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jueves, 14 de marzo de 2019

Libro XVIII

Libro XVIII.

Capítulo primero. Del asiento y poderío de la ciudad de Barcelona.


Mostró bien el Rey (por lo que en el precedente libro concluimos) tener su espíritu del todo puesto en Dios, y en acabar la empresa de la tierra santa: pues no fueron parte carne y sangre de tantos hijos y nietos para divertir su santo fin y propósito de proseguirla. Y así despedido de ellos, no paró en Zaragoza: ni en otra parte del camino hasta llegar a Barcelona, para poner en orden la armada, y juntar el ejército: dejando las cosas del gobierno de los Reynos bien concertadas antes de su partida. Fue pues muy grande el concurso de gente de todas partes, además del ejército, que vinieron a esta ciudad, no solo de procuradores y síndicos de las ciudades y villas Reales de los tres Reynos para ayudar con su extraordinario servicio a los gastos de esta empresa: pero de muchos otros, que por solo ver al Rey, y el aparato del armada, y municiones de guerra, se congregaron de toda España: mas ni fue de menor maravilla ver la mucha hartura de vituallas y el cumplimiento de alojamientos que para todos hubo en la misma ciudad de Barcelona. Por lo cual, y ser esta una de las más insignes ciudades de España, será bien que digamos algo de su asiento y origen, de su maravillosa traza y bien labrados edificios, junto con su gran poder, y valor de ciudadanos, y mucho más de la ejemplar concordia de ellos para lo que toca al beneficio y conservación de su Repub. La cual fue antiguamente llamada Fauencia (Colonia Iulia Augusta Faventia Paterna Barcino) pero venida a poder de los Cartagineses la llamaron Barcino: por los del bando y parcialidad Barcina que vinieron de Carthago a regirla. Pero destruidos los Carthagineses y su ciudad asolada, los Romanos la redujeron (reduzieron) en colonia con el mismo nombre, y con esto va fuera todo lo que de su nombre después se ha comentado y fingido por algunos, pues se llama hoy día Barcelona. Y es de las bien trazadas, y mejor edificadas ciudades que haya otra. Porque está hecha como media luna, atajada por el mar al oriente, extendida sobre una espaciosa llanura a las raíces de un monte alto que da en la mar, y sirve de atalaya, para descubrir de bien lejos las naves y bajeles que a ella vienen, al cual llaman Monjuhi, que significa monte de Ioue, o Iupiter: o porque en él solían antiguamente los gentiles sacrificar a Iupiter dios de las riquezas, que las estiman tanto y guardan mejor en esta ciudad que en otras: o porque la gente de ella es muy Iovial en sus regocijos, y de más suave trato que la mediterránea de Cataluña, que de si es saturnina y triste, y que el vengar las injurias es su alegría. De este monte se puede bien decir que vale de padre y madre a la ciudad: pues no solo con su oposición al mediodía la defiende del excesivo calor que padecería, y que con el atalayar le avisa del bien o mal que por la mar le viene: pero también la ha como parido de sus entrañas: pues nació toda de la pedrera del monte, sin disminución de él, en tanta copia, que amontonada ella, sin duda que haría otro mayor monte por si sola. Y así por ser edificada de tan excelente piedra que se endurece en el edificio, son las casas, templos, palacios y edificios públicos, con su muy torreada muralla, de lo más bien labrado, y fuerte que pueda ser otro. Con esto y estar de todas armas y artillería gruesa muy abastecida, es hoy sobre cuantas ciudades hay en España más puesta en defensa. También es muy alegre su campaña y harto fructífera: aunque su mayor abundancia de mercaderías le entra por el mar que bate su muralla:
y así por las continuas entradas y salidas de bajeles con nuevas gentes que vienen de cada día, y por lo que la vista y contemplación del mar a todos mucho alegra, su mayor regalo y recreo es la marina. Puesto que no hay puerto seguro sino playa abierta por toda ella: pero se halla tan honda que se quiso antiguamente formar muelle allí, y en fin se pueden los bajeles asegurar mejor que en cualquier otra playa. De aquí le vino ser su trato de mar muy poderoso y extendido: señaladamente después que cesó el de Tarragona, por las guerras y destrucción de los Moros que pasaron por ella (según que en el precedente libro quinto se ha largamente referido) que por esto se trasladó toda la negociación de mar a Barcelona. De suerte que así por los grandes aparejos de ataraçanales, como de maderamiento, y los demás pertrechos que produce de si la tierra, los ciudadanos por mandato de sus Reyes, se dieron tanto a hacer todo género de navíos, y más de galeras, hasta ponerlas a punto de navegar y pelear con ellas, que como colonias las han siempre enviado por el mediterráneo adelante, para representar su renombre y fuerzas en diversas partes. Lo que se puede muy bien apropiar a esta ciudad, y decir de cuantas armadas ha echado en mar y proueydo así de armas y soldados, como de remeros y xarzias, que otras tantas ciudades ha edificado: porque las armadas gruesas por mar, son otro que unas muy fuertes y bien regidas ciudades, o verdadero retrato de muy concertadas Repub. y no solo esperan a los enemigos, pero también los van a buscar y sacar de sus casas, como se prueba por los grandes efectos que con ellas los mismos ciudadanos y gente Catalana han hecho por mar en servicio de sus Reyes. Por ser gente de si muy belicosa y hecha de tal compás que cuanto más rehúsa de ser pechera en la hacienda: tanto más a las necesidades y hechos de armas de sus Reyes suelen prontamente acudir con sus personas y vidas. De manera que por estas, y otras muchas comodidades y cumplimientos de valor y poder que esta ciudad siempre tuvo, meritoriamente llegó a exceder a muchas otras en el pacífico y seguro estado de gobierno que de si tiene: no tanto por su buen asiento y fortificado muro, cuanto por su mucha religión y buen gobierno, que de la sobriedad y gran concordia de los ciudadanos nace en ella. Pues dado que ellos con ellos entre si sean gente desapegada: pero en lo que toca a fidelidad con sus Reyes, y común defensa de la patria (como gente de pocas palabras) no hay Lacedemonios que más liberal y determinadamente empleen sus vidas, por la conservación de ella. Pues como llegase el Rey y fuese muy bien recibido de la ciudad y ejército, quiso luego reconocer la armada que poco antes mandó poner en orden, y como la halló tan bien provista así de vituallas, como de remeros y todo género de armas: no solo alabó mucho la diligencia y solicitud del proveedor: pero se maravilló extrañamente de la sobrada riqueza y poder de la ciudad, así para hacer y poner en el agua la armada, como para proveerla con tanta prontitud de cuanto menester era.





Capítulo II. Como el Rey pasó a Mallorca, y cogido el servicio de ella, con el magnífico presente que Menorca le hizo, se volvió a Barcelona.


Estando ya aprestada el armada, mandó el Rey llamar algunos Prelados y señores del Reyno para dejar las cosas del bien asentadas, por haber de ser la jornada larga y la vuelta dudosa. Lo cual concertado y proueydo como convenía, entretanto que acababan de llegar algunas compañías de infantería de Aragón, y de lo mediterráneo de Cataluña, se metió en una galera muy bien armada, y con otro bergantín para ir descubriendo en delantera, pasó con muy buen tiempo a remo y a vela en treinta horas a Mallorca, por visitar la Isla y proveerse de algunas cosas necesarias para la armada. Como llegase al puerto de la ciudad y saltase en tierra impensadamente, entrando en ella se holgó muy mucho de verla tan ampliada, y como de nuevo edificada: señaladamente con las obras del gran Templo, de la fortaleza, y fortificación del puerto, que se levantaban muy magníficos, y estaban ya bien adelante. Tuvo también a muy grande maravilla, y como de la mano de Dios, que ni el Rey de Túnez ni los demás de la África con tan continuos viajes y empresas de guerra que hacían contra España por la Andalucía, nunca hubiesen intentado la conquista de la Isla, ni aun de las otras vecinas: para que de aquí se entienda, cuanta fue la opinión y estima que hubo de este sabio y valeroso Rey, y cuanto el respeto y temor que los Moros de África le habían concebido, pues no con armas, sino con sola la fama de diligente y belicoso, pudo defender sus Reynos Isleños, y que los viesen de paso, mas no llegasen a ellos sus enemigos. De manera que reconocida la ciudad con alguna parte de la Isla y pedido servicio para la jornada de Jerusalén, le sirvieron con cincuenta mil sueldos de plata, y por ellos les hizo el Rey iguales gracias como si fueran de oro. Y alabó no solo el amor y fidelidad que a su persona tenían, pero mucho más la buena diligencia y solicitud que en la guarda y conservación de la ciudad e Isla mostraban. Estando en esto llegó el gobernador y oficiales Reales de Menorca con un riquísimo y magnífico presente de mil vacas que le hacía la Isla. El cual dieron los moros de ella en señal de su fidelidad y servicio muy de buena gana. Estimó esto el Rey en tanto para la provisión de la armada, que mandó al gobernador tratase muy bien a los Moros de la Isla, y de su parte les agradeciese mucho el buen servicio que le habían hecho. Puestas mil vacas en tres naves y cuatro taridas se volvió con todo ello a Barcelona.


Capítulo III. Como vuelto el Rey a Barcelona hizo reseña de la gente y se embarcó, y de la gran tormenta que se levantó en comenzando a navegar.


Aprestada ya la flota de treinta naves gruesas y XII galeras, con otros muchos bergantines y fragatas, y llegada toda la infantería, se embarcaron ochocientos hombres de armas con tres caballos para cada uno, con los Almugauares de a caballo, y la demás gente de a pie, que fue fama llegaban a veinte mil infantes, y que con don Fernán Sánchez su hijo, y los señores de título, y barones que le seguían y otros caballeros, sería toda la gente de a caballo hasta mil y dociétos. Acabados de ajuntar todos, el Rey con los prelados y señores del Reyno tuvo consejo, en el cual se nombraron los que quedaban para gobierno del Reyno, y pues el Rey tenía ya hecho su testamento y la repartición de sus Reynos y señoríos en sus dos hijos don Pedro y don Iayme ya príncipes jurados, y que los dejaba con ellos por lo que del podía suceder yendo en una jornada tan peligrosa y dudosa, les rogaba tuviesen toda buena alianza con ellos: pues así volviendo sano y salvo de esta jornada, como perdiendo en ella la vida para ganar la del cielo, allá y acá tendría siempre cuenta con ellos. Venido el día de la embarcación, luego por la mañana oída misa, el Rey con algunos principales del Reyno como era costumbre recibieron el santísimo sacramento, y lo mismo haciendo cada uno de los soldados se embarcaron. Entró con ellos el Obispo de Barcelona, y el Sacristán de Leryda que después fue Obispo de Huesca, con muchos sacerdotes para ministrar los sacramentos a los del ejército. Y como fuese entrada del Otoño, cuando ya cesan las calmas y los vientos son más reforzados, mandó el Rey que luego por la mañana se hiciesen todos a la vela: puesto que el tiempo no era del todo hecho. Mas no hubieron navegado cuarenta millas costeando hasta llegar en alta mar, cuando al anochecer, por correr levante, y no haber podido salir todas las naves juntas, determinó por consejo de Ramón Matquet principal piloto, volver a Barcelona, para recoger toda la armada, y llevarla delante si: la cual con el viento contrario que se levantó de medio día abajo, había dado en la playa de Ciges cerca de Barcelona hacia el mediodía. Y con una sola galera que halló delante la ciudad, de paso recogió las naves, y hecha reseña de nuevo, dio a Fernán Sánchez el cargo de general del armada. El siguiente día no con muy buen tiempo partieron de Ciges, y llegaron a vista de Menorca: a donde pensando poder tomar puerto, súbitamente se levantó tan grande tempestad y contrariedad de vientos entre levante y tramontana que los echó a la mar y trajo a riesgo de perderse por querer resistir al tiempo con el recelo que tenían de dar en Berbería (Berueria). Además que se reforzaron los vientos de tal manera que causaron grande tempestad y borrasca con tanta oscuridad, que pasaron largos cuatro días con sus noches que ni se vio sol, ni luna, ni estrellas en el cielo. Y así perdido el tino con la oscuridad y con los recios encuentros de las olas, no pudiendo ya regir los gobernalles de las naves, se alejaron las unas de las otras por no venir a encontrarse y perderse del todo: de las cuales parte tuvieron firme, y por no perder al Rey se sujetaron a muy grande peligro, parte fueron del todo forzadas hacerse a lo largo y seguir la capitana de Fernán Sánchez que siguió su camino para Jerusalén como adelante diremos. Mas el Rey, que en comenzando la tormenta se pasó a la nave de Ramón Marquet, comenzó a ser muy importunado por los de la misma nave, y también por los Pilotos de las otras con los capitanes y soldados, que a voces nombraban al Rey, y se le allegaban suplicando con lágrimas se apiadase de ellos, y que volviesen atrás: pues cesando la tramontana, se había opuesto el lebeche tan reforzado que doblaba la tormenta y los ponía en mayor peligro. Lo mismo encarecía Marquet con sus marineros, porque veían crecer la tempestad de punto en punto y era tan espantosa su furia, que no parecía tormenta de vientos sino furor del cielo airado contra los navegantes. Allende que ya las demás naves o habían perdido el timón, o rompido el mástil, y las velas, además de hacer agua todas, y los caballos del Reyq iban en aquella nave ya echados a la mar, y se podía creer ser lo mismo de los que iban en las otras.


Capítulo IV. Como porfiando el Rey de pasar adelante contra la opinión de los Pilotos, el Obispo de Barcelona le persuadió diese lugar al tiempo, y tomase puerto.


Como todavía Marquet con todos los marineros representasen al Rey el grandísimo peligro en que estaba puesta la armada, por lo que está dicho, y de cansados ya casi ninguno hiciese su oficio, antes bien todos desamparasen la nave, con todo eso confiando el Rey que amainaría la tempestad, procuraba animarlos, diciendo que Dios en cuyo servicio iban, y los ángeles sus ministros eran con ellos, que implorasen su auxilio porque aunque fluctuasen no perecerían. Pero como la tempestad creciese, recurrieron al Obispo de Barcelona todos los marineros de la nave Real con el piloto para que persuadiese al Rey diese lugar se tomase puerto donde pudiesen: porque la nave había hecho mucha agua, y realmente se iban a fondo, y que le significase era la determinación de todos ellos que por la salvación de su Real persona, le perderían el respeto, y tomarían la primera tierra que pudiesen. Oído esto el Obispo con el Sacristán y Teólogos que venían en la misma nave se juntaron, y fueron a encerrarse con el Rey en la cámara de popa, y el Obispo le habló de esta manera. Ciertamente (Rey y señor nuestro) que ni es de cristiana virtud, ni de constancia heroica, mas antes sabe a crueldad inhumana, que viéndonos en tan manifiesto peligro queráis ser tan pertinaz en el navegar, que ni de toda la armada, ni de nosotros, ni de vos mismo tengáis compasión ni piedad alguna. Sino que queréis vos solo contra la opinión de los que lo entienden usurparos el gobierno de la mar, sin considerar cuan otro es al de la tierra, y el uso del pelear cuan diferente uno de otro: pues no salen contra nosotros escuadrones de gente armada, no hombres contra hombres, sino vientos, lluvias, y truenos, relámpagos, rayos, torbellinos, y todas las tempestades juntas son las que hechas un cuerpo caen y dan sobre nosotros: a las cuales, no con fuerza de armas, sino con solo volver las espaldas, y huir de ellas es lícito resistir, y sin perder honra, hurtarles el cuerpo: pues no hay cosa de mayor arte en el navegar, no pudiendo tomar puerto, que seguir la tempestad: ni de mayor sabiduría y discreción, que a los vientos, a quien no podemos mandar, si son del todo contrarios, obedecer, y si nos echan a tierra, mayormente a la propia (como ahora vemos) correr con ellos a rienda suelta. Que ni hay porqué estar solícito, ni con el ánimo suspenso, por lo que dirán, dejando la empresa: porque esta más es de Dios que vuestra: ni por vos señor ha sido, sino solo por el nombre de Cristo, y para ensalzamiento de su santa religión y fé católica comenzada. Pero como veamos que esta se nos estorba con tan horrible y espantosa tormenta, y tempestades de mar y cielo: las cuales ni se levantan, ni mueven sin la voluntad divina: por ventura, o no es grata, ni accepta a Dios nuestro Señor esta empresa, o para en otro tiempo, con más comodidad se os reserva el acabarla. Por tanto no tengáis señor cuenta con lo que será, sino con la necesidad presente y urgente: y para que no llevéis vos solo la culpa de tan miserable pérdida y muertes de tantos y tan esclarecidos capitanes y soldados, sino que más presto a vos, a nosotros, y a todos salvéis la vida, mandad a los pilotos tomen el primer puerto que la misericordia divina nos deparare: para que en la tierra, y no en la mar podáis con más libertad y tranquilidad de ánimo determinaros en lo que más conviene.




Capítulo V. Que convencido el Rey por las razones del Obispo mandó a los pilotos tomasen puerto, y como apartados, de súbito cesó la tormenta, y de las causas porque no volvió a navegar.


Como el Obispo acabó su razonamiento, luego fueron con el Rey el Sacristán con los Teólogos y religiosos, y con lágrimas le encargaron la conciencia y suplicaron lo mismo. Fue cosa milagrosa, que en el punto que comenzó el Rey a ablandar su pecho y pertinacia, comenzó también a amainar la tempestad y tormenta. Y al tiempo de medio día, deshechas las espesísimas tinieblas que lo cubrían todo, se descubrió el sol, y repentinamente parece que se abrió el cielo, y descubrieron tierra: y la nave del Rey y otras con el favor divino aportaron a la provincia de Narbona al puerto de Aguasmuertas: pero se levantó un viento de tierra que les impidió la entrada, y las echó en el puerto de Adde más cerca de Narbona. A donde el siguiente día desembarcó el Rey, y en poniendo el pie en tierra, se fue para la iglesia de nuestra señora de Valverde, donde hizo infinitas gracias a nuestro señor y a su bendita madre, por haber librado a él y a los suyos de tan terrible tempestad, y restituido los a tierra firme. Después volviendo los ojos a la mar viéndola tan reposada y mansa, pensó de volver a ella: pero como entendió que de toda la flota que de Barcelona saliera, apenas había con él aportado la mitad, y aquella quedase tan quebrantada y rota de la tempestad pasada, que por maravilla había naves ni galeras, que fueron las más mal libradas, que no se hallasen, o con las velas rotas, o con el mástil (mastel) y antenas quebradas, o caído el timón y que por aliviarlas no hubiesen echado a la mar los caballos, y máquinas, con los demás instrumentos de guerra. Allende desto, que ni de la otra mitad de la flota sospechase otro que el mismo trance y fortuna de la suya: determinose en dar lugar al tiempo y por entonces no volver a navegar, sino diferirlo para otro más oportuno, cuando reparada la armada sería más fácil la empresa. Luego llegó a él, el Obispo de Magalona en cuyo distrito estaban, y el hijo de Ramó Gaucelin principal barón de aquella tierra, los cuales proveyeron al Rey y a los suyos de vituallas y lo demás necesario para rehacerse del trabajo pasado, con mucha abundancia. Lo cual el Rey les agradeció mucho, y se partió para Mompeller que estaba muy propinquo de allí, a donde se detuvo algunos días para que tomasen huelgo los suyos, y se reparase la flota.




Capítulo VI. Del discurso que hizo la otra mitad del armada que llevaba don Fernán Sánchez, como llegó a Jerusalén, y volviendo por Sicilia fue armado caballero por el Rey Carlos.


Llegada la mitad de la flota con la persona del Rey al puerto de Adde (como está dicho) la otra mitad que pudo resistir a la tempestad, siguiendo la nave de don Fernán Sánchez, con la de Ximen de Urrea, pasaron adelante, porque se alargaron con la tormenta hacia la costa de Berbería y navegaron entre ella y Cerdeña, y Sicilia y por la costa de Cádia y Chipre hasta que llegaron a Acre villa y puerto de la Palestina no lejos de Jerusalén: donde fueron con grande alegría recibidos del gran Maestre de Rodas que allí estaba, y de otros Cristianos que como tuvieron nueva de su llegada, vinieron de Jerusalén a verlos, con estar muy maltratados de todo auxilio. Mas como la villa estuviese desguarnecida y sin defensa, propinca a otra que poco antes habían combatido los Turcos y tomado por fuerza de armas, pareció que no era seguro esperarlos allí, ni emprender de pelear con ellos siendo tan pocos los del armada y estar tan fatigados de las tormentas pasadas. Y porque se iban ya allegando los Turcos al puerto para hacer presa en ellos determinaron de volverse a las naves, y buscar al Rey por el mismo viaje que trajeron. De manera que partiendo el trigo y vituallas que traían con el gran Maestre y Cristianos, y animándolos mucho para que confiasen en la venida del Rey que sería allí presto con toda la armada a librarlos, salieron del puerto y se volvieron sin descubrir en ninguna parte gente ni socorro de los Tártaros, ni del Emperador Paleologo, y sin esperar más pasaron a vista de Chipre y Rhodas tocando en la Asia menor. De ahí (ay) a vista de Candia, tomando la derota por junto al Zante llegaron a Sicilia y costeando y doblando los cabos de la Isla aportaron en Palermo ciudad principal y la mayor y más fortificada de la Isla, a donde solía ser la residencia de los Reyes. Como se hallase a la sazón allí el Rey Carlos de Angeu que venció poco antes, y mató al Rey Manfredo (como arriba contamos) y entendiese que un hijo del Rey de Aragón era allí aportado, salió al puerto a recibirle y le hospedó con grande honra y aparato, y le entretuvo algunos días tratándole muy espléndidamente como quien era. De donde se le aficionó tanto Fernán Sachez que le pidió por merced le armase caballero, porque se honraría mucho en recibir este favor de su mano. Lo hizo Carlos de muy buena gana, y celebró en ese día aquel oficio con extraña suntuosidad y pompa. Puesto que todas estas prendas de amor y amistad tan de presto dadas y tomadas entre los dos fueron ocasión de mayor odio y discordia entre Fernán Sánchez y el Príncipe don Pedro su hermano que como sucesor de Manfredo su suegro le hizo después cruel guerra y le ganó a Sicilia y aun en Fernán Sánchez puso las manos como adelante se dirá.




Capítulo VII. De las fiestas y suntuosísimos regocijos que el Rey de Castilla hizo en Burgos a las bodas del Príncipe su hijo y de los muchos Príncipes que se hallaron en ellas con el Rey don Iayme.
Partió el Rey de Mompeller para Cataluña y de allí sin detenerse pasó a Zaragoza a donde halló un embajador del Rey de Castilla su yerno que le dijo, como el Rey su señor había sabido de su gran tormenta de mar y tempestad pasada y también de su vuelta a salvamento, de lo cual él y la Reyna se habían infinitamente alegrado, y hecho gracias a nuestro señor por ello, y porque tanto más deseaban gozar de su vista, le suplicaban que para solazarse y aliviarse del trabajo pasado, tuviese por bien de venir a Burgos a dar su bendición al Príncipe don Fernando su nieto, y hallarse en las bodas que había de celebrar con doña Blanca hija del Rey Luys de Francia. Donde se habían de hallar juntos el Príncipe su hermano que la traía, acompañado de muchos Prelados y grandes de Francia. Y don Eduardo Príncipe de Inglaterra casado con doña Leonor hermana del de Francia, y con ellos el Marqués de Monferrat de Italia, con los embajadores de los electores del Imperio de Alemaña, que a la sazón eran llegados con la nueva de su elección en Rey de Romanos. Lo cual oído por el Rey se alegró extrañamente, y se puso luego en camino para hallarse en la fiesta, llevando consigo algunos principales señores del Reyno puestos muy en orden para salir a las justas y torneos y las demás fiestas de la boda. Pasó por Tarazona, y de allí a Ágreda, donde fueron sus primeros desposorios con doña Leonor, y a donde le esperaba el Rey don Alonso, y continuando su camino llegaron juntos a Burgos, a donde habían llegado ya todos los nombrados, ni faltó don Alonso señor de Mesa y Molina tío del Rey don Alonso, juntamente con los hermanos don Fadrique, don Manuel, y don Felipe el que casó con doña Cristina hija del Rey de Noruega: los cuales para estas bodas disimularon sus rencores e hicieron como treguas en la guerra de pasiones que con don Alonso tenían. Postreramente llegó el Príncipe don Pedro el cual igualando con el Rey su padre en grandeza y majestad de personas excedían a todos los demás Príncipes y representaban bien lo que eran. Luego tras él llegaron los demás hermanos don Iayme Príncipe de Mallorca y don Fernando señor de Ixar, y don Fernán Sánchez que llegaba de Jerusalén. Asimismo acudieron a la fiesta don Iayme y don Pedro hijos de doña Teresa, porque muerta doña Violante no era tan viva la pasión del Rey y don Pedro contra ellos, mas ya se veían y trataban. También se halló presente don Sancho el Arzobispo de Toledo que les dijo la misa, con todos los demás Prelados y grandes de Castilla. Los cuales fueron todos con sus criados, gente y caballos espléndidamente aposentados y proueydos de toda cosa con abundancia, que fueron las mayores cortes y junta de Príncipes que Burgos jamás en si tuvo. Se celebraron las bodas solemnísimamente con la mayor alegría y magnificencia que jamás se vieron otras, a causa del grande concurso. Acaeció que celebrada la misa Eduardo Príncipe de Inglaterra quiso ser armado caballero por mano del Rey don Alonso, juntamente con don Fernando su hijo el novio de las bodas. También recibieron de mano de Eduardo la misma dignidad los hermanos de don Fernando con don Lope Díaz de Haro señor de Vizcaya. Estas bodas después de oída la misa y tomada la bendición del Rey aguelo, y padre don Alonso, se entretuvieron y solemnizaron con fiestas de justas, torneos, cañas, juegos, espectáculos, toros y otros muchos regocijos, por espacio de medio año, desde la primavera al otoño. Porque siendo (como dicen) Burgos de verano fría, no hubo ningún exceso de calor para impedir el continuo y encendido ejercicio de tantas justas y torneos con los demás juegos que en todo aquel tiempo hubo. Y lo que más fue de maravillar es que en todo este tiempo a ninguno de los convidados se le ofreció necesidad, ni ocasión para haber de dejar la fiesta por volver a sus casas. Mostrose don Alonso en esta jornada con los extranjeros y suyos más largo y magnífico que cuantos Príncipes hubo en la Europa. Y acabada la fiesta se despidieron unos de otros con mucho gusto y contentamiento de todo haciendo muchas gracias al Rey de Castilla porque los enviaba tan obligados a celebrar la perpetua memoria de su tan extraño poder y magnificencia.




Capítulo VIII. De las quejas que los grandes de Castilla dieron al Rey don Iayme de don Alonso su yerno por su maltrato, y como se muestra no ser aptos para gobierno los hombres muy especulativos.


Mas porque lo digamos todo, señala el Rey en su historia como algunos de los grandes de Castilla mientras duró la boda y fiestas, le hablaron muy en secreto y dieron grandes quejas del Rey don Alonso, porque se trataba con todos inicua y soberbiamente, sin ningún respeto ni deferencia de personas en el gobierno del reyno, como si fuera de Moros, y que se había tan desmesuradamente con algunos, que no solo los tenía muy enajenados de su devoción y servicio, pero muy movidos a juntarse todos y echarle del Reyno: tantas eran las ocasiones que de cada día les daba, para llegar a esto, y aun de pasar más adelante. Y cerca desto le descubrieron algunas particularidades de agravios y desafueros tales, que al Rey le parecieron bien dignos no solo de fraterna, pero de muy pronta enmienda, so pena que se había de perder don Alonso por querer mucho saber, y falta de no conocerse. Porque fue este Rey entre todos cuantos hubo en Castilla antes y después doctísimo en diversidad de ciencias, señaladamente en Astrología, pues como antes dijimos, compuso en esta ciencia altísimamente las tablas que llaman Alfonsinas, para gran uso y compendio de la misma ciencia. Pero cuanto más él se dio a la especulación de los cursos del Sol y de la Luna con los planetas, y en poner los ojos en el movimiento e influencia de los cielos, tanto más vino a perder la consideración y cuidado de las cosas terrestres, y como a perder las riendas del regimiento y gobierno de sus Reynos y de la Repub. Porque siempre estuvo con el ánimo agenado de ella, y así del mucho tratar con la velocidad y mutación de los cielos y discursos de planetas, vino a salir el más inconstante, vario, difícil e impaciente hombre del mundo, a imitación de los Alquimistas, que de tratar tanto con el azogue que es inconstante, voluble y que nunca está quedo, quedan con los ojos y cabeza temblando como azogados, que dicen. De donde los tales puestos en el regimiento de las cosas humanas y terrestres, que son tardas y pesadas, es necesario que las tengan en poco, y como por afrenta el aplicarse a ellas: y así es imposible darse a los negocios sino con mucha dificultad y extrañeza, porque son como huéspedes y peregrinos en ellos. De manera que ni conocen con quien tratan, ni tienen el respeto que a cada uno en el tratar deben: sino que aborreciendo todo negocio como enemigo formado de su tan amado ocio y contemplación, de tal suerte aborrecen a los negociantes, que dan toda ocasión para ser aborrecidos de ellos. Oyendo pues el Rey las justas causas de los grandes, por tener muy bien experimentada la inconstancia de don Alonso creyó muy de veras lo que se refería del y de sus cosas, pero con todo eso les respondió, guardasen toda fidelidad y obediencia a su Rey, porque confiaba habría mejoría y enmienda en sus cosas. Y despidiéndose con mucha gracia de todos, y de la Reyna su hija y nietos, se partió de Burgos acompañado del mismo don Alonso hasta Tarazona.




Capítulo IX. De la fraterna con tres buenos consejos que dio el Rey a don Alonso para bien gobernar, y estar siempre en gracia y amor de sus vasallos.


Partido el Rey de Burgos, habiendo ya salido antes de él don Pedro con los demás hermanos cada uno para donde el Rey les había ordenado, quedando con solo don Alonso que quiso acompañarle hasta Tarazona, pareciole con la ocasión del camino, por lo que le amaba, siendo tan conjunto suyo y padre de sus nietos, darle algunos buenos documentos, como avisos necesarios para su buen regimiento y del Reyno. Y así le advirtió prudentísimamente y con buen modo, de cuatro principales vicios en que pecaba don Alonso con que perturbaba todo su gobierno, añadiendo a cada uno su virtud contraria, para que como buen médico, según la enfermedad así se le representase el remedio. Lo primero que no tuviese odio ni rancor contra sus vasallos porque esta era cosa propia de tiranos, si no quería ser más aborrecido que temido, y nunca llegar a ser amado de ellos. Porque este rencor y odio callado, no viene sino de haber tentado algunas cosas malas en el pueblo, y por no ir acompañadas de honestidad y continencia, no haber salido con ellas. Y como no hay cosa que más refrene a los pueblos que ver a los Reyes refrenarse a si mismos: así para la propia seguridad y descanso cumple no aborrecerlos ni con inicuas obras exasperarlos. Lo segundo que de los tres estados de que está compuesta la Repub. Ecclesiásticos señores, y pueblo, ya no pudiese con todos (aunque esto sería lo mejor) al menos estuviese bien con los Prelados, Sacerdotes y estado Ecclesiástico. Porque en tener a estos de su parte, y aconsejarse con ellos, autorizaría mucho sus cosas, y por su medio atraería más a si los populares, y refrenaría la fantasía y altivez de los grandes. Lo Tercero que los grandes nobles y caballeros es justo si son insolentes y desacatados, sean reprendidos y castigados, pero no ultrajados y afrentados: porque son los que mantienen el honor de la República, son los brazos de la guerra, y fundamentos de la paz: por los cuales siempre fueron los Reyes temidos de sus enemigos. Lo postrero que no condenase a ninguno sin oírle primero, y guardarle su justicia. Porque esto no solo arguye al Príncipe que tal hace de tirano y atrevido, pero quita muy inicamente su crédito y autoridad, así a las leyes que son magistrados muertos, como a los mismos magistrados que son leyes vivas. Finalmente que se acordase que los Reyes nacieron para beneficio y amparo de los pueblos, y que reconociese a nuestro Señor la soberana merced que le había hecho en que siendo hombre no fuese súbdito sino señor de innumerables hombres.


Capítulo X. Como por no seguir don Alonso los consejos que el Rey le dio, se vio en grandes trabajos y desamparo de todos los suyos.


Quedó extrañamente admirado don Alonso de oír los prudentes y tan bien deducidos avisos y consejos que el Rey (a quien hasta allí tuvo por imperito) le dio, y claramente conoció que ninguna de las otras ciencias, sino de la grande experiencia que el Rey tenía de las cosas podían salir documentos tan vivos y convenientes para el buen regimiento de sus Reynos. Y aunque prometió de seguirlos, y observarlos pero por su mal hábito de posponerlo todo a su ocio literario tan ajeno del gobierno Real, aprovechó todo poco: a semejanza de las píldoras que con la esperanza de la salud, aunque amargas se toman de buena gana, pero el estómago, por hallarse de malos humores estragado, no puede retenerlas y las vomita luego. Así don Alonso con su sutil y delicado ingenio fácilmente conoció y tuvo por buenos los sanos consejos que el Rey le dio, y como tales propuso de seguirlos: pero en volver el Rey las espaldas, no solo los olvidó y echó de si: sino que volviendo a su antigua costumbre y perversa condición, cometió tales cosas de nuevo, que fue causa para que todos sus hermanos junto con los grandes del Reyno que todos hacían un cuerpo casi se le rebelasen, y así don Felipe su hermano, viendo el mal trato del Rey juntamente con don Nuño Gonzalo de Lara hijo de aquel gran don Nuño, de quien arriba hablamos, con otros muchos señores de Castilla, y algunos síndicos de villas y ciudades reales, que se cartearon secretamente los unos con los otros, se ajuntaron en la villa de Lerma, y puestas las causas que para ello tuvieron de común consentimiento de todos, juraron de rebelarse contra don Alonso, si no desistía, y se apartaba de poner en ejecución ciertas nuevas leyes y edictos que poco antes había hecho y mandado publicar, que ni para su honra, ni para la utilidad de los pueblos convenía, porque del todo se encaraban para total ruina y destrucción (distruycion) de los grandes y barones del Reyno, sin perdonar a sus propios hermanos. Por lo cual don Felipe no quiso valerse del favor del Rey de Granada, con quien tenía estrecha amistad para recogerse a él, sino que sabiendo las enemistades que con el Rey de Navarra tenía don Alonso, por consejo de los grandes que se ofrecieron a nunca faltarle, se fue para él, por hacer mayor tiro, y despecho a don Alonso.


Capítulo XI. De la infinidad de moros que pasaron de África en la Andalucía, y como vino don Alonso con la Reyna su mujer a Valencia a pedir al Rey socorro.


Por este tiempo que ya el Rey era llegado a Valencia, se entendió como infinito número de Moros Africanos del Reyno de Marruecos habían pasado a la Andalucía, y que aportados en Algezira, se habían apoderado de ella y de la villa de Bejer con hallarla muy proueyda y guarnecida de gente y armas: también que hallándose el Rey don Alonso muy confuso con tal nueva, viendo por una parte los de África con innumerable ejército entrarle por sus tierras, por otra a don Felipe su hermano con los grandes del Reyno apartados de si, y puestos en rebelársele, puso todo su remedio y confianza en el Rey su suegro: y para tomar su consejo, y valerse de su favor, en una tan súbita y urgente necesidad, determinó de venir juntamente con la Reyna su mujer a Valencia, donde el Rey estaba detenido de pasar a Cataluña por entender en averiguar ciertas diferencias (como su historia dice) que se habían movido entre don Guillé Escriua contador mayor del Reyno, que llaman maestro Racional, y el Bayle general receptor de las rentas Reales, dos de los más preminentes oficios Reales del Reyno. Era la diferencia sobre las preeminencias y antelaciones de los dos oficios, o dignidades que tenían, la cual diferencia compuso y asentó el Rey publicando sentencia en favor de don Guillen. Pues como entendió que ya don Alonso y la Reyna estaban de camino, salioles a recibir a Buñol, una pequeña jornada de Valencia, y haciendo allí noche todos, a causa del buen alojamiento del castillo y pueblo, que ahora posee la ilustre familia de los Mercaderes, se vinieron el día siguiente a Valencia, a donde fueron del Senado y pueblo, señaladamente de toda la nobleza y caballería suntuosísimamente recibidos: y dada vuelta por la ciudad que estaba riquísimamente entoldada y abiertas sus ricas tiendas, fueron aposentados en el antiguo palacio del Rey fuera de la ciudad tan abastado de aposentos que pudo quedar allí el Rey para más consolarse con la continua presencia de la Reyna su hija, que fue la más amada de todas. A la cual por hacer más fiestas todos los días que se detuvieron se pasaron en justas y torneos con otros muchos regocijos, de que gozó mucho don Alonso, por estar hecho a pocos cuidados. Pero como le viniesen correos de cada día con avisos de las grandes correrías y daños que los Moros hacían por toda la Andalucía, y el peligro en que estaban las villas y ciudades de ella, después de haberles destruido los Moros y talado los campos, fue necesario dejarse de fiestas y volverse con gran presteza a Castilla, y llevarse la Reyna por ser mujer de gobierno y para mucho. A los cuales acompañó el Rey hasta Villena, y respondiendo a la demanda de don Alonso (que todavía tenía algo de impertinente) y fue pedirle consejo, si movería guerra al Rey de Granada como a receptor de los Moros de allende, le respondió, que entendiese en lo más necesario y urgente como era echar a los enemigos, que después sería a tiempo de vengarse de los de Granada. Con todo eso ofreció el Rey de enviarle socorro contra los Moros, aunque don Alonso se olvidó de pedirlo.


Capítulo XII. De los dos pueblos que el Rey fundó en el Reyno de Valencia, de la revuelta de don Artal de Luna con los de Zuera, y como se vio otra vez en Alicante con don Alonso, y lo que pasó con él.


Quedó el Rey muy descontento de los despropósitos, y poco gobierno de don Alonso porque mostraba estar fuera del caso, y lo poco que se había aprovechado de sus consejos. Pues al tiempo que la infinidad de enemigos se le entraba por sus tierras se vino con la Reyna muy despacio para Valencia como para bodas, so color de pedirle consejo de lo que haría en tan urgente necesidad. Y a la postre le pidió uno por otro, y se olvidó de pedir lo importante: y así conociendo su condición, y lo poco que había de aprovechar cosa que le dijese, se despidió de él y de la Reyna, y se volvió a Xatiua. Yendo pues de camino pareció al Rey mandar fundar dos pueblos en dos sitios muy cómodos: el uno en la valle de Albayda encima de Xatiua hacia el medio día llamado Montaberner, y el otro dicho Orimbloy junto a Denia y les dio sus términos y territorios. En este tiempo que de vuelta de Villena el Rey se entretenía en Ontinyente que es una de las poderosas y principales villas de las montañas del Reyno junto a Biar, tuvo nueva de Zaragoza como don Artal de Luna, por ciertas diferencias que tenía con los de la villa de Zuera en el término de Zaragoza se puso con su gente en celada aguardando a los de Zuera que salían mano armada para ir a dar sobre un pueblo de don Artal, el cual se adelantó y dio sobre ellos, y desbaratándolos mató XXVII. Por esto determinó luego partirse para Aragón, y llegando a Torrellas que ahora llaman Torrijos junto a Camarena aldea de Teruel, salió el Infante don Iayme al encuentro al Rey su padre, a pedirle licencia para ir a Francia a concluir un matrimonio que se trataba entre él y la Condesa de Niuers. De este don Iayme dudan algunos si fue el legítimo hijo de doña Violante. Porque como se cuenta en el precedente libro, poco antes se había casado con Esclaramunda hija del Conde de Foix en la Guiayna: por donde o era ya muerta Esclaramunda (de lo que no habla ninguna historia) o si era viva, no podía ser este don Iayme otro que el hijo de doña Teresa, el cual como estuviese en la tenencia de Xerica que no está lejos de Torrijos salió al camino al Rey y le pidió favor y fuerzas para efectuar este casamiento. Y el Rey se contentó de ello y le mandó proveer de dinero y gente que le acompañase y honrase en esta jornada. Llegó pues el Rey a Zaragoza, y luego mandó citar a don Artal para ante su presencia. En este medio recibió cartas de don Alonso de Castilla, diciendo deseaba mucho verse con él para comunicarle ciertos negocios a los dos muy importantes, y tales que no se podían encomendar a la pluma, que le suplicaba se viesen en Alicante. El Rey quiso contentarle, aunque siempre pensó sería algún movimiento de planeta y de sus acostumbradas invenciones, por divagar, y no hacer nada de lo que bien le estuviese: y así partió para Alicante a donde halló ya a don Alonso que le aguardaba. El cual encerrándose con el Rey le dijo en gran secreto y en suma que ciertos principales ricos hombres de Aragón juntados con los que en Castilla se le habían rebelado y pasado a otros Reynos se habían concertado con los Moros de allende y con los de Granada, para mover guerra contra los dos, que por tanto viese lo que en tan nuevo caso debían hacer. Mas le pidió si le parecía bien mover guerra contra los gobernadores de las dos ciudades Málaga y Guadix: porque estos eran los mayores receptadores de los moros de África, o si sería mejor fingir amistad con ellos, y hacer guerra al Rey de Granada, como principal autor de tantos males. No dejó el Rey de conocer la inquietud e inconstancia de ingenio de don Alonso, y lo poco que calaba los negocios del gobierno y de guerra: pues de no tomarlos con el valor y ánimo que se requiere, no los acababa, y de aquí daba en otro inconveniente mayor que tenía a todos por sospechosos. Con todo eso le aconsejó que en ninguna manera quebrantase las treguas que había hecho con el Rey de Granada: y a lo de la conjuración de los grandes de Aragón y de Castilla, que quitase las ocasiones para rebelársele a sus ricos hombres, que lo mismo haría él a los suyos, porque este era el mejor remedio y medicina para este mal. Y para esto se acordase de los consejos que le dio volviendo de Burgos para Aragón por el camino, desengañándole que en su propia mano estaba el fuego y el cuchillo, pero entretanto cada uno mirase por si: y en caso de necesidad, que no se faltase el uno al otro.
De donde se colige que el Rey o por el dicho de don Alonso, o por algunos indicios que para ello tuvo, no dejó de dar algún crédito a lo que don Alonso le dijo, por lo que después se siguió.


Capítulo XIII. Que condenando el Rey a don Artal de Luna, se descubrieron algunas malas voluntades contra el Príncipe don Pedro cuyos criados tentaron de matar a don Sancho su hermano.


Vueltos los Reyes cada uno para su casa, maravillose mucho el Rey de su yerno don Alonso, con ser tan letrado en varias ciencias, tener tanta falta de consejo, y venir a ser tan sospechoso, y medroso, que no solo a los suyos, pero aun a los extraños pusiese en sospecha de rebeldes y así comenzó a pronosticarle todo mal successo en sus cosas. Se vino para Huesca, a donde convocó cortes, para que por las causas allí referidas contra don Artal así por lo hecho contra los de Zuera, como porque siendo citado no había comparecido, se procediese contra él, y se le hiciese cruel guerra en todas sus villas y lugares. Y para esto acudiesen todos los que por aquella tierra recibían gajes del Rey. Publicada esta guerra hubo tal sentimiento de ella en Aragón y Cataluña, que comenzaron a moverse diferencias y levantarse alborotos grandes entre los señores y barones, no tanto por don Artal cuanto por el odio y rencor que todos tenían al Príncipe don Pedro. Mayormente en Aragón, porque ya no de secreto, ni disimuladamente, sino muy a la descubierta perseguía a don Fernán Sánchez su hermano, después que volvió de Jerusalén y Sicilia: a causa de la amistad grande que había tomado con el Rey Carlos formado enemigo de don Pedro (como está dicho). Llegó tan adelante este negocio que tentó diversas veces don Pedro de matar a don Sancho: señaladamente poco antes cuando los dos se hallaron en Burriana, a donde los criados de don Pedro, al punto de mediodía con las espadas en las manos comenzaron a discurrir por todo el palacio, y osaron señalar que buscaban a don Fernán Sánchez para de hecho matarle, como sin duda lo pusieran por obra, si él no se saliera del palacio con su mujer a más que de paso, y se pusiera en salvo. Esto lo confirma Asclot diciendo, que el odio de don Pedro, no era tanto por la amistad que don Fernán Sánchez había tomado con el Rey Carlos, cuanto por haberse persuadido que don Fernán Sánchez asegurándose con el favor y ayuda de Carlos, había prometido de matar a don Pedro, para que más libremente y sin cuidado gozase el Carlos de Sicilia.


Capítulo XIV. De los muchos que favorecían a don Fernán Sánchez contra don Pedro, y del razonamiento que contra él hizo don Fernán Sánchez ante el Rey.


Conoció claramente don Fernán Sánchez hasta donde llegaba el odio e ira grande que don Pedro le tenía, y que según era altivo y determinado, no reposaría jamás hasta que le hubiese sacado del mundo. Por eso determinó valerse del favor y ayuda de ciertos barones de Cataluña, los cuales al tiempo que la gobernaba don Pedro, fueron de él muy mal tratados, señaladamente por lo que había hecho contra un caballero muy noble llamado don Guillé de Odena al cual condenó a echarlo vivo dentro de un saco en el río, y que muriese ahogado, que fue mayor pena de la que por ley se debía. Con estos, y con el favor de don Ximen de Vrrea su suegro, y también de otros a quien en días pasados, había quitado el Rey sus campos y posesiones por haber seguido la parcialidad contraria de don Pedro, alcanzó don Fernán Sánchez ser muy favorecido de ellos, y para eso se conjuraron todos, y le ofrecieron de seguirle con la vida y hacienda en esta demanda. No contento con esto don Fernán Sánchez antes que esta conjuración se publicase, se fue para el Rey, al cual informó de todo lo que don Pedro y sus criados habían intentado contra él en Burriana, suplicándole como a señor y padre le librase de las manos de quien tan a la clara le quería matar, y mandase castigar a los traidores que ya lo querían poner por obra. Añadiendo a lo dicho, que si siendo él señor y común padre de los dos vivo, el hermano se atrevía a matar al hermano, qué haría después de él muerto, y qué maquinaría contra los dos, después de haber echado a él del Reyno, lo que por ventura maquinaba, que se acordase de la obligación que tenía siendo común padre, de reprimir la desenfrenada ira del un hijo contra el otro, si no quería en un mismo día verse privado de los dos. Pues tanto y más es de temer el hombre loco y desesperado, que el valiente y cuerdo, que supiese que daría cient vidas por quitarla al que se la quería quitar. Y así le rogaba muy humildemente por la clemencia que como a padre le obligaba: y por la justicia que como Rey podía y debía, quitase de entre ellos tan crueles distensiones con tan grandes daños y calamidades como de aquí nacerían para sus propios hijos, y para todos sus Reynos, si con tiempo, no acudía con el remedio.


Capítulo XV. De lo mucho que el Rey sintió la discordia de sus hijos, y de las cortes de Exea, y edictos que allí se publicaron, y sentencia contra don Artal.


Entendido por el Rey todo este hecho de sus hijos, quedó muy lastimado, por ver tan grandes revueltas y discordias sembradas entre ellos, de las cuales claramente entendió que habían de nacer abrojos de distensiones y parcialidades entre sus vasallos y Reynos: por eso se dio toda la prisa que pudo por apagar este fuego antes que más se encendiese. Se partió a la hora de Murviedro para Aragón y mandó convocar cortes en Ejea de los Caballeros, y que el Príncipe don Pedro con todos los señores y barones del Reyno se hallasen en ellas: a donde entre otros edictos, mandó al Conde de Pallas, y a todos los demás señores y barones de Cataluña, que ninguno favoreciese al Conde de Foix que tenía guerra con el Rey de Francia, con gente, ni armas, ni hacienda. Esto lo mandó el Rey, no tanto por querer mal al Conde por tener guerra contra su yerno el de Francia, cuanto por quitar el estruendo y movimiento de las armas de toda Cataluña, que con achaque de favorecer al Conde, se levantaban en la tierra. Sin esto mandó al Príncipe don Pedro que renunciase la general gobernación de los dos Reynos, que le había encomendado cuando se embarcó para la tierra santa, por consejo de algunos buenos que deseaban la tranquilidad del Reyno, junto con la seguridad de la persona de don Pedro. Otro si mandó se publicase allí la sentencia del Iusticia de Aragón dada en la causa de don Artal y los de Zuera: la cual fue que en recompensa de los daños que don Artal les hizo, fuese privado de toda su hacienda y bienes, y la posesión de ellos, por derecho de señorío se diese a los de Zuera. Pero entendida por don Artal la sentencia, antes que las cortes se concluyesen, con el favor e intercesión de don Pedro Cornel hubo salvo conducto y vino a Ejea, y se echó a los pies del Rey: suplicándole fuese perdonado de su delito o al menos que por su benignidad Real se moderase la severidad y rigor de la sentencia. Movido el Rey por las buenas palabras y humildad de don Artal, y ser muy valeroso caballero por su persona, a consejo de los señores y barones de los dos Reynos, y a juicio y parecer de letrados, conmutó la sentencia, condenando a don Artal en que pagase veinte mil sueldos jaqueses por los gastos, a los de Zuera, y que por cinco años precisos fuese desterrado de todos los Reynos y señoríos del Rey. Y a los participantes en el delito, que fueron Lope Díaz Sentia, Ximeno Alauon, Diego Gurrea, y Pedro Ortiz, en diez años de semejante destierro.




Capítulo XVI. De la exhortación que el Rey hizo a don Pedro por que se confederase con don Fernán Sánchez, y de las acusaciones que contra él puso don Pedro, y como se excusaron los grandes del Reyno de responder a ellas.


Concluidas las cortes de Ejea, el Rey se volvió a Valencia y pasando por Teruel, fue por los ciudadanos principalmente hospedado: a donde teniendo en memoria aquel magnífico presente que le hicieron para la guerra de Murcia, como está dicho, mostró la mucha satisfacción y contentamiento que de sus servicios, y fidelidad tenía, para beneficarlos en cuantas ocasiones se ofreciesen. Llegado a Valencia, mandó convocar cortes, para los de solo el Reyno en Alzira: andando siempre el Príncipe don Pedro desabrido contra su hermano, sin querer obedecer al Rey por mucho que le exhortaba y rogaba se reconciliase con él. Por lo cual el Rey en presencia del Obispo de Valencia, y de Iayme Sarroca Sacristán de Lérida, y fray Pedro de Granada religioso Dominicano, y de Thomas Iumquera (original modificado) principal letrado en derechos, amonestó de nuevo a don Pedro dejase las enemistades y malevolencia que tenía con su hermano, si no quería incurrir en la indignación de su padre, señalando a si mismo. Mas don Pedro no por eso dejó de perseverar en su porfiada ira, y sin responder palabra, se salió del ayuntamiento, y aquella misma noche secretamente se fue a Alzira con solos tres caballeros siempre con intención y ánimo de vengarse de su hermano. Entonces determinó el Rey por todas vías de librar a don Fernán Sánchez, y castigar a don Pedro, contra el cual, al parecer, mostraba estar muy indignado por este caso. Sabido esto por don Fernán Sánchez no quiso perder tan buena ocasión para más congraciarse con el Rey, y así vino luego a Valencia, acompañado de don Ximen de Urrea su suegro. Y llegado besó las manos al Rey haciéndole muchas gracias por haberse querido enterar de la verdad de lo que entre él y don Pedro pasaba, y tomar su defensión a cargo. Con todo esto le aconsejó el Rey que mirase por si, y se volviese a Zaragoza, porque no le tenía por seguro en Valencia. Mas luego que don Pedro supo el sentimiento que el Rey había hecho por no haber obedecido a lo que en presencia de tantos le amonestara porque se reconciliase con don Fernán Sánchez, y como que prometiera con ira que le había de castigar por su poca obediencia: y sin eso la gran audiencia que a don Sancho había dado: determinó moderar su desmasiado orgullo e ira, temiendo no le sucediese al revés de lo que pensaba, el abusar tanto del regalo y benevolencia del Rey. Y así por hacer buena su causa delante de él y los demás de su consejo, rogó a Ruyz Ximeno de Luna, y a Thomas Iunqueras sus muy íntimos amigos, a quien instruyó muy a su propósito, y dio sus poderes para comparecer ante el Rey de su parte. Los cuales llegados ante su Real presencia, y de don Bernad Guillen Dentensa, don Ferriz de Liçana, que ya era vuelto en su gracia, y Pedro Martín de Luna, propuso Thomas su embajada según estaba instruido. Diciendo como nunca había querido el Príncipe don Pedro descubrir al Rey las cosas tan torpes y nefandas que de don Fernán Sánchez sabía, antes las había tenido mucho tiempo calladas, por ser tales, que sin grande ignominia y afrenta de sus hermanos no podían, ni debían quedar sin castigo. Pero pues tan de veras le apretaba tratándole de inobediente, por su descargo le notificaba, que a don Fernán Sánchez le habían salido tales palabras de la boca: es a saber. Que el Rey era indigno del Reyno, y era muy pesado en su reynar. Que él mismo había intentado de matar a don Pedro con yerbas, por si por la vía que él pretendía pudiese suceder en el Reyno. Que había muchos principales del Reyno cómplices y sabedores de esta traición, y que probaría todo esto ser mucha verdad. Oídas por el Rey todas estas gravísimas objeciones, no dejó de dar algún crédito a ellas, porque parecían frisar, con lo que poco antes le había señalado don Alonso de Castilla. Por donde poco se alteró de ello, ora fuese falso, o verdadero lo que se oponía, no dejaba de infamar a los suyos. Llamados sobre esto los señores y barones que seguían la Corte, se apartó con ellos a un lado de la quadra: a los cuales después de referidas las oposiciones hechas por parte de don Pedro les dijo, que no tocaba a él, sino a ellos satisfacer y responder a ellas: pues por lo que señalaban, no dejaban ellos de incurrir en alguna mácula de infidelidad. A lo cual respondió don Ximen de Urrea, que no había razón para que responder a ellas, por ser el que las decía un ínfimo Clérigo que se las inventaba. Y si era verdad las decía, por mandamiento de don Pedro, tanto menos eran obligados a hacerle desdecir, por ser Príncipe jurado y sucesor en el Reyno, a quien habían dado pleito y homenaje como vasallos. Entonces respondió el Rey a los embajadores, daría orden como don Fernán Sánchez satisficiese a las acusaciones opuestas, y se defendiese de ellas, donde no, le castigaría.


Capítulo XVII. Como el Rey fue a tener cortes a Alzira, y estando don Pedro para ir con gente contra don Fernán Sánchez, los prelados le persuadieron a que hiciese la voluntad del Rey.


En este medio don Pedro se entró en Alzira siempre fabricando en su ánimo cómo auria a don Sancho para vengarse de él, para lo cual secretamente recogía gente para irle a buscar, que pensaba cogerle antes que se volviese a Aragón. Sabiendo esto el Rey determinó de ir a Alzira a tener las cortes, y por divertir a don Pedro de tan malos pensamientos, dándole una buena mano en presencia de los prelados y grandes que consigo llevaba a las cortes. Pues como estuviese ya cerca de la villa, y fuese cazando por la ribera de Xucar, descubrió a don Pedro que acababa de pasarle en barcos con algunos de a caballo, con los cuales se entró en la villa de Corbera. Comenzadas las cortes, a las cuales también vino don Iayme hijo de doña Teresa, Bernardo Olivella Arzobispo de Tarragona, y los Obispos de Valencia y Lérida, con algunos ricos hombres de los otros Reynos, y los Síndicos de las ciudades Zaragoza, Teruel, Calatayud y Leryda, propuso el Rey ante todos la porfiada pertinacia de don Pedro, y su mal ánimo para con su hermano que tan puesto estaba en hacerle guerra mortal, y como a su despecho hacía secretamente gente contra él, y fortificaba las villas y lugares que le iba quitando. Además de esto, que ni quería se tratasen por vía de compromiso las diferencias que entre los dos había, y ni de justicia, ni de amigable composición siendo hermanos, sino que se averiguase por armas: que les notificaba todo esto, para que le aconsejasen lo que para remedio de tan extraño caso debía hacer, porque su ánimo era proceder con todo rigor contra don Pedro como contra el más rebelde y escandaloso hombre del mundo. Como oyeron esto los Prelados, y vieron al Rey tan puesto en ejecutar su proposición, procuraron con buenas palabras aplacarle, prometiendo toda enmienda y obediencia por parte de don Pedro, y juntándose con ellos algunos señores de Aragón y Cataluña se fueron a Corbera, a representar a don Pedro los daños que contra si mismo se causaba, y lo mucho que enojaba al Rey y escandalizaba a todos los de las cortes en mover guerra contra su propio hermano, que más era contra su común padre que tan de veras tomaba este negocio contra él y todo el mundo se lo alababa: que se guardase de incurrir en la ira y maldición de su padre, porque tras ella le vendría la del cielo. Aprovechó poco toda esta diligencia de los prelados con don Pedro porque ni quiso creer lo que le dijeron, ni dejar de pasar su propósito adelante, tan arraigada estaba en él la malicia contra don Fernán Sánchez. Sabiendo esto el Rey lo sintió notablemente, y luego salió de Alzira y se fue para Xatiua, con fin y determinación de perseguir y proceder con todo rigor contra don Pedro y así mandó apercibir una compañía de gente de a caballo para ir a prender a don Pedro con fin de castigarle severamente. Sintiendo esto Andrés de Albalate, Obispo de Valencia y viendo que con la ira del Rey se le doblarían los enemigos a don Pedro y perdería los amigos, para que todas sus cosas parasen en mal, si no volvía en si, y se reconocía, volvió a verse con él a solas, hablándole ya no con blandura, sino muy duramente, increpando gravemente su pertinacia. Mostrando como ni era de verdadero hijo, ni de caballero, ni de Cristiano lo que hacía en contravenir y no obedecer los mandamientos del Rey su padre, que siempre le había sido tan propicio y favorable, que a todos los demás hijos, por solo él había aborrecido, y que le era un ingrato, que mirase no incurriese en mayor ira del celestial padre que suele castigar muy rigurosamente a los hijos que aca baxo son desobedientes a sus padres. Por lo cual le suplicaba y amonestaba muy de veras se entregase en manos del Rey, y se sometiese a su voluntad sin ningún otro concierto ni condición que le prometía de esta manera hallaría en él muy amoroso recibimiento, y alcanzaría del todo su perdón y gracia.
Movido don Pedro con las amonestaciones y eficaces razones del Obispo, determinó rendirse muy de corazón a su padre, como a la verdad ya antes había pensado de hacerlo y con esto se fue con el Obispo para Xatiua llevando consigo al Vicario del gran Maestre del Hospital, a quien por justa causa (aunque no la especifica la historia) había tenido preso, sabiendo que holgaría el Rey de verle libre. Entrando pues don Pedro con el Obispo a su lado por palacio le siguieron todos con muy grande alegría por ver el recibimiento que el Rey le haría, hasta que llegó a la cámara del Rey, y en verle se le echó con grande humildad a los pies, y le besó el derecho, y le habló con palabras muy humildes mezcladas con lágrimas y pidiéndole perdón. El Rey le recibió benignamente, porque era tanto el amor que le tenía, que no bastó, ni fue parte la contumacia pasada para menoscabarlo, antes (como adelante veremos) lo dobló conforme a lo que afirma el Cómico que las iras entre los enamorados son causa de mayor amor.



Capítulo XVIII. De como reconciliado don Pedro con el Rey, los dos se concordaron en perseguir a don Fernán Sánchez, y de la muerte del Rey de Navarra, y de doña Berenguera.


Esta súbita reconciliación de don Pedro con el Rey no fue menos sospechosa a todos, que totalmente daño para don Fernán Sánchez porque de aquel mismo punto que el Rey vio a don Pedro, como atosigado de su veneno, convirtió toda su ira y saña contra don Fernán Sánchez, creyendo ser verdad todo lo que le dijo don Pedro, que a la hora se le representaron, y vinieron a la memoria las cosas que don Fernán Sánchez en los años pasados había intentado y maquinado contra su Real persona en Zaragoza, cuando pidió el bouage a los Aragoneses para la guerra de Murcia, juntándose con los señores barones y ricos hombres del Reyno a contradecirle, haciéndose caudillo de ellos, y formado enemigo suyo, allende de las burlas y palabras injuriosas que contra él profirió y que no solo procuró con los barones Aragoneses, pero aun escribió y convocó a los Catalanes para que hiciesen formada rebelión, y pusiesen en todo riesgo su vida y honra, que en fin no tuvo en él por entonces hijo sino cruel enemigo. Ni tuvo por menos justificada la ira de don Pedro contra él pues sabiendo la justa causa que don Pedro tenía para estar mal con el Rey Carlos de Sicilia por la muerte de Manfredo su suegro, ni había de aportar en ninguna parte de Sicilia cuando volvió del mismo Rey, y mucho menos el armarse caballero de su mano, como está dicho. De manera que por tantas y tan justas causas le parecía al Rey no se serviría Dios quedasen estos delitos sin punición y castigo, y así ni dejó de procurarlo, ni le pesó después de hecho, como adelante mostraremos. Por este tiempo murió Theobaldo Rey de Navarra sin dejar hijos, y le sucedió su hermano Enrrico en el Reyno. El cual no quiso pasar por los conciertos y pactos hechos entre Theobaldo y la Reyna doña Margarita su madre con el Rey. Cuyo derecho no por eso dejó de ser muy firme para con el Reyno: puesto que por entonces no determinó pedirlo por vía de armas, por tenerle tan distraído las divisiones de sus hijos. También murió por este tiempo en Narbona y fue allí mismo sepultada, doña Berenguera hija de don Alonso señor de Molina, con la cual tuvo el Rey siendo viudo conversación carnal por algunos años, tan libre, que muchas veces (según él dice en su historia) de ningún pecado tenía porqué hacerse conciencia sino del de doña Berenguera. Y cuando se confesaba para entrar en batalla, otro que este no le ocurría. Puesto que con la esperanza y palabra que había dado de casarse con ella, no le condenaban (condennauan) del todo. Pero muerta ella como el Rey entraba en años, no se lee haber más usado de semejante soltura. Es cierto que no tuvo ningunos hijos de ella, por que hizo al Rey su heredero de dos villas llamadas Felgos, y Caldela que en el Reyno de Galicia poseía.




Capítulo XIX. Como el Rey de castilla temiendo la venida de los moros de África pidió socorro al Rey, el cual se vio con él, y se lo prometió y de lo que el Rey hizo en Mompeller.


En el mismo tiempo y año, como algunos señores y grandes de Castilla movidos por las razones y sobras que don Alonso les hacía se pasasen al Rey de Granada, y otros al de Navarra, y también se dijese y tuviese por muy cierto que Abienjuceff Rey de Marruecos había de pasar muy presto con innumerable ejército a la Andalucía, escribió don Alonso al Rey dándole aviso de todas sus calamidades así de la ida de sus vasallos a otros Reyes, como de la venida de los Moros a sus Reynos, y que le suplicaba para tratar el remedio de esto se viesen juntos que acudiría luego a donde mandase. Le pesó al Rey muy entrañablemente de ver y oír las miserias de don Alonso, y más por ser él mismo la causa de su perdición pues con el mal tratamiento y división que tenía con los señores, y ver que se apartaban de él tomaban ánimo los Moros de África para pasar en la Andalucía, y a río revuelto ponerle en los trabajos y miserias que padecía. Porque es cierto que en ningún otro tiempo se atrevieron a pasar los Moros de África en España tan a menudo como en este del Rey don Alonso. Por donde respondiendo el Rey que acudiría, se vieron en la villa de Requena en los confines del Reyno de Valencia a donde después de pasadas muchas buenas razones entre ellos en conclusión prometió el uno al otro que no se faltarían en tal necesidad, y que se ayudarían con todo su poder, señaladamente contra los Moros de África prometiendo al Rey de ir en persona en esta guerra, y con esto después de avisarle y amonestarle sobre lo que decía hacer con los grandes para reducirlos a su devoción, y también sobre el ejército que debía preparar para resistir a los Moros por la Andalucía, pues él entraría por la parte de Murcia para entretener a los de Granada no favoreciesen a los otros, se despidieron y cada uno se volvió a entender en lo que se había encargado para esta guerra. De manera que vuelto el Rey a Valencia, comenzó a enviar gente de guarnición a los confines del Reyno hacia la parte de Murcia, y él se partió por negocios importantes para Barcelona, acompañado de algunos señores y barones de los dos Reynos, a donde concluidos algunos, pasó a Mompeller, y como supo las distensiones y diferencias que había entre Philipo Rey de Francia su yerno y el Conde de Foix, y que por ellas tenía el Rey preso al Conde, entendió en concordarlos y librar de la prisión al Conde. Aunque para concluir esta reconciliación, hubo de dar el Rey a Philipo ciertas villas que junto al estado de Mompeller poseía. También hizo pregonar guerra por toda la Guiayna contra el Rey de Granada, y contra Abenjuceff Rey de Marruecos, y lo mismo por Aragón y Cataluña en defensión de Castilla y del Andalucía. Mandando a todos los señores y barones que tenían tierras y posesiones tomadas en feudo de los Reyes sus antepasados con obligación de que en tiempo de guerra personalmente siguiesen al Rey y a su costa le sirviesen en ella, acudiesen a servirle en esta jornada, haciéndoles saber como él mismo en persona se había de hallar en ella, porque ninguno excusase la venida. Con esto mandó a Vgon de Sentapau justicia ordinario de la ciudad de Girona principal ciudadano y de antiguo linaje en ella, que la gente que tuviese hecha para esta jornada la enviase a Valencia.




Capítulo XX. De lo que el Rey pasó con el Vizconde de Cardona, y como juntó su ejército y fue la vuelta de Murcia, y no pareciendo los Moros, dejando allí buena guarnición de gente se volvió a Valencia.


Hecho lo que dicho habemos, se partió el Rey de Mompeller, y vino a Lérida, donde halló al Vizconde de Cardona, al cual como le viese desocupado y pacífico con sus vasallos, rogó mucho le siguiese en esta guerra contra Moros, con su persona y la más gente que pudiese que le obligaría en ello mucho. Como el Vizconde se excusase, y no con sus trabajos pasados con sus vasallos, sino por pensar que no tenía obligación precisa para seguir al Rey, y que estaba en su libertad el quedarse le mostró el Rey lo contrario, y como por derecho y obligación de feudo era tenido a seguirle. Pero con todo eso, volviendo el Vizconde a excusarse con otros seis barones de Cataluña que estaban allí presentes y tenían feudos Reales, determinó por entonces disimular con ellos, por no detenerse, ni dejar de acudir luego con el socorro al Rey de Castilla por haber entendido que el Rey de Granada de muy confiado en el ejército que esperaba de África con Abenjuceff había adelantado a mover guerra a don Alonso, y le apretaba por la parte de Murcia. Por eso enderezó el Rey su ejército hacia ella: dejando encomendado todo el gobierno de los Reynos de Aragón y Cataluña a don Bernardo Oliuella Arzobispo de Tarragona como a persona de grande valor y confianza para el cargo, puesto que reservó el conocimiento de las apelaciones al consejo Real que quedaba en Lérida. Hecho esto se fue a Valencia, y allí hizo cuerpo y junta de toda la gente que tenía hecha en el Reyno, con la demás que era llegada de los otros Reynos y de la Guiayna, y pasó con todo el ejército a Xatiua, a donde acudieron todos los señores y barones de Aragón que tenían feudos reales, con sus personas y gente, y los que no vinieron en persona enviaron gente muy puesta en orden. Pasando de Xatiua a Biar halló que ya eran llegados allí don Iayme y don Pedro hijos de doña Teresa, con los otros sus hermanos, excepto don Fernán Sánchez por no asegurarse mucho de las mañas de don Pedro, ni de la voluntad del Rey, que sabía la había ya trocado, y que favorecía a don Pedro. Pasó de allí a la ciudad de Murcia con todo el ejército, a donde por los Cristianos y Moros se le hizo solemnísimo recibimiento, y como a verdadero conquistador del Reyno, y conservador de la patria, le hicieron la misma honra y salva que a su propio Rey hicieran. Mas como ni los de Granada, ni los de África, que aun no eran llegados sino pocos, moviesen guerra contra Murcia, se detuvo allí el Rey no más de XIV días, los cuales pasó todos en reconocer la fortaleza, y reparar los lugares flacos de ella, parte en cazar y gozar de tan hermosa campaña. Valió todo esto para espantar al Rey de Granada, pues en saber estaba tan vecino el de Aragón luego despidió su ejército, y lo distribuyó en guarniciones por toda la frontera de Murcia. Sabido esto por el Rey, se despidió de los de Murcia, dejándolos muy animados para la defensa de ella, asegurándoles que siempre que menester fuese sería con ellos. Finalmente renovando las guarniciones de gente por las fronteras se volvió a Valencia, dejando allí formado ejército por algún tiempo hasta ver lo que harían los de Granada.




Capítulo XXI. Como estando el Rey en Alzira, llegó un embajador del Papa para rogarle fuese al Concilio de Lyon (Leon), al cual prometió de ir, y de lo que pasó con los Barones de Cataluña.


Como el Rey volviendo de Murcia parase en Alzira para reconocer la villa con su fortaleza, llegó allí fray Pedro Alcalanam de la orden de los Dominicos, de nación Italiano, persona de grandes letras y santidad de vida, a quien enviaba el Papa Gregorio X al Rey con embajada, diciendo en suma, como había congregado Concilio general en la ciudad de Leon en Francia, para tratar y determinar los tres mayores negocios que nunca fueron en ampliación de la religión y Repub. christiana. El uno por hacer liga de todos los Reyes y Príncipes cristianos para cobrar la tierra santa de los infieles Turcos. El otro para reducir la iglesia Griega con su Emperador Paleologo al gremio y consenso de la Romana, lo tercero para admitir a la fé católica al gran Cham Emperador de los Tártaros, con todas las tierras de su imperio, por haber sido muchas las embajadas y ruegos que los dos Emperadores habían hecho sobre ello a los Pontífices sus predecesores, y que de nuevo le solicitaban por ello: prometiendo los dos que darían todo favor y ayuda para la conquista de la tierra santa, siempre que los Príncipes de la iglesia Latina comenzasen por si la empresa. Por lo cual le rogaba mucho que por el servicio de Dios, y por el manifiesto ensalzamiento de la santa fé católica que de esto se esperaba, tuviese por bien de venir a verse con él en el Concilio para decir su parecer y voto en tan importantes negocios, y en breve tratar sobre lo que tocaba al negocio de la conquista. Oído esto por el Rey, respondió que su devoción era tanta para con la santa sede Apostólica y sus sagrados Pontífices, mayormente ofreciéndose tan graves y tan importantes negocios al servicio de Dios y beneficio común de toda la Cristiandad: que de muy buena gana se dispondría a dejar todo negocio por hallarse en el sacro Concilio, y como verdadero hijo de obediencia de la sede Apostólica hacer cuanto en él le fuese mandado. El legado que oyó tan buena resolución y respuesta del Rey se volvió luego muy alegre al Papa, y el Rey se entró en Valencia: donde averiguados algunos negocios sobre el gobierno de ella: confirmó en el oficio al gobernador que por entonces presidía, con los demás oficiales reales en sus cargos: y tomó de su tesoro el dinero necesario para este viaje tan principal. Llegado a Tarragona, mandó que compareciesen ante él, el Vizconde de Cardona, de quien se habló antes, don Pedro Verga, don Galcerán Pinos, don Guillé, y Mauleó Catalaunin, Berenguer Cardona, y Guillen Rajadel, Barones principales de Cataluña. Los cuales poco antes se habían excusado de seguir al Rey en la guerra de Murcia, a efecto de castigar su contumacia y soberbia. Y así les quitó las caballerías de honor, y privó de oficios y cargos reales. Finalmente les hizo restituir las fortalezas y castillos, que por él y sus Reyes predecesores les fueron encomendados: para que con esta condición y ley, a uso y costumbre de Aragón, se encomendaban las fortalezas, con que se restituyesen a los Reyes, si quiera las pidiesen a buenas, o enojados, o de cualquier otra suerte. Como el Vizconde restituyese algunas, y otras se detuviese, y los otros Barones hiciesen los mismo, y de esto no se contentase el Rey: hubo parecer de algunos del consejo Real esto se averiguase por fuerza de armas: aunque por entonces pareció al Rey era mejor, disimular con ellos, y no comenzar la guerra, por no estorbar su viaje que tenía prometido al sumo Pontífice para el Concilio.


Fin del libro XVIII.



Libro décimo quinto

Libro décimo quinto.

Capítulo primero. De lo mucho que el Rey sintió la muerte del Rey don Fernando de Castilla, y murmurando de esto los suyos, las vivas razones que dio para abonar su sentimiento.

Al tiempo que acabada la guerra y conquista del Reyno de Valencia el Rey se retiraba a la ciudad para entender en la ampliación y ornato de ella: le llegó nueva, como el Rey de castilla don Fernando el III, su consuegro, después de haber gloriosamente conquistado de los Moros e incorporado en sus Reynos la mayor parte de la Andalucía, habiendo adolecido de una recia calentura, era muerto de ella como un santo dentro de la ciudad de Sevilla. Sintió el Rey tan gravemente esta nueva, que luego se retiró a lo íntimo de palacio, y por algunos días no fue visto en público, pasándolos con mucho sentimiento y tristeza, por haber perdido, como él decía, un tan principal consuegro de quien tan buenas obras había recibido y a quien por sus maravillosas hazañas de valeroso y pío, había tenido santa envidia de continuo (cótino). Maravilláronse mucho de esto los criados y domésticos del Rey, señaladamente los capitanes que fueron y vinieron con él del Reyno de Murcia, y se habían hallado en la defensa de los extremos del Reyno de Valencia contra el Príncipe don Alonso hijo del muerto, para reprimir las entradas y daños que hacía en ellos. Y así murmuraban mucho del Rey porque se dolía tanto de la muerte de quien tan poco bien le hizo, o permitió que se le hiciese mal. Mayormente porque mientras durò la guerra y conquista de Valencia, con ser contra Moros, no solo no ayudó al Rey con gente y armas: pero se creyó que supo del secreto favor y socorro que el mismo don Alonso su hijo envió a los Moros de Xatiua, al tiempo que tenía el Rey puesto cerco sobre ellos: porque no era posible que ignorase el padre los acometimientos que el hijo hacía. Y así concluían su murmuración con decir, que quien pudiendo no vedaba, mandaba. Estas palabras fueron recitadas al Rey por los mismos de palacio, y por esto mandó luego llamar algunos de los que sobre esto más largo hablaron: a los cuales dio mano por ello, y les habló de esta manera. No puedo dejar de maravillarme mucho de vuestro poco saber y falta de discurso: pues del amor y amistad grande que yo he siempre tenido con el buen Rey don Fernando mi consuegro, juzgáis tan iniquamente, y tan al revés de lo que entre los dos ha pasado. Porque habiéndole yo amado como a mi propio hermano, y él a mí valido con su favor y armas en cuantas guerras he movido contra Moros, pensáis vosotros que mientras vivió me fue contrario. Mas porque descubráis como de lejos vuestro error con la lumbre de la razón, quiero yo ser ahora el fanal de ella: para que consideréis de este buen Rey, como las guerras y conquistas que llevó tan adelante en la Andalucía contra los Moros que estaban apoderados de ella, todas ellas me valieron y ayudaron grandemente para poder yo alcanzar las victorias y triunfos que gané de los Moros de Mallorca y Valencia. Porque mientras él entendió en ganar por fuerza de armas los dos tan poderosos reynos de Córdoba y Sevilla, y de tal manera perseguir a los de Granada con todo su poder, que los hizo arrinconar en su Reyno: no fue en esto gran parte para que la infinidad de enemigos Moros que habían de dar sobre nosotros, la entretuviese, y nos defendiese de ellos? No os parece que en ocuparlos, y divertirlos de acá, se ha habido con nosotros, de la manera que nosotros para con él? Pues con hacer guerra contra los de Mallorca y Valencia los entretuvimos de suerte, que ni por mar, ni por tierra pudieron valer, ni socorrer contra él a los del Andalucía? Porque quién duda de ellos, que si los dos no los ocupáramos allá y acá, que por su bien común, convirtieran sus odios particulares contra cualquier de nosotros: y que juntadas sus fuerzas debilitaran las nuestras, y del todo las postraran? Para que veáis claramente, como vino de la mano de Dios, que en un mismo tiempo juntamente emprendiésemos nuestras conquistas: él la de Córdoba (Cordoua) y Sevilla (Seuilla) y yo la de Mallorca y Valencia: no solo para echar de ellas la perversa secta de Mahoma, pero mucho más por introducir en ellas nuestra verdadera fé y religión Cristiana. Y pluguiese a Dios que mi yerno don Alonso su hijo y sucesor, heredase aquella buena intención y ánimo, aquella misma afición y diligencia que en perseguir los Moros su tan buen padre tuvo. Porque no dudo, que los dos juntos en voluntad y armas, seríamos parte para echarlos, y no dejar Moro en toda España. Por eso, habiéndonos Dios juntado a los dos en edad y costumbres, en una voluntad, y buenas intenciones, y con igual aparejo de armas encaminado nuestros ejércitos contra sus infieles enemigos, para que alcanzásemos tantas victorias de ellos: no queráis vosotros juzgar que habemos tenido formada enemistad entre los dos: antes: pensad de mí que he sido siempre envidioso imitador de su fama y gloria: y de él tened tal fé y crédito, que por las causas ya dichas, ha sido participante, y como autor de todos mis triunfos y victorias. Con esto os persuadiréis y creeréis muy de veras, que en mi vida he sentido cosa tanto como su muerte. Como los suyos oyeron al Rey estas palabras, concluidas con mucha pasión y sollozos, no solo se maravillaron muy mucho de su Cristianísimo razonamiento: pero considerando su grande equidad y modestia que guardaba en todas sus acciones, quedaron como pasmados de ver, que con tan gentil y cortesana plática, quisiese sus propias victorias y triunfos atribuirlos al rey don Fernando: habiéndole sido por si, o por los suyos, realmente contrario, y por tal tenido. Mas no contento con esto, mandó hacerle las obsequias con tanta pompa, trofeos, música, y alabanzas, como las hiciera por el propio Rey don Pedro su padre.


Capítulo II. Como el Rey envió a consolar al Príncipe don Alonso, y de la poca estima que hizo de los embajadores, y que tentó hacer divorcio con doña Violante, enviando a pedir la hija del Rey de Noruega por mujer, y otras cosas.

Hechas las obsequias del Rey don Fernando, envió el Rey sus embajadas a don Alonso su yerno, heredero universal y sucesor en los Reynos de Castilla y de León, y en los conquistados de la Andalucía: para consolarle por la muerte de tan buen padre y hermano como habían los dos perdido: prometiéndole de su parte todo el poder y fuerzas para valerle como a propio hijo en cuanto se le ofreciese: exhortándole mucho a que no dejase de proseguir la guerra tan prósperamente comenzada por su padre: porque en ser contra Moros no dejaría de hallarse siempre a su lado. Mas don Alonso aunque valeroso y belicoso, como fuese mozo vario y mudable, y de haberse dado tanto a los estudios y variedad de ciencias (como adelante diremos) no muy amigo de lo que convenía para el buen gobierno del Reyno, sino muy desapegado de negocios, tomó esta embajada muy al revés de lo que debiera: mostrando al parecer que se holgaba de los buenos advertimientos del Rey su suegro, siendo en lo demás muy corto de respuesta: diciendo que le hacía muchas gracias por tan buenos ofrecimientos como le hacía: y que en su lugar y caso haría la recompensa. Vueltos los embajadores, no quedó el Rey tan descontento de la corta respuesta de don Alonso, cuanto de lo que entendió del, que en verse heredado de tantos Reynos, luego se hizo con grande suntuosidad y pompa coronar Rey en Sevilla, intitulándose don Alonso el Christianísimo, y no se curó más de continuar la guerra contra los de Granada, que la pudiera muy bien acabar con el favor y ayuda del Rey su suegro, por hallarse entonces desocupado de la guerra de Valencia: antes por gozar del ocio de las letras, luego entendió en hacer treguas con el de Granada (no quedando ya otro Rey Moro en España) sin consultarlo primero con el Rey: y esto todo por el rencor que le tenía, de no haberle querido dar a Xatiua, y que vino a tanto, que tentó de repudiar a doña Violante su mujer, y so color de estéril, hacer divorcio con ella. Y así llegó el negocio a término que con gran diligencia envió sus embajadores al Rey de Noruega, pidiéndole por mujer a su hija la infanta Christina. Por esta causa se cree que en este tiempo comenzó a renovarse la guerra entre los dos Reyes en los confines de los Reynos de Valencia y Murcia con ejércitos formados de ambas partes, enviando al Rey un buen escuadrón de gente de a caballo y de a pie, para solo defender los términos del Reyno: donde por las entradas y cabalgadas que habían hecho en él los Castellanos, entraron e hicieron otras tantas en el Reyno de Murcia los del Rey. Pero como se pusiesen de por medio algunos Prelados y señores de Aragón y de Castilla, vinieron a parar los unos y los otros en este concierto y concordia. Que los daños, presas, y robos que los del un Reyno habían hecho en el otro se recompensasen, y que los términos y límites de la conquista, según las antiguas divisiones, de nuevo se amojonasen: y los derechos que cada uno sobre ellos tenían, se renovasen. Determinado esto, y hechas las revistas de los términos, y dejadas las guarniciones por los lugares convenientes a entrambas partes, cesó por entonces la guerra pública entre ellos, pero no el secreto odio y rencor que el de Castilla al Rey tenía.

Capítulo III. Como vino la hija del Rey de Noruega, y por hallarse preñada doña Violante, cesó el divorcio, y como casaron a la infanta con don Felippe hermano de don Alonso.

Por este tiempo que se hicieron las treguas, vino la Infanta Christina hija del Rey de Noruega, muy acompañada de los suyos para efectuar el casamiento prometido con el Rey don Alonso. Pero fue en vano su esperanza y venida, porque a ese tiempo se sirvió Dios que doña Violante la Reyna se hiciese preñada, y con esto se apartó don Alonso de hacer divorcio con ella. El cual hallándose muy confuso sobre lo que haría de doña Christina, no se dijese que había burlado de ella y de su padre, y de tan principales personas que de tan lejos habían venido con ella, determinó decir lo que pasaba. Como con la nueva preñez de la Reyna doña Violante cesaba la esterilidad que había de dar por causa para el divorcio: que se contentase de tomar en su lugar por marido a don Felippe su hermano segundo, Abad que entonces era de Valladolit, y electo Arzobispo de Sevilla, aunque sin ningunos órdenes. Comunicado esto con ella y con sus criados y compañía, a ninguno dio gusto el cambio, antes se sintieron tanto de ello, que dieron muy grandes voces, quejándose de la burla hecha a la Infanta su señora hija de un tan principal Rey, sobre la Real palabra de don Alonso, y con esto hinchieron todo el palacio de gritos, quejas, lloros, y lamentaciones conforme a su bárbara costumbre y meneos, y fueron tantos los extremos que sobre esto hicieron, que se hubieron de poner los Prelados y grandes del Reyno muy de propósito en quietarlos, prometiéndoles de parte del Rey, que daría un grande Principado y estado a don Felippe su hermano: y luego de presente le haría Adelantado de Galicia, y más que muriendo el Rey sin hijos, sin duda ninguna vendrían a heredar los hijos de doña Cristina todos los Reynos y estados de Castilla. Se apaciguaron con esta promesa la Infanta y los suyos: y hechas sus capitulaciones, casó Cristina con don Felipe, y se celebraron sus bodas en el palacio del Rey con toda la solemnidad y grandeza que por el mismo Rey se hiciera. De lo cual los criados con la demás gente que acompañaron a la Infanta quedaron muy contentos, y con las mercedes y joyas que el Rey les repartió se volvieron muy alegres y satisfechos a Noruega. Puesto que después con la mala condición y poca fé de don Alonso, ni a don Felipe se le dio el gobierno de Galicia, ni a la Infanta Cristina la honra y acatamiento Real que se le debía, ni aun lo necesario para su Real sustento. De donde nacieron grandes discordias entre don Felipe y el Rey, y se apartó de él, y se pasó al Rey de Navarra contrario del Rey su hermano, como se dirá más adelante.


Capítulo IV. De la muerte de Tibaldo Rey de Navarra, y que el Rey visitó a la Reyna viuda, y de los conciertos que hicieron, y como vino el Rey de Castilla sobre Navarra, y la defendió el Rey.

Estando el Rey en el camino de Valencia para Zaragoza, le dieron nueva que Tibaldo sobrino del Rey don Sancho, de quien hablamos antes que reinaba en Navarra, era muerto en Pamplona, ciudad principal y cabeza de aquel Reyno: dejando dos hijos pequeños Theobaldo y Enrrico con su madre la Reyna Margarita tutora (tudora) de ellos y gobernadora general del Reyno. Certificado de esta nueva el Rey, juntó algunos señores de título de Aragón, y con poca gente de a caballo se fue para Tudela a visitar a la Reyna, que estaba allí muy triste y desconsolada con sus dos hijos. La cual se consoló mucho con su venida, por estar ya muy determinada de poner a si y a sus hijos con todo el Reyno debajo su Real protección y tutela, para poderse defender del continuo adversario que tenían en el Rey de Castilla. Esto lo emprendió el Rey de muy buena gana. Y luego con la asistencia de don Alonso su hijo, y del Obispo de Tarazona, y muchos otros señores de Aragón y de Navarra, y de los Síndicos de las ciudades y villas Reales, el Rey, y la Reyna viuda hicieron entre si estos conciertos. Que Theobaldo heredero del Reyno tomase por mujer a doña Constanza (Gostáça), o a doña Sancha hijas del Rey, luego que fuesen de edad para casarse. Que el Rey diese todo su favor y ayuda a Theobaldo, y a la Reyna su madre contra el Rey de Castilla que siempre los perseguía por haber para si el Reyno de Navarra. Estos conciertos, no solo ellos, pero los prelados y señores de los Reynos con el mismo Príncipe don Alonso juntos, se obligaron con juramento solemne de guardarlos. Como el Rey con la Reyna viuda, y los conciertos que habían hecho, persuadiéndose que todo era por hacerle tiro, y en su menosprecio, mandó por toda Castilla pregonar guerra contra Navarra, y con grande ejército llegó a la frontera de ella, con ánimo de entrarse por toda ella como por su tierra, no solo para alzarse con el Reyno, pero aun para echar a la Reyna y a sus hijos fuera. Lo que sin duda pudiera muy bien hacer, si nuestro Rey no se lo impidiera, que luego le salió al encuentro con otro ejército no menos poderoso que el suyo. Porque temiéndose de esto, luego que partió de Zaragoza para Navarra, dejó secreto orden a las ciudades de Iaca, Huesca, y Zaragoza, pusiesen en orden su gente para cuando tuviesen segundo aviso. Y así se metieron muy en breve dentro de Navarra, y tras ellas, todas las demás villas de Aragón acudieron a defenderla. Quedaron los Castellanos tan maravillados de tan prompto y bien armado socorro, que hicieron treguas con el Rey, y se Vieron.


Capítulo V. Que el Príncipe don Alonso fue con el Rey a Barcelona, y aprobó las divisiones de tierras hechas a sus hermanos: y como volvió el de Castilla sobre Navarra, y el Rey volvió a defenderla.

Defendida Navarra y hechas treguas con el de Castilla, el Rey y el Príncipe don Alonso su hijo (que por entonces mostraban estar muy concordes) se fueron juntos a Barcelona, a donde congregados en palacio los Prelados y señores más principales del Reyno, con los Príncipes don Pedro y don Iayme, fue así que don Alonso en presencia de todos pública y solemnemente aprobó, sin excepción alguna, las donaciones y asignaciones hechas por el Rey, así del Principado de Cataluña, como del Reyno de Valencia, en favor de don Pedro y don Iayme sus hermanos, besando las manos al Rey, y abrazando con mucho amor a sus dos hermanos. Y con esto pareció haberse restituido en total gracia de ellos, y del Rey su padre. También tuvo por rato y grato lo que el Rey había decretado en la división de Lérida y su distrito, del Reyno de Aragón, que poco antes había sido dismembrada de Cataluña por las causas arriba dichas. Además de esto soltó a todos los señores y ciudades de Cataluña la fé que le había dado de guardar los primeros términos. Mas se obligó con juramento de tener por rato y firme todo lo prometido conforme a la costumbre y uso antiquísima del Reyno, que se hacía, atando el Rey muy fuerte los dedos pulgares al Príncipe. El cual con este solemne pacto y rito prendó su fé y palabra para siempre. Halláronse presentes a esto, y fueron testigos, los Prelados arriba dichos, y entre otros señores, Vgo Conde de Rosas, y don Ramon Folch Vizconde de Cardona, con otros nueve caballeros principales de Cataluña. Hecho esto, como entendiese el Rey que los Castellanos viéndole ausente con mayor ejército que antes movían guerra de nuevo contra Navarra, sin tener cuenta con los conciertos hechos, hizo su camino para allá, y habló con el Rey Theobaldo en la villa de Montagudo, donde renovaron su confederación y amistad contra qualesquier enemigos de los dos, o de cada uno dellos, y se dieron el uno al otro ciertas fortalezas en rehenes. De estos pactos y consideraciones el Rey no quiso excluir a otri que a Carlos de Anges Conde de la Provenza hermano del Rey de Francia, por lo que tocaba al Conde Berenguer su primo, que estaba excluido del Condado por rebelión de sus vasallos y el Carlos se le había entrado en el estado. Este mismo fue después Rey de Sicilia (como adelante diremos) y tuvo grandes guerras con el Príncipe don Pedro sobre el mismo Reyno, según en su historia se dice. Theobaldo eximió solamente al Rey de Francia y a sus hermanos. Los cuales conciertos algunos señores de Aragón que con el Rey se hallaron, y los principales de Navarra (Nauerra) prometieron guardar en cuanto les sería posible (ppssible). Y como los dos Reyes estuviesen muy determinados de salir contra los Castellanos, se siguió por buenos medios que firmaron treguas de nuevo con ellos, y con esto Navarra estuvo algunos años libre de guerra. Y el Rey se volvió al Reyno de Valencia.


Capítulo VI. Como se rebelaron los Moros de Valencia con el capitán Alazarch, del cual se cuenta la gran privanza que tuvo con el Rey, y de la traición que urdió.

Con la larga ausencia que el Rey hizo del Reyno de Valencia, andando metido en las cosas de Aragón y Cataluña, los Moros de Valencia que se le habían sujetado con condiciones que pudiesen vivir a su modo, y quedarse en la secta de Mahoma, no contentos con esto, como les fuese natural la infidelidad, descubrieron su malicia. Y viendo al Rey envuelto en guerras fuera de sus tierras, secretamente comenzaron a tomar armas y se alzaron contra él. Para esto tomaron por su caudillo y capitán a un Moro dicho Alazarch que tenía fama de muy valiente y diestro guerrero entre ellos, al cual poco antes el Rey había perpetuamente desterrado del Reyno, y se había pasado a los de Granada. De donde le hicieron venir, y llegado, se rebeló la mayor parte de la región de allende el Xucar contra el Rey. Era este Alazarch nacido de padre Africano y madre Granadina en los confines del Reyno de Murcia y criado allí mismo. Y aunque de color moreno, y rostro feroz, pero de buena y agraciada disposición, y muy diestro en las armas. Era en hacienda de mediano estado muy afable, porque no solo entendía y sabía muy bien la lengua Castellana como la propia Arauiga, pero era muy elocuente en las dos, y también muy astuto y disimulado: porque en la conquista del Reyno se juntó con el Rey, al cual con la familiaridad de la lengua prometió todo buen servicio y fidelidad: y fue creído: por haber muchas veces descubierto al Rey los secretos y desinos de los Moros, y por esto comunicaba también el Rey los suyos con él. Llegó a tanto la familiaridad, que el Rey muchas veces le persuadía se hiciese Cristiano que le haría grandes mercedes, a lo cual respondía el Moro sonriéndose, yo bien me haría Cristiano, si me diesen por mujer a la hermana de Carroz señor de Rebolledo. Era esta la más hermosa dama que en aquel tiempo se hallaba. Con esta privanza y conversación del Rey era tenido en mucho de toda la morisma: y entendiendo muy bien nuestros tratos y modo de pelear, y regir un campo, se había engreído mucho: y así imaginaba de cada día como haría un buen salto contra los Cristianos: como a la verdad lo hizo tan alto cuanto se podía, si le sucediera a su propósito. Porque faltó muy poco, por fiarse mucho el Rey del, de caer una vez en sus manos, y de los Moros. Y fue cuando los años antes andaba el Rey conquistando el val de Bayrén, yendo muy deseoso de tomar el castillo de Reguart, el cual estaba muy fuerte y enriscado, y abastecido de gente y armas, y le impedía el paso para entrar en lo más hondo del valle. Mas Alazarch que entendió este gran deseo del Rey, se vino para él, y prometió dar el castillo en sus manos, con que él mismo en persona viniese a la media noche con pocos a entrar en él, por no ser sentido de otros castillos cercanos al de Reguart, también porque así lo tenía concertado con el Alcayde de que era muy aficionado a su persona Real. El Rey creyéndole, se holgó mucho de esto, confiado de su larga familiaridad y amistad. Pues como llegase la hora, el Rey salió con los XXV de a caballo, enviando delante otros tantos escuderos hacia el castillo. Luego que Alazarch sintió venir gente, pensando que el Rey sería con los delanteros, salió de la celada que tenía puesta junto al castillo en tres partes, con trescientos Moros: y con grandes alaridos, y estruendo de trompetas y atambores, arremetió para los escuderos, y tomándoles en medio sin matar ninguno, mientras buscaban entre ellos con gran contento al Rey, que venía más atrás y se escapó de ellos, tuvo lugar para retirarse a los suyos que le seguían de lejos con todo el cuerpo de guardia. Con esto quedó Alazarch burlado con muchas pérdidas acuestas, de la familiaridad y favores del Rey, y de la opinión de los Moros, y también de la tierra, porque tuvo necesidad de salirse de ella a más que de paso. Y así fue, que el día siguiente, considerando él mismo, que el Rey no desearía tanto tomar el castillo cuanto a él para hacerle pedazos por la traición usada, desamparó el castillo con toda su gente y se fue al Reyno de Murcia: y el Rey se entró luego en él y puso gente de guarnición. Desde entonces Alazarch se ausentó del todo de Valencia, y se entretuvo con los de Murcia y de Granda. Por eso fue luego condenado a muerte por el crimen Lesae Magistatis, o a destierro perpetuo de todos los Reynos de la corona de Aragón, y confiscados todos sus bienes. De manera que siendo como decíamos, Alazarch llamado para caudillo de los rebeldes, vino al Reyno, y tomó ciertas villas y castillos que estaban por los Cristianos en el val de Gallinera, no lejos del de Bayrén, donde tenía el Rey algunas guarniciones de gente de guardia. Pues como todo esto llegase a noticia del Rey, que por entonces residía en Calatayud, recogió su gente ordinaria de guerra, e hizo alguna más, y con ejército formado se vino para Burriana. Donde entendió como Alazarch había venido con muchos Moros a la villa de Penaguila, pueblo fuerte y de extraño sitio en las montañas de la Contestania, y que a medio día a escala vista había tentado de dar asalto a la fortaleza, o castillo de ella: pero que había sido valerosamente rebatido de los que estaban en guarnición dentro.

Capítulo XII. De la llegada del Rey a Valencia, y que entendida más en particular la rebelión de los Moros, determinó echarlos del Reyno a todos, y de las personas que mandó convocar para tratar de ello.

Entendiendo el Rey más por extenso el atrevido acometimiento del Capitán Alazarch sobre el castillo de Penaguila, partiose con gran presteza de Burriana, y llegó a Valencia. Donde informándose mejor de la conjuración de los Moros, y de los primeros que la comenzaron, y eran más culpados en ella: halló que dessotra parte de Xucar, casi todas las villas y castillos de aquella región, (excepto Xatiua y Alzira con algunas villas de las montañas, que ya eran de Cristianos) se habían rebelado muy a la descubierta: y tomado por su general y Caudillo a Alazarch, como está dicho, y que desta parte de Xucar algunos pueblos secretamente favorecían a los rebeldes, y aun ellos habían intentado de hacer lo mismo. Por esta tan manifiesta infidelidad, y poca seguridad que de los Moros se esperaba para con los Cristianos, y que mientras hubiese Moros en el Reyno, siempre habría (auria) rebelión y sobresaltos, por ser ellos casi infinitos, y los Cristianos pocos: propuso en su ánimo de echarlos a todos del Reyno: para que su tan pretendido fin de introducir en él la fé y religión de Cristo pudiese venir a efecto. Lo cual determinó de consultar primero con el Prelado y otros. Para esto mandó convocar los grandes y Barones del Reyno, y a todos los demás que en esto podían pretender interés, o perjuicio alguno. A don Andrés de Albalate Obispo de Valencia con los del estamento Ecclesiástico: a don Pedro Fernández de Azagra, don Pedro Cornel, don Guillem de Mócada, don Artal de Luna, don Rodrigo Liçana, don Ximeno de Vrrea (este fue hijo de aquel valerosísimo Ximeno, que se halló en las conquistas de Mallorca, y Burriana, y tuvo en ellas los más principales cargos de la guerra, y con su fama y memorables hechos acrecentó y ennobleció mucho la ínclita y esclarecida familia de los Vrreas, y a quien fue hecha merced después del Condado de Aranda en Aragón, del cual gozan hoy sus descendientes, y sucesores) y a otros principales señores, y Barones de Aragón y Cataluña, que estaban ya heredados de lugares y vasallos en el Reyno: Y también a los Iusticias y Iurados con los demás principales de la ciudad, que representaban el estamento Real. Para que habiendo de ser su proposición y demanda muy poco menos importante y ardua, que si de nuevo se hubiese de conquistar el Reyno, y que por haberse de atravesar el interés (interesse) de muchos, había de ser muy impugnada, y contradicha, no faltasen ninguno de los tres estamentos, para que le ayudasen a esforzar lo bueno, y que por el interés particular no se perdiese el bien universal de todos. Iuntados pues en la iglesia mayor, y oída con mucha devoción la Missa del Espíritu santo, que celebró el Prelado con gran solemnidad, encomendándose todos a nuestro Señor para que les inspirase el consejo recto y deliberación santa de su mano, sentados por su orden, y el Rey en su trono más alto, les habló de esta manera.


Capítulo VIII. Del grave razonamiento que el Rey hizo y los convocados, significando su determinación y causas, para echar todos los Moros del Reyno.

Prelado, Grandes, y Barones prudentísimos, a vosotros que habéis sido compañeros y participantes en todas nuestras empresas y guerras, damos por testigos de los grandes trabajos y fatigas que habemos padecido en la conquista de esta ciudad y Reyno, y de los que hoy en día padecemos por llevarla adelante: no tanto por sojuzgar las villas y lugares con las personas de los Moros: cuanto por ganar para Cristo nuestro Redemptor, y su religión Cristiana, las almas de todos ellos. Lo cual puesto que dentro la misma ciudad y por sus arrabales lo habemos medianamente acabado, porponiéndoles que, o se hiciesen Cristianos, o se saliesen de la ciudad y sus contornos: y con esto, junto con la solicitud del Prelado en instruirlos en la fé nuestra, se han convertido algunos: no ha sido posible acabar lo mismo en los otros lugares del Reyno: ni aun cuando estábamos sobre ellos con las armas en las manos: sino que para atraerles a que a buenas se nos entregasen, fue necesario permitirles se quedasen en su secta. Porque a compelirles la dejasen antes de entregarse, era muy cierto que se determinaran a morir por ella, para más alargarnos la conquista, y hacemos la victoria más dudosa y sangrienta. Mas aunque el perder nuestras vidas en tal demanda fuera ganarlas, para más consagrarlas a Dios, y a la eternidad: pero las almas de ellos, que por ventura pudieran salvarse, matarlas juntamente con los cuerpos, nos parecía cosa horrible, y muy contraria a nuestra religión. Y así po esto pareció mejor el disimular entonces con ellos, y encomendar este negocio a Dios, como cosa suya: esperando, si con el tiempo y buen tratamiento nuestro, poco a poco arrostrarían a su conversión. Pero que siendo acabada la conquista, y echada la guerra fuera, con tanta ventaja de ellos, quedándose en sus villas y lugares, con sus casas y posesiones, y lo que más es, en su secta, con mayor libertad, y más tolerable yugo de lo que jamás tuvieron que no contentos de esto, se nos hayan (ayan) rebelado, y tan desvergonzadamente tomado armas contra nosotros: verdaderamente que han descubierto del todo su natural infidelidad y pérfida malicia, claramente señalando, que ni a Dios, ni a nos serán en ningún tiempo fieles, y que siempre viviremos entre ellos con recelo, como en medio de nuestros capitales enemigos. Demás de lo que con su conversación y trato se puede de su infidelidad y abominable modo de vivir, apegar algo a los Cristianos, en gran ofensa de nuestro Señor: según que el Padre santo de Roma por sus patentes letras Apostólicas nos ha advertido muy bien de ello, y de nuevo animado a llevar adelante nuestro propósito. Por donde, para que arranquemos de raíz una tan perniciosa cizaña (zizania), y que nuestra mies Cristiana limpia de tan mala yerba crezca mejor para el cielo, nos determinamos en lo siguiente. Que puesta, cuanto a lo primero, buena gente de guarnición en las dos fortalezas de Xatiua, y bien guardado el paso de Alzira, y fortificados para defensa de la ciudad los Castillos de Murviedro, Almenara, Enesa, y Chiva, echemos del Reyno esta infiel canalla de Moros, y en lugar de ellos le poblemos de Cristianos de los dos Reynos, para habitar y cultivar la tierra que dejarán ellos: pues ella es tal, y la fama de su gran fertilidad tan divulgada por todas partes, que no habrá persona que no trueque de buena gana su tierra natural por la de Valencia. Y así os rogamos a todos muy encarecidamente tengáis por buena y acepta esta nuestra determinación. Pues demás del gran servicio que haremos a nuestro Señor en quitar de medio de nosotros sus enemigos, y blasfemos, para mayor puridad y conservación de nuestra fé y religión: en lo demás estad de buen ánimo, y tened por muy cierto, que no serán tantos los daños, cuanto mucho mayores los beneficios y provechos (puechos) que para la buena cultura de la tierra y seguridad del Reyno, se seguirá con echar tan infiel y perversa gente de entre (détre) nosotros.


Capítulo IX. De la aprobación que el Prelado, Ecclesiásticos, y braço Real hizieron de la proposición del Rey, y de la contradicción de los Señores de vasallos, con las razones de ambas partes, y como se publicó el edicto.

Como acabó el Rey su razonamiento con la demanda propuesta, luego el Prelado en nombre suyo, y de todo el estado Ecclesiástico respondió, que tenía por muy santa y como inspirada del Espíritusancto la proposición y determinación hecha por su Real alteza, por los grandes bienes espirituales junto con los temporales que de ella se seguirían, y que no embargante qualesquiere daños y pérdida (pdida) de intereses que de esto se le podía seguir, la aprobaba, y se suscribía en ella, de común voto suyo, y de todo el estamento Ecclesiástico. Oído esto, quiso el Rey antes que los Grandes y Barones profiriesen el suyo, certificarse del parecer de los del brazo Real y Ciudadanos. Los cuales por mano de los jurados y consejeros se firmaron en el mismo parecer y voto del Prelado. Luego se volvió el Rey a los del brazo militar, que eran los señores y Barones en quien había repartido las rentas y vasallajes de Moros, para que declarasen el suyo. Los cuales en oír que se habían de echar los Moros del Reyno, comenzaron a murmurar y alborotarse tanto sobre ello, que en suma declararon, eran de contrario parecer: pues aunque las razones que el Rey daba pa echar los Moros en lo espiritual eran concluyentes: pero que para el beneficio de la tierra, eran muy perjudiciales, diciendo que los Cristianos que vendrían a poblar sus tierras dejadas por los Moros, no serían tan hábiles como se requiere para cultivarlas, y ni el provecho y renta de ellas sería tanto como solía, para poder cumplir con el feudo y obligación con que se las había dado, de seguir a sus propias costas la guerra. Y sobre esto hacían grandes extremos, mezclados con algunas amenazas. Mas como el Rey tenía ya al Prelado con todas las órdenes y estamento Ecclesiástico, juntamente con la ciudad y brazo Real, de su parte, determinó de llevar adelante su propósito, y mandó publicar el edicto de destierro contra la morisma del Reyno. Y así para más sanear su conciencia, hizo publicar la bulla, o rescripto del Pontífice Innocencio IV, que mucho antes le había enviado: por el cual le exhortaba en grande manera echase los Moros del Reyno, por lo mucho que convenía apartar a los católicos del continuo concurso y conversación de los infieles (según que en el libro de los Índices de los Annales de Geronymo Surita Latinos, está este rescripto, o bulla largamente contenida). De manera que estando el Rey muy firme en su deliberación, mandó poner nueva guarnición de gente en las fortalezas y castillos arriba dichos, y distribuir el ejército por la ciudad y villas por donde habían de pasar los Moros. A los cuales se mandaba so pena de la vida que dentro de un mes saliesen del Reyno con todas sus ahinas las que llevar pudiesen, y no parasen en todo él. Con este edicto, no se puede creer cuan grande alboroto y mudanza de cosas se siguieron por todo el Reyno, pensando que había de nacer de aquí la total ruina y pérdida del. Por parecer a algunos, que con la ida de los Moros, siendo como eran infinitos, el Reyno se despoblaría del todo, y ni Aragón, ni Cataluña juntos bastarían a henchir el vacío de ellos, y que por esto padecería la cultura: y la tierra, aunque de si es fértil, se convertiría en bosque, y de ahí como yerma sería desamparada: para que los mismos Moros que la conocían, con el favor de los de África volviesen a cobrarla. Sin eso porfiaba que no se esperaba otro de echar tan grande infinidad de Moros juntos, sino que llegados a los Reynos de Murcia y Granada para do se encaminaban, con el favor de ellos revolverían sobre el Reyno, y que hallándolo vacío, lo oprimirían en un día todo. Por lo contrario otros tenían por más cierto, que en sabiendo que los Moros eran idos, vendrían como lluvia gentes de toda España a poblarle, señaladamente de las montañas y lugares ásperos de Aragón y Cataluña: viendo que por una sola mies, y miserable cosecha de pá, que para todo el año dejarían, cogerían en el Reyno tantos y tan varios géneros de frutos dentro del mismo año, y donde no habían de pelear más con la tierra dura que sacude y escupe los arados (las rejas) y azadones (açadones) como la suya: sino con la fertilísima y benigna, que no rehúsa imperio, ni sujeción alguna del labrador. Lo cual averiguaban con manifiesto ejemplo de lo que pasaba en la vega y huertas de la ciudad. Pues se hallaba que en el arte de cultivar la tierra, en ninguna cosa excedían los Moros a los Cristianos. Porque luego que la ciudad fue tomada, y emprendida la vega de ella por los Cristianos, se halló que ningún campo del Reyno cultivado por los Moros igualaba con el de los Cristianos. Además que los Moros por darse mucho a la cogida de granos menudos, de que suelen mantenerse no tenían cuenta con el trigo, ni en criar ganado de ovejas, ni vino, ni tocino, que son los cuatro más principales alimentos de la vida, ni curaban del provecho grande, que de los cueros y lanas que sale de esto para el vestido del hombre se siguen: lo que no se puede suplir con sola la crianza de cabrío que los Moros usaban, por ser esta carne desabrida para muchos, y el cuero de ella deslanado. Finalmente concluían que los señores y Barones no solo aventajarían sus rentas y estados con mejores y más ricas granjerías: pero aun mejorarían en calidad de vasallos, y que siendo todos Cristianos, gozaría el Reyno de mucha paz y tranquilidad, y en ocasión de guerra mucho mejor se defendería. Con estas y otras razones se iba por el vulgo ventilando, si era justa, o no, la salida de los Moros, y no dejaba de haber muchos indiferentes, y otros que decían se echasen, pero no todos, ni de una juntos: y esto parecía mejor a los más. Pero aunque de todo esto era sabedor (sabidor) el Rey, y a todos escuchaba, siempre perseveraba en su propósito, y el término del edicto corría.

Capítulo X. Como don Pedro de Portugal fue el que más contravino al edicto, y como el Rey le ablandó, y de las crueldades que los Moros rebeldes hicieron en las tierras del Rey, sin tocar en las de los señores y Barones.

Publicado el edicto por todas las villas y lugares principales de los Moros, hubo secretas congregaciones entre los señores y Barones del Reyno, con fin de hallar modos tales con que poder contravenir a él, sin dar disgusto al Rey, sino por vía de ruegos, o de buenas razones, acompañadas de buena justicia. Pero quien las hizo públicas, y más que todos se sintió del edicto, fue don Pedro de Portugal, que como tan conjunto pariente, y allegado al Rey, osaba contradecirle muy a la clara. El cual vuelto de Mallorca, habiendo renunciado el Reyno (como dicho habemos) y tomado la recompensa en tierras de Moros dentro el Reyno de Valencia, y que a la sazón se hallaba en Murviedro una de ellas: vino a Valencia: donde comenzó a bravear y hablar muy largo contra el edicto, abusando de la paciencia del Rey, la cual nunca fue vencida. Pues como los Señores y Barones le vieron tan puesto en impugnar el edicto, y que el Rey, no podía dejar de tenerle muy grande respeto, por ser su tan allegado deudo, osaron con el amparo suyo emprender muy de propósito la causa, y defensa de los Moros, y así rogado de ellos don Pedro ofreció muy de buena gana de tomar este negocio por propio, por lo mucho que también a él le tocaba. Porque esperaba gozar muy presto de cuatro principales pueblos del Reyno, Murviedro, Almenara, Segorbe, Castellón de la Plana, que fueron los que se le consignaron en recompensa de las Islas de Mallorca y Menorca. Puesto que aun estaban como secuestrados en manos de los Jueces, por el concierto que arriba en el precedente libro notamos, pero se trataba ya como a señor de ellos. Y así por esto, como por ser la gente de estos pueblos la más belicosa del Reyno, don Pedro los animaba mucho más a no obedecer el edicto, y de aquí muchos del Reyno teniéndole por caudillo, así los Moros como los Cristianos de parte de los señores y Barones, se habían ya puesto en armas. Esto le llegó al Rey mucho al alma, y le dio muy grande molestia y pesadumbre: y vio claramente que si don Pedro no desistía de la demanda, él no saldría con la empresa. Y así, mandado llamar, y venido ante él, se le quejó mucho, diciendo que adrede en cuantas cosas emprendía para el beneficio y buen gobierno de sus Reynos se preciaba de contradecirle. Pues habiendo emprendido ahora cosa tan necesaria para la pública tranquilidad y quietud de los Reynos, la quería impedir por sus particulares intereses: que le rogaba por el beneficio común, y buenas obras que le debía, se apartase de tan mala querella: y si tenía alguna cosa contra él, por la cual pretendiese enmienda, se lo dijese, y se cometiese al arbitrio de los Prelados, y grandes, que pasaría sin falta por lo que ellos juzgarían. Fue contento de esto don Pedro, y nombrados Jueces por ambas partes, y oídas sus pretensiones: determinaron dos cosas. Lo primero, que pagase el Rey a don Pedro luego cierta cantidad de dinero. Lo segundo, que en tanto que durase la guerra movida por los Moros, fuese obligado el Rey a su costa, fortalecer, y poner gente de guarnición, a elección de don Pedro, en las cuatro villas suyas nombradas. Como esta sentencia contentase a las dos partes, y se quietasen los ánimos de entrambos, el Rey se valió de don Pedro, y él se le ofreció de buena gana para la ejecución del edicto. Pero como poco antes, con el favor del mismo don Pedro, se hubiesen muchos de los Moros demasiadamente animado para impugnar el edicto, movieron crudelísima guerra en las villas y lugares, que estaban por el Rey, sin tocar en las de los señores y Barones, por haber echado fama que contra el voto y opinión de ellos, y no más de por solo quererlo el Rey, se había determinado el echarlos fuera del Reyno. De donde se siguió, que los Capitanes del Rey, que estaban en los presidios, por querer contentar a los Señores, o por el descuido, e insolencia que de las victorias pasadas les quedaba, se descuidaron de tal manera, que los Moros les tomaron hasta doce villas y fortalezas de las que estaban por el Rey, y en los soldados de guardia ejecutaron bárbaras crueldades.

Capítulo X. Como no embargante la rebelión, pasó el edicto adelante, y de lo que ofrecían los Moros por que les asegurasen la salida, y del infinito número de ellos, y como fueron rescatados en el Reyno de Murcia.

Por mucho que Alazarch, hecho de simple soldado Capitán de LX mil Moros, maquinó, y se esforzó a impedir el edicto, y que los Moros quedasen en el Reyno, no pudo en esto resistir a la magnanimidad y poderío del Rey, o por mejor decir, a la voluntad de nuestro señor Dios, que parece milagrosamente mostró en esto su omnipotencia: porque con todo el favor y ayuda que los Moros tenían en el ejército de Alazarch, se siguió, que siendo tan inmenso, y casi infinito el número de la gente que determinaba salir del Reyno (pues realmente con las mujeres y niños pasaban de cien mil) fue tanto el miedo y vileza de ánimo que les comprendió con el edicto, que en el mismo día que se cumplía el término, y habían de salir, los principales de ellos hablaran a don Ximen Pérez de Arenos camarero mayor del Rey, y como temblando le dijeron, que darían al Rey la mitad de todos sus bienes y haciendas, por solo que les diese salvo conducto, y gente de guardia con que pudiesen seguramente, y sin lesión alguna salir del Reyno. Como supo esto el Rey rió mucho de ello, y no permitió que se les tomase nada, antes dio licencia en confirmación del edicto, para que se llevasen de sus haciendas cuanto quisiesen y pudiesen llevar: y envió con ellos mucha gente de guerra que los acompañase hasta ser fuera del Reyno, y pusiese en el de Murcia, por donde ellos deseaban pasar a Granada. Fue tan innumerable la gente que salió, que refiere el Rey en su historia, que de los delanteros a los postreros, con ir bien juntos, cubrían XV mil pasos de camino: y fue fama, que fuera de la guerra de Vbeda, en ningún otro tiempo se había visto en España tan grande número de Moros juntos. Por eso con mucha razón tan grande empresa como esta de echar los Moros, quedó reputada por una de las más insignes hazañas que el Rey hizo en su vida. Porque no solo mostró su incomparable valor y fuerzas para echarlos a pesar del grande ejército de rebeldes que estaban puestos en defenderlos: pero aun fue mucho más la necesidad que tuvo de echarse el escudo a las espaldas para recibir en él los encuentros de amenazas, quejas, y maldiciones que los señores y Barones le echaban por la pérdida de tantos vasallos. Pues como los Moros fuesen guiados hasta Villena primer pueblo del reyno de Murcia, don Federique hermano del Rey de Castilla fue luego con ellos, y les compelió a que pagasen un besante por cabeza, y pasando de allí, parte de ellos se quedaron en los Reynos de Murcia, y de Granada, parte se repartieron en el campo de Cartagena, llamado Esparthario que en Arauigo llaman Manxa, parte se pasaron con sus mujeres e hijos en África, y algunos se volvieron al Reyno juntándose con los rebeldes.


Capítulo XI. Que los Moros rebelados se hicieron fuertes en las montañas, con su Capitán Alazarch, al cual favoreció el Rey de Castilla, y de lo que sobre esto pasó.

Por mucho que se procuró de echar todos los Moros del Reyno, y que fueron como está dicho innumerables, los que salieron, todavía quedaron tantos, que se pudo formar ejército de ellos, y subieron a las montañas de la Contestania a ponerse debajo la compañía de Alazarch, con el cual se rehicieron, y tuvieron muchas escaramuzas con los Cristianos y ejército del Rey, y se entretuvieron tres años: así por la astucia de su Capitán, como porque don Federique y don Manuel hermanos del Rey de Castilla que vivían en Villena secretamente le favorecían y daban ánimo para entretener la guerra: consintiendo en ello el mismo Rey, pues sin tener cuenta con las treguas les ayudaba, disimulando, como quien hace por todos, a fin de tener en pie un perpetuo enemigo contra el Rey su suegro. Llegó a tanto su desconocimiento, que envió sus embajadores a Valencia, a rogar al Rey otorgase treguas por un año a Alazarch. Las cuales otorgó el Rey por solo contentar a su yerno, puesto que sabía muy bien el mal ánimo con que las pedía. De donde comenzó el capitán Moro a tenerse en mucho, y a ensoberbecerse con el favor de los Castellanos, amenazando que había de poner las banderas y armas del Rey de Castilla su señor por todas las villas y castillos por él ganados. Todo esto sabía el Rey, y disimulaba, recociendo su cólera para emplearla contra Alazarch, luego que fuesen acabadas las treguas. Por esto determinó, con enemigo vanaglorioso y artero, tratar artificiosamente. Y así habló con un Moro familiar suyo grande amigo de Alazarch, le indujese a vender el trigo y panes que le sobraban, porque a la sazón valían a bien alto precio, y haría muy gran suma de dinero: pues no tenía por entonces guerra, ni la tendría después, porque estaba en mano del Rey de Castilla su señor alcanzarle, no solo más treguas, pero aun perpetua paz del Rey de Aragón, siempre que la quisiese. Entretanto el Rey dio cargo a don Ramón de Cardona, y a don Guillé Angresola con otros principales capitanes de Aragón y Cataluña que para la Pascua siguiente de la Resurrección del Señor, que era el término de las treguas, estuviesen muy a punto con el ejército de los dos Reynos puesto en Valencia. El Moro hizo su oficio, y creyéndole Alazarch vendió todo su trigo, y como se vio tan rico de dinero, y descansado con las treguas, deseando gozar de la ociosidad sin ningún cuidado de guerra, se descuidó tanto, que apenas se acordó de confirmar las treguas con el Rey, ni de escribir al de Castilla le hubiese la prórroga (porrogació) de ellas, hasta medio mes antes que se cumpliese el año. Y así el de Castilla envió su embajador, rogando al Rey tuviese por bien de renovar, y alargar las treguas hechas con Alazarch para otro año. Respondió el Rey, que se maravillaba mucho del Rey su yerno, fuese tan amigo y favorecedor de un su vasallo traidor y enemigo, que tantas veces había acometido de quitarle la vida, y alzado se le con tantas villas y castillos, y que dentro de su propio Reyno de Valencia se lo quisiese defender y amparar, para que no pudiese como señor castigar a su esclavo. Con esta respuesta, sin ninguna otra resolución despidió a los Embajadores, y se volvieron a Castilla.


Capítulo XII. Como el Rey persiguió a Alazarch, y cobró todo lo que había tomado, y se le huyó, y el Rey acomodó sus parientes del, y de la embajada que envió al de Castilla.

Venida la Pascua de Resurrección, y celebrada en Valencia por el Rey, se partió la última fiesta para Xatiua con solos cincuenta de a caballo, donde tomando muchos más, subió a la montaña, y llegó a la insigne villa de Cocentayna, que ya estaba medio poblada de Cristianos. Porque a causa de haber salido tanta infinidad de Moros, había quedado el Reyno como desierto, señaladamente las villas de las montañas: pues aunque los Alcaydes y oficiales Reales con otros muchos que las poblaban eran Cristianos: pero se quedaban muchos Moros en ellas, de los cuales echados todos por el edicto, mandó el Rey que así para poblarlas, como para que estuviesen en guarnición y guardia del Reyno, se estableciesen las casas y campos a los que quisiesen venir a habitarlas. Y por esta causa muchos soldados viejos fueron en ella, y en las otras villas heredados, y se quedaron para defenderlas, con los demás que vinieron de muchas partes a vivir en ellas. Lo cual se hizo en muy breve tiempo: y las fortalecieron de muro y barbacana: como fueron Alcoy, Penaguila, Ontiñena, y la Ollería, que nombra la historia, con las demás que de entonces acá se han fundado, y aumentado, que son muchas y grandes, y aunque algunas dellas son muy ásperas, pero las vemos muy ricas y abundantes de panes y ganados con otras cosas. Holgose pues el Rey mucho en Cocentayna viendo su buen asiento tan aparejado para ser de los principales pueblos de las montañas, como lo es en nuestros tiempos, hecha Condado que le posee la ilustre y antigua familia de los Corellas. Allí pues tuvo nueva como la gente que mandó hacer en Aragón y Cataluña era llegada, y se había juntado en Valencia, de lo cual se alegró mucho. Y luego saliendo de Cocentayna dio vuelta por la marina, y tomó de paso las fortalezas de Planes, Castell, y Pego. El siguiente día, oída Missa, se fue para la villa de Alcalá, a donde Alazarch de ordinario residía. Pero el buen capitán como de ninguna cosa menos curase que de pelear (porque luego que vendió el trigo despidió el ejército) saliose de Alcalá con muy poca gente, y pasando por el val de Gallinera, de un lugar en otro iba huyendo del Rey que le perseguía. Por donde cobrado por el Rey parte del valle, con Alcalá y su fortaleza, acabò de cobrar los xvi castillos que Alazarch le había tomado: no hallando en ellos resistencia alguna. Entendiendo pues el moro que el Rey no cesaría de perseguirlo hasta que le tuviese en su poder, y quitase la vida: procuró con buenos medios hacer concierto con él, prometiendo que para siempre se apartaría del Reyno, solo que el Rey perdonase a los de su casa y familia, y que no echase a sus parientes del Reyno. Como Alazarch lo cumplió y se fue, así el Rey usó de toda liberalidad con su sobrino hijo de hermano, a quien hizo merced por su vida del Castillo y villa de Polope a la marina, que está cerca del Promontorio Yfachs, o cabo de Calpe, al medio día. Hecho esto, y desterrado del Reyno un tan porfiado y mañoso enemigo, cesaron también con él las disimuladas astucias del Rey de Castilla: al cual envió el Rey sus embajadores, como para dar razón de la guerra que entonces acababa, y que le dijesen como él se había dado estos días a la caza, y dentro de ocho días había cazado xvi castillos. Con este dicho quiso el Rey aludir a otro semejante que pocos días antes Alazarch había dicho en presencia, y con muy grande gusto del Rey de Castilla, cuando preguntado Alazarch, si era dado a caza de fieras, no cierto, dijo él, sino de hombres, si ya no queréis que sea vuestro cazador de los castillos del Rey de Aragón. Lo cual fue muy reído, y celebrado por el Rey de Castilla, y los suyos.


Capítulo XIII. Por qué causa dio el Rey la gobernación de Aragón y Valencia al Príncipe don Alonso, y de la venida del señor de Albarracín, y don Diego López de Haro, y del acogimiento y mercedes que a los dos hizo.

Por este tiempo don Alonso Príncipe de Aragón, que aun no estaba libre de la encendida codicia de reinar, atizado y conmovido por la persuasión de malsines, de cada día sembraba nuevas quejas contra el Rey, por el descontento que tenía de la donación, o asignación que de consentimiento suyo hizo a don Pedro su hermano del Reyno de Cataluña, y también del Reyno de Valencia, y de Mallorca a su otro hermano don Iayme, declarándolos por verdaderos sucesores en ellos: lo cual cedía en muy grande perjuicio suyo, por ser estos Reynos de la conquista de Aragón, y debidos a él como a primogénito y Príncipe de Aragón, y que este derecho no le podía renunciar él, si bien en Barcelona, por contentar al Rey su padre, hubiese hecho muestra de renunciarle: esto lo hablaban los Aragoneses a boca llena. Lo cual llegando a oídos del Rey lo sintió muy mucho. Mas por librarse de tan importunas y pesadas quejas, a consejo de los suyos, dio la gobernación de los dos Reynos de Aragón y Valencia a don Alonso. Esta gobernación de Reynos, puesto que por los fueros antiguos de Aragón se debía al Príncipe primogénito del Rey, a ninguno fue en algún tiempo dada hasta don Alonso, y con darle este cargo pararon un poco tiempo sus quejas. A esta sazón llegó don Aluaro Perez Azagra, que por la muerte de don Pero Fernádez su padre había sucedido en la señoría de Albarracín, para ofrecerse con su persona y estado al Rey: del cual fue muy bien recibido, y acordándose de la gran amistad que tuvo con su padre, y de tan buenos servicios como en todas sus empresas le hizo, no pudo sin mucho sentimiento celebrar su memoria y nombre, diciendo mil bienes de él. Y así para más testificar la gran voluntad y afición que le tuvo, consintió que pasasen en don Álvaro, y se continuasen las mismas mercedes que el padre tuvo y poseyó de la casa Real, que fueron cincuenta Caballerías, y otros gajes. Entendió de ahí a poco el Rey, que los Castellanos de nuevo asomaban con mano armada en los confines de Murcia y Valencia, y conociendo sus mañas, partió luego la vuelta de Biar con el ejército que se hallaba, y les presentó batalla. En esta villa el Príncipe don Alonso prometió en presencia de muchos al Rey, que por ningún tiempo tendría tratos con el Rey de Castilla, ni se confederaría con él en ninguna manera. Los Castellanos que vieron al Rey tan en orden para resistirles, se volvieron luego, deshecho su ejército, para Castilla, y el Rey también tomó la vuelta pa Zaragoza, donde pasados pocos días después de llegado, se partió para Estella villa muy principal del Reyno de Navarra: a donde llegó también don Diego López de Haro señor de Vizcaya: el cual apartándose del Rey de Castilla por ciertas ocasiones, se vino para el Rey a ofrecerle su servicio con todo su poder y estado, del cual fue muy bien recibido, y prestado su fé y homenaje, también le hizo mercedes, mandándole asignar cincuenta caballerías. De esto fueron testigos los Prelados y Grandes de los reynos de Aragón y Cataluña que allí se hallaron, con la más gente hidalga que don Diego trajo consigo de Vizcaya, que también se aplicaron con sus gajes al servicio del Rey. No era cosa nueva para los Señores de Vizcaya, siempre que por algunas desgracias se salían de Castilla, hallar principal acogimiento y mercedes en los Reyes de Aragón, como lo halló don Diego padre de este mismo don Diego Señor de Vizcaya, siendo mozo, cuando después de haber ido en servicio del Rey don Alonso VIII de Castilla a la guerra contra los Moros en aquella gran batalla de Vbeda a las Navas de Tolosa, (de la cual hablamos en el primer libro) acaeció que después de vueltos a Castilla, don Diego fue desterrado de ella por el mismo Rey, y pasó su destierro en Aragón en servicio del Rey don Pedro padre de nuestro Rey.


Capítulo XIV. Como el Rey fue muy inquietado del de Castilla, y de los grandes que se apartaron del, y fueron a vivir en Aragón con el Rey, y de los nuevos conciertos que los dos Reyes hicieron en Soria.

Dice pues la historia, que como en este medio las treguas hechas entre el Rey y el de Castilla se acabasen, y por la poca constancia del de Castilla determinase el Rey, que de una vez se averiguasen por fuerza de armas las diferencias entre ellos, y se pusiese muy de propósito en salir con ello: quiso Dios que con la buena diligencia y medio de los Prelados y personas religiosas de ambos Reynos se atajó la cólera de los dos Reyes: señaladamente con la destreza de Bernad Vidal Besalù, caballero Catalán, que procuró se viesen los dos entre Ágreda y Tarragona, adonde fue concordado entre ellos, que el Reyno de Navarra, que era la simiente de estas discordias, viniese a la tutela y amparo del Rey de Aragón. Pero con la inconstancia de don Alonso luego fueron renovadas las diferencias y vueltos a la antigua distensión: aunque no se vino a las manos. Además de esto, cuando poco antes el Rey estuvo en Estella, don Enrique hermano de don Alonso de Castilla, y don López Díaz de Haro señor de Vizcaya, hijo de don Diego, que ya era muerto, vinieron al Rey de Aragón por apartarse del mal trato del de Castilla, y fueron de él muy bien recibidos, mayormente don Enrique, tratándole como a persona Real, y ofreciéndosele muy de veras, hasta que se remediasen las diferencias que con el Rey su hermano tenía. También se ofreció al de Haro,y tuvo en mucho la venida del mozo: el cual por imitar a su padre, seguía muy de corazón, y de hecho el bando de Aragón, y venía a servir al Rey con otros xx hidalgos vasallos suyos de los más principales de Vizcaya, también sus parientes. Los cuales dieron su fé al Rey por el don Lope mozo, y por su parte prometieron que no volvería a la obediencia del Rey de Castilla, hasta que las diferencias de los dos Reyes suegro y yerno fuesen acabadas, y defenecidas por sentencia de don Sancho Salzedo, y don Lope Velasco, a los cuales como a personas muy principales, y mayores letrados de aquella era, fue remitida la causa. Después llegaron a Zaragoza dos principales señores de Castilla que se pasaron al Rey, llamados don Ramiro Rodríguez, y se le ofrecieron por vasallos, y porque fueron despojados de todos sus bienes y haciendas por don Alonso, el Rey les hizo mercedes de campos y posesiones, y de cien caballerías. Venían de cada día de Castilla y Navarra tantas personas de cuenta, que a la fama de la liberalidad del Rey, se pasaban y se le avasallaban, que por mantenerlos casi consumía su patrimonio Real. A los cuales recibía tan de buena gana, no tanto por hacer tiro a don Alonso, cuanto porque no se pasasen a Reyes extraños, mayormente al de Granada, para de allí maquinar la ruina de don Alonso con la de toda España. Además que fue la justicia de este Rey tan mezclada con la liberalidad, que en sabiendo que poseía algo injustamente, luego lo restituía a su verdadero dueño liberalísimamente, por muy incorporado que ya estuviese en la corona Real. Porque en aquella sazón dio a don Guillem de Moncada hijo de don Ramón, y a su sobrino hijo de hermano, en feudo la villa de Fraga a la ribera de Cinca, en recompensa de ciertos censos, y campos que junto a Lérida los suyos habían poseído, y con el tiempo y guerras los habían perdido, y entrado en la corona Real: con condición que faltando legítimos herederos, volviese Fraga a ser del patrimonio Real, como por tiempo volvió. Finalmente procurándolo don Alonso, que por entonces llevaba mayores designos en su pensamiento, y creía llegar a ser Emperador de Alemaña (por haber sido nombrado Rey de Romanos por la mitad de los Electores del Imperio) fue él mismo en persona a verse con el Rey en la villa de Soria, cabeza (como dijeron algunos) de los Celtíberos. Allí se renovaron los conciertos y confederaciones antiguas, hechas entre los Reyes de Aragón y de Castilla, y prometió don Alonso que entregaría ciertas fortalezas en rehenes de la confederación hecha. Y de esta manera asentadas las diferencias entre ellos, pasaron mucho tiempo sin guerras.


Capítulo XV. Que murió la Reyna de Navarra, y fue el Rey a pacificar los movimientos de ella, y también a verse con el Rey Luys de Francia, y de los matrimonios que hicieron, y otras cosas.

Por este tiempo murió doña Margarita mujer que fue de Tibaldo Rey de Navarra, y madre de don Theobaldo, fue sepultada en el monasterio de Claraval de Navarra. La cual mientras vivió y Theobaldo fue menor de edad, rigió el Reyno con mucha prudencia y tranquilidad. Pero después de muerta comenzaron a levantarse muchos alborotos en el Reyno. Los cuales se apaciguaron hechas treguas con don Iaufredo de Beamont Senescal de Navarra. El cual pro intercesión del Rey que se halló en Navarra, se concordó del todo con Theobaldo nuevo Rey de ella: y con la misma sombra y favor del Rey poseyó a Navarra muy pacíficamente. Esto hecho el Rey se vino para Valencia, donde recibió cartas del Rey de Francia (este fue el Rey Luys el santo, de quien hablaremos más largo) que le rogaba se hallase dentro de un mes en la Guiayna, que le aguardaría en la villa de Carbolio cerca de Mompeller, para tratar negocios importantes al beneficio común de los Reynos, y para dar asiento a otras cosas que a la vista entendería. Respondió el Rey, que sería con él dentro del plazo. De estas idas tantas a Francia señaladamente para la Guiayna recibía el Rey poco fastidio, por la ocasión que juntamente se le ofrecía de visitar a Mompeller, por ser su propia patria, donde extrañamente se recreaba. Y así partió luego para allá: dejando a don Ximen de Foces nobilísimo caballero Aragonés, hijo de don Atho, por gobernador del Reyno de Valencia: porque don Alonso su hijo no hacía lo que debía en el gobierno. Puesto ya en camino, le vino al encuentro don Pedro Alonso, hijo bastardo de don Pedro de Portugal, que era comendador de Alcañiz, adonde confirmada la donación hecha en su favor de ciertos campos y heredades, pasó adelante, hasta que llegó a Mompeller. Y como entendió que el de Francia era llegado a Carbolio luego se fue para él, y abrazándose los dos con mucha alegría, antes que tratasen del asiento de las diferencias que se ofrecían, concordaron en que doña Ysabel hija menor del Rey casase con don Felippe Príncipe de Francia que llaman ahora Delphin: precediendo la gracia y dispensación Apostólica por el parentesco de consanguinidad que entre ellos había. Y en razón de dote y arras se había de asignar a la Infanta, según el antiguo uso y costumbre de Francia, la cuarta parte del Reyno del esposo: entregándose las villas y castillos incluidos en la dicha parte. Concluido el matrimonio, los dos se concordaron, y se remitieron el uno al otro, todos los derechos y pretensiones que ellos y sus predecesores tuvieron de los estados que ahora se dirá. Porque el de Francia había puesto en demanda los señoríos de Barcelona, Besalù, Vrgel, Rossellon, Ampurias, Cerdaña, Confluent, Girona, Osona, con sus villas y castillos. Y el Rey de Aragón por el de Carcassona, Carcasses, Roda, y Rodes, Lauraco, y Lauragues: Y por Beses y su vizcondado. Leocata, Albiges, Ruent, y por el Condado de Foix, Cahors, Narbona, y su Ducado, Mintrua, y el Mintrués, Fenolleda, tierra de Salto, Perapertusa, y por el Condado de Aimillá, y Vizcondado de Crodon, Gaualdan, Nimes, y Solòs, y sant Gil, con todos sus derechos. Hizo también entonces el Rey donación a Margarita Reyna de Francia, del derecho que le pertenecía en los Condados de la Proença, y Folcalquier, y en todo el Marquesado que también llaman de la Proença, y en el señorío de las ciudades de Arles, Auiñon y Marsella, que fueron del Conde don Ramon Berenguer que fue echado de su estado por los mismos Proençales sus vasallos, con ayuda de los Condes de Tolosa, y se apoderó después del estado, Carlos de Anjous hermano del Rey Luys, que casó con Beatriz la menor de las hijas del Conde de la Provenza y se quedó con él: con grande contradicción y descontento de la Reyna Margarita que fue hija mayor del Conde de la Provenza. Esta donación hizo el Rey en favor de la Reyna Margarita por excluir a Carlos, pero valió poco: porque fue muy favorecido y mantenido por los Reyes hermano y sobrino. Y no solo dejó aquel estado pacífico a sus sucesores, pero quedó muy formada enemistad por esto, y por lo que se siguió de Sicilia, con la casa de Aragón


Capítulo XVI. Donde se cuenta en breve la vida y muerte del SantoRey Luys de Francia, y como fue canonizado.

Esta concordia que entre si hicieron los dos Reyes, con la cual remataron todas las diferencias y pretensiones que hasta allí tuvieron sus Reyes antepasados, y las que sus descendientes podían tener en algún tiempo, pareció cosa del Espíritu santo, por ser tan manifiesta obra de paz, y para quietar de raíz toda mala ocasión que de distensión y guerra se podía mover entre dos tan principales Reynos vecinos, en donde resplandeció siempre y se mantuvo la fé y religión Cristiana también como en todos los demás Reinos de la Cristiandad. Señaladamente en la feliz era de estos Reyes: pues en un mismo tiempo gozó la República Cristiana de tres los mejores que jamás tuvo: uno en Francia que fue este Luys sancto, otro en Aragón valentísimo, que fue nuestro don Jaime, otro en Castilla don Fernando III, valerosísimo, del cual al principio de este libro hablamos, y a quien este título de santo le quedó después de muerto hasta hoy. Pero como entre los tres, la verdadera opinión de santo, y de vida religiosísima, la alcanzó el Rey Luis por la aprobación que la universal Iglesia con el supremo pastor y Pontífice hizo de su santidad y vida, y le canonizó por santo: será justo que para la edificación y ejemplo de todos, brevemente contemos la vida, y señalados hechos suyos: junto con lo admirable que antes de su nacimiento acaeció en el casamiento de sus padres. Lo cual por hallarse curiosamente escrito en las historias Francesa y Castellana, tocaremos con brevedad lo que más hace a nuestro propósito. Como el Rey de Francia llamado Philipo II, quisiese casar a su hijo Luis Príncipe y sucesor del Reyno, que fue Luis VIII, envió tres embajadores al Rey don Alonso VIII de Castilla, con poderes bastantísimos para tratar y concluir matrimonio de su hija la mayor con el Príncipe de Francia. El Rey los recibió muy bien, y fue contento de la embajada: y aunque los embajadores pedían la hija mayor, mandó venir ante ellos las dos Infantas sus hijas muy apuestas, sobre ser de si hermosísimas. Las cuales vistas por ellos se pagaron mucho de ellas, y pidiendo los nombres de ellas, fueles dicho que la mayor se llamaba doña Urraca (Vrraca), y la menor doña Blanca. Como en oír Urraca se ofendiesen mucho del nombre, dijeron que les contentaba más doña Blanca. Y así no embargante el orden que traían, capitularon con ella, y fue llevada con muy grandísimo acompañamiento de Castilla a la ciudad de París, donde se hicieron las bodas de ambos. Y finalmente nació el Príncipe Luis con mucha alegría de todos. Al cual la Reyna doña Blanca su madre quiso criar a sus pechos con su propia leche, y afirma la historia que fue esta Reyna tan santa y temerosa de Dios, que todas las veces que le había de dar leche, lo bendecía antes, y le decía estas palabras. Hijo ruego a Dios que antes te vea muerto, que caído en pecado mortal. Fueron estas palabras como prenuncias de su santidad. Porque se refiere en la misma historia, que no le vieron jamás pecar mortalmente. Y así se entiende que desde que comenzó a reinar, fue Rey pacífico, pío, y religioso, tan temeroso de Dios y apartado de hacer guerra contra Cristianos, que jamás la emprendió sino contra Moros, por ser tan enemigos de nuestra santa fé católica. Y que por sacar de poder de infieles la tierra santa de Jerusalén, pasó la mar con grandísimo ejército, y llegado a ella en el primer encuentro desbarató y venció un muy grande ejército de Moros: y la ganara sin duda, sino que para probar su paciencia Cristiana, permitió nuestro Señor la grandísima pestilencia que se siguió en su ejército, donde murieron tantos, que revolviendo los infieles sobre él fue vencido de ellos, y (como su historia lo refiere) fue presa su Real persona con la de su hermano Carlos de Anjous, (de quien arriba dijimos). Mas concertándose con ellos, y rescatándose los dos con grandísima suma de dinero que le enviaron de Francia (como Dios guiase sus cosas) le dejaron ir libre con todo el ejército que le quedó. Y pasando por la Asia menor, por la ciudad y puerto de Acon, que era de Moros, se detuvo en ella algunos días, para reparar su armada para el pasaje y con su buen ejemplo de vida, y exhortaciones por medio de buenos intérpretes convirtió a la fé Cristiana a los principales, y de ahí a toda la ciudad. También reparó y favoreció con su dinero de paso, algunas ciudades marítimas de Cristianos Griegos que estaban perdidas y arruinadas por las entradas que hacían en ellas los Turcos corsarios, adonde le llegó nueva de la muerte de la Reyna su madre, que en su ausencia regía y gobernaba sus Reynos. Y por esto le fue forzado volver a Francia. Llegado a ella y siendo muy bien recibido, luego se ocupó en asentar las cosas generales del Reyno, y en las particulares guardar su justicia y razón a cada uno, ejercitando su persona en los oficios espirituales, y de caridad para con los pobres, visitando y proveyendo los Espitales, para edificar con su gran ejemplo de humildad y vida santa a los de su Reyno, y con la fama de estas virtudes a los otros Reyes de la Cristiandad. En lo cual se entretuvo, hasta que se ofreció nueva ocasión de guerra contra Moros, y pasó en África contra los de Túnez, adonde habiendo llegado con grande ejército, y puesto su Real a vista de ellos, encendiose tan gran pestilencia en el ejército, que fue herido de ella, y sin poderse remediar murió luego. Por esto el ejército habiendo perdido tan principal caudillo, volvió a embarcarse, y trayendo su cuerpo con grande veneración, con la misma fue llevado hasta la ciudad de París: a donde fue muy llorado, y solemnísimamente sepultado. Y como de cada día se descubriesen muy grandes milagros sobre su sepultura, constando de ello al sumo Pontífice Bonifacio VIII, fue canonizado por santo. A este imitó nuestro Rey don Jaime en perseguir los Moros continuamente, y persiguiera mucho más, si no fuera impedido por sus émulos, y guerras domésticas que siempre le distrajeron y estorbaron muchas buenas empresas que contra infieles hiciera.

Capítulo XVII. De las distensiones que se renovaron por el Príncipe don Alonso contra el Rey, y del odio que de allí adelante le tuvo, y de lo que don Artal de Alagón pasó (paßó) con el Príncipe.

Asentados los negocios y diferencias entre los dos Reyes por ellos y sus sucesores, de despidieron con mucho amor, y el Rey vuelto a Mompeller, tuvo nueva de Aragón, como el Príncipe don Alonso volvía a sus revueltas antiguas, con el favor de muchos señores y barones del Reyno, que tomaban por propia la injuria que pretendían le había el Rey hecho, privándole de la herencia y universal sucesión de todos sus Reynos que de derecho le pervenían: y mucho más por haber separado no solo a Cataluña de la Corona Real, pero aun a Valencia, con las Islas de Mallorca y Menorca, que siendo de la conquista de Aragón, las dio a don Jaime menor de los hermanos. Con estos apellidos comenzaron a despertarse nuevos alborotos entre algunos principales del Reyno, y también entre algunos señores de título de Cataluña. Para resistir a esta nueva conjuración que se levantaba, determinó el Rey ocurrir a ella, y por contentar a los Aragoneses, juntar el Reino de Valencia con el de Aragón, y hacer de los dos señor a don Alonso. Pero esto como el Rey lo hizo muy contra su voluntad y forzado: así de ahí adelante don Alonso quedó muy excluido y privado de su amor y gracia, y ni le quiso ver más, ni comunicarse con él, ni tratar cosa que no fuese como de extraño. Porque concediéndosele a don Alonso en el término de Huesca la villa de Luna, y enviando un Gobernador para tomar posesión, y presidir en ella: don Artal de Alagón, uno de los principales del Reyno, que tenía la villa, y pretendía que el Rey le había hecho merced de ella por vía de feudo, echó al Gobernador, que ya se había entregado de ella, muy ignominiosamente, sin tener respeto alguno a la patente del Rey, ni a la de don Alonso, por más que fuese general Gobernador del Reyno. Por lo cual envió luego don Alonso un embajador al Rey a Mompeller, para dar queja de la injuria y menosprecio de don Artal. Oída la embajada, respondió el Rey a ella con mucha flema, diciendo que de buena gana castigaría a don Artal por el desacato, y tendría cuenta con todo lo que le convenía, y le dio cartas para don Alonso: en las cuales respondía a sus quejas contra Artal, oscura y dudosamente, ni bien se dejaba entender: mas de que no innovase cosa alguna, que volvería presto a Zaragoza, y castigaría a don Artal: pero ni volvió luego, ni tampoco proveyó, ni mandó a don Artal entregase la villa a don Alonso.


Capítulo XVIII. Que estando el Rey en Mompeller entendió de la rebelión de los de Turín contra su señor el Conde Bonifacio, y de lo que hicieron contra él los de Aste, y como por lo que el Rey les envió a amenazar lo libraron.

En este medio que el Rey se detenía en Mompeller, oyó decir que los de la ciudad de Turín en el Piamonte, a la ribera del Po, mayor río de Italia, rebelándose contra Bonifacio su señor Conde de Saboya le pusieron en prisión: y que sabiendo esto los de Arte del mismo Condado, ciudad potente, con arte y maña que tuvieron le sacaron de las cárceles de Turín, y lo pusieron en las de su ciudad con buena guardia, y luego fueron los deudos y criados de Bonifacio a pedirle. Mas entendiendo de ellos que no lo librarían sin rehenes, o muy grande suma de dinero, les llevaron a los hijos del Conde, con otros principales hombres del Condado, que los de Aste habían señalado. Los cuales venidos y retenidos, antes que pusiesen en libertad a Bonifacio, no contentos con esto, tomaron por fuerza de armas algunas villas y Castillos del estado que estaban sin defensa: y después de bien fortificadas, y puesta su guarnición de gente, pusieron en libertad a Bonifacio, y a los principales: reteniéndose los hijos. Mas Bonifacio de tan quebrantado de los hierros (yerros) y trabajos que había padecido en las dos prisiones, murió luego. Por donde los de Aste viendo el Condado de Saboya como desamparado, y sin señor, movieron guerra de nuevo contra todo el estado. Como esto contasen al Rey ciertos Capitanes que de Italia pasaran a España, se encendió en tanta cólera contra los de Aste, que a la hora envió un embajador para que denunciase a toda la ciudad guerra cruel, y los desafiase de su parte, si dentro de un mes no libraban de las cárceles, y ponían en toda la libertad a los hijos de Bonifacio, restituyéndoles todas las tierras que les habían tomado. Con estas amenazas del Rey, los de Aste quedaron tan amedrentados y confusos, viendo sus pocas fuerzas para resistir a las del Rey, y por otra parte lo mucho que les convenía quedarse con las tierras que se habían usurpado del Condado, que ni sabían qué responder, ni cómo despedir al embajador. Como esto supo Pedro de Saboya tío de Bonifacio, valiéndose de tan buena ocasión, con la sombra y nombre de él movía guerra contra los de Aste, diciendo que la hacía por orden y mandado del Rey, y pasándola adelante, llegó a ponerlos en tanto aprieto, que no tuvieron fuerzas ni ánimo para defenderse, y así cobró a despecho de ellos las villas y Castillos que habían tomado, y libró los hijos de Bonifacio, y sin eso hizo muchos robos y presas en la campaña de ellos. Conociendo los de Saboya que todo este buen suceso, se debía al nombre y buen favor del Rey con el fiero que mandó hacer a los de Arte, le enviaron sus embajadores a dar las gracias por la merced y amparo que les había hecho, lo cual en su tiempo reconocerían. Pues como el Rey entendió que la guerra había succedido a toda satisfacción de los Saboyanos, y lo que había aprovechado haber interpuesto su nombre y autoridad en esto holgose mucho del buen succeso, por haber en aquella guerra acabado con sola su fama, cuanto pudiera con la persona, y armas.


Capítulo XIX. Como el Rey vuelto para Aragón, concertó de paso a don Artal de Luna, con el señor de Albarracín, y ayudó al Rey de Castilla, y del Príncipe don Alonso como se casó y murió.

Partió el Rey con mucha prisa de Mompeller para Aragón, y entrando en él, le salieron al encuentro don Artal de Luna, y el señor de Albarracín para que averiguase y asentase ciertas diferencias que entre ambos (entràbos) tenían sobre el Castillo y villa de Codes, en la comarca de Albarracín. Y entendiendo que don Artal había muchos años que poseía el Castillo y villa pacíficamente, y sin habérsele puesto demanda, se la aplicó para siempre. Llegando a Zaragoza halló que le aguardaban los embajadores del Rey de Castilla para pedirle, que por cuanto le había ya movido guerra el Rey de Granada, diese lugar para que los nobles, e hidalgos de Aragón fuesen a ayudarle en ella, pues así lo habían poco antes asentado en la consulta que tuvieron en Soria. Condescendió a ello el Rey, exceptuando los hidalgos que no tenían de él tierras, ni caballerías: porque se había capitulado así. Recelando el Rey con justa causa, que según las cosas de Aragón andaban turbadas con los movimientos del Príncipe don Alonso, no tentase el de Castilla con la inteligencia de los nobles de Aragón que llevaría consigo, hacer alguna secreta liga contra él, so color de favorecer al Príncipe su primo: con todo eso permitió que los Caballeros de Aragón que eran vasallos de señores de título, o los acompañaban, tomando gajes de ellos, pudiesen ir a servir en aquella guerra al Rey de Castilla. De la cual también exceptuaba al Miramamolin de Marruecos, y al Rey de Túnez: con los cuales había hecho treguas, por el mucho trato y negociación que los mercaderes de Cataluña y Valencia tenían en los Reynos de ellos. En este tiempo el Príncipe don Alonso daba mucho que decir de si y de sus cosas a todo el mundo, viéndole tan desgraciado y corto de ventura a respecto de la del padre y hermanos. Pues siendo ya de edad cumplida para casar, que pasaba de los xxxii años: y jurado Príncipe de tan insigne Reyno como el de Aragón, no se le ofreció casamiento alguno: siendo así que al Rey su padre, con no tener aun doce años cumplidos, se le ofreció tan principal con doña Leonor de Castilla madre del mismo Príncipe. Le vino todo esto por estar de él muy olvidado el Rey, y en su desgracia: como se podía muy bien entender del antiguo odio que doña Violante su madrastra le tuvo, y de la envidia y rencor de los hermanos. Lo cual todo junto le deslustró de manera que ningún Rey se aventuró a darle su hija por mujer, pues el Rey no la pedía, mayormente por ser muy notorias a todos las diferencias que entre él y el Rey su padre y hermanos había: hasta que de importunado consintió se tratase de casarlo con doña Gostança de Moncada, hija mayor del Vizconde de Bearne hijo de aquel ínclito y valeroso Vizconde don Guillen, que murió en la guerra y conquista de Mallorca, como en el libro vi se ha contado. De manera que hechos los capítulos matrimoniales, doña Gostança fue traída de Bearne muy acompañada de la familia y linaje de los Moncadas, a la ciudad de Calatayud: donde las bodas, que en muy breve se hicieron, quiso la desgracia que muy más en breve se deshiciesen. Porque apenas se cumplieron los días de la fiesta y bodas, cuando el Príncipe de muy descontento y quebrantado de espíritu por verse en tanta desgracia de su padre, y aborrecimiento de sus hermanos, que se excusaron todos de hallarse en sus bodas, adoleció de tan cruel enfermedad, sin poderse hallar remedio alguno de los Médicos que secándole la tristeza, con muy grande dolor y lágrimas de muchos pasó de esta vida, sin dejar hijos, ni aun hacer testamento. Al cual se le hicieron allí mismo sus obsequias Reales con toda la pompa y solemnidad que a Príncipe jurado de debía: y fue sepultado en el monasterio de Veruela de la orden de Cistels, en tierra de Calatayud. De donde poco después fueron trasladados sus huesos a la ciudad de Valencia, y puestos en un sepulcro muy bien labrado dentro de la iglesia mayor en la capilla de sant Iayme, donde está fundada la cofradía de los Caualleros, y nobles de Valencia, por el mismo Rey don Iayme. Fue don Alonso Príncipe harto modesto, provechoso y de buen conocimiento: si las persecuciones de los suyos, y malos consejos de algunos no le pervirtieran para perder, y nunca cobrar la gracia de su padre.
Fin del libro XV