor a
este, siendo de pocos, aunque no por eso los habían de menospreciar,
sino pelear como contra muchos.
Capítulo V. Como se dio la batalla contra los jinetes, y que huyeron
con toda la infantería, y fue cogido el bagaje: y por qué no
salieron los de Murcia en su socorro, y como el Rey se enamoró de
doña Berenguera.
Hecho su
razonamiento y vuelto a su puesto el Rey, dio señal de batalla, y en
un punto arremetieron los de a caballo contra los jinetes que ya
estaban a tiro de ballesta, y pasando adelante por los dos lados para
tomarles las espaldas, y dividirlos de la infantería y bagaje, los
cercaron por todas partes. Los cuales viéndose en tal estado con
mucho temor, pensando eran los nuestros tres tantos de lo que
parecían, hicieron un cuerpo de escuadrón todos juntos, y rompiendo
por una ladera a los nuestros abrieron el camino para huir hacia
donde vinieron. Lo cual visto por su gente de a pie, y que la nuestra
comenzaba a embestir en ellos, siguieron a los de a caballo,
desamparando las acémilas con todo el bagaje: porque pusieron toda
su felicidad y victoria en salvar sus personas. Fueron de parecer el
de Ucles y los Castellanos que se siguiese el alcance: mas el Rey no
quiso, antes mandó tocar a recoger el campo: recelando siempre de
los de la ciudad, no les acometiesen por las espaldas, o cayesen en
alguna celada de más enemigos, siguiendo a los que huían: los
cuales fueron a recogerse en una villa llamada Alhama que estaba
cerca de una fortaleza donde había gente de guarnición del Rey de
Granada, y que podían salir y dar sobre los nuestros y destrozarlos,
yendo sin orden, esparcidos y puestos en saquear. También prohibió
no se diesen a saco las acémilas y bagaje (vagage),
sino que viniese todo a su mano. Y así luego distribuyó, y repartió
entre todos, cuanto se halló de armas, tiendas, jaezes de caballos,
aljubas, cueros, con otras muy ricas cosas, excepto las acémilas y
vituallas, como cosas necesarias para común servicio y provisión
del campo: de lo cual quedaron todos muy contentos. Asimismo
estuvieron muy maravillados, no sabiendo la causa porque no salieron
los de la ciudad en socorro de los jinetes, viniendo en ayuda y favor
de ellos: pues no era posible que ignorasen su venida, estando la
ciudad casi a la vista de donde fue la batalla y que podrían sentir
de ella el estruendo de las armas y atambores. Se supo de los
cautivos del campo que los de la ciudad fueron avisados de la venida
de los Granadinos, y de su tan buen socorro, para que saliesen a
recibirlos. Pero no osaron salir los de ella, ni los gobernadores lo
permitieron: porque era fama pública, y se tenía por muy
averiguado, que los dos Reyes de Aragón y de Castilla estaban con
sus ejércitos armados en campaña, y venía cada uno por su parte a
cercar la ciudad: que era ardid de guerra, y concierto entre los dos
campos, que el de Aragón comenzase la escaramuza con los de Granada,
para que saliendo los de la ciudad a socorrerles, llegase el de
Castilla, y hallándola desguarnecida la entrase y se apoderase de
ella. No fue del todo vana la sospecha de los de Murcia, porque por
este mismo tiempo el de Castilla vino a ver al Rey, dejando su campo
sobre tierras de Granada, habiendo concertado que para cierto día se
habían de ver en Alcaraz, no lejos de Murcia. Y así fue que el Rey
don Alonso y la Reyna doña Violante con sus hijos los príncipes de
Castilla vinieron a Alcaraz: donde trajo consigo la Reyna por su dama
a doña Berenguera, hija de don Alonso señor de Molina y Mesa, moza
hermosísima, y de muy suave y gracioso rostro, con otras mil
perfecciones (perficiones)
de su persona. El Rey que la vio, se enamoró extrañamente de ella,
y ofreciéndole que por tiempo se casaría con ella pues era viudo,
tuvo por algunos años conversación con ella: de lo cual no hay
mucho que maravillarse, porque de tan continua, tan próspera, y
venturosa guerra, súbitamente concurriese el generoso y valiente
Marte con la hermosa y fecunda Venus (según es natural a los hombres
después del trabajo, por beneficio de la generación, inclinarse a
ella) Mayormente siendo la medianera y gran solicitadora naturaleza,
a quien por su interesse y gloria tocaba producir y sacar muchos
Iaymes al mundo: lo que no cupo en la ventura de doña Berenguera,
porque nunca concibió del Rey su enamorado. De manera que después
de haber tratado los dos Reyes sobre lo hacedero en la conquista de
Murcia, y el nuestro haberse del todo encargado de ella, el de
Castilla con la Reyna y sus hijos volvieron a su campo: y el Rey se
vino a Orihuela a poner en orden algunas cosas para la conquista.
Allí vinieron los de Villena, y le dijeron que pues por su orden y
mandamiento se habían dado a don Manuel, se acordase de mandarles
cumplir lo que les prometiera. Entonces el Rey, de consentimiento de
don Manuel, puso gente de guarnición y armas en el castillo de
Villena, y con esto se moderó el mal tratamiento que don Manuel les
hacía. Partiendo de allí el Rey para Nonpot y Elche, les mandó se
entregasen juntamente con los de la gran torre Calagorra, a don
Manuel, y volviéndose a Orihuela, celebró la fiesta de Navidad muy
solemne en ella.
Capítulo VI. Que el Rey
fue a poner cerco sobre Murcia, y lo que le acaeció con el Adalid
reconociendo la tierra, y de las escaramuzas de los Moros, y medios
que tuvo para que se le entregase la ciudad.
Partió el Rey
de Orihuela para Alicante, donde reforzó el ejército con las nuevas
compañías que le llegaron de Aragón y Cataluña. Luego dio vuelta
para Murcia a poner cerco sobre ella, y partido de Orihuela llegaron
a legua y media de la ciudad. De allí partiendo a la media noche,
iba el Rey delante de todo el ejército guiado por el adalid para
descubrir el sitio, por hallar el lugar más cómodo y dispuesto
donde asentar el Real. Porque era costumbre (según dice la historia
Real) cuando querían dar batalla los Reyes que personalmente se
hallaban en ella, ponerse en la retaguardia: y para poner el cerco,
ir de los delanteros, a efecto de descubrir el sitio de la tierra.
Pues como llegasen antes del día a un puesto, que al adalid le
pareció cómodo, y por estar muy oscuro, no discerniesen si estaban
cerca, o lejos de la ciudad: en siendo de día la descubrieron, y se
hallaron tan juntos a ella, que apenas había un tiro de ballesta:
tanto que pacía junto a ellos el ganado de la ciudad. Reconociendo
esto el Rey, dijo al adalid. Por cierto que tú muestras ser bien
ignorante de la tierra que pisas, pues para señalar el cerco me has
traído casi a ponerme en manos, y a poder ser cercado de mis
enemigos. Pero como quisieres, echado has el dado, el puesto se ha de
mantener, no hay más volver el pie atrás. Luego mandó llegar allí
todo el ejército, y asentar el Real en aquel mismo puesto:
fortificándolo con tanta presteza, con muy buen palenque, y haciendo
sus trincheras para ir poco a poco ganando tierra y apretando a los
de la ciudad, que fue cosa de grande maravilla. Se espantaron mucho
los de dentro, de que tan presto, sin ser sentidos los Cristianos
hubiesen puesto el cerco sobre ellos, y que con tanta presteza se
hubiesen fortificado. También mandó el Rey plantar luego las
máquinas y trabucos, y asentarlos hacia lo más flaco del muro que
descubrir se podía: como aquel que de las conquistas y cercos
pasados sabía muy bien lo que en esto convenía hacer. Andando pues
los nuestros preparándose para los asaltos, los de la ciudad
comenzaron a salir a escaramuzar y dar sobresaltos a los del Real,
fatigándolos con gran golpe de piedras, saetas, y azagayas, que como
lluvia disparaban (desperauan)
en ellos. Visto por el Rey este daño, y que se continuaban muy de
veras mandó a los ballesteros de Tortosa, y honderos de Mallorca,
gente en este ejercicio de armas destrísima, se pusiesen a un lado,
como en celada, para que en saliendo los Moros, y como tenían
costumbre, en haber hecho el daño luego a espuela hita volverse a la
ciudad, les atajasen, los pasos con tomarles las espaldas antes de
volverse: y así enviaron con ellos una banda de caballos para que
con su ímpetu y arremetida los desbaratasen, y valiesen de muro a
nuestros ballesteros: porque más a su lado diesen otras mejores
rociadas de piedras y saetas a los mismos. De esta manera volviendo a
salir los de la ciudad fueron también castigados, y su atrevimiento
tan refrenado, que de un mes entero no osaron más trabar escaramuza
con los nuestros. Tampoco estuvo en este medio ocioso el ejército,
armando, y allegando poco a poco las máquinas y trabucos a la
muralla: ni el Rey faltó un punto a lo que como gran capitán y fino
guerrero debía hacer para compelir por fuerza, o atraer con
industria a los de la ciudad, a que se inclinasen a entregársele. Y
así por la mucha confianza que para salir con ello tuvo, no
consintió que se talasen los campos, ni destruyesen la hermosura de
las huertas de ella. Y aun entendió que por esta buena obra, se le
habían ya aficionado muchos ciudadanos, y que se blasonaba mucho por
la ciudad su magnanimidad y cortesanía. Con esta ocasión iba algo
lento en los combates, enviando secretamente a la ciudad algunos
Moros Valencianos de quien se fiaba, para que tratasen con algunos
amigos que tenían dentro, se le diesen a partido, representándoles
su grande benignidad y Real costumbre en el recibir y hacer mercedes
a los que voluntariamente se le entregaban: y por lo contrario su
rigor, severidad y aspereza con los que le despreciaban. Añadía a
esto, como tomaría el Rey a su cargo el beneplácito de don Alonso
su yerno, para todo cuanto él quisiese hacer en el concierto y
concordia del con la ciudad, por mucho que hubiese amenazado de
castigar a los principales de ellos: que les habría general perdón
para todos por la rebelión, y él estaría siempre de por medio para
hacer bueno todo cuanto les prometería, y para que volviesen en
gracia de su Rey, y se quedasen con las mismas franquezas que antes.
Además de esto que libraría a su ciudad de muy cruel saco, cual se
les aparejaba. Porque con la gran fama que tenía de riquísima,
señaladamente en sedas, decían los soldados que no a varas, sino a
lanzas habían de medir el terciopelo. Como todo esto de unos en
otros llegase a las orejas de algunos principales ciudadanos, y que
así hablaba y disponía el Rey de su entrego, como si del todo
estuviesen sin gente y armas para defender la ciudad, o sin ningunas
vituallas, para haberse dar de dar por hambre, fue mayor el temor y
recelo de ser entrados que de esto se les siguió. Mayormente viendo
que el campo del Rey de cada día iba creciendo, y que ellos de cada
hora perdían las esperanzas de más socorro, por estar el Rey de
Granada muy escocido por la pérdida del socorro pasado, y de no
haber salido los de la ciudad a valerle: y también de nuevo oprimido
con el campo que sobre él tenía el Rey de Castilla por ser ya
vueltos en África los Moros que vinieron para valerle, como dicho
habemos. Por donde atendido todo esto por los de la ciudad, tuvieron
consejo entre si con asistencia del Alcayde, o gobernador viejo, y
determinaron de darse con los pactos y condiciones que el Rey les
ofrecía.
Capítulo VII. Como la
ciudad de Murcia se entregó al Rey, y entrado en ella dividió las
casas entre los Moros y Cristianos, y de como tomaron los Moros esta
división, y lo que se siguió.
Hecha por los
ciudadanos la determinación de entregar la ciudad, lo primero fue
echar de allí al gobernador que les había puesto el Rey de Granada
y sus soldados, que eran menos que los de la ciudad, ni tenían a su
mano la fortaleza. Con esto enviaron a decir al Rey, que para cierto
día le abrirían las puertas, y le entregarían la ciudad. Como oyó
esto el Rey mandó poner en orden cincuenta hombres de armas, con
otros tantos caballos ligeros, y ciento y veinte ballesteros de
Tortosa, para que luego entrasen en la ciudad, quedándose él afuera
a la ribera del río Segura que pasa junto a la fortaleza, hasta que
siendo dentro se hubiesen apoderado de todas las torres de la cerca,
principalmente de la fortaleza, y puesto en él más alto torreón de
ella su estandarte Real. Entendido esto por los ciudadanos dieron
lugar para que entrase toda aquella gente que señaló el Rey: los
cuales después de ocupadas las torres y fortaleza, alzaron en la más
alta torre de ella el estandarte Real. Pues como le vio el Rey, alzó
los ojos en alto, y dio sus acostumbradas gracias al criador
del cielo y de la tierra por tan señalada victoria y presa de la
ciudad: y luego con la mitad del ejército a banderas desplegadas se
entró en ella, y fue con grande triunfo y regocijo recibido de los
ciudadanos, y llevado con muchos juegos y danzas a aposentar en el
palacio Real donde se lo tenían riquísimamente adreçado
y prouehido
de todo lo necesario para ser muy espléndidamente hospedado
(ospedado):
maravillándose extrañamente los Moros de ver la majestad y
bellísima presencia del Rey, tan acompañada de humildad y buena
gracia con todos. El siguiente día subió el Rey a la fortaleza, y
la guarneció muy bien de gente y armas. De allí dio vuelta por toda
la ciudad con el gobernador viejo, y otros cinco principales Moros: y
vista, determinó dividirla en dos partes. La una que tomase dentro
de si la fortaleza con la mezquita mayor de obra riquísima, que
estaba más cercana al alojamiento del Real de fuera: teniendo fin de
hacerla consagrar para iglesia: y que esta parte de ciudad la
habitasen los Cristianos. La otra mitad dejó para los Moros, con
otras diez mezquitas, quedando harto espacioso y cómodo lugar para
habitar a los unos y a los otros. Mas los moros comenzaron a murmurar
y quejarse del Rey, porque les quitaba la Mezquita mayor y más
principal de todas. Entonces se enojó el Rey de manera, y con tanta
cólera, que mandó entrase todo el ejército en la ciudad, y se
pusiese en talle de saquearla. Temiéndose mucho de esto los Moros,
pecho por tierra se pusieron ante el Rey suplicándole los perdonase,
y que tomase la Mezquita con cuanto tenían solo que se cumpliese su
mandamiento, porque en todo y por todo le querían obedecer y servir
para siempre.
Capítulo
VIII. Como los Obispos de Barcelona y Cartagena entraron con
procesión (proceßion)
en la ciudad y consagraron la Mezquita mayor en yglesia, y del
repartimiento que se hizo de las casas y heredades.
Apaciguado el
Rey con la humilde respuesta de los ciudadanos moros, llamó al
Obispo de Carthagena para que consagrase la Mezquita, dedicándola al
nombre de la santísima madre de Dios, a la cual (como hemos dicho)
acostumbraba siempre a dedicar todas las iglesias y templos que en
las tierras conquistadas de Moros mandaba edificar. Había ya
entonces muchos Cristianos viejos mezclados con los Moros, que en
todo el Obispado y distrito de Carthagena vivían Cristianamente de
consentimiento de los Moros, y tenían su Obispo y clérigos con sus
capillas para celebrar misas y administrar sacramentos, y oír la
palabra de Dios. De manera que consagrada en iglesia la Mezquita, el
Rey con los Obispos de Barcelona y Carthagena, y con cuantos
sacerdotes se hallaron por el distrito, con los que seguían el
campo, y ejército, salieron del Real en procesión con gran pompa, y
como en triunfo de la Cruz que iba delante: cantando himnos en
alabanza de Cristo nuestro señor y su bendita madre. De esta manera
entraron en la Ciudad, y se fueron a la Mezquita ya templo
consagrado: donde por la victoria y presa de la ciudad sin
derramamiento de sangre, hicieron gracias a nuestro señor, y
asentaron las cosas del culto divino, y también lo de la presidencia
del Obispo de Carthagena en la misma iglesia. De allí vuelto el Rey
para el ejército con rostro muy alegre y suave, alabó mucho a todos
los soldados por sus buenos servicios y como a participantes de todas
sus victorias les hizo grandes gracias con fin de remunerarles en su
lugar y caso, recibiendo con mucha humanidad a cada uno de los
Capitanes, Alfereces, Sargentos, y los demás oficiales del ejército,
atribuyendo a la virtud y mano de ellos, haber ganado él, no uno o
dos, sino tres Reynos tan poderosos. Las hizo mayores a los barones y
señores de título, pues no solo con sus personas pero con sus
vasallos y haciendas le habían también valido y servido en esta y
las demás conquistas, que fueron don Pedro y don Iayme sus hijos, el
gran Maestre de Vlces, Arnaldo Obispo de Barcelona, con el de
Cartagena, don Pedro Vicario del Maestre del Hospital. Vgo Conde de
Ampurias, don Ramon de Moncada, don Blasco de Alagon, don Iaufredo
Conde de Rocaberti, don Guillen de Rocafull, y Carroz señor de
Rebolledo, y otros, con los cuales el Rey se detuvo algunos días en
la ciudad solazándose, y como verdadero señor de ella y conquistada
por su mano, repartiendo entre sus capitanes y soldados Catalanes, y
los Castellanos, que vinieron con el Maestre de Vcles, y don Alonso
García, las casas, campos y heredades de la ciudad y su vega,
señaladamente los de los Moros que se habían rebelado y pasado a
los de Granada, con aquellos que prometieron quedar en guarnición y
guardia de la ciudad y Reyno, y de mantener la religión Cristiana en
él, donde de entonces acá se ha firmamente
conservado. También visto por los Moros de Lorca y las demás villas
del Reyno que estaban a la parte de Granada, como la ciudad de Murcia
con todos los pueblos del Reyno hacia Valencia estaban ya rendidos,
enviaron sus embajadores al Rey diciendo, que se rindieran con las
condiciones y salvedades que los otros pueblos con las cuales fueron
admitidos al general perdón que les había prometido.
Capítulo IX. Como entregó el Rey la ciudad y Reyno de Murcia al de
Castilla, y de la gente que dejó en guardia, con la descripción de
la ciudad y su campaña.
Puesta la
ciudad en defensa con la gente de guarnición que quedaba en ella,
poblando la mayor parte de Cristianos, y como dicho habemos, de
muchos Catalanes: envió el Rey sus embajadores a don Alonso su
yerno, haciéndole saber como le había ya cobrado por buena guerra
la ciudad de Murcia, con veinte y ocho villas cercadas, las que se le
habían rebelado. Las cuales con todo el resto del Reyno quedaban
sojuzgadas, que estaba prompto para entregárselo todo junto: que
enviase su presidente, o gobernador para recibirlo. Fue cierto este
hecho insigne y memorable, y aun dignísimo de ser con perpetua y
gloriosa memoria de este Rey muy celebrado. Que habiéndose rebelado
a su Rey una tan potentísima ciudad y Reyno como este, y con el
favor y ayuda de otro más potente como el de Granada, fortificado y
defendido: que después de haberlo con su propia persona y ejército
conquistado y cobrado de los Moros, restituirlo tan liberalmente a
don Alonso su yerno: y como si ya antes se lo hubiera prometido en
dote, sin ninguna recompensa de gastos consignárselo: no sé si de
Alejandro Magno se hallara otra más liberal ni más en su lugar
hecha magnificencia que esta. Porque decir (lo que algunos) que por
los gastos que el Rey hizo en esta empresa, se le aplicaron muchos
pueblos al Reyno de Valencia, esto es improbable, pues ni en la
historia del Rey, ni en los Annales de otros escritores se halla
haber sido hecha en tiempo de este Rey tal aplicación, ni
desmembración (dismenbracion)
de lugares. Y así queda entera la liberalidad y magnificencia del
Rey para con el Rey su yerno, como está dicho. Finalmente habiendo
nombrado el Rey de Castilla a don Alonso García por presidente del
Reyno, se le entregó con la ciudad libremente todo, dejándole diez
mil soldados Cristianos del ejército de Catalanes, (como lo afirma
Montaner, y que hoy día se hallan linajes de Cataluña en ella) para
que habitasen y defendiesen la ciudad y Reyno, distribuyendo alguna
parte de ellos en Lorca y Cartagena, y otros pueblos, así para estar
en defensa, por ser vecinos al Reyno de Granada, de donde se podían
esperar de cada día correrías y rebatos: como para que se
introdujese en él la religión Cristiana, y poco a poco (como ya lo
vemos) se extirpase la mala secta de Mahoma. Según que a todo esto
les obligaba el haberlos heredado de tan buen asiento de la ciudad,
con tan fértil y deleitosa campaña. Porque donde el campo se riega,
no solo abunda de pan, vino, aceite y otras mieses: pero de morales
para la seda: mas es tan increíble la riqueza que por ella le entra
a esta ciudad y Reyno, que muchos años con sola esta mercaduría se
rehacen y proveen de todo lo necesario para la vida humana. Sin eso,
los montes, o secanos, de ella, como es el campo de Carthagena su
vecino hacia la marina, es tan lleno de esparto y palmas, y de tan
fértil pasto para ganados, que tienen en él mucha parte de su
estremadura los de Aragón y de Castilla: y en donde si llueve es
incomparable su fertilidad de todo género de panes. Además que con
la ciudad de Cartagena, y su tan nombrado puerto, con la ciudad de
Lorca y las demás villas, y grandes aldeas del, está hecho un
Reyno, próspero, rico y muy bastecido de toda cosa.
Capítulo X. Que el Rey vino a Orihuela, cuyo asiento y fertilidad de
vega se describe, y como pasó a Valencia y de allí a Girona y
concertó las diferencias que entre ciertos barones había.
Asentadas las
cosas del Reyno de Murcia con el cumplimiento que está dicho, el Rey
se vino para Orihuela ciudad última del Reyno de Valencia en los
confines del Reyno de Murcia, la cual está poblada de gente noble y
de buenos ingenios, y no menos hecha a las armas que cualquier otra
de España, según que por su historia, y privilegios raros que por
su gran fidelidad y valor alcanzó de sus Reyes se entiende muy a la
clara. Es su campaña muy espaciosa y fértil, a causa de ser mucha
parte de ella hecha a regarse y mucho más por las grandes avenidas
de su río Segura: según que sale muchas veces de madre y como otro
Nilo deja sus campos regados y estercolados: de do viene a ser la más
abundante de pan de todo el Reyno: tanto que está en proverbio muy
divulgado, Llueva, o no llueva, trigo hay en Orihuela. Pues como
fuese tiempo de invierno, el Rey se detuvo allí algunos días
holgándose mucho con aquel templado aire de la tierra y belleza de
su vega. Llegada la primavera partió con todo el ejército para
Alicante ciudad marítima, rica y bien poblada, por la mucha
contratación de mercaduría y concurso de naves que en ella hay de
todas partes y ser el cargador de las lanas de España para toda
Italia y Sicilia, a causa de tener un puerto anchísimo y por su
artificial muelle casi de todos vientos defendido. Allí hizo el Rey
alarde y reseña del ejército: y pareciéndole que estaba muy
próspero y lucido, y aparejado para seguir cualquier empresa, llamó
a los capitanes y su consejo de guerra: a los cuales significó como
su propósito era proseguir la guerra contra Moros, señaladamente
contra los de Almería, por ayudar al Rey de Castilla su yerno que la
tenía con ellos. Pero a esto se opusieron los grandes y principales
Barones de los Reynos que le seguían, diciendo como no venían bien
en su parecer: advirtiéndole como ni parecía bien, ni era cosa
segura, andar tantos meses fuera de sus propios Reynos conquistando
para otros los ajenos: mayormente ofreciéndosele negocios bien
importantes y difíciles, dentro de los suyos que con sola su
asistencia y presencia se podían asentar: entre otros por casar a
don Iayme su hijo, que ya era tiempo, y era necesario se tratase y lo
acabase de su mano. Además que por algunas diferencias que había de
pueblos con pueblos en el distrito de Tortosa, era por ello muy
necesaria su ida. Con esto dejando su gente de guarnición en
Alicante y Villena, para acudir a los de Murcia, si tal necesidad
ocurriese, se vino para Valencia con parte del ejército, y paseando
por la ciudad se holgó extrañamente de verla cuan engrandecida y
ensanchada estaba, y cuan adornada ya de muchos y muy bien labrados
edificios de casas, y templos, con su alta fuerte y bien torreada
cerca. Y viendo que para el buen gobierno de ella y del Reyno
sucedían también los fueros, y privilegios por él hechos y
otorgados, los confirmó de nuevo y exhortó mucho a los ciudadanos y
barones a la buena observancia de ellos: mas luego se partió de allí
para Barcelona. Porque a la verdad era tanta su diligencia, y
continuo ejercicio, que hacía, que espanta el poco reposo que en
cada parte tenía. Lo cual no le venía de inquieto, sino de muy
cuidadoso y celoso del buen gobierno de sus Reynos, y de posponer a
esto todos sus regocijos y pasatiempos: como se mostró bien a la
experiencia, pues acabo
de tan trabajosa conquista y desasosiegos, que padeció en Murcia,
llegado a Valencia, como si fuera un yermo, apenas se quiso detener,
ni regalar en ella (que bien pudiera) sino pasar luego adelante, por
asentar las diferencias de Tortosa, como las asentó, porque con su
afabilidad y Real presencia todo lo allanaba. De allí pasó a
Barcelona, y porque entendió había otras diferencias en la Cerdaña
se llegó a Girona, cabeza de aquel Condado y concertó al Conde de
Ampurias con el Barón Ponce Guerao Torrella sobre un término de
tierra que confrontaba con los dos estados, y cada uno le pretendía
para si.
Capítulo XI. Del casamiento del Infante don Iayme, y del desafío de
don Ferriz de Liçana, y venida de los embajadores del Emperador de
los Tártaros, y lo que el Rey dijo sobre las dos embajadas.
Partió el Rey
de Girona y llegó a Mompeller, donde entendió que el matrimonio que
había procurado por medio del Gobernador Rocafull de doña Beatriz
hija de Amadeo Conde de Saboya, para don Iayme su hijo, no se había
efectuado: por la muerte de doña Beatriz, o por otras causas, y por
eso trató de otro que fue de doña Esclaramunda hermana del Conde de
Foix. Pues como los embajadores del Rey notificasen su voluntad al
Conde y a su hermana, y fuesen de ello contentos, concluyose el
matrimonio, y fue traída doña Esclaramunda muy acompañada de los
suyos a Barcelona, donde con mucha solemnidad y fiestas celebró sus
bodas el Infante don Iayme con ella: quedándose el Rey en Mompeller
por negocios del estado. Los cuales concluidos se vino a Perpiñan
villa (como hemos dicho) de las más principales de España, y ahora
la más fuerte de toda ella, donde le aguardaba un criado de don
Ferriz de Lizana, de los más principales Barones de Aragón, con una
carta muy sellada, por la cual incitado por algunos malsines
desafiaba al Rey a salir en campo con él, por ciertos agravios
pretendía haber recibido del. El mismo día aconteció que entró en
Perpiñan un embajador de los Tártaros muy acompañado de gente
extraña. El cual venía al Rey de parte su señor, en suma, para
rogarle que no rehusase de emprender la conquista de la tierra santa
de Jerusalén (Hierusalem),
que le ayudaría para ella con gente y armas, y todo lo demás, solo
que se hallase presente con su persona, y fuese el general de esta
empresa. Quedó el Rey muy maravillado de la embajada del Emperador
Tártaro, y mucho más de la de don Ferriz de Lizana: por ver en un
mismo día y lugar concurrir dos embajadas juntas, tan diferentes
entre si de razón, y propósito. La una por la cual era llamado del
mayor Emperador del mundo para general de tan alta empresa: la otra
por verse desafiar tan sin respeto de un vasallo suyo, y así no pudo
tener la risa. Recibió pues con mucho regalo a los Tártaros, y para
mejor despacharlos, concertó con Ioá Alarich caballero Perpiñanés
que le había seguido en cuantas jornadas había hecho de pequeño, y
era muy diestro guerrero, fuese por su Embajador con ellos al gran
Cham su Emperador con fin de enterarse de la voluntad y fuerzas de
los Tártaros para la empresa: y así se despidieron muy alegres por
llevar consigo al Embajador del Rey, para mostrar que habían hecho
algún efecto con su embajada (según que de la llegada de Alarich, y
lo demás que por allá pasó, adelante se hablará largo) y vuelto
el Rey al criado de don Ferriz, le respondió. Decid a vuestro amo,
que hasta aquí yo solía deleitarme con la caza de águilas, o de
avutardas (abutargas):
pero que ahora yo me abatiré a la de palomas, o picaças.
Significando la inferioridad de Lizana a respeto de la persona y
grandeza Real, y como le haría huir presto. Como el Ferriz no asignó
lugar ni tiempo, el Rey se partió luego para Lérida, y hecho de
presto un escuadrón de gente de la villa de Tamarit, al cual mandó
le siguiese, fue sobre la villa de Liçana, y otros castillos de don
Ferriz, los cuales tomó y confiscó para la corona Real, por el
crimen lesae maiestatis, en que había incurrido, desafiando a su
Rey, ya que no se pudo haber la persona del mismo don Ferriz, que no
salió a puesto alguno, sino que anduvo huyendo, y escondido por no
caer en las manos de los ministros del Rey.
Capítulo XII. Como el Rey fue a Tarazona, y de la sentencia y
castigo que hizo de los que hacían moneda falsa.
Confiscada y
aplicada a la corona Real la tierra de don Ferriz, y él
perpetuamente desterrado de todos los Reynos y señoríos de la
corona, partió el Rey para la ciudad de Tarazona por asentar ciertas
diferencias y pleitos que la ciudad tenía con algunos pueblos
comarcanos, y sus aldeas. Lo cual concluido, fue avisado como se
hallaba mucha moneda falsa que corría por toda aquella tierra con
las armas de Aragón y de castilla: fueron entre otros traídos
muchos morabatinos
de oro falsos al Rey: los cuales reconocidos por expertos, se halló
que dentro eran de cobre, y fuera dorados, y con tan sutil arte e
ingenio templados, que a la vista y peso, apenas había quien los
discerniese de los verdaderos. Eran entonces los morabatinos moneda
de oro que pesaba cada uno medio ducado. Fue acusado de este crimen
un caballero llamado Pedro Iordan señor de la villa de santa
Eulalia, en los confines de Aragón y Navarra, juntamente con doña
Elfa su mujer e hijos, y más los ministros de la obra. Pero muerto
jordan,
y huidos sus hijos, la mujer con los ministros fueron presos por el
justicia de Tarazona, con todos los instrumentos de la obra. Y como
fuesen convencidos del crimen ante el Rey y su consejo, fue doña
Elfa condenada a muerte, y confiscada toda su hacienda con el estado
de su marido e hijos: y la sentencia se ejecutó en su persona,
cubierta la cabeza con un pequeño saco, y ella metida y atada dentro
de otro mayor, y viva echada en el río Ebro. A la misma pena fueron
condenados los ministros, con los demás cómplices del delito que
después fueron presos: excepto un Sacristán y Canónigo de la
iglesia de Tarazona, que también fue convencido y condenado a ser
privado de todos sus beneficios, y porque era ordenado in sacris no
pagó la pena con la vida, sino con cárcel perpetua.
Capítulo XIII. De la
dolencia, muerte y sepultura de doña María hija del Rey, y como por
el estrago que el Vizconde de Cardona hizo en el Condado de Vrgel,
fue con ejército contra él.
Hecha esta
sentencia y con rigor ejecutada contra los monederos, el Rey se
partió para Zaragoza, donde visitó a doña María su hija doncella,
que estaba enferma de una lenta calentura: pero diciendo los Médicos
ser poca y no peligrosa, y que muy en breve conualesceria
de ella, se partió para Valencia por la vía de Alcañiz, donde tuvo
la fiesta de la Natividad del Señor, y el primero del año en
Tortosa. Llegado a Valencia vino nueva de Zaragoza, como
aumentándosele a doña María la dolencia había pasado de esta vida
a la otra. Cuya muerte sintió el Rey en tanta manera que pensó
volver a Zaragoza por hallarse en sus obsequias, o novena. Y también
porque determinaba llevar su cuerpo al monasterio de Valbona, donde
estaba su madre sepultada. Esto se estorbó, porque tuvo segunda
nueva, como los ciudadanos de Zaragoza contra voluntad de ricos
hombres y grandes del Reyno, trajeron a sepultar el cuerpo a la
iglesia mayor se sant Salvador, que es la catedral de la ciudad, y
hoy de los bien labrados templos de España: donde se le dio
suntuosísima sepultura, y se le hicieron obsequias Reales. Sabido
esto por el Rey lo tuvo por bien hecho, y no se partió de Valencia.
Estando en esto recibió cartas de Barcelona del Príncipe don Pedro,
con aviso de que muerto don Álvaro Conde de Cabrera, don Ramón
Folch Vizconde de Cardona hijo del que favorecía tanto las cosas del
Rey, y saqueó a Villena (de quien se habló antes) con otros Barones
de Cataluña, habían movido guerra contra algunas villas del Condado
de Urgel, señaladamente contra las que estaban en por su Real
persona: con pretensión de tener derecho a ellas. Lo cual entendido
por el Rey mandó luego poner en orden parte del ejército que tenía
repartido por el Reyno en guarda de las fortalezas, y se vino con él
a Cataluña, a defender sus villas y derecho que tenía al condado de
Vrgel. Llegó pues a Cervera villa fuerte, y de las bien trazadas de
Cataluña: en la cual, y las demás que se le sujetaron, habiendo
sido antes tomadas por el Vizconde, puso sus guarniciones de gente y
arma, sin disminuir el ejército, porque de cada día se le
acrecentaba con la gente que le acudía de Aragón y de algunos
pueblos de Cataluña. Esperando lo que el Vizconde y los suyos
harían, fueron luego con el Rey juntos don Pedro y don Iayme sus
hijos. Mas aunque el Vizconde no pasó adelante en su porfía, quiso
el Rey que se entretuviese allí el Príncipe don Pedro con el
ejército, y a don Iayme envió a Mompeller, para entender en ciertos
negocios del estado, de los cuales no hace mención la historia, y él
determinó de ir a Toledo, de muy rogado por el nuevo Arzobispo don
Sancho su hijo bastardo: por las causas y razones que más adelante
diremos.
Capítulo XIV. De la nueva
que vino al Príncipe don Pedro como Carlos de Anjeus había vencido
y muerto al Rey Manfredo su suegro, y de la manera que pasó.
Partido el Rey del campo
para Toledo, anduvo un rumor por la tierra, el cual se confirmó
luego por cartas que escribieron sus agentes al Príncipe don Pedro,
en suma, como el Rey Manfredo su suegro, trabada batalla campal en la
campaña de Benevento, no lejos de la ciudad de Nápoles, con el
ejército Francés, cuyo capitán era Carlos de Anjeus hermano del
Rey Luys de Francia, era muerto en ella. Fue este Carlos, a quien el
Papa Urbano IV por el grande odio e indignación que tenía contra
Manfredo y su padre, había llamado de Francia, viniese a Roma con
buen ejército, que le daría la investidura de todos los Reynos que
Manfredo tenía usurpados a la iglesia. Pues como viniese luego
Carlos con ejército potentísimo, el Papa le dio en feudo perpetuo,
debajo de ciertas condiciones que reconociese a la iglesia, el Reyno
de Sicilia, con toda aquella tierra que está desta otra parte del
Pharo de Mecina, que es todo el Reyno de Nápoles, desde la punta de
la Calabria hasta Terracina la última tierra del estado de la
iglesia, excepto la ciudad de Benevento, y dándole el estandarte
Real de la iglesia en señal de vera posesión, le envió para que él
mismo se la tomase. Hecha esta donación Carlos partió de Roma con
su campo para el Reyno de Nápoles, a buscar a Manfredo. El cual como
tuviese mucho antes la nueva y avisos de todo lo que pasaba entre
Carlos y el Papa, ajuntando un grueso ejército, vino a grandes
jornadas a los confines del Reyno para defenderlo, y se encontraron
junto a Benevento, donde se dieron batalla de poder a poder, y fue el
ejército de Manfredo desbaratado, y roto, y puesto en huida: del
cual viéndose desamparado Manfredo, se echó en medio de sus
enemigos peleando como un león, y no siendo conocido, fue cruelmente
muerto por ellos. Mas como el día siguiente de la batalla volviesen
los Franceses al campo a despojar los muertos, unos dicen que fue
hallado y conocido el cuerpo de este Rey entre ellos: otros que un
villano lo trajo sobre un rocín sin conocerle, mas de haberle
parecido ser de algún gran señor y que por eso hallándole que con
la rabia de la muerte se había apartado de los otros le traía al
campo: donde conociendo ser él, entendieron en sepultarle con la
honra que se debía a la persona Real: puesto que consultando antes
con el Pontífice sobre ello, mandó que fuese totalmente privado de
Ecclesiástica sepultura, por haber muerto excomulgado: diciendo que
no merecía ser absuelto en muerte, quien empleó toda su vida en
perseguir a la iglesia. Pasando Carlos adelante, se entró por todas
las tierras que Manfredo poseía, que no halló quien le resistiese.
Por esta nueva al Príncipe don Pedro y doña Gostança su mujer
hicieron gran sentimiento y llantos secretos, de manera que el
Príncipe, a quien ab intestato venía toda la herencia de Manfredo
por la Reyna su mujer, comenzó a prepararse desde entonces, no
vanamente, para cobrarlo todo, como a la verdad lo cobró, y vengó
la muerte de su suegro, echando a los Franceses de todas las tierras
que le tenían usurpadas, y quedándose en ellas, como su historia lo
dice.
Capítulo XV. De la ida del Rey a la ciudad de Toledo para hallarse
en la primera misa del Arzobispo don Sancho su hijo.
Porque
entendamos las causas que movieron al Rey para dejar el ejército a
don Pedro y tomar de tan buena gana el camino de Toledo, es menester
contar el fin y próspero successo deste viaje. Había sido pocos
días antes don Sancho hijo del Rey, a petición de don Alonso Rey de
Castilla y de la Reyna doña Violante su hermana, proueydo por el
sumo Pontífice del Arzobispado de Toledo, primado que se intitula de
las Españas, y como se hubiese ya consagrado, escribió al Rey su
padre suplicando que para su consolación, y de la Reyna su hermana,
tuviese por bien de venir con los Príncipes don Pedro y don Iayme a
Toledo para hallarse presentes en su primera misa Pontifical que
había de celebrar en la iglesia mayor a gloria de Dios y de su
bendita madre: pues también le suplicaban lo mismo el Rey y Reyna
sus hermanos con toda la iglesia y ciudad por lo mucho que deseaban
ver su Real persona en ella. Condescendió el Rey con la demanda del
Arzobispo su hijo, holgándose mucho de tan buena ocasión como se le
ofrecía, para ver y gozar de tan insigne y antigua ciudad, que lo
deseaba mucho tiempo había, y también por ver a la Reyna su hija y
nietos, que son el propio regalo de los abuelos (aguelos).
Y así ofreció de ir allá en persona para la jornada: excusando a
don Pedro y don Iayme por las causas que arriba dijimos. Partiendo
pues de Cervera por la vía de Lérida y Calatayud, acompañado de
algunos principales señores de Aragón, y con el aparato real de
camino, entró en Castilla por el monasterio de Huerta, donde le
aguardaba ya el Rey don Alonso, que le recibió magníficamente, y de
allí se fueron juntos a Toledo. Mas porque llegando el Rey a una tan
principal ciudad donde fue tan altamente recibido, mostró bien ella
su gran poder y maravillas en el recibimiento que le hizo, no será
fuera de propósito, hacer aquí especial descripción de ella, para
declarar, aunque brevemente, lo que así de su asiento,
fortificación, cielo y suelo: como de su grandeza, poder y
magnificencia, con otras muchas excelencias suyas, cuales se
descubrieron en esta entrada y recibimiento que al Rey se hizo, de
presente se ofrecen.
Capítulo XVI. Del asiento, grandeza, y fortificación de la ciudad y
alcázar de Toledo con otras sus maravillas.
Es esta ciudad
grande, compuesta de más de diez mil casas, en las cuales habitan XX
mil vecinos, rodeada toda de altos y eminentes montes, con estar ella
también sobre un monte fundada, y que dista de ellos solo aquel
espacio que toma su gran río Tajo que los divide de ella. Cuyo
asiento por la parte del Oriente está altísimo y muy empinado,
hacia lo defuera, en cuyas raíces encuentra con recio ímpetu el
mismo río (que según fama y experiencia) trae arenas de oro
consigo. Este de allí vuelve hacia la mano izquierda y con su rodeo
ciñe casi toda la ciudad, y la hace península. Va este monte desde
lo más alto, donde está fundado el alcázar (alcaçar)
o fortaleza, poco a poco, aunque desigualmente, declinando, y
cubriéndose todo de población y casas, hasta que llega a lo llano
hacia el septentrión, a la puerta Visagra, donde se concluye y
cierra el muro, que comenzando de la fortaleza por ambas partes,
abraza y cerca toda la ciudad la cual se manda por cuatro puertas
principales: señaladamente por la que mira al oriente a la parte del
Alcázar, que va a dar a la puente que llaman de Alcántara. Es esta
puente de las raras y artificiosas del mundo. Porque demás de estar
hecha de cal y canto fortísima, es de solo un ojo y arco, tan
grande, y tan ancho que así al río caudalosísimo profundísimo y
navegable que corre por debajo, como a la infinidad de gente y
carretería, que trastea por arriba, da paso cumplidísimo. De mas
que a otra puerta de la ciudad más adelante sobre el mismo río, hay
otra puente de dos arcos, reeedificada por los Reyes Godos, con tanta
excelencia y arte, que es tenida por una de las mejores de España.
Hay otra cosa más rara y de mayor admiración en nuestros tiempos
hecha, junto a la primera puente, donde se ve que forzada naturaleza
por el arte y el gran poder de la ciudad, hace subir de lo profundo
del río y con la fuerza del mismo, el agua, por sus alcaduces con
admirable ingenio quinientos y más codos (cobdos)
en alto, hasta lo más eminente del monte, donde está el Alcázar,
para cumplimiento de lo que se podía desear en aquel tan alto y tan
bien labrado y fortificado edificio. Fue pues antiguamente este sitio
y asiento de la ciudad, por estar cercada del río y rodeada de
montes, tenido por fortísimo y casi inexpugnable. Puesto que para de
lejos por estar descubierta a los montes circunvecinos, quedaba muy
sujeta a todo género de máquinas y trabucos para la ruina de sus
edificios y casas. Y así para principal remedio de esto, fue hecha
la fortaleza, que por sobrepujar a los montes no solo ampara y
defiende la ciudad de semejantes ofensas: pero hoy día impide, no se
plante en ellos artillería alguna para batirla. Demás que como sea
ciudad tan poderosa que puede por si sola hacer guerra, y formar
ejército: pudo siempre muy bien defenderse, no solo con el remedio
que está dicho del Alcázar, pero aun con anticiparse y salir a los
enemigos al encuentro, y que podría para mayor fortificación suya,
y ayuda del Alcázar, plantar por sus circunvecinos montes algunas
fuertes y bien guarnecidas fortalezas para guardar la ciudad de donde
puede ser ofendida.
Capítulo XVII. Del suntuoso recibimiento que al Rey se hizo en la
ciudad de Toledo, y de la antigüedad, riqueza y majestad de su
iglesia con lo demás que el Rey contempló en ella.
Como llegasen
los dos Reyes a un pueblo grande a media jornada de Toledo, hallaron
en él muchos señores y grandes de castilla que los aguardaban, de
quien fueron recibidos con el debido acatamiento, haciéndoles el Rey
mucha merced a todos. En llegando comieron los Reyes con mucha música
y otros regocijos, y luego don Alonso con algunos grandes se partió
por la posta para llegar temprano a la ciudad, y los que quedaron con
el Rey los dos días que allí se detuvo le regalaron con mucha
fiesta de caza y montería, de que el Rey holgó mucho y mostró bien
con ellos la grande humanidad y llaneza. Como don Alonso llegase
temprano a la ciudad le pareció muy bien el aparato grande que los
del regimiento por su orden habían puesto a gesto para la entrada
del Rey, el cual, entrados en consulta con don Alonso, determinaron
hacer con mayor triunfo y suntuosidad que nunca se vio, y mayor que
la que poco tiempo antes allí se hizo por el mismo don Alonso al Rey
Luys santo de Francia. El cual vino a esta ciudad por visitar a don
Alonso su deudo (como adelante se dirá) y ver esta ciudad y sus
grandezas. Cuentan las historias Francesas y de Castilla, que fue su
recibimiento en ella tan triunfante y magnífico, que de hallarse el
Rey Luys muy obligado a don Alonso y a la ciudad por ello, vuelto a
París les envió el brazo de sant Eugenio primer Obispo de Toledo,
como por agradecimiento de la fiesta que se le hizo. Y así los del
regimiento y pueblo, como la caballería y nobleza toda de Toledo
visto que había mucho mayores causas y obligaciones para recibir al
Rey de Aragón con mayor triunfo y regocijo que a ningún otro, no
solo por ser padre de su Reyna y Arzobispo, y ser quien era, pero
mucho más por la nueva obligación que su Rey y Castilla le tenía
por haber, tan poco había, conquistado con su gente y hacienda la
ciudad y Reyno de Murcia, y entregándole con tanta liberalidad a su
Rey para incorporarle en la corona de Castilla, todos a una voz
determinaron de hacer el resto, y mostrar todo su poder y valor en
esta ocasión: y el estado Ecclesiástico ofreció lo mismo. De
manera que a tercero día llegando el Rey a vista de la ciudad
salieron fuera a recibirle bien lejos todos los del regimiento
riquísimamente adornados con sus insignias y cetros (sceptros)
delante y llegados se apearon y llegaron por su orden a besar las
manos al Rey que en lugar de ellas dio grandes abrazos a cuantos a él
llegaron. Luego asomó la caballería mucha y muy puesta en orden de
jinetes con sus lanzas y adargas con sus muy ricas divisas partidos
en dos escuadrones de moros y Cristianos con una muy bien concertada
escaramuza entre ellos de lo cual holgó el Rey mucho y más en ver
la muchedumbre y belleza de caballos que todos a una traían. Siguió
a esto con más de dos mil hombres su infantería, riquísimamente
deuisada
con la misma invención que a los de a caballo y también con su
escaramuça, que dio mucho gusto al Rey. Tras ellos salió el pueblo
con sus banderas y estandartes cada oficio por si con muchos juegos e
invenciones, y con los regocijados bayles y danças de infinitas
donzellas con sus cabellos dorados y guirnaldas sobre sus cabezas tan
compuestas y bien vestidas, sobre ser el más hermoso y bien hablado
mujeriego de España que doblaron el contentamiento al Rey y a
cuantos gozaron de tal vista. Llegando a la puerta de la ciudad que
estaba toda cubierta y adornada de muchos trofeos y posturas de muy
grandes y dessemejados
gigantes armados con sus porrimazas como en guarda de ella: también
había llegado la solemnísima procesión y pompa de la iglesia
mayor, con el Arzobispo y los más Obispos sus suffraganeos, con
dignidades, Canónigos, y Racioneros, con toda la Clerecía y
religiones. Y hecha con el Rey así por la iglesia, como por los del
regimiento la misma ceremonia y salva que al mismo Rey proprio
hazer
pudiera, fue recibido debajo del palio en el gremial del Arzobispo,
donde quien podrá explicar el infinito gozo que padre e hijo
sintieron de verse en aquel lugar juntos con lo que ambos
representaban?
Prosiguió la procesión para la iglesia mayor
pasando por las calles principales de la ciudad que estaban
entoldadas de riquísima tapicería con muchos arcos triunfales
ricamente adornados de diversos personajes, y sembrados por todos
ellos muchos y muy elegantes versos y motes en favor del Rey, y de
sus conquistas, que daban gran espíritu a las invenciones y
espectáculos, los cuales eran tan admirables, y estupendos que pudo
ser bien aquel día Toledo otra Roma cuando solía dar los merecidos
triunfos a sus Cónsules volviendo victoriosos de la guerra, y por
haber ganado alguna Provincia para el Imperio Romano: como a la
verdad por la misma razón meritoriamente le dio Toledo en este día
al Rey de Aragón por la conquista y victoria que poco antes había
alcanzado de la ciudad y Reyno de Murcia para el imperio de Castilla.
Llegados a la iglesia mayor, y hechas por el Rey su oración y
gracias y nuestro señor y a su bendita madre, por haberle traido a
gozar de tan deseada jornada, de allí subió al Alcázar donde fue
recibido con increíble alegría de la Reyna su hija, a quien el Rey
siempre quiso mucho, y así se recreó extrañamente con la vista de
ella y del Príncipe y los demás Infantes sus nietos, y también de
tantas y tan hermosas damas de la ciudad que estaban con la Reyna.
Donde cenó y pasó aquella noche con mucho descanso y reposo. A la
mañana vinieron los del regimiento con un suntuosísimo presente de
mucha diversidad de cosas de montería de volatería y carnes, de
confituras y otras mil gentilezas de la tierra, lo cual aceptó, y
respondió a la embajada que juntamente le hicieron, con mucha
alegría y suavidad de palabras. Se estuvo allí todo aquel día sin
admitir más visitas, para más libremente recrearse con la Reyna, y
sus nietos, y con la hermosísima y tan extensa (estendida)
vista que del Alcázar hay río arriba hacia el oriente por ser toda
de muy espaciosa, bien cultivada, y fertilísima llanura. Y también
con el extraño asiento de la ciudad como dicho habemos. El día
siguiente volvió a la iglesia mayor, acompañado de muchos grandes
con toda la caballería y nobleza: no hallándose en estos actos
públicos don Alonso, porque con más libertad pudiesen todos servir
y festejar a su suegro. Entrando en la iglesia fue al lugar donde
están con grande veneración las infinitas reliquias de santos. Y
puesto en su sitial las contempló con muy grande devoción una a
una, con la capa celestial que la gloriosísima nuestra señora
apareciéndose al bienaventurado sant Ilefonso Arzobispo de la misma
iglesia, le dio visiblemente de sus manos como por premio y triunfo
de la victoria que el santo había alcanzado de ciertos herejes que
habían hablado contra la intemerada virginidad de ella. También se
admiró mucho de la inestimable riqueza de vasos de plata y oro, con
los demás ornamentos de brocado y seda (hoy son mucho mayores)
dedicados para el culto y oficio divino, el cual se hace en ella
solemnísimo cuanto se puede. Andando pues el Rey por la iglesia,
mirando a una parte y a otra la extraña fábrica y anchura del
templo alzó los ojos para contemplar su altura donde vio los trofeos
y banderas que pendían de la sumidad del, en señal de triunfos por
las victorias que los Reyes de Castilla habían alcanzado de los
Moros: y no faltó quien le descubrió entre ellas la memoria y
estandarte que allí dejó el Rey don Pedro su padre cuando vino con
su ejército Aragonés en ayuda de los Reyes de Castilla y Navarra, y
ganara aquella tan esclarecida y milagrosa victoria de CC mil Moros a
las nauas de Tolosa en el Andalucía, como en el primer libro de esta
historia habemos hecho mención de ello. Sin esto tuvo en mucho aquel
amplísimo colegio de Prelado, Dignidades, Conónigos, y Racioneros,
y los demás ministros del cultu
divino, que del tiempo de los sagrados Apóstoles de Cristo acá se
había continuado en aquella iglesia, y de mano en mano conservado en
ella siempre la verdadera fé y religión Cristiana, sin haber sido
jamás de ningunos errores inficionada.
Pues ni la Arriana perfidia que con los Godos se metió en España:
ni la universal pérdida de toda ella, cuando la entraron los Moros
con su perversa secta, fueron parte para que los oficios divinos, por
lo menos el que llaman Muçarabe del tiempo de los Godos, cesasen en
su iglesia, ni que a todas las demás de España que estaban
oppresas, dexasse
esta de aspuecharles
como cabeza y refugio de todas: así valiéndoles de oráculo con
ejemplo y doctrina, como de favor y socorro para las necesidades de
ellas. Demás de esto le fue notificada la increíble suma de diezmos
y censos que tenía de recibo en cada un año. La cual aunque ya
grande, no era comparable con la que ahora de presente goza y posee,
pues entre el Prelado, Dignidades, Canónigos, Racioneros,
Capellanes, con los demás oficiales y ministros de lo sagrado y con
la fábrica, se reparten en cada un año dentro de la misma iglesia,
el valor de seiscientos mil ducados arriba. De donde ha llegado a tan
alto y tan aventajado estado, cual con muy grande lustre y policia
ha siempre representado, y con razón pretendido, no solo de tener el
primado de las iglesias de España, pero de no reconocer a otra que a
la sacrosanta iglesia Romana superioridad alguna.
Llegado pues el
día señalado, celebró el Arzobispo don Sancho su primera misa de
Pontificial, con grande solemnidad y ceremonia sagrada: a la cual
asistieron sus Prelados suffraganeos, con los dos Reyes, Reyna y
Príncipe don Fernando, con los grandes de Castilla y los que con el
Rey vinieron de Aragón. Demás del innumerable pueblo que de la
ciudad y gran parte de Castilla concurrió a la fiesta. En la cual
así el Rey don Alonso en mantenerla con tanto esplendor y
magnificencia, como los del regimiento y pueblo de Toledo en
engrandecerla y regocijarla, mostraron bien su tan sobrado valor
poder y riquezas.
Capítulo XVIII. De los
Tártaros que vinieron a Toledo con Alarich embajador del Rey, el
cual relató su embajada, haciendo la descripción del gran poder y
costumbres de los Tártaros.
A esta sazón,
en medio de la gran fiesta y regocijos (por que todo sucediese en
triunfo del Rey) aparecieron en Toledo nuevos trajes, y maneras de
gentes, venidos de los extremos de la Scytia, junto a los Hyperboreos
(como lo refiere la historia) con los embajadores del gran Cham
Emperador de los Tártaros, los cuales habían aportado en Barcelona
con Ioá Alarich caballero Perpiñanés, del cual poco antes dijimos,
como le envió el Rey con embajada al mismo Emperador, para entender
su voluntad y determinación cerca la conquista de Hierusalem.
También para certificarle de su poder, y forma que tenía para
favorecerle en esta jornada. Lo cual bien entendido y visto por
Alarich, se volvió juntamente con los nuevos embajadores del mismo
Emperador que venían al Rey para más enterarse de su voluntad, y
que no hauria
falta en la empresa. A estos dejó Alarich en Barcelona, y pasó a
Toledo, trayendo consigo algunos criados de ellos vestidos con
extraño traje a su usanza. En cuya entrada hubo grandísimo concurso
de toda la ciudad por verlos, y hacer grandes maravillas de los
visto: como suelen los meditarraneos
maravillarse más que otros de toda cosa nueva que ven, mayormente de
lo que viene allende el mar. Entrando pues Alarich en Palacio y
besando al Rey las manos, fue tan bien recibido de él que le abrazó,
y mostró grandísimo contentamiento de su llegada, y hallándose
presentes el Rey y la Reyna de Castilla con el Príncipe don
Fernando, y el Arzobispo, y grandes, con otras muchas personas de
cuenta, le mandó el Rey que explicase su embajada. Lo cual plugo
mucho a Alarich, y dijo de esta manera. Desde aquel día que V.
Alteza me mandó partir de Perpiñan con embajada para el gran Cham
Emperador de los Tártaros, y prosiguiendo mi viaje me libré con el
favor divino, de tantos, y tan increíbles trabajos y peligros como
los muy largos y no andados caminos traen consigo, ninguna cosa tanto
he procurado como hacer mi oficio con la fidelidad y diligencia que a
vuestro Real servicio debo. Y así con el mismo favor soberano,
volviendo ante V. Real presencia, he llegado al deseado fin y
próspero successo de mi embajada: pues también se entenderá por
ella la esclarecida fama y renombre que vuestra Alteza ha sacado de
ella. Llegué a los Hyperboreos montes, y extremos fines de los
Scytas, que ahora llaman Tártaros. Donde en oír toda aquella gente
vuestro nombre, y que iba con embajada vuestra a ellos, Cuyllan su
Emperador que se intitula Rey de los Reyes y señor de los señores,
con todos los suyos, dejada aparte su natural barbaria
y fereza
para con los extraños, me recibieron humanísimamente, y con muy
grande regocijo y alegría me pusieron ante su presencia. Donde
expliqué mi embajada, certificando de parte de V. Alteza la mucha
voluntad y real ánimo para con ellos. Mas como prosiguiendo mi
razonamiento concluí con que emprenderiades
de buena gana la conquista de Hierusalem y de la tierra santa, si
todo lo que sus Embajadores habían prometido dar de su parte en
favor y ayuda de esta jornada se cumpliese: todos se alegraron de oír
esto extrañamente: y me respondieron por el intérprete, que el gran
señor cumpliría eso y mucho más, y que para más certificarme del
gran poder suyo, me quedase por unos treinta días con ellos. En el
cual tiempo se preciaron mucho de regalarme, y mostrarme con la guía
de un bien entendido faraute, el inmenso poder con la increíble
grandeza y majestad de su Emperador, además de su gran riqueza y
fertilidad de campaña, pues en pan y todo género de ganados, parece
que no hay más copiosa tierra en el mundo.
Hallé cierto de él, que
puede muy largamente echar en campo doscientos mil hombres de a pie,
y cien mil de a caballo, gente de si guerrera, pero que puede más
con la muchedumbre que con el arte y destreza de pelear. Que resiste
bravamente al frío, y como aquella que está hecha al rigor de la
tramontana, es muy dada a trabajos: y con esto tiene muy poco de la
urbanidad y policia de vida. Porque como siempre anda en guerra, no
gusta tanto de encerrarse a vivir dentro de las ciudades, que también
las hay entre ellos muy grandes aunque incultas: cuanto de habitar en
las tiendas y pabellones por la campaña. Profesan nuestra religión
Cristiana tan envuelta en errores y supersticiones, y casi sin
preceptos algunos, que más presto la hacen ridícula que devota. La
causa de su tan importuna demanda sobre la conquista de Hierusalem,
no es tanto por celo de religión, cuanto por la emulación y envidia
que tienen a la gente Turquesca: porque en sus ojos les han tomado a
Hierusalem y toda la tierra de Palestina, y porque con menos número
de gente habían vencido muy grandes ejércitos no solo de Armenios y
Babilonios, pero de los mismos Tártaros, que se habían juntado
contra ellos. Y así de muy sentidos porque los Turcos con menos
gente pueden más que ellos, y son más diestros en el pelear, buscan
el favor y ayuda de gentes extrañas que sean diestras en la guerra,
para que ajuntándose con estos prevalezcan contra ellos. La razón
empero porque el Tártaro quiere más valerse de V. Alteza, que de
los otros Príncipes Cristianos, es las infelices y desastradas
empresas que hasta aquí han hecho los otros en esta santa demanda,
por no haber querido ajuntarse con ellos, ni seguir su consejo en el
acometer los Turcos. Por eso oída la fama de las grandes proezas y
hazañas de V. Alteza que va muy extendida por el mundo, y por saber
la mucha destreza y arte que tenéis en el pelear, con tan ejercitada
gente y soldados como mantenéis para la guerra, os ruegan y animan
para la empresa de esta: y prometen de valeros con grande número de
gente y armas, y de avituallar el ejército por todo el tiempo que la
guerra contra los Turcos durare. Esto es sin el favor y socorro de
los Armenios que desean lo mismo con fin de ayudaros: y mucho más el
Emperador Paleologo vuestro deudo con todos los Griegos, los cuales
por librarse de tan crueles vecinos, ayudarán con vidas y haciendas
para esta guerra, solo que vos señor seáis el general y grande
caudillo de ella.
Capítulo XIX. Como oída
la embajada de Alarich el Rey determinó seguir la empresa de
Hierusalem y de los extremos que la Reyna su hija hizo por ellos, y
de muchos que se le ofrecieron para esta jornada.
Acabada por
Alarich de explicar su embajada, el Rey con todos los que se hallaron
presentes holgaron infinito de oírla, y alabaron mucho su trabajo y
diligencia en haberla tan felizmente concluido con haber descubierto
los ánimos con el poder y fuerzas de aquellas gentes para proseguir
la empresa. Sobre esto dijo el Rey que se encomendaría a nuestro
Señor, y suplicaría le inspirase lo que más fuese para su servicio
y mayor ensalzamiento de su santo nombre. Luego dijo a la Reyna
mandase hospedar y regalar mucho al Embajador, y a los Tártaros que
con él vinieron. Finalmente prometió a Alarich tendría memoria de
remunerar muy bien sus trabajos en volviendo a Cataluña. Después
acabó de una pieza que estuvo callando y pensando sobre la embajada,
mientras los demás estaban recontando las cosas maravillosas que
Alarich había relatado: recordó como de un sueño, y significó al
Rey y Reyna y a los demás que cabe
él se hallaban: como con el favor divino determinaba de emprender
esta conquista. Como oyeron esto los Rey y Reyna se alteraron
grandemente, y con muchos ruegos y argumentos procuraron de apartarle
de aquel pensamiento y propósito: representándole sus años y edad
cansada, con tan larga y peligrosa navegación: y más el gran poder
y crueldades de los Turcos, y ser los Griegos gente inconstante, que
había poco que fiar en las promesas de los Tártaros, como gente
bárbara y confusa, pues con su tan grande poder no se atrevían a
los Turcos: que bastaría el ejemplo de tantos Reyes Cristianos que
emprendieron la misma conquista, a los cuales había ido tan mal en
ella.
Como respondiese el Rey satisfaciendo a todas las
razones que le oponían: concluyó con que Dios omnipotente era más
que todos, y que pues la empresa era suya, él la guiaría y
favorecería: y así no dejaría con su favor y ayuda de llevarla
adelante. Entonces el Rey don Alonso movido de muy santo celo se
convirtió a loar y a probar el heroico y divino propósito del Rey:
y prometió de enviar con él en ayuda de esta guerra cien caballos
ligeros, y de valerle con cien mil morabatinos de oro. También el
gran Maestre de Vcles ofreció seguirle con otros cien caballos. Lo
mismo prometieron el vicario del Maestre del Hospital Gonçalo
Pereyra, con otros muchos grandes de Castilla, cada uno conforme a su
poder y estado. Celebrada pues allí con grande solemnidad la fiesta
de la natividad del Señor, se despidió el Rey del Arzobispo y de la
Reyna su hija y nietos, a los cuales dio su bendición, y también de
los señores y grandes de Castilla con los Prelados suffraganeos que
allí se hallaron: y agradeciendo mucho a los regidores y pueblo de
Toledo por tan suntuosa y regocijada fiesta como le habían hecho, se
partió acompañado del Arzobispo por dos jornadas y de don Alonso su
yerno hasta el monasterio de Huerta, donde le salió antes a recibir:
al cual no dejó el Rey de dar algunos avisos y documentos por el
camino para saberse valer y bien regir con sus vasallos, y librarle
de muchas malas voluntades, que por menospreciar a los grandes se
había procurado, por su mala condición y tratos. Lo cual había
entendido los días que en Toledo estuvo, por secreta información de
religiosos, y otras personas celosas del bien público, y que todos
le condenaban por muy mal acondicionado. Lo cual oyó don Alonso con
harta paciencia, puesto que la enmienda fue poca, como adelante
veremos. Como llegasen a medio camino, encontraron con ciertos
mercaderes Moros de Granada, que traían el tributo de su Rey a don
Alonso. Porque luego que el Rey acabó la conquista de Murcia, temió
el de Granada que pasaría a poner campo sobre él, en favor de don
Alonso. Y por eso dio prisa en concertarse con él, pagándole en
cada un año sesenta mil morabatinos de tributo, los cuales como se
los truxessen por entonces, los entregó todos al Rey en parte de los
cien mil que le había prometido para la conquista. Llegados a los
confines de los Reynos, don Alonso se volvió a Toledo, y el Rey tomó
la vía de Calatayud, y de allí dio vuelta para Valencia.
Capítulo XX. Como llegado el Rey a Valencia, oyó a los Embajadores
Tártaros, y a los de la Grecia, y aceptó sus ofrecimientos y
prometió de seguir la empresa.
Luego que el
Rey entró en Valencia llegaron de Barcelona los embajadores de
Tartaria, y de la Grecia. Los cuales guiados por Alarich entraron
ante el Rey a hacer su embajada, conforme a la que Alarich hizo en
Toledo: y en suma era. Que el gran Emperador Cuyllan Rey de los Reyes
y señor de los señores deseaba que la tierra santa de Jerusalén
fuese librada de poder y mano de los Turcos, y por la honra de Cristo
restituida a los Cristianos: que para este efecto ayudaría al Rey
llevando esta empresa, y no solo movería por su parte cruel guerra
contra los Turcos, pero que proveería la armada y campo del Rey de
todas vituallas, luego que él y su gente llegasen al puerto de
Ayalazo, u otro cualquier de la Asia menor al oriente, y llevase la
vía de Jerusalén para la conquista. Los embajadores del Emperador
Paleologo, no prometieron soldados, ni guerra aparte contra los
Turcos, porque él la tenía en sus tierras, con otros a quien había
quitado el Imperio (como se dirá adelante) sino panatica
y todo género de vituallas para la armada del Rey: con que abreviase
su venida, y siguiese el orden que en la Grecia de paso se le daría.
Oídas las dos embajadas respondió el Rey, que con el favor de
nuestro señor, por la cobranza y restitución de su glorioso y santo
Sepulcro al pueblo y poder Cristiano, no dejaría perder una tan
principal ocasión como se le ofrecía por mar y por tierra, con el
favor de dos tan supremos Emperadores para tan santa y señalada
conquista. Que por eso aceptaba la empresa y que dentro de muy pocos
días se dispondría a entrar en ella: confiando que los dos, y cada
uno por si, cumplirían muy largamente lo que por sus embajadores le
prometían. Con esta respuesta y mercedes que el Rey hizo a los
embajadores los despidió, y se partieron de él muy contentos.
Capítulo XXI. Como mandó
el Rey publicar guerra para la tierra santa, y de las cartas de la
Reyna su hija y como fue a ella, y de paso dejó por gobernador de
Aragón al Príncipe don Pedro, y de la moneda jaquesa.
Partidos los
Embajadores, mandó el Rey pregonar la guerra y conquista de la
tierra santa por todos sus Reynos y señoríos de España, hasta en
la Guiayna y comenzó a endreçar todos sus fines a este propósito.
Y así muchos no solo de sus Reynos, pero de los extraños de España
y fuera de ella, movidos por la santidad de la empresa con tan buen
caudillo y guía de su Real persona, se determinaron a seguirle en la
demanda. Para esto impuso cierto tributo, o tallon sobre la ciudad y
Reyno de Valencia, por no desguarnecerla de gente de guarda, y se
partió para Barcelona a hacer gente y dar prisa en poner la armada
en orden, y prepararla para tan larga navegación. Mas apenas fue
llegado a ella, cuando recibió cartas de Castilla de la Reyna doña
Violante su hija, en que le rogaba con muchas lágrimas, por cosas
que mucho importaban al bien de todos y quietud de los Reynos,
quisiese en todo caso verla antes que se embarcase: que le esperaría
a la raya del Reyno en el monasterio de Huerta. Maravillose mucho el
Rey de tan encarecida demanda: tanto que por lo que entendió estando
en Toledo de cuan mal animados estaban los grandes de Castilla contra
su Rey, vino a pensar no fuese la causa del llamamiento alguna
secreta machina, o rebelión que contra el mismo Rey se había
descubierto, y que aguardaban su embarcación para ejecutarla más a
su salvo. Fue pues contento de ir a verse con ella: también por dar
una vista por Aragón y de paso dejar algunas cosas importantes al
Reyno asentadas por su mano. Y así llegando a Zaragoza nombró por
gobernador general de Aragón, al Príncipe don Pedro, durante su
ausencia, y le renunció todo el derecho que le pertenecía al Reyno
de Navarra: así por la adopción y prohijamiento que le hizo el Rey
don Sancho: como por el pauto
que hizo después con el Rey Theobaldo, y la Reyna doña Margarita su
madre, para que se valiese de él contra el mismo Theobaldo, y
principales del Reyno, los cuales así con el Rey don Sancho, como
con Theobaldo intervinieron (entreuinieron)
y se firmaron en los conciertos, obligándose con juramento solemne
de observallos. Además de esto a los Aragoneses no se les imputó
tributo alguno en ayuda de la empresa, porque ya ellos y los de
Lérida con todo el Reyno por donde corría la moneda Iaquesa
voluntariamente consintieron, en que pudiese el Rey batir XV mil
libras de plata de aquella moneda que hacían poco menos de XV mil
ducados para valerse de ellos en la jornada. Porque de aquí vengamos
a estimar cuantas eran entonces las riquezas Reales, y podamos
colegir como no con infinidad de dinero, sino con el buen gobierno de
los Reyes y esfuerzo de los capitanes, con la modestia y disciplina
de los soldados, en aquellos tiempos alcanzaban grandes victorias
nuestros Reyes de sus enemigos.
Capítulo XXII. Como en
llegando el Rey a Huerta, la Reyna con sus hermanos e hijos se
abrazaron del Rey rogándole desistiese de la empresa y del sabio
razonamiento con que los consoló y se despidió de ellos.
Llegó el Rey
al monasterio de Huerta acompañado de los Principales don Pedro y
don Iayme sus hijos: donde halló a la Reyna con los suyos y al
Arzobispo don Sancho. Puesto el Rey en medio de todos, como si le
conjuraran contra él lo cercaron, y los niños ayudados de la madre
se abrazaron con el cuello del viejo aguelo, los otros se le echaron
a los pies com muchas lágrimas, y la Reyna besándole las manos:
todos a una con grandes sollozos y voces le suplicaron dejase de
emprender una tan larga, tan peligrosa y dudosa jornada como quería
hacer para dejarlos desamparados, y privados de su favor y sombra,
cuya presencia no la habían de ver, ni gozar más en su vida: que
era muy cruel para si y para todos, ausentándose de sus Reynos por
ir a conquistar los ajenos, que mirase no fuese para más ofender,
que servir a nuestro señor en ello. A los cuales mandó el Rey que
se sosegasen y le oyesen. Y así abrazando a todos, con mucha dulzura
les dijo. Carísimos hijos míos: Por demás es la aflicción
(affliction)
que a mí y a vosotros dais con vuestras lágrimas y sollozos: si
pensáis con eso apartarme del propósito y determinación que tengo
de entrar en esta santa demanda. Porque los servicios que a Dios
nuestro señor común padre debemos se han de anteponer a todas las
obligaciones que a vosotros como a hijos, por cualquier razón y
causa puedo teneros: habiendo yo hecho hasta aquí cuanto he podido
por vosotros: pues os dejo heredados de mucho mayores bienes y Reynos
que yo heredé de mis padres vuestros aguelos, y tan bien colocados,
por gracia de nuestro Señor, que ya no tengo más que desearos, ni
daros. Ahora ya me llama a otra parte el mismo padre celestial. El
cual no quiere que yo emprenda de hoy más otras guerras que las
suyas para merecer por ellas el soberano triunfo que será servido
darnos. Y siendo así, qué otras más suyas, que las que se
emprendieren para cobrar el glorioso y santo sepulcro de Iesu Christo
su hijo y Redentor nuestro? Qué más heroicas, ni más santas, que
las que así por sacar de poder de aquellos infieles enemigos de su
santo nombre la tierra santa que sus preciosísimos pies pisaron:
como para restituirla a la honra y posesión de los católicos y
fieles Cristianos, se llevaren adelante? Mayormente por las muchas
causas y razones que yo tengo, para conocer soy más obligado a esta
empresa que otros. Lo primero por mi natural inclinación y deseo, y
aun casi voto hecho sobre esto desde mi niñez y principio de mi
Reynado. Lo segundo por haberse comenzado tantas veces esta empresa
por tantos Reyes y principales Cristianos en nuestros tiempos,
excepto los Españoles, y nunca haberse acabado: si a dicha por
voluntad divina, me está a mí reservado el abrir la puerta para
todos. Finalmente por la ocasión mejor y más cómoda que nunca, se
nos ofrece ahora, con el favor y ayuda de dos tan poderosos
Emperadores vecinos a la tierra santa, que no solo nos llaman y
exhortan, pero nos ayudan tan principalmente por mar y por tierra con
gente y armas, con vituallas y dinero, para esta empresa. A los
cuales no condescender, ni corresponder con su demanda en cosa tan
santa y pía: verdaderamente sería cosa para la honra y tan
celebrado nombre de España, no solo ignominiosa y fea, pero aun
abominable e impía. Por donde cuanto más nuestra edad grave y
cansada nos declara como se va ya madurando el tiempo de nuestra fin
y muerte: tanto más nos persuade a que lo poco que nos queda de esta
vida miserable y perecedera, lo empleemos en total servicio de
Christo nuestro redentor que nos ha de dar la otra sempiterna. Por
eso no es justo que yo rehúse este tan corto viaje de ir a morir por
él, habiendo él bajado de lo alto de los cielos a la tierra a morir
por mí. Como el Rey acabó su razonamiento, las lágrimas y
lamentables voces de hijos y nietos se levantaron tan grandes, y con
tantos alaridos, que el Rey no pudo contenerse de no llorar con
ellos. Y no pudiéndoles hablar más, abrazó y besó sus
nietezuelos, y dándoles su bendición, y despidiéndose de todos,
volvió su camino derecho para Barcelona.
Fin del libro XVII.